No me pidas que me quede - Ofelia Restrepo Vélez - E-Book

No me pidas que me quede E-Book

Ofelia Restrepo Vélez

0,0
9,49 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Ofelia Restrepo Vélez, nacida en Ciudad Bolívar, Antioquía, Colombia, el 12 de abril de 1954, es una mujer colombo española que se define como madre, ama de casa, modista, artesana, amante, conferencista, inquieta y viajera, licenciada en Enfermería, Máster en Salud Pública, Experta Universitaria en Salud Infantil, PhD en Antropología Social por la Universidad Autónoma de Madrid, España. Profesora de la Universidad Pontificia Javeriana en Colombia ya jubilada, entre sus diferentes publicaciones académicas, tiene dos obras reconocidas:  Los Caminos a la Delincuencia: Posibilidades para su Prevención y Mujeres colombianas en España: historias, migración y refugio.
Este libro es una historia real sobre la vida de Ofelia, una mujer de origen campesino y familia conservadora. A través de sus ocho capítulos, con un verbo sencillo, y a su vez magistral, nos sumerge en un relato de amor, de sueños, de valentía, de rupturas de esquemas y, sobre todo, de aprendizajes vitales. Es un canto a la libertad, a la superación y al amor. Es una historia, como se dice en Colombia, de  berraquera que nos lleva por los entresijos de la Colombia oculta, olvidada, exótica y mágica. Como luchadora convencida de los derechos humanos y la equidad de género, ha participado activamente en movimientos sociales de su país donde ha conocido a personajes que han marcado la historia revolucionaria de Colombia.
Ella, por el día en que nació y según su madre, es una zahorí que conecta y cree en las energías de la naturaleza, de su luna y de los seres queridos que ya se fueron. Eso la hace ser una mujer de mirada larga. Desde pequeña ya tenía claro que ayudar a los demás era una responsabilidad que emanaba de su alma. Esta filosofía la ha mantenido a lo largo de su vida y queda reflejada en las páginas de este libro, donde muestra la coherencia y compromiso de su vida con su otredad, sea humana o no.
No me pidas que me quede es una historia de alquimia y de magia, de múltiples colores, entretejida con amores y desamores, aciertos y desaciertos, una gran historia.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Ofelia Restrepo Vélez

No me pidas que me quede

© 2023 Europa Ediciones | Madrid www.grupoeditorialeuropa.es

Editor: Samuel Pérez Sánchez

ISBN 9791220134224

I edición: Enero de 2023

Depósito legal: M-31021-2022

Distribuidor para las librerías: CAL Málaga S.L.

Impreso para Italia por Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

Stampato in Italia presso Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

No me pidas que me quede

 

 

 

Dedico esta historia a todas las mujeres que, como yo, en la cotidianidad y en silencio han roto esquemas y bordado libertades, entre ellas mi madre.

PRÓLOGO

Decía Gabriel García Márquez, Gabo, que los seres humanos no nacen para siempre el día que sus madres los alumbran, sino que la vida los obliga a parirse a sí mismos una y otra vez.

No podría imaginarse el paisano de la autora de este libro que su frase cobraría un sentido extraordinario ante la historia de una mujer que, de las cosas más sencillas que hizo fue sentarse a hablar con Fidel Castro, negociar el secuestro de uno de sus hermanos o confrontar al actual presidente de su país.

Es curioso cómo esta enfermera de vocación consigue hacerte sentir de la misma forma en la que estamos esperando un nacimiento, con la consciencia de que el proceso es doloroso, pero necesario para generar una vida nueva. Ese estado de incertidumbre al que te invita en cada capítulo y que te tiene en vilo hasta el final, con la esperanza de que nos regale un suspiro de alivio. No creo que sea consciente, pero Ofelia, la niña Ofe, en esta desnudez personal a la que nos invita, hace de su vida un paritorio para que la acompañemos, a través de sus palabras, en los momentos en los que, como decía Gabo, esta mujer se ha reparido o se ha alumbrado a sí misma.

Decía el filósofo griego Epicteto que lo importante no es lo que nos ha ocurrido en nuestras vidas, sino la forma en la que nos contamos o construimos lo que nos ha ocurrido.

