Nina - Anna K. Franco - E-Book

Nina E-Book

Anna K. Franco

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Beschreibung

Nadie debe saber que Nina puede interpretar mensajes del universo. Porque para ella es toda una maldición. Ha sufrido acoso escolar desde pequeña y sabe que, si esta peculiaridad se diera a conocer, harían de su vida un infierno. Sin embargo, una noche descubre que habrá un accidente fatal y una de las víctimas será Wayne, un compañero de clases del que tiene el peor de los recuerdos. Entonces deberá tomar una decisión de vida o muerte: ¿vale la pena exponer su secreto para salvarlo? ¿Sería capaz de no hacerlo? El problema es que, a veces, es imposible detener lo que ya ha comenzado. ¿Hasta qué punto somos capaces de dominar el destino?

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Nadie debe saber que Nina puede interpretar mensajes del universo.

Porque para ella es toda una maldición.

Ha sufrido acoso escolar desde pequeña y sabe que, si esta peculiaridad se diera a conocer, harían de su vida un infierno.

Sin embargo, una noche descubre que habrá un accidente fatal y una de las víctimas será Wayne, un compañero de clases del que tiene el peor de los recuerdos. Entonces deberá tomar una decisión de vida o muerte: ¿vale la pena exponer su secreto para salvarlo? ¿Sería capaz de no hacerlo?

El problema es que, a veces, es imposible detener lo que ya ha comenzado.

¿Hasta qué punto somos capaces de dominar el destino?

Tres chicas, tres historias y tres secretos te esperan en esta nueva serie de la aclamada autora de Brillarás.

Anna K. Franco

Nací un domingo de marzo, en armonía con los últimos calores del verano. Siempre tuve una imaginación inagotable y desde muy pequeña jugaba a interpretar personajes. A los ocho años se me ocurrió escribir cuentos y a los trece me enamoré de un libro que me inspiró a escribir algo igual de adictivo algún día.

Comencé a escribir casi como un juego. Se convirtió en mi profesión cuando publiqué mi primera novela en 2012. Desde entonces, escribo ficción juvenil bajo el seudónimo Anna K. Franco, y narrativa femenina con mi nombre real, Anabella Franco.

¡Visítala!

: @anna_karinef

: @annakarinef

: Anabella Franco

“El destino es el que baraja las cartas, pero nosotros somos los que jugamos”.

Frase atribuida a William Shakespeare y Arthur Schopenhauer

1 Nina

EL GOLPE ME DOLIÓ MÁS QUE MI ORGULLO, QUE YA ESTABA ESTROPEADO. Miré la cancha, masajeándome la cabeza: Wayne Bennett acababa de batear hacia mi lado y su amigo Peter reía porque la pelota me había alcanzado.

–¡Wayne! –exclamó el entrenador.

Wayne alzó los brazos en señal de que no tenía la culpa de lo sucedido. Para mí, lo había hecho a propósito, pero el entrenador no quería perder a su estrella deportiva favorita, por eso fingió que creía en su inocencia.

Ponerse en contra de Wayne era peligroso. Su familia era influyente y famosa. Su padre era el periodista más reconocido de la cadena CBC en Toronto, donde vivíamos, y su madre era la editora en jefe de una importante revista. Aportaban mucho dinero a la escuela y, en el caso de que su hijito fuera amonestado, podían hacerle mala prensa.

Ni se me ocurrió alcanzarle la pelota. Me quedé paralizada junto a la cancha, con los libros contra el pecho y la mochila colgando de un hombro mientras que Wayne se acercaba para recogerla. Tenía el cabello rubio húmedo y sus mejillas estaban acaloradas. No sé por qué esperaba una disculpa de su parte si los chicos como él nunca cambiaban.

Me miró con sus ojos de color azul cielo.

–Ten cuidado. No deberías pasar por aquí cuando estamos jugando –advirtió. Utilizó un tono sereno, pero apostaba a que se burlaba por dentro.

Me di la vuelta y continué caminando. Giré en cuanto me pareció que alguien me seguía: Peter, su amigo, estaba imitando mi forma de moverme. Aunque quería gritarle que me dejara en paz, callé otra vez. Mi padre siempre me aconsejaba que ignorara las burlas. Según él, eso haría que los acosadores se aburrieran y fueran en busca de la reacción de otro acosado. Hacía tres años que le hacía caso sin resultado. El grupo de Wayne nunca se cansaba, su ingenio para ridiculizarme era inagotable.

Había pasado por muchos colegios y la historia se repetía. No importaba cuánto me esforzara para ocultar mi condición: tarde o temprano, mis compañeros se daban cuenta de que no era como el resto y las burlas aparecían.

Quien las había iniciado en esa escuela era el mismísimo Wayne Bennett. Debí sentirme orgullosa de que el chico más popular me hubiera elegido como su víctima, pero ¿cómo podía sentirme bien de esa manera? Y con “esa manera” no me refiero a su actitud, sino a la mía. Mejor dicho, a mi condición.

Por aquel entonces, tenía trece años. Hacía tres meses que no sufría una recaída. Creí que, quizás, ya me había convertido en una persona normal. Eso me impulsó a empezar de nuevo. Le rogué a mi padre que me cambiara de colegio una vez más. Como le prometí que sería la última, me esforzaba para cumplir desde que él había aceptado enviarme a la escuela donde consiguió una beca gracias a su trabajo en la universidad. De verdad creí que ya estaba curada y que todo sería mejor en un nuevo lugar, pero nada salió como esperaba.

Desde el primer día noté que algunos compañeros me miraban con el rabillo del ojo y que reían entre ellos cuando yo les pasaba por al lado. No podía culparlos: tantos años de burlas me habían transformado en un bicho raro y me costaba entablar conversaciones con las personas de mi edad. En casa, con los amigos de papá, era simpática y extrovertida. En la escuela, en cambio, solía vestirme con colores oscuros y me apartaba en los rincones para pasar inadvertida, como rogándoles en silencio a mis compañeros que no me molestaran.

Por supuesto, era imposible que ese acuerdo perdurara. En la segunda semana de clases, un episodio me sucedió frente a todos mientras daba una lección de Geografía. Eso señaló mi destino.

–Los polos geográficos no son lo mismo que los polos magnéticos –expuse en voz baja. Hablar en público era lo peor que me podían pedir en la vida–. El eje de la Tierra pasa por…

Giré para señalar el mapa que se proyectaba en la pizarra. En ese momento, noté que un rayo de sol que se filtraba por la ventana impactaba en un punto del Océano Pacífico.

No pude reprimir la visión; jamás podía ni bien comenzaban. Me abstraje de la realidad. Algunos sucesos que me habían acontecido ese día regresaron a mi memoria como una película: el avión que pasó sobre mi casa cuando salí por la mañana, el agua que goteaba de un grifo en el baño de la escuela, el rayo de sol en un punto del Océano Pacífico. Las señales se conectaron: vi un avión impactando en el agua, gente gritando, un hombre ahogándose.

–Nina. ¡Nina! –exclamó la profesora, tomándome por los hombros.

Volví a la realidad como si me hubieran golpeado. Estaba temblando delante de todos. No tenía idea de cómo había pasado de señalar el mapa a mirar al frente. Sentí un cosquilleo sobre el labio y me toqué con un dedo: estaba sangrando. Solía ocurrirme cuando interpretaba señales y, a veces, cuando las profecías se cumplían. Los síntomas empeoraban según cuánto me esforzara para mantener el control. En ese momento, casi había dejado la vida en ello para no pasar vergüenza.

Wayne arruinó mi esfuerzo soltando una carcajada ruidosa.

–¡Está menstruando por la nariz! –gritó, señalándome. Todos rieron.

