Mujeres para la historia - Antonina Rodrigo - E-Book

Mujeres para la historia E-Book

Antonina Rodrigo

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Antonina Rodrigo recoge en este libro las voces de 14 mujeres luchadoras en diversos campos de la vida pública que, sumadas conjuntamente, sustentan, en gran parte, el auge del progreso femenino.Ellas fueron las pioneras del cambio más importante que se está plasmando en los primeros años del siglo XX. En sus páginas viven dos actrices y una bailarina (María Casares, Margarita Xirgu y Antonia Mercé, la Argentina), cuatro políticas (Victoria Kent, Margarita Nelken, Federica Montseny y Dolores Ibárruri, la Pasionaria), una periodista (María Morales), una maestra y miliciana (Enriqueta Otero Blanco), una pintora (María Blanchard) y cuatro universitarias con dedicación a la literatura y la pedagogía (María Teresa León, Zenobia Camprubí, María Goyri y María de Maeztu). Sus vidas constituyen ejemplos especialmente valiosos de actitud solidaria y comprometida con los ideales democráticos en momentos muy difíciles de la historia de nuestro país.EL AUTORAntonina Rodrigo es granadina y vive en Barcelona. Escritora de reconocido prestigio, ha ocupado gran parte de su labor profesional en investigar, estudiar y difundir las biografías de personajes singulares de la historia contemporánea española. Sobresalen sus monografías en torno a Federico Gacría Lorca, Salvador Dalí, Ángels Ortíz, el doctor Joseph Trueta, Mariana de Pineda. Margarita Xirgu Y María Lejárra, entre otras, así como su triología de mujeres silenciadas exiliadas y olvidadadas, dedicada a rescatar las figuras voces latidos de mujeres que vivieron los críticos años de la II República, la Guerra Civil y el exilio. Sus obras armonizán con maestría el rigor documental con la riqueza del estilo literario, combinando el interés histórico y el placer de la lectura.

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A la memoria de mis padres, de mi prima Ana, de mi tía Pilar, de mi cuñada Rosario Díaz-Garzón, de mis amigas Ana María Dalí, Dolors Palau, Montserrat Roig y María Lacrampe. A Eduardo, mi compañero. A mis hermanos, sobrinos y primos. A mis amigas Alicia Alted, Amparo Hurtado, Ángeles González, Ángeles Villegas, Cándida Esteban, Marisol Bengoa, Carlota Mercé Pevloff, Carmen Alcalde, Carmen Caamaño, Carmen Holgueras, Clarina Vicens, Conxa Pérez, Cristina Fenollosa, Joaquina Dorado, Josefina Cedilllo, Josefina Cusí, Juanita Nadal, Julia Valderrama y Kalinka Pradal, Manuela Albardiaz, María Sancho Menjón, María Angustias Barranco, María Dolores Pons Santano, María Estrada, Marie Laffranque, Marie Noëlle Morange, Ángeles de Molina Fajardo, Neus Samblancat, Palmira López Mora, Paloma Castañeda, Patro Zafón, Pepa Sánchez Azuaga,

LA RECUPERACIÓN DE LA PALABRA

Sufrir en la ignorancia es horrible HENRY MILLER, Plexus.

Hay varias imágenes de Antonina Rodrigo en mi mente. La veo vestida con una capa negra intentando hablar de la amistad entre Andalucía y Cataluña en una cena del Consell Nacional Català. Erguirse, voluntariosa y obstinada, frente a tantos relojes parados en el exilio. Proclamar casi en vano que los pueblos, para amarse, tienen antes que entenderse. La veo con su enfado y con su rabia, los labios apenas prietos, casi gritando al viento la injusticia a que se le sometía. Antonina Rodrigo se había preparado un corto pero emotivo papel sobre la libertad que se merecían todos los pueblos del Estado español. Y lo hacía en su lengua, la castellana, que en sus labios nunca es opresora. Y lo hacía citando a su amado García Lorca. Pero se le negaba la palabra por ser mujer, por no ser entonces «importante», y porque, supongo, no tenía ni una gota de sangre catalana. Por suerte se deshizo a tiempo el entuerto y el racismo de unos cuantos quedó justamente ridiculizado. Pero Antonina no se había callado. Y es que Antonina no se calla nunca.

Otra de las imágenes que me vienen ahora, imprecisa y difusa, es un día en mi casa cuando no pudo reprimir el llanto al escuchar las historias de dos ex deportados catalanes en los campos nazis. Antonina lloró, y lo hizo sin afectación y sin cursilería. Lloró porque tiene los sentimientos claros. Sus lágrimas no eran de serial ni de blandez, sus lágrimas eran, en aquel momento, el signo externo de su solidaridad. Veo siempre a Antonina andando por la calle como si fuera sin rumbo fijo. Paseando, haciendo lo que los franceses llaman flâner. Antonina te coge del brazo y anda calmosamente, dejando morir las palabras con su acento granadino, como si todavía estuviera en Granada y sus ideas surgieran tan diáfanas como el agua que nunca deja de sonar en el Generalife. A veces Antonina me parece de otra época. Y me pregunto: ¿qué hace Antonina en una ciudad como Barcelona, ciudad caníbal que se devora a sí misma a la par que a sus ciudadanos como Saturno lo hizo con sus hijos? ¿Qué hace Antonina entre esta gente que vive en casas llenas de polvo, oscuras, impregnadas del impenitente olor a coliflor de sus patios interiores? ¿Qué hace Antonina entre tanto ruido, ajetreo, explosiones de tubos de escape, prisas, rumores crispados, entre tanta excitación colectiva, entre tanto miedo a la soledad? Antonina no está hecha para esta ciudad, ella que vino de la calma del silencio, de un universo de flores y de agua. Antonina está hecha para ser una señorita-de-buena-familia-con-cierta-cultura. Antonina nació para llevar guantes de seda y mantillas de encaje. Para ir vestida de blanco. Para sumergirse en el silencio secular de los que nunca han batallado por el pan. Para deslizar con leve fatiga sus dedos en las teclas del piano y hacer sonar una sonata de Chopin. Antonina no nació para la lucha sino para el orden. No nació para el grito sino para el silencio. No nació para el combate sino para la calma. Antonina tendría que vivir entre plantas de tierra húmeda, entre jarrones llenos de claveles, con sus tapetes y sus cortinas de encaje. Antonina nació para leer a los románticos cuando el día muere. Para tomar el té en tazas decoradas de la Cartuja de Sevilla mientras asiente levemente los inmóviles discursos de los mayores. Antonina, una mujer bella, morena y ojos tan azules como el cielo que ilumina las Alpujarras, escogió un buen día el grito, el desorden, la lucha. Dejó el susurro del agua que nunca cesa de pasar, la pulcritud de los patios granadinos, abandonó un universo ordenado y en paz para convertirse en cómplice de la rebeldía, de la infatigable y apasionante lucha por descubrir la verdad, por descubrir alguna verdad. Y esta «complicidad» —que es en ella también amor, puesto que vive con otro gran desenmascarador de mentiras, su entrañable compañero Eduard Pons Prades—, se va convirtiendo poco a poco en palabra. La palabra de los demás. Antonina, pues, ha sabido combinar su propio pasado, hecho de luz y de murmullos, con la ansiedad por recuperar la palabra ajena. Contra el olvido está la palabra. Contra la muerte total está el relato de otras vidas. Antonina sabe que con la palabra, con el conocimiento de lo que se va morimos un poco menos. Nuestras vidas ya no parecen tan efímeras. Con la recuperación de la palabra de los demás nuestra vida es menos muerte.

