No disparen al balón - Nacho M. Martín - E-Book

No disparen al balón E-Book

Nacho M. Martín

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Beschreibung

¿La bomba de Hiroshima se llevó consigo el equipo de fútbol local? ¿Qué futbolistas huyeron del  apartheid  con el objetivo de jugar en los mejores equipos de Europa? ¿Qué motivó el partido con mayor presencia policial de la historia? Fruto de una ardua documentación, el objetivo de  No disparen al balón  es difundir historias poco conocidas e inéditas en lengua española, un nexo entre el balompié y su momento histórico. Diecisiete relatos que se juegan con el mejor fútbol sobre el campo de la historia del siglo XX.

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Primera edición digital: junio 2021 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Imagen de la cubierta: Irene E. Jara Maquetación: Patricia Á. Casal y Patricia Escolar Corrección: Juan F. Gordo Revisión: Elena Carricajo

Versión digital realizada por Libros.com

© 2021 Nacho M. Martín © 2021 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-18527-98-2

Nacho M. Martín

No disparen al balón

Prólogo de Toni Padilla

Este libro se lo quiero dedicar a mis padres, Antonio y María Ángeles, a mis hermanos, Hugo y Fernando, y a Irene, por su apoyo incondicional, así como a mis asesores Fran Barranquero, Nacho Cartes ‘Lepen’ y a Rubén ‘Rus’ Montaño, por sus inestimables consejos.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Sin el fútbol, la historia cojea. Prólogo de Toni Padilla

Nota del autor

Úlster. Cuando la religión y las rencillas pueden con el fútbol

El fútbol colonial

Euzkadi, el equipo vasco que casi gana una liga mexicana

El fútbol de la Blitzkrieg

Hiroshima y el fútbol que renació de las cenizas

Israel, el vecino odiado

Salazar y el equipo que dejó de ser rojo

La sombra detrás del Dynamo

Las espantadas de Albania o cuando le quisieron cortar el pelo a Cruyff

Cuando los tanques trajeron a Puskás a España

El fútbol tras el muro

Boicot al Este

Huyendo del

apartheid

La alargada sombra de los Duvalier

Cuando Franco eliminó a la Lazio

Gloria en el ocaso de la antigua Yugoslavia

La sentencia que cambió el fútbol europeo

Cuando un kurdo llenó un estadio con veinte mil policías

Mecenas

Contraportada

Sin el fútbol, la historia cojea

 

Cuando Diego Armando Maradona colgó las botas, se despidió de su gente en el estadio de La Bombonera, en Buenos Aires. Nadie resume mejor el fútbol como el astro argentino. En su carrera se juntan todas las cosas buenas y malas de este deporte. Como era un artista, Maradona nos dejó en herencia una obra de arte como testimonio de su carrera: los cuartos de final del Mundial del 1986 contra Inglaterra. Allí, en tierras mexicanas, marcó el quizás gol más bello de la historia de este deporte. Y también el más tramposo, con la mano. Así nadie podía tener dudas de cuáles eran las dos caras del fútbol. Una hermosa, la otra fea. No tiene sentido pretender que este deporte es perfecto. Tampoco tiene sentido ignorarlo o lanzar calumnias en su contra, sin apreciar su belleza.

El día de su despedida, Maradona, pidió perdón por sus pecados, aunque quiso absolver al fútbol. «La pelota no se mancha» sentenció. Pese a no ser un intelectual, pese a no tener estudios, el futbolista argentino supo encontrar la frase perfecta. La pelota es inocente. Ella no tiene la culpa de todo lo que la rodea. No tiene la culpa de ser amada, deseada y admirada. No, al balón no se le debe disparar. Si alguien quiere satanizar el deporte, debe mirar en otros sitios. En las gradas, en los palcos, en los palacios de gobierno, el oscuro corazón de muchas personas. A la pelota se la debe dejar en paz.

El éxito del fútbol también ha sido en parte, su condena. Nada más natural que patear cualquier objeto redondo, ya sea una piedra o una fruta. El fútbol no necesita grandes estructuras, permite que casi todos lo puedan jugar. Pese a que se reglamentó en salones elegantes, el fútbol había nacido para ser popular. Para ser de las pocas cosas que podía unir a los estudiantes de las mejores universidades con los mineros que se dejaban los pulmones bajo tierra. Para entender el éxito del fútbol, debemos entender la historia. Sin las conquistas de mejores condiciones de trabajo, jornadas más razonables y mejores sueldos, los obreros no hubieran encontrado la energía y tiempo para jugar al fútbol. El éxito de este deporte llega en una era de cambios, de revoluciones, de conquistas de derechos. Y sin el pueblo, sin las clases trabajadores, jugando al fútbol y llenando las gradas, los grandes empresarios no hubieran entrado en los clubes. Los clubes no se hubieran convertido en representantes de grandes comunidades y de estados.