–¡Wayne! –lo regañó la profesora.

Ya era tarde: esa estúpida frase inició un nuevo calvario.

Cuando llegué a casa esa tarde, me enteré de que un avión de una aerolínea asiática había desaparecido. Yo sabía qué había ocurrido con él, pero ¿quién me creería? Al menos encontraron los restos a los pocos días y se resolvió el misterio para las familias que habían perdido a sus seres queridos.

Interpretar señales no solo se sentía atemorizante: generaba una enorme sensación de impotencia. Si hubiera dicho algo de lo que había visto acerca del avión, habrían sospechado que había provocado el suceso. Además, no tenía manera de intervenir en ello. Me había acostumbrado a ocultar mi condición, porque cuando era ingenua y hablaba de ella, siempre surgían problemas.

Sam Graham, mi padre, me adoptó cuando yo tenía cinco años. Pidió que se conservara mi apellido de origen, Henderson, por mi identidad. Él me contó que lo heredé de mi madre, una mujer muy joven llamada Rachel. No me acordaba de ella, ni siquiera tenía una fotografía para conocerla. Me hubiera gustado saber si se parecía a mí o si le ocurría lo mismo. Mamá había muerto cuando yo tenía tres años. Mi padre biológico jamás había dado señales de vida.

Sam era el mejor papá del mundo, pero nada podía hacer para ayudarme. Como yo provenía de un origen incierto, las primeras veces que me abstraje de la realidad y sufrí dolor de cabeza, sangrado por la nariz, palidez, fiebre y temblores, me llevó al hospital. Creyó que padecía epilepsia o alguna enfermedad hereditaria. Después de varios estudios, los médicos aseguraron que los síntomas no tenían un origen físico y le sugirieron que consultara con un psicólogo, un psiquiatra y un psicopedagogo.

El psiquiatra me diagnosticó una patología inespecífica, compatible, quizás, con una fobia social leve. El psicólogo atribuyó mi comportamiento retraído y temeroso a la orfandad. La psicopedagoga, por su parte, opinó que no tenía problemas de aprendizaje. A decir verdad, me iba bien en el colegio; la única dificultad era que no podía socializar.

Por aquel entonces no terminaba de entender las señales, pero las veía casi todos los días. A veces indicaban asuntos importantes; otras, tonterías. Una vez supe qué prepararía mi padre para la cena, también que una vecina se quedaría sin empleo. El problema era que no terminaba de comprenderlas hasta que me enteraba de las noticias, así que el padecimiento de interpretarlas era inútil.

Con el tiempo, las señales empezaron a conectarse mejor, pero la represión ganó y dejé de encontrarlas seguido. Para ese momento, ya intentaba disimular lo que me sucedía y evitaba las interpretaciones lo máximo posible. Había una lucha entre mi mente incontrolable y mis deseos de dominarla. No quería que la gente siguiera comentando que yo era rara por culpa de que me habían abandonado y de que me había adoptado un hombre soltero homosexual.

Desde el día del accidente de avión, tomé en serio mi condición y comencé a investigar. Lo más cercano a un verdadero diagnóstico que encontré fueron algunos artículos que hablaban de sincronía y evolución consciente.

Básicamente, la teoría expresa que el universo nos envía señales todo el tiempo, pero muy pocos pueden interpretarlas. Al nivel en que yo lo hacía, solo debíamos ser un puñado en el mundo. Incluso hallé el número telefónico de un supuesto médico que aseguraba que podía orientar a los “intérpretes”, como nos denominaba en su página. Nunca me atreví a llamar. Temía caer en las manos de un estafador, pero por sobre todas las cosas, no quería ser una “intérprete”, sino una chica normal.

Si llevaba cuatro años en la escuela a la que entré a los trece, fue porque ignoré a los acosadores y, además, nunca llegaron al extremo que había soportado en otras instituciones: golpes, amenazas, ciberbullying. Por eso ya no tenía redes sociales y solo utilizaba la mensajería instantánea cuando era inevitable. Abandonar el mundo virtual me había liberado de una tortura, pero me había sumido en el aislamiento. Solo tenía contactos en foros de manga y anime donde usaba una identidad falsa. Nadie real. Nadie con quien contar, además de mi padre y su novio Allen.

Llegué a casa con la cabeza todavía un poco adolorida por el golpe de la pelota. Soporta un poco más, pensé para darme ánimos. Solo este año y habrás cumplido la promesa: no más cambios de escuela.

–¿Te sientes bien? –preguntó Sam durante la cena.

–Sí –respondí, procurando disimular mi falta de entusiasmo.

–Te ves triste. ¿Siguen molestándote en la escuela?

Me encogí de hombros.

–Siempre molestan.

–Sabes que, sin importar lo que digan, no tienen razón, ¿verdad? ¡Imagina si yo hubiera prestado atención a lo que han dicho de mí a lo largo de mi vida!

Ciertamente, la vida para él había sido dura. La gente prejuzgaba. Lo admiraba por haberse atrevido a vivir su sexualidad y adoptarme sin tener en cuenta los mandatos sociales, pero eso no me consolaba. Lo mío era diferente: yo estaba enferma. Habría cambiado el hecho de ser una intérprete por una vida normal sin dudar. Él, a diferencia de mí, no tenía nada que modificar.

–No te preocupes, estoy bien –aseguré–. Los chicos de esta escuela son los acosadores más tontos que he tenido. Lo máximo a lo que han llegado es a arrojarme una pelota.

–¿Quién lo hizo? –indagó, preocupado.

–Wayne. Seguro no lo recuerdas y no hace falta que lo intentes. Me tiene sin cuidado, es como un niño. Un malcriado que no creció, por eso necesita lucirse ante los demás, llamar la atención.

–Conversaré con el director de ser necesario. Si las cosas se ponen difíciles, tienes que contármelo.

–Si fueras a hablar, solo agravarías la situación. Puedo resistirlo, en serio. Además, es el último año. En la universidad, todo será distinto.

Dudaba de mis propias afirmaciones, pero quería que se quedara tranquilo.

Antes de dormir, me senté delante del escritorio y continué con una escena del manga en el que estaba trabajando. Solía dibujar mis interpretaciones e inventaba historias gráficas a partir de ellas. Tenía que extraer todo eso de mi interior de alguna manera. De paso probaba a ver si, exteriorizando las escenas, las señales me dejaban en paz.

A veces deseaba que el mundo se detuviera para huir de él. De haber podido, me habría quedado en casa, a resguardo de las personas, renunciando a toda vida social. Desistía porque, a decir verdad, solo quería estar a salvo de las señales, y ellas aparecían en cualquier parte, sin importar el momento. Si tan solo hubiera podido reprimir las consecuencias físicas como hacía con las interpretaciones mentales… Quizás, algún día, se terminaran. Seguiría restringiéndolas lo máximo posible hasta que desaparecieran y, entonces, tal vez pudiera sentirme una persona normal.

2 Wayne

SUBÍ EL VOLUMEN DE LA MÚSICA:SPEAK, DE GODSMACK, ERA UNA DE MIS canciones favoritas.

Paige se arrastró por la cama hasta la orilla donde me hallaba sentado y me besó el cuello. Llevó una mano a mi pantalón mientras introducía la otra dentro de mi camiseta.

Le rodeé las mejillas y la besé con fuerza. Solía buscar en nosotros un afecto más profundo, pero no estaba seguro de que lo encontrara algún día. No nos amábamos y, como no conocía otra cosa, me conformaba con el deseo.