—Mira, Montserrat —me dijo Antonina al darme el original del libro que el lector tiene en sus manos—, si no hablamos nosotras de nosotras, ¿quién lo va a hacer?

Antonina, esta vez, ha escogido muy bien las palabras para contarnos «su» verdad. En toda elección hay un compromiso y Antonina Rodrigo se compromete radicalmente con la palabra de sus biografiadas. Se trata de la palabra de mujeres. La escritora Marie Cardinal dice que las palabras, entre otras cosas, pueden ser gigantes, rocas hundidas profundamente en la tierra, sólidas y que gracias a las cuales se puede atravesar una corriente. Antonina Rodrigo necesitaba, ahora, esos gigantes. Los necesitamos todas las mujeres para poder atravesar la corriente en este remolino cultural en que se ha sumergido a nuestro sexo durante siglos. Necesitamos esas rocas para no dejarnos llevar en el remolino de la desesperación, para darnos cuenta de que nuestra impotencia no es una fatalidad o una broma de mal gusto de la madre Naturaleza. Que para superar nuestra incapacidad para expresarnos, para dominar la «sabiduría» de los hombres, la ciencia, para dominar, en suma, el universo, hacen falta años, quizá siglos, y, sobre todo, las palabras de las que nos han precedido, de las grandes olvidadas, de las que descubrieron mucho antes que nosotras que la Historia ha sido fabricada por los hombres, por los hombres de las castas superiores para provecho de los hombres de las castas superiores.

Antonina Rodrigo nos relata en este libro la lucha que sostuvo Victoria Kent para que su palabra quedara. «Lo que quiero es no olvidar, y como nuestra capacidad de olvido lo digiere todo, lo tritura todo, lo que hoy sé quiero sujetarlo en este papel». Victoria Kent no quería olvidar sus propias palabras, temía el poder satánico del olvido, ese poder que yace, siempre acechando, en las zonas vulnerables de nuestra memoria. Antonina Rodrigo ha iniciado también una lucha, solitaria y pertinaz, contra este poder diabólico. Lucha por destruir el maleficio, para que la vida y la palabra de tantas y tantas mujeres no desaparezcan de nuevo tras las sombras de la Historia. Tiene razón Antonina Rodrigo cuando dice que es urgente recuperar la palabra de las mujeres que nos han precedido en eso tan abstracto y concreto a la vez que se llama existencia. Los hombres no lo harán por nosotras. Cuando lo hacen, a veces preferiría que se callaran. A veces es mejor el olvido que no perpetuar la imagen que ellos han creado de nosotras: mitad ángel, mitad demonio. Un animal inventado por ellos, sin lugar a dudas. Pero que no tiene nada que ver con la mujer. O con las mujeres. Porque, por suerte o por desgracia, no todas las mujeres somos iguales. Aunque nos reinventen día a día, en la publicidad y en el arte, en la poesía y en el cine. Los hombres se llevarían grandes sorpresas si, modestamente, se sentaran a escuchar nuestras palabras. Se darían cuenta de que no estamos tan lejos los dos sexos como ellos suponen. Pero para escuchar hay que dejar de pensar que uno es el rey del universo. Y al igual que los monarcas sólo escuchaban de los bufones aquello que les complacía, la gran mayoría de los hombres tienen pavor a oír esa nueva palabra que va surgiendo lentamente de los infiernos: la palabra de la mujer.

EL TIEMPO Y LA VIDA

C’est quand il est devenu mort, que je m’aperçois que le temps fut vivant. POUILLON, Temps et roman.

Una vida no se cuenta, se vive. La vida de los demás se vive a retazos. Se cuentan algunos aspectos de cada persona, determinadas zonas seleccionadas por el biógrafo. Cada vida se presenta entre claroscuros, en leves pinceladas, como un cuadro impresionista. Para que el lector ame en cada zona luminosa lo que el biógrafo antes ha amado. Nunca se sabe todo de nadie por la simple razón de que ni uno mismo llega nunca a conocerse totalmente. Infinidad de personas se mueren sin haber acabado de nacer. Algunas porque se someten desde el principio y la conformidad es la carretera por la que deambulan hasta la muerte. Otras porque desaparecen de la memoria ajena. Alguien dijo que recordar es vivir dos veces. Y eso es tan cierto como que el olvido es una muerte doble. El biógrafo, pues, restituye con la voluntad algunas de las vidas de cada existencia humana. El buen biógrafo es aquel que lo hace con simplicidad casi goethiana: con los ojos y los oídos bien atentos. Sabiendo de antemano que ninguna vida puede ser relatada para la posteridad en términos absolutos. Porque, como dice Virginia Woolf en Orlando, si hay setenta y seis tiempos distintos que laten a la vez en el alma, ¿cuántas personas diferentes no habrá que se alojan, en uno u otro sitio, en cada espíritu humano? Ni la enciclopedia más completa, más exhaustiva y detallada nos puede dar cuenta de la verdadera duración de una vida. Cada existencia humana está hecha a base de múltiples fragmentos que se superponen. Unos fragmentos esconden a otros mientras el tiempo se convierte en una dimensión que no puede ser medida con nada tangible. Pasan las vidas —que no se viven, como los historiadores pretenden, cronológicamente— como fugaces respiros en la historia de la Humanidad. La misión del biógrafo es cazar al vuelo alguno de estos respiros, convertirlos en palabras, transformarlos en algo que puede ser comunicado a los demás. Algunos de estos fragmentos sirven para recomponer modestamente algún rompecabezas. Lo demás desaparece, inviolable, dentro del olvido universal. Pero si el biógrafo ha añadido alguna pieza en este rompecabezas ya se puede quedar bastante satisfecho.

Antonina Rodrigo sabe muy bien que la «objetividad» no existe. Que la objetividad nació el día en que los hombres empezaron a mentir. Creo que Antonina Rodrigo ha escrito biografías apasionadas de otras mujeres porque ella misma tampoco sabe vivir sin pasión. Ha buscado en estas «mujeres de España» aquellos puntos comunes que la ayudaran a entenderse como ser humano. En este sentido, cada existencia puede resultarnos, de algún modo, «ejemplar».

