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Final de la serie Monstruo busca monstruo Sumida en la desesperación, Summer ni siquiera intenta luchar cuando descubre que es prisionera de su peor pesadilla. Su destino y el de sus amigos dependen ahora más que nunca de los líderes de Kimantics y Belerofonte, dos empresas que se han embarcado en una frenética carrera por alcanzar el mismo objetivo, aunque eso implique sacrificar sus propias creaciones. Para escapar y descubrir qué ha sido de Rayo Negro, a Summer no le queda otra opción que enfrentarse a sus demonios. Solo así podrá proteger a los que ama, detener a los que ansían destruir su mundo y, por encima de todo, liberarse. Monstruos liberados es la cuarta y última parte de una adictiva serie llena de acción, giros sorprendentes y personajes inolvidables, retratados por la autora en las ilustraciones que acompañan el texto.
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Seitenzahl: 548
Veröffentlichungsjahr: 2024
© de la obra: Diana F. Dévora, 2024
© de las ilustraciones: Diana F. Dévora, 2024
© de los marcos: Alejandra Hg, 2024
© de las guardas y fondos: Djem/Shutterstock.com
ranjith ravindran/Shutterstock.com
© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.
c/ Medea, 4. 28037 Madrid
www.nocturnaediciones.com
Primera edición en Nocturna: diciembre de 2024
ISBN: 978-84-19680-91-4
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
A los amigos que están tanto en las buenas
como en las malas
MONSTRUOS LIBERADOS
01
Shock
Un mes antes de la destrucción de Adrax
La lluvia lo colmaba todo… O casi todo.
Su cadencia amortiguaba el ruido de las calles, pintaba de reflejos el pavimento y su característico olor impregnaba el aire, pero había un lugar donde la lluvia no podía entrar por más que se empeñase en empapar su cuerpo. No había espacio para ella en su mente.
Toda su atención estaba centrada en los ojos de la persona que tenía delante, en la llama incandescente que había prendido en ellos. Todos sus pensamientos se arremolinaban alrededor de la dueña de aquella mirada que parecía suplicarle y que le hacía preguntarse si lo que estaba a punto de hacer era lo correcto.
—Hazlo, Rayo… Mátame, porque si no… yo…
Ella, que hasta entonces se había mantenido de forma inflexible tras la barrera del odio, iba atravesándola poco a poco. Se abrió paso hasta casi rozar sus labios, tan cerca que pudo percibir el calor del vaho que emanaba de su boca. Pero lo que vio reflejado en sus iris no era deseo, sino incertidumbre. Y más adentro, escondida, otra emoción…
Miedo.
El mismo miedo que le atenazaba también a él, pues, aunque no podía precisar el origen de su inquietud, tampoco podía negar su existencia. Algo en su interior le advertía que, si cruzaba esa línea, cometería un error fatal.
—¡No! —Al intentar apartarse de ella, encontró resistencia. Summer le agarró, forzando un beso que él ya no deseaba. No tuvo más remedio que empujarla—. ¡Para ya!
Su enemiga cayó al suelo, y su expresión resentida se le clavó como un puñal.
—Lo siento… —susurró.
Corrió para alejarse de allí y, con absoluto desconcierto, se dio cuenta de que no avanzaba.
ERROR…
La calle, la lluvia, incluso Summer. Todo a su alrededor se había congelado, como una película en pausa.
DESINCRONIZANDO…
Y entonces, una vez más, la oscuridad lo engulló.
Cuando despertó, Aidan la estaba esperando. Le acercó un vaso de agua a los labios, pero ella apenas pudo tragar.
—¿Cómo te encuentras?
Summer emitió un quejido. No supo qué contestar, abrumada por la cantidad de sensaciones. No había parte de su cuerpo que no le doliera. Tenía un punzón ardiente clavado en el pecho, pero el dolor físico era una minucia comparado con la angustia que le sobrevenía cada vez que recobraba la conciencia. Sus recuerdos se le echaban encima para despedazarla con crueldad. Había una imagen en concreto, una visión tan dolorosa como horrible, aferrada a su memoria.
La última vez que lo vio.
Sus cabellos sucios y revueltos cayéndole sobre el rostro, ocultando unos ojos que jamás volverían a abrirse. Su cuerpo inerte, mutilado, suspendido sobre el océano.
«Nío».
—Puede que estés mareada. No te preocupes, es normal. —Aidan se colocó a sus pies y, con una varilla metálica, le acarició la planta de uno de ellos—. ¿Sientes esto?
Summer asintió, así que él repitió el proceso con el otro pie.
—¿Y esto?
Summer no contestó. No tenía ganas de jugar a los médicos.
—¿Cómo… es que sigo viva? —La pregunta le raspó la garganta.
—Ya sabes, mala hierba nunca muere —contestó él con una débil sonrisa. Al ver que su broma no obtenía ninguna reacción, dijo—: Perdona.
—No importa…
—Tenías un boquete en el pecho. Las costillas, el pulmón derecho e incluso la columna resultaron dañados. El corazón se libró por milímetros. Habrías muerto de tardar unos minutos más en encontrarte. Puede decirse que sigues viva de milagro.
—¿Y…? —Al intentar formular la pregunta, la angustia regresó, como el depredador ante el olor de la presa cercana. Tuvo que tragar para deshacer el nudo que se le había formado en la garganta y lograr que el nombre encerrado en él escapara—. ¿Y Yade?
Aidan eludió su mirada durante unos segundos, bajando la vista al suelo, y Summer leyó en ese gesto la confirmación de sus temores. Su rostro se llenó de lágrimas, incontenibles pero estériles, que no le otorgaron ningún consuelo.
La desesperación fue en aumento, hasta que pronto deseó ponerle fin.
Se fijó en la vía que se internaba en su antebrazo, por donde le suministraban los únicos nutrientes que la mantenían con vida. Intentó arrancársela, pero Aidan se lo impidió a tiempo.
—Lo siento, Summer —dijo mientras la abrazaba—. Dios, no sabes cuánto lo siento.
Rápidamente, sin que ella lo viera, inyectó en el gotero la dosis de calmante necesaria para volver a dormirla.
Se despertó atada. Unas correas de un material extraño mantenían sus muñecas y sus tobillos encadenados a la cama.
—¿Qué esperabas? —Una voz familiar la recibió. La sacó de su letargo con la misma eficacia que si la zarandearan.
En aquella habitación en penumbra, Summer trató de encontrar al dueño de la voz.
—Te han tenido que atar porque eres un peligro para ti misma.
Y de repente, sin que llegase a percibir ningún movimiento, apareció justo al lado de la cama.
—No…, no puede ser… —Summer no podía creer lo que tenía ante sus ojos, pero, por otro lado, quería creerlo, lo necesitaba…
Necesitaba desesperadamente creer que lo que veía era verdad.
—¿Nío…?
Era él. Era el rostro de su hermano el que le sonreía. Estaba allí de pie junto a ella. Estaba vivo…
—¡Nío! —repitió al tiempo que la emoción le comprimía el pecho hasta hacer brotar el llanto.
—Summer, tienes que espabilar. Aquí no estás a salvo —declaró sin piedad la figura.
Antes de que ella pudiera replicar, las luces de la habitación se encendieron. La puerta se abrió y Aidan entró por ella; a duras penas, cargaba una bandeja con comida entre el brazo sano y el que llevaba en cabestrillo.
—Vaya, ya estás despierta —se sorprendió al verla.
Los ojos llenos de desconcierto de Summer saltaron de Yade a Aidan, pero, cuando quisieron volver a su hermano, este ya no estaba.
Aidan se percató de la palidez repentina que había adquirido el rostro de la joven. Dejó la bandeja sobre la mesilla y fue a tocarle la frente.
—¿Estás bien?