Esta idea, después de casi dos mil años, se ha instaurado como una epifanía en las propuestas psicológicas más innovadoras. Las terapias narrativas juegan con la forma en la que construimos y deconstruimos la vida. En la mismidad y la otredad, como cuenta Ofelia, de la esencia de las personas. La forma en la que nos contamos a nosotras mismas es la base de lo que actualmente se define como resiliencia, la capacidad de reparirse en cada situación adversa. Aprender a vivir como si del primer nacimiento se tratara. No puedo evitar recordar a San Juan de la Cruz y su Noche oscura del alma, cuando nos cuenta en uno de sus versos:

«En la noche dichosa en secreto que nadie me veía, ni yo miraba cosa

sin otra luz y guía

sino la que en el corazón ardía».

Y es que en cada noche oscura del alma que la protagonista nos va mostrando, nos enseña la importancia que ha tenido el corazón y la intuición en su vida. En cada dolor de sus decisiones, en cada lágrima que nos dibuja, en cada deseo que no le llega, la hija de doña Margarita vuelve a nacer para darnos un respiro y admirar la forma en la que se cuenta y nos cuenta lo que ha vivido. A falta de la lírica, este libro bien podría ser una oda a la resiliencia, con el corazón como timón de un viaje intenso de sus luces y sombras.

Desde una mirada antropológica, esta cuentera antioqueña nos describe la historia de una Colombia de pobreza y lucha, de violencia y compromiso social, de liberales y conservadores. Una realidad que, bajo los versos de Serrat, el nadaísmo de Gallinazos y la canción protesta del dúo Ana y Jaime, nos invita a caminar tras sus pasos en la selva de Guainía, Vaupés y Guaviare, o correr en las manifestaciones de los años 70, mientras

10

lideraba los movimientos sociales que luchaban con romper el Estado de Sitio bajo la bandera tricolor. Esta terca mula, como la llamaba su padre, contribuyó a una lucha libertaria que, como antropóloga, nos describe de una forma juiciosa y crítica.

Querida Ofelia, después de cerrar las páginas de tu libro, tomo consciencia de que, como bien nos cuentas, el tiempo es total. En un futuro imaginario, te dibujo esperando ese ramito de violetas, sentada con tu Rafa, orgullosa de haber vivido una vida plena, amorosa e intensa.

Estoy convencida de que los dos primeros anhelos que te impiden lograr tu plenitud, Carlos y Gonzalo, van a desaparecer de tu lista cuando sientan, como yo he sentido sin ser tu hija, lo difícil que fueron tus decisiones y el amor con el que las tomaste. Ese es el milagro de la narrativa.

Con el tercero de tus anhelos, deseo que entiendas que el idioma que más dominas, aparte del que usas, es el del amor, ahí siéntete con maestría.

Y en el último, pese a no haber llegado a tocar nunca el piano, tienes la misma capacidad de hacer vibrar el alma de las personas que tienes cerca.

No te pedimos que te quedes, Niña Ofe, porque con este libro ya no nos hace falta.

Alma Serra

Psicóloga, antropóloga y maestra

Presidenta de la Asociación Española de Educación

Emocional

Escritora y conferenciante

IMI HORIZONTE POSIBLE

Vivir la vida es sentir que quien está a mi lado en la presencia o ausencia se encuentra en mi mismidad y otredad, en la comunidad de mi piel, los límites de mis contornos y la singularidad e infinitud de mi esencia.

El día estaba lluvioso, gris y casi frío. Estaba frente a la pantalla del computador rogando al cosmos, a la luna y a mi madre en el más allá que me inspiraran para empezar a escribir mi historia. Todo comienzo es difícil.

Suena el teléfono, era una de mis hermanas, Ángela Rocío, la menor y última de la familia.

—Baja, que tu citófono está mal y en la puerta esperan con algo para vos —me dice.

Tomé las llaves y, sin tener idea de lo que me encontraría, bajé deprisa los cuatro pisos que separan mi apartamento de la entrada del edificio. Un joven con un gran ramo de rosas multicolores estaba allí. Al verme, pregunta:

—¿Es usted Ofelia Restrepo Vélez?

—Sí, señor —le contesto—. Estas flores son para usted.

—No estoy cumpliendo años ni es una fecha especial para que mi hermana me mande flores.

—No sé quién se las manda ni el porqué, pero son para usted. Solo soy el mensajero, si quiere se las subo…, pesan mucho.

