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TERCERA PARTE DE LA SERIE "MONSTRUO BUSCA MONSTRUO" Una nueva misión en un crucero de lujo entrelaza los caminos de Summer y Rayo Negro... y del Domine, que se presenta con una perturbadora advertencia: puede que Kimantics no esté tan acabado como creían. Pronto, la aparente tranquilidad del viaje se va a pique y la travesía se convierte en un descenso hacia sus peores pesadillas. Su única oportunidad de salir indemnes dependerá de una alianza con el principal causante de sus problemas. Pero ¿hasta qué punto tiene sentido confiar en un viejo enemigo para acabar con una amenaza aún mayor? Y, sobre todo, ¿es posible conectar con un monstruo sin arriesgarse a naufragar por el camino?
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Seitenzahl: 479
Veröffentlichungsjahr: 2022
© de la obra: Diana F. Dévora, 2022
© de las ilustraciones: Diana F. Dévora, 2022
© de los marcos: Alejandra Hg, 2022
© de las guardas y fondos: Djem/Shutterstock.com ranjith ravindran/Shutterstock.com
© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.
c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid
www.nocturnaediciones.com
Primera edición en Nocturna: junio de 2022
ISBN: 978-84-18440-69-4
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
A mi madre, por creer en mí más que yo misma
AGRADECIMIENTOS
A Aurora por todo su apoyo y su infinita paciencia, y por ser mi alfa reader con mayúsculas.
A Yohana, Nuria y Alex por ayudarme a ser una persona más gramaticalmente correcta cada día.
A Paloma, Nadia y David por ser los beta readers más motivadores que una escritora desearía tener.
A los blogs literarios Fiebre Lectora, Ramen para dos, Estantería compartida, Nari Springfield y algunos más, por su esfuerzo y ayuda en esta difícil cruzada por la difusión.
A vosotros, queridos lectores, porque sin vuestro cariño, esta movida no sería lo mismo.
¡GRACIAS!
MONSTRUOS CONECTADOS
01
Aquí, sufriendo
Rayo Negro contempló por última vez su reflejo en el cristal de la ventana. Su aspecto era impoluto. Se retocó un poco, alisándose la parte delantera de la chaqueta azul oscuro, que era de un tejido fino y ceñido. Desde que había tirado a la basura sus trajes por ser de una marca que le traía malos recuerdos, le había costado encontrar sustitutos que le sentaran igual de bien. Por suerte, con aquel había acertado.
Había mucha expectación sobre él aquella noche. No podía permitirse ningún error.
—Señor Lynet, ya está todo listo —le avisó uno de los tipos de la agencia de comunicación que habían contratado para organizar el evento.
Asintió y, antes de marchar, se permitió contemplar un momento la espléndida panorámica de la ciudad. Miles de luces refulgían ante sus ojos. Desde aquella altura, doscientos metros por encima del resto de edificios de Adrax, casi parecía estar viéndola desde un avión. Nada le hacía sombra a aquella torre: la verdadera protagonista de aquella velada.
Estaban a punto de inaugurar lo que iba a ser el nuevo símbolo de la Adrax Comm: un edificio que acariciaba el cielo y que había sido su más ambicioso proyecto desde que entró en la empresa.
Y por fin estaba terminado.
Los periodistas ya habían tomado posiciones cerca del escenario en el que tenía que dar el discurso de presentación. Maldijo a quien tuvo la idea de invitarlos. Él habría preferido un acto privado solo para clientes importantes, inversores y altos cargos de la compañía. Pero al final aquello se había convertido en un circo. Toda la prensa de la ciudad y parte de la internacional estaban allí. Medios generalistas, publicaciones especialistas en tecnología y hasta su favorita, la prensa rosa. Sin olvidar que también se había invitado a las voces más influyentes de las redes sociales. Todo por el bien de promocionar la buena imagen de la empresa.
De camino, tuvo que pararse a estrecharle la mano a varias personas, a las que luego tendría que atender. Solo de pensarlo, le daban ganas de salir corriendo, cambiar el traje de vestir por el de combate y aceptar cualquiera de los trabajos de mercenario que tenía pendientes. Pero no podía. De manera que hizo de tripas corazón y procuró sonreír a todo aquel con el que se cruzaba hasta llegar al escenario.
El señor de la agencia le hizo una señal para que subiera los tres escalones que le dejarían expuesto ante el público de la sala. Por si a alguien le había pasado desapercibido el tipo de dos metros subido al escenario, la suave música que sonaba en ese momento se cortó, y las miradas de todos los presentes se concentraron en él al tiempo que los periodistas disparaban sus cámaras sin piedad.
Odiaba eso.
Rayo carraspeó y se acercó al fino atril transparente que había en el centro. Como imaginaba, no estaba preparado para su altura y tuvo que ajustar el micro y agacharse un poco para llegar a él.
Eso también lo odiaba.
Igual que odiaba haber sido nombrado portavoz de la empresa por ser —en palabras textuales de algunos de sus socios— «tan famoso que no necesitaba presentación».
—Queridos amigos y amigas, en nombre de la Adrax Comm, les doy las gracias por haber venido esta noche en la que abrimos las puertas de nuestra nueva sede —dijo, comenzando a leer el discurso cuyas letras iban apareciendo en la pantalla de cristal que tenía enfrente—. Es un honor darles la bienvenida a la Torre Jacob.
El público lo celebró con aplausos y Rayo esperó a que cesasen antes de continuar:
—En los últimos años, Adrax Comm ha conseguido convertirse en el adalid de la nueva era de las telecomunicaciones. Esta torre representa eso, pero aún queda mucho por hacer. Y seguiremos avanzando hasta lograr que Adrax sea un ejemplo de progreso para el resto del mundo. —Tras otra pausa provocada por más aplausos, Rayo añadió—: No puedo terminar sin dar las gracias a todas las personas que han trabajado duro para hacer realidad este proyecto. También quiero agradecerles a nuestros jóvenes inversores que se hayan rascado el bolsillo para que esto se tenga en pie —bromeó, y señaló a un grupo de veinteañeros que había en primera fila, que sonrieron y alzaron sus copas de champán—. Y, por último y en especial, a la persona que lo vislumbró. Como ya sabéis, su delicada salud no le permite estar aquí celebrándolo con nosotros, pero me ha pedido que os diga que se siente muy emocionado y honrado de que esta torre lleve su nombre… Por supuesto, os hablo de mi abuelo, Jacob Lynet.
Los asistentes volvieron a aplaudir, esta vez con más entusiasmo, presentían que el discurso llegaba a su fin y podrían volver a sus propios asuntos. Rayo también lo notaba y no quiso alargar más la agonía, ni la suya ni la de ellos.
—De nuevo, gracias a todos. Por favor, disfrutad de la velada.
Bajó del escenario acompañado de los últimos aplausos. Nada más poner un pie en el suelo, Jameson, otro de los directivos de la compañía, le asaltó.
—No ha estado mal, Axel. Al menos no te has dormido en medio del discurso —le dijo con tono jocoso.
Rayo ya estaba más que acostumbrado a sus burlas. A Jameson le gustaba bromear, tanto que lo hacía incluso de sí mismo. Ser el único miembro de la dirección de raza negra, de origen latino y homosexual le daba una especie de carta blanca para burlarse de cualquier tema por sensible que fuera. Sin embargo, aquel hombre era de los pocos apoyos que tenía en la empresa, a veces hasta podía considerarle un aliado.
—Por favor, no me lo recuerdes otra vez —le pidió Rayo, temiendo lo que vendría a continuación.
