Mudlarking - Lara Maiklem - E-Book

Mudlarking E-Book

Lara Maiklem

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Beschreibung

Durante miles de años, los seres humanos han perdido sus posesiones y han arrojado su basura en el río Támesis, convirtiéndolo en el yacimiento arqueológico más largo y variado del mundo. Para los entendidos, los tramos fangosos ofrecen un vínculo tangible con el pasado, una conexión con el mundo natural y un oasis de calma en una ciudad caótica. Lara Maiklem dejó el campo por Londres a los veinte años. Atraída inicialmente por la ciudad, pronto se encontró a la deriva, añorando el consuelo que había conocido al crecer entre la naturaleza. En las orillas del Támesis descubrió el Mudlarking: el acto de hurgar en el barro en busca de objetos desechados por generaciones anteriores de londinenses. Durante los siguientes quince años sus días se dictados por las mareas y los dedicaría a ellas en busca de los objetos que el río desenterraba: desde pedernales neolíticos a horquillas romanas, hebillas de zapatos medievales a botones de los Tudor, pipas de arcilla georgianas a medallas de guerra desechadas. Desde el origen de las mareas del río en el oeste de la ciudad hasta su desembocadura en el mar en el este, Mudlarking es la historia del Támesis y sus gentes a través de estos objetos. Una fascinante búsqueda de la paz a través de la soledad y la historia que recupera las voces de muchos londinenses que habían sido olvidados. Mudlarking es un híbrido de memorias personales, historia de Londres y un gabinete literario de curiosidades que  te lleva a un viaje por la marea del Támesis,  contando la historia del río, la ciudad y las alondras que trabajan en la orilla a través de más de 2.000 años de objetos perdidos y desechados. 

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Mudlark

«Mudlark [’mAdla;k] s. y v. 1. Cerdo (jerga). 2. Persona que rebusca restos aprovechables en el lodazal de un río o un puerto. También, pillo de la calle (hum.). Una persona desarreglada, especialmente un niño (coloquial). 3. Grallina australiana. 4. FANGO (jerga). Llevar a cabo la ocupación de una persona que rebusca restos aprovechables en el lodazal de un río o puerto. También, jugar en el barro».

New Shorter Oxford

English Dictionary on

Historical Principles, 1993

Hace calor y no corre el aire en el tren de las 07:42 de Greenwich a Cannon Street. Apretujada entre dos extraños, intento por todos los medios evitar el roce con cuerpos desconocidos. Nadie establece contacto visual ni habla con nadie. En los desplazamientos matutinos por trabajo a Londres existe una regla tácita de silencio y apenas se oye ni un murmullo, tan solo el crujido de los periódicos y el agudo chirrido de los raíles mientras nos tambaleamos y mecemos de camino a la ciudad.

Conozco cada centímetro de esta ruta. Durante casi veinte años me ha llevado al centro de Londres por trabajo, para ir a ver a amigos y para visitar el río en busca de tesoros. Sé en qué momento debo asirme con fuerza cuando las vías sacuden el tren hacia un lado, conozco la duración de los intervalos entre paradas y el instante en que el conductor empezará a aminorar la marcha antes de entrar en la siguiente estación. Durante años he visto desvanecerse los viejos grafitis y aparecer otros nuevos. Ahora mismo llevo seis meses contemplando el mismo calcetín de deporte tirado y atascado en las vías, que ha pasado de ser blanco a un marrón sucio y andrajoso.

Tardo diecisiete minutos en hacer este trayecto y estoy impaciente. Vuelvo a mirar el reloj y calculo tres horas hasta la bajamar prevista para hoy. El río estará en su punto más bajo a las 10:23. No habría podido sincronizarlo mejor. Me retuerzo y me apoyo primero en un pie y luego en el otro mientras el tren deja la estación de London Bridge; deseo que acelere: ya casi estoy. Avanzamos despacio sobre un viaducto ferroviario, pasada la catedral de Southwark, con su fachada de sílex moteada y sus agujas góticas, y por medio del Borough Market. Miro a través del techo acristalado y trato de ver las piñas de hierro fundido colocadas en lo alto de una de las entradas. Entonces el cielo se abre y estoy sobre el río en el puente de Cannon Street; el agua fluye hacia mí desde el oeste y se aleja en dirección este. Entre los cuerpos de los pasajeros, por encima de los periódicos y sorteando las mochilas, echo un vistazo a ambos lados del río para comprobar la marea. Ya empieza a asomar una zona de escombros cubiertos de limo próxima al dique del río y la marea sigue bajando. Cuando llegue, el río estará aún más bajo y habrá la suficiente orilla despejada para comenzar mi búsqueda.

Me sorprende la cantidad de gente que no es consciente de que el río que atraviesa el centro de Londres es de marea. Oigo sus comentarios cuando se detienen junto al muro por encima de donde yo estoy, en la orilla, rebuscando en el barro. Incluso amigos que llevan años en la ciudad viven ajenos a las mareas altas y bajas que se persiguen unas a otras durante todo el día, avanzando cada veinticuatro horas. Una marea fluye lentamente durante el día y otra hace el turno de noche. No tienen ni idea de que la altura entre la marea alta y la baja varía desde cuatro metros y medio hasta casi siete metros ni de que el agua tarda seis horas en viajar río arriba y seis y media en regresar al mar.

Me obsesionan el flujo y el reflujo incesantes del agua. Desde hace años, mi tiempo libre ha estado controlado por el ciclo de la marea y por la consiguiente zona de orilla cubierta y descubierta. Sé dónde el río me permite acceder temprano y dónde puedo quedarme más tiempo antes de que me eche con suavidad pero con firmeza. He aprendido a leer el agua y a captar cuándo se gira, a reconocer el momento casi imperceptible en que deja de fluir hacia el mar, las corrientes se agitan al cambiar el equilibrio y el río es arrastrado una vez más hacia el interior; la anticipación del agua en retroceso es reemplazada por una sensación de pérdida, como despedirse de un viejo amigo después de una visita que llevabas mucho tiempo esperando.

Las tablas de marea plasman sobre el papel los movimientos del río, predicen su futuro y registran su pasado. Mi diario está lleno de complejas filas de números, fechas y alturas del agua. Me tienta tejer mi vida en torno a ellas, pero es el río el que decide cuándo puedo buscar en él; las mareas no respetan el sueño ni los compromisos. He organizado meticulosamente reuniones y citas en función de las mareas y he confabulado para encontrarme con amigos cerca del río y así tener tiempo de bajar a la orilla antes de que entre el agua y después de que se haya marchado. Les he hecho esperar para aparecer después dejando un rastro de barro, rebosante de disculpas. Me he perdido el principio de muchas películas e incluso me he marchado antes de tiempo para pescar los últimos centímetros de orilla. He mentido, engatusado y manipulado para llegar a tiempo al río. Llama a todas horas y yo obedezco; me obligo a salir de una cama caliente, me enfundo en capas de ropa y bajo las escaleras sin hacer ruido tratando de no despertar a quien duerme en la casa.

