Niebla en Wharran Percy - Ángeles Martí - E-Book

Niebla en Wharran Percy E-Book

Ángeles Martí

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Beschreibung

Un joven Pastor recién llegado a una parroquia llena de miedos, secretos y extrañas desapariciones. Una niebla aterradora que nunca saben cuándo aparecerá ni a quién se llevará. Solo están seguros a la luz del día, o eso creen. ¿Conseguirán frenar la destrucción de Wharram Percy?

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© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

[email protected]

© Ángeles Martí

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 9788411140294

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

.

La amistad y el amor llegan cuando y

donde menos te lo esperas.

1

2 de febrero de 1435

La joven morena no se dignó a contestar a semejante sandez. Era evidente que solo buscaba provocarla. Le dio la espalda y desapareció en la oscuridad. Él se quedó allí tirado, sangrando y dolorido por los golpes. La tenue luz del candil parpadeaba, estaba a punto de apagarse. Si no conseguía llegar a la aldea deprisa estaba muerto. Cogió aire y con gran dificultad se puso en pie apoyándose en un tronco caído. Desde su emplazamiento veía unas luces. No estaba lejos. El problema era el camino intransitable y que, en ese momento, él se hallaba en unas condiciones físicas deplorables.

La saya estaba desgarrada, dejando ver las terribles heridas que le habían sido infligidas. No perdió tiempo tratando de cubrirlas, ya habría tiempo de ello si llegaba a la aldea, si no de nada serviría. Cogió el candil y, con precario equilibrio, comenzó a caminar, tambaleándose y protegiendo a toda costa la luz que llevaba, evitando en la medida de lo posible, que cayera el aceite que alimentaba la llama.

No tardó en comenzar a oírlos. Los susurros se acercaban para luego alejarse. Él no miró atrás, sabía que la niebla lo seguía. Tuvo un ramalazo de preocupación por la joven. Se hallaba sola en el bosque, en la oscuridad lejos de la aldea. Pero la preocupación se tornó rabia. Ella era la culpable de su situación, de sus problemas, de sus heridas… ya no era asunto suyo. Todo lo que le ocurriera le estaría bien empleado. Ahora debía preocuparse por sí mismo. El aceite llegaba a su fin y aún le quedaba un buen trecho para llegar a las casas. Tendría que correr.

El candil estaba prácticamente apagado. El terror se apoderó de él. Sus piernas no necesitaban que las azuzara, corrían solas tropezando con todo. Estaba llegando al claro de la aldea. Veía las enormes hogueras crepitando. Comenzó a gritar como un poseso. Se abrieron las puertas por las que asomaban candiles temblorosos y luego cabezas curiosas. Nadie hizo ademán de ir a ayudarlo. Tan solo miraban como corría, o más bien como se levantaba continuamente para volver a caer al segundo siguiente. Tiró el candil que ya era solo un estorbo.

En una de las casas, una joven lloraba abrazada por su madre. Era Laura, su ángel. Ella lo miró sollozando. Él cayó de rodillas destrozado. La miró suplicante, pero su madre la metió en casa, para que la pobre niña no viera a su prometido morir sin remisión. Resignado, se tumbó en el suelo, rindiéndose a lo inevitable. Toda la aldea vio cómo la niebla lo engullía y las sombras se lo llevaban. Poco a poco, todos desaparecieron en el interior de sus casas. En un silencio atronador, fueron acomodándose todos alrededor del fuego, a la espera del alba. Sería una noche muy larga.

2

29 de enero de 1435

Anthon se arrebujó en su capa de lana, la mañana era muy fría y amenazaba nieve. El carro traqueteaba por el camino de Malton, hacia Wharram Percy, su nueva parroquia.

Se hallaba en la Abadía de Kirkham, de visita, cuando le notificaron que había fallecido el anciano Pastor Seraphim, y que debía hacerse cargo de la iglesia de St. Martin lo antes posible. Un rico mercader de la aldea, Allard Hemsley, estaba de viaje por la zona, y se ofreció a llevarlo. Por el camino, le dio una clase magistral sobre ovejas y lana.

—Nuestra lana es la mejor de todo Yorkshire. —Su gran barriga se movió al ritmo de sus carcajadas.

Rio de buena gana. A pesar de llevar muchas horas subidos al carro, Allard no perdía su buen humor, cosa que aliviaba la pesadez del viaje. A media tarde, llegaron a la aldea. Anthon se irguió para observar con detenimiento el que sería su nuevo hogar y sus nuevos feligreses. En la entrada de Wharram, oyó los golpes característicos del martillo contra el yunque, cuando pasaron frente a la herrería. Un poco más adelante, una larga calle con viviendas a ambos lados. Apenas había gente en la calle, ya estaba oscureciendo y se refugiaban en sus hogares, al calor de la lumbre. Alguna cabecita infantil asomaba por detrás de la cortina, curioseando al visitante, pero enseguida era llamado al orden y desaparecía. Al final de la calle, un campanario se elevaba hacia el cielo.

Se dio cuenta de que Allard había dejado de hablar, iba cabizbajo y taciturno. No entendía el repentino cambio de humor de su compañero de viaje, pero lo achacó al cansancio y el frío. Pasaron de largo de la iglesia, hacia la casa parroquial, justo al lado. Una vivienda que, a pesar de la oscuridad, era obvio que había vivido tiempos mejores. El carro paró justo ante la puerta. Anthon bajó de un salto y estiró su cuerpo entumecido. El mercader seguía callado y no hizo ademán de bajar del pescante, solo miraba inquieto hacia las sombras, como si esperara que algo surgiera de repente. La puerta se abrió, dejando paso a una mujer, con un candil en la mano, rostro serio y mucha prisa.

—¿Es usted el nuevo pastor? —soltó a bocajarro, sin salutación previa—. ¿Tiene sus pertenencias en el carro?

Anthon apenas pudo abrir la boca, solo señalar un pequeño baúl, sobre el que descansaba su morral.

—¿Y a qué espera para cogerlo? ¿No querrá que lo cargue yo? —El tono era tajante, pero no hosco.

Se dio prisa en obedecer, recogió sus cosas y se dirigió al mercader, para agradecerle la bondad de haberlo llevado sano y salvo a su destino.

—Señor Hemsley, márchese ya a casa, se hace tarde y tiene que guarecerse —dijo la mujer, mientras entraba de nuevo en la casa.

Al joven pastor apenas le dio tiempo de saludar al mercader con la cabeza, cuando este ya daba la vuelta y ponía su caballo a un trote ligero de regreso a su hogar. Se quedó allí plantado, sin saber cómo reaccionar ante el cambio de humor del señor Hemsley y sus prisas por salir de allí.

—Pastor, no me puedo pasar la noche aguantando la puerta.

Ella parecía temer algo. Estaba nerviosa y miraba la oscuridad, que ya se cernía sobre el pueblo. Entró lo más rápido que le permitieron los bultos con los que cargaba, y la puerta se cerró tras él. Una vez dentro, la mujer se relajó visiblemente. Dejó el candil en un pequeño mueble de la entrada, y miró al Pastor. Era muy joven. El pobre estaba en medio del recibidor, cargado como una mula, sin decir palabra y mirándola expectante, esperando instrucciones.

—Buenas noches, pastor. Soy Anne Bradbury —se presentó con una amplia sonrisa—. Venga, lo ayudaré a acomodarse.

—Encantado de conocerla, Anne. Soy Anthon Owen.

—Sígame, pastor. Le enseñaré su habitación.

Cogió el candil y comenzó a subir las escaleras, con el joven pegado a sus talones. En el primer piso había un pequeño rellano que daba a varias puertas. Anne abrió la primera y entró. Encendió varias velas, iluminando un cuarto sencillo y austero. Anthon dejó su baúl a los pies de la cama, se acercó al fuego para intentar quitarse el frío del cuerpo.

—Póngase cómodo. Enseguida le subo agua caliente y una toalla para que pueda lavarse un poco. —Salió de la habitación sin esperar respuesta.