No quisiera equivocarme, pero me parece adivinar en su tozudez por recomponer la vida de los demás una inquieta búsqueda de las claves de su propio pasado. Y también de su presente. Quizá para ilusionarse con el futuro. Antonina Rodrigo sabe muy bien que sería una petulancia inexcusable en un escritor pensar que uno empieza y acaba en sí mismo. Sabe muy bien que cada cual de nosotros se «hace» también en los demás y, aunque la experiencia sea algo intransferible, en la relación que establecemos unos y otros pueden hallarse respuestas ante algunos enigmas. O, por lo menos, compartir la angustia ante esos enigmas.

Hace años que Antonina Rodrigo escribe sobre los demás, los ama, los necesita. O los ama porque los necesita. Establece con sus personajes biografiados una especie de relación amorosa que va profundizando a lo largo de la investigación y que culmina con la redacción del manuscrito. Antonina necesitó a Mariana Pineda, a Margarita Xirgu, a Federico García Lorca, al doctor Trueta. Cada biografía es una estación en su proceso vital. Una reflexión personal sobre su propia situación. Mariana y García Lorca son Andalucía. La Xirgu y el doctor Trueta, Cataluña. Ella es una andaluza que vive en Cataluña, una mujer que ahora escribe sobre estas mujeres. Primero fue la granadina que reflexionó sobre su propia tierra. Luego tuvo que comprender un país bien distinto, Cataluña. Y ahora es la mujer que bucea en su propia condición a través de la historia de otras mujeres. Y en el centro está Antonina, que nos muestra a los demás por no mostrarse a ella misma. Pero su pudor no le vale: en cada trabajo hay más de ella misma, como si las palabras le hicieran la jugarreta de desnudarla, en un strip-tease moral, lento pero obstinado. ¡Y cuánto descubres de Antonina en cada una de sus biografías! Esta capacidad casi telúrica que tiene de amar la realidad a través de los seres humanos. En Antonina «vives» cada personaje. Y llegas a amarlo con su misma pasión cuando a Antonina se le cuelan exclamaciones personales. Por ejemplo, cuando al hablar del esfuerzo que hizo la madre de La Argentina al aprender a bailar a los treinta años para así no abandonar a su esposo, exclama: «¡Lo que no pueda el amor!»

DE «COLAS DE COMETA» A LA CONSCIENCIA DE MUJER

Ahí están las decisivas mujeres de Antonina Rodrigo. Distintas procedencias sociales. Distintas partes del Estado español. Distintas familias. Sin embargo, hay en todas ellas un punto en común: intentan ser seres humanos en un conglomerado de países que se llama España. Un Estado que todavía hoy está por hacer. Un Estado que vive esporádicas euforias de ciudadanía y libertad para sumergirse luego en el marasmo inquisitorial y sombrío que subyace desde tiempos de la mal llamada Reconquista. Distintas mujeres que saben muy bien que sólo la libertad colectiva las va a liberar como mujeres. Pero que no ignoran que incluso los hombres que más aman la libertad se azoran y se quedan perplejos al descubrir en sí mismos, gracias a la lucha de las mujeres, un buen tanto por ciento de opresor.

La gran mayoría de esas mujeres han vivido el exilio exterior. El resto ha sido devorado por el canibalismo legal y religioso del franquismo. Nadie como las mujeres que se quedaron en España saben lo que significa el exilio interior. Mujeres doblemente colonizadas, como cuerpo y como mente. Exiliadas en su totalidad. Tratadas como subnormales por la ley franquista, que retrocedió siglos. Devueltas a la pura naturaleza, sublimadas como «madres», relegadas a la cárcel dorada y sagrada del hogar donde, las más inteligentes o imaginativas, ahogaban suspiros de resentimiento o resignación.

María Teresa León ha peregrinado por el mundo reclamando una patria «pequeña como un patio o como una grieta en un muro muy sólido». María Casares exclama, por el contrario, que su patria es el exilio. Dolores Ibárruri ha soñado cada día, como una obsesión, en volver. Volver a oír hablar a la gente, no importa dónde. En algún lugar de España. Zenobia Camprubí, Margarita Xirgu, María de Maeztu y Margarita Nelken murieron en el exilio. Victoria Kent y Federica Montseny no regresaron del todo. Las demás, viven de algún modo el peor de los exilios, el moral. El exilio del silencio. No hace mucho, el programa La Clave, que el segundo canal de Televisión Española emite los sábados, llevó a debate el tema del exilio. Hubo varios invitados. No había ni una sola mujer.

Algunas de esas mujeres eran muy bellas y sus contemporáneos se preguntaron, extrañados, cómo una mujer hermosa se preocupaba del mundo de fuera, del mundo público. Otras, ya se sabe, lo hacían porque la «Naturaleza» no les había beneficiado demasiado y tenían que canalizar sus «naturales» frustraciones hacia el mundo externo, ya que su físico era el alambre de un campo de concentración que les impedía el traspaso a la vida privada. Era «natural», pues, que María Blanchard fuera artista. ¿Qué iba a hacer, si no, una mujer jorobada? O bruja o artista. Nunca la «Naturaleza» ha sido tan perfectamente codificada como cuando el mundo masculino se refiere a la mujer. Si no se «inventara» la Naturaleza quizá llegaríamos a relacionarnos con ella. Zorrilla, pues, escribe a propósito de Gertrudis Gómez de Avellaneda cuando ésta presentó su candidatura para la Real Academia de la Lengua en 1853: «Era una mujer hermosa, un error de la Naturaleza, que había metido por distracción un alma de hombre en aquella envoltura de carne femenina». Casi un siglo más tarde, un hombre culto, el embajador de Chile en Madrid, escribiría en su Diario a propósito de María Teresa León, la compañera de Rafael Alberti: «… Inteligente, dueña de una personalidad fuerte, la creo un poco dominante. Todo hombre —y más si realiza una misión en la vida— necesita a su lado —abiertamente o entre bastidores— el apoyo de una mujer».