El joven que iba delante de mí subía las escaleras con cuidado, peldaño a peldaño. Sus pasos parsimoniosos controlaron los míos, pero lo que no podían controlar era

mi curiosidad y mi afán por saber de quién era tan exquisito detalle.

Amantes no tengo, enamorados secretos tampoco, por lo menos que yo sepa. Mi hombre, que antes me regalaba flores para expresarme su amor, la rutina convirtió este gesto en costumbre y se arruinaron los detalles. Ahora solo me las regala para resarcirse y buscar la reconciliación cuando hemos discutido por algún sinsentido. Además, estaba en España, a kilómetros de distancia. Imposible que me las mandara. Tampoco era de mi hijo. Él da regalos muy hermosos, pero decorar mi mesa con tantas flores nunca.

Tal vez Angelita quería romper la tradición y me estaba mandando flores para encomiar el triunfo de Gustavo Petro en las elecciones presidenciales del 19 de junio. La propuesta política de este nuevo presidente es una apuesta por la vida y la paz, condiciones que estábamos esperando los que aún soñamos con la posibilidad de un mejor mañana.

Si este era el motivo, bienvenidas sean, creo que es la forma más natural y hermosa de celebrar juntas la floración de una nueva esperanza y un nuevo amanecer para Colombia y el mundo.

Aunque la zozobra duró apenas unos minutos, mientras alcanzaba el cuarto piso y le daba una limonada al mensajero, para mí fue una eternidad. El hombre se fue después de que le firmé el recibido y se terminó la bebida. Por fin quedé sola, busqué cuidadosamente entre las rosas, una por una, el mensaje que me diría cuál era el remitente de aquel hermoso regalo. No encontré ninguna pista, ninguna tarjeta, entonces llamé a mi hermana. Quería agradecerle el detalle y dar por zanjado el tema.

—No fui la remitente —me contestó—, simplemente me llamaron de la floristería donde compro mis flores.

Hicieron asociación por los apellidos y me preguntaron si éramos hermanas. Me dijeron que no tenían cómo ubicarte para entregarte el encargo y que estaban en la puerta del edificio.

No había duda, con ese nombre y esos apellidos éramos hermanas. Ella no conocía a otra Ofelia Restrepo Vélez que no fuera yo, por eso decidió llamarme para que recogiera el encargo.

Ahora sí estaba más confundida que antes. La curiosidad y la inquietud se acrecentaban, no fue mi hermana, ¿entonces quién fue?, ¿qué mensaje me traen estas flores tan hermosas? Recordé con tristeza y dolor todos aquellos inocentes que murieron lanzados por los aires con los explosivos que iban en los sobres bomba o ramos bomba, enviados por las mafias del narcotráfico colombiano en las décadas de los 80 y 90, la llamada época de Pablo Escobar. Aunque el narcotráfico sigue siendo un problema grave que cobra vidas y produce desastres en Colombia, esta práctica de los mensajes y los ramos bomba, por lo menos, ya estaba eliminada del hacer delincuencial de estos criminales. Esto me tranquilizó, ya no existía el riesgo de estallar por recibir flores.

Con la inquietud y la curiosidad pegadas al cuerpo cada vez mayores y decidida a encontrar respuesta, de nuevo tomé las llaves y deprisa bajé al primer piso. Tal vez la tarjeta se cayó por el camino. Busqué por las escaleras, en la calle donde había estado la furgoneta en que trajeron el ramo y en ninguna parte encontré señas. Pasé por cada uno de los apartamentos y pregunté a cada vecino si la habían encontrado y un no me dieron por respuesta.

Regresé a mi apartamento decidida a dejar las cosas como estaban. A fin de cuentas, las rosas seguían ahí, sobre la mesa del comedor, en un lugar privilegiado esperando que yo, independientemente de quién me las enviaba, disfrutara de sus colores y aromas.

Me siento a la mesa tranquila, sin afanes. Contemplo la belleza de cada pétalo. Su sencillez me conmueve y me hace pensar que cada flor es tan simple y tan compleja a la vez que no imaginamos la grandeza de la naturaleza que la contiene, tal vez por eso la destruimos. Olvidamos que es parte vital de nuestra existencia, sin ella no respiraríamos, solo seríamos una promesa o polvo de estrellas.