Pero Summer se había quedado en suspenso mientras trataba de comprender lo que acababa de pasar. Su mente había jugado con ella de una forma cruel. Por un segundo, un hálito de esperanza le había permitido respirar, pero ahora se ahogaba de nuevo en lo más profundo de la tristeza. En los cabellos sucios y alborotados de su hermano, en la imagen de su cuerpo destrozado, sobre un océano furioso que, si la vida fuese justa, debería habérsela tragado también a ella.
—Tienes un poco de fiebre. ¿Cómo te sientes? —Ajeno a sus circunstancias, Aidan le hizo un chequeo rutinario—. ¿Summer?
De nuevo, no hubo respuesta.
—Te he traído algo de comer. ¿Tienes hambre?
—Por favor, déjame en paz.
Fue el tono de derrota lo que hizo que Aidan no llegara a coger la bandeja. Se giró hacia la joven sin saber qué decir, qué hacer para sacarla del pozo de desesperación en el que se hallaba sumida.
—Está bien, te dejaré en paz… Pero solo si primero comes algo, ¿de acuerdo?
Summer frunció el ceño con una mirada de disgusto. Aidan suspiró. No era la reacción más deseada, pero al menos era una reacción.
—Lo siento, pero debo insistir —dijo él, y pulsó un botón en un lateral de la cama para incorporarla.
De esa manera, ella descubrió que su habitual cama se había convertido en una de esas camas articuladas de hospital. Un descubrimiento que no le gustó en absoluto.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—¿Cuánto crees tú?
—Si habéis tenido que cambiar la cama, mucho más del que me gustaría.
Aidan se mantuvo en silencio mientras se afanaba por retirar la tapa de plástico de uno de los envases que traía en la bandeja, el cual contenía un puré de color naranja.
—¿Por qué no me sueltas? Puedo comer sola.
Él esbozó media sonrisa.
—Es mejor así. Aún estás convaleciente.
Aquello era una excusa muy pobre, por no decir que era una mentira descarada, pero no tenía fuerzas para discutir.
—¿Dónde están los demás? —preguntó, aunque no era lo que realmente quería saber.
«¿Por qué no ha venido nadie a verme?». Esa era la pregunta exacta. Solo una de tantas que le rondaban por la cabeza, acosándola en cuanto recuperaba la conciencia. Esas preguntas que no se atrevía a pronunciar, quizá porque conocía las respuestas, pero sobre todo porque las temía.
Aidan quiso darle una cucharada de esa papilla anaranjada, pero Summer la rechazó.
—Por favor, Summer, no te comportes como una niña pequeña. Tienes que comer algo.
—Contéstame.
—Primero, come.
Summer entreabrió la boca y Aidan aprovechó para introducir la cuchara. Aquel primer bocado en a saber cuánto tiempo se le hizo extraño. Pero, por encima de todo, le repugnó. Tenía un regusto a medicina muy desagradable.
—Pero ¿qué mierda…? —protestó, escupiendo lo que todavía no había tragado—. ¿Esto lo ha hecho Will? ¿Es que quiere envenenarme? —No le pasó desapercibido que, nada más pronunciar aquel nombre, el rostro de Aidan ensombreció. Un cambio de expresión tan brusco que hizo sonar todas sus alarmas—. Aidan, ¿qué…, qué ha pasado?
Pero su jefe no contestó. Incluso rehuyó su mirada. Dejó la bandeja y se acercó al gotero. Summer supo lo que iba a hacer antes incluso de que sacase la inyección.
—Aidan, no…
Ni siquiera llegó a terminar la frase.
Despertaba prisionera, siempre en la misma habitación, con la persiana bajada, sin contacto con el exterior. Tenía la sensación de estar estancada en el tiempo, sin días, sin noches… Solo la lenta recuperación de sus propias heridas y de las de Aidan le hacía ver que no era así.
Después de comer, Aidan la examinaba y le cambiaba las vendas. Seguía eludiendo sus preguntas y al acabar, incluso antes si mostraba signos de exaltarse, volvía a sedarla.
Quizá porque aprendió que con orgullo y cabezonería no conseguía nada, o quizá porque la tristeza la fue consumiendo, al final se sometió. Acabó comprendiendo que lo mejor para todos era que la tuvieran drogada a todas horas. Así era más fácil dejar de pensar. Por el contrario, cuando se diluían los efectos de la sedación, aquella imagen regresaba.
Cabellos sucios y enmarañados ocultando sus ojos…
¿Cómo iban a querer verla sus compañeros después de lo que le había hecho a Yade? ¿Cómo podría ella mirarlos a la cara? ¿Sería capaz de mirar a los ojos a Zoe y admitir que era la culpable de que su amigo no estuviese allí?
Todas aquellas preguntas implicaban dolor, pérdidas que se veía incapaz de aceptar. Y luego estaba la más insidiosa de todas, la que debía contener a toda costa.
¿Lo había perdido también a él?
La pregunta maldita, cuyas múltiples respuestas, a cada cual más horrible, no quería ni pensar. Solía coincidir que, para cuando llegaba a ese punto, Aidan la sedaba y podía descansar. Pero ese día se rompió la rutina. Aidan le desató las correas.
—Hoy vas a intentar levantarte. ¿Crees que podrás?
Obedeció. Con ayuda de su jefe, se sentó en el borde de la cama. Posó primero un pie en el suelo y después el otro; y cuando intentó levantar su peso, le flaquearon las piernas, devolviéndola a la cama. Como si la impotencia la hubiera derribado de una bofetada. Se vio retraída a esos momentos de su niñez en los que estaba tan enferma y desvalida que no veía ninguna esperanza, ningún futuro.
—Tranquila. Prueba otra vez.
—No quiero.
—Vamos, te ayudaré.
Summer tomó aire. Reunió fuerzas de algún lugar para volver a intentarlo. Se apoyó en los hombros de Aidan mientras este le pasaba un brazo por detrás de la cintura. Entre los dos, lograron que se mantuviera en pie.
—Ahora, probemos a caminar —dijo Aidan.
Muy despacio, sin perder la calma, sin emocionarse demasiado. Asegurando bien un pie antes de mover el otro, Summer comenzó a andar. Logró dar cinco pasos por la habitación, todo un éxito, y, de forma inevitable, se hizo ilusiones.
—¿Podemos salir? —preguntó.
—No, ya está bien por hoy. Vamos a la cama.
Aidan quiso dar la vuelta y deshacer el pequeño recorrido, pero su negativa había prendido en Summer como un charco de gasolina tras tirarle una cerilla. Su temperamento regresó de golpe, resurgió como lo hizo una mínima parte de sus fuerzas, suficiente para lograr zafarse de él.
—No. No vas a volver a meterme en esa puta cama.
—Summer, por favor…
De inmediato, Aidan sacó de su bolsillo la maldita jeringuilla. Summer se le adelantó. Atrapó su muñeca antes de que intentara clavársela. Se la arrebató y la vació. Después, se dirigió hacia la puerta de la habitación. Sus pasos, torpes al principio, fueron cobrando firmeza. Cuanto más pensaba en lo harta que estaba de la situación, más recuperaba el vigor. Agarró el picaporte y abrió la puerta.
Se quedó petrificada.
Tras ella solo había una sala en penumbra. Ni rastro del familiar pasillo que tantas veces había recorrido, el que conducía a las habitaciones de sus compañeros y al resto de la casa. No estaba…
No estaba porque aquella no era su casa.
Desconcertada, cruzó la puerta. Sus pisadas revelaban un suelo metálico, y su eco le hizo saber que la sala estaba totalmente vacía y que debía de ser bastante amplia. Miró hacia atrás y descubrió que aquella habitación, su habitación, era una farsa. Cuatro paredes y un techo construidos en el centro de aquel lugar, donde fuera que estuviese.