Anthon estaba desconcertado por la llegada y el recibimiento. Del cambio de humor del señor Hemsley podía culpar al cansancio. La frialdad y las prisas de Anne, para luego ser todo amabilidad, lo habían dejado descolocado por completo. Y el miedo. Mucho miedo. ¿Pero a qué? Anne subió el agua caliente, dejó una toalla encima de la cama y le dijo que la cena estaba lista. Él se lavó a conciencia, cambió su camisa por una limpia y bajó siguiendo el delicioso olor a comida. Entró en la cocina, aparte del aroma encontró un agradable calor proveniente de los fogones, que le quitó el frío del cuerpo y le hizo sentir como en casa.

En un rincón, había una mesa con dos bancos, uno a cada lado. Estaba preparada para un comensal. ¿Iba a cenar solo? La joven no estaba en la cocina. Aparte de la puerta por la que acababa de entrar, había dos más. Una daba a un huerto, que estaba en la parte trasera de la casa. Oyó ruidos tras la otra puerta. Se asomó y vio que era una alacena, grande y bien provista. Anne estaba ordenando varios recipientes, sin darse cuenta de que era observada.

—Disculpe, Anne.

Tuvo que esquivar uno de los recipientes, que iba directo a su cabeza, y se estrelló contra la puerta, dejando un reguero de compota y salpicando la camisa limpia del joven. Ella se llevó las manos a la cabeza al ver el estropicio y que casi mata al nuevo pastor.

—Por Dios, perdóneme, yo… —balbuceaba mientras corría a limpiarlo con un trapo, con cara de susto.

—No se preocupe. Tiene usted buena puntería, ¿lo sabe? —Rio con ganas, intentando relajar el ambiente, y quitarle hierro al intento de asesinato.

—No se ría de mí, pastor. Casi le abro la cabeza. ¿Cómo se le ocurre darme ese susto? —refunfuñó Anne.

—No era mi intención. He bajado siguiendo el estupendo aroma de la cena, oí ruidos tras la puerta y me asomé. —Pasó un dedo por la compota estrellada en la puerta, y la probó—. Mmm, ¡deliciosa! ¿La hace usted?

Anne no pudo evitar unirse a las risas. Salió de la alacena y se dirigió a la puerta de la cocina.

—Venga conmigo, pastor. Le enseñaré dónde está el comedor y le serviré la cena.

—¿Cenaré solo?

Ella lo miró extrañada.

—¿Con quién quiere cenar? No esperaba que, el primer día, ya tuviera usted invitados.

—No, no tengo invitados —balbuceó Anthon.

Salieron de la cocina y entraron en el comedor. Allí la mesa también estaba preparada para un solo comensal.

—Usted cena aquí. Yo en la cocina —iba a marcharse, pero él no se lo permitió.

—Disculpe mi atrevimiento, pero, o comemos los dos aquí, o los dos en la cocina. No me gusta comer solo.

Anne no salía de su asombro ante tal petición, y Anthon no le dio tiempo a negarse. Cuando pudo reaccionar, él ya había recogido la vajilla del comedor y se dirigía a la cocina tan campante. No le quedó más remedio que seguirlo y ver cómo acababa el asunto. Mientras cenaban, descubrieron que tenían edades similares, él veintisiete años y ella veinticinco. Al cabo de un rato, ya hablaban como viejos amigos, riendo y compartiendo anécdotas.

Acabaron la cena y ella se levantó para recoger, esperando que él subiera a descansar. Pero Anthon se arremangó la camisa, cogió un trapo húmedo, un cubo con agua y fue a recoger los restos de la compota en la puerta y el suelo de la alacena. Ella ni siquiera intentó protestar. Estaba claro que las cosas iban a ser diferentes con el joven pastor. Arregló la cocina y preparó una tisana para los dos. Se sentó y, mientras daba sorbitos a la infusión, observaba al joven limpiando y recogiendo los trozos de la vasija rota. Era obvio que no limpiaba por primera vez. «Sí, esto va a ser muy interesante», se dijo.

Anthon acabó de recoger el estropicio y se sentó a la mesa. Disfrutaron en silencio del vino caliente.

—Vaya a descansar, pastor. Mañana tiene un día muy ajetreado.

—¿Ah, sí? ¿Y qué ajetreo tengo? —preguntó sorprendido—. Acabo de llegar, tengo que instalarme, conocer a la gente…

—Mañana es el funeral del pastor Seraphim, y después la reunión del Consejo, para presentarlo. ¿No le dijo nada el señor Hemsley?

—Pues no. Me habló de las maravillosas virtudes de las ovejas y la lana de Wharram Percy, pero omitió los detalles del funeral y la reunión. —Se puso nervioso—. Yo no conocía al anciano. ¿Qué me puede decir usted?

—Decir no, enseñar. Venga conmigo.

Los dos subieron. De las tres puertas del rellano, una ya sabía que era su cuarto, Anthon dedujo que otra sería la habitación de Anne, aunque ella fue directa a unas escaleras.

—Espéreme aquí. En la buhardilla está todo desordenado y podría hacerse daño.

No tardó mucho en volver a bajar con tres libritos abrazados contra su pecho.

—Tenga, son algunos de sus primeros dietarios. Creo que lo podrán ayudar, pero no se pase la noche leyendo. —Sonrió al entregarle los libros y el candil—. Buenas noches, pastor.

—Buenas noches, Anne.

La vio alejarse y adentrarse en la oscuridad del pasillo. Entró en su cuarto, avivó el fuego y trató de leer un poco, pero su cabeza iba por otros derroteros.

***

El viaje a mi nueva parroquia no ha sido en absoluto aburrido. El señor Hemsley se ha ocupado de tener mi cabeza centrada en sus explicaciones sobre por qué las ovejas y la lana de Wharram Percy eran las mejores de todo Yorkshire. Ha sido un soplo de aire fresco tener una persona alegre al lado, y poder tener la mente entretenida en otras cosas después del problema con el obispo.

Quizá no debería haberme enfrentado de esa forma, pero no pienso dejar que vuelvan a controlar mi vida nunca más. Los señores de Malton, lord y lady Owen tendrán que comenzar a acostumbrarse a que su tercer hijo ya está lejos de su alcance. Por fin he tomado las riendas de mi vida y quiero decidir por mí mismo qué hacer a partir de este momento.

Miro los dietarios de mi antecesor, el anciano pastor Seraphim. Según Anne mañana es el funeral y tengo que hacer el panegírico, pero ¿por qué yo? Lo lógico es que lo haga alguien conocido, no un recién llegado a la aldea. Tendré que ir preguntando las costumbres de Wharram Percy si no quiero meter la pata a las primeras de cambio.

El cuerpo me pide descanso, así que me estiro en la cama, pero mis ojos dicen que no tienen ganas de cerrarse por lo que observo con detalle mi nueva habitación. No es lujosa ni llena de trastos inservibles como la que tenía en el castillo. Ni falta que me hace. Se respira paz y tranquilidad. Los muebles son sencillos y robustos, con alguna filigrana pero sin ostentaciones. Un pequeño armario para mi escasa ropa de pastor. A los pies de la cama hay un arcón para dejar otras pertenencias. Una sencilla mesita de noche en la que descansan los dietarios y el candil encendido. Bajo la ventana, una mesa y una silla para trabajar. Se supone que abajo tengo un despacho grande con todo lo necesario, pero siempre va bien un poco de soledad para ordenar pensamientos. Las únicas notas de color son las cortinas y la colcha de lana, seguramente de las fantásticas ovejas de Wharram Percy, las mejores de Yorkshire.