A pesar de que éramos novios, no terminaba de sentirme cómodo con ella. Estaba seguro de que Paige seguía conmigo porque, estando juntos, nuestra popularidad había aumentado. La gente solía decir que éramos atractivos. Nuestros conocidos pensaban que nos divertíamos. En parte tenían razón. Yo era alegre y simpático. Ella, bastante despreocupada. Sin embargo, a solas, yo pensaba demasiado, y mi vida nunca me había llenado. Sabía que algo faltaba. Seguía haciendo lo mismo porque, si me apartaba de mis amigos, me quedaría solo, y eso me asustaba demasiado.

Abrió mi cremallera, apartó la ropa interior y se inclinó sobre mi entrepierna. Ni siquiera nos habíamos desnudado y, aun así, me hizo acabar en cuestión de minutos. Al terminar, la invité a acostarse y le devolví el placer con mi lengua.

Estaba bien mientras lo hacíamos. Sin embargo, cuando la abrazaba después de haber terminado, me sentía desanimado. Aunque intentaba conectar con Paige, no encontraba la manera. Permanecer a su lado después de compartir algo tan íntimo sin más recompensa que el placer momentáneo me hacía sentir vacío.

Bajé el volumen de la música y cerré los ojos. No conseguí relajarme. Después de un rato, me alejé con la excusa de ir al baño y me encerré allí a jugar con el móvil.

Supe que habían transcurrido veinte minutos cuando Paige golpeó a la puerta.

–¿Te quedaste dormido? –preguntó entre risas–. Sé que te dejo agotado, pero estoy aburrida.

–Lo siento, ya salgo.

Guardé el teléfono enseguida, me lavé las manos y reaparecí en la habitación intentando recuperar el buen ánimo que me caracterizaba.

Paige estaba sentada en la orilla de la cama.

–Tu empleada nos trajo esto –explicó, señalando una bandeja.

Me senté junto a ella y me apoderé de un sándwich. Paige recogió mi móvil y subió el volumen de la música. Sonaba Fall to Pieces, de Velvet Revolver.

–¿Por qué escuchas música tan depresiva? –cuestionó. Cambió la canción por otra de su agrado. Me acarició una pierna mientras yo abría un refresco para ella–. Son las seis. ¿A qué hora vienen nuestros amigos?

–Les dijiste que la fiesta comenzaba a las ocho.

–Un día me gustaría invitar a Carrie. No dejo de imaginar lo gracioso que sería hacerle lo mismo que sucede en la película.

Permanecí en silencio mientras ella reía. Tal vez, a los trece años, imaginar a Nina Henderson bañada en sangre de cerdo me hubiera hecho el día. Paige la había apodado “Carrie” a esa edad porque siempre andaba vestida con colores oscuros, escondiéndose detrás del cabello, y casi no hablaba con la gente. De no habernos enterado de que tenía un padre adoptivo, habríamos creído que su madre era una fanática religiosa que la atormentaba como al personaje de Stephen King.

Todo eso ya no me causaba gracia. Nina pasaba tan desapercibida que, desde hacía mucho tiempo, ni la registraba. De hecho, no recordaba cuándo había reparado en ella por última vez antes de golpearla sin querer con la pelota de softball. Al acercarme noté que entendió que lo había hecho a propósito. Por alguna razón, solo le hice una advertencia sin pedirle disculpas. Era cierto que no debía caminar junto a la cancha cuando estábamos jugando. Aun así, debí actuar de otra manera. Me hubiera gustado entender por qué no lo había hecho.

–¿Por qué no empezamos la fiesta solos? –preguntó Paige con expresión traviesa.

–Sabes que no tengo eso –respondí, entendiendo a qué se refería.

–Yo traje –dijo y extrajo un cigarro de marihuana del bolso.

Abrí la puerta del balcón y nos sentamos en el suelo, mirando el parque que rodeaba la casa. Di una calada al cigarro para acompañarla aunque no me gustara. Cuando volvió a ofrecérmelo, le dije que no. Escuchamos música hasta que anocheció.

Mi amigo Jasper llegó antes de que Rose, el ama de llaves, se fuera a disfrutar su noche libre.

En realidad, se llamaba Rosa y vivía con nosotros desde que yo era muy pequeño. Me cuidó desde que tenía menos de un año hasta que dejé de necesitar una niñera. Era como una madre para mí. Por eso y por la relación honesta que teníamos, no me gustaba que me viera en las fiestas. En esos momentos, yo me convertía en la prueba viviente de que se podía ser dos personas al mismo tiempo: una en sociedad y otra en privado. Fingía más que nunca, y la superficialidad de esas actitudes se oponía a los recuerdos de la infancia que me unían a ella: Rosa enseñándome a cocinar, su voz entonando canciones en español para que me durmiera cuando lloraba en medio de la noche y le decía que le temía a la oscuridad, los dos mirando telenovelas mexicanas mientras comíamos nachos con las ricas salsas que ella preparaba.

A mis padres no les importaba lo que yo hiciera. Esa noche, mamá se hallaba en Nueva York, reunida con los accionistas de la empresa a la que pertenecía la revista que dirigía, y papá había ido a cubrir una nota exclusiva a Vancouver. Casi nunca estaban en casa: si no se hallaban trabajando, viajaban o tenían compromisos sociales. Ni siquiera los veía seguido cuando era niño, mucho menos ahora que ya casi tenía dieciocho años.

Para la medianoche, la casa estaba llena. Nadie sabía guardar en secreto las fiestas y siempre se colaban personas que no habíamos invitado. En el fondo, eso me fastidiaba. Sin embargo, cuanta más gente me rodeaba, la falsa ilusión de que me encontraba acompañado crecía. Al final, siempre terminaba sintiéndome más solo. Aguantaba por el miedo a que fuera peor que mi novia, mis amigos e incluso los desconocidos no estuvieran.

Después de beber unos tragos, varias chicas terminaron bañándose en ropa interior en la piscina climatizada. Algunas parejas aprovecharon las habitaciones libres de la mansión y los alrededores arbolados para tener sexo. La música debía de escucharse hasta afuera. Tenía la suerte de vivir en un vecindario espacioso y de que ningún vecino llamara a la policía.

Jasper y Peter se quitaron los pantalones y la camiseta y se arrojaron a la piscina con las chicas. Hice lo mismo con Paige. Nos besamos entre algunos tragos de cerveza. Le acaricié un pecho y ella comenzó a moverse contra mi pierna. Estaba a punto de invitarla a mi habitación cuando se oyó un grito.

Giré la cabeza: una chica que no conocía miraba, inmóvil, a otra que parecía tener algo atorado en la garganta. Los testigos reían, sin duda estaban ebrios o drogados y creían que se trataba de una broma.

Dejé la botella sobre el borde de la piscina, salí impulsándome con las manos y fui hasta ella. Me posicioné detrás, la rodeé con los brazos a la altura del estómago y jalé hacia arriba. Por suerte, el bocadillo con el que se había atragantado salió despedido enseguida. Tosió y vomitó; se notaba que había bebido y consumido alguna droga. La gente dejó escapar exclamaciones de asco y salió del agua al ver que el fluido se derramaba hacia el interior de la alberca por las ranuras de las baldosas.

Me pasé la mano por el rostro para espabilarme. Un chico estiró un brazo para sujetar a la chica que yo todavía sostenía por la cintura.

–¿Eres idiota? –la regañó, molesto.

–¿Es tu novia? –indagué. Resultaba evidente que, al menos, la conocía–. Aléjate, estás demasiado alterado.

Paige me tocó el hombro.

–No te metas –ordenó, ofreciéndome mi botella de cerveza.

–¡Tonta! –le gritó él a la chica, todavía enojado.

–Vete de mi casa ahora mismo –decreté, utilizando un tono autoritario.