—Pero si fue un momentazo —comentó Jameson, y se rio—. La cara que se le quedó a ese directivo japonés cuando te sobaste en la videoconferencia. Cuando preguntó no sé qué y tú ahí, rooork. —Trató de imitar el sonido de un ronquido.
—Eran las tantas de la madrugada —se defendió, pero el hombre seguía riéndose sin parar.
—Bastante le importó al japo, y eso que ellos se quedan dormidos hasta de pie. —Jameson le dio unas palmadas en la espalda y dijo—: En fin, no te tortures. Ese trato estaba condenado. Todo lo contrario a esto. Menudo éxito.
—No es mérito mío. —Meneó la cabeza—. El diseño y toda la idea son de mi abuelo.
—Sí, pero tú has sabido venderlo —le recordó Jameson y, de repente, miró hacia un lado—. Por cierto, ahí vienen los de El pueblo de los malditos.
Rayo miró de reojo y vio que se refería a los seis jóvenes que conformaban el grupo de inversores que había financiado la construcción de la torre. Quitando que los seis compartían algunas semejanzas en el estilo de vestir y el corte de pelo, no llegaba a entender la referencia a la película de los niños asesinos.
—¿Por qué los llamas así?
—No sé, chico, parecen algo sectarios.
No tuvieron tiempo de seguir hablando porque los inversores llegaron hasta ellos.
—Axel, nuestra más sincera enhorabuena —le dijo el que parecía más lanzado del grupo.
—Gracias una vez más por formar parte de esto —les correspondió Rayo mientras les estrechaba la mano uno a uno.
—A ti por ofrecernos unas condiciones de inversión imposibles de rechazar —intervino otro de los jóvenes.
—Sí, la verdad es que estábamos pensando en invertir en una startup —comentó un tercero y, señalando al que había hablado primero, añadió—: Pero Carl nos convenció de que esto era más seguro.
—Vaya, sí que estáis unidos —comentó Jameson, y le dio un disimulado codazo a Rayo.
—Somos amigos desde hace mucho —contestó el joven, mirando al resto.
—Nos conocemos desde el colegio —alegó el tal Carl—. Estudiamos todos aquí, en el Nueva Esperanza.
Rayo se sorprendió al oír de nuevo ese nombre. Inevitablemente, se vio abordado por los recuerdos que le traía aquel lugar. Los días, pocos pero intensos, que había vivido entre sus muros junto a aquellos a los que había considerado sus rivales hasta entonces. Y, sobre todo, a la mente le vinieron los momentos que había pasado en compañía de Summer.
Bloqueó aquellos pensamientos. Se había prometido a sí mismo dejar de pensar en ella. Aunque eso significase enterrarse en montañas de trabajo que le mantuvieran bajo un estrés insoportable hasta caer agotado en la cama.
Lo que fuera con tal de ignorar lo mucho que la añoraba y que su solo recuerdo bastaba para reabrir una herida que parecía no curarse nunca.
Procuró distraerse con otra cosa y, sin salirse del tema del colegio, pensó en la casualidad de que Jameson hubiera llamado sectarios a esos jóvenes. ¿Sabrían ellos algo del tema de las fiestas secretas del Nueva Esperanza?
Por la edad, era poco probable. Debían de estar en la universidad cuando la presidenta de la junta y el jefe de seguridad comenzaron sus sórdidos planes para chantajear a los alumnos.
—Aunque no hemos nacido aquí, hemos crecido en Adrax y estamos orgullosos de contribuir a que sea una ciudad mejor —decía uno de los inversores en ese instante.
—Y si os hacéis más ricos en el proceso, mejor que mejor —dijo Jameson, y les guiñó un ojo.
Los jóvenes se rieron por cortesía. Y tras intercambiar algún que otro comentario, se despidieron de los dos directivos de la Adrax Comm.
—¿Ves? Te dije que eran raritos —comentó Jameson en cuanto se cercioró de que no podían oírle—. Oh, mierda.
—¿Qué pasa? —preguntó Rayo.
—Nada, que viene el ogro. Me largo.
Antes de que pudiera entender a qué se refería, Jameson se mezcló entre el resto de invitados. Rayo Negro se giró en dirección contraria y vio a la persona que había espantado a su colega: Dietrich, el hombre más importante de la compañía, se acercaba a él con su habitual cara de estar oliendo mierda.
—Te felicito, Axel. La inauguración está yendo mejor de lo que esperaba —le concedió el recién llegado.
—Me alegra oírlo —dijo Rayo estrechándole la mano.
—Admito que siempre he tenido mis dudas acerca de este proyecto. Pero viendo esto, puede que al final demuestres que es algo más que la fantasía megalómana de un viejo. —Y clavándole los ojos desde su estatura, tres cabezas por debajo de la suya, le soltó aquella amenaza que ni siquiera se molestó en camuflar—: Por tu bien, espero que así sea.
A Rayo le quedó claro que no hablaba en broma. Aquel hombre le había tenido en el punto de mira desde el principio y, últimamente, le había dado demasiados motivos para que este pudiera desacreditarlo ante el resto de miembros de la dirección. La misión de rescate de Irina y Neon le había pasado factura, sus reiteradas ausencias y la poca implicación en sus obligaciones le habían dejado en muy mal lugar. Con su influencia, Dietrich podía lograr con facilidad los apoyos necesarios para exigir su dimisión.
—¡Papá! —Una mujer se abalanzó sobre Dietrich y le dio un beso, aunque no llegó a tocar la piel de su mejilla.
—Ah, Helena. ¿Conoces a Axel?
La mujer alzó la barbilla para mirarle y sonrió.
—Pues no tengo el gusto, no.
—Soy Axel, encantado. —Sin esperar presentación, Rayo le tendió la mano.
—Helena. Un placer.
—Es mi hija.
—Creo que ya se lo ha imaginado, papá —comentó Helena.
Aquello le gustó a Rayo. Cualquier persona que fuera capaz de dejar en evidencia al ogro obtenía su simpatía de inmediato, aunque esa persona tuviese la misma sangre que él. De hecho, el parecido era innegable. Ambos tenían una nariz ligeramente aguileña, labios delgados, fríos ojos azules y cabello claro; en el caso de Dietrich, empezaba a escasear, pero su hija tenía una melena corta que le llegaba poco más allá de los hombros.
—Helena vive en Berlín, pero ha venido a Adrax a… Recuérdame a qué has venido.
—A pasar unos días. Tenía muchas ganas de conocerla —contestó ella.
—Ah, pues te recomiendo el Distrito Sur. Es increíble —dijo Rayo.
—Sí, ya me han hablado de algunos sitios…
—Hija, discúlpanos un momento —la interrumpió su padre y, cogiendo a Rayo del hombro, lo apartó un par de metros para decirle en voz baja—: Estoy pensando que sería un detalle por tu parte si después de esto te llevaras a Helena a dar una vuelta. No me gusta mucho que pase su primera noche en Adrax sola.
—¿Me estás pidiendo que salga con tu hija? —Rayo Negro apenas podía salir de su asombro.
—Perdona, ¿ya tienes planes? —preguntó Dietrich, mirándole con una seriedad que daba a entender mucho más allá de sus palabras.
Lo cierto era que no tenía ningún plan más que irse a casa, y si acaso hacer algo improvisado, como jugar a algún videojuego o ver una película. Algo que le mantuviera distraído. No tenía pensado salir aquella noche, y menos con una desconocida en una especie de cita impuesta. Pero no podía permitirse el lujo de negarse y hacer aún más larga la lista de cosas que aquel hombre tenía en su contra.
—No, la verdad es que no. Será un placer acompañarla —dijo, esforzándose por sonreír.