Como por arte de magia, esta reflexión se interrumpe para dar paso a otra. Justo hoy, junio 27 de 2022 acabo de sellar con Samuel Pérez, el editor asignado por Europa Ediciones, el compromiso de escribir mi historia de vida. Un evento muy especial para mí y motivo especial de alegría.

De nuevo me comunico con él para preguntarle por las flores.

—Ofelia —me dice—, lo lamento, ni la editorial ni yo hemos tenido este detalle. Pudo haber sido tu esposo. O algún amigo. Nosotros no tenemos esta costumbre.

—No estaría mal que lo hicieran —le digo—, tal vez este detalle aliviaría un poco el miedo que nos da escribir a los neófitos como yo.

Aunque siempre he contado mi historia porque me gusta y me siento orgullosa de ella, nunca la he escrito y estoy asustada, confusa, con ganas de deshacer el pacto que acabo de sellar con Samuel y la editorial. Es motivo de alegría y celebración, pero también es una puesta en escena para la que no estaba preparada y no quería fallar. Tenía pánico escénico.

No me echaba para atrás porque siempre he querido escribir mis memorias y olvidos y esta era una oportunidad maravillosa. Como decía mi padre, soy «terca como una mula» o, como decía mi madre, «por donde mete la cabeza, saca el cuerpo, aunque le quede hecho jirones». Cada logro en mi vida es una conquista libertaria y escribir esta historia, por más difícil que sea, no dejará de ser un nuevo reto que tengo que lograr, aunque me cueste.

Como principio de vida, no puedo dejar puntada suelta, porque se me desbarata la manta que llevo tejida. Por esta razón, seguía pensando que tal vez este ramo no traía remitente porque me estaba pasando lo que Cecilia, cantautora española, dice en su canción «quién le mandaba flores por primavera, quién cada 9 de noviembre, como siempre sin tarjeta, le mandaba un ramito de violetas…». Es una canción que me encanta y siempre que la escucho me evoca mis años mozos y revive mis ilusiones de tener un enamorado anónimo que en secreto me mande flores.

Me gustaría que fuera mi hombre el que con estos detalles pinte de esperanzas los tediosos días en los que se ha convertido nuestro amor y las relaciones de pareja por la rutina y la costumbre.

Siempre he creído que la rutina y cercanía cotidiana entre dos cuerpos, otrora amados y deseados, hacen que las pieles se fundan en una sola. El placer de reconocerse en lo diferente, en lo recién descubierto, desaparece o se atenúa.

Sostengo que una manera de reactivar las relaciones de pareja es dormir separados. Buscarse a hurtadillas cada noche o cuando apetezca, sin cortapisas, por el solo hecho de redescubrirse para el goce y disfrute.

Después de tan infructuosa búsqueda en el apartamento, el edificio, en la calle, hice una última pesquisa. Llamé a mis otras seis hermanas, a las sobrinas y amigas más cercanas que sabían de mi compromiso con la editorial. Incluso llamé a Gonzalo, mi primera pareja y padre de mi único hijo, Carlos Eduardo, para saber si él con sus despistes me había enviado estas flores pensando que era el día de la madre o de mi cumpleaños. A pesar del tiempo que llevamos separados, suele felicitarme y mandarme algún detalle en estas fechas. Tampoco él me dio razón del envío.

No iba a poder dormir sin resolver la duda. Dejar procesos inconclusos, sentimientos enredados, búsquedas o tareas a medio hacer altera la armonía del SER y del ESTAR. Son inacabados que generan, sin que nos demos cuenta, vacíos, ruidos y frustraciones, que amenazan el equilibrio mental, emocional y psíquico de la persona.

Sin darle más vueltas al asunto y con la ilusión de que me las había enviado un enamorado anónimo, como el de la canción, doy por terminada la búsqueda. Me levanto de la silla, me hago un café que tomo sorbo a sorbo en el balcón del apartamento en Medellín, mientras veo los colibrís y los azulejos que revolotean alegres y graciosos entre flores y mangos, en busca de néctar o a la caza de algún insecto en los jardines del barrio.

Concluido el tema con aquella ilusión y mientras me llegaba la inspiración para seguir escribiendo mi historia, me dispuse a hacer los oficios de la casa. Quehaceres domésticos que con disciplina y esmero aprendí de mi madre, como estaba establecido en las familias de aquellos tiempos para ser una «buena» esposa y una «buena» madre.