Intentó amedrentarme con su cuerpo. Aunque yo no quería problemas, no retrocedí. No era un conjunto de músculos digno de aparecer en una película de acción, pero en mi casa había un gimnasio que utilizaba a diario y jugaba al softball, así que estaba en forma. No le temía a un imbécil ebrio y drogado.

–Déjalos, Wayne, por favor –rogó Paige, colgándose de mi brazo.

Jasper apareció para apartarnos. La chica que antes había gritado tomó a su amiga del brazo y la arrastró prometiéndome que se marcharían. El chico se fue por su lado.

Me puse el pantalón y me senté en el césped, junto a una tumbona donde una pareja se besaba y acariciaba. Caí de espaldas, con las manos detrás de la nuca, un poco mareado. Paige se recostó a mi lado. Comenzó a tocarme el pecho. Sin darme cuenta, me quedé dormido.

Cuando abrí los ojos, el sol me cegó. Aparté el brazo de Paige de mi abdomen y me senté. El jardín era un caos similar al que había en mi cabeza. Lo único bueno era que todos se habían marchado. Me rodeaba de gente para evitar la soledad, pero luego no soportaba las consecuencias. En ese momento, recordé la escena de la piscina y no me reconocí. A veces sentía que mi vida era una película y que mi verdadero ser se transformaba en un simple espectador.

Me levanté tambaleándome y entré a la casa por la puerta vidriada del fondo, que comunicaba el jardín con la cocina. El refrigerador estaba abierto, había bebidas volcadas en el suelo y colillas de cigarros por doquier, incluso rastros de cocaína. La sala era otro desastre. Para colmo, alguien había vomitado sobre la alfombra blanca en la que estaban los sofás. Todo daba asco.

Me senté y apoyé la frente sobre las manos con los dedos entrelazados: Rosa me mataría. Agradecí que todavía no hubiera llegado para que me diera tiempo a limpiar, aunque sea, el vómito y la droga. ¿Qué hora sería? Mi móvil había quedado en mi dormitorio, el cual cerraba con llave para que nadie lo invadiera, al igual que la habitación de mis padres y el escritorio. Miré el reloj de la pared. ¡Las diez de la mañana! Eso significaba que Rosa sí había vuelto.

Me levanté de un salto y me dirigí a las escaleras. En ese momento, la vi bajando detrás de una pareja a la que seguro había descubierto en una de las habitaciones. Él era uno de mis invitados. No conocía a la chica. Me saludaron al pasar, mientras salían.

Suspiré al tiempo que Rosa se aproximaba. Su ceño fruncido me bastó para comprender que, una vez más, la había decepcionado.

–Se me parte la cabeza –comenté, a ver si así me salvaba de su reprimenda. Casi no reconocí mi propia voz, sonaba ronca y apagada.

Me llamó con un gesto de la mano y fuimos a la cocina. Aparté unos vasos sucios de un taburete y me senté frente al desayunador. En menos de cinco minutos, ella me entregó una copa con un preparado.

–Gracias –dije y bebí casi sin respirar. Su remedio para la resaca era el mejor.

Apoyó una mano sobre mi antebrazo justo al mismo tiempo que yo asentaba el vaso sobre la mesa. Nos miramos y ella me acarició el pelo.

–Dejaste a tu novia inconsciente y desabrigada en el jardín –pronunció.

–Ya voy.

Dejó escapar el aire por la nariz de forma ruidosa.

–Sabes lo que sucede en las fiestas. ¿Por qué las permites, si ni siquiera te interesan? ¿Cuándo dejarás de intentar contentar a tus amigos? Apuesto a que, esta vez, hacer una tampoco fue tu idea.

–Me haré responsable –aseguré. Teníamos el acuerdo de que, si la gente dejaba la casa demasiado sucia, yo colaboraba con la limpieza.

–Comienza por hacerte responsable de esa chica. Yo empezaré por la sala –indicó y se dirigió a la puerta de la cocina.

–Rosa –la llamé. Ella se volvió–. Gracias.

Me dedicó una sonrisa serena y se retiró.

Fui al jardín y me senté junto a Paige, que todavía dormía en ropa interior sobre el césped. Apoyé el dorso de un dedo en su hombro. Noté su piel muy fría.

Me dirigí al vestidor de la piscina y recogí un abrigo de toalla. Mientras la cubría me pregunté por milésima vez cómo hallar una vida que de verdad me hiciera feliz.

“¿Cuándo dejarás de intentar contentar a tus amigos?”. Cuando ya no tema perderlos. El día que la soledad deje de ser un problema.

Ojalá me hubiera atrevido a correr el riesgo de que las personas me quisieran por ser quien era y no por mimetizarme con ellas.

3 Nina

EL LUNES ME LEVANTÉ Y ME METÍ RÁPIDO EN EL BAÑO DE LA PLANTA SUPERIOR. Después de ducharme, puse pasta en el cepillo de dientes y me enderecé para lavarme delante del espejo. Mi rostro pálido, rodeado de cabello lacio negro, me recibió con una mueca de disgusto. Dejé el cepillo inmóvil dentro de mi boca y me toqué un punto rojo que había aparecido en mi mentón: me había salido una espinilla. La adolescencia había sido amable conmigo en cuanto al acné, sin embargo, a veces me daba alguna muestra de que todavía no terminaba de convertirme en una adulta.

Me pregunté cómo se las ingeniarían Paige y otras chicas para lucir siempre atractivas. No me interesaba parecer una modelo, pero no podía negar que me hubiera gustado sentirme más a gusto con mi apariencia. Quizás, si hubiera tenido una mejor relación conmigo misma, no me habría transformado en el hazmerreír de cada colegio al que asistía.

Continué cepillándome los dientes para dejar de reflexionar frente a mi reflejo y me vestí. Se me había hecho tarde y tenía el tiempo contado para llegar a la escuela.

–¡Buen día! –exclamó mi padre en cuanto entré en la cocina.

–Buen día –respondí y lo abracé por la espalda. Él giró y me devolvió el abrazo.

Lo ayudé a colocar las tazas sobre la mesa. Sam se ocupó de los platos. Desayunamos a las apuradas, conversando sobre un examen que yo tenía ese día y sobre sus clases en la universidad. Era profesor de Historia y siempre tenía cosas interesantes para contar.

Me despedí antes de que se hiciera más tarde, recogí la mochila y salí de casa para ir a mi auto. Era un coche viejo, pero era el primero que tenía y le guardaba mucho cariño.

Encendí el estéreo y busqué Army of Me, una de mis canciones favoritas de Björk. Mientras recorría la calle de mi casa, subí el volumen de la música. El pequeño naipe de tarot con la rueda de la fortuna que colgaba del espejo retrovisor se movía junto con unas cintas rojas y un colgante con el dije de un gato negro.

El ruido ensordecedor de un claxon me obligó a frenar de golpe. Un coche blanco salió de la nada y por poco colisionamos. Durante un microsegundo me acordé de que mi madre había muerto en un accidente de tránsito. A pesar de que supe que se trataba de una señal, logré ignorar el miedo que eso me produjo y le hice un gesto al conductor para que cruzara. Todavía asustada por la posibilidad del choque, soporté que me advirtiera con cara de enojado algo que no alcancé a oír. Respiré hondo y continué mi camino con más cuidado.

Busqué un lugar libre en el estacionamiento de la escuela. Como estaba llegando tarde, me costó hallar uno. Enfilé hacia el único sitio desocupado, pero un increíble Porsche me lo robó. Era el inconfundible convertible gris azulado de Wayne Bennett.

Apreté los puños sujetando el volante, tentada de gritarle algo. Su música sonaba tan fuerte que cubrió la mía. Su novia iba en el asiento del acompañante y sus dos estúpidos amigos, detrás. Él descendió y apoyó el codo en el techo del auto. Ni siquiera me miró. Su amigo Peter, en cambio, me dedicó una sonrisa burlona. Lo más probable era que me hubieran quitado el lugar a propósito.