No consigo concentrarme en los diarios. Mi cabeza vuelve, una y otra vez, a mi vida en el castillo y a mi familia. Soy el tercero de cinco hermanos. El mayor, Rowland, es el heredero del título y el mimado de la casa. Todo lo bueno y mejor siempre es para él. Parecerá envidia, pero no. Cuando tenga que llevar todos los asuntos de padre, se dará cuenta de que no es oro todo lo que reluce, o esa es mi esperanza. Archibald es el segundo y ha sido educado para la carrera militar, siempre con los mejores guerreros pendientes de él, entrenándolo cada día. Seguramente él sí habrá aceptado el puesto que padre le habrá comprado, ¿para qué esforzarse en lograr las cosas por uno mismo, si tienes un padre poderoso que utiliza su dinero y posición para lograr aún más poder?

Rowan es el cuarto por lo que nadie daba un chelín por su futuro. Pero desde muy pequeño ha demostrado ser un virtuoso del clavicordio, y es exhibido en todas las fiestas. La quinta y más pequeña es Sybyl. Una niña buena, maravillosa y hermosa, por lo que la tienen entre algodones todo el día, algo que ella adora.

Yo, Anthon Owen, soy el tercer hermano. Destinado al clero, sin discusión ni remisión. Cuando no estaba escondido leyendo algún libro, estaba con los sirvientes del castillo, que ya se habían acostumbrado a verme por allí, y me trataban como a uno más de la familia. Entre ellos me sentía aceptado sin reservas, no como entre los Owen. Mis dos hermanos mayores se unieron para hacerme la vida imposible, llegando a darme palizas que ellos encontraban divertidas y mis padres ignoraban porque eran cosas de niños y yo debía comenzar a espabilarme. Rowan pasaba las horas y los días con su música, por lo que era imposible conectar con él. La pequeña Sybyl me adora, pero madre se oponía a que nos relacionáramos más allá de un saludo cortés, si es que nos cruzábamos. Ella solía escaparse de su institutriz para estar conmigo, hasta que llegó un momento en que le fue imposible y yo tenía que dedicarme por completo a mis estudios.

Me pasaba los días con mis tutores en una pequeña sala habilitada especialmente para mí. Teología, Latín, Filosofía, Historia… todo lo que ellos consideraban que era necesario para dedicar mi vida a la Iglesia, incluyendo una férrea disciplina que solía llevar consigo duros castigos y golpes.

Sacudo la cabeza para alejar esos recuerdos. Trato de esconderlos bajo cientos de llaves, pero siempre vuelven para atormentarme. Tengo que seguir leyendo los dietarios, necesito hacerme una idea del carácter del pastor Seraphim para el panegírico, pero los ojos se me cierran. Un rostro ajado por el tiempo, pero amable y sonriente, aparece entre la bruma de mi duermevela. Es Ruth, mi tía abuela. Falleció hace unos años, a la nada desdeñable edad de sesenta y siete años.

En los cumpleaños del heredero, Rowland, mis padres organizaban grandes fastos, comilonas y bebida a raudales durante varios días. Yo apenas participaba. Me iba al rincón con Ruth. La adoraba. Ella era la única que me entendía, me consolaba y me daba buenos consejos. Gracias a ella seguí adelante cada día sin tirar la toalla a pesar de las adversidades.

Con una sonrisa y los bellos recuerdos de Ruth en mi mente me levanto de la cama y, a pesar del cansancio, me siento frente a la mesa que hay bajo la ventana. Comienzo a leer los dietarios del anciano a la luz del candil y tomo notas para el panegírico.

***

Anne avivó el fuego de su cuarto y comenzó a desvestirse. Estaba cansada, sobre todo mentalmente. Grandes cambios en pocos días alteraban a cualquiera. Llevaba toda la vida en la casa parroquial. Su madre fue la encargada antes que ella. Cuando tuvo edad suficiente, Anne la ayudaba hasta que, demasiado pronto, su madre falleció por unas fiebres. Desde entonces, ella se encargaba de que todo funcionara como es debido en la casa parroquial, además de atender a los pobres de la aldea con la ayuda de varias mujeres. El pastor Seraphim llegó al poco de nacer ella. Había pasado la vida de parroquia en parroquia, hasta que se instaló en Wharram Percy de forma definitiva. Se adaptó sin problemas a la pequeña aldea y enseguida se hizo con el cariño de los feligreses. Fueron años felices y la vida pasaba sin sobresaltos.

La pequeña Anne iba a la escuela por las mañanas y cada tarde ayudaba en lo que podía a su madre. Pero lo que más le gustaba era colarse en el despacho del pastor y que aquel hombre alto, de pelo castaño, ojos marrones y rostro sonriente, le leyera historias, hasta que pudo leerlas ella. Entonces ambos debatían sobre lo que habían leído.

Cuando su madre falleció, la transición fue fácil y sin sobresaltos. Ella ya estaba acostumbrada a la vida en la parroquia, era responsable y trabajadora, por lo que enseguida se puso en marcha. Pero un par de años atrás la vida en la aldea cambió por completo. Todos tenían mucho miedo. El pastor Seraphim se obsesionó con la causa de aquel miedo que estaba destruyendo la aldea, hasta que acabó consumiéndose. No dejaba que nadie entrara en el despacho. Dejó de lado su labor pastoral. Comenzó a hacer acopio de numerosos libros, algunos a escondidas.

Anne veía entrar y salir por la puerta de atrás a hombres de aspecto sospechoso, pero no preguntaba. Solo los veía cargando alguna caja o bolsas de cuero que se quedaban en el despacho del Pastor. Al principio ella entraba a limpiar, pero llegó un momento que Seraphim no la dejó entrar, ni a ella ni a nadie. Ella le dejaba comida en la puerta y allí se quedaba la bandeja sin tocar. La única que consiguió entrar fue Rose Percy. Consiguió que se lavara un poco y comiera algo. Comenzó a ayudarlo en sus pesquisas y acabó tan obsesionada o más con lo que fuera que estaban haciendo allí dentro.

Un día Rose entró en el despacho con la bandeja del desayuno, como cada mañana. Salió al cabo de unos quince minutos anunciando que el pastor había fallecido. Anne no se lo podía creer y entró corriendo en la estancia. El hombre estaba sentado en su silla, derrumbado sobre la mesa, con los ojos abiertos y el rostro ceniciento. Sintió un escalofrío al recordarlo. Se puso el camisón y se acercó a la chimenea. Tenía una mecedora frente al fuego y un chal en el respaldo. La lana la envolvió mientras se sentaba.

La tarde había resultado un tanto extraña con la llegada del nuevo pastor. Para empezar, era joven. Alto, con ojos verdes, delgado y muy desgarbado. Que no quisiera cenar solo en el comedor y se arremangara para ayudarla a limpiar la había dejado descolocada. El pobre hombre había aguantado su mala cara al llegar sin hacer comentarios. Ella sentía haberlo recibido de esa forma, pero la noche era peligrosa y el señor Hemsley tenía que ir a refugiarse a su casa antes de que fuera tarde. Los próximos días serían complicados ya que él haría muchas preguntas. ¿Cómo se tomaría que ella no las pudiera o no las quisiera responder? Acababa de llegar y nadie sabía, ni siquiera él mismo, si se iba a quedar de forma definitiva en la parroquia. Ella no quería meter la pata. Si alguien debía informarle, que fuera el Consejo.

Con un suspiro, se levantó de la mecedora y se metió en la cama. Rezó sus oraciones, apagó la vela y se durmió.

3

30 de enero de 1435

Unos golpes en la puerta lo sobresaltaron. Se había quedado dormido con uno de los dietarios en las manos. Lo dejó en la mesilla y se sentó en la cama, mirando a su alrededor, tratando de recordar dónde estaba. En la chimenea apenas quedaban unas brasas. Se levantó para avivar el fuego y sonaron los golpes de nuevo.

—Pastor, buenos días. Le traigo agua caliente para lavarse. ¿Puedo pasar?

Esa voz. Corrió a abrir la puerta, para encontrarse con una sonrisa radiante. Anne estaba en el rellano cargada con una jofaina y un aguamanil humeante. Se apartó para dejarla pasar.

—Buenos días. ¿Qué hora es? Aún no amaneció —saludó con voz pastosa Anthon.