Por eso no podemos hablar de este deporte sin hablar de política, guste o no. No es que el fútbol sea un acto político, es que la política llegó a los estadios a la misma vez que los jugadores y los espectadores. Si se quiere entender el éxito del deporte más global, debemos hablar de política. Si queremos entender muchos acontecimientos históricos, hablaremos de fútbol. Cada vez que alguien se enfada por mezclar deporte y fútbol, sonrío por dentro. Suele ser alguien molesto después de ver en un estadio una expresión política contraria a sus ideas. Esta misma gente suele ignorar otros actos políticos unidos al deporte, pues suelen ser similares a sus ideas. Tener un desfile de banderas en unos Juegos Olímpicos es política. Escuchar himnos en mundiales es política. La estructura de la Champions, es política. Una bandera en una camiseta, sea la que sea, también. Cuando es tu bandera, muchos no lo perciben como política. Cuando la bandera no te gusta, en cambio, sí. Las selecciones representantes de entidades políticas, los estados. Los clubes se organizan en función de las fronteras y algunas copas usan el nombre de monarcas. Gestos políticos. Quizás tan normalizados, que algunos se olvidan de su carácter político. Aunque lo sean.

Por eso los trabajos como este libro de Nacho M. Martin son, en el fondo, un acto de clarividencia, aceptar la realidad como tal. Como dice el autor en su introducción, el deporte no deja de formar parte de un tiempo y un espacio, y para entender del todo este tiempo y su espacio debemos saber cómo el deporte quedó afectado por la aparición de muros, carros armados, nuevas banderas o fronteras. Sin él, el retrato sería incompleto. Y sin la visión política, no podríamos entender por qué algunos clubes tienen un significado especial. O por qué partidos, como el famoso de Maradona contra los ingleses en 1986, fue diferente. Pues para muchos, no dejaban de ser la venganza por la guerra de las Malvinas. La historiografía, ya en tiempos de Eric Hobsbawm, descubrió que se debía añadir la música y el arte a los estudios para intentar entender nuestro mundo. ¿Si una canción que muchos consideraron escandalosa o un baile pecaminoso forman parte de nuestro tiempo, por qué no lo debería ser el deporte más popular?

Convertido en un gigante de mil cabezas, el fútbol nos permite viajar de otra forma. La importancia de trabajos como este radica en abrir la puerta de la historia a aficionados del fútbol. O el camino inverso. Conseguir que amantes de la historia puedan empezar a amar a un deporte que no siempre ha sido valorado en los círculos académicos. Y todo, sin dejar de ser una excusa para viajar en el tiempo y en el espacio, acompañados de la pasión que más corazones mueve en este planeta. Un planeta con forma de balón, cómo no.

Toni Padilla

Nota del autor

 

Todo comenzó allá por los años 90, cuando en mi infancia descubrí que en la clasificación para la Eurocopa de Inglaterra de 1996, la selección de mi país tenía que jugar con selecciones de países de los que no había oído hablar antes como Macedonia o Armenia. Fue entonces cuando tuve conciencia de que la Unión Soviética, ese país que conocía gracias a un personaje de un popular videojuego de lucha, había dejado de existir.

Empezaron tiempos en los que mirar atlas y buscar información de países en la vetusta enciclopedia se había convertido en un hobby más. Gracias a ello supe que el fútbol no era solo los partidos de los sábados en las televisiones autonómicas, ni las pachangas en las que quería emular a Ronald Koeman, ni los cromos en los que se iba buena parte de la paga semanal, no, el fútbol era mucho más.

De todas las virtudes que tiene el fútbol, la que más me gusta es su irremediable vinculación con las vicisitudes geopolíticas y sociológicas de contexto, es decir, de su tiempo y espacio.

Además, más allá del entretenimiento que ofrece como espectáculo deportivo, el fútbol me ha permitido conocer testimonios de humanidad, de superación, que me han transmitido un mensaje motivador y me han ayudado a afrontar ciertos aspectos en la vida. También he aprendido multitud de cosas sobre geografía e historia y me ha permitido desarrollar mi capacidad analítica a la hora de dedicarme profesionalmente a hablar de este extraordinario deporte.