Cuando empecé a consultar las tablas de marea, todo me resultaba muy confuso. No soy una matemática nata y los números me desconciertan, por lo que una hoja con filas y columnas llenas de cifras me traía de cabeza. Pero llevo tanto tiempo estudiándolas que se han convertido en mi segunda naturaleza. Un simple vistazo rápido me permite reconocer cuándo es buena la marea y merece la pena visitar el río. Lo más importante es elegir la tabla de marea adecuada para el tramo que se tiene previsto visitar. Puede haber una diferencia de unas cinco horas entre una marea baja en Richmond y una en Southend, porque la marea baja decrece antes en el estuario que en la cabeza de la marea. Incluso la duración de la marea baja varía en función de dónde nos encontremos. En mar abierto, la subida y la bajada de la marea duran casi lo mismo, mientras que los veinticinco meandros que incluye la marea del Támesis y el efecto de arrastre del lecho del río y sus riberas acortan la marea creciente del río y alargan la bajamar. Esto significa que el río permanece en marea baja durante más tiempo en Hammersmith que en el estuario, lo que en teoría supone más tiempo para rebuscar en el barro cuanto más arriba del río se esté; aun así, en función de las condiciones meteorológicas y de la pendiente de la orilla, el río puede atraparte.

Nunca reparo en los niveles de marea alta, pero sé que una buena bajamar de medio metro o inferior dejará al descubierto una cantidad razonable de espacio para rebuscar, por eso solo me fijo en esta última cuando examino las tablas y la señalo con un boli rojo. Las mareas vivas marcan las mareas más altas y bajas del mes. Spring tide («marea viva») tiene su origen en la idea de que la marea «surge» (spring significa «surgir, brotar») y no está relacionado, como podría pensarse, con el momento del año en el que ocurren. Cada mes hay dos mareas vivas, una en luna llena y otra en luna nueva, cuando la tierra, el sol y la luna se alinean y la atracción gravitatoria de los océanos es mayor. No obstante, las mejores mareas vivas se producen después de los equinoccios, en marzo y en septiembre, cuando incluso pueden alcanzar valores negativos. Se las llama mareas negativas porque se sitúan por debajo del cero hidrográfico, que viene dado por el nivel medio de la marea baja en un lugar específico. Hace algunos años se dio una racha insólita de mareas bajas, que descendieron más de lo que la mayoría de los rebuscadores podía recordar. Son las mejores mareas que he visto en mi vida. Despejaron tramos de la orilla en los que no se había rebuscado desde hacía más de una década y descubrieron incontables tesoros.

Las mareas son las que convierten en una experiencia única rebuscar en el barro de Londres. Durante unas pocas horas al día, el río permite acceder a su contenido, que se desplaza y cambia a medida que el agua viene y va, revelando la historia de la ciudad, de su gente y su relación con una fuerza de la naturaleza. Si el Sena en París fuera un río de marea, sin duda proporcionaría una recompensa similar y satisfaría a un ejército de rebuscadores parisinos; tras el reciente drenaje en Ámsterdam del río Ámstel, que tampoco es de marea, para construir una nueva línea ferroviaria, los arqueólogos registraron casi setecientos mil objetos como los que se encuentran en el Támesis: botones que saltaron desde sus chalecos hace mucho tiempo, anillos que se escurrieron de dedos, hebillas que son todo lo que queda de un zapato; las posesiones personales de la gente corriente. Cada pequeña pieza es una llave a otro mundo y un enlace directo a vidas que han quedado en el olvido. Como he podido descubrir de primera mano, a menudo los objetos más pequeños cuentan las mejores historias.

Cabeza de la marea

«A la altura de Richmond y Twickenham, el Támesis parece aproximarse a marchas forzadas al estado de esos arroyos tropicales que desaparecen por completo durante los meses de verano. Cualquiera que se haya encontrado con el deber de gobernar una embarcación entre el puente de Richmond y la esclusa de Teddington, con frecuencia se habrá quedado sumamente perplejo por el carácter tortuoso y precario del canal navegable».

St. James’s Gazette, junio de 1884

El oeste no resulta demasiado atractivo para el rebuscador medio, así que yo ya llevaba más de una década rebuscando cuando me decidí a peregrinar hasta Teddington. Pero tiene sentido iniciar nuestro viaje allí, que es donde comienza la marea del Támesis (o donde termina, según se imagine cada cual el fluir del agua). El tramo del río entre Richmond y Teddington es inusual en el sentido de que los niveles de agua están controlados. La esclusa de Teddington pone fin de manera artificial a la marea del Támesis, que de lo contrario continuaría río arriba (de hecho, aún ocurre cuando la marea es muy alta y el agua desborda la esclusa). Pero la marea no siempre ha girado tan al oeste. En el siglo I de nuestra era cambiaba de dirección donde los romanos construyeron su puente, cerca del actual puente de Londres.

Asimismo, la demolición en 1831 del viejo puente de Londres afectó a la cabeza de la marea. Durante siglos, sus estrechos arcos y las anchas bases de sus pilares bloquearon el flujo del agua y retuvieron la marea lo suficiente como para mantener un tramo navegable a lo largo de toda la marea del Támesis. Sin embargo, al derribarse el puente los niveles de agua en Teddington bajaron setenta y seis centímetros y el río quedó reducido a un mero arroyo que discurría entre bancos de barro. En el lecho del río se celebraban partidos de críquet. El miércoles 25 de junio de 1884, el Globe informaba de un pícnic que se había celebrado un poco más abajo de la esclusa de Teddington: «A esta generación le está permitido almorzar donde debiera estar el Támesis […], extender el mantel en el lecho del río y brindar “a la salud de la nueva esclusa, que será o no será. Esa es la cuestión”». El Richmond Lock and Weir[1] se abrió en 1894 para revertir esta situación y mantener los niveles de agua entre Richmond y Teddington a media marea o por encima y asegurar que el río fuera navegable.

Todavía está en uso y cada otoño se abre durante unas tres semanas mientras la esclusa y la presa de Teddington se mantienen cerradas, en lo que se conoce como el drenaje anual del Támesis. Esto permite que el curso del agua que se extiende entre ambos puntos suba y baje de forma natural con las mareas, de modo que cuando hay bajamar el nivel desciende tanto que una gran parte del lecho del río queda al descubierto. Durante este breve periodo, pasaa ser la única parte del Támesis afectado por la marea en la que, por algunas zonas, es posible cruzar desde la costa norte (Middlesex) a la sur (Surrey) sin mojarse los pies. En el tiempo que la esclusa está levantada se llevan a cabo tareas de mantenimiento esenciales, se pueden realizar estudios medioambientales en el lecho del río, los grupos de acción local pueden limpiar el río de basura y los rebuscadores pueden deambular en una parte de la orilla que es única.

Los mejores lugares y más fructíferos para rebuscar en el Támesis son aquellos en los que ha habido una intensa actividad humana a lo largo de un periodo de tiempo prolongado, y donde el intenso tráfico fluvial revuelve las aguas de la orilla y erosiona el fango compacto que contiene los tesoros del río. Nunca he encontrado gran cosa al oeste de Vauxhall, pero cuando leí sobre el drenaje anual decidí ir a verlo con mis propios ojos. Por lo menos una vez. Lo que más llamó mi atención fueron las fotografías: imágenes del lecho del río desnudo con embarcaciones varadas precariamente inclinadas hacia un lado y la gente paseando a sus anchas por el cauce seco. A pesar de todo, tal vez el río tuviera algo que ofrecer tan al oeste.