—No, aún no. Anoche hablamos mucho, pero no de algunas cosas importantes, como su hora de levantarse. Así que me he tomado la libertad de venir a la misma hora que solía levantarse el pastor Seraphim, las cinco de la mañana.

Dejó la loza encima de la mesa, junto con una toalla limpia y bien doblada al lado. Se giró hacia el joven pastor. Tenía las marcas de la sábana en la cara, los ojos rojos, el pelo como un nido de pájaro y la misma ropa de la noche anterior, incluidas las manchas de compota.

—Sí, me he dormido leyendo. El cansancio pudo conmigo en pocos minutos. No, no me he cambiado, sigo oliendo a compota. Y sí, esta es una hora estupenda para levantarse y comenzar la obra del señor —dijo el joven, mientras se agachaba para avivar el fuego.

—Pues ya que lo hemos dejado todo claro, pastor. —Sonrió Anne—. Voy a preparar el desayuno. Le dejaré una cesta al lado de la puerta para que deje la ropa sucia y luego subiré a buscarla. ¿Sabrá llegar a la cocina?

—Solo tengo que seguir el maravilloso olor de su comida, Anne.

Anthon la vio marcharse y cerrar la puerta. Era un soplo de aire fresco en comparación a las anteriores parroquias en las que había estado con normas encorsetadas y obsoletas seguidas a rajatabla por matronas mayores que no tenían la menor intención de avanzar con los tiempos.

Se quitó la ropa y comenzó a lavarse con energía. Mientras se secaba, se acercó a la mesa donde estaba el panegírico en el que había estado trabajando. Se notaba que no conocía al anciano, pero poco se podía hacer ya para solucionarlo. Acabó de vestirse y estiró la cama. Seguro que no estaría tan bien como si lo hiciera Anne, pero le gustaba valerse por sí mismo en la medida de lo posible. Metió la ropa sucia en la cesta y se la apoyó en la cadera, como había visto hacer a las doncellas en el castillo cuando iban al río a lavar la ropa. Cogió los papeles en los que había estado trabajando y bajó las escaleras. Llegó a la cocina tal y como había dicho, siguiendo el maravilloso olor de la comida de Anne.

***

El funeral no ha ido tan mal como pensaba, de hecho, hasta me han felicitado por el panegírico que escribí anoche. He recogido la sacristía y me preparo para ir a la reunión del Consejo. Dos hermanas, Martha y Mathilda Wadlow, se quedan limpiando. Me despido y salgo a la calle, arrebujado en mi capa. Esta zona de Yorkshire es fría aunque estamos de suerte, hace sol y calienta un poco los huesos. Comienzo a caminar, pero enseguida freno, ¿dónde tengo que ir? No conozco el pueblo ni tengo idea de dónde se hacen las reuniones del Consejo. Respiro hondo. El aire frío me despeja y me hace temblar a pesar de la capa de lana. Entro de nuevo en la iglesia y me acerco a las hermanas.

—Disculpen, señoras…

—Señoritas, pastor —me interrumpen con una sonrisa.

—Señoritas Wadlow, ¿podrían decirme dónde se reúne el Consejo y cómo llegar? Temo que no he sido informado y, como saben, apenas llevo medio día en el pueblo.

Suelo ser parco en palabras pero cuando estoy nervioso, como ahora, doy hasta demasiadas explicaciones. Las mujeres me miran y asienten. Una se acerca a mí, no sé cuál, espero resolver esto pronto.

— Sígame, pastor. Lo guiaré desde la puerta, es muy fácil.

La mujer pasa por mi lado y sigue caminando hacia la puerta. A pesar de su edad es ágil y tengo que apresurar el paso para llegar hasta ella. Ambos salimos del edificio y la mujer señala el final de la calle.

—¿Ve la herrería, pastor?

Asiento. El pueblo es pequeño y esta es la calle principal, de hecho, la única calle. El resto son pequeños caminos que llevan a los campos de cultivo y de pastoreo. La calle se puede decir que comienza en la herrería, que es la entrada al pueblo, y llega hasta la casa parroquial, que está en la otra punta. Allí comienza otro camino que va hacia el molino y, según creo, hay alguna otra casa.

—Al lado de la herrería —prosigue la mujer— hay varias casas pequeñas y una casa señorial, esa es la del señor Hemsley. Allí suelen celebrarse las reuniones del Consejo. Ya ve que está cerca y es fácil de llegar.

—Desde luego, señorita Wadlow. Muchas gracias por las instrucciones. Ha sido usted muy amable con este pastor perdido.

Ya lo he vuelto a hacer, creo que me he pasado con el chascarrillo, aún no conozco a la gente del pueblo y no sé cómo se lo van a tomar. La mujer ríe con ganas, creo que vamos a llevarnos bien. Me despido y comienzo a caminar con parsimonia. Observo las casas de mis vecinos. Son sencillas y acogedoras, con grandes chimeneas funcionando a todas horas para caldear los hogares. El olor a madera quemada y humo no me molesta, al contrario, hace que todo sea más real. El ruido de mis pisadas me acompaña diciendo «estoy aquí, he llegado y voy a afrontar lo que me echen». Ojalá yo pensara lo mismo que ellas.

Llego a la casa señorial. Es bastante grande, de piedra, con una gran puerta de madera que está entreabierta. Se oyen voces dentro. Subo los tres escalones y me acerco para llamar, pero una jovencita abre del todo la puerta y me hace señas para que entre. No me mira. La sigo hasta un salón lleno de hombres y ella sigue con la cabeza gacha. Con la mano me indica que entre en la estancia. De repente escuchamos unos gritos ensordecedores

—¡Meggy! ¿Dónde estás, niña estúpida?

La joven corre escaleras arriba, directa hacia los gritos. Jamás había visto a alguien ir tan rápido hacia el peligro. No me doy cuenta del tiempo que llevo paralizado en la puerta hasta que el señor Hemsley se acerca a saludarme. Los gritos no solo han asustado a la criada.

—Buenos días, pastor. Veo que no le ha costado encontrarnos. Entre y le presento a algunos de sus nuevos feligreses.

El hombre me pasa el brazo por los hombros y me guía hacia el interior del salón. Es lujoso, pero sin grandes ostentaciones. Una gran mesa en el centro, rodeada de varias sillas con brazos. Una enorme chimenea calienta la estancia y frente a ella hay unas butacas grandes con una alfombra a los pies. Al otro lado, un gran mueble con puertas y cajones de madera maciza. Me van presentando al resto de miembros del Consejo. Cuando vuelva a la casa parroquial tendré que apuntarlos para poder recordarlos. Nos sentamos y comienza la reunión en la que, como es lógico, no se espera que yo aporte nada, por lo que ni tan siquiera me preguntan mi opinión.

Entre el calor de la chimenea, el trajín del viaje y la noche casi en vela, me voy amodorrando. Entre la bruma escucho las palabras «desaparición» y «muerte». Me espabilo y presto atención. Unas toses interrumpen al orador y veo cabezas girándose hacia mí sin disimulo alguno. El cambio de tema es evidente y también sin disimulo, por lo que suspiro y trato de volver a mi amodorramiento hasta que acabe la reunión. No lo consigo así que intento recordar si en la misiva del obispado enviándome a Wharram Percy hay alguna alusión al respecto. La repasaré con atención por si acaso se me pasó algo.

Por fin se acaba la reunión y todos nos levantamos. El señor Hemsley me acompaña a la puerta y todos van pasando por delante de nosotros, despidiéndose. Intento salir yo también pero una mano en mi hombro me lo impide.

—¿Me puede dedicar unos momentos, pastor?

Asiento sorprendido.

—Quiero pedirle disculpas por los gritos que ha oído a su llegada a mi casa. Estaban fuera de lugar. —El hombre está avergonzado y ruborizado, no se atreve a mirarme a los ojos—. Mi esposa tiene un carácter un tanto… especial y…

—No se preocupe, señor Hemsley, no hay nada que disculpar.