Y es que la grandiosidad del fútbol es innegable. Desde que surgió en tierras inglesas allá por el siglo XIX cuenta con un magnetismo que hace que centenares de miles de personas se apasionen de su plasticidad, de su sencillez y su complejidad al mismo tiempo, de esa imprevisibilidad que hace que el juego pueda dar un vuelco en cuestión de minutos y que convierta en vencedor a un equipo constantemente sometido por su rival, siendo un deporte que propicia con asiduidad la épica. Todo ello convierte al fútbol en uno de los espectáculos más seguidos de todo el planeta y casi en una religión en algunas partes del globo.

Esa cualidad de encandilar a las masas ha hecho del fútbol un elemento atractivo para las esferas de poder que se han acercado a él no siempre con buenas intenciones.

Desde comienzos del siglo XX, el balón ha sido utilizado para el beneficio de los poderosos, ha servido para mostrar las «bondades» de regímenes concretos o para trazar una cortina de humo que disimule las carencias o abusos del ejercicio del poder.

A su vez, se ha visto salpicado por decisiones que obedecían únicamente a razones políticas, y, en algunos casos, su rodaje por el césped se ha visto interrumpido por guerras y revoluciones que llevaron al exilio a los jugadores que pateaban este balón.

De todo este ajetreo era difícil que el balón saliera inmaculado, a pesar de que la esencia de este deporte, su alma, que es su juego, ese once contra once que es igual en Anfield Road o en el patio de recreo de un colegio cualquiera, mantiene su inocencia, al balón le han disparado.

En este libro se dan cita muchas historias que reflejan las vicisitudes a las que se han visto sometidos el fútbol y sus protagonistas en el devenir de tiempos convulsos marcados no solo por conflictos bélicos. Sucesos como la Guerra Fría, la descolonización de África, la Ley Bosman, que han transformado el mundo y con él al mismo fútbol. Documentar todo ello ha requerido de un estimable esfuerzo de investigación y de aproximación a otras lenguas que ha sido disfrutado con la misma pasión con la que aquel niño aprendía nuevos países gracias a los partidos de su selección.

La elección de estas historias responde a un criterio personal que ha pretendido combinar episodios de hechos poco conocidos y profundizar en otros más populares pero menos detallados. También he tratado de seguir las recomendaciones realizadas por varios compañeros de profesión que me animaron a reflejar la idiosincrasia del fútbol de un lugar concreto en un momento determinado.

Espero al menos haber cumplido con el humilde objetivo de esta obra, que no era otro que el de reflejar una realidad que se repite a lo largo y ancho de este mundo, desde Haití hasta Sudáfrica, pasando por Albania y el Kurdistán turco.

Solo me resta dar las gracias al lector por haber escogido esta obra y desearle como mínimo el mismo disfrute con su lectura que el que tuve yo escribiéndolo.

Úlster. Cuando la religión y las rencillas pueden con el fútbol

 

Irlanda del Norte, también conocido como Úlster, es una de las cuestiones enquistadas en el panorama actual de la geopolítica en la que la religión sigue siendo el motivo que mantiene una situación de confrontación que hunde sus raíces en el siglo XVII y que, cómo no, también ha afectado a facetas socioculturales como puede ser el deporte y más concretamente el fútbol.

Todo comenzó a principios del siglo XVII, cuando la isla de Irlanda, de población gaélica y de religión católica desde los tiempos de San Patricio, vio como en los nueve condados que conformaban entonces el Úlster se asentaron colonos ingleses y escoceses de religión protestante, quienes compraban territorios de cultivo a los campesinos nativos. Esto conllevó que por 1860, en la mayoría de las áreas de Irlanda del Norte, la población protestante constituyese entre el cincuenta y el sesenta por ciento del total.

Desde el siglo XVIII, Irlanda era un reino independiente gobernado por los reyes de Gran Bretaña, país que nació tras la unión de los reinos de Inglaterra y Escocia en 1707, por lo que toda la isla estaba sujeta al dominio británico y a sus claras medidas anticatólicas que impedían a la mayoría católica ser empleados públicos, el matrimonio con protestantes e incluso que heredaran tierras de protestantes o que fueran dueños de un caballo valorado en más de cinco libras. Esta situación llevó a los irlandeses católicos, inspirados por la Revolución francesa, a rebelarse en 1798 contra la minoría protestante que gobernaba la isla con el fin de hacerse con el poder y otorgar la corona a un rey que garantizase la total independencia de toda Irlanda. Meses más tarde, la rebelión sería aplastada por las fuerzas británicas.