El hombre le dio un apretón en el hombro, que no había soltado en ningún momento, como recordándole su estatus superior.
—Bien, asegurate de que ella acepta tu invitación.
Rayo arqueó las cejas. Encima tenía que fingir que la idea había salido de él.
—De acuerdo.
El hombre le soltó y volvió con su hija, que esperaba intrigada, ya que antes la habían dejado con la palabra en la boca.
—Helena, lo siento, pero tengo que dejarte. —El hombre tomó una de sus manos entre las suyas en un gesto cariñoso—. Pero estás en buena compañía —añadió, y se fue dejándolos solos.
—Vaaale. —La joven se encogió de hombros y alzó la mano antes de que Rayo pudiera decir nada—. Tranquilo, conozco a mi padre. Seguramente te ha pedido que me hagas de acompañante esta noche. Lo siento mucho.
—No, qué va. —Trató de negarlo, pero ante la expresión suspicaz de ella, no tuvo más remedio que admitirlo—: Bueno, sí, pero no importa. La verdad es que no tengo ningún plan y me gustaría conocerte.
—¿En serio?
—Claro —mintió, acordándose de la mirada que le había echado Dietrich—. No me importaría enseñarte un poco la ciudad, si quieres.
—Por mí, estupendo —sonrió ella.
Un par de horas y algunas copas de vino más tarde, llevaba a Helena en su coche por una de las avenidas principales del Distrito Sur de la ciudad. Ambos se estaban riendo a carcajadas por las continuas bromas que hacían casi sin esfuerzo. Aquella mujer le estaba cayendo genial. Costaba creer que fuera hija del ogro. Era muy divertida y se sentía cómodo con ella, porque no le atraía físicamente.
En los últimos meses había tratado de mantener bien controlada su libido. Ni siquiera había vuelto a tener citas desde entonces porque, por mucho que quisiera evitarlo, cuando pensaba en mujeres, acababa pensando en la persona de la que no quería acordarse.
De repente, le sobrevino una imagen, tan intensa como inesperada: el rostro de Summer mirándole con una sonrisa de suficiencia.
«Enhorabuena. Llevas cojonudamente eso de olvidarme».
—Ey, ¿a qué viene esa cara? ¿Has visto un fantasma? —le preguntó Helena al ver que se había quedado en silencio.
—Algo así —musitó, y detuvo el coche en un semáforo en rojo—. Es igual. ¿Dónde vamos ahora?
—Ah, no sé. No tengo ni idea de dónde estamos.
Sin embargo, Rayo no la había escuchado. Su mente se había quedado junto a su conocida intrusa.
¿Acaso quería estar así toda la vida? ¿Temiendo que Summer se colara en sus pensamientos? Era absurdo y obsesivo…, y estaba hundiéndole cada vez más.
¿Y si se estaba equivocando de táctica? Puede que evitar el contacto femenino fuese un error y la solución fuera lo contrario: conocer a alguien que suplantara el recuerdo de Summer, aunque eso ahora le pareciera imposible.
—¿Axel?
Helena volvió a llamar su atención y se fijó en ella. No podía negar que había una conexión entre ellos. Algo que era mejor que la mera atracción física. Por un segundo, imaginó cómo sería besarla. Sabía que no podría sentir lo mismo que sentía con Summer, que ni siquiera se acercaría, pero sería agradable volver a sentir deseo y cariño, el roce de otra piel sobre la suya.
Observó su rostro bañado por la luz roja del semáforo que tenían delante, sus labios de sonrisa sugerente, y se lanzó. Se inclinó hacia ella y, justo cuando estaba a punto de probar aquella boca, se detuvo.
«¿Qué estoy haciendo?», se recriminó a sí mismo.
En el fondo, no era lo que quería. No lo sentía. Y, sobre todo, no era justo para Helena.
—Perdona. No he debido hacerlo. Hemos bebido mucho. —Se apartó de la chica.
—Menos mal —suspiró ella.
—¿Menos mal? —repitió confuso.
—Sí, verás… ¿Cómo decirlo? La verdad es que me lo estoy pasando muy bien, pero no me interesas en ese sentido —le aclaró Helena, ligeramente incómoda.
—¿Qué? —A Rayo se le escapó aquello sin querer. No daba crédito. Jamás había salido con una mujer que no estuviera interesada en él.
—A ver, no te ofendas. Eres muy atractivo, a pesar de esas ojeras y esa apatía al andar, como si estuvieras cargando con un muerto a tus espaldas. Pero yo ya tengo a alguien, lo que pasa es que mi padre no lo sabe —le explicó ella—. Cuando me propusiste salir, noté que lo hacías por obligación y, por otro lado, creí que serías buena compañía. Y lo eres. Pero no busco sexo. Lo siento.
«¿Ojeras…? ¿Apático? —pensó desconcertado—. Dios mío, ¿tan hecho mierda estoy?».
De todas las posibilidades que había contemplado que podían suceder en aquella cita, nunca jamás se le hubiera ocurrido que Helena le rechazase. Aquello era peor de lo que creía. Lo de Summer no solo le estaba afectando a nivel psíquico, también se reflejaba en su físico.
En ese momento, los coches que tenía detrás comenzaron a llamarle la atención. Hacía rato que el semáforo se había puesto en verde. Acercó el coche a la acera más próxima, lo dejó en doble fila y activó las luces de emergencia.
—Oye, ¿todo bien? —le preguntó Helena al ver que estaba en shock.
Él reaccionó. Se dio cuenta de que estaba quedando como un capullo narcisista.
—Sí, perdona. Es que me ha pillado por sorpresa.
—Creo que lo mejor será que me vaya.
—No, por favor —le pidió—. Olvidémoslo. ¿Por qué no intentamos seguir divirtiéndonos?
Sí, olvidarlo. Eso quería hacer. A toda costa y cuanto antes.
—Está bien. —Ella tomó aire y, al mirar a su alrededor, se le dibujó una sonrisa—. Oye, ¿esto no es Bahía Sur? Vamos a tomar algo por aquí.
Rayo también reconoció la zona; a su pesar, ya le había traído algún quebradero de cabeza. Bahía Sur era el barrio de ambiente gay de Adrax y, cada vez que se acercaba un poco a aquel sitio, era acosado por los medios durante semanas preguntándole una y otra vez si era homosexual. A Jameson le hacía gracia, pero a los otros directivos no tanto, ya que daba una sensación de falta de honestidad por su parte que, al parecer, podía extenderse a la compañía.
Dicho de otro modo, solo toleraban su fama cuando les era conveniente.
—No creo que a tu padre le guste que vengamos aquí —contestó, pensando que, si mencionaba al ogro, lograría disuadir a Helena. Más bien consiguió lo contrario.
—¿Sabes qué…? Ha estado bien, Axel, pero mejor nos separamos aquí —se despidió Helena con un guiño, y salió del coche sin esperar su respuesta.
—¡Helena, espera! —la llamó, pero ella se alejaba sin volver la vista siquiera. Justo entonces oyó una sirena emitir un solo y corto pitido a modo de aviso. Se giró y vio un coche de policía aparcando tras su deportivo.
—Señor, no puede estacionar ahí —le dijo un agente cuando se bajó del coche—. Está estorbando la circulación.
—Sí, perdón. Ya me voy. —Se apresuró a arrancar y salir de allí. Debía buscar un aparcamiento para volver en busca de Helena.
Aunque… ¿por qué hacerlo?
En realidad, Helena no tenía motivos para hablar mal de él a su padre. Se había ido porque había querido. Ya era mayorcita. Podía coger un taxi y volver a su hotel sola.