Tuve que ir al estacionamiento que estaba del otro lado del campo de deportes para encontrar un espacio. Desde allí debía caminar bastante hasta el edificio central, así que acepté que llegaría más tarde de lo habitual.

Iba lamentándome por lo insoportable que me resultaba asistir a clases cuando algo en el suelo llamó mi atención. En el cantero que bordeaba las escaleras de la entrada, ensombrecido por una planta, había un naipe con el cuatro de diamantes.

Todos mis pensamientos se subordinaron al miedo: esa carta era la segunda señal. Sabía que se relacionaba con el choque que había evitado hacía un rato, pero no entendería qué simbolizaban los dos hechos juntos hasta que se presentara la tercera señal.

Retrocedí un escalón con la intención de volver a casa. Quería encerrarme en mi habitación y ocultarme en la cama para evitar que la siguiente señal apareciera. No quería sufrir los efectos físicos de las interpretaciones ni cargar con una profecía que podía ser una tontería o algo muy serio.

Di otro paso atrás. Entonces colisioné con alguien.

–¡Si serás imbécil! –protestó Peter.

Subí de golpe los dos escalones que había bajado y lo miré. De haberse tratado de otra persona, le habría pedido disculpas, pero no quería cruzar ni una palabra con él. Giré la cabeza para ocultar mi perfil detrás de mi cabello y hui antes de que continuara insultándome. Lo malo fue que, al final, terminé entrando al colegio. Por lo menos no compartía las primeras horas con ninguno de su grupo.

No pude concentrarme en las clases. Solo pensaba en el naipe con el cuatro de diamantes. ¿Por qué diamantes? ¿Por qué un cuatro? A la vez, temía abstraerme de la realidad y empezar a temblar y a sangrar frente a todos.

Por favor, no quiero más señales. No necesito entender qué significan. Solo deseo ser normal.

Pasé el tiempo dibujando ese naipe de muchas formas y tamaños, a ver si así lograba anular la siguiente señal.

Durante la hora del almuerzo, casi no probé bocado. En la mesa de al lado estaban Wayne y sus amigos hablando de un club al que él asistiría con Paige esa noche. Hasta me enteré de que les permitirían entrar sin importar la edad porque conocían al dueño. Jasper y Peter empezaron a bromear sobre sexo y apostaron entre risas qué compañeros serían vírgenes todavía. Por supuesto, yo entré en la lista.

Escuchar tantas tonterías me ponía de mal humor. Otra vez pensé en ir a casa y concretar mi plan de ocultarme bajo las sábanas. Sin embargo, me negaba a admitir que no tenía el control sobre las señales y que podían arruinarme la vida a su antojo, así que me quedé. Tenía que ser fuerte y resistir. Por suerte, Wayne y sus amigos se fueron antes que yo, y tuve un rato de paz.

En cuanto terminé de almorzar, me dirigí al baño y luego al aula de Literatura. Me detuve con un pie en el umbral al descubrir que Wayne, su novia y sus amigos eran los únicos que estaban allí. De haberlo sabido, habría esperado en el pasillo a que llegara alguien más. Temía estar a solas con ellos; me parecían los acosadores más tontos que había tenido, pero eran molestos y ese día no me sentía fuerte para soportarlos. Ya estaba allí, ¿qué podía hacer? Volverme les habría dado material para reírse de mí hasta fin de mes.

Avancé cabizbaja con paso rápido. Paige, Peter y Jasper me miraron con el ceño fruncido. Habían hecho una ronda con los pupitres y estaban en un sector estratégico del aula; era imposible evitarlos. Intenté pasar por detrás de Wayne sin prestarles atención, pero las miradas me pusieron muy nerviosa. Supuse que se reían de mí en silencio y, aunque estaba habituada a ello, siempre dolía. Cometí el error de intentar distraerme mirando lo que había sobre los pupitres. Estaban jugando a los naipes. Wayne tenía un cuatro de diamantes en la mano.

Volví a perder el control sobre mi mente. La realidad se convirtió en una nube blanca y reaparecieron imágenes de algunas situaciones que había vivido ese día: el coche que casi colisionó conmigo, el cuatro de diamantes en la entrada del edificio del colegio, el mismo naipe en la mano de Wayne.

Las señales se conectaron al instante: el automóvil de la mañana se convirtió en el de Wayne, los diamantes en dinero, el cuatro en él y tres chicos que no conocía. Salían de un club y subían al Porsche de Wayne. Él perdía el control del vehículo, colisionaba de frente contra una cafetería y el coche estallaba. Logré detener la interpretación en el momento en que todos ardían entre las llamas. Sentí el dolor de Wayne mientras se quemaba. Era evidente que morirían, y no quería ver muertos.

Volví a la realidad al tiempo que daba un paso atrás. No pude sostenerme en pie y caí al suelo. Me cubrí la boca y la nariz para que no vieran el sangrado, aunque sin duda ya lo habían notado.

Paige se levantó del asiento bruscamente.

–¡¿Cuál es su problema?! ¡Qué miedo! ¿Estará poseída? –chilló.

Peter se acercó. Comenzó a estudiarme como si yo fuera un insecto.

–Carrie, ¿estás enferma? –indagó.

–Tal vez se esté convirtiendo en zombi –bromeó Jasper.

Wayne se agachó.

–¿Estás bien? ¿Debería llamar a la celadora? –preguntó.

–Wayne –gimoteó su novia, tomándolo del brazo–. Aléjate de ella, me da miedo.

Apoyé una mano en la pared y me levanté tambaleándome; sentía que mi dignidad se revolcaba por el suelo. Me limpié la nariz con el dorso de la mano y reacomodé la correa de la mochila sobre mi hombro.

Era ilógico creer que Wayne Bennett, por una vez, hubiera sido amable conmigo; supuse que enseguida se echaría a reír al igual que sus amigos. Paige me miraba de una forma tan repulsiva que por poco no sentí asco de mí misma. Tuve que huir si no quería quebrarme delante de ellos.

Salí del edificio llevándome algunos chicos por delante. Atravesé el campo de deportes corriendo. Me refugié en mi auto y me limpié la sangre con un pañuelo de papel. Luego apoyé las manos y la cabeza en el volante y sucumbí a la confusión de mis pensamientos.

Nunca había interpretado las señales de una muerte evitable. Ahora sabía que Wayne Bennett moriría esa noche y, con él, tres desconocidos. ¿Qué debía hacer? ¿Ignorar una información tan importante o intervenir en el destino de Wayne y de esos chicos?

Por primera vez podía advertirle a alguien que, de hacer algo, moriría. Pero ¿acaso quería? Sin Wayne, sus amigos y su novia perderían poder, y yo me desharía de parte de mis acosadores. Además, ¿tenía derecho a intervenir en el destino de alguien?

No había posibilidad de que fuera una predicción falsa; jamás había fallado en la interpretación de las señales. Tampoco me constaba que pudiera evitar algún suceso pronosticado, porque nunca había tenido la posibilidad de intervenir en uno. Hasta ese momento, lo que había podido entender con anticipación habían sido cosas buenas, asuntos sin importancia o tragedias inaccesibles, y siempre se habían cumplido. Lo más probable era que no fuera capaz de detener el curso de los acontecimientos.

Era demasiado para mí, más de lo que podía soportar. No pude volver al colegio. Encendí el coche y regresé a casa maldiciendo ese día. Quería borrar lo que había visto, librarme de la presión de tomar una decisión que podía significar la vida o la muerte de cuatro personas.

Terminé en la cama, tal como debí haber hecho en lugar de entrar a la escuela.