Los días de drenaje total caen siempre a finales de octubre y principios de noviembre, cuando una bruma húmeda se cierne sobre el agua mezclándose con el olor a hojas quemadas. La primera semana, los lugareños descienden al lecho del río recién desvelado para recolectar pérdidas azarosas y peniques de la suerte lanzados al cauce el año anterior. Las familias se abren paso entre los guijarros y el barro con la cabeza agachada y bolsas de plástico en la mano, explorando el nuevo desconocido, maravillándose ante la visión del río. Esto era lo que yo imaginaba cuando empecé a caminar desde el puente de Richmond una tarde fría de noviembre hace unos años.

Decidí seguir la margen del río del lado de Middlesex, continuar pasado el puente y girar por completo a la izquierda por un camino que conduce a un varadero. Desde aquí accedí a una pista asfaltada flanqueada por hojas fangosas y barro arenoso, y avancé a buen ritmo en mi larga caminata hasta Teddington. Había preparado la ruta la noche anterior y sabía que debía cubrir un buen trecho, así que opté por llevar calzado de senderismo en lugar de botas de agua, que son incómodas en las distancias largas. Confié en que no las necesitaría. Las imágenes que había visto no mostraban mucho barro, pero no quería que a la vuelta el lodo se escurriera por los agujeros de los cordones de las botas, como ya me había pasado en otras visitas a la orilla.

Río arriba, todo era tranquilo. Me crucé con algunas personas, aunque no muchas: mujeres que empujaban carritos con bebés abrigados para el frío paseando sin prisa de dos en dos, corredores que se disculpaban al pasar. Esta es la parte del río en la que la gente se relaja y divierte en el agua. A lo largo de la ribera, hay lanchas motoras, barcos de canal y barcazas convertidas en casas flotantes. En verano se pueden alquilar los tradicionales esquifes del Támesis, con nombres anticuados como Linda y Violet pintados en la parte de atrás. El río fluye más tranquilo y lento que en el centro de Londres y en el estuario. Carece del ritmo y la ferocidad que adquiere a medida que atraviesa la ciudad y se aleja hacia el mar. A mis ojos, esto era precisamente lo que le faltaba.

En cualquier caso, su belleza era innegable. Los sauces llorones se aferraban a la orilla y los plátanos de sombra centenarios revestían el otro lado del camino. Olía a tierra, a hojas en descomposición y a barro de río, y había aves por todas partes. Una bandada de esponjosos patos se acurrucaba en unos escalones que llevaban al río y dos gansos de Canadá me miraron recelosos desde la ribera cercana. Las gaviotas y los cormoranes pasaban volando, recordándome que me encontraba a menos de cien kilómetros del embarcadero de Southend-on-Sea. Los mirlos se movían deprisa entre los arbustos que daban al camino y durante un rato un petirrojo se acompasó a mi ritmo, reapareciendo cada poco y mirándome fijamente con unos ojos que parecían cuentas de collar. Mi tía abuela me dijo en cierta ocasión que los petirrojos son las almas de los difuntos y que por eso se acercan tanto y su compañía resulta tan íntima. Son las personas que una vez conocimos visitándonos desde el más allá, acercándose a saludar. Yo siempre les devuelvo el saludo, porque nunca se sabe quién podría ser. Tal vez mi misma tía abuela.

Tan solo el rugido constante de los aviones que descendían al aeropuerto de Heathrow me recordaba que seguía en Londres. Si pasaba esto por alto, perfectamente podría estar andando por un camino rural cerca de la granja donde crecí en las décadas de 1970 y 1980: trescientos acres de arcilla pesada de Weald, ciento veinte vacas lecheras, una colección de viejos graneros y una casa de campo inclinada construida durante el reinado de Enrique VIII, todo ello en un frondoso valle al final de una larga carretera de cemento.

Un pequeño río atravesaba la granja y rodeaba la parte de atrás de la casa. En verano, un gran fresno daba sombra en la ribera y un sauce solitario se adentraba en sus aguas poco profundas. Como mis dos hermanos eran mucho mayores que yo y estudiaban en un internado y no había vecinos, el perro de la granja y el río eran mis compañeros de juegos. Mientras el perro perseguía patos y nadaba en círculos, yo pasaba horas pescando con redes atadas a cañas de bambú los pececitos y los caracoles de agua dulce que se refugiaban en la maleza de la ribera. Me tumbaba en la hierba crecida y observaba cómo las libélulas se precipitaban y revoloteaban entre los juncos, hundiendo sus colas en el agua para desovar. Si me quedaba quieta el tiempo suficiente, veía salir a las ratas de agua de sus madrigueras en la orilla del río, y muy raras veces una culebra serpenteaba silenciosa por el agua, irguiendo orgullosa su pequeña cabeza y moviendo rápidamente su bífida lengua.

El río discurría de este a oeste por el centro de la granja y yo me lo conocía al dedillo: los recodos donde se quedaba atrapada la basura, a veces una pelota de fútbol y en una ocasión incluso un maltrecho bote de remos a la deriva. Conocía las aguas profundas que debía evitar y dónde era posible cruzarlo vadeando de un lado a otro sin anegar mis botas de goma. Sabía dónde se escondían entre la maleza unos pececillos llamados espinosos, dónde anidaban los patos y cómo acceder al espacio bajo el puente de hormigón, donde me ponía a escuchar a nuestras vacas, que arrastraban pacientemente las pezuñas de vuelta a los pastos tras haber sido ordeñadas. En la granja aprendí a amar los ríos, que han resultado ser mi pasión más perdurable.

No hay muros ni barreras en la senda fluvial a la altura de Teddington. Durante gran parte de mi recorrido la ribera era natural, la pendiente caía hacia el río con el ángulo creado por la propia agua en lugar del hombre y el río estaba a mi vera. Si hubiese querido, podría haber salido del camino, cruzar unos cuantos metros de hierba y maleza muerta y tirarme de cabeza al agua. Los quebradizos tallos de las ortigas secas se abrían paso entre la hierba amarillenta y cada tanto pasaba junto a un amplio y escueto conjunto de escalones de hormigón encajados en la ribera. Hay sedes de clubes de remo a lo largo de este tramo y supuse que desde aquí lanzaban sus embarcaciones.

Pasé un islote cuyo nombre en inglés, eyot o ait, procede del término del inglés antiguo īgeth (īeg, que significa «isla»). Es la isla de Glover, que recibe su nombre de un barquero llamado Joseph Glover, quien en 1872 pagó por ella 70 libras (unas 4.400 actuales) y desató un escándalo cuando la puso en venta veintitrés años después por 5.000 libras (unas 410.000 actuales). Finalmente se vendió en 1900 a un residente local por una suma no revelada y fue regalada al ayuntamiento. Es uno de los tres islotes que hay entre el puente de Richmond y la esclusa de Teddington y uno de los nueve en los tramos superiores de la marea del Támesis. Esta parte del río se caracteriza por sus islotes, bancos de lodo y pedazos de terreno desprendidos de la tierra firme que son depositados por el río y el caudal esculpe en largas franjas despuntadas en forma de lágrima. La mayoría están deshabitados, en estado salvaje y densamente cubiertos de vegetación, principalmente arbustos y sauces que se hunden en el agua para aventurarse en la corriente.