Se había alejado algunas manzanas cuando se percató de que había un pequeño bulto caído ante el asiento del copiloto. Al parar en un semáforo, lo examinó.
Se trataba de la cartera de Helena, se le debía haber caído del bolso; con el dinero, tarjetas y toda su documentación en ella.
—Estupendo —suspiró irónicamente.
No tenía su número de teléfono para avisarla, y lo que no iba a hacer era llamar a su padre a esas horas de la noche para preguntárselo. No le quedaba más remedio que buscarla por Bahía Sur, donde, con toda probabilidad, sería descubierto por algún maldito periodista.
Tras dejar el coche en un parking cercano, se acercó al lugar donde la había perdido de vista. Había llovido hacía poco y los luminosos rótulos de las fachadas teñían el asfalto de diversos colores. A un lado y a otro, proliferaban los locales de ambiente tan populares por aquella zona. Sus visitantes, hombres en su mayoría, se amontonaban tanto en el interior como a la entrada de los numerosos pubs y discotecas.
Quiso pensar que no le miraban mientras se encaminaba hacia el portero del primer local. La música escapaba amortiguada tras las puertas, pero lo bastante fuerte como para que tuviera que elevar la voz.
—¿Ha entrado aquí una chica rubia, así de alta? —preguntó, y se puso una mano debajo del pecho.
El portero de la discoteca puso los ojos en blanco como única respuesta.
—Vale, gracias. —Rayo se giró con el ceño fruncido. No había dado ni un paso cuando un tipo muy fornido pero mucho más bajo que él se interpuso en su camino.
—Oye, guapito, por aquí también vienen chicas, con esa descripción tan escueta no vas a llegar a ninguna parte —le sonrió a través de su frondosa barba. Como no llevaba camiseta, Rayo comprobó que tenía más pelo en el cuerpo que en la cabeza—. ¿No será una excusa para romper el hielo? Porque, majo, no te hace ninguna falta.
Rayo ignoró a aquel tipo y siguió su camino, cuando notó que alguien le ponía una mano en el hombro. Se revolvió bruscamente.
—¿Qué coño quieres?
Pero no se encontró al tipo de antes, sino a dos hombres muy delgados. El que le había tocado tenía el pelo rubio y lacio cubriéndole un ojo, y le miraba algo asustado con las palmas de las manos en alto.
—Nada, hijo. Yo solo te iba a preguntar… —contestó, pero luego recuperó una actitud más digna—. ¿Esa chica que buscas llevaba un modelo de Versace en azul oscuro con cuello de barco y sin mangas?
—Estaba divina, como Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes —comentó su acompañante.
—Bueno, yo no diría tanto —le corrigió el otro—. Pero sí, la muchacha iba mona.
Rayo parpadeó intentando procesar tanta información. Lo cierto es que no tenía ni la más remota idea de lo que era un cuello de barco, pero, haciendo memoria, recordaba que el vestido de Helena era oscuro. Era la única pista que tenía, así que decidió arriesgarse.
—Sí, creo que sí.
—Ah, pues se fue hacia allí —dijo el hombre del flequillo largo mientras su compañero asentía. Ambos señalaban una de las calles perpendiculares que cruzaban aquella.
Tras agradecerles la información, Rayo se encaminó hacia la calle en cuestión, que era más corta y estrecha. Solo albergaba cuatro o cinco pubs antes de desembocar en otra calle perpendicular y en un oscuro parque que había más allá.
Siguió preguntando por Helena y echó un vistazo desde fuera a los locales que tenían cristaleras, pero no halló ni rastro de ella. Así que supuso que había tomado la siguiente calle.
Fue entonces cuando oyó aquel ruido.
Procedía del parque y no supo identificarlo a la primera. Cuando se repitió, le pareció que sonaba a ramas, pasos en la arena y un apagado murmullo, como una voz amordazada… Una voz de mujer.
Los frondosos jardines no le permitían ver lo que quedaba al otro lado. Inquieto, Rayo cruzó la carretera para adentrarse en el parque y comprobar si sus temores eran ciertos. Pero, por más que buscó, no encontró a nadie que pudiera haber causado aquellos ruidos.
De repente, sin darle tiempo a darse la vuelta, algo le golpeó en la nuca, derribándole. La boca se le llenó de arena mojada y los oídos se le embotaron. Trató de levantarse para ponerse en guardia. Y entonces…
Se le nubló la vista y volvió a caer. Tuvo que esperar unos segundos a que el parque dejara de dar vueltas. Haciendo un esfuerzo por no vomitar, buscó a su asaltante con la mirada. Este no apareció, y tampoco hubo más ataques. Su agresor, fuera quien fuese, había huido.
Cuando recuperó parte del control de sus sentidos, se puso en pie. Tras echar un vistazo a su aspecto, con el traje manchado de barro, decidió que Helena tendría que apañárselas solita. Sin embargo, el camino de regreso al coche no fue nada fácil. Seguía mareado y le costaba orientarse. Acabó en una calle que no recordaba. Un numeroso grupo de jóvenes salió en tropel de uno de los locales y lo engulló sin remedio, dificultándole la tarea de avanzar.
Aquel tumulto no ayudaba en absoluto a su malestar. Alguien le empujó en un descuido y le hizo tambalearse. Casi se echa encima de un tipo que le puso muy mala cara cuando se llevó un enorme pisotón de su parte.
—Perdón… —dijo, aunque dudaba de que el hombre le oyera en medio de aquel escándalo.
Se preguntó cómo era posible que unas voces humanas pudieran causar tal estruendo. Le iban a reventar los tímpanos. No pudo más. Clavó las rodillas en el suelo cuando su estómago se contrajo por una náusea. Acabó vomitando la cena mientras, a su alrededor, la gente se apartaba asqueada.
—Vaya colocón que lleva el amigo —escuchaba decir a sus espaldas, a lo que siguieron risas y algunos murmullos despectivos.
Pero había algo que le preocupaba infinitamente más que dar el espectáculo, y era no encontrar explicación para lo que le estaba ocurriendo. Lo único que tenía claro era que aquello no podía ser bueno.
—¿Estás bien?
Una voz ligeramente familiar se abrió paso a través de su aturdimiento, y mostraba preocupación por él. Al mismo tiempo, unas manos rodearon sus brazos con fuerza para ayudarle a levantarse. Se giró para dar las gracias sin imaginar que iba a toparse con aquel rostro.
¿Cómo iba a olvidar aquel excéntrico color de pelo, aquella sonrisa impertinente…? ¿Cómo iba a olvidar al culpable de que meses atrás su vida iniciara una caída en picado?
No, desde luego, ni poniendo todo su empeño habría sido capaz de olvidar a aquel bastardo. El maldito Domine.
—¡Tú! —Fue lo único que acertó a decir mientras sus ojos se abrían como dos lunas llenas que refulgían odio.
—Hola, Axel —sonrió el italiano. Como siempre, pronunció su nombre con cierto retintín.
Ahora encajaba todo. Aquel ataque repentino. Por qué no había oído ni visto a su agresor.
Había sido él.
—Hijo de puta… —Su intención fue adelantar la pierna derecha para cargar el peso del cuerpo, ganar impulso y borrarle la sonrisa de un puñetazo a ese malnacido. Pero, por alguna razón, esta no obedeció. Perdió el equilibro y, lo que fue aún peor, acabó colgado de los hombros del Domine para no caer de nuevo al suelo.
A ojos de todos, la escena parecía un efusivo abrazo, y se acentuó aún más cuando el italiano le rodeó la cintura, estrechándole para sujetarlo.