Padecí fiebre y mareos. Temblaba y sudaba bajo las sábanas. Hacía mucho que una predicción no me afectaba de tal manera y que yo no intentaba reprimirla con tanto empeño.

Sam llegó al atardecer y me encontró a oscuras.

–¿Qué haces acostada? ¿Te sientes mal? –preguntó con preocupación.

–Solo estoy cansada. Por favor, déjame dormir. No cenaré.

–¿Estás segura? ¿Tus compañeros te lastimaron de alguna manera?

–Tranquilo. Necesito descansar.

–De acuerdo. Pero sabes que puedes contarme lo que sea, ¿verdad?

–No te preocupes. Cierra la puerta cuando salgas. Gracias.

Respetó mi pedido y se fue antes de que tuviera que repetirlo.

Mi estado empeoró cuando cayó la noche y entendí que la hora decisiva se acercaba. Tenía dos opciones: evitar que Wayne condujera su automóvil para salvarlo junto con esas tres personas o convivir con el cargo de conciencia de ni siquiera haberlo intentado. Mi propia madre había fallecido en un accidente de tránsito. ¿Acaso no hubiera preferido que alguien lo evitara?

Procuré convencerme de que era mejor no intervenir, pues era imposible evitar el destino. Yo solo era capaz de interpretar las señales del universo, no de mandar sobre él. Pero ¿y si no era cierto? ¿Y si, en realidad, entender las señales significaba que debía involucrarme? Jamás lo había pensado de esa manera. Siempre había creído que lo que me ocurría era una maldición, porque complicaba mi vida. ¿Y si, a decir verdad, era un don y podía ayudar a los demás?

Detuve enseguida esos pensamientos. No tenía la obligación de ser altruista. Tampoco sabía dónde encontrar a Wayne. Solo podía hallarlo en el club que habían mencionado y que había visto en mi interpretación, pero me resultaría imposible entrar si no conocía al dueño para que ignorara mi edad o sin una identificación falsa. Ni siquiera se me ocurría cómo evitar delatar mis visiones si intervenía. Debía ignorar lo que sabía. Quizás, por primera vez, la profecía no se cumpliera.

Intenté dormir para olvidar. Mi plan dio resultado y, cuando volví a abrir los ojos, ya no se oían ruidos en la casa. Mi padre estaba dormido, tenía que ser la madrugada.

La fiebre había bajado y ya no temblaba ni sudaba. Estiré una mano y recogí el móvil de la mesita de noche: eran las dos y media de la madrugada. Tragué con fuerza y miré el cielorraso en penumbras. Un coche pasó por la calle y las luces se reflejaron en el techo de mi dormitorio. Tal vez Wayne, en ese momento, estuviera abandonando el club en su vehículo, llevándose consigo la vida de tres personas. Seguro colisionaba contra la cafetería porque había bebido o se había drogado. Por lo menos, nadie en esa tienda salía herido, pues en mi interpretación se encontraba cerrada.

Bajé las escaleras y me preparé un café. Aunque luego me costara dormir por la cafeína, me senté a beberlo en el comedor con la esperanza de que me ayudara a distraerme.

Fue imposible no seguir pensando en el accidente. Ese mediodía había escuchado que Wayne iría con Paige al club. Entonces, ¿por qué ella no estaba entre los accidentados de mi visión?

Por primera vez desde que había tenido la profecía, pensé en lo que había detrás de esos chicos. Aunque posiblemente todos fueran de la misma calaña que Wayne y sus amigos, era el destino de cuatro familias lo que estaba en juego. Quizás los diamantes del naipe no representaban dinero, sino algo todavía más valioso: cuatro vidas.

Me pasé una mano por el pelo. El cuatro también podían ser las ruedas del vehículo y un horario: las cuatro de la madrugada. No había visto todo eso en la predicción, pero mis interpretaciones casi siempre eran acertadas, aunque no se produjeran en el momento en que conectaba las señales.

De pronto me encontré pensando que, si hubiera decidido intervenir antes, podría haber averiguado la dirección de Wayne y presentarme en su casa. En cambio, ahora ¿cómo entraría a ese club?

Lo busqué en internet. Cerraba a las cuatro de la madrugada. Tantos números iguales eran como otra señal en sí misma. Ojalá hubiera sabido de qué.

¿Por qué la vida era tan cruel? ¡Tan solo quería beber mi café! Sin embargo, algo dentro de mí gritaba que no podía permitir que esas personas murieran sin siquiera intentar evitarlo. No importaba si Wayne me había herido, su vida era más importante que sus acciones.

De repente, tuve una idea. Quizás no era necesario que enfrentara a mi compañero, poniéndome en evidencia: solo debía evitar que utilizara su coche. Si el automóvil se averiaba, no habría accidente.

Regresé a mi cuarto mascullando un insulto; ojalá hubiera podido actuar de manera egoísta. Me vestí con un pantalón negro, una camiseta de un grupo de rock y una chaqueta de cuero sintético. Me calcé las botas, escribí una nota para mi padre y la dejé sobre la cama:

 

No te asustes, fui a un club. Vuelvo antes del amanecer.

 

Tomé las llaves de mi auto y me dirigí a la cocina. Recogí una pequeña caja de la última gaveta del mueble que estaba debajo de la encimera, la guardé en el bolsillo de la chaqueta y salí.

4Nina

NO QUERÍA BAJAR DEL AUTOMÓVIL. AUNQUE SIEMPRE ME ESFORZABA POR olvidar las profecías, pensé en el accidente para atreverme. El Porsche de Wayne estaba aparcado en la misma calle donde yo me encontraba. Si no impedía que lo condujera, él y tres personas más morirían. Quizás fallecieran de todos modos, no tenía idea de qué sucedería, pero si ni siquiera intentaba salvarlos, no podría vivir con mi conciencia.

Caminé hasta el vehículo y me aseguré de que nadie me viera. Extraje del bolsillo la caja que había recogido de la gaveta de mi casa, me acuclillé junto a una rueda y deposité delante de ella algunos clavos. Pensaba hacer lo mismo con las otras tres, pero un pensamiento derribó todo lo que había planeado: ¿Y si la culpa del accidente la tenía yo por reventar sus neumáticos?

Miré la esquina de la cafetería donde sabía que el coche se incrustaría: si seguía adelante con mi plan, tal vez dejara de ser la que quería salvar a la gente para convertirme en una asesina. Temí que existieran cámaras de seguridad o que alguien me hubiera visto y que, después del accidente, declarara ante la policía lo que yo había hecho. Me imaginé recibiendo una condena de prisión perpetua y entonces me apresuré a retirar los clavos.

Permanecí junto al coche un rato, procurando dar con otra idea. Pensé en abrir la cubierta del motor y desajustar alguna manguera para que no arrancara. Desistí porque no había manera de entrar al vehículo sin forzar la puerta y, aunque lograra abrir la cubierta del motor desde afuera, sería mucho más notorio que colocar clavos delante de las ruedas. Además, para qué lo haría, si ni siquiera tenía idea de qué manguera desconectar para cumplir con mi propósito.

Suspiré, temblando. Tendría que enfrentar a Wayne aunque no quisiera.

Podía esperarlo cerca del coche. El problema era que, si me veía forzada a delatar parte de mi secreto, no solo él lo notaría, sino también sus amigos. Era mejor entrar al club e intentar abordarlo a solas. La pregunta era cómo. Jamás había pisado una discoteca y tampoco tenía ganas de hacerlo. Imaginaba que, allí, la gente no se parecería en nada a mí y que se reiría de alguien como yo. En un lugar como ese, las chicas vestían a la moda, bebían y se divertían. Era el sitio indicado para Wayne y sus amigos, no para la aburrida de Nina.