Una compañera inteligente y sensible para un hombre que, según el embajador, realiza «una misión en la vida». María Teresa León es una gran escritora. A María Teresa León se la conocería mucho más si no hubiera sido la compañera de Rafael Alberti. A María Goyri, también, si no hubiera sido la mujer de Menéndez Pidal. Trabajaron entre bastidores para no resquebrajar la estructura emocional que nos ofrece el matrimonio monogámico. María Teresa eligió ser «cola del cometa» cuando ella podía ofrecernos —y de hecho nos lo ha ofrecido en sus libros— su propia luz. Zenobia Camprubí entendió, avant la lettre, la crisis de valores que estamos viviendo, pero prefirió ser la «lengua», la «mano», el «pie», la enfermera, la mecanógrafa, el chófer de su marido, el gran poeta y hombre neurótico Juan Ramón Jiménez. Juan Ramón así le hablaba a su mujer. «… Siempre estás dispuesta a trabajar o a gozar. No eres interesada. Eres cumplidora, digna y generosa. No pides nada a nadie. Das todo. Te acomodas a todas las circunstancias y las resuelves alegremente. Ríes siempre a veces por no llorar». A modo de apólogo, podríamos distorsionar la realidad y poner en boca de una mujer esas mismas palabras dedicadas a su «compañero». Nos parecería una aberración de la «Naturaleza». Cuando Zenobia contrae cáncer, su marido, que no para de hablar de su propia muerte, no la acompaña a Nueva York donde Zenobia tiene que ser operada. A esa clase de relación yo no la llamo «compañerismo». El día en que las mujeres sean, a la vez, cometas y colas de cometa y los hombres acepten también los dos papeles, entonces la palabra «compañera» se reconciliará con su verdadero significado. Mientras, Zenobia era mejor una madre que una compañera. Y quizá también María Teresa León.

Otras mujeres tienen que aceptar la escisión que nos hace vivir en una sociedad como la burguesa, sustentada en la familia nuclear. Así, mujeres inteligentes como María de Maeztu o María Luz Morales tienen que renunciar a la vida privada para poder ejercer en la vida pública. En el mundo de los hombres, a esas mujeres se les acepta que desarrollen un rol tradicionalmente definido como «masculino» mientras renuncien a ser «mujeres». Serán «personas» mientras no sean «mujeres». Se les dirá, además, que no son mujeres o que su cerebro es tan extraordinario que, por casualidad, siendo hombres han adquirido la apariencia de mujer. Así, a María Blanchard se le dirá que no es «femenina sino varonilmente maligna». Si alguna de esas mujeres transgrede esas normas e intenta conciliar sus ideas con su proceso vital, entonces será o ridiculizada o anatematizada. Incluso por sus propios compañeros de ideología. Éste es el caso de Margarita Nelken que, además de ser socialista y luego comunista, intentó ponerlo en práctica en su condición de mujer. Mirada con recelo por los hombres porque intentó conciliar en la práctica, la vida privada y la vida pública. ¿Qué pasaría hoy con nuestros sesudos parlamentarios de izquierdas, pulcramente encorbatados y vestidos de gris, si intentaran conciliar su vida interior con la exterior? Pues que nuestra sociedad se tambalearía realmente. Pero no hay peligro: a La Pasionaria se la admite mientras cumpla su papel de mito y no de persona-mujer.

En una guerra de hombres, unas cuantas mujeres eligieron el bando de la libertad, intentan, además, desarrollar su conciencia de mujer. ¡Valiente tarea! Federica Montseny confiesa a Antonina Rodrigo de qué manera eran observadas por sus compañeros así que intentaban el divorcio entre la lucha privada y la lucha pública. La mujer tiene que destruir de antemano el papel «natural» que se le ha asignado para que su voz se sienta puertas afuera. Pocas veces los hombres ponen en cuestión su propia identidad como «machos». Y si lo hacen es gracias al feminismo. Las mujeres que, como Victoria Kent, estaban educadas para la paz y no para la guerra, son «ejecutadas» por hombres de cerebro brillante y ejemplar. Así, el presidente Azaña la hace cesar de su cargo de directora general de prisiones por ser demasiado «humanitaria» y no tener, en compensación, dotes de mando. ¿Por no hacer de «macho», querido Azaña? ¿Porque Victoria Kent, como mujer, no buscaba la muerte sino la vida? ¿Porque la diputada socialista llevó a la práctica lo que las mujeres hemos aprendido durante siglos de sujeción doméstica? ¿El pensar que todo ser humano, como lo has visto en tus propios hijos, es algo que está en continuo proceso? Azaña, otras veces tan «grande» desde el punto de vista moral, se empequeñeció considerablemente cuando juzgó muy «divertida» la discusión entre Victoria Kent y Clara Campoamor sobre el voto de la mujer. Quizá más divertida que muchas de las aburridas sesiones que nos ofrecen nuestros amados diputados actuales. Pero no tan «divertido» como la considerable pelea de gallos que Televisión Española nos ofreció en este mismo año durante un debate entre los dos líderes de las grandes centrales sindicales, CC OO y UGT.

Victoria Kent, que era «política», se acordó de los niños en la Guerra Civil. Y Clara Campoamor. Dolores Ibárruri, «revolucionaria», se acuerda de los que no tienen casa y hace frente a la autoridad con los desahuciados. Los hombres creen que la política se divide en «grande» y «pequeña». En alta y baja política. La gran mayoría de los hombres, cuando ejercen un poder público, se olvidan de que viven en la tierra. Juegan con el poder como si fueran niños. Ellas son milicianas en una guerra en que unos cuantos hombres, convertidos en bestias, pretendían volver a las cavernas. Milicianas en la vida, intentando romper el maleficio. Dejar de ser ángeles o demonios para convertirse en seres humanos sin dejar de ser mujeres.

Quizá no todas las mujeres de este libro se hayan dado cuenta de lo que significa tener conciencia de mujer en un mundo de hombres. Tanto da. El conjunto de sus palabras nos resulta convincente, por su verosimilitud y su autenticidad. Hay muchos hombres que ven cómo se agrieta la identidad que se les había conferido por haber nacido como «machos». Y hay que tener valor para soportar con humor tal cosa. Estoy segura de que Antonina Rodrigo ha dado armonía a las distintas palabras de esas mujeres con el fin de que sean escuchadas tanto por mujeres como por hombres. Porque sabe perfectamente que nadie es mujer en un cien por cien ni hombre en un cien por cien. Que la guerra de los sexos es una rémora cultural e histórica creada desde el día en que el primer patriarca se sintió sumamente satisfecho de serlo. Antonina, como tantas mujeres que indagan la realidad, conoce a muchos hombres que están en crisis contra el poder que les ha asignado el papel del opresor. Antonina Rodrigo no pretende con este libro, supongo, «salvar» nada ni a nadie. Por suerte se están terminando las épocas mesiánicas. Antonina prefiere la crisis al dogma. Ciertamente, es más inteligente, aunque menos cómodo. La crisis está ahí, en todos nosotros, en nuestra civilización. Y las palabras nos ayudan a entenderla más. Parafraseando a Jean Paul Sartre, diría que después de leer este libro debemos pararnos y pensar sobre nosotros mismos, hombres o mujeres, y preguntarnos: ¿qué nos queda? Pues nos queda eso: un hombre o una mujer, hecho de todos los hombres y todas las mujeres, que vale por todos y que vale por cualquier otro.