La confusión dio paso al desengaño y, con él, a la ira. Summer regresó al cuarto para exigir explicaciones. Al verla, Aidan alzó las palmas de las manos, rogando que se calmara. Pero nada podía calmarla en ese momento. Lo cogió del cuello con una fuerza súbita que ni siquiera él esperaba.
—¡¿De qué va esto, Aidan?! —exclamó—. ¿Dónde coño estamos?
—Su… mmer… —Aidan no pudo contestar, lo estaba estrangulando. Por suerte, recuperó la cordura a tiempo y lo soltó. Aidan se derrumbó entre toses—. Lo siento… Lo siento mucho. No tenía más remedio. Tienen a Akira.
Summer tragó saliva. Acababa de descubrir el porqué de aquella situación: la sala, el aislamiento, el comportamiento distante de Aidan, incluso esa puñetera mierda de comida… Todo tenía la misma explicación.
Era una trampa.
Su instinto saltó como un resorte, empujándola a salir de allí cuanto antes. Una necesidad que se impuso a todo razonamiento. No miró atrás; simplemente, huyó. Pero al atravesar la puerta y adentrarse en la sala, unos potentes focos la cegaron. Un zumbido anunció la puesta en marcha de una turbina, y supo lo que venía a continuación, como también supo que no podía hacer nada.
Las pocas fuerzas que había recuperado la abandonaron cuando aquel perverso mecanismo se las succionó. Cayó sin aliento. Y allí, en esa fría y desconocida sala, quedó postrada. Los insoportables focos se apagaron y quedaron solo las tenues luces de emergencia, repartidas alrededor de la sala circular. Creyó que sus ojos la engañaban cuando parte del muro que tenía enfrente se deslizó hacía arriba, desvelando una habitación contigua protegida por un cristal. La luz que emanaba de ella era tan intensa que no pudo distinguir lo que había en su interior, a excepción de una silueta negra recortada en medio de aquel resplandor. Por alguna razón, le era terriblemente familiar.
Summer sintió cómo un miedo viscoso reptaba por su espalda. Y cuando la silueta habló, aquel miedo le clavó el aguijón en su nuca, inyectándole el terror más primario. Esa voz era capaz de comprimirle el corazón, de encoger su voluntad hasta convertirla en la niña que durante años fue su víctima y dejarla totalmente indefensa.
—Hola, pequeña. Ha pasado mucho tiempo, pero nunca dejas de sorprenderme.
Era la voz del cabrón que la rompió en tantos pedazos que tardó años en reconstruirse.
«Absalom».
—No… No, esto no… —Se le quebró la voz; sus labios temblaban, todo su cuerpo temblaba.
—No deberías haberlo descubierto de esta manera. No tan pronto… Y aún menos activando las medidas de contención —dijo Absalom tras el cristal, bajo el amparo y la seguridad que le ofrecía el diabólico mecanismo de la sala—. Solo espero que este incidente no retrase más tu recuperación.
—¿Qué…?
—Ya hablaremos. Ahora descansa, pequeña.
Los focos se apagaron y quedó cegada unos instantes. Solo entonces se dio cuenta de que había alguien junto a ella, alguien que no era Aidan.
Y cuando al fin lo reconoció, no dio crédito. No entendía qué pintaba allí aquel capullo…
«El capullo de Neon».
Neon, en cambio, no compartía su perplejidad y le devolvía la mirada con gesto de absoluto desprecio. Lo vio alzar un brazo, enfundado en un extraño guante metálico…, o quizá no fuera un guante.
No tuvo tiempo de salir de dudas. Aquel brazo cayó sobre su rostro sin ninguna clemencia, sumiendo su conciencia en la más absoluta oscuridad con más eficacia que los sedantes de Aidan.
02
Negación
—Vamos, Summer, por favor… —Aidan lo intentó una vez más. Sostenía la cuchara a la altura de la boca de la joven, con la esperanza de que esta terminara por ceder y comiera algo, pero eso no llegó a ocurrir. Al final, el que cedió fue él—. Está bien… Vendré más tarde.
Recogió la bandeja y se encaminó hacia la puerta de aquella celda disfrazada de habitación donde Kimantics retenía a Summer. Antes de salir, se giró. Y como le sucedía cada vez que lo hacía, algo se le rompió por dentro al verla allí, cubierta de esas correas que la mantenían atada a la cama de hospital, conectada a una vía que le suministraba un potente sedante las veinticuatro horas y, dado que se negaba a comer, también a un suero para evitar que se deshidratara. Permanecía callada e inmóvil como una piedra, con la mirada tan ausente que en ocasiones dudaba de si se había quedado catatónica.
Y más doloroso que aquella imagen era saber que en cierta forma él había contribuido. Pero ¿qué podría haber hecho si no…?
De nuevo, los mismos remordimientos. De nuevo, las mismas dudas. Y una vez más, la culpa le empujó a salir de la habitación.
Summer no cambió de postura. Lo único que movió fueron los ojos. Alzó la mirada al frente, donde se topó con la visión de alguien que no debería estar allí. Su hermano, apoyado en la pared, meneaba la cabeza.
—No seas tan dura con él —le oyó decir—. Está tan atrapado como tú.
Al contrario que la primera vez que se le apareció, Summer no se inmutó al verle. Aquella presencia fruto de su imaginación, de su estado narcotizado o quizá de su desesperación, se había vuelto habitual y hasta empezaba a ser cargante. Al fin y al cabo, sabía que no era Yade, ni siquiera hablaba como él. Solo era su maldita conciencia tratando de sermonearla.
—¿Cuál es tu plan? —preguntó la aparición con el rostro de su hermano—. ¿Quedarte ahí plantada hasta morir? O peor…, hasta que a esos cabrones se les ocurra una forma más cruel de chantajearte.
Summer no contestó.
—Ya veo, a mí tampoco quieres hablarme —suspiró él. Había dejado la pared para aparecer sentado en el borde de la cama—. ¿Sabes qué me da más pena de todo esto, Nía? Que te hayas rendido.
Ella bajó la mirada.
—¿Qué importa…? Estás muerto —musitó. Apenas un hilo de voz logró salir de su garganta. Un lamento sin lágrimas, pues ya las había derramado todas hasta convertirse en una cáscara seca y vacía.
Cuando quiso mirar de nuevo al fantasma de su hermano, ya no estaba. Se había vuelto a quedar sola.
Y lo agradeció.
Mientras era conducido a la fuerza por el claustrofóbico pasillo, Aidan miró de soslayo al hombre que lo acompañaba. Todavía le costaba asimilar que aquel al que había tenido por alguien digno de la confianza y el aprecio de Rayo trabajara para Kimantics.
Neon, al advertir que su prisionero le juzgaba con la mirada, le dio un empujón para que apretara el paso. No tardaron en llegar a su destino. Una puerta metálica daba acceso a un camarote, tan normal y corriente como el resto de puertas que había visto al pasar, con la diferencia de que aquel camarote estaba situado en lo que Aidan sospechaba que debía de ser la popa de la embarcación en la que se encontraban. Al principio, había creído que se trataba de una especie de búnker submarino; el olor a sal marina se apreciaba incluso a través de las paredes y compuertas estancas. Pero, al cabo de unos días, su estómago le confirmó de malos modos que aquella mole era capaz de navegar.
Neon llamó a la puerta antes de abrirla. Después, le obligó a pasar primero. Dentro del camerino estaba un hombre que sin duda reunía todos los requisitos para entrar en la lista de los diez mayores cabrones sin alma del siglo XXI.
Absalom.
Este ni siquiera hizo aprecio de su llegada, permaneció absorto en las pantallas de su equipo informático, donde gráficos y analíticas compartían espacio junto a las grabaciones de las cámaras de la habitación de Summer.