El aspecto de la ribera opuesta es todavía más rural y me pregunté si debería haber tomado esa ruta. Las casas habían desaparecido y en su lugar se expandían espacios verdes, parques y bosques. Según el mapa de mi móvil, no tendría que haber tardado en ver la extensión llana de matorrales de las praderas de inundación de Ham Lands, una reserva natural de 178 acres situada en un recodo de la parte sur del río entre Richmond y Kingston, un lugar seguro adonde dirigirse cuando crece y se desborda.

La gente que vive a lo largo del río en la cabeza de la marea está acostumbrada a los desbordamientos del río durante las mareas vivas más altas. No hay muros fluviales ni diques para protegerlos de estas fuerzas de la naturaleza y el río se desborda con bastante regularidad. Las casas a lo largo del sendero del río en Strand-on-the-Green, en Chiswick, están bien preparadas con muros en el jardín y barreras de plexiglás o cristal frente a las ventanas. Tienen sacos de tierra a punto y tablones de madera listos para bloquear las puertas. Durante siglos, las entradas principales de las casas más antiguas se han desplazado físicamente, alejándose de la corriente de agua. El número de escalones ha aumentado y cada uno resta treinta centímetros a la altura de la puerta. Hoy en día algunas son poco más que puertas de hobbit de noventa centímetros coronando un tramo de escaleras: la prueba indisputable de la subida del nivel del agua. En el puente de Londres, las mareas se elevan alrededor de un metro cada cien años. A medida que los casquetes polares se derriten, Londres se hunde y entran en juego otras condiciones geográficas y medioambientales. Las mareas actuales son más altas que en cualquier otro momento de la historia.

La marea había ido bajando a medida que caminaba. Cuanto más me acercaba a Teddington, más al descubierto quedaba el lecho del río. Algunas embarcaciones ya habían quedado varadas en posiciones extrañas, apoyadas en sus quillas, y empecé a plantearme bajar a la orilla. Llegué a Eel Pie, el más famoso de los islotes deshabitados, llamado así por los pasteles de anguilas que antiguamente se vendían allí. Eel Pie divide el río en dos. El canal más próximo a mí estaba casi seco, salvo por unos pocos charcos en las hondonadas poco profundas. Estaban rodeados de patos que lanzaban airados parpeos a los intrusos humanos que husmeaban por allí, maravillados de poder caminar donde debiera estar el Támesis, una auténtica novedad. Decidí unirme a ellos y buscar un lugar adecuado por el que descender. No tenía ganas de atravesar los matorrales y la maleza de un barro cuya profundidad y consistencia me eran desconocidas, por lo que el ancho varadero que conducía directamente a la orilla desde la carretera fue como un regalo caído del cielo.

El lecho del río estaba compacto, en absoluto embarrado, tan solo una fina capa de cieno con la consistencia de unas natillas. Incluso había una capa de gravilla mezclada con conchas de mejillón pequeñas y redondas que reventaban y crujían bajo mis botas. Era un espacio limpio y natural sin los escombros y residuos urbanos que pueblan la orilla en la ciudad. Miré hacia abajo, al lecho nunca visto, entre las omnipresentes conchas de mejillones de agua dulce. Eran iguales que las que buscaba de niña, convencida de que algún día encontraría una perla. Nunca ocurrió, pero, movida por un hábito aletargado, me agaché y cogí una para admirar la cremosa opalescencia del interior. A varios metros de distancia, unos cuervos batían las alas y daban la vuelta a las piedras en busca de camarones y otras criaturas minúsculas que habían quedado varadas en este extraño acontecimiento. A mi alrededor vi los estuches minuciosamente construidos de lo que parecían larvas de tricópteros; tal vez los cuervos también se alimentaran de ellas.

Examiné detenidamente la ribera y la zona que queda por debajo de la pasarela, pero solo encontré basura: una bolsa de lona vacía, dos patinetes, un mechero viejo, una camiseta, una bota de agua, auriculares, un carrito de la compra sumergido, un tubo de escape, un cono de tráfico, un móvil y catorce peniques en monedas. Cerca de unos escalones, un poco más lejos, la cosa prometía más: unas cuantas boquillas de pipa de arcilla, lo que demuestra que pueden encontrarse a lo largo de toda la marea, y una buena cantidad de vidrios rotos. Reconocí el grueso cristal marrón oscuro de las botellas de cerveza de finales del siglo XIX y principios del XX, y las esquirlas de color aguamarina de unas antiguas botellas de agua con gas y de limonada. Tal vez se cayeron de cestas de pícnic de mimbre o se escurrieron de manos cansadas y felices al final de la jornada cuando esta parte del Támesis era la meca de los excursionistas de un día y de las fiestas en barcos. Llegaban hordas de gente desde las estaciones de ferrocarril, mientras que los barcos de vapor traían multitudes de ruidosos cockneys río arriba desde el East End.

Entre los pedazos de vidrio encontré una canica verde que en realidad era el tapón de una botella de cuello Codd. La botella de cuello Codd es uno de esos geniales inventos victorianos cuyo uso una desearía que volviera a generalizarse, aunque en la India y en Japón aún son lo bastante sensatos como para usarlas. En 1872, un fabricante con el maravilloso nombre de Hiram Codd patentó su solución al problema de cómo cerrar las botellas de las bebidas gaseosas. La canica de su botella descansaba sobre una «repisa» de cristal en un estrechamiento del cuello especialmente diseñado para ello. El gas de la bebida carbonatada generaba la presión que empujaba la canica contra el anillo de goma en el cuello de la botella, formando así un eficaz cierre. Para servir la bebida, se empujaba de nuevo la canica hacia abajo mediante un pequeño émbolo o dándole un golpe rápido contra algo (se dice que esto dio lugar al término «paparruchas»).[2] Las botellas que no rompían los niños para quedarse con las canicas se devolvían al fabricante, que procedía a lavarlas y rellenarlas. Diversas personas con la edad suficiente para haber comprado botellas Codd me han asegurado que la canica presa era demasiado atractiva para muchos niños y la mayoría de las botellas se rompían. Debo reconocer que, aunque he encontrado montones de canicas, solo una vez he conseguido una botella completa.

Con los años he acumulado una amplia variedad de tapones, como tapones de decantador de cristal tallado desgastados por el río, grandes tapones de loza para botellas de agua caliente, los tapones de vidrio prensado de las botellas de Salsa HP o delicados aplicadores de perfume. El tapón más antiguo que tengo es romano, de entre el siglo II y el III de nuestra era. Es grande, de arcilla roja sin esmaltar y en forma de champiñón grueso. Se cree que es originario de la bahía de Nápoles, donde se introdujo en el cuello de un ánfora que tal vez contuviera aceite de oliva cuando fue enviada a Londres. Lo que más me gusta es una línea tenue que discurre justo por debajo de la parte superior, de cuando allí reposaba un corcho de arcilla o materia vegetal. Los cuellos de botella tapados con un corcho o rotos carecen de valor real y la mayoría de la gente los ignora, pero para mí son algo muy preciado. Me asombra que mientras el resto de la botella se ha hecho añicos, el cuello se mantenga firmemente taponado con un corcho, exactamente como lo introdujo la última persona que la sirvió o bebió de ella. Me he llevado a casa algunos cuellos de botellas muy antiguos, botellas de vino de vidrio soplado del siglo XVII y pequeños frascos de boticario. Los corchos sobreviven mientras están húmedos, pero una vez secos se encogen y resbalan. Sin su magia no tiene ningún sentido quedárselos, así que los devuelvo al río.