El hombre parece aliviado de que yo le reste importancia al asunto y se despide de mí con una sonrisa.

Vuelvo paseando a la casa parroquial asomándome a algunas callejas para ver dónde van a parar. Es todo campos de cultivo, pastoreo y bosque. Parece que podré retomar mi costumbre de dar paseos cuando me instale definitivamente, si es que esta parroquia es la definitiva. Desde que me ordené y me negué a ocupar el puesto que lord Owen había comprado para mí, el obispo me tiene de parroquia en parroquia. Apenas me da tiempo a conocer a los feligreses y ya tengo que marchar de nuevo.

***

Edith escuchó los gritos de Rebecca llamando a Meggy. Estaba mirando por la ventana, con discreción, ya que las señoritas no pueden estar detrás de los visillos cotilleando. Era la única forma de tener un cierto contacto con el exterior y ver a sus vecinos realizando sus quehaceres diarios, algo que le permitía hacer volar su imaginación. ¿Qué hacían? ¿Dónde iban? ¿Qué se decían al cruzarse? ¿Algún amor secreto? Si su madre, la gran devota, cristiana y bondadosa Rebecca, pudiera escuchar sus pensamientos ya estaría encerrada en el sótano con las ratas. Era un «amor» de mujer y Edith no tenía el valor de enfrentarla, ya se había encargado de ello desde que era una niña, con toda clase de castigos, reglas absurdas y martirios varios.

La joven tenía dieciséis años, morena con ojos castaños, no muy alta, delgada y con algunas curvas que su madre se encargaba de tapar con ropa vieja y remendada que le obligaba a llevar a todas horas, incluso en las escasas ocasiones que la permitían salir de casa. Siempre de negro riguroso, como Rebecca, que también se encargaba de hablar mal de la niña en cuanto tenía ocasión, tachándola de tonta y analfabeta. Los vecinos apenas dirigían la palabra a su madre, tan solo un educado saludo cuando se cruzaban y que era respondido con una mirada orgullosa por encima del hombro. Edith no podía responder, siempre con la cabeza gacha, tratando de no hacer nada que la enfadara. Aunque por mucho que se esforzara, siempre hacía algo que Rebeca consideraba una afrenta.

Su hermana, Laura, era el ojito derecho de mami. Rizos rubios, ojos celestes, carita de ángel, menuda y muy femenina. Tenía dieciocho años y ya debería haberse casado con su prometido Daniel, pero el compromiso se estaba alargando sin que nadie supiera el porqué. Edith suponía que eran las ganas de su hermana de seguir siendo el centro de atención. Daniel Percy era hijo de Rose y Nolan Percy, el cual era el hermano pequeño de los Percy, los dueños de las tierras que daban nombre a la aldea de Wharram Percy. Un gran partido para su hermana y del que presumía Rebecca, que siempre había querido emparentar con gente rica y subir de escala social.

Allard Hemsley, su padre, era un rico comerciante que, para no aguantar a la beata de su mujer, alargaba los viajes comerciales todo lo que podía. Pero se arrepentía al volver a casa y ver a su niñita, Edith, cada vez en peores condiciones. El problema era que él jamás había osado enfrentarse a su esposa. Rebecca se había adueñado de todo y él no sabía cómo salir de la rueda. Por suerte, era un hombre respetable y respetado por el resto de vecinos del pueblo. Formaba parte del Consejo y trataba de mejorar la vida de todos, pero era incapaz de mejorar la de su hija pequeña.

A sabiendas de que la niña adoraba los libros y escribir sus propios cuentos desde bien pequeñita, Rebecca había prohibido que Edith leyera o escribiera ya que, según otra de sus absurdas reglas, las señoritas no deben hacer esas cosas, no era correcto. Las señoritas debían casarse y depender total y absolutamente del marido. Incongruencia con su propio comportamiento que nadie entendía. En su casa solo había biblias de todas clases y épocas. Edith quería adquirir conocimientos, saber del mundo fuera de las cuatro paredes de su habitación y poder pensar por sí misma. Allard traía libros a escondidas para Edith y, muy de tanto en tanto, conseguía que Rebecca le dejara llevarse a la niña en alguno de sus viajes. Él procuraba alargar esos viajes para poder estar con ella y visitar a su librero favorito. Era maravilloso verla sonreír. Pero conforme la niña crecía, Rebecca la retenía más a su lado.

Edith escuchó aún más gritos en la habitación contigua, la de Laura. La pobre Meggy debía estar pagando el pato de algo que habría hecho Laura, o su hermana y Rebecca tenían ganas de torturar a alguien y la pobre criada era la diana perfecta. Sabían que había reunión del Consejo, que el nuevo pastor estaba siendo presentado al resto de miembros, pero les dio igual dar la nota. Cosa extraña ya que cuando había invitados solían sacar la mejor de las sonrisas hipócritas que tenían en su repertorio.

Unas voces masculinas se escucharon abajo. El Consejo había acabado y los hombres estaban saliendo de la casa. Se atrevió a abrir algo la puerta. ¿Se atrevería a bajar con alguna excusa a la cocina y ver al nuevo pastor? No. Cerró de nuevo la puerta. Los gritos habían cesado y cuando eso pasaba la siguiente en la lista de broncas pasaba a ser ella. Se sentó en una silla, incómoda como debe ser, haciendo ver que rezaba con fervor, mientras escuchaba a su alrededor. Los gritos comenzaron de nuevo y ella se levantó deprisa, apartó la cortina más de lo normal y pudo ver la típica capa negra de pastor. Parecía joven. El pelo castaño, bastante alto y algo desgarbado. Poco más pudo ver antes de que desapareciera por la calle principal dirección quién sabe dónde.

Colocó la cortina en su sitio, se sentó con un suspiro resignado y esperó a ver qué le deparaba el día.

***

Corría el año del Señor de 1433, mes de mayo para ser más precisos. Yo ya llevaba un tiempo ejerciendo de Pastor en Malton. Padre no quiso dejar que me apartara de él y sus maquinaciones aunque conseguí que me permitiera vivir en la humilde casa parroquial. Lo que no tuve en cuenta fue que él siempre tenía la última palabra y cuando me trasladé estaba llena de sirvientes del castillo

Esa soleada mañana de mayo padre apareció con un carruaje lujoso y estrambótico a las puertas de la iglesia. Justo después de la misa para que todo el mundo lo viera bien y no perdiera detalle. Aquello me sacó de quicio e hice algo que nunca antes había tenido valor de hacer, lo ignoré. Continué saludando a mis feligreses, personas humildes y buenas que merecían más mi atención que el señor de Malton. Una vez se hubieron marchado todos me dirigí al carruaje. Él ya se había bajado y me miraba con desdén. Por mucho que yo creyera que ya estaba acostumbrado, esa mirada seguía doliendo. Me erguí y lo miré sin dudar. No habló, tan solo hizo una señal para que subiera al carruaje. Mi primer impulso fue dar un paso adelante para obedecer inmediatamente, pero lo reprimí. Di media vuelta y entré de nuevo en el pequeño edificio de piedra. Recogí el altar, lo dejé todo en su sitio. Me arrodillé unos minutos a rezar antes de cerrar la iglesia y subir al ostentoso carruaje. Sonreí por dentro a sabiendas de que pronto me lo haría pagar. Esa pequeña rebelión me supo a gloria aunque duró lo que tardamos en llegar desde la iglesia a la enorme casa señorial del obispo Owen. Sí, pariente de padre. Creo recordar que era un tío lejano pero, con lo prolífica que es la familia, es difícil seguir el rastro de todos.

Nos hizo entrar en un salón bastante grande y lujosamente decorado. Ellos se sentaron frente a frente y a mí me relegaron a una otomana, como a un niño castigado en el rincón. No entendía para qué se requería mi presencia, pero enseguida quedó claro. Padre había comprado un puesto para mí de secretario del obispo. La rabia recorrió mis tripas y amenazaba con desbordarse. Ya estaba todo arreglado de antemano, sin consultarme. Me miraban de reojo y reían sabiendo que al final agacharía la cabeza, como siempre.