Así, el trabajo de Antonina Rodrigo adquiere un valor muy preciso y necesario: la sustitución del tiempo de silencio por el tiempo de la palabra.

MONTSERRAT ROIG Octubre 1978

María Casares a los 19 años

María Casares

He debido tratar de ahogar España para llegar a Francia, cosa que nunca logré. La prueba es que aún hablo español. Y con acento gallego, a pesar de las pocas oportunidades que tengo de hablarlo. MARÍA CASARES

LA GRAN TRÁGICA UNIVERSAL

El 19 de julio de 1976 llegaba a Madrid la actriz María Casares, tras un exilio de 40 años.

«Cuando me preguntan si soy francesa o española, no sé qué contestar. En el fondo, no soy española ni francesa, ni sé lo que soy. Puedo decir que mi patria es el teatro, porque allí encuentro mis puntos de referencia. Pero de lo que me doy cuenta ahora es de que la columna vertebral de mi vida era el hecho de representar a un país que estaba en mí, pero en otro país. Es decir, que mi patria es el exilio.»

Y es que María Casares, actriz universal, primera figura de la Comedia Francesa y del Teatro Nacional Popular francés y una de las mejores trágicas del mundo, forma parte de esa legión de gentes nuestras que aventó la Guerra Civil y que el régimen vencedor trató de borrar del mapa emocional y cultural de España. María nos traía una hermosa sorpresa: su acento gallego intacto, como ofrenda de su fidelidad. Porque María de tierras gallegas vino al mundo, en un pueblecito llamado Montrove, el 21 de noviembre de 1922. Había transcurrido su infancia en La Coruña, «… y mis padres me llevaban a Montrove, a las playas. Jugaba con los campesinos, con los hijos de los campesinos. Guardo un recuerdo muy intenso de todo aquello». En 1931 se traslada con su familia a Madrid y entra en el Instituto-Escuela, de la Institución Libre de Enseñanza. Tiene como profesoras a María Goyri, a Jimena Menéndez Pidal, a Concha García Lorca… María recuerda el choque y el retroceso que supuso para ella, al llegar a París, la enseñanza francesa, acostumbrada al extraordinario sistema pedagógico del Instituto-Escuela, al tener que adaptarse a los métodos tradicionales, la separación de sexos…

Cuando comienza la Guerra Civil, su padre, Santiago Casares Quiroga, personaje polémico de nuestra historia, varias veces ministro, ocupaba la presidencia del Consejo de Ministros, y su madre, Gloria Pérez, dirigió, hasta su salida de España, un hospital militar.

CAMINO DEL EXILIO

El 20 de noviembre de 1936 María, acompañada de su madre, sale en tren camino de la frontera francesa. La última visión de su país que conservará la adolescente serán los esteparios campos de Castilla. A su regreso el 19-7-1977, en otro tren, se emocionará, hasta el llanto, con el reencuentro de aquella imagen.

En sus primeros tiempos de exilio parisiense, viven en casa de un matrimonio de actores. Él, llamado Alcover, de origen español. Su esposa, Colona Romano, era pensionista de la Comedia Francesa. María empieza a estudiar francés, en el Liceo Victor-Duruy para extranjeras.

Un día, doña Gloria insiste ante el matrimonio Alcover, para que su «niña» recite el Romance de Don Rodrigo. María vence su innata timidez y alcanza el trance «épico», declamando de «forma inolvidable para mí misma», confesará la futura actriz. Alcover, entusiasmado, le augura un puesto de honor en el teatro. La galleguita se lo toma en serio y se olvida de sus primeros anhelos: ser médica o bailarina. Asiste a cursos nocturnos de dicción y de Arte Dramático. La primera vez que se presenta a los exámenes de ingreso en el Conservatorio, es rechazada y le aconsejan que aprenda mejor la lengua francesa. La segunda la aceptan como oyente y la tercera es aprobada. Hasta que llega el día «histórico» —así lo ha llamado ella— de la prueba final del Conservatorio.

Este examen es público. El alumno frente a un jurado tiene que interpretar un fragmento de comedia y otro de tragedia. Era el año 1942, y a pesar de la ocupación alemana y la tensión existente, el Conservatorio convocó su tradicional concurso. Nuestra María estuvo sublime. Le otorgan un áccesit en Tragedia y un segundo premio en Comedia. Al anunciarse el resultado el público protestó ruidosamente la decisión del jurado. María, con esa sensibilidad a flor de piel de todo exiliado —y más si era español, que trataba de abrirse paso por caminos difíciles—, creyó que aquella gente exteriorizaba su discrepancia por parecerle excesivas las distinciones otorgadas a una extranjera. Pero no… el público discutió el resultado por considerar que merecía el primer premio, que había quedado desierto. En medio de la algazara, apareció entre bastidores el director del teatro de Mathurins, que le propuso un contrato de ensueño y un «papelón», según palabras de María, en un próximo estreno. Días más tarde María Casares firmaba su primer contrato como protagonista de una obra irlandesa, Deirdre de los Dolores, de Synge. A sus 18 años, ocupa de la noche a la mañana un puesto de honor en una de las primeras carteleras parisienses. La joven actriz, para facilitar la pronunciación de su apellido a los franceses y que no lo transformaran en «Casar», le puso un acento, en la última sílaba, Casarés. A los pocos días, en los Cuadernos del Sur, el prestigioso crítico Georges Neveux escribió:

«Una joven actriz acaba de debutar y ya se anuncia como un sorprendente conductor de la energía dramática.»

En agosto de 1943, María rodaba su primera película Los niños del paraíso, al lado de dos prestigiosos actores: Pierre Brasseur y Jean-Louis Barrault. En octubre vuelve al teatro con El viaje de Teseo, de Georges Neveux. Claude Roy quedó impresionado por la interpretación de Casares:

«Esa voz que parece que va a romperse en cualquier momento por la emoción que vibra en ella. Ese cuerpo que juega, que vibra, que se estremece y por tanto tan armonioso, tan puro. Esas manos que se crispan sobre el suntuoso vestido de terciopelo negro, esas manos que son como un rayo de luna, como el agua de un manantial, como la nieve inmaculada… Una gran trágica de veinte años».

EL ENCUENTRO CON ALBERT CAMUS

A finales de junio de 1944, en el teatro de Mathurins, estrenaba El malentendido, de Camus1. El propio autor, ídolo de las juventudes socialistas, confía a María Casares el principal papel de la obra. Camus dejará en su vida una huella imborrable. No sólo fue, escribirá María, «un compañero, sino el artífice de mi mejor educación en profundidad. Cuando descubrí su genio, me esforcé en reunirme, en comulgar con su espíritu, con su creatividad… Camus era el mejor sinónimo de hombre y de vida. Camus era la vida y la fraternidad. Agarraba el mundo y lo cargaba sobre sus hombros. Le importaba todo y lo amaba todo. Llegaba a un sitio y, de inmediato, todos lo amaban. Todo pertenecía para él al mismo esquema vital: la filosofía, el teatro, la política, los hombres…». Más tarde le estrenará también El estado de sitio, ambientada en la revolución española de octubre de 1934, y Los justos, e interpretará gran parte del repertorio camusiano.