—Yo también me alegro de verte, Axel, pero modera tu entusiasmo, ¿quieres?
Quiso replicar, defenderse, aplastarle con sus propias manos, pero la oscuridad cayó sobre él con todo su peso, y le dejó un estremecedor pensamiento antes de que se le cerraran los ojos definitivamente.
«Estoy jodido».
02
La ignorancia es lo último que se pierde
Lo primero que percibió fue el olor a mar. Como cada mañana, aquel aroma salino le recibía, haciéndole sentir seguro en la intimidad de su habitación.
Pero a medida que fue recuperando también el oído, aquella sensación se desvaneció. Se dio cuenta de que no estaba solo. Oía voces a su alrededor, susurros. Desconocidos a los que no podía ver por más que se esforzara en abrir los ojos. Su cuerpo estaba sumido en un extraño sopor del que no podía desperezarse fácilmente.
—Te equivocas, Claudio —escuchó decir más claramente a una de las voces, cuyo timbre era suave y femenino—. Si fuese albino, no tendría las pestañas negras.
—Pues se habrá teñido. ¿Qué importancia tiene? —contestó otra voz, que era casi tan suave como la anterior.
—Hay una manera de averiguarlo.
—Juno, déjalo. Gio ha dicho que no le despertemos.
«Gio». ¿De qué le sonaba aquel nombre? Y entonces cayó en la cuenta: Giovanni DiMagno, el Domine. La respuesta le vino a la mente como un relámpago; una descarga de adrenalina que terminó de despertarlo por completo.
Acompañado de un rugido, se incorporó para defenderse de la presencia que se le echaba encima. La agarró del cuello y, girando sobre sí mismo, la inmovilizó contra la cama.
Su mente y su visión tardaron un segundo más en aclararse y, cuando lo hicieron, Rayo descubrió que aquello que había tomado como una amenaza no era más que una adolescente aterrorizada, a la cual había atrapado bajo una de sus manos. A su lado, tratando inútilmente de sujetar el puño que había alzado con intención de golpear a su presa, un chico moreno le gritaba a pleno pulmón que se detuviese.
«¿Quién coño son estos?».
Era evidente que no eran el Domine. Pero, si no había escuchado mal, tenían algo que ver con él.
Relajó el puño y la presión sobre la chica, mientras examinaba una habitación que no era la suya. Era una estancia grande, con una decoración que recordaba haber visto antes: muebles, adornos y materiales de una calidad y un refinamiento lejos del alcance de cualquier bolsillo, combinados en un estilo muy distintivo, muy… grecorromano.
Y entonces lo comprendió. Estaba en su maldita casa.
Rayo se levantó de la cama, esperando que el Domine saliera de algún rincón para pillarlo desprevenido. Buscó con la mirada a un lado y a otro, hasta que sus ojos volvieron a posarse en los dos adolescentes, que le observaban con interés. La clase de interés que logró que se sintiera abochornado cuando se percató de que estaba desnudo.
Echó mano de una de las sábanas de la cama y pegó tal tirón que la chica, que aún se encontraba encima, se fue de bruces al suelo.
—Esto… Lo siento —se disculpó mientras se enrollaba la sábana a la cintura. Acto seguido, se preguntó por qué demonios se disculpaba con esos dos. Al fin y al cabo, eran cómplices del bastardo.
Sin embargo, solo parecían dos jóvenes inofensivos que le miraban como si él fuera un monstruo al que acababan de despertar por accidente. Ambos tenían bonitas facciones, cándidas pese al recelo que ahora cubría sus rostros. El chico era de piel cobriza, cabello oscuro y ondulado. En contraste, unos ojos color miel que parecían cansados, ya que una ligera sombra se apreciaba debajo ellos. La joven, por el contrario, parecía una muñeca de porcelana, melena dorada y unos generosos ojos azules en un rostro salpicado de graciosas pecas. Vestían unas túnicas blancas, muy livianas, que se transparentaban un poco.
A saber a qué sórdido destino les tendría condenados aquel desgraciado.
—¿Dónde estoy? —decidió preguntarles.
—En la isla Coral, en Seahorse —contestó el chico llamado Claudio.
«Por supuesto, ¿cómo no?». El hecho de que se encontraran en la zona más obscenamente cara de la ciudad casaba con el italiano.
—¿Dónde está?
—¿Quién? —Esta vez fue Juno la que habló.
—El Dom… El tipo que me ha traído, Giovanni —contestó Rayo, acordándose de la velada amenaza que en su día le hizo el italiano: se había comprometido a no revelar su identidad si, a cambio, él hacía lo mismo.
—Se ha marchado, tenía cosas que hacer —contestó de nuevo Claudio—. Pero nos ordenó que le…
—Atendiéramos en todo lo posible —le terminó la frase su compañera.
—Sentimos haberle despertado —se disculpó Claudio inclinando la cabeza, sumiso.
De repente, Juno se acercó a él y, olvidando que hacía un segundo había estado a punto de estrangularla, se agarró de su brazo sin ningún reparo.
—Por favor, no se enfade. Si se enfada, él…
—No le diga que le hemos despertado… —Claudio imitó a su amiga y se arrimó a Rayo por el otro lado—. Nos despedirá.
—O algo peor… —aventuró Juno, clavando en Rayo sus enormes ojos llenos de temor.
Rayo los observó anonadado. Había algo en ellos que le producía más inquietud que lástima. Su instinto le hizo retroceder para evitar su contacto.
—¡¿Qué está pasando aquí?! —Una voz irrumpió a la vez que se abrieron las puertas de la habitación. El Domine entró vestido con una elegante túnica romana que le llegaba hasta poco más allá de la mitad de los muslos.
Rayo sintió cómo todo su cuerpo se contraía de rabia con su simple presencia. Antes de que pudiera acertar a decir o hacer algún gesto, los adolescentes se interpusieron entre él y el italiano.
—Gio, llegas justo a tiempo. Tu invitado se acaba de despertar —celebró Juno.
—Le estábamos sugiriendo desayunar en la terraza —añadió Claudio y, dirigiéndole una mirada suplicante, buscó su complicidad—, ¿verdad?
Pero lo único que consiguió de Rayo fue un rostro constreñido entre la crispación y la incredulidad.
—Me parece una gran idea. —Tentando a la suerte, el Domine se acercó hasta quedar frente a él—. Dime, ¿qué tal te encuentras?
Rayo reaccionó por fin, y sin importarle la estabilidad laboral o física de ninguno de los presentes, cargó contra el italiano con todas sus fuerzas.
El Domine salió despedido hacia atrás de un puñetazo que bien podría haberle dejado sin cabeza si no se hubiera protegido con sus poderes. Los adolescentes no parecieron sorprenderse demasiado al verle caer.
—Parece que tu plan para ablandarle un poco no ha funcionado —comentó Claudio, avivando la indignación de Rayo Negro.
—Que conste que hemos hecho todo lo que nos dijiste. —Juno lo ayudó a levantarse y, mirando a Rayo, añadió—: Quizá no es tan ingenuo como pensabas.
—Yo apostaría por que su odio es demasiado fuerte —concluyó Claudio.
—Basta, niños, no estáis ayudando precisamente, ¿sabéis…? Claro que lo sabéis —protestó el Domine, y se preparó para un nuevo ataque de Rayo, el cual se le venía encima hecho una fiera.