Una muchacha muy joven entró en la estancia. Era incapaz de mirar a nadie y temblaba de miedo. Colocó una bandeja encima de la mesa que había entre ambos hombres. Mientras preparaba el refrigerio el obispo aprovechó para manosear a la niña a su antojo. Aquello me encendió de tal manera que las palabras salieron de mi boca sin dar tiempo a mi mente a enfriarlas. Y quizá fue lo mejor. Salí de allí a paso ligero y volví andando a la casa parroquial. Subí a mi cuarto y preparé mi pequeño arcón y una bolsa con mi equipaje. Sabía que no tardarían en echarme así que ya me iba preparando. Durante estos años me he cuestionado mi arrebato, ¿qué hubiera pasado si hubiera agachado la cabeza como siempre? Enseguida me rebato a mí mismo: fue lo mejor que pude haber hecho.

La orden de dejar la parroquia de Malton no se hizo esperar. En menos de una hora llegaba el mensajero con mi nueva asignación. Salí de allí feliz y listo para afrontar lo que me deparara el futuro. O quizá no, pero era joven y pensaba que acababa de escapar del yugo de padre. Me han tenido dos años yendo de parroquia en parroquia. Cada cierto tiempo recibo una misiva en la que se me conmina a recapacitar y aceptar la oferta del obispo, a lo que yo me niego con obstinación. Hasta que hace unos días llegó la misiva con el traslado a Wharram Percy. Me extrañó que se me requiriera tan cerca del castillo y esperaba que no fuera alguna trampa para obligarme a aceptar el puesto de secretario. Me gustaría tener mi propia parroquia. Necesito asentarme y ponerme a trabajar en serio.

Llego a la puerta del que será mi hogar quién sabe por cuánto tiempo. Es pequeño y acogedor aunque necesita algunos arreglos. Miro a mi alrededor e inspiro una buena bocanada de aire. No, no me importaría que esta fuera mi parroquia definitiva.

***

Al entrar encontró a Anne, que estaba recogiendo las cosas que aún quedaban del anciano fallecido. Anthon corrió a ayudarla cuando estaba a punto de caerse con un pequeño baúl en los brazos. Era muy pesado y lo dejó con cuidado en el suelo.

—Gracias, pastor, casi me caigo —dijo sonriendo

—De nada. ¿Qué es todo esto, Anne?

—Son las cosas del pastor Seraphim. Lo normal es enviarlo todo a la familia y que ellos se encarguen, pero él no tenía familia. La ropa se repartirá entre los pobres y los libros irán a la buhardilla, como tantos otros.

Anthon se llevó las manos a la cabeza.

—¿A la buhardilla? Se echarán a perder. ¿Y dices que hay más allí? —pregunta ansioso.

—Así es, pastor, está llena de libros. Muchos podridos por el paso del tiempo y la humedad que hay allá arriba.

—Anne, prepara la ropa para los necesitados, pero los libros hay que llevarlos a mi despacho.

—Sí, pastor —dijo la mujer, encogiéndose de hombros.

Él abrió el pequeño baúl con avidez. Dentro se hallaban grandes obras encuadernadas de forma sencilla y resistente, para que aguantaran el paso del tiempo y los viajes. Anthon cogió el pequeño baúl y lo llevó a la sala en la que recibía, o debería recibir, a los menesterosos que necesitaran su guía y ayuda. Comenzó a entender por qué estaba repleta de anaqueles vacíos. Fue colocando los volúmenes en su sitio, excepto los diarios del anciano, que dejó sobre su mesa para poder ordenarlos y leerlos con calma. Quizá lo ayudaran a comprender a los aldeanos y mejorar la convivencia.

Ayudó a Anne a bajar más libros y baúles de la buhardilla. Los fueron dejando en el despacho para catalogarlos y colocarlos después. La estancia estaba llena de polvo. Los portones de la ventana estaban entrecerrados y apenas entraba un rayo de luz, lo justo para ver las paredes llenas de estanterías vacías. En la mesa descansaban varias hojas de pergamino desordenadas, con manchas de tinta pero sin texto alguno. Al abrir el cajón del escritorio encontró gran cantidad de plumas, algunas nuevas, otras muy usadas y desgastadas, cuchillas, secante y todo lo necesario para escribir pero… ¿el qué?

El despacho estaba vacío de documentos y libros. Ni tan siquiera se encontraban allí las biblias, libros religiosos y de teología, clásicos en un despacho parroquial y que eran utilizados para consultar y preparar los sermones, amén de aconsejar a los feligreses. Se acercó a la ventana y abrió las contraventanas dejando entrar la luz del mediodía a raudales en la estancia. Sin querer golpeó con la puntera del zapato bajo la repisa de la ventana. Se sorprendió al escuchar el sonido de la madera hueca. Con suavidad dio unos golpecitos por la zona. Sacó los almohadones rellenos de lana y los depositó en el suelo. Con el puño fue comprobando los tablones que conformaban una repisa ancha. Todos sonaban a hueco. La yema de sus dedos recorrió el borde de la madera. Tiró hacia arriba con fuerza, dejando al descubierto un arcón lleno de libros y hojas sueltas de pergamino repletas de símbolos y runas.

Cogió un libro y acarició el lomo con lentitud, rumiando. ¿Por qué estaban escondidos en lugar de estar en las librerías? ¿Por qué tanto secretismo? Dejó el libro en su sitio, bajó la tapa y colocó de nuevo los almohadones. El despacho volvió a la penumbra al cerrar las contraventanas desvencijadas. Sería una de las muchas cosas que arreglaría en cuanto se instalara. Al parecer el anciano párroco era bastante dejado en lo que a mantenimiento de las propiedades eclesiásticas se refería.

Mientras comían hablaban de las reparaciones necesarias, tanto en la casa como en la iglesia.

—¿Qué ocurrió para que esté todo tan dejado, Anne?

La joven no contestó. Se puso muy nerviosa y le temblaban las manos. Él no quiso molestarla más. De una forma u otra se acabaría enterando de lo ocurrido. En un pueblo tan pequeño, todo se sabía.

—Bueno, ¿tienes idea de cómo vamos a ordenar todos esos libros?

—Tengo una ligera idea, una ayudante. Joven pero muy competente. Se llama Edith Hemsley

—¿De qué me suena ese apellido? —preguntó, más para sí mismo que para recibir una respuesta.

—Es la hija pequeña de Allard Hemsley, el mercader que lo trajo ayer. Y que habrá vuelto a ver hoy dado que es uno de los miembros del Consejo.

Se levantó y comenzó a recoger platos antes de servir el postre.

—Sí. Hemos hablado un rato, después de la reunión –recordó Anthon—. Es muy amable y jovial. ¿Hablarás con la muchacha para que nos ayude?

—Por supuesto, pastor. Seguro que aceptará encantada. Es un ratoncillo de biblioteca.

Acabaron de comer y ella continuó con sus tareas. Él se encerró en el despacho y pasó la tarde leyendo los dietarios. Hablaban sobre la vida diaria de Wharram Percy y sus habitantes. Se fijó en que algunos pergaminos tenían unas extrañas anotaciones marginales. Al principio no les dio importancia ya que parecían manchas de tinta. Hasta que vio más. Comenzó a revisar a fondo todos los dietarios y manuscritos que ya había leído. Página a página, con lentitud. Repasando márgenes y notas a pie de página. No parecían aleatorias aun así no parecía que las páginas tuvieran nada en común unas con otras, exceptuando las notas.

Su cabeza comenzó a palpitar y sus ojos cansados le dejaron claro que no iban a seguir consintiendo que se les forzara a leer. Dejó los diarios sobre la mesa, se estiró ruidosamente y miró hacia la ventana. El sol casi había desaparecido. Era tardísimo. Encendió un par de candiles con las brasas que quedaban de la chimenea. Avivó el fuego para calentar la estancia. Recogió los pergaminos sueltos y los diarios, dejándolos a buen recaudo en el arcón de madera que había bajo la ventana. El escondite y sus secretos pasaron a un rincón de su cabeza, bien alejado de sus prioridades.