En 1945, María Casares estrena tres obras: Las bodas del estañador, de Synge, La provinciana, de Chéjov, y Federigo, de René Laporte. En esta última tiene como «partenaire» a Gérard Philipe. Es la primera vez que trabajan juntos y no tardan en convertirse en una de las parejas más cotizadas del teatro y del cine francés. Cuando muere el deslumbrante actor a fines de 1959, María rinde homenaje a su compañero:

«En Gérard Philipe se encontraban admirablemente reunidos, complementándose, la audacia del hombre ingenuo y la timidez de los seres puros. Era un ángel furiosamente resuelto a encarnarse en un hombre. Poseía un arma potentísima: la fuerza de su gentileza. Por gentil, y por extensión, debe entenderse el testimonio de una entrega total a la práctica del bien, del amor al trabajo y del cultivo de la inteligencia».

CASARES QUIROGA, ESPECTADOR DE SU HIJA

Al final de la temporada teatral 1945-1946, María Casares recibía un telegrama de su padre, en el que le anunciaba su regreso. Casares Quiroga, ex Presidente del Consejo de Ministros de la II República española, no conocía a su hija como actriz. Cuando él marchó a Londres, en el verano de 1940, su hija todavía era alumna del Conservatorio. María sentía que, por unas fechas, su padre no pudiera verla actuar en Federigo, con su nombre en la cabecera del reparto del Mathurins.

María Casares y Albert Camus en un ensayo de “Le Malentendu”.

Tras la función de despedida, los actores y los técnicos acostumbraban a reunirse y celebrar el fin de la temporada tomando unas copas entre bastidores. A la hora de los brindis, Gérard Philipe, en nombre de sus compañeros, le dijo a María que habían acordado dar una representación en honor de sus padres. Para María Casares éste es uno de los recuerdos más hermosos de su vida:

«Nunca —nos dice María—, que yo sepa, se ha actuado en unas candilejas con tanto amor, con tanta entrega como aquella tarde del sábado, ante una sala desierta, con sólo dos butacas ocupadas…».

La carrera de María Casares fue meteórica. Jean Cocteau, Jean Paul Sartre, Anouilh, Julien Gracq, Henri Pichette, autores de vanguardia, le ofrecían sus obras2.

Perteneció a la Comedia Francesa (1952-1954), pero tuvo que abandonarla, pues, como extranjera, no podía ser titularizada pensionista de la Casa de Molière. Durante estas temporadas colaboró con los mejores directores y actores de teatro y cine y participó en los festivales más importantes del mundo.

XIRGU Y CASARES

En 1956, Margarita Xirgu celebraba sus bodas de oro con el teatro. Tenía 68 años y era una mujer vital y alegre que desarrollaba con amorosa tutela su magisterio artístico. Este año se cumplía el XX aniversario del asesinato de García Lorca. En París se preparaba un homenaje al poeta granadino, en el que intervendrían Picasso, Carmen Pitoeff, María Casares… La actriz gallega le escribe a Margarita:

«Recuerda usted mejor que nadie que pronto se cumplirán los veinte años de la muerte de Lorca. Habíamos pensado organizar un acto conmemorativo; pero a mí me parece que, después de todo lo que aquí se ha hecho, tendría interés verdadero organizar un doble homenaje al poeta y a la actriz que lo reveló, y representar algunas veces una obra de Lorca en español, dirigida e interpretada por Margarita Xirgu. ¿Qué opina usted…?».

En este homenaje, María Casares quería llevar a escena La casa de Bernarda Alba, con un grupo de artistas españoles dirigidos por Xirgu, pero el proyecto no pudo realizarse. María declaró entonces que no renunciaba a la idea de interpretar la obra lorquiana y que también le atraía el papel de Yerma.

En la última semana de setiembre de 1957, María Casares actuaba en Montevideo, con el Teatro Nacional Popular francés, como primera figura femenina, dirigida por el gran actor Jean Vilar. La gira la inician en Brasil, siguiendo a Montevideo, Buenos Aires, Chile y terminan en Lima. Para María como profesional aquella «tournée» fue apoteósica y en el terreno sentimental, un regreso a sus orígenes: «Es la primera vez, desde que salí de España, que estoy en un país de habla española, en la que todo me recuerda a España, a través de lo cual busco la esencia de mi patria. Y eso, a pesar de la acogida tan cariñosa de Montevideo, no lo puedo encontrar más que entre aquellos que tienen la misma raíz que yo: los españoles emigrados», declaró María a José Ruibal, de la revista madrileña Índice.

Tuvieron que pasar seis años para que el sueño de María se cumpliese. En 1963, el Teatro Nacional Popular francés vuelve a Iberoamérica y María Casares, con otros españoles interpreta Yerma bajo la dirección de Margarita Xirgu. La niña María, a la edad de doce años, había visto actuar a la gran actriz catalana, en el Teatro Español de Madrid, precisamente en Yerma. Xirgu era también amiga de su familia desde los años republicanos. El paso del tiempo no «hizo sino madurar mi admiración y mi estima profunda por todo lo que ella había hecho en el teatro y por el carácter liberal de su personaje», declaró Casares. Para la actriz gallega y universal, más allá de las prolongaciones sentimentales, era su primer papel en el teatro castellano, con el que no la unía hasta entonces otro vínculo, que el de las lejanas lecciones en el Instituto-Escuela de Madrid, donde Concha, hermana de García Lorca, fue su profesora de declamación, y algunas esporádicas actuaciones en casa de Isabel Oyarzábal y recitaciones consagradas a los poetas Antonio Machado y García Lorca.

Los ensayos empezaron a últimos de abril; en Buenos Aires comenzaba a despuntar el otoño. Margarita Xirgu leyó Yerma a la improvisada compañía, esa obra que tan bien conocía y que había estrenado en Madrid (1934); pronto iban a cumplirse tres décadas. En los papeles principales: María Casares, Alfredo Alcón, Eva Franco y José María Vilches, que llegó expresamente para interpretar el papel de Víctor. La puesta en escena estaba prevista para el 29 de mayo en el Teatro Municipal General San Martín.