—Me temo que no está cumpliendo su parte del trato, señor Scott —dijo Absalom aún sin dignarse a mirarle.
—Ni usted con la suya —replicó Aidan, tratando de parecer sereno. Pero el cansancio, la tristeza y la incertidumbre llevaban días haciendo mella en él y no pudo evitar que la desesperación tiñera su voz—. Dijo que liberaría a mi compañero, ¿lo ha hecho?
—Claro que no.
La impotencia arrugó el ceño de Aidan en una mueca de desprecio.
—No lo he hecho porque, repito, usted no está cumpliendo —insistió Absalom.
—La he recuperado, ¿no? Está consciente y fuera de peligro. ¿Qué más quiere?
En ese instante, Absalom por fin se giró hacia él, manteniendo su pose firme con las palmas cruzadas por detrás de la espalda.
—No es suficiente. Debe estar dispuesta a colaborar, pero pasan los días y ni siquiera es capaz de convencerla de que coma. Quizá le he sobrestimado y, en el fondo, usted y su compañero no nos sirven de nada.
—¿Que colabore…? —Aidan sonrió con una mezcla de incredulidad y frustración. Aquel hombre debía de estar loco si creía que Summer iba siquiera a aceptar respirar el mismo aire que él, pero que encima quisiera echar sobre sus hombros la responsabilidad de tal proeza era inaceptable—. No sé de dónde saca tal fantasía, pero olvídelo.
—Estoy seguro de que encontrará la forma de convencerla —dijo Absalom en un tono que sonaba a amenaza encubierta—. Sobre todo, ahora que está tan vulnerable.
Aidan resopló con desprecio.
—Lo más patético no es solo su falta de empatía, sino su ignorancia. Cree que la conoce, pero ya no es esa niña a la que manipulaba a su antojo —dijo con la cabeza alta para encarar la prepotencia de Absalom—. De hecho, apuesto a que nunca lo fue.
Neon lo miró con algo de asombro, pero se mantuvo al margen de la conversación.
—Aprecio su opinión, señor Scott, pero volviendo a nuestro problema: creo que le falta motivación. —Absalom se giró de nuevo y pulsó un botón—. Adelante, empezad.
Aidan no comprendió a quiénes iba dirigida esa orden hasta que las imágenes que mostraban las pantallas cambiaron: ya no enfocaban la habitación de Summer, sino un cuarto mucho más pequeño y oscuro. En el centro, atado a una silla y amordazado, se encontraba Akira. Una extraña diadema metálica coronaba su cabeza. A su lado, dos hombres con uniforme gris claro de Kimantics lo flanqueaban.
—A partir de hoy, cada día que pase sin hacer progresos, su amigo recibirá una sesión de electroshock, ¿qué le parece?
—Hijo de… —El primer impulso de Aidan fue dar un paso hacia Absalom, pero Neon truncó sus intenciones con un puñetazo en el abdomen. Sin aliento, cayó de rodillas al suelo al tiempo que los gritos amortiguados por la mordaza de Akira surgían de los altavoces—. ¡Basta, por favor! —Por más que suplicó, no logró detener aquella tortura. Y durante esos interminables segundos, se obligó a ser testigo del sufrimiento que se reflejaba en el rostro de su amigo, pues, aunque este ni siquiera podía verlo, era el único apoyo que podía darle.
Cuando Absalom dio la orden de detener las descargas, Akira había perdido el conocimiento, y la insolencia de Aidan había sido completamente aplastada.
—Dígame, señor Scott, ¿puedo confiar en que hará lo que le he pedido?
—Sí… Pero, por favor, no le haga más daño.
—Eso depende de usted —le recordó Absalom sin mirarlo—. Joshua, llévalo de vuelta a su camarote.
Neon tiró de Aidan para levantarlo y conducirlo de nuevo a través de varios pasillos casi idénticos, hasta llegar al diminuto cuarto donde el prisionero pasaba las horas en las que no era requerido.
—Pareces cansado, Joshua —dijo Aidan, poniendo énfasis en aquel nombre—. Dime, ¿es el dolor del muñón lo que no te deja dormir por las noches o es tu conciencia?
Neon no hizo caso a la provocación del cabecilla de los que, durante un tiempo, había tratado como a auténticos rivales, llegándose a creer del todo su papel a representar. Ahora el hombre solo era un prisionero al que mantendrían con vida mientras fuera útil. No debía hacerle ninguna concesión. Lo tenía claro y, sin embargo, su compañía le hacía sentir incómodo.
Sin mediar palabra, empujó a Aidan al interior del cuarto y cerró la puerta.
—Perdona, eres Joshua, ¿verdad? —dijo una voz de mujer cuando emprendía la marcha de regreso al camarote de Absalom.
Neon la reconoció, se había cruzado un par de veces con ella en la sala de control. Sabía que su nombre en clave era Eli y que había heredado el puesto de Samuel. Por lo tanto, formaba parte del estrecho círculo de confianza de Absalom.
—Señora —dijo a modo de saludo.
—Por favor, tutéame. Soy Eli. —La mujer le tendió la mano con una sonrisa—. No había tenido ocasión de presentarme todavía.
Neon frunció el ceño. Aquella era otra de las innumerables situaciones cotidianas que le recordaban que había perdido para siempre su mano derecha. Y aunque Kimantics le había compensado implantándole una prótesis biónica capaz de imitar los movimientos de una mano humana, todavía no la manejaba con suficiente soltura como para garantizar que ningún hueso sufriera daños en el apretón.
Y entonces se dio cuenta de que, tal vez movida por el mismo recelo, la mujer le había ofrecido su mano izquierda. Aun así, se la estrechó con desgana.
—Encantado. ¿En qué puedo ayudarte, Eli?
—Oh, solo quería conocerte. Después de lo que hiciste en la plataforma petrolífera, eres una leyenda para los del departamento científico. Ni me imagino lo que tiene que ser vérselas con el Omega —comentó, moviendo una mano con admiración—. Sé que ahora estamos todos hasta el cuello de trabajo, pero si algún día te apetece desconectar un poco y tomarte un café, avisa.
—Lo veo difícil. Como has dicho, estamos todos muy ocupados. —Neon puso fin a la molesta conversación y continuó su camino.
Eli lo observó alejarse antes de encaminarse hacia su propio camarote. Una vez dentro, despacio y con mucho cuidado, se quitó la película transparente que a modo de guante cubría su mano y la examinó bajo la luz del flexo de su escritorio.
Habían quedado grabadas levemente las huellas dactilares del joven en ella. La del índice, por suerte, estaba completa. Llevaba días a la caza de esas huellas. Lo normal hubiera sido que dicha tarea no entrañara mayor dificultad que conseguir una taza o un vaso que él hubiera tocado, pero aquel tipo solitario apenas aparecía por el comedor o por la sala de descanso. Y, cuando lo hacía, se empeñaba en usar su maldita mano robótica para todo, dejando un reguero de tazas rotas, y ninguna huella dactilar, a su paso.
«Al menos no he tenido que sacarle un ojo», pensó. Tenía suerte de que en el Arca las estrictas medidas de seguridad de Kimantics se relajaran en pos de la rapidez y la eficiencia. Al fin y al cabo, entrar en el submarino solo estaba al alcance de unos pocos empleados que previamente habían demostrado ser de absoluta confianza. Ella se había ganado el puesto sacrificando a Samuel, su anterior superior, en el camino; pero, por desgracia para Absalom, su verdadera lealtad pertenecía a Belerofonte.
Desde entonces, se había dedicado a recopilar cualquier información privilegiada que hubiera en el sistema. Sin embargo, todavía no había conseguido su principal objetivo: hallar la ubicación exacta del núcleo.