Ante la amenaza de que Irlanda pudiera volver a rebelarse y buscar el auxilio de una Francia gobernada entonces por el expansionista Napoleón Bonaparte, el rey Jorge III decidió en 1801 promulgar un acta de unión en el que el Reino de Irlanda quedaría integrado en el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda, creándose así la actual enseña del Reino Unido, la Union Jack, la bandera que combina las cruces de San Jorge por Inglaterra, San Andrés por Escocia y San Patricio por Irlanda.

Este acta de unión fue bien vista por algunos sectores de los irlandeses católicos, ya que conllevaba la abolición de las medidas discriminatorias y la participación en el Parlamento británico a través de cien representantes. Sin embargo, la casi nula respuesta del Gobierno de Londres a la Gran Hambruna por la plaga de la patata de mediados del siglo XIX, en la que un millón de irlandeses pereció y otro millón se vio obligado a emigrar a Inglaterra, Escocia (donde fundarían el Celtic de Glasgow), Estados Unidos o Canadá, volvió a sembrar el descontento contra los británicos y generó la fundación de partidos políticos que reclamaban la independencia de la isla.

Así, en 1886, varios parlamentarios irlandeses presentaron la Home Rule, una propuesta de ley para dotar de autonomía a la isla que fue rechazada tanto por la Cámara de los Comunes como por la Cámara de los Lores. Ante esa propuesta, los protestantes del Úlster fundaron el Partido Liberal Unionista con el fin de reivindicar su derecho a permanecer en el Reino Unido.

Tras ser rechazada una segunda vez en 1892, la Home Rule fue finalmente aprobada en 1914, si bien su aplicación quedaría en suspenso debido al estallido de la Primera Guerra Mundial. Poco después, en las elecciones al Parlamento británico de 1918, el partido independentista Sinn Féin ganó en la mayoría de las comarcas de la isla (el resto eran cuatro comarcas del Úlster donde ganaron los unionistas) y, en lugar de ordenar a sus parlamentarios que tomasen posesión de su escaño en Londres, promovieron la creación de un parlamento irlandés y proclamaron la independencia unilateral de la República de Irlanda que reclamaba para sí toda la isla, incluidas las comarcas del norte que habían votado permanecer en el Reino Unido.

La respuesta británica no se hizo esperar. Se enviaron tropas a Irlanda para contener la revuelta, iniciándose así una guerra de guerrillas denominada Guerra Anglo-Irlandesa o Guerra de Independencia de Irlanda. Mientras los guerrilleros del Ejército Republicano de Irlanda (IRA por sus siglas en inglés) combatían contra el ejército británico y los unionistas del Black and Tans (grupo paramilitar asociado a la Real Policía de Irlanda), el fútbol también comenzaba a impregnarse de esa confrontación, ocasionando uno de los momentos más tensos de la historia del fútbol de las islas en las semifinales de la Irish Cup de 1920.

En el hogar del Cliftonville FC, el estadio Solitude de la actual capital norirlandesa, se midieron por una plaza en la final el Glentoran y el Celtic de Belfast, partido cuya importancia iba más allá del premio en juego, pues se enfrentaba uno de los principales equipos protestantes de Belfast y el club católico de la misma ciudad durante una guerra en la que ambos bandos no tenían reparos en torturar civiles o quemar pueblos enteros, por lo que la sombra de la tragedia planeaba por encima de la cancha.

A pesar de ello, el partido transcurrió con normalidad hasta que diez minutos antes del final, Fred Barrett, defensa del Celtic, derribó con una entrada por detrás al ariete Joe Gowdy, del Glentoran, cuando este enfilaba su camino hacia la meta rival, por lo que el árbitro no tuvo más opción que expulsarle. Ahí se desmoronó todo. Los aficionados del Celtic invadieron el campo para agredir al árbitro y a los jugadores del Glen, quienes corrieron para buscar la protección de la Constabulary, la Real Policía de Irlanda, mientras que los aficionados del Glentoran intentaron defender a los suyos con una lluvia de piedras y palos.

Una de esas piedras impactó en un aficionado del Celtic que no se lo tomó muy bien e, ipso facto, sacó una pistola y empezó a disparar indiscriminadamente a los seguidores del Glentoran, lo que provocó que la gente entrase en pánico y se iniciase una estampida masiva hacia unas salidas que no fueron construidas para resistir tal oleada de personas.