Muchos rebuscadores tampoco se molestan en recoger los tapones de vulcanita negros que vagan por el borde del agua y se arrellanan entre los guijarros y las piedras. A menudo se pulen y erosionan hasta convertirse en meras insinuaciones de su forma original, pero también los he encontrado perfectamente conservados, todavía enroscados en botellas de cerveza conservando fielmente lo que queda de su contenido. Desenroscarlos es como abrir una cápsula del tiempo apestosa, y es que a un silbido de aire le sigue un olor a poso de cerveza centenaria viciada y podrida.

Muchos tapones se señalaban con la marca registrada y el nombre del fabricante, y estos son los que me interesan. Fábricas de cerveza olvidadas hace mucho tiempo y fabricantes locales de bebidas sin alcohol con nombres gloriosamente anticuados como Bath Row Bottling Co. o Style and Winch. La mayoría proceden de Londres, Kent o Essex, pero en Teddington encontré uno que venía de mucho más lejos. Estaba lleno de barro cuando lo recogí y al limpiarlo con el pulgar me llevé un buen susto: una gran esvástica con el nombre de St. Austell Brewery en el borde.

Era un símbolo tan poderoso y prohibido que me quedé muy intrigada. Estaba convencida de que era anterior a la guerra, pero tenía que haber toda una historia detrás, así que en cuanto llegué a casa me fui directa a internet. Descubrí que la cervecería St. Austell Brewery, en Cornualles, al igual que otras empresas, entre ellas Coca-Cola y Carlsberg, eligieron este símbolo hacia 1890 por su significado original de salud y fertilidad, pero retiraron sus tapones con esvásticas a principios de la década de 1920, cuando Hitler lo adoptó como símbolo del partido nazi. Con montones de viejas existencias y dada la escasez de materiales, la compañía cervecera eliminó la imagen ofensiva para poder usarlas durante la guerra. Al mismo tiempo, los tapones de vulcanita se fabricaban con una depresión en la parte superior para reducir la cantidad de goma necesaria y las palabras war grade estampadas en el borde. Antes aparecían muchos de estos tapones en la orilla, pero ahora hace tiempo que no veo ninguno. Quizá cada vez más gente se esté dando cuenta de su valor.

Feliz con mi inusual tapón de vulcanita y con una nueva canica de botella de cuello Codd para mi colección bien guardados en mi bolsillo, decidí que era hora de marcharse. Empezaba a anochecer y los mirlos en los arbustos comenzaban a entonar su melodía nocturna. Aún tenía que caminar hasta la esclusa de Teddington, donde quería ver el obelisco que señala el punto inicial de la marea del Támesis. De modo que volví a dirigirme hacia el oeste y esta vez el camino me llevó por el interior, a través de calles perdidas que bordean las casas de los afortunados cuyos céspedes van a parar directamente al río.

Aquí nació mi madre. Creció jugando y haciendo pícnics a lo largo del Támesis en Twickenham y pasó sus primeros años en este lugar con su abuela Kate. Cuando mi abuelo abandonó el ejército después de la guerra, se trasladó con sus padres a una bonita casa de las afueras cerca del río en Thames Ditton. Mis abuelos vivieron muchos años allí y yo crecí jugando en su inmaculado jardín, que año tras año llenaban de geranios rojos y tomates. A mi abuela le gustaba pisar el acelerador y las visitas a su casa incluían siempre un trayecto aterrador en su Triumph Herald granate para ver las embarcaciones del río y alimentar a los patos mientras nos comíamos los tomates y unos sándwiches pastosos de pan blanco con paté de salmón. Era el paraíso.

Miré hacia abajo, al barro en la orilla del río en la parte inferior de Radnor Gardens, y traté de imaginar a mi madre con cuatro años atrapada en el fango, llorando a lágrima viva. Su hermano mayor y ella pasaban mucho tiempo deambulando solos y un día fueron a parar a Radnor Gardens, un pequeño parque público junto al río. En el profundo lodo a orillas del río había un precioso bate de críquet que mi tío le había pedido que recuperase. Afortunadamente, dos señoras que pasaban por allí vieron lo que sucedía y tiraron de ella hasta sacarla, la limpiaron con sus pañuelos y enviaron a mi madre y a mi tío de vuelta casa.

No estaba lejos de donde había vivido mi bisabuela. Si me daba prisa, me daría tiempo a echar un vistazo y llegar a la esclusa de Teddington antes de que oscureciera. La encontré en mitad de una calle alargada y recta, y la reconocí al instante. La había visto en una fotografía descolorida en una caja donde se guardaban fotos de la familia. Debió de tomarse a mediados de la década de 1920, porque mi bisabuela está de pie fuera con una amiga y es adolescente. No se parece a la persona que recuerdo, pero tiene los mismos ojos. Los ojos no mienten y tampoco envejecen. La casa era también la misma, una gran villa victoriana con ventanales construida con ladrillo amarillo de Londres. La miré pensando en todas las personas que habría conocido y habrían atravesado aquel umbral, se habrían asomado por sus ventanas y habrían vivido en sus habitaciones. Era una curiosa sensación de familiaridad y extrañeza, como observar el lecho del río cuando lo drenan. Sabía que Kate y mi bisabuelo Albert habían sido «anticuarios» y que sus actividades no siempre fueron legítimas. Ambos habían nacido en el East End y se mostraron decididos a progresar en la vida por cualquier medio. Albert dirigía una red que fijaba los precios de las subastas y Kate almacenaba los bienes que él adquiría. Mi abuela me contó que sus padres revendían antigüedades al por mayor y que amueblaban habitaciones enteras de su casa de Richmond para después venderlo todo de golpe. A menudo volvía a casa del colegio y se encontraba con que su habitación estaba vacía; lo habían vendido todo, salvo un colchón en el suelo para que durmiera.

Me habría encantado llamar a la puerta, explicar quién era, autoinvitarme a entrar, pero no tenía tiempo, estaba oscureciendo y lo más probable era que me tomaran por loca, así que volví a la calle principal. No dejaba de pensar en la gente de mi familia, la que nunca había conocido y la que se había ido y yo aún echaba de menos. Finalmente me desvié por una calle más tranquila que conducía a la esclusa de Teddington. Una pasarela estrecha de hierro me llevó al otro lado del río. Casi podía ver a lo lejos todo el canal del río sin marea, y una vez en la parte sur, había un paseo relativamente corto hasta el obelisco que señala el tramo superior de la marea del Támesis desde 1909, año en que se creó la Autoridad Portuaria de Londres (PLA, por sus siglas en inglés), que tomó el control de la marea del Támesis. Además de marcar el inicio de la jurisdicción de la PLA, indica también el límite superior de la antigua licencia de barquero del Támesis, cuyo límite inferior marca otro obelisco en el estuario.