María Casares con Daniel Lozano en un ensayo de Hamlet

Sobre esta experiencia, María Casares, inserta de lleno en la brutal mutación realizada por el teatro europeo de la posguerra, y por el francés en particular, dijo a José Monleón:

«Creo que yo trabajé con Margarita en un momento en que se separaba del teatro, quizá porque, después de tantos años de trabajo, había llegado a ese punto en el que cuesta seguir. Pienso que, pese a ello, aceptó hacer Yerma, porque la vimos como una especie de transmisión de algo, el paso de una persona a otra, con su gran carga simbólica. En definitiva, estoy muy contenta de haber trabajado con Margarita, incluso en las condiciones en que lo hice».

CON EL ADEFESIO, A ESPAÑA

Lo poético es político también. Para empezar, la poesía es libertad. Sin libertad no será poesía, será otra cosa. En este caso se hace lo que se puede, pero la poesía está ahogada.

La vuelta a España de María Casares tuvo como «pretexto» el estreno de la obra El Adefesio, de Rafael Alberti3. Para la actriz fue un buen «pretexto» porque la idea de entrar en su país en calidad de turista le desagradaba profundamente. María, ante todo, necesitaba venir a calmar, a apagar en lo posible su nostalgia, su morriña gallega. Pero, fiel a esa conducta lineal suya, necesitaba, para su presentación en el teatro español, una obra concreta, y por eso accedió a estrenar en Madrid El Adefesio. María, y así lo expresó en varias ocasiones, no hace «una política de partido» sino que ejerce la política en su acepción más amplia y generosa, a «través del teatro». No cree en el apoliticismo y afirma: «eso es imposible para un artista».

El Adefesio constituyó un acontecimiento artístico y extraartístico. Supuso un acercamiento a cosas y a gentes «míticas»: la cultura, el arte, la política, liberadas del yugo franquista. Por otra parte, el autor, Rafael Alberti, un poeta exiliado; la protagonista, María Casares, una actriz universal, también exiliada, formada en Francia y prácticamente desconocida en su país. Nos encontrábamos en unos momentos de gran efervescencia, en los que una parte importante del pueblo estrenaba libertades nuevas para ella, puesto que la inmensa mayoría había nacido después de 1936. Para otros, se iniciaba el reencuentro con el clima y situaciones similares a las de su juventud perdida. La eclosión española de María Casares tuvo alcances y ecos de gran magnitud.

A través de todos los medios informativos, sin excepción, la eximia actriz pudo darnos cumplida noticia de su labor, en el largo destierro, y confiarnos también sus primeras impresiones españolas:

«En cuanto a la España objetiva, la encuentro borracha —le decía a Ana Basualdo—. Abren unas ventanitas y la gente se precipita por esas ventanitas. Hay un desgaste total de energía ya en el hablar. Es increíble lo que se habla en este país. Se habla a gritos y uno se pregunta si queda un poco de energía para hacer. Por otro lado, los españoles son cálidos y naturales. Estoy partida en dos entre la ternura (porque se notan tanto los cuarenta años de ahogo y de castración) y el enfado. Y luego lo que me parece que es el cáncer español: la falta siquiera de un esfuerzo de objetividad. Es el yo antes que nada. Y una afirmación sumamente primitiva del yo. Creo que para que España encuentre un camino hay que tratar de concentrarse un poquito. Me da la impresión.

La política no es sólo los partidos. La política es el resultado de una vida. Espero que esta borrachera de política se calme y aparezca un equilibrio. Para hacer una buena política, habría que pasar por la vida de cada uno.

En Europa entera habría que inventar una nueva política. Frente a unos problemas enormes e increíbles, hacemos una política demasiado localista, demasiado limitada. Como si el resto no importase. Hay que ver el mundo de otra manera. Y hay que inventar otro mundo»4.

En 1980, María Casares publicaba un hermoso libro autobiográfico Residente privilégiée (Residente privilegiada). La actriz convertida en una espléndida escritora se desnudaba, como si estuviese en escena. Dedicaba la obra «A las personas desplazadas». Porque «yo desde que abandoné España, en 1936, he vivido en estado de urgencia», confesaba la trágica. Este libro supuso para María Casares el reencuentro amoroso con sus orígenes y el fertilizar su esperanza en el ser humano, para seguir disponiendo de esa dosis de humor y de inocencia que necesitaba para vivir entre bastidores y en escena, porque, reconoció, que su Patria era el teatro hasta siempre en Charente (Francia) el 22.12.1996.

NOTAS

1 - Albert Camus nació en Mondovi (Argelia) en 1913. En 1957 recibía el Premio Nobel Literatura. Es, por tanto, después de Rudyard Kipling, el escritor que ha recibido más joven el importante y decisivo premio de literatura. Hijo de un modesto artesano francés y de madre española, Camus vivió una infancia y una juventud precarias. Estudiante de la Facultad de Letras de Argel, ejerce al mismo tiempo un oficio para ganarse la vida. En Argel hizo periodismo hasta 1939, año en que se trasladó a París, y empezó a escribir en Combat, periódico clandestino de la Resistencia. Con El mito de Sísifo y El extranjero, publicados en 1942, Camus conquista, junto con Sartre, el cetro de la nueva literatura, que antes de la guerra había ostentado Malraux, maestro de los dos. Terminada la guerra, Camus escribe para el teatro El malentendido y Calígula, con María Casares y Gérard Philipe como protagonistas. En 1951, a raíz de la aparición de El hombre en rebeldía, se produce la ruptura con Sartre y el existencialismo, episodio que más tarde relataría Simone de Beauvoir en su obra Los mandarines, Albert Camus resultó muerto en un accidente automovilístico, en enero de 1960, en Villeblevin, Yonne (Francia). Bibliografía: El derecho y el revés (1937), Bodas (1939), El extranjero (1942), El mito de Sísifo (1943), El malentendido (1944), Caligula (1945), Cartas a un amigo alemán (1946), La peste (1947), El estado de sitio (1948), Los justos (1949), El hombre en rebeldía (1951), El verano (1954), La caída (1956), El exilio y el reino (1957), Actuales (1949-1954-1958).

2 - Principales obras protagonizadas por María Casares: Deirdre de los Dolores, de Synge (1942); Solness el constructor, de Ibsen (1943); El viaje de Teseo, de Georges Neveux (1943); El malentendido, de Carnus (1944); La provinciana, de Turgueniev (1945); Las bodas del estañador, de Synge (1945); Federigo, de René Laporte (1945); Los hermanos Karamazov, de Jacques de Copeau y de Jean Croué, según Dostoievski, y Romeo y Julieta, de Anouilh, Las Epifanías, de Henri Pichette (1947); El estado de sitio, de Camus (1949); El Rey pecador, de Julien Gracq (1949); Los justos, de Camus (1949); La segunda, de Leopold Marchand y Colette (195l); El diablo y el buen Dios, de Jean Paul Sartre (195l); Seis personajes en busca de autor, de Pirandello (1952), y Don Juan, de Moliére, y La carroza del Sacramento, de Mérimée. En 1954 estrena El enemigo, de Julien Green, y este mismo año entra a formar parte del equipo del Teatro Nacional Popular, en donde interpretará, bajo la dirección de Jean Vilar: Macbeth, de Shakespeare; La ciudad, de Claudel; María Tudor, de Víctor Hugo; El triunfo del amor, de Marivaux; Este loco de Platanov, de Chéjov; Fedra, de Racine; La carroza del Sacramento, de Mérimée, y El sueño de una noche de verano, de Shakespeare. En 1960 volvió al teatro comercial para interpretar Querido mentiroso, de Jeróme Kitty. En 1963 interpretó en el espectáculo de Maurice Bejart La reina Verde. Más tarde interpretaría Madre Coraje, de Brecht… entre otras obras.