Crucé la calle cabizbaja, con las manos en los bolsillos, e intenté ingresar como si nada. Un brazo se interpuso en mi camino.

–Ya casi cerramos –murmuró un tipo vestido con un traje negro. Se hallaba sentado en un taburete.

–No importa.

–Tu entrada y tu identificación.

–¿Tengo que pagar para entrar? –pregunté, sorprendida. No podía creer que la gente gastara dinero en ingresar a un lugar donde seguiría invirtiendo en bebidas, y menos que yo estuviera dispuesta a hacer lo mismo solo para intentar salvar a Wayne Bennett y sus amigos.

El custodio señaló una ventanilla a mi derecha. Dudé acerca de aproximarme, pues si le decía que había olvidado mi identificación, me dejaría afuera aunque hubiera pagado. En ese momento, se dio la vuelta para atender una consulta de alguien y yo aproveché para inmiscuirme en el pasillo. Lo atravesé con el corazón en la garganta, temerosa de que me descubriera.

Tal como sospechaba, el público de ese lugar no distaba mucho de la gente con estilo que poblaba el colegio. El ambiente de luces bajas y la música electrónica contribuían a idealizar todavía más esas figuras. Sería difícil encontrar a Wayne entre la multitud. Además, todavía no tenía idea de cómo impediría que subiera a su auto.

Recorrí el salón dos veces. Después de un rato, logré hallarlo. Estaba de pie delante de un sofá negro con un vaso en la mano. Conversaba con dos chicos de unos veinte años que se hallaban a su lado y con otro que abrazaba a una chica en el asiento. Reconocí sus rostros: habían aparecido en la interpretación. No había rastros de Paige; quizás a último momento había desistido de ir, por eso no aparecía en la premonición. Miré la hora en mi teléfono: tenía treinta minutos para urdir un plan que le impidiera a Wayne llegar a su auto.

Intenté avanzar para retenerlo con alguna excusa, pero apenas pude dar un paso. No sabía qué decir sin ponerme en evidencia y, aunque lograra inventar algo, estaba segura de que no me haría caso. Tenía que cambiar de estrategia.

Seguí los carteles indicadores y subí las escaleras en busca de los baños. Le pediría a alguien que lo invitara a entrar a uno e intentaría darle conversación.

Encontré algo mejor: un empleado digitó un código en un panel numérico y abrió la puerta de un cuarto con un cartel que decía “privado”. No alcancé a ver el número que marcó para volver a abrir la puerta una vez que él se fuera, pero tuve otra idea.

Me quité el cinturón, lo acomodé contra el marco a la velocidad de la luz y me apoyé en la pared, delante del panel, rogando que el empleado saliera rápido. Por suerte tardó poco en abandonar la habitación y dejó que la puerta se cerrara sola detrás de él. Alcancé a sostener el cinturón con el pie antes de que terminara de cerrarse y, así, logré mantenerla un milímetro abierta sin que la gente lo notara.

Bajé corriendo las escaleras y busqué una chica atractiva que se hallara sola. Encontré a una que estaba enviando mensajes con su móvil cerca de un mostrador.

Cuando la saludé, me miró con el ceño fruncido.

–Te pagaré si me haces un favor. ¿Ves aquel chico rubio con camisa azul, camiseta blanca y pantalón café claro? –Señalé a Wayne. Ella asintió–. Soy su novia y sospecho que me engaña; quiero comprobar si es capaz de hacerlo. Necesito que le digas que tu amiga lo vio, se volvió loca por él y lo está esperando en el cuarto privado del primer piso.

La chica negó con la cabeza.

–Estoy cansada de escuchar a mis amigas protestar por lo mismo. ¿Por qué no lo dejas y ya? Aunque te hiciera el favor y comprobaras que es incapaz de engañarte, ¿cómo lo mirarías a los ojos después de haber intentado hacerlo caer en una trampa? Si te engaña o no, igual es una relación tóxica.

¡Vaya! No podría haberlo dicho mejor.

–Sé que tienes razón, pero necesito que vaya a ese cuarto. Es de vida o muerte. Por favor.

Suspiró a la vez que ponía los ojos en blanco y se alejó en dirección a Wayne sin reclamar el dinero. Subí las escaleras rogando que no se arrepintiera a último momento. Debía trazar un plan alternativo en caso de que la puerta del cuarto privado se hubiera cerrado o de que Wayne no subiera.

Por suerte, el cinturón seguía en su lugar, así que pude entrar a la habitación sin problemas. Resultó ser un depósito lleno de cajones y botellas. Había dos ventanas que daban al exterior. Una parte de una de ellas se hallaba cubierta por un mueble donde guardaban copas y la otra estaba abierta. No encendí las luces, pero sí me aseguré de que el cinturón siguiera en su sitio para que Wayne pudiera entrar como había hecho yo.

Volví a consultar la hora: faltaban quince minutos para las cuatro. Dependía de una desconocida y de la voluntad de Wayne para engañar a su novia. Empecé a contar los segundos; estaba muy nerviosa. La puerta se movió. Temí que se tratara del empleado, por eso me oculté detrás de una pila de cajones. Si solo entraba por un segundo, como antes, no me vería.

Cuando distinguí la figura de Wayne avanzando hacia la ventana, me puse todavía más nerviosa. No sabía qué decir. La imagen del accidente volvió a mi memoria y di un paso adelante con cautela. Él se dio la vuelta y me miró. Sus ojos se agrandaron. Su boca se abrió.

–¿Nina? –preguntó–. ¿Qué haces aquí? ¿Dónde está Paige?

–¡Ibas a engañarla! –protesté, sin entender por qué él preguntaba por ella, si yo había acordado otra cosa con la chica.

La expresión de desconcierto de Wayne me pareció lo más auténtico que había visto de él desde que lo conocía.

–Creo que no deberíamos estar en este lugar –dijo e intentó volverse hacia la puerta.

No podía permitir que se fuera. Tampoco tenía idea de cómo retenerlo. La desesperación me llevó a actuar sin pensar. Aparté el cinturón con un movimiento brusco y la puerta se cerró de repente.

–¿Qué haces? –soltó Wayne, todavía más confundido, e intentó abrir. Fue inútil: estábamos encerrados. El picaporte no servía sin digitar el código en el panel numérico interior. Dio unos golpes a la puerta–. ¡Ayuda! ¿Alguien escucha?

La música sonaba muy fuerte, nadie oiría. Era probable que todavía estuviéramos allí a las cuatro de la madrugada. Entonces ¿lo había conseguido? ¿Podía salvarles la vida a Wayne y a sus amigos?

Giró hacia mí.

–Nina, ¿puedes explicarme por qué esa chica me dijo que mi novia me esperaba aquí, pero estás tú en lugar de Paige?

–¿Eso te dijo? –rezongué.

–Sí. Paige me avisó que no podía venir por un problema de último momento. Cuando esa chica se acercó y me dijo que mi novia me esperaba en el cuarto privado del primer piso, creí que quería darme una sorpresa, por eso subí. Por favor, explícame qué estamos haciendo aquí.

¿Desde cuándo Wayne, en lugar de burlarse, me trataba bien? Sin duda creía que la loca de la escuela lo asesinaría y quería que le perdonara la vida. Era imposible decirle que intentaba salvarlo.

Hasta ese momento no había sido consciente de lo que me esperaría a partir de esa noche. Bajé la cabeza, aterrada de mi futuro. Wayne les contaría a todos lo que había hecho la loca de Carrie y las burlas se intensificarían. Se volverían intolerables, como en las demás escuelas a las que había asistido, y yo tendría que resistir el acoso extremo o cambiarme de colegio, incumpliendo la promesa que le había hecho a mi padre.