El pistolero, cuando se dio cuenta de lo que había provocado, corrió hacia un lateral del estadio para emprender la huida. Sin embargo, fue derribado rápidamente por miembros de la policía, quienes tuvieron que protegerle de ser linchado por cincuenta almas furiosas que habían acudido a apoyar al Glentoran.

Tras su detención, la Constabulary metió al pistolero en un furgón policial desde el que asomaban rifles cargados para desalentar a la hinchada católica de asaltar el vehículo y liberar a su camarada. A pesar de este arresto, los disturbios en el estadio del Cliftonville no terminarían hasta seis horas después. Unos quince días más tarde el delincuente fue juzgado y sentenciado a ocho meses de prisión, una sentencia indulgente viendo que no hubo víctimas mortales y que las autoridades no querían encender otra mecha en una Irlanda que se desangraba por la guerra.

En lo futbolístico, tanto el Glentoran como el Celtic fueron eliminados de la Irish Cup, trofeo que fue a parar a las vitrinas del Shelbourne dublinés al quedarse sin rival en la final. Por miedo a represalias contra sus aficionados, el Celtic decidió retirarse de las competiciones hasta que la situación se normalizase, por lo que no volvió a competir hasta 1925.

Ese mismo año de 1920, desde Londres se intentó apaciguar la situación y se aprobó una nueva Home Rule que dividía a Irlanda en dos territorios autónomos. Por un lado se constituyó Irlanda del Norte, formado por seis condados (entre los que se encontraban dos de mayoría católica) de los nueve que tradicionalmente formaban el Úlster, que sería parte del Reino Unido y tendría representación parlamentaria en Londres, y, por otro lado, al resto de la isla se le concedía la autonomía y se convirtió en un estado libre dentro de la Commonwealth británica, al igual que Canadá o Australia. Un acuerdo pensado para satisfacer tanto las demandas de los nacionalistas irlandeses como las de los unionistas.

La guerra terminaría en 1921 con el Tratado anglo-irlandés en el que se acordó aplicar los términos prescritos de la última Home Rule. Esto llevó a la escisión del bando nacionalista entre los que estaban a favor del tratado y los que estaban en contra, bandos que se enfrentaron en una cruenta guerra civil en la parte sur de Irlanda que dejó más muertos que la propia guerra por la independencia.

La victoria de esta guerra fratricida fue para el bando pro tratado que aceptaría los acuerdos de la Home Rule hasta que en 1937, tras un referéndum, se aprobó una nueva constitución que rompía toda relación con el Reino Unido.

Una vez se estabilizaron las cosas en la zona sur de la isla, fue el momento en el que comenzaron los problemas en el Úlster, donde, tras la partición, un treinta y cinco por ciento de la población era católica y deseaba la unión con su vecino del sur, por lo que se generó un clima conflictivo entre ambas comunidades que aún perdura en nuestros días y que, por el camino, provocó la desaparición de uno de los históricos del fútbol irlandés.

Corría el año 1948 cuando en el tradicional Boxing Day se enfrentaban dos de los equipos más fuertes de Belfast; por un lado, el Linfield, el club más importante de los unionistas junto al Glentoran, y, por el otro, el Celtic Belfast, el club católico de la capital norirlandesa. Si el enfrentamiento ya tenía motivos suficientes para caldear los ánimos, el hecho de que en ese momento ambos clubes estuvieran en lo más alto de la clasificación hizo que la tensión se disparase aún más.

En Windsor Park (el estadio de la selección norirlandesa y del Linfield) y ante treinta mil espectadores con clara mayoría protestante, el Celtic logró un valioso empate a uno que le supuso mantener el liderato. Sin embargo, a decenas de aficionados locales no les agradó mucho este resultado, por ello, cuando el árbitro Norman Boal pitó el final, los hooligans se abalanzaron sobre los jugadores del Celtic y empezaron a agredirles de manera brutal, llevándose la peor parte Kevin McAlinden y Robin Lawier, quienes acabaron hospitalizados, y la joven estrella católica Jimmy Jones, a quienes los hinchas rivales le patearon de tal manera que le dejaron una pierna destrozada, pudiendo ser aún peor para el joven jugador de no llegar a intervenir otros jugadores del Celtic.