—Has usado a estos chicos contra mí con la esperanza de que no te partiera la cara. Tú sí que eres un ingenuo. —Rayo lanzó un segundo golpe, pero esta vez su puño quedó paralizado a escasos milímetros de la palma de la mano de su objetivo, lo suficientemente lejos para que no llegase a rozarle y, a la vez, tan cerca que parecía que había detenido el golpe con su propia mano. Aquello le enfureció aún más, y trató de golpearle con el brazo libre, pero este ni siquiera se movió un ápice de su sitio, al igual que el resto de su cuerpo. El Domine había logrado detenerle de una manera tan sutil que nadie se daría cuenta de que había algo extraño en la escena.
—Café latte, dejadnos a solas —les dijo el italiano a los dos adolescentes.
—Oh, venga, es la pelea de amantes más interesante que has tenido en meses —se quejó Juno.
—¡Fuera! —exclamó, y ambos obedecieron—. Y pedid ese desayuno.
Cuando se quedaron a solas, miró a Rayo con una sonrisa de falsa condescendencia.
—Parece que todavía no te has recuperado del todo.
—¿Qué… coño me has he… cho? —bufó Rayo, rojo de cólera.
Movido por una fuerza invisible, el cuerpo totalmente rígido de Rayo se deslizó hacia atrás hasta dar con la cama, sentándose sobre ella.
—Déjame que te refresque la memoria, querido. Yo no te he hecho nada, salvo recogerte de la calle porque te habías desmayado, evitándote la humillación pública y unas cuantas explicaciones incómodas al personal del hospital que te atendiera. En su lugar, te han tratado mis médicos de confianza, y te aseguro que no se irán de la lengua —le aclaró—. De nada, por cierto.
—Encima querrás que te dé las gracias por atacarme, cabrón —replicó Rayo, que luchaba por zafarse de la parálisis que le imponía el italiano—. ¡Suéltame y ya verás cómo las doy!
Sin ningún reparo, Giovanni se sentó a su lado.
—A ver, Rayo, ¿tú escuchas lo que dices? —le preguntó mientras se recreaba en el espectáculo de músculos a punto de reventar que se estaba produciendo en el torso y brazos de su prisionero—. Si yo te hubiese atacado, ¿para qué iba a tomarme tantas molestias después?
Y ahí fue cuando el rostro de Rayo hizo algo que parecía imposible, enrojeció todavía más, alcanzando un tono púrpura.
—Espera… —Gio alzó la palma de la mano, incrédulo—. ¿Piensas que yo he… abusado de ti? —preguntó, recalcando las últimas palabras.
—¡Te voy a reventar! —gruñó Rayo Negro entre dientes. Apretaba tanto la mandíbula que era casi incapaz de vocalizar.
—Por favor, esto es ridículo. ¿Por qué haría algo así? —El Domine se levantó y, acto seguido, se llevó una mano a la barbilla, adquiriendo un aire más reflexivo—. Bueno, admito que te besé a la fuerza y que drogué a Summer por curiosidad, aunque no le hice nada… —fue diciendo a la vez que Rayo forcejeaba contra el poder invisible que lo tenía sometido—. Pero estás uniendo esos dos hechos aislados para sacar una conclusión equivocada.
Si no hubo respuesta no fue porque Rayo estuviera convencido, sino porque había caído extenuado sobre la cama.
—Te mataré… —Fue lo único que pudo murmurar.
—No estás bien, Rayo, y eso es lo que debería preocuparte —comentó Gio, volviéndose a sentar junto a él—. Pero, para que te quedes más tranquilo, te demostraré que yo no pude atacarte. Mira, esto es lo que hacía antes de que nos encontrásemos.
El Domine le mostró la pantalla de su móvil, la cual mostraba un selfie del italiano junto a un grupo de hombres jóvenes posando sonrientes en el interior de una discoteca.
Aún tendido con medio rostro sobre las sábanas, Rayo frunció el ceño.
—¿Y eso qué? Pudiste atacarme primero y luego meterte en el local más cercano a hacerte esa foto en un minuto.
—Muy bien. —Contestando a su pregunta, el Domine fue pasando a otras fotografías donde los protagonistas aparecían cada vez más acaramelados entre sí, hasta que sobrepasaron la clasificación de aptas para todos los públicos—. Dime, ¿crees que una orgía decente también se hace en un minuto?
—¡Arg! Quita eso de mi cara, joder —protestó Rayo, y cerró los ojos.
—¿Nos dejamos de acusaciones absurdas?
—Primero suéltame.
El Domine sonrió, se puso de pie y se apartó un par de pasos del joven.
—Hace rato que no te retengo, Rayo. Estás tan abrumado que no te has dado ni cuenta.
Desconcertado, Rayo se movió con dificultad, usando los brazos que ahora podía mover libremente para incorporarse y sentarse en la cama. Desde ahí, lanzó una mirada resentida al italiano.
—No te confundas, me hayas atacado o no, sigo queriendo matarte.
—Lo imagino. —El Domine suspiró—. Sin embargo, tengo una información que creo que te va a resultar muy interesante, y estoy dispuesto a compartirla contigo si te comprometes a una tregua, al menos mientras estés en mi casa.
Rayo lo observó unos segundos. Era imposible tratar de leer en aquel rostro si había algo de verdad en sus palabras. No halló ni una mísera pista. Pero tenía que reconocer que la propuesta le había intrigado lo suficiente como para arriesgarse a dejar de lado sus recelos por un momento.
Lo único que tenía claro era que el objetivo del Domine no era atentar contra su vida, pues ya había tenido ocasión de sobra de hacerlo, así que no perdía nada por intentar averiguar qué tramaba en realidad.
—De acuerdo. —Le tendió la mano, pero antes de que el italiano pudiera estrechársela, se acordó de las fotos y la retiró—. Mejor no.
—Bien. Lo primero es lo primero. —El Domine se acercó a una cómoda sobre la que había unas prendas de ropa cuidadosamente dobladas. Las cogió y se las lanzó a su invitado—. Tu ropa. Aunque, si quieres seguir desnudo, no tengo ninguna objeción.
Rayo Negro reconoció la ropa, era la misma que llevaba la noche anterior, pero lavada y planchada. Emanaba un perfume diferente al acostumbrado olor del detergente que usaba su asistenta. Se vistió rápidamente y, al ponerse la chaqueta, comprobó que no había nada en los bolsillos.
—¿Y mis cosas?
El italiano le señaló la mesilla, donde perfectamente a la vista había una cartera, un móvil y un juego de llaves. Lo cogió todo sin poder evitar sentirse estúpido por no haberse dado cuenta.
—Por cierto, llamó tu amiga —comentó el Domine.
—¿Mi amiga…?
«¡Helena!». Le vino de repente el nombre a la cabeza. Se había olvidado de ella.
—Sí, te llamó al móvil poco después de que te desmayaras. Tuve que coger la llamada y charlamos un rato… No te preocupes —añadió Gio cuando vio la cara de estupefacción que estaba poniendo—. Me encargué de hacerle llegar su cartera.
—Estupendo —murmuró con ironía. La idea de que el Domine tuviera contacto alguno con personas de su ámbito personal no le gustaba lo más mínimo, aunque también se preguntaba cómo había conseguido Helena su número. ¿Le habría contado a su padre lo ocurrido? Prefería no pensarlo, y menos en ese momento. Volvió a concentrarse en su anfitrión—. Bueno, tú dirás —dijo para hacerle saber que ya estaba listo.
El italiano le indicó la puerta de la habitación con un gesto de la mano, y echó a andar hacia ella. Rayo le siguió. Salieron a la galería del segundo piso, ante un enorme recibidor flanqueado por dos escalinatas. Desde allí, gracias a los amplios arcos y las cristaleras, se alcanzaba a ver los alrededores de la mansión. Por un lado, exóticos jardines, por otro, la terraza con una generosa piscina y, más allá, parte de la playa privada de la isla.