En una ocasión, Absalom había dejado caer que se encontraba en los cimientos de la propia Adrax. Pero si algo caracterizaba a ese viejo, aparte de ser implacable, era lo mucho que le gustaba ir soltando vaguedades enigmáticas.
Eli dudaba de que el núcleo fuera lo bastante grande como para ocupar toda la isla. Resultaba más plausible que estuviera estratégicamente colocado, y eso era lo que Belerofonte quería que averiguase. En cuanto lo lograra, saldría pitando de aquel nido de víboras, donde se jugaba el cuello cada día.
No obstante, había un asunto que le escamaba. Desde que el agente Joshua había llegado al Arca, se había reunido varias veces a solas con Absalom. Nada que le hubiera llamado la atención si no fuera por el hecho de que esas reuniones se hacían en el camarote del agente Joshua y solían durar más de una hora.
No era normal que Absalom visitara con regularidad los camarotes de sus subordinados, así que daba por hecho que algo se estaba cociendo en esas reuniones.
Dejó la huella sobre el escáner y se sentó ante la pantalla de su equipo. Tras escanearla, la convirtió en un modelo en tres dimensiones con la forma de un dedal que después imprimió con la impresora 3D que había cogido prestada del departamento de ingeniería.
Decidió hacerse un café para matar el tiempo mientras la impresora terminaba de hacer su trabajo.
—«Estamos todos muy ocupados» —repitió, exagerando el gesto adusto que le había dedicado el agente Joshua—. Menudo gilipollas.
Cuando la copia de la huella dactilar se terminó de secar, Eli la cogió y la contempló satisfecha mientras le daba un sorbo al café.
—Vale, siguiente paso.
Sacó su móvil y entró en la aplicación con la que controlaba las cámaras de vigilancia que había colocado cuidadosamente durante el tiempo que llevaba en el Arca. Fue pasando por cada una hasta encontrar al agente Joshua. Estaba en la sala de entrenamiento, masacrando a un pobre saco de boxeo con su mano destructora de tazas. No parecía estar muy cansado, así que dedujo que no debería llevar mucho allí.
—Perfecto.
Sin perder más tiempo, Eli cogió el equipo que necesitaba, el dedal con la huella impresa, y salió de su camarote para dirigirse al de su objetivo. Lo bueno era que este se encontraba en un pasillo alejado de las zonas de más tránsito del Arca y tenía pocas probabilidades de que alguien la viera entrar o salir. Lo malo, que tenía que cruzar toda la maldita nave para llegar hasta él.
Unos cuantos saludos e intentos de conversaciones toscamente evadidas después, Eli se encontró ante el camarote del agente Joshua. La réplica de la huella funcionó a la primera y una lucecita verde se encendió en el lector mientras la puerta se deslizaba hacia un lado con un ruido silbante.
Entró y echó una ojeada rápida. Todo estaba ordenado con una pulcritud militar. Comprobó con decepción que el agente Joshua no era de los que acumulan cosas o les gusta dar un toque personal a sus dependencias. Las estanterías estaban vacías, el escritorio solo tenía el monitor y el teclado del ordenador, y el armario, la ropa justa y necesaria, aunque tampoco habría podido poner la cámara dentro. Ni una foto enmarcada, ni un libro, ni siquiera un mísero cactus que indicara que en aquel lugar habitaba una persona y no un robot.
Se fijó en el flexo que había en la mesilla. Quizá una cámara no fuera viable, pero sí un micrófono. Menos mal que había sido previsora. Sacó el que llevaba en el bolsillo y lo colocó pegado en el interior de la pantalla cónica.
Tras hacer una prueba de sonido, comprobó que el agente Joshua seguía en la sala de entrenamiento; había cambiado lo de torturar al saco por unos estiramientos de piernas. No era una experta en rutinas de ejercicios, pero sospechaba que los estiramientos indicaban que el entrenamiento estaba llegando a su fin.
«Toca retirada», pensó. Pero antes…
Se giró hacia el monitor. Había tiempo de cotillear un poco. Cuando el sistema terminó de encenderse, le pidió la contraseña. No era la primera vez que tenía que sortear esa medida de seguridad básica. Llevaba la ganzúa para hacerlo en forma de ceros y unos en un pequeño dispositivo que conectó al ordenador. En menos de un minuto ya estaba rebuscando entre las muchas carpetas y archivos que el agente tenía almacenados allí.
Le llamó la atención la cantidad de informes relacionados con Axel Lynet, alias Rayo Negro o, como su jefa lo llamaba, el sujeto Omega. Decidió copiar lo que le pareció más interesante. Después, dejó todo tal y como estaba al entrar, y salió de allí.
De vuelta a su habitación, se cruzó con el agente Joshua en uno de los pasillos principales del Arca. Estaba secándose el sudor del cuello con una toalla y ni siquiera hizo aprecio de la amable sonrisa con la que ella le saludó al pasar. Una amabilidad que se le borró del rostro en cuanto Neon le dio la espalda.
«Si es que te mereces que te espíe, capullo».
—Aquí estás —dijo Will.
Zoe se giró hacia él. Fue solo un segundo, lo suficiente para no dar la impresión de estar evitándole. Aunque en cierta parte eso era lo que estaba haciendo: evitar que su compañero la viera llorar por trigésima vez. No quería echar sobre sus hombros más peso del que ya cargaba.
—Sí, estaba despidiéndome de las vistas —contestó, y volvió a apoyar los codos sobre la balaustrada de la terraza. Estaba atardeciendo y el perfil de los edificios se teñía de tonos anaranjados y púrpuras bajo un cielo ardiente. Will se colocó a su lado.
—Zoe, peque, si no estás segura de esto, podemos decirle que no.
—Estoy segura.
—Vale… —contestó él, y luego añadió—: Estaba pensando en pedir algo para cenar antes de irnos, ¿qué te apetece?
—Me da igual. Lo que quieras.
—Pero vas a comer, ¿verdad?
Ahí estaba otra vez. Will haciendo de padre, preocupándose por ella pese a que le había pedido que no lo hiciera miles de veces.
—Will, por favor…
—Oye, ¿qué quieres que te diga? —protestó él—. No pienso dejar que te vengas abajo.
—En serio, no… —Quería tranquilizarle. Decirle que no pensaba rendirse tan pronto, pero, por algún motivo que no supo precisar, había empezado a llorar de nuevo. Notó cómo Will la envolvía en sus brazos.
—No vamos a venirnos abajo, ninguno de los dos… —le oyó decir con una voz ahogada por la emoción. Él también había sucumbido, o estaba a punto de hacerlo, a las lágrimas—. Nos necesitan. —Will le dejó un beso en la frente antes de separarse de ella y mirarla. La tristeza aún brillaba en sus ojos, pero una sonrisa se aferraba a la esperanza—. ¿Estás conmigo?
—Sí…
Se tomaron unos minutos para admirar el familiar paisaje. Se había olvidado de él tantas veces…, demasiado ocupados como para apreciarlo. Tantos atardeceres perdidos que podrían haber disfrutado en compañía de aquellos a los que añoraban dolorosamente.
—Puede que en el fondo nos venga bien alejarnos de aquí un tiempo —suspiró Will.
Zoe trató de imaginar una vida en la que no tuviera que ver cada mañana las puertas cerradas de las habitaciones de sus compañeros, una casa que no rezumara soledad; donde no hubiera un salón sin risas ni un gimnasio vacío. Puede que sí, puede que fuese un pequeño alivio no vivir en un lugar que, mirara donde mirara, le recordase a las personas que había perdido. Aunque perdido no era la palabra; alguien se las había arrebatado.
Pero había otra razón que estaba por encima del deseo de escapar de la melancolía que invadía el lugar: alguien la necesitaba a su lado y, aunque sabía que le iba a resultar muy duro, su sitio estaba junto a él.