Todo este dantesco espectáculo ocurrió ante la ociosa mirada de las fuerzas del orden, quienes en ningún momento tuvieron interés de proteger a los jugadores del Celtic. Este escándalo traspasó el mar de Irlanda y llegó a la otra isla donde los tabloides escoceses e ingleses se hicieron eco en primera plana de esa falta de total actividad de una fuerza policial, que pese que se le había destinado millones de libras para garantizar la paz en el Úlster, permitió que al delantero del Celtic le rompieran la pierna.

Esos acontecimientos llegaron, incluso, a discutirse en el Parlamento norirlandés, donde los diputados lamentaron que esos hechos hubieran traído «vergüenza y desgracia» a la ciudad de Belfast. Semanas después, ya en enero de 1949, la Asociación Irlandesa de Fútbol (IFA) tomó la decisión de cerrar durante un mes el estadio Windsor Park, una medida que le pareció muy laxa a los directivos del Celtic Belfast, quienes reprocharon a la IFA que no se hubiera pronunciado sobre la preocupante falta de acción policial contra los seguidores del Linfield y sobre la seguridad de los jugadores «celtas».

La directiva del Celtic Belfast anunció que al final de la temporada haría pública la medida que habían decidido tomar a tenor de estos acontecimientos. Así, el equipo católico siguió compitiendo en una liga que finalmente conquistó.

De la alegría y el regocijo se pasó al pesar más sombrío cuando, días después de conquistar la liga, se rumoreaba que la directiva del Celtic Belfast pensaba disolver el club al sentirse maltratado por la federación y las autoridades, decisión que se tomaría una vez se culminase una gira que tenía en tierras norteamericanas.

En el mes de mayo, tras un viaje en transatlántico desde Cork, el Celtic Belfast desembarcó en el puerto de Nueva York, ciudad en la que el equipo norirlandés se convirtió en una auténtica sensación, dada la multitud de emigrantes irlandeses existentes en la costa este norteamericana. Así, el alcalde neoyorquino, William O’Dwyer (casualmente de ascendencia irlandesa), recibió a todos los jugadores del Celtic a excepción de Jimmy Jones, quien aún seguía convaleciente. Tras las formalidades, la expedición del Celtic pudo pasear hasta Broadway escoltada por la policía, dado que eran decenas los viandantes que habían acudido a saludarlos. En definitiva, un baño de multitudes.

El Celtic abrió su gira con un empate a dos contra un combinado de estrellas de la costa este denominado American All-Star Soccer League Team para luego vencer al conjunto local Brooklyn Hispano. Tras estos dos partidos llegaría el encuentro estelar que llenó los quince mil asientos del Triborough Stadium: el Celtic Belfast versus la selección nacional de Escocia.

El combinado escocés llegó a este encuentro en un gran momento de forma, después de haber ganado el mes anterior 1-3 a Inglaterra en Wembley, ostentando el récord de estar invicto en una gira desde 1927, por lo que el equipo que capitaneaban Cox, Redpath y McKenzie partía como absoluto favorito. Pero como el fútbol a veces es impredecible, el Celtic de Belfast dio la campanada y venció a los escoceses con dos goles de Johnny Campbell.

El público americano explotó de entusiasmo ante tal gesta, que también fue recogida por los medios escoceses. El Scottish Daily Mail publicó en su crónica que «no hubo dudas sobre el resultado, los irlandeses superaron a sus oponentes en todas las fases del juego», mientras que el Glasgow Evening News señaló que el resultado «fue un mal golpe para el prestigio escocés».

Tras terminar su gira con algunos encuentros más, el Celtic arribó a Belfast, donde le esperaba una multitud que se deshacía en aplausos y elogios, contándose entre los presentes Jimmy Jones, recién salido del hospital y con una pierna más corta que otra, fruto de la cirugía que necesitó tras la paliza recibida por los hooligans del Linfield.

Y entonces los rumores se hicieron ciertos. La directiva del Celtic de Belfast anunció la retirada del club de las competiciones norirlandesas sin especificar los motivos. De esta manera, el club católico se limitó a jugar partidos amistosos.

Pocos años más tarde, la directiva determinó disolver el club poniendo fin a uno de los equipos más laureados de la isla. No en vano, el Celtic había ganado once ligas y siete Irish Cups en las últimas veintidós temporadas. Su plaza en la liga irlandesa la cubrió el Crusaders, y la que fuera su joven estrella, Jimmy Jones, volvió a jugar, convirtiéndose en el máximo goleador de los años 50 con el Glenavon.