–Nina. ¡Nina! –exclamó–. ¿Qué ocurre? ¿Puedes decirme por qué estamos en este sitio?

Como yo seguía sin responder, desistió y metió la mano en el bolsillo. Sabía lo que haría. No podía permitir que todo lo que yo había logrado hasta ese momento se desperdiciara por una llamada. En cuanto activó el móvil, se lo arrebaté.

–¡Devuélveme el teléfono! –ordenó con desesperación. Negué con la cabeza–. ¡Devuélvemelo o tendré que quitártelo!

En cuanto dio un paso adelante, corrí a la ventana. Resultaba evidente que, físicamente, yo era mucho más débil que él. Si quería, Wayne podía hacerse del móvil con facilidad. No me dejó opción y lo arrojé por la ventana.

–¡No! –prorrumpió, tomándose la cabeza con las manos–. ¿Estás loca? ¡Mi teléfono!

Se asomó por la abertura y, en una fracción de segundo, se volvió hacia mí. Cerré los ojos y giré la cabeza, creyendo que me golpearía. Volví a abrirlos cuando transcurrieron unos segundos y todavía no había recibido la sacudida. Wayne se asomó por la ventana otra vez.

–¡Oigan! –gritó. Me asomé también: dos chicas caminaban por la calle lateral del club. Se detuvieron ante el llamado y lo miraron–. Se me cayó el móvil. ¿Podrían arrojármelo?

Mi corazón empezó a latir con fuerza cuando una de las chicas se dispuso a ayudarlo.

–¿Dónde está? –indagó.

–Cayó allí, en el contenedor de basura –señaló Wayne.

Ella rio y le hizo fuck you.

–Muérete, imbécil –bramó. Sin duda creyó que él se estaba burlando.

–¡Aguarda! ¡No! –exclamó Wayne–. No te vayas. Regresa, por favor.

Suspiré y me respaldé en la pared con los ojos cerrados. No podía mirar la hora en mi móvil, o él se daría cuenta de que tenía uno e intentaría arrebatármelo. ¿Cuánto tiempo faltaría para las cuatro? ¿Cuándo acabaría la tortura?

–¡Ey, Giulio!

La exclamación de Wayne volvió a ponerme en alerta. Si acababa de mencionar a alguien, lo conocía, y era probable que esa persona sí lo ayudara.

Me asomé por la ventana una vez más. Los amigos de Wayne estaban en la acera junto con la chica que había visto en el sofá. Ella no moría en la premonición. ¿Por qué se iba con los que sí? ¿Acaso mi plan había dado resultado y ya estaban a salvo? ¿Había cambiado el destino de cuatro personas?

–¡Hasta luego! –gritó Giulio.

–¡Esperen! ¡No se vayan! –exclamó Wayne–. Tuve un percance, pero ya voy con ustedes.

–No me vengas con eso, ¡estás divirtiéndote con tu novia! –respondió Giulio, riendo–. Cuidado, el club ya casi cierra. Nos vemos otro día.

Volví a apoyarme en la pared con los ojos cerrados. Casi podía sentir la paz regresando a mis neuronas, la tranquilidad del deber cumplido.

–¡Giulio! –soltó Wayne.

A continuación, lo oí pasar junto a mí en dirección a la puerta. Se oyeron más golpes de su puño y luego, un sonido metálico. Abrí los ojos: la puerta se estaba abriendo.

–¡No! –grité y corrí hacia Wayne.

–¿Qué hacen aquí? –preguntó el empleado, entre sorprendido y molesto.

–Fue un error. Disculpe –respondió Wayne.

–¡Quédate! –exclamé y lo tomé del brazo.

–Llamaré a seguridad –dijo el sujeto, buscando un transmisor.

–No lo haga, conozco al dueño. Además, ya nos vamos –contestó Wayne.

Intentó tomarme de la mano, pero me aferré a su brazo para retenerlo y él terminó arrastrándome por el pasillo.

–¡Espera! –rogué.

–¿Qué sucede? Camina. No quieres quedarte aquí –pidió, sin detenerse.

–No te vayas. ¡No conduzcas tu auto! Por favor, ¡quédate conmigo!

Sacudió el brazo y, así, logró liberarse. Giró hacia mí y me sujetó de los hombros mirándome a los ojos. Yo temblaba.

–Nina, si no hablas, no puedo ayudarte. ¿Qué ocurre? ¿Tienes otro de esos ataques o algo parecido?

–¡Imbécil! –grité, desesperada.

Negó con la cabeza, todavía más desorientado, y me dio la espalda. Comenzó a caminar muy rápido.

Fue difícil seguirlo entre tanta gente. Casi rodé por las escaleras por correr detrás de él y tuve que empujar a varias personas para atravesar el pasillo de salida. Para entonces, lo había perdido de vista.

Recién volví a divisarlo en la acera.

–¡Wayne! –lo llamé. Como era de esperarse, me ignoró.

–¡Esperen! –gritó a sus amigos.

Los chicos estaban subiendo a un automóvil blanco. No era el de Wayne. La chica que no estaba en la premonición iba con ellos. No contaba con que existiera otro vehículo, ni con que otra persona pudiera reemplazar a Wayne. Me sentí perdida, las vueltas del destino eran imprevisibles.

Tal vez nada ocurriera. O sí. Imaginé que el accidente ahora se produciría en ese otro coche. No había nada que hacer: yo jamás sería más fuerte que el universo.

Intenté consolarme con esa idea mientras veía a Wayne alejarse. Sin embargo, no me sentía tranquila; sabía que no había hecho todo para retenerlo. Pensé que, si alguien hubiera retenido a mi madre, ella se habría salvado. Si el accidente ocurría de todas maneras, ya no era capaz de salvar a los demás, pero sí a Wayne. ¿Podía hundirme más? No tenía opción.

–¡No subas a ese auto! –grité y corrí hacia él. Lo sujeté de la camisa y, así, conseguí que se diera la vuelta–. Si subes, morirás. Todos morirán. ¡No lo hagas! ¡No mueras!

En ese momento se oyó un estruendo. El suelo tembló. Wayne giró y yo me asomé para mirar por el costado de su brazo. El coche de sus amigos acababa de estrellarse contra la cafetería de la esquina. Me cubrí la boca con una mano y di un paso atrás. Un instante después, el automóvil explotó, tal como sucedía en la premonición.

Wayne retrocedió. Su espalda colisionó contra mi pecho. Se dio la vuelta como si acabaran de darle una bofetada y me miró. Estaba mareada y sentí el hilo de sangre deslizarse de la nariz a mis labios. Wayne me sujetó de los brazos e impidió que cayera al suelo.

–¿Por qué me dijiste eso? –preguntó, agitado–. ¡¿Cómo lo sabías?!

–Tengo que irme –balbuceé, desesperada.

–¡Contéstame!

–¡Tengo que irme! –repetí, llorando. Se oían sirenas, y eso me aterrorizó–. Suéltame, por favor. ¡Tengo que irme!

La mirada de Wayne cobró un matiz que nunca le había visto; sentí que me comprendía. Me soltó de golpe.

Trastabillé al dar un paso atrás. Me limpié la sangre que caía de mi nariz con una mano temblorosa, volteé y me eché a correr en dirección a mi auto.

5 Wayne

LLEVÉ LAS MANOS A MI CABEZA MIENTRAS VEÍA CORRER A NINA HENDERSON por la acera, en dirección a la calle de atrás del club. “¡No subas a ese auto! Si subes, morirás. Todos morirán. ¡No lo hagas! ¡No mueras!”. ¿Por qué me había dicho eso? ¿Acaso de verdad mis conocidos habían muerto y Nina sabía que eso sucedería? ¡Era imposible!