Vestía un sencillo vestido nuevo verde oliva ajustado a sus curvas. La melena suelta, peinada y brillante. Su cara era de felicidad mientras paseaba por el mercado de Malton. Curioseaba entre las paradas hasta que una mano se posó en su hombro. Más que una mano le pareció una garra que le clavaba las uñas con saña. Edith se despertó de repente, pero las garras todavía las notaba clavándose en su carne. En su hombro vio la mano de Rebecca clavando con fuerza sus uñas. No gritó. Sabía que era lo que ella quería aunque no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas.

—¿Así te dedicas al Señor? ¿Durmiendo? ¡Eres una niña vaga y estúpida!

Agachó la cabeza para evitar que la viera llorar. Rebecca le estiró el moño y la obligó a levantar la cara. Disfrutaba de cada grito y de cada lágrima que arrancaba a su hija.

—¡Baja! Tenemos visita —dijo mientras salía del cuarto—. Espero que sepas guardar la compostura y cierres la boca. Estarás presente pero no te quiero oír, ¿queda claro?

—Sí, madre —contestó la muchacha cabizbaja.

Un portazo hizo que saltara de la silla asustada. En el aguamanil el agua estaba helada. A ella jamás le subían agua caliente para sus abluciones. Se lavó la cara intentando ocultar las lágrimas, respiró hondo y salió del cuarto. Bajó las escaleras temerosa de lo que debía estar preparando Rebecca. La joven nunca estaba presente durante las visitas ya que era motivo de vergüenza para su familia. Con suavidad, llamó a la puerta de la salita y esperó a tener permiso para entrar, si es que la dejaban entrar. A Rebecca le gustaba hacerla esperar y en numerosas ocasiones la había dejado allí plantada.

—¡Entra! —le sorprendió Rebecca al contestar al momento.

Siempre con la cabeza gacha, entró en la salita que solía utilizar su madre para las visitas muy importantes. Estaba llena de lujos y Rebecca se vanagloriaba de cada uno de ellos en cuanto tenía ocasión.

—Siéntate.

Edith fue a su rincón. Se sentó en una silla incómoda, como la de su cuarto, y miró de reojo a la visitante. Era Anne Bradbury, la gobernanta de la casa parroquial. Todo era muy extraño, desde que su madre hubiera recibido a Anne hasta que ella misma estuviera allí presente.

—Buenas tardes, Edith —saludó Anne, con una sonrisa.

La joven miró a Rebecca pidiendo permiso para hablar.

—No seas maleducada, saluda a Anne.

—Buenas tardes, señorita Bradbury —susurró Edith. Y volvió a agachar la cabeza.

—¿Qué se le ofrece, señorita Bradbury? —inquirió Rebecca con altivez—. Me extraña que tenga algo que hablar con Edith.

—Verá, señora Hemsley, el pastor Anthon ha decidido recuperar gran cantidad de libros y documentos que sus antecesores guardaron en la buhardilla de la casa parroquial.

Al escuchar la palabra libros Edith alzó la cabeza y le brillaron los ojos. Algo que no pasó desapercibido a Rebecca y cuyo rostro se iluminó con una cruel sonrisa.

—¿Y qué tiene eso que ver con nosotras? —Su voz era melosa pero sus ojos amenazaban tormenta.

—El pastor me preguntó por alguien que pudiera hacerse cargo de organizar esos libros y documentos. Enseguida pensé en Edith y…

—¿En esta pequeña estúpida? Si apenas sabe leer —interrumpió Rebecca—. Además, una señorita no debe hacer esas cosas.

Anne vio el rostro afligido de Edith aunque esta trató de ocultarlo agachando aún más la cabeza.

—Pero, señora Hemsley, Edith es una muchacha muy inteligente y creemos que haría un gran trabajo con…

—¿Edith? ¿Inteligente? ¿De dónde ha sacado usted semejante mentira? —Rebecca estaba disfrutando y se le notaba—. Esta niña es una vaga y una estúpida, no sirve para nada y nunca hará nada de provecho.

Las lágrimas resbalaban por la cara de la dulce niña. Ahora entendía para qué le había hecho bajar Rebecca a recibir la visita. Seguramente Anne había preguntado por ella y su madre no quiso desaprovechar la ocasión para destrozarla de nuevo.

—Señora Hemsley, eso no era necesario. ¿Cómo puede hablar así de su hija? —Anne estaba escandalizada y apenas pudo aguantar la compostura.

—No he dicho nada malo, solo la realidad. Esta niña no sirve para nada ni siquiera para casarla con un desarrapado —se defendió Rebecca apuñalando a su hija con cada palabra que salía de su boca—. Se quedará aquí para cuidar a sus padres cuando sean viejos.

Edith no podía dejar de llorar. No quiso mirar a Anne. Estaba avergonzada y solo quería desaparecer para siempre.

—Veo que no será posible hacerle cambiar de opinión. —Anne no quiso dar más motivos a la mujer para seguir machacando a su hija—. ¿Puede Edith acompañarme a la puerta? No quiero molestarla más con mi presencia.

La joven se limpió las lágrimas con rapidez y todo el disimulo que pudo, pero sin levantar la cabeza.

—¿No has oído, niña tonta? Acompaña a la señorita a la puerta —ordenó con desdén—. ¿Ve lo que tengo que aguantar, señorita Bradbury?

Edith se levantó con rapidez, se dirigió a la puerta de la salita y la abrió esperando a que Anne se acercara.

—Que pase una buena tarde, señora Hemsley —contestó Anne de forma tajante.

Edith le abrió la puerta y la dejó pasar con la vana esperanza de que Rebecca dejara el asunto tal como estaba, pero ella no estaba dispuesta a no tener la última palabra. Cuando ambas estaban en la puerta de la calle la mujer gritó desde la salita.

—¡Cuidado, señorita Bradbury! ¡Edith es tan torpe y tonta que aún le enganchará las manos con la puerta!

Edith iba a cerrar cuando Anne se lo impidió con suavidad. Le dio un abrazo con todo su corazón y dejó una nota en sus manos mientras le susurraba al oído.

—Hasta mañana.

La joven recibió el abrazo con cautela, sintiendo el calor del cariño de Anne. Escondió la nota entre sus ropas y asintió de forma apenas perceptible por si Rebecca estaba vigilando.

Anne salió de la casa y Edith cerró la puerta. Con lentitud subió las escaleras y se encerró de nuevo en su cuarto. Esperó por si su madre la seguía para continuar con sus insultos. Al no aparecer, sacó la nota de Anne y la leyó con una sonrisa en los labios.

4

31 de enero de 1435

Edith se escabulló temprano de casa. Su madre no la quería ver ni la dejaba salir sin permiso.

La joven entró por el huerto que daba a la cocina. Una calidez la envolvió por completo dándole una sensación de bienvenida que jamás había sentido en su propia casa.

—Buenos días, Edith. Pasa y cierra la puerta, por favor. ¿Has desayunado? —preguntó Anne sonriente, mientras preparaba la mesa.

La joven cerró la puerta y se quitó la capa de lana que llevaba sin saber muy bien qué hacer con ella. En sus manos llevaba un pequeño devocionario tal como le había indicado Anne en su nota.

—Buenos días. No he desayunado. Tenía miedo de que ella me descubriera y me encerrara bajo llave —dijo Edith sin atreverse a mirarla.

—No te preocupes —Anne trató de quitarle importancia al asunto—. Siéntate allí, cerca del fuego. La mesa ya está preparada.

Edith vio como la mujer le cogía la capa y la colgaba en un gancho.

—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó con timidez.

—Ya lo tengo todo listo, Edith. Solo has de sentarte.