Como mínimo, la piedra que hay en Teddington es menos decepcionante que su hermana barrida por el viento del estuario, que se escora ligeramente hacia el suelo y se encuentra rodeada por la basura arrastrada al litoral. Alguien se ha esforzado para protegerla con una reja de hierro y está enderezada. Siempre que voy al estuario, toco esta piedra, por lo que en Teddington me arrodillé sobre las frías baldosas y estiré al máximo los dedos a través de la reja intentando rozar la base. Por fin había completado la línea entre los extremos occidental y oriental de la marea del Támesis. Había tachado la casilla y no necesitaba volver por estos lares en un tiempo.

[1]Esclusa y presa de Richmond. (N. de la T.).

[2]La autora apunta a una de las posibles explicaciones de un término muy disputado: codswallop. Al parecer, en el siglo XIX y principios del XX la cerveza se conocía coloquialmente como wallop. Cuando Hiram Codd empezó a fabricar cerveza de jengibre Cod’s, que no contenía alcohol y era despreciada por los bebedores de cerveza, todo lo que carecía de sustancia pasó a denominarse Cod’s wallop, que en nuestros días equivale a «paparruchas» o «bobadas». (N. de la T.).

Hammersmith

«Es muy amable por su parte, pero le ruego que no se moleste… Soy un destructor, no un coleccionista; busco la manera de reducir mis posesiones a cero tanto como sea posible».

Carta de T. J. COBDEN-SANDERSON

a un cliente, 14 de febrero de 1918

Diez serpenteantes millas y media aguas abajo desde Teddington, el río empieza a parecerse al que yo conozco. Hammersmith es el punto de inflexión, donde realmente se siente que el río ha crecido y toma impulso preparándose para su viaje a través de la ciudad hacia el mar. Es más ancho y rápido, más apremiante y sucio. Árboles y arbustos bordean el camino embarrado a lo largo de la margen sur, que es muy parecida a la que hay en Teddington, pero aquí las casas del lado norte se apretujan formando una densa hilera a lo largo de la ribera, protegidas del agua por un alto muro: una señal de lo que está por venir. Más abajo, pasado el puente de Hammersmith, han aparecido modernos bloques de apartamentos que abarrotan el río y están cambiando su personalidad.

El Richmond Lock and Weir controla el río en Teddington, pero aquí las mareas suben y bajan naturalmente con el mar, elevando los barcos del canal, las barcazas reconvertidas y las casas flotantes amarradas a lo largo del lado norte de los muelles de Hope Pier y Dove Pier. Las pasarelas descienden a los embarcaderos flotantes desde amplias aperturas en el muro del río que permanecen bloqueadas la mayor parte del tiempo con tablones de madera. Algunos de los embarcaderos pertenecen a clubes de remo; casi todos ellos exhiben letreros que advierten de su carácter privado.

Es bastante sencillo bajar a la orilla en el lado sur, aunque puede suponer abrirse paso a través de un barrizal por la alta hierba. No hay que trepar ningún muro ni barrera, tan solo unos cuantos centímetros de terreno accidentado ligeramente inclinado y medio empedrado para evitar que el río se coma el terreno de la ribera natural. Por aquí y por allá hay escalones de hormigón estrechos y resbaladizos incrustados en los adoquines. Puede que estén cubiertos de vegetación y barro, verdes por la maleza viscosa y las algas del fondo donde el río trepa durante la pleamar, pero permiten acceder a la orilla con relativa facilidad. En cambio, llegar a la orilla en el lado norte es mucho más difícil. He intentado trepar por la barandilla que hay junto al puente y vadear el barro y las cañas altas donde imagino que alguna vez hubo un varadero, pero debo admitir que es mucho más fácil invadir la «propiedad privada» (acudir a las aperturas bloqueadas del muro, bajar por la pasarela y saltar a una de las plataformas de madera que están encalladas en la orilla cuando hay marea baja).

Conozco bastante bien la cara norte del río en Hammersmith. Durante algún tiempo, en la década de 1990, fui una visitante asidua cuando trabajaba en un empleo de los que destruyen el alma en un edificio de oficinas anónimo encajado junto al paso elevado. La ciudad ocultaba el río y lo único que podía ver desde la ventana de mi despacho era una maraña de carreteras y un sinfín de hormigón y ladrillos, por lo que tardé un tiempo en darme cuenta de lo cerca que estaba del río. Me había mudado a Londres unos años antes huyendo de la paz y del silencio. Estaba harta del barro del campo. Quería sumergirme en la ciudad, en la sordidez y en la emoción de todo aquello, y me lancé de cabeza de buena gana. El Támesis era algo que apenas veía cuando pasaba por encima de él de madrugada de vuelta a casa de las discotecas y las fiestas, por lo general desplomada en el mugriento asiento trasero de un radiotaxi que apestaba a ambientador de pino. Hasta que empecé a fijarme en aquella cinta plateada que se alargaba tanto hacia el este como hacia el oeste, una línea de tranquilidad natural que atravesaba el jaleo urbano, un momento de calma después de una noche loca.

A veces me remordía la conciencia y me sentía triste, arrepentida e incluso culpable. Empecé a darme cuenta de cuánto me había desconectado del mundo en el que había crecido. Formaba parte de dos mundos. Por un lado era la niña de granja que había soñado con lugares más grandes y emocionantes, pero en el fondo echaba de menos mi casa y añoraba lo que había dejado atrás. A la hora del almuerzo me escapaba de la oficina y comía mis sándwiches en parques y plazas, pero eso lo hacía todo el mundo. Terminé sentándome junto a macizos protegidos de tulipanes, apretujada entre desconocidos, preguntándome qué estarían comiendo y escuchando sus conversaciones. Los fines de semana buscaba espacios verdes cerca de donde vivía, pero solo encontraba algunas parcelas esporádicas de hierba roma con toboganes y columpios rotos, grafitis y pandillas de chavales de aspecto amenazante que me daban miedo. Intenté ir más lejos, pero en Regent’s Park sentía como si estuviera visitando el jardín bien cuidado de alguien e incluso Hampstead Heath me parecía demasiado controlado.

Hasta que un día me descubrí junto al Támesis. Había quedado con una amiga después del trabajo y sugirió que nos encontráramos en un pub a orillas del río. Era temprano y había pasado el día encorvada sobre mi mesa, así que decidí estirar las piernas mientras la esperaba. La marea estaba alta y el agua había subido hasta la parte superior del muro del río. Miré a través de la espesa masa marrón y sentí que mis músculos se relajaban y los hombros se separaban de las orejas. Sin saber cómo, durante un instante el agua en movimiento hizo desaparecer la ciudad. Solo estábamos el río y yo, y me invadió una sobrecogedora sensación de confort, de llegar por fin a casa. Resultaba que mi compañero de juegos había estado conmigo todo ese tiempo.

Tardé todavía algunos años más en descubrir la orilla, pero en medio de aquella ciudad sucia, ruidosa y emocionante había encontrado algo familiar: un lugar salvaje y melancólico con un cielo abierto de par en par. Allí encontré el espacio y la soledad que necesitaba para compensar el bullicio y el caos que perseguía mi gemela urbana, podía conectar con la naturaleza y unir las dos partes de mi cuerpo. El río se convirtió en mi lugar de paz secreto, acudía a solas para contemplar el cambio de las estaciones y sentir el verdadero clima en el rostro. Sin edificios que bloquearan el viento y atraparan la lluvia, estaba tan expuesta como lo habría estado en casa en mitad del campo, y esta sensación resultaba liberadora. Incluso las aves son diferentes en el río. A diferencia de las palomas grasientas y tullidas de Londres, aquí vuelan desinhibidas y libres. Gaviotas de un blanco puro planean o se abalanzan sobre el agua; los cormoranes vuelan bajo a lo largo del río.