03
Depresión
La única forma de medir el paso del tiempo eran las visitas de Aidan. Aun así, a veces tenía la sensación de estar reviviendo el mismo día. Aidan la visitaba cada mañana (deducía que debía ser por la mañana porque había un intervalo de horas en el que las luces de la habitación se atenuaban hasta sumirla en la penumbra, indicándole que era el momento de dormir). La primera visita de Aidan llegaba justo cuando las luces volvían a encenderse.
La rutina siempre era la misma. Aidan entraba con una bandeja de comida, revisaba las correas, comprobaba los puñeteros tubos que tenía conectados a ambos brazos —dos mejor que uno, supuso— y, por último, se empeñaba en obligarla a comer mientras la aburría con cháchara inútil. Había adquirido tal habilidad ignorándole que ya apenas se daba cuenta de cuándo tiraba la toalla y se largaba.
Aquella mañana no tenía pinta de ser una excepción. Él hizo exactamente lo mismo que hacía siempre, solo que con movimientos más lentos. Cuando elevó el cabecero de la cama para incorporarla, se quedó mirándola un buen rato. Pero los ojos de Summer, perdidos en un punto indeterminado, no le devolvieron la mirada. Ni siquiera mostró signos de percatarse de su presencia.
—Summer…
Nada.
—Sé que ahora mismo no ves ninguna salida, pero, créeme, la hay. No pierdas la esperanza.
De nuevo, las mismas palabras y consejos insustanciales de siempre. Summer ni siquiera los procesaba. Los oía, sí, pero como si oyera el murmullo del viento.
—Por favor, háblame… Habla conmigo.
No entendía la insistencia de su jefe. Ella solo quería que la dejara en paz. Solo quería…
Morir.
Sin embargo, se habían encargado de que no tuviera fuerzas para cumplir su objetivo. Así que no le quedaba otra opción que negar la vida. Negarse a beber, a comer, a hablar, a moverse… Había intentado incluso dejar de respirar, pero no había conseguido más que marearse.
—Por favor… —La súplica de Aidan sonaba cada vez más apagada y distante.
—¡Nía! —interrumpió otra voz. Al alzar la vista, Summer se sorprendió de hallar la visión de su hermano; era la primera vez que se le aparecía con otra persona presente—. ¿Es que no vas a escucharle? Mírale… —Su hermano, o más bien su propia conciencia disfrazada de Yade, estaba enfadado—. ¡Mira lo desesperado que está, Nía!
Por primera vez en mucho tiempo, Summer se fijó en Aidan. Vio al hombre que había tras las ojeras, advirtió la desolación en sus ojos y una evidente pérdida de peso en sus pómulos marcados. Vio a un Aidan derrotado como nunca antes.
—No sé lo que serán capaces de hacerle a Akira… —le oyó decir.
De modo que ese cabrón de Absalom no había tardado en usar a sus amigos para chantajearla. Pero ¿por qué? ¿Qué quería de ella? Ya había logrado rescatarla de las puertas de la muerte y mantenerla con vida, muy a su pesar. Volvía a ser su prisionera, volvía a ser su conejillo de indias.
—Tendrías que haberme dejado morir —dijo Summer, empujada por la profunda aversión que le había suscitado su último pensamiento.
El rostro de Aidan se llenó de arrugas de preocupación, y fue como si envejeciera cinco años de golpe.
—Sabes que jamás haría eso —contestó en un susurro.
—Yo soy la razón de que os estén jodiendo. Es culpa mía.
—No, Summer. —Él la cogió de la mano que le quedaba más cerca.
Una voz fría y mecánica sonó por los altavoces:
—Señor Scott, regrese de inmediato al punto de acceso.
Pero Aidan no se movió, estrechó con fuerza la mano de Summer.
—No te rindas.
La luz de los plafones del techo se intensificó hasta cegarlos, y escucharon el familiar y terrorífico zumbido que anunciaba la puesta en marcha de la turbina succionadora de energía. Aquella maldita medida de seguridad ingeniada para ella la paralizó, mientras un par de hombres entraban en la habitación y se llevaban a Aidan a rastras.
El suplicio se prolongó durante un tiempo que no supo precisar. Estaba comprobando a las malas que a esa máquina no le importaba su deplorable estado y trataba de exprimirla incluso no habiendo nada que sacar.
Quizá era por encontrarse tan débil, pero esta vez sintió que el dolor alcanzaba cotas insoportables. Hasta tal punto que creyó que en cualquier momento vomitaría o se desmayaría. Lo segundo era más probable, ya que no tenía nada en el estómago.
Pero el ruido cesó y las luces de la habitación volvieron a la normalidad, dejándole un dolor residual y, como única compañía, aquella aparición con rostro de su hermano que ahora la miraba con lástima, casi con decepción.
No tenía fuerzas para lidiar con esa mierda. Cerró los ojos y dejó que el cansancio y el flujo continuo de tranquilizante que se internaba en sus venas la sumieran en la complaciente oscuridad.
Neon se acariciaba de forma inconsciente el dorso de la mano biónica. Era un elemento extraño unido a su cuerpo que su subconsciente rechazaba. De ahí que no pudiera evitar tocarlo, como cuando un trozo de comida se te queda atrapado entre los dientes y la lengua acude incesantemente a intentar liberarlo.
Ya había asimilado que no bastaba con acostumbrarse a llevar una prótesis, tendría que aprender a usar la mano como si fuera la suya propia si quería conservar su trabajo.
Se encontraban en la sala de observación y en ese instante, a través de las cámaras, era testigo de cómo el undécimo intento de Aidan de despertar compasión en Summer llegaba a su fin. En su opinión, era una pérdida de tiempo; aquel engendro era incapaz de sentir tal cosa. Pero esa vez, la reacción de Summer le había hecho levantar una ceja de incredulidad. El experimento, o lo que fuera esa pantomima, había obtenido un resultado diferente.
A su lado, la mujer que el día anterior le había abordado en el pasillo debió de pensar lo mismo, porque la oyó comentar:
—Parece que estamos avanzando.
Sin embargo, Absalom se giró hacia ella con una expresión que dejaba claro que no opinaba lo mismo.
—Ha sido un completo fracaso, Eli.
—Eh… —titubeó ella—. Lo siento, señor.
Neon sonrió para sí. Hasta entonces se había mantenido al margen de la conversación, dejando que Absalom y su equipo de científicos hablaran de procedimientos y teorías que apenas lograba comprender. Pero al fin se le presentaba la ocasión de hacerse valer.
—Señor, ¿quiere que le traiga de nuevo a Ai…, al señor Scott?
—No es necesario —le contestó Absalom.
—¿Seguro? Quizá debería tener otra charla con él —sugirió.
Su jefe le clavó una de sus frías miradas, hasta que una bola de incertidumbre se formó en la garganta de Neon.
—¿Acaso disfrutas con esto? —le preguntó el hombre—. ¿Crees que es momento para andarse con ajustes de cuentas o lo que sea que te ronde por la cabeza?
—No, señor, no tengo ningún…
—Necesito que tengas la cabeza fría y centrada en nuestro objetivo —le ordenó, y luego se dirigió hacia el resto—. Hemos terminado. Envíenme el vídeo de la prueba y un informe con los datos recogidos.
Eli y los otros dos científicos que había en la sala asintieron, mientras Absalom miraba de nuevo a Neon.
—Vamos, es hora de otra sesión.
Cuando Absalom salió de la sala, el equipo científico respiró aliviado.
—No sé qué pretende, la verdad —dijo uno de ellos—. Esa chica está demasiado drogada como para hacer nada. Me ha sorprendido que pudiera hablar.
—Le tiene demasiado miedo. Por eso no quiere que bajemos la dosis —opinó el otro.