Hoy en día, los católicos de Belfast están representados por el Cliftonville de Belfast Norte (un barrio dividido y foco de numerosos enfrentamientos) y el Donegal Celtic de Belfast Oeste (bastión católico). Si el segundo deambula por las categorías inferiores, el Cliftonville se mantiene en las zonas nobles de la Premiership norirlandesa, llegando a ganar recientemente el campeonato en 2013 y 2014. Por otra parte, el Celtic Park, el otrora templo del Celtic Belfast, conocido coloquialmente como «The Paradise», fue demolido y su lugar lo ocupa un centro comercial.

Esa tensión que había obligado al Celtic a desaparecer se volvió más virulenta a finales de los 60. Las riñas que se resolvían a golpes entre ambas comunidades, la represión policial en el sector católico y los atentados del IRA se convirtieron en algo bastante frecuente.

Fue en esa época cuando otro equipo norirlandés se vio obligado a desistir de seguir compitiendo en la liga de su país. Para conocer este nuevo caso hay que dirigirse a Derry (Londonderry, si eres unionista), localidad al oeste del Úlster muy próxima a la frontera con la República de Irlanda. Toda la ciudad salvo los barrios situados más allá del río Foyle, en la periferia del núcleo urbano, son eminentemente católicos, por lo que, aunque solo fuese por probabilidad, era evidente que el principal equipo de la ciudad, el Derry City, se alinease del lado nacionalista.

El feudo del Derry City, el Brandywell Stadium, se encuentra ubicado en el Bogside, en pleno corazón de la zona católica de la ciudad, por lo que cuando se recrudeció la situación a partir de los años 70, los equipos con seguidores mayoritariamente unionistas rechazaron jugar allí toda vez que la Constabulary no garantizaba la seguridad de la zona. Así, en 1971, la federación norirlandesa obligó al Derry City a disputar la mayoría de sus partidos en Coleraine (ciudad de mayoría protestante) a casi cincuenta kilómetros de Derry.

Esta situación se mantuvo desde septiembre de 1971 a octubre de 1972, momento en el que el Derry City, debido a la dificultad para sus seguidores de desplazarse hasta Coleraine y la consiguiente reducción de los ingresos por taquilla, solicitó formalmente volver a jugar en Brandywell, pero la IFA rechazó su petición.

Ante esta situación, los directivos del Derry City optaron por una medida que llevaban barruntando desde que ocurrieron los incidentes del Domingo Sangriento (Bloody Sunday), uno de los momentos más trágicos de la historia del siglo XX.

Ese funesto acontecimiento ocurrió el domingo 30 de enero de 1972 cuando una manifestación convocada en el Bogside de Derry por la Asociación por los Derechos Civiles de Irlanda del Norte para protestar por la encarcelación sin juicio de católicos por una mera sospecha de su pertenencia al IRA, se tiñó de sangre a raíz de disparos efectuados por soldados del Primer Batallón de Paracaidistas del Reino Unido, quienes estaban encargados de la seguridad de la zona.

Los disparos dejaron catorce muertos (seis menores de edad) y más de una treintena de heridos y provocaron una ola de indignación en Europa y Norteamérica que en su grado extremo explotó en más incidentes violentos como atentados con bombas del IRA en Belfast, la quema de la embajada británica en Dublín o los destrozos en el consulado del Reino Unido en Boston.

Célebre fue la acción que la diputada Bernadette Devlin, quien había estado en esa manifestación, realizó al día siguiente de los hechos. Devlin estaba en la Cámara de los Comunes cuando, al encontrarse con el entonces ministro del Interior, Reginald Maudling, le abofeteó la cara sin pensárselo espetándole posteriormente: «Ayer me disparó su ejército, hipócrita asesino».

Consecuencia también del Bloody Sunday fue la posibilidad, sopesada por los directivos del Derry City, de retirar al club de la competición en solidaridad con las víctimas, entre las que se encontraban varios de sus aficionados; sin embargo, prefirieron continuar como gesto para honrarlos.

Ya en octubre de ese 1972, y vista la negativa de la IFA a que volvieran a utilizar su estadio, el Derry City rompió con la federación y abandonó la liga norirlandesa. A partir de entonces y durante los trece años siguientes pasó a competir en ligas locales, solicitando a la IFA cada cierto tiempo volver pero con Brandywell como su estadio, unas peticiones que fueron rechazadas.