Anne ya iba cargada con una bandeja con el desayuno. Unas rebanadas de pan recién hecho, mantequilla casera, compota, leche. Edith miraba todo aquel despliegue con ojos desorbitados. En su casa solo tiraban la casa por la ventana cuando había invitados y en esas ocasiones a ella la dejaban la margen, comiendo restos con la criada. Sus tripas rugieron de hambre y ella, roja de vergüenza, agachó la cabeza.

—Perdón, lo siento —tartamudeó.

—No hay nada que perdonar. Eres joven y tienes que comer. Ambas necesitamos energía para el trabajo de hoy. Vamos, come.

Mientras desayunaban, Anne le acabó de explicar lo que había maquinado para que Edith pudiera ayudar sin que Rebecca encontrara forma de quejarse.

Al acabar fueron directas al despacho. Abrieron las ventanas por las que comenzó a entrar la luz de la mañana. Edith miró a su alrededor emocionada y sin poder creer lo que veía. El suelo y una mesa estaban llenos de libros. Se agachó y cogió uno al azar. Acarició el lomo con suavidad. Ya se imaginaba ordenando y catalogando todos aquellos libros. «Debo pensar en una forma fácil de ordenarlos para que el pastor no ande buscando como loco. Habrá que limpiar algunos, están llenos de polvo». Muchas cosas pasaron por la cabeza de la joven hasta que una tosecilla la devolvió al presente.

Se encontró dos caras sonrientes observándola. Dejó el libro donde lo había encontrado y se levantó con rapidez. Iba a comenzar a pedir disculpas, cuando Anthon habló.

—Buenos días, señorita Edith. Veo que Anne ya le ha enseñado nuestro tesoro.

—Buenos días, pastor. Estaba pensando cómo organizarlo, perdone si me he excedido. Yo…

La muchacha agachó la cabeza temiendo que la riñeran. Anthon miró a Anne extrañado porque la joven pidiera perdón continuamente sin haber hecho ni dicho nada malo.

—Edith, tranquila. Ya sabes lo que hemos hablado. Ahora tenemos que ir a la iglesia, ¿recuerdas el plan?

—Sí, Anne. Pero ya no estoy tan segura de llevarlo a cabo. —Su voz tembló.

—Anda, coge tus cosas y vamos —la animó con una sonrisa.

Anne cogió a la joven por el brazo y tiró de ella con suavidad. Cogieron sendas capas, los devocionarios y se fueron a la iglesia. Tenían un numerito que ofrecer a Rebecca.

La señora Hemsley tenía por costumbre ir cada día a la iglesia, en cuanto abrían las puertas. Se colocaba en el lugar más visible del edificio y declamaba sus oraciones cual actriz de teatro. Ese día se encontró con su hija arrodillada al lado de Anne, con el devocionario abierto y ambas rezando en un rincón discreto. Rebecca sintió la rabia subir por el pecho al ver que esa condenada niña había desobedecido sus órdenes. Debía contenerse y no montar un espectáculo, estaban en la casa del Señor. Esa mocosa recibiría su merecido, no importaba que hubiera salido de casa para rezar. Anne la miraba de reojo, estaba roja y parecía a punto de explotar. Sabía que no lo haría, las apariencias eran lo primero para esa mujer.

Le hizo una seña a Edith. Se pusieron en pie, se persignaron y salieron por una pequeña puerta lateral que estaba destinada al pastor. Rebecca olvidó sus rezos y salió deprisa por la puerta principal. Las vio entrando en la casa parroquial por detrás. Tiesa como un palo, caminó despacio y con altivez hacia la casa. Entró sin llamar, esperando pillar in fraganti a su hija con los libros. Lo que se encontró la dejó descolocada y sin habla. Edith llevaba un delantal de Anne, estaba de rodillas y con un cubo lleno de agua al lado, fregando el suelo con un cepillo. Rebecca se recompuso enseguida y miró a su hija con desprecio.

—¿Qué haces aquí, niña tonta? —Su voz cortaba como un cuchillo—. Te prohibí venir.

Edith se levantó enseguida, hizo una genuflexión y, con la cabeza gacha, se limpió las manos en el delantal.

—Buenos días, madre. —No se atrevió a mirarla—. Usted me dijo que una señorita no debía ocuparse de libros. Pensé que podría alegrarle el que dedicara mi tiempo al Señor. Rezando y ayudando, si usted lo permite.

Anne estaba en el quicio de la puerta esperando por si Edith necesitaba ayuda. La pobre muchacha temblaba, pero con su sumisión evitó el enfrentamiento que buscaba la señora. Rebecca lanzó un ultimátum.

—Si me entero de que haces algo más que rezar y fregar, te encerraré de por vida en el sótano con las ratas —dijo alzando un dedo huesudo.

Sin dar crédito a lo que acababa de oír, Anne se apartó de la puerta para dejar pasar a la señora Hemsley, que salió como un huracán del despacho y cerró de un portazo.

Anne y Edith se miraron sorprendidas por el exabrupto, pero acabaron abrazadas y riendo por haberse salido con la suya.

5

3 de febrero de 1435

El sol comenzó a despuntar por el horizonte y los gallos anunciaron la llegada de un nuevo día. Abrió las cortinas dejando entrar la luz en su cuarto. Observó como Wharram Percy iba volviendo a su vida diaria, en silencio, excepto por los desgarradores gritos de dolor de una madre desconsolada que había perdido a su hijo durante la noche. La joven sabía que no la molestarían hasta al cabo de unas horas, así que se dedicó a pensar en cómo retomar sus planes de futuro ahora que Daniel no estaba. Era mono pero hizo más caso a su madre que a ella. Una lástima que la niebla se lo llevara. El problema era que tendría que guardar luto por su prometido. ¡Dichosas convenciones sociales!

Unos suaves golpecitos la sacaron de su ensimismamiento. Se miró al espejo. Tenía buena cara y no engañaría a nadie. Quería que pensaran que estaba rota de dolor por la muerte de Daniel. De puntillas fue hasta el cajón de su mesita, cogió un diminuto frasco e instiló un par de gotas en cada ojo. ¡Pardiez! Picaba como si se hubiera restregado con varias cebollas. Sonaron de nuevo los golpecitos en la puerta y una voz suave que llamaba. Se metió en la cama tapándose con la manta. Necesitaba que la dejaran tranquila un rato más. Intentó hacerse la dormida pero, en lugar de llamar otra vez a la puerta, su madre la abrió directamente. Llevaba una taza humeante en la mano.

Laura apretó los puños con rabia. Se obligó a interpretar el papel de niña desconsolada asomando la cabeza por encima de las mantas. La cara que puso su madre al ver sus ojos hinchados y llorosos no tenía precio. Tuvo que hacer grandes esfuerzos para no reírse de esa vieja estúpida. La mujer dejó la taza en la mesa y salió corriendo a la cocina, volviendo al rato con un paño húmedo que olía a hierbas. Permitió que le pusiera el paño sobre los ojos. Tenía que reconocer que la señora tenía mano con las hierbas. Le alivió el dolor de ojos y rebajó algo la hinchazón. Por suerte, no lo suficiente como para haber sufrido los picores en vano y necesitar otra dosis de gotas.

—Buenos días, hija. El pastor está abajo, desea hablar contigo.

—Buenos días, madre. Ahora no quiero ver a nadie, ¿lo puede entender? —contestó la joven entre sollozos.

—Lo sé, hija. Pero ha insistido. Quiere darnos consuelo espiritual en estos momentos tan aciagos para nosotras. —Se estrujó las manos—. Pobre Daniel.

La joven torció el gesto. ¿Pobre Daniel? Y ella, ¿qué? Quería hablar con el pastor para que hicieran el funeral cuanto antes y poder seguir con su vida. Por desgracia no dependía de ella si no de Rose, la madre de Daniel. Siempre había sido muy cariñosa con ella aunque últimamente las cosas se torcieron. Laura no sabía por qué la señora Percy comenzó a tratarla mal y acababan todos discutiendo.