Mientras barro, trapeo, sacudo el polvo de los chécheres y artesanías traídas de otros países y lugares donde he estado o vivido y que decoran mi casa, me encuentro con las rosas. Ellas también merecen mi atención y mi cariño. Debo mojarlas y consentirlas para que no mueran en el abandono y el olvido.

Cuando las riego imagino a mi incógnito enamorado. Debe de ser un hombre apacible, tímido, sensible, detallista, amoroso, especial, sigiloso, un hombre casi perfecto. ¿Cómo será su apariencia física? ¿Cuánto tiempo lleva siguiendo mis pasos sin que yo me dé cuenta? ¿Será algún loco que me quiere enloquecer? Aunque he optado por la heterosexualidad y por eso pienso que es un hombre el remitente, en dos ocasiones me han propuesto encuentros lésbicos. ¿Será este el caso y por temor al rechazo no se identifica?

En fin, aunque pensaba que el asunto estaba zanjado, las rosas sobre mi mesa siguen alimentando mi imaginación y mis inquietudes. Las dudas de este tipo siempre son bienvenidas, renuevan mis pensamientos, mis sueños, mis mañanas y mis atardeceres, y por qué no decirlo, renuevan mi esperanza de que un día mi hombre caiga en la cuenta y me vuelva a mandar rosas para decirme cuánto me ama. Él sabe lo importante que son para mí los detalles y lo mucho que me gustan las flores.

Terminado el oficio de la casa, lavo a mano la ropa que me cambié. La lavadora se dañó, es muy vieja y no encuentro quién la arregle. «Los repuestos ya no se encuentran», dicen los que han venido a revisarla. Yo me niego a tirarla a la basura, solo tiene dos mangueras rotas. Más chatarra al medioambiente ¡no! Creo que puedo hacerle un hechizo con gomas de otras marcas. La escasez en mi familia, la recursividad y creatividad de mi madre también me enseñaron a reparar algunos artefactos.

Con la firme intención de sentarme a escribir después de que haga el almuerzo de hoy y el de mañana, voy a la cocina, busco en la nevera con qué hacerlo, pero como siempre, la innovación se va al garete. Sin mi hombre, sin mi hijo y sin invitados que me motiven a cocinar delicioso, para mí sola termino haciendo lo más fácil, lo de siempre, una carne asada y una ensalada.

Después de almorzar y haber terminado los oficios, por enésima vez me siento frente al computador, quiero seguir con mi historia. La inspiración no llega, estoy a punto de dejarlo para otro día, pero en mi recuerdo aparece mi madre con su sabiduría y aquellas frases que tanto nos repetía: «el paso malo andalo breve», «al mal tiempo, buena cara», «cuando uno se compromete, cumple».

Frases y enseñanzas que acuden a mí como un manual de persistencia y responsabilidad. Son enseñanzas que, junto con mi terquedad, fortalecen mi tesón para finiquitar todo lo que inicio. En este caso me animan a seguir, pero no me dan la inspiración que necesito para escribir mi historia. Cierro el computador y me dedico a la lectura, tal vez esta me inspire.

Igual que los días transcurrían uno detrás del otro, mi rutina seguía su curso habitual y la inspiración no llegaba. Hago los ejercicios matutinos, tiendo la cama, me baño, veo llover porque no puedo hacer mi caminada diaria. Medellín es considerada la ciudad de la eterna primavera, pero estamos en invierno y no para de llover. El elemento nuevo en esta rutina era solo uno, la responsabilidad que asumí de escribir mi historia.

Son las nueve de la mañana, suena el teléfono. Es mi hombre. Desde que nos despedimos en Sevilla, después del viaje que hicimos juntos al viejo mundo a visitar las familias, me llama todos los días en la mañana para saludarme, contarme los nuevos acontecimientos de sus hijas y nietos, hablar de las últimas noticias políticas de su país y del mío y, en la tarde, hora colombiana, para darme las buenas noches. Del ramo no hemos hablado. Espero que regrese, así tengo algo nuevo que contarle.

Desde que nos reencontramos, según él ya habíamos estado juntos en otras vidas, es la primera vez que estamos tanto tiempo separados, dos meses. Aunque lo extraño, la lejanía espacial me parece saludable para mantener viva la llama del amor y el misterio.