3 - En realidad no era un estreno riguroso en España, grupos independientes habían realizado algunos montajes de la obra albertiana. El estreno mundial de El Adefesio tuvo lugar en Buenos Aires, en el Teatro Avenida, el 8 de junio de 1944, por Margarita Xirgu y su Compañía-Escuela. En el reparto figuraban los actores Amelia de la Torre, Teresa León, Edmundo Barbero, María Gámez, Isabel Pradas, Gustavo Bertot, Miguel Ortín, Eduardo Naveda, Jorge Closas, José M. Navarro y Alberto Closas.

4 - “María Casares. El teatro como exorcismo”. Revista Bazaar, Barcelona, junio de 1977, pág. 67.

María de Maeztu doctora Honoris Causa del Smith College (EEUU)

María de Maeztu

¡Qué fuerza más enorme será —es ya— la mujer española, tan pronto como se libre del sofocante encierro de la casa-cárcel! En toda su existencia un vergonzoso engaño la ha inclinado hacia la tierra, la ha corroído por dentro, como la herrumbre. KOLTSOV, Diario de la Guerra de España

María de Maeztu, de la Institución Libre de Enseñanza, fue la gran impulsadora de la cultura femenina en España, hasta mediado el primer tercio del siglo XX. María de Maeztu sería nuestra embajadora en las Universidades europeas y americanas, cuando la formación universitaria femenina daba en nuestro país los primeros pasos. En 1910, el ministro de la Instrucción Pública, Julio Burell, derogaba una orden de 1888, y otorgaba la oficialidad universitaria a la mujer. En adelante podrá matricularse libremente, sin tener que solicitar autorización especial a la Dirección General de Instrucción Pública, agregada entonces al Ministerio de Fomento. Julio Burell, en su parlamento, recordó las casi olvidadas leyes de Alfonso el Sabio, que admitían a la mujer en las Universidades. “Así que más que decretar y conceder —dijo—, lo que he hecho ha sido reconocer sus derechos”1.

GRAN PEDAGOGA

María de Maeztu Whitney nació en Vitoria, el 18 de julio de 18812. Su padre, Manuel de Maeztu Rodríguez, de Cienfuegos (Cuba), de origen navarro, conoció a Juana Whitney, hija de un diplomático inglés, en París, y se unió a ella cuando la novia tenía dieciséis años. Se instalaron en Vitoria, donde les nacieron cinco hijos: Ramiro, Ángela, Miguel, María y Gustavo. La inesperada muerte del hacendado Maeztu en Cuba, dejó a su familia en la ruina, «por confusos problemas administrativos».

Juana, mujer de frágil aspecto, pero de fuerte personalidad, se trasladó con sus hijos a Bilbao y montó una residencia de señoritas en la que podían cursarse estudios, completar la educación, aprender o perfeccionar idiomas y cultura general. María de Maeztu estudió Magisterio y más tarde Derecho, y en ella su madre tuvo una precoz y eficaz colaboradora. En 1902 empezó a ejercer su profesión de maestra en una escuela. María reformó la enseñanza, implantó las clases al aire libre, fundó las primeras cantinas y colonias escolares. Muy pronto destaca por su elocuencia, sus claros conceptos y sus ideas revolucionarias sobre la enseñanza. Invitada por la Universidad de Oviedo a dar unas conferencias, formula uno de sus conocidos principios pedagógicos:

«Es verdad el dicho antiguo de que la letra con sangre entra, pero no ha de ser con la del niño, sino con la del maestro.»

Su labor como conferenciante fue extraordinaria, su gran talento oratorio llenaba las salas de los colegios, institutos y centros educativos y culturales para escuchar sus «Conferencias pedagógicas». El periodista M. Aranaz Castellanos, de El Liberal bilbaíno, en su crónica de 23 de julio de 1904, recreaba la atmósfera que reinaba en la sala, en una conferencia de María:

«Arrollóse el velo al sombrero, dejando al descubierto su interesante rostro de niña, y comenzó a hablar como habla ella, sin afectación ni encogimiento, con palabra segura y persuasiva.

No habían transcurrido diez minutos cuando sonaron los primeros aplausos, cuando el auditorio todo, cautivado y entusiasta, se rendía a la oradora con armas y bagajes… María empezó combatiendo la teoría de que la mujer es inferior al hombre, física, intelectual y moralmente, por ser más pequeño su cerebro que el del hombre, según las teorías de Moebius. “La mujer —decía— debe tener las mismas opciones culturales que su compañero. Debe ir al matrimonio con igualdad de derechos y deberes. Es preciso que se abran a la mujer horizontes para vencer, en iguales condiciones que el hombre, en la lucha por la vida, sin que tenga que depender de él. Precisa ponerla a su nivel y hacer de ella no sólo la compañera que anima la lucha, sino la que une su esfuerzo al de su compañero y sigue sus huellas cuando los reveses y el cansancio hacen que él desfallezca. Y cuando la mujer tenga medios de vencer en la lucha por la existencia, irá al matrimonio, no mirándolo como la tabla de salvación y aceptando a cualquiera, sino eligiendo y siguiendo los impulsos de su corazón.”

Justificaba el divorcio por ser el único camino que queda cuando los cónyuges no han logrado identificarse. Arremetía contra la injusticia que supone el perdonar todas las faltas de los hombres y execrar a la mujer a quien se engaña. Habló del concepto equivocado en España respecto a la tendencia fundamental del feminismo. Su finalidad era la emancipación social y económica de la mujer. Combatiendo el criterio de educar a la mujer sólo para el hogar y no para la sociedad que comparte con el hombre. Y para terminar dijo que la ignorancia de la mujer era la causa de la barbarie y que con su instrucción estaba asegurado el triunfo de la libertad, la igualdad y la fraternidad».

En 1908, María forma parte, como observadora, de la Comisión nombrada por el Gobierno para el certamen pedagógico celebrado en Londres. A su vuelta, en la sociedad bilbaína El Sitio