Al Derry City no le quedaba más opción que integrarse en la federación de su vecino del sur. Y así lo hizo. En 1985, el conjunto rojiblanco pasó a ser un equipo más de la liga de la República de Irlanda y ahí se ha mantenido, convirtiéndose en los últimos años en uno de los equipos habituales de la zona alta de la Premier irlandesa, engrosando su palmarés con dos ligas y cinco copas del país que lo ha acogido.

Tras unos violentos años 80 y 90, la situación conflictiva en el Úlster fue apaciguándose gracias a los Acuerdos del Viernes Santo de 1998 en los que, por un lado, la República de Irlanda modificó su constitución para dejar de reclamar como propio el Úlster y, por otro, el Reino Unido se comprometió a que si la mayoría de la población de Irlanda del Norte quería integrarse en la República de Irlanda no pondría impedimento alguno. Estos acuerdos fueron el principio del fin del IRA que en 2005 abandonó la lucha armada.

Esa distensión que se vivió a partir de los Acuerdos del Viernes Santo no ha impedido que todas las parcelas de la vida cotidiana en Irlanda del Norte, entre las que se encuentran el fútbol, continúen dominadas por la fractura social de tener dos comunidades desavenidas entre sí. Tanto es así que un noventa y siete por ciento de las escuelas están segregadas, menos de un cinco por ciento de los unionistas trabaja en barrios nacionalistas y viceversa, los taxis llevan distintivos naranjas o verdes para proclamar su afiliación, y siete de cada diez jóvenes admite no haber tenido nunca una conversación con una persona del otro bando.

El fútbol, que en muchas ocasiones sirve para unir, en el Úlster es una barrera más, igual que los bloques de acero reforzado recubiertos de alambres de espino que separan los barrios protestantes y católicos cual moderno muro de Berlín. De hecho, en el centro de Belfast, uno de los pocos lugares donde conviven «pacíficamente» ambos bandos, en los pubs se prohíbe acudir con camisetas o bufandas de equipos de fútbol, pues estos están ligados a una u otra «facción» y el hecho de enseñar del lado en el que estás puede generar conflictos.

En los últimos tiempos la Irish Football Association está realizando esfuerzos para intentar unir a las dos comunidades en torno al equipo nacional, aunque es evidente que la base de aficionados que apoyan a la selección es de inmensa mayoría protestante, ya que la población católica que habita en el Úlster, que desea la integración de la región en la República de Irlanda, anima al equipo que tiene su sede en Dublín. Por lo que, por mucho que futbolistas católicos lleguen a defender a la Norn Iron, apodo con el que se conoce a la selección norirlandesa, este combinado seguirá siendo en exclusividad de los unionistas.

Tanto es así que, en 2002, el capitán de Irlanda del Norte de aquel entonces, Neil Lennon, se vio obligado a abandonar la selección al ser amenazado de muerte por su condición de católico y jugador del Celtic de Glasgow. Lennon estaba a punto de disputar un encuentro en Chipre con el combinado norirlandés cuando la BBC recibió una llamada amenazando que si el futbolista jugaba ese encuentro lo iba a pagar con su vida. El centrocampista del Celtic decidió no jugar ese partido y abandonar definitivamente su selección.

Para evitar situaciones de este tipo, la FIFA decretó en 2010 que cualquier jugador que naciera en Irlanda pueda elegir a qué selección quiere representar de las dos que conviven en la isla. Se ponía fin a situaciones como la que protagonizó Martin O’Neill, antiguo jugador de aquel Nottingham Forest campeón de Europa, quien pese a nacer en una localidad mayoritariamente católica como Kilrea y ser claramente nacionalista (fue seleccionador de la República de Irlanda), llegó a ser capitán de Irlanda del Norte en el mundial de España 82.

A raíz de esa medida de la FIFA, varios futbolistas católicos del Úlster han decidido vestir la camiseta verde del vecino del sur como son los casos de Marc Wilson o James McClean. Cabe apuntar que previamente, en 2006, la FIFA permitió que jugadores nacidos en Irlanda del Norte pero con residencia en la República de Irlanda pudieran representar a la selección irlandesa, una medida a la que se acogió el jugador Darron Gibson, quien nació en Derry, y que en 2007 pudo formar parte de los Boys in Green.

Uno de los jugadores que prefirió vestir una camiseta nacional según convicciones personales y no por el lugar en el que nació, James McClean, suele suscitar el interés de los medios de comunicación británicos en torno al 11 de noviembre, fecha en la que se conmemora una de las efemérides convertidas en una arraigada tradición, el Remembrance Day.

Ese homenaje se realiza en recuerdo de la firma del armisticio