—Dudo que Absalom pueda sentir miedo, para eso tendría que ser humano —se burló el primero—, ¿no crees, Eli?
Pero Eli se había quedado mirando a la puerta por donde Absalom y el agente Joshua acababan de salir, mientras su mente buscaba un pretexto que le permitiera escaquearse del trabajo que les acababan de mandar.
—Perdonad, chicos, tengo que ir al baño —dijo con un pie ya en el pasillo. No había necesidad de complicarse cuando podía recurrir al comodín de la necesidad fisiológica. Además, los dos tipos eran tan tímidos como para no andar con reproches o preguntas indiscretas si su supuesta visita al servicio se demoraba más de lo normal.
Cuando llegó a su camarote, Eli sacó el dispositivo móvil y activó el sonido del micrófono que había colocado en la lámpara del agente Joshua. Como esperaba, él y Absalom ya estaban allí. Lo supo cuando reconoció la voz de este último:
—Túmbate y cierra los ojos.
—Por favor, por favor… —susurró Eli—, que no se pongan a follar. Me he tomado muchas molestias para que resulte ser un asunto de acoso laboral.
La voz de Absalom siguió dando instrucciones a su joven subordinado. Parecía una especie de terapia de relajación, y Eli comprendió que lo que estaba escuchando era una sesión de hipnosis, lo que le causó todavía más desconcierto que su otra sospecha.
—¿Recuerdas cuando te enfrentaste a Summer y a Rayo Negro? —Fue la primera cosa interesante que dijo Absalom después de un sinfín de «respira hondo», «imagina que haces esto», «imagina que ves esto otro…»—. Quiero que regreses a ese día, pero no en el momento de la pelea, sino desde el principio. Quiero que me cuentes todo lo que oíste y viste ese día.
Hubo unos segundos de silencio antes de que escuchara al agente Joshua a través de los auriculares. Su voz era clara y, debido a la proximidad al micrófono, llegaba más alta que la de Absalom. Pero no fue su volumen lo que le hizo pegar un bote en el asiento, sino lo que dijo:
—Seagal estaba nervioso…
Eli se quedó lívida.
«¿Por qué están hablando de Seagal?».
Seagal, un hombre que ella creía muerto y enterrado, una de las piezas clave en su plan para ascender en Kimantics y tenderle una trampa a Samuel. Aquello no pintaba nada bien.
—Él y la mujer lo estaban —continuó Joshua—. Discutieron… Luego, Seagal me llevó con él y empezamos a poner cargas de dinamita en los túneles.
—¡Oh, mierda! —soltó Eli al atar cabos. Eso explicaba los miles de informes que el agente Joshua tenía sobre Rayo Negro; no solo le espiaba, ¡era uno de sus malditos mercenarios! Uno que, además, había sido secuestrado por Seagal; drogado y utilizado contra Rayo Negro cuando empezó a investigar las desapariciones del Nueva Esperanza.
El agente Joshua había sido testigo de lo que sucedió en aquellas instalaciones bajo tierra. Y de ahí el interés de Absalom en él.
—¿Por qué discutieron Seagal y la presidenta de la junta? —preguntó Absalom.
De repente, Eli sintió que despertaba en ella una tremenda rabia, nacida del miedo, contra aquel hombre.
«¡Maldita momia! Nunca llegó a creerse la traición de Samuel… Mierda, Samuel…». Como no podía quedarse de brazos cruzados, comenzó a recorrer el estrecho espacio de su camarote mientras se acordaba del fatídico final que había tenido su exjefe.
Nunca quiso que Samuel muriese, tan solo necesitaba quitarlo de en medio. En parte, le atormentaba lo que le sucedió, igual que le atormentaban las muertes de los inocentes que cayeron en manos de Seagal y de la mujer con la que se asoció. Por mucho que quisiera convencerse a sí misma de que no tenía la culpa, por mucho que no hubiera previsto cómo degeneraría su plan, fue ella la que puso en marcha la maquinaria. Fue ella quien convenció a Seagal, quien le permitió el acceso a las instalaciones abandonadas de Kimantics y a las drogas que había almacenadas allí. Y aunque nunca aprobó que llevaran el tema del chantaje tan lejos, tampoco hizo nada por detener sus atrocidades.
No, la maquinaria no se detuvo hasta estar segura de tener lo necesario para que su plan tuviese éxito.
Pero todo estaba a punto de desmoronarse. Si Absalom descubría que había sido ella la que había urdido y llevado a cabo aquel montaje, la convertiría en comida para peces, como hizo con su anterior superior.
En ese instante, la voz del agente Joshua hizo que volviese a centrarse en la conversación.
—Discutieron por las bombas. La mujer no quería que destruyéramos las instalaciones.
«Calma, Eli. Respira». Tomó aire y se sentó de nuevo.
El hecho de que estuvieran recurriendo a la hipnosis significaba que Joshua no recordaba con claridad los días que pasó bajo el efecto de las drogas. Eso le daba algo de tiempo. Puede que incluso tuviera la suerte de que el agente no llegara a recordar nada que pudiera incriminarla. Había sido lo suficientemente precavida en sus comunicaciones con Seagal. Jamás se había dejado ver el pelo, ni por el colegio ni por las instalaciones de Kimantics, así que era imposible que Joshua diera su descripción. Tampoco le había dicho a Seagal su verdadero nombre, y dudaba que a este le hubiera dado por hablarle de ella a un enemigo drogado hasta las trancas.
Eli se aferró con todas sus fuerzas a aquella posibilidad porque, de lo contrario, le iba a dar un ataque al corazón.
—¿Y por qué Seagal sí quería destruirlas? —dijo Absalom.
Eli apretó aún más los auriculares contra sus orejas, pese a que escuchaba perfectamente.
—Decía que debían parar, que todo se torció desde que asesinaron a una alumna —contestó el agente—. Y que además era la condición que ella les había puesto para ayudarles a librarse de esos dos monstruos.
—Un momento. —La voz de Absalom sonó extrañada—. ¿Ella? ¿La presidenta de la junta?
—No, Seagal hablaba de otra persona.
—Ella les ayudaría a librarse de esos dos monstruos… —repitió Absalom—. No puede ser casualidad. Es probable que se estuviera refiriendo a Rayo y a Summer, pero ¿estás seguro de que dijo ella y no él?
—Sí, muy seguro.
—¿Quién era, Joshua? ¿Quién era ella?
El agente tardó en contestar y, cuando lo hizo, parecía agotado:
—No… No lo sé.
—Está bien. Basta por hoy —concluyó Absalom.
«Estoy jodida». Eli enterró el rostro entre sus manos. Sus recién nacidas esperanzas acababan de ser exterminadas.
Y ella era la siguiente.
Sus pulsaciones se dispararon al oír un ruido procedente del exterior del camarote. Convencida de que los guardias de seguridad venían a por ella, cogió de su armario el Taser que había logrado introducir en el Arca, desmontado y oculto entre el resto de su equipaje, y se colocó junto a la puerta.
Esperó.
Y siguió esperando mientras sentía cómo su ansiedad la estrangulaba, hasta que el arma empezó a pesarle demasiado en las manos y todo su cuerpo temblaba. Esperó hasta que se le doblaron las rodillas. Cuando comprendió que nadie iba a apresarla, se dejó caer. Su espalda resbaló por la pared hasta quedar sentada en el suelo. Y solo entonces se permitió respirar.
Era cuestión de tiempo que Absalom diera la orden de capturarla, pero escapar de aquella gigantesca jaula de metal no iba a ser nada fácil. Primero: se encontraban a cientos de metros de profundidad. Segundo: la única vía de transporte con la que contaban, el minisubmarino, estaba en Adrax en misión de aprovisionamiento y no volvería hasta dentro de tres días. Tercero: apenas sabía nadar, mucho menos hacer submarinismo. De modo que, si quería conservar la vida, tenía que buscar ayuda.