Aquello era un maldito palacio.
El Domine continuó bajando hasta el recibidor y se dirigió hacia la terraza. Se cruzaron con varias personas vestidas con túnicas como las de Claudio y Juno. Sin embargo, aunque jóvenes, al menos eran adultos, todos con un atractivo físico indiscutible.
—¿Contratas a tus empleados en las pasarelas? —se burló.
—Sí —afirmó el Domine sin tapujos—. La mayoría son modelos que se han cansado de la profesión o no les ha ido bien.
—Qué gente más cualificada.
—No menosprecies tan a la ligera, Rayo. —Le miró de reojo—. Aquí hay gente con varias licenciaturas.
—Ya… —musitó, incomodado por aquella información. Se fijó en ese instante en un hombre de apariencia bastante menos agraciada que se encargaba de mullir y colocar cojines en unos divanes—. Imagino que te refieres a ese.
—No, ese simplemente la tiene enorme —soltó el Domine, y para dejar claro de a qué se refería, marcó una distancia con las manos, suficiente para que Rayo perdiera repentinamente el interés por sus empleados.
La terraza iba a juego con la majestuosidad de la mansión. El estilo de la Roma clásica se hacía evidente en ciertos detalles, como la elección de divanes en lugar de hamacas, los mosaicos de pequeñas piedras que decoraban el suelo y el interior de la piscina, y las estatuas que la adornaban, de las que manaban chorros de agua; y, por supuesto, las columnas redondas y lisas con los capiteles ornamentados.
Parte de la terraza se encontraba cubierta bajo un porche ovalado rematado con altos arcos. De la parte superior surgía una cascada que fluía por el lado exterior del porche hasta la piscina. Lejos del sol y de posibles salpicaduras, habían dispuesto una mesa sobre la que se hallaba el desayuno que el italiano había pedido: diferentes teteras de cerámica con té, café y leche, acompañadas de cereales, frutas, zumo, un surtido de quesos y embutidos, una cesta con diferentes panes y unos tarros de confituras. Un desayuno bastante comedido si lo comparaba con la ostentación que desbordaba el lugar.
A ambos lados de la mesa les esperaban unos divanes de madera noble, también de estilo romano, cubiertos de mullidos cojines. El Domine se acercó a uno de ellos.
—Por favor —le dijo, y señaló el otro asiento—. Sírvete lo que quieras.
—No voy a picar como Summer, si es lo que esperas de mí —le advirtió Rayo, que se sentó y cruzó a la vez brazos y piernas.
—Tú mismo. —El Domine se encogió de hombros y se sirvió una taza de humeante café, a la que después añadió un par de cucharadas de azúcar.
—Te escucho —le instó.
—Permíteme, ha sido una noche muy larga —contestó, y le guiñó un ojo antes de darle un sorbo a su café.
Rayo no sabría decir qué era lo que le irritaba más, si aquel guiño o su parsimonia.
—Verás, he vuelto a Adrax porque me han llegado ciertos rumores que conciernen a nuestra fierecilla de ojos de fuego. Para serte sincero, estoy preocupado por ella.
—¿Rumores? —repitió extrañado; no tenía ni idea de a qué podía referirse el italiano. Seguramente, solo era una invención, una excusa para justificar su regreso. Aunque al oírle mencionar a Summer, se le había encogido el estómago.
—Sí —contestó el Domine, fijando en él sus ojos azules—. Rumores de que Kimantics planea recuperar lo que un día fue de su propiedad.
La declaración le dejó momentáneamente sin habla y despertó en él un miedo natural, primitivo… Miedo a perder lo deseado, perderlo para siempre. El sudor en su nuca le devolvió un poco de perspectiva. No podía dejarse arrastrar por las patrañas del Domine.
—Invéntate otra. Kimantics no existe.
—Oh, en eso te equivocas —le aseguró—. La empresa como tal se fue a la quiebra y se la comieron entre sus competidoras, pero algunos de los tarados que participaron en el proyecto que dio vida a Summer y a su hermano siguen por ahí, empeñados en acabar lo que empezaron.
De nuevo, Rayo sintió que se le secaba la boca cuanto más escuchaba. De hecho, tenía una sensación pastosa en el paladar desde que se había despertado. Se fijó en que el hombre de antes, el que estaba bien dotado según su anfitrión, se dedicaba ahora a regar las plantas de interior que había en la salida de la casa.
—¡Perdona! ¡Oye, el de…! —Por un segundo, dudó cómo llamarle—. ¡El de las plantas!
El hombre, algo sorprendido, se acercó a ellos; miró primero al italiano y después se dirigió a Rayo:
—Sí, señor, ¿qué desea?
—¿El agua es potable? —le preguntó, y señaló la regadera que llevaba.
—Sí, cla… —Y antes de que él pudiera contestar, Rayo Negro le quitó la regadera y se sirvió un vaso.
—Por favor, cuánta desconfianza —suspiró el Domine.
—¿Algo más, mi Domine? —preguntó el hombre.
Al escuchar aquello, Rayo casi se atraganta con el agua que estaba bebiendo con avidez. Decidió contenerse y esperar a que se alejara antes de hablar.
—¿Conocen tu alias? —preguntó atónito.
—Domine es como se llamaba en la antigua Roma a los señores de la casa —le explicó.
—Pero, a ver, que es tu puto alias de asesino —insistió.
—Estate tranquilo, solo es latín —se rio el otro—. Imagino que a ti te sonará a chino, pero en mi idioma es bastante familiar. Además, nadie del entorno de Giovanni DiMagno puede relacionarme con ese asesino del que tú hablas.
Rayo pasó por alto el tono con el que se había referido a la fama que tenía el Domine y, de paso, abandonó también el tema, pues había otro que era sin duda mucho más importante.
—Y esos rumores de Kimantics, ¿de dónde los has sacado? Imagino que no de una pasarela en París.
—Se dice el pecado, no el pecador.
Rayo meneó la cabeza.
—Como he dicho, son rumores. Por eso decidí que lo mejor era volver a Adrax e investigarlo yo mismo —continuó Gio.
—Ya… Y mientras investigas te vas de juerga por Bahía Sur, ¿no?
—Ah, Rayo, qué divertido eres. Sabes muy bien que a veces surgen compromisos sociales ineludibles. Lo que pasa es que yo los aprovecho mejor que tú. —Le sonrió tras tomar otro poco de café—. Por cierto, otro rumor… Hay gente que va diciendo por ahí que tú y yo tenemos un lío.
Ahora sí, Rayo escupió el agua que estaba bebiendo.
—¿Qué?
—Sí, a algunos les pareció que te lanzabas a abrazarme en la calle y han pensado que eramos pareja. No es por justificarles, pero con esa tensión que emanas hacia mí, me parece un error comprensible.
—Vale, ya he oído suficientes estupideces. —Se levantó indignado.
—¿Te parece una estupidez lo de Kimantics?
—Eso no tiene nada que ver conmigo. Deberías contárselo a Summer.
—Pensé que ella te importaba.
Antes de girarse, Rayo se quedó inmóvil. Aquello le había golpeado por dentro, pero no porque el Domine supiese ese detalle, sino por la vuelta a la cruda realidad en la que vivía atrapado desde hacía meses. La realidad de saber lo mucho que la quería pese a sus esfuerzos por evitarlo.
—Para nada —mintió.
—Pues esa no es la impresión que me llevé la otra vez.
Rayo le lanzó una mirada de furia, la que le producía el simple hecho de acordarse de aquella ocasión.