Cuando estaba junto al río me transformaba en otra persona, en una desconectada de la ciudad y a un mundo de distancia de sus problemas. Era mi manera de evadirme de la gente, del trabajo, de las situaciones embarazosas e incluso, en ocasiones, de mí misma. Era adonde iba para olvidarme de mi relación fallida y de mis empleos insatisfactorios. El río sanaba mi corazón roto, me ayudaba a encontrar sentido al sinsentido y me pasaba un brazo acuoso por los hombros cuando la vida se ponía demasiado cuesta arriba. A veces, media hora robada era suficiente. Otras, caminaba a su lado una milla tras otra, arrojando mis problemas a la marea en retroceso, contándole mis secretos.

Pero no soy la única, hay otros que vienen al río en busca de paz para mantenerse cuerdos. Para algunos, esas visitas son una forma de controlar sus demonios, de lidiar con lo que sucede en sus vidas o con lo ocurrido en el pasado. Para ellos, la orilla es un mundo anónimo que no juzga ni exige, sin propósitos ni destino, habitado tan solo por los fantasmas de los que ya no existen. Mi amigo Johnny equipara sus excursiones a la orilla con acceder a un portal a otro mundo. Él lo llama Portal 670, porque, cuando empezó a rebuscar en el barro, en su ruta de camino al río pasaba por un letrero que decía «P670» (aparcamiento para 670 coches). Se convirtió en un hito en su trayecto: el punto que le indicaba que estaba a punto de llegar a su santuario.

Con los años, Johnny ha limitado su trozo de orilla predilecto hasta reducirlo a un parche que apenas alcanza los cinco metros cuadrados que escudriña con regularidad hasta cuatro horas en cada visita. Sé que siempre puedo encontrarlo en este lugar y sé si ha tenido un buen día por la forma en que se lleva la mano al bolsillo y palpa las bolsitas de plástico que contienen sus tesoros. Durante muchísimo tiempo nuestras conversaciones se limitaron al río y a la orilla. Ambos respetábamos la privacidad y el espacio ajenos, y nunca nos habíamos inmiscuido en la vida del otro. Entonces, un día, para mi gran sorpresa, sacó de la mochila un cuaderno abultado cerrado con una goma elástica. Dentro había exquisitas pinturas en miniatura acompañadas de una caligrafía pulcra. Era el diario del río de Johnny, un registro de sus visitas a la orilla que documentaba el estado del tiempo, lo que había visto, las personas a las que había conocido y las cosas que había encontrado. La labor de este hombre, que medía casi dos metros, era de proporciones élficas. Había plasmado cada uno de sus hallazgos de una forma tan maravillosa y detallada que parecía que pudieran desprenderse de la página y volver a caer en el barro.

Para la mayoría de la gente que conozco, rebuscar en el fango es un pasatiempo tranquilo, una fuga contemplativa del mundo y una distracción momentánea de las preocupaciones. Pero hay otra cara de la moneda. Para algunos, la orilla es un campo de batalla, aunque silencioso, y un lugar de pequeñas rencillas, disputas territoriales, celos, competencia feroz y paranoia.

Los rebuscadores modernos se agrupan en dos categorías bien diferenciadas: cazadores y recolectores. Yo pertenezco al segundo grupo. Encuentro objetos empleando únicamente mis ojos para escudriñar la superficie. Los recolectores por lo general disfrutamos la búsqueda tanto como el hallazgo y extraemos placer de los objetos más simples: una piedra con forma inusual, un pedazo colorido de cerámica o un amasijo de plomo inesperado. Lo que hacemos tiene un componente contemplativo, y, en lo que a mí respecta, el tiempo que paso mirando es tan importante, si no más, que los objetos con los que vuelvo a casa.

Los cazadores, en cambio, exigen más al río. Su aliciente suele ser el valor monetario o la rareza de sus hallazgos. La mayoría de los cazadores usan detectores de metal, cribas y palas para horadar el barro; rompen la orilla, la despellejan, son demasiado impacientes para dejar que el tiempo y la naturaleza sigan su curso. En mi experiencia, los cazadores con frecuencia son hombres, mientras que los recolectores tienden a ser mujeres. Es raro ver a una mujer en la orilla con un detector de metales.

Desde hace años, rebuscar en el barro requiere una serie de permisos para quienes desean detectar metales, raspar y excavar el fango, pero hasta hace poco había cierta confusión sobre si era necesario un permiso para buscar únicamente con los ojos. También ha aumentado la preocupación por la seguridad, por la gente que rebusca en zonas restringidas y por la retirada no declarada de artefactos históricos. Por ello, en 2016 la Autoridad Portuaria de Londres, que administra la totalidad del lecho del río y de la orilla hasta la marca de pleamar media, decidió aclarar la situación. Hoy en día, cualquier persona que busque en la orilla de cualquier forma concebible necesita disponer de un permiso válido. Hay dos tipos de permiso: uno «estándar» que cualquiera puede solicitar permite la detección de metales y excavaciones de hasta 7,5 centímetros en zonas autorizadas; y un permiso de «rebuscar en el barro» con el que se puede excavar hasta 1,2 metros de profundidad y utilizar detectores de metales en partes de la orilla que están vedadas a quienes solo disponen de un permiso estándar.

No obstante, conseguir un permiso para rebuscar en el barro no es tan fácil como podría parecer. En estos momentos hay que ser miembro de la Sociedad de Rebuscadores, pero para ingresar en ella es imprescindible haber disfrutado de un permiso estándar durante un mínimo de dos años y haber informado de tus hallazgos al Museo de Londres. Aun así, el permiso de rebuscador no está garantizado, porque la membresía queda a discreción de la Sociedad, que hace gala de un deliberado aire de misterio y exclusividad. Su imprecisa política de «solo por invitación» y «sale uno, entra otro» limita el número de miembros y pueden pasar años hasta que se recibe una invitación, si es que se llega a recibir.

Sería lógico suponer que esta sociedad se remonta a algún ritual del siglo XIX, pero en realidad solo tenemos que retroceder a la década de 1970, cuando la detección de metales para aficionados daba sus primeros pasos. Entonces se intentó controlar y monitorizar lo que se extraía del río y, a fin de disuadir las excavaciones ilegales, se expedían permisos para excavar en la orilla a cambio de registrar los posibles hallazgos en el Museo de Londres.

Con el paso del tiempo, esta sociedad se ha convertido en un selecto grupo de unos cincuenta miembros, en su mayoría hombres, que se dedican sobre todo a la detección de metales y se reúnen periódicamente en un lugar secreto (la verdad es que se trata de un pub londinense no tan secreto). No sé qué ocurre exactamente en estos encuentros, realmente nadie lo sabe aparte de sus miembros —incluso el oficial de enlace de hallazgos, que registra los objetos encontrados en nombre del Portable Antiquities Scheme, o Programa de Antigüedades Portátiles, y los expertos a los que invitan para dar charlas sobre diversos temas tienen que esperar fuera de la sala hasta que son llamados—, pero sospecho que siguen un patrón similar a la mayoría de los encuentros de los clubes de detección de metales y no entrañan mayor misterio que comparar y hablar de los últimos hallazgos.