Casi como impulsada por una fuerza invisible, se puso en pie. Corrió hacia su escritorio y tecleó filas de código a una velocidad con la que solo sus latidos podían competir. Las comunicaciones y el acceso a Internet estaban restringidos dentro del Arca. Ese había sido uno de sus primeros escollos a superar: abrir una puerta trasera en el sistema y encontrar un modo seguro de mandarle a Belerofonte la información que iba consiguiendo. Esta vez no sería un informe lo que enviaría, sino una llamada de socorro.
El problema era que no podía dejar esa puerta abierta demasiado tiempo. Y aunque lo veía poco posible, si quedaba una posibilidad de que no la hubieran descubierto, no podía arriesgarse a que lo hicieran por ser poco precavida. Lo más que podía hacer era conectarse una vez cada dos horas durante unos minutos y rogar por que un mensaje de Belerofonte con un plan de rescate apareciera en su pantalla.
Sentado ante su escritorio, la mirada de Absalom se escapaba una y otra vez al cajón donde escondía el estuche negro que se había prometido no volver a abrir. Pero en esa ocasión, al igual que las anteriores, se trataba de una emergencia. No era capricho, sino necesidad.
Así que, de nuevo, rompió su promesa.
Sacó el estuche del cajón y lo colocó sobre la mesa, abierto. No fue un gesto ceremonial, más bien todo lo contrario, como si colocara el cepillo y la pasta dentífrica para lavarse los dientes. Había prisa en sus acciones. Cogió la única de las cinco ampollas que quedaba y la insertó en una pistola inyectora. Después, se la inyectó en el brazo. Respiró hondo, guardó el estuche y la pistola, y pulsó un botón del panel digital incorporado a su escritorio.
Una pantalla apareció delante de él y le mostró al supervisor de la sala de contención un tanto nervioso.
—¿Está todo listo? —preguntó.
—Sí, señor. Le hemos ido bajando la dosis paulatinamente, como usted pidió —contestó el hombre, y después consultó su reloj de muñeca—. Hace una hora le pusimos la dosis mínima.
—Bien, voy para allá.
—¿Está seguro de esto, señor? —La pregunta del científico hizo que su dedo se detuviese justo antes de cortar la comunicación.
—Ya hemos agotado las otras opciones —contestó, y después pulsó el botón para cerrar la videollamada.
En la sala de contención, el supervisor miró a su compañero que, a pesar de ser más joven que él, ya había perdido todo el pelo de la cabeza. Parecía estar aguantando la respiración.
—Joder… ¿De verdad va a hacerlo?
—¿Ves? Te dije que era incapaz de sentir miedo.
04
Negociación
Sucedió de repente…
A traición, como aquellos cabrones solían actuar.
Las paredes falsas de su habitación aún más falsa comenzaron a deslizarse hacia arriba, desvelando la verdadera prisión en la que se encontraba: una sala circular idéntica a la que encontró en las instalaciones abandonadas de Kimantics, un mecanismo ideado para neutralizarla. Cuando se retiraron del todo, la firme compuerta de la sala exterior se abrió. Summer se tensó, tirando de las correas que la mantenían atada a la cama. Se preguntó si estaría teniendo una alucinación o si seguiría dormida, pues lo que estaba viendo parecía una mezcla entre una fantasía y su peor pesadilla.
Absalom, el puto Absalom en persona, se atrevía a entrar en la misma estancia que ella, sin barreras ni muros de por medio.
Todo su miedo, su ira y su deseo de venganza se empezaron a acumular en las palmas de sus manos. Pero antes de que se transformara en la única salida posible —una inmensa bola de fuego que redujera a aquel bastardo a cenizas—, su adormecido instinto le advirtió que se estuviese quieta.
En ese instante, uno de los paneles metálicos de las paredes se replegó hacia arriba revelando una sala contigua, desde donde varias personas la observaban. Reconoció a dos de ellas. Una era Aidan, arrodillado y con las manos sobre la nuca. Junto a este, apuntándole con una pistola a la cabeza, estaba el gusano asqueroso de Neon. Sentados a los controles de unas consolas, había dos hombres más a los que no conocía y supuso que debían de ser simples subordinados de Absalom.
Volvió a centrarse en este, que se acercaba haciendo gala de una enorme desfachatez o, lo que consideró más probable, una incipiente demencia senil.
—No te pongas nerviosa, pequeña. Solo quiero hablar, pero te advierto que he tomado medidas por si intentas hacerme daño.
A Summer se le revolvieron las tripas. Podía imaginarse qué medidas eran esas. Si por casualidad pestañeaba demasiado fuerte, sus acólitos activarían el maldito mecanismo que le absorbería las pocas fuerzas que conservaba hasta dejarla como una cáscara hueca. Pero antes Neon estamparía de un balazo los sesos de Aidan por el cristal para ponerle una nota colorida a la escena, mientras ella se retorcía de dolor.
Se asustó al ser consciente de que estaba dispuesta a mandarlo todo al cuerno solo de haber tenido la certeza de que con eso se llevaría a Absalom por delante. Pero como no podía estar segura, tragó las náuseas que le sobrevenían y se quedó quieta.
Aquel viejo cabrón siguió tentando a su suerte. Se acercó hasta coger la silla donde normalmente se sentaba Aidan, la colocó a unos tres metros de ella y se sentó con las piernas cruzadas, así como los dedos de las manos, sujetándose la rodilla que le quedaba más cerca.
—He estado muy pendiente de tu recuperación, Summer. Supongo que no te importa que te llame así.
A Summer no pudo importarle más. Pronunciado por esos decrépitos labios, su nombre sonaba como un insulto escupido con asco, como un conjuro de invocación para despertar a algún demonio repugnante. Todo su ser lo rechazó. Pero no contestó. Siguió quietecita. A la espera.
Absalom continuó:
—Los primeros días, cuando recobrabas el conocimiento, hacías muchas preguntas. Preguntaste por tus compañeros, por tu hermano… Pero no me pasó inadvertido que queda alguien por el que no has preguntado todavía. Y estoy bastante seguro de que no es por falta de interés.
«¿De qué coño va este cabronazo?».
Esperaba que ese ser abyecto soltase muchas cosas, pero justo esa no estaba en la lista.
—Dime, ¿no quieres saber qué le ha pasado a Rayo Negro?
Summer apretó los dientes. Las náuseas le subieron de nuevo hasta la garganta. Pero no era solo repulsión lo que las provocaba, había algo más bullendo en su estómago: el miedo ante una respuesta que con tanto esfuerzo había tratado de enterrar en un pozo oscuro y profundo de su cerebro.
Mientras sostenía la mirada inescrutable de Absalom, la ansiedad alcanzó cotas insoportables y el corazón amenazó con salírsele por la boca. Hasta que le escuchó decir:
—Tranquila, está vivo.
Y fue como si la hubieran vaciado de pronto. Sintió alivio, aunque no tanto como esperaba. Al contrario, aquella información le suscitaba nuevas incertidumbres. Si Rayo seguía vivo, ¿dónde estaba? ¿Se encontraría allí, metido en una sala similar a la suya, solo que, en lugar de una habitación cutre, sería una réplica perfecta de su mansión pija de Green Cliffs? ¿Se estaría dando un bañito en su piscina totalmente ajeno a lo que estaba ocurriendo?
No era una posibilidad tan descabellada teniendo en cuenta que se había pasado años creyendo que sus poderes sobrehumanos eran un efecto secundario de que la sanidad privada le hubiera recompuesto el cuerpo tras un accidente de coche.
Pero ¿y si no era así? ¿Y si Rayo estaba sufriendo una situación parecida a la suya?
O algo mucho peor…
¿Y si también estaba destrozado?