—Las cosas han cambiado.
—¿Ah, sí? Pues ponme al día. ¿Tengo vía libre? —preguntó el italiano.
—¡Óyeme bien! —le gritó. Golpeó la mesa e hizo que tazas, tarros y casi todo lo demás se volcara—. Deja en paz a Summer o te mataré, ¿te queda claro?
El Domine ni se inmutó.
—Rayo, no te favorece nada ese rollo de machito posesivo rancio. Sobre todo cuando acabas de decir que ella no te importa —le dijo y, con un gesto despreocupado, se pasó las manos por el pelo corto de la nuca—. Al menos sé un poco coherente en tu discurso.
El joven bufó frustrado. No podía contradecirle, estaba demasiado ofuscado como para encontrar algún argumento ingenioso. Así que simplemente se dio la vuelta y se encaminó hacia el interior de la casa para salir por la puerta principal que había visto desde el recibidor.
—Por cierto, te equivocas en lo de que Kimantics no tiene nada que ver contigo —le advirtió el Domine, lo que logró que detuviera sus pasos.
—¿En serio me sales con eso? —resopló sin siquiera mirarle.
—Si no me crees, habla con tu abuelito.
Rayo no contestó y siguió su camino, no pensaba quedarse allí ni un minuto más. Sin embargo, el Domine acababa de poner sobre la mesa el asunto que llevaba meses rondándole por la cabeza. Ese puzle en el que apenas había empezado a colocar piezas, y muchas no sabía ni cómo encajar. La incógnita que parecía tener la respuesta a esa misteriosa conexión que había entre Summer y él.
¿Quién era en realidad Rayo Negro?
Justo a la entrada de la mansión se topó con Claudio y Juno, quienes habían cambiado las túnicas por ropas más corrientes. Iban muy animados riéndose entre ellos. La chica se detuvo.
—¿Ya te vas? —le preguntó con un gesto de ligera decepción y, al ver que Rayo la ignoraba y seguía caminando, dijo—: Hasta otra, tío misterioso y buenorro.
Antes de alejarse demasiado, Rayo Negro oyó por última vez a aquellos dos peculiares chicos dirigirse al Domine.
—¿Podemos ir a la ciudad? —dijo Claudio.
—¿Nos dejas, papi? —secundó Juno.
«¿Papi? ¡¡¡¿Paaapiii?!!!».
La impresión fue tan fuerte que olvidó por completo su pose de indignado y se giró para mirarles.
«No puede ser». No encajaba. Aquellos chicos eran demasiado mayores para ser hijos del Domine. A no ser que ese bastardo fuera más viejo de lo que decía ser, lo que le faltaba.
Rayo presenció la curiosa escena. El Domine le pidió a Claudio que se acercara y le puso la mano en la frente. Le preguntó si se encontraba bien y el chico asintió. Rayo supuso que habría estado enfermo, y comprendió entonces la razón de su aspecto cansado.
—Vale, podéis iros —oyó decir al Domine.
Y entonces, para terminar de dejarle la mandíbula desencajada, Juno le plantó un beso en los labios al italiano.
Rayo se preguntó si era una muestra de afecto por haber obtenido el permiso que solicitaban o si había algo más. Pero tan pronto le vino la idea a la cabeza la rechazó. Realmente, no quería saber nada de ese hombre, y mucho menos de sus filias sexuales. Cruzó la mansión a paso rápido, rogando por no cruzarse con nadie, ni con el criado del pene grande, ni con más inesperados miembros familiares, ni con ninguna otra persona a la que aquel maldito pervertido seguramente se estuviese tirando.
Llegó a una plaza bordeada de jardines de la que nacía el camino de regreso a Adrax. Sacó el móvil para pedir un taxi, cuando de pronto recordó dónde se encontraba.
«Hijo de puta, ¿tenía que vivir en el maldito Seahorse?».
Seahorse era un conjunto de islas privadas conectadas a Adrax por una única autopista construida sobre un puente. Las islas más alejadas eran las más grandes y, también, las que gozaban de mayor intimidad, pero el trayecto hacia Adrax era más largo. Como el coche no era el medio que los habitantes de esas islas solían escoger, no era una desventaja que les importara mucho.
Pero para él suponía al menos una hora de espera hasta que llegara el taxi. Eso si lograba dar con una empresa con permiso de acceso a la urbanización, pues no todas disponían de uno.
Mientras maldecía por enésima vez al italiano y trataba de recordar el nombre de una empresa autorizada, vio que tenía varias llamadas perdidas y muchos mensajes de Neon. Mensajes que mostraban un tono que pasaba de la preocupación al pánico. Decidió llamarle para evitar que formara un comando de búsqueda.
—Rayo, menos mal que das señales —dijo este en cuanto cogió el teléfono—. Te he estado llamando toda la noche.
—Ya, lo siento, tenía el móvil en silencio —se excusó—. Tranquilo, estoy bien.
—¿Seguro? Hay un vídeo tuyo circulando donde se ve que caes redondo al suelo. ¡Y encima en Bahía Sur!
Rayo sintió un escalofrío. Aunque, la verdad, era algo que ya se temía.
—¿Un vídeo?
—Sí, grabado con el móvil. La noticia ha salido hasta en las cadenas principales.
—Genial —murmuró, llevándose una mano a la cabeza.
—A ver, te vas a una zona que sabes que está plagada de periodistas de la prensa rosa y encima das la nota —le amonestó Neon—. En fin, en la tele te están despellejando, que si ibas borracho, que si drogado, que si te van los tíos… La has liado pero bien.
—Joder, ¿qué cojones les importa?
—Bueno, no te preocupes, ya se aburrirán —dijo Neon al percibir la crispación que emanaba su jefe—. ¿Tú estás bien?
—Sí, pero necesito un favor. ¿Aún conservas el permiso de acceso a la autopista de Seahorse?
—Claro.
—Pues tienes que venir a buscarme. Estoy en isla Coral.
—¿Qué? Pero ¿cómo has acabado ahí?
—Mira, tú solo ven cuanto antes, ¿vale?
—De acuerdo, pero es probable que tarde una hora como poco —aceptó Neon y, acto seguido, se despidieron.
Abrumado por el asunto de la humillación pública, Rayo fue a sentarse en un bordillo de la plaza. Se sentía muy cansado y, sobre todo, impotente. Estaba harto de ser una figura pública, uno de esos estúpidos famosos de las revistas, de su vida y obligaciones como Axel Lynet.
En ese instante, oyó risas que venían de la mansión y, de reojo, vio que algunos de los empleados del Domine le espiaban y se divertían a su costa.
«Mierda, esta hora se me va a hacer eterna», pensó. No podía quedarse allí llamando la atención, así que se levantó y emprendió la marcha por el camino que conducía a la autopista general. Apenas había recorrido la mitad del trayecto cuando oyó el claxon de un coche detrás de él.
Se echó hacia un lado para dejar paso, pero el vehículo, un enorme Mercedes de color blanco, se detuvo junto a él. La ventanilla ahumada del coche descendió, revelando el rostro sonriente de Juno.
—¿Te llevamos a algún lado?
—No, gracias —contestó con sequedad.
—Vamos, no pretenderás ir andando. Estás como a… Buf, superlejos de Adrax, ¿verdad? —dijo, y se volvió hacia Claudio para que confirmase su versión.
—Nosotros vamos a coger el helicóptero. Te podemos dejar en el Distrito Este en quince minutos.
La oferta era tentadora, pero no le apetecía en absoluto compartir un minuto más de su tiempo con aquellos críos.
—No me interesa.