Sin duda, hemos ampliado nuestro conocimiento de la ciudad y de las vidas de sus habitantes durante milenios gracias a los objetos que los miembros de la Sociedad han extraído a lo largo de los años, pero creo que ha llegado la hora de prohibir por completo estas excavaciones. No hay ninguna necesidad de seguir perturbando una orilla ya de por sí frágil y de erosión rápida en busca de más y mejores objetos. Es mejor dejarlos donde están con vistas al futuro que seguir dejándolos a merced de una pala u horqueta indiscriminadas. A pesar del pequeño número de personas que excava legalmente, pueden llegar a hacer un daño considerable. Se abren paso a hachazos a través de siglos en una sola tarde y, en su afán de arrebatar tiempo a la próxima marea, destrozan objetos delicados y las piezas pequeñas y no metálicas que no registran sus detectores se pierden. Dejan la orilla llena de agujeros de barro blando mal rellenados que resultan fatales para los tobillos desprevenidos, y los objetos que pasan por alto quedan al capricho de las mareas. Algunos de mis mejores hallazgos proceden de lugares por donde previamente han pasado los excavadores y odio pensar cuánto más habrá reclamado el río.

Hay quien encomienda sus problemas al río de un modo más tangible: se los lanza y deja que se los lleve la corriente. Los restos flotantes y los desechos más modernos arrastrados a la orilla en ocasiones pueden resultar la mar de intrusivos. He encontrado oraciones y maleficios, coronas de flores, rosas solitarias, cartas de amor, fotografías rotas en pedazos y anillos de boda y de compromiso, ventanas todos ellos a momentos privados y pruebas incómodas de infelicidad. En muchos sentidos, temo este tipo de encuentros. Me hacen sentirme intranquila, como si estuviera hurgando entre posesiones personales o escuchando a hurtadillas la vida de un extraño. Es una sensación muy diferente a la de encontrar un objeto antiguo que perteneció a alguien hace mucho tiempo. Es muy posible que los propietarios de estos objetos aún vivan y los hayan arrojado al río convencidos de que el agua se tragará sus problemas y los hará desaparecer para siempre. Tal vez pensaran que los lanzaban a un espacio privado, sin tener en cuenta a los buscadores de tesoros como yo.

Me he quedado o he regalado los anillos modernos que he encontrado, excepto uno. Era una simple alianza lisa de oro de nueve quilates desgastada en algunas partes y donde lo único insólito era la inscripción «WJ 1970» grabada en la cara interna. Me la guardé en el bolsillo sin pensar, pero a medida que pasaban las horas empezó a pesarme. Si no hubiera tenido iniciales o fecha, me la habría quedado, pero algo en ella me resultaba demasiado personal. Cargaba con una tristeza adicional que no quería dejar entrar en mi vida, así que volví a tirarla al agua, pues ese había sido su destino. Recuerdo también un objeto que a simple vista parecía bastante inocuo, pero que resultó ser aún más alarmante. Era como un ladrillo gris de plástico que había sido arrastrado hasta un recodo del muro del río junto a un montón de botellas de agua vacías y envases de poliestireno rotos. Nunca había visto nada parecido. Supuse que sería liviano, pero al cogerlo resultó que era sorprendentemente pesado. Lo agité y sonó a una mezcla de arena y gravilla, y entonces, cuando le di la vuelta, una etiqueta empapada me reveló su contenido: «Restos del difunto…». Había encontrado las cenizas de alguien.

Me quedé un rato mirando la pequeña caja solitaria, sopesando detenidamente mis opciones. Incluso me alejé de ella un par de veces, pero no podía dejarla allí sin más, en el barro. Al final, me despedí solemnemente de la caja de color gris y de su contenido, la dejé caer de nuevo al río y la observé flotar en dirección este, hacia el puente de la Torre. Me gusta pensar que quienquiera que hubiera dentro logró superar el estuario y salir al mar, pero es más probable que se encuentre a la deriva río abajo, en una zona más aislada de la orilla, junto a viejos neumáticos de coche, botellas de plástico y chanclas desparejadas.

Ahora bien, en el caso de T. J. Cobden-Sanderson, el encuadernador del siglo XIX que tiró al agua quinientas mil piezas diminutas de sus queridos tipos de plomo a la altura de Hammersmith —consagrados al río «por los siglos de los siglos»—, realmente creo que quería que se descubriera su secreto. La historia de la tipografía Doves es una auténtica leyenda del mudlarking, aunque yo no había oído hablar de ella en la época del edificio de oficinas anónimo junto al paso elevado, y casi mejor así, porque de lo contrario la tentación de escapar del despacho para ir en su búsqueda habría sido demasiado grande. Me enteré de la existencia de Doves cuando empecé a rebuscar en el barro y comencé a encontrar piezas de tipos de plomo en la orilla en el centro de Londres. Me llamó la atención y acudí a otros rebuscadores en busca de información.

Dada la gran cantidad de impresores establecidos al norte del puente de Blackfriars, el consenso general era que los tipos debían de haber caído por accidente por el desagüe de lo que antes había sido el río Fleet, que ahora fluye como un hilillo por debajo de la calle Fleet y emerge por una alcantarilla situada bajo el puente de Blackfriars. Pero había otras teorías. Un hombre me habló de una planta de reciclaje de plomo que estuvo ubicada junto al río cerca de Rotherhithe hasta la década de 1970. Parece ser que los tipos se distribuían en barcazas, por lo que podrían haber caído al agua en el proceso. Otros sugerían que los cajistas los habrían arrojado intencionadamente por los puentes al vaciar sus bolsillos de vuelta a casa. Cuando el conjunto de los tipos de una página se retiraba tras la impresión, había que volver a colocar cada piececita en un compartimento separado en una caja de tipos. Este es el origen de los términos «caja alta» y «caja baja»: las letras mayúsculas se guardaban en el piso superior de la caja, mientras que las minúsculas iban en el piso inferior. Era un trabajo minucioso y, según he podido saber, los cajistas a menudo se metían las piezas más pequeñas en los bolsillos para evitar el engorro de tener que devolverlas a sus compartimentos. Como tantos otros misterios del Támesis, no parece haber una respuesta definitiva, pero la pregunta que repetían todos aquellos a los que enseñaba los tipos era: «¿Son Doves?», y esto despertó mi interés. ¿Qué era Doves?

La historia comienza en 1900, cuando Thomas James Cobden-Sanderson y Emery Walker fundaron la imprenta Doves Press junto al río Támesis, en Hammersmith. Walker era tipógrafo e impresor; Cobden-Sanderson era el encuadernador más importante de su generación. Los dos estaban relacionados con el movimiento Arts and Crafts y ambos vivían en casas que daban al río. Llamaron a la imprenta Doves por el pub que había junto al río a escasos metros de donde vivía Cobden-Sanderson, en el número 15 de Upper Mall, una casa de tres plantas que ahora está pintada de blanco con una puerta amarilla, un porche negro y una barandilla de hierro también negra.

Los dos hombres decidieron crear una tipografía inspirándose en libros del Renacimiento italiano del siglo XV