Estar lejos del ser amado por tiempos es una forma de reactivar las relaciones y alimentar la imaginación. Estas separaciones, cuando el amor es correspondido, permiten añorar el pasado, desear el presente y proyectar el futuro. Entrelazar estos tres tiempos con el aquí, el allí y el más allá, es componer una armoniosa melodía que nos ayuda a reinventarnos en el amor y la pasión.

Mi hombre y yo nos conocimos en abril de 2004. Yo cumplía medio siglo de vida y este era otro de mis viajes a España. El primero fue cuando me gané una beca del Fondo de Investigación Sanitaria, FIS, para estudiar el doctorado de Antropología Social en la Universidad Autónoma de Madrid.

Estaba en la Universidad Complutense de Madrid donde estudiaba, otra vez becada, una especialización en Salud Escolar. Casi a punto de terminar el curso y regresar a Colombia, me invitaron a la Universidad de Sevilla para que compartiera con los participantes de su programa Universidad y Compromiso Social la experiencia de los Talleres Emergentes, una actividad que realizábamos un grupo interdisciplinar de profesores de la Pontificia Universidad Javeriana (PUJ) de Bogotá, donde trabajaba como docente e investigadora social en Medicina.

Se trataba de preparar a los estudiantes de los últimos semestres y de todas las carreras para hacer su práctica social en zonas de alto riesgo y conflicto armado, práctica que formaba parte de la política de la Javeriana en su compromiso con el país y de sus principios filosóficos de proyección social.

Antes de este viaje, una amiga de la Javeriana me rogó que me dejara leer el tarot, era un regalo por haberme ganado la beca. Yo curiosa y por no desairarla se lo permití.

Lo primero que pregunté, lo más importante para mí, fue por el amor.

—¿Voy a encontrar en el viejo mundo a mi príncipe azul?

Llevaba mucho tiempo de haberme separado de Gonzalo y también llevaba muchos «intentos fallidos». Así llamo a los amores que no prenden en mi corazón y se van con el viento. El amor seguía rezagado.

De la cantidad de cartas que me ofreció saqué una, justo la del enamorado. Ella, muy sorprendida y con alegría, me dijo:

—Increíble, en este viaje vas a encontrar un hombre, sabio, amoroso, tranquilo, que te amará con locura.

Yo, un poco escéptica, pero con esperanzas, le pregunté:

—¿Es un hombre nuevo o ya lo conozco? —Resultado de otros viajes a España tenía amigos y de uno de ellos me enamoré perdidamente. El tiempo, la distancia y sus compromisos hicieron de aquella posibilidad una quimera. Por eso insistía en la pregunta.

Para responderme, ella pidió que sacara otra carta.

—Aquí se ve un hombre nuevo, maduro y con experiencia —me dice.

—Definitivamente, es el hombre de mis sueños, mi príncipe azul. Ahora a esperar que se cumpla.

También me vaticinó que en el estudio iba a tener problemas y que el proyecto que tenía, de hacer convenios académicos con aquella universidad no se iba a dar. A esto no le di importancia, lo que me quedó sonando fue lo del amor. Viajé con mucha ilusión.

La mujer que me recogió en Sevilla, en la terminal del AVE en Santa Justa, para llevarme a la universidad que me había invitado me preguntó si me gustaría vivir en España. Por aquellos días la migración femenina de América Latina estaba en su apogeo, supuse que por eso me lo preguntaba.

—De mi país solo saldré por dos motivos —le contesté categóricamente—, porque mi vida esté en peligro, que no es difícil, o por el amor. Si una de estas dos razones se diera —agregué—, me vendría a vivir a Sevilla.

Es una ciudad que me encanta, la veo como aquella doncella hermosa, elegante, distinguida, bucólica, romántica y bien cuidada que se quedó en el tiempo, sentada en la puerta de su casa esperando que algún visitante de otras tierras se fijara en ella, la llevara al altar y así entregarle su corazón y sus más profundos secretos.

Como dice magistralmente mi buen amigo José Castiñeiras, arqueólogo comprometido: «Sevilla es una mixtura de pueblos, culturas y hasta de civilizaciones que han hecho de ella un auténtico palimpsesto…».

Sevilla evoca pasado, pero también, aunque tímidamente, insinúa modernidad. Su historia, su gente, su diversidad y los secretos que guarda crean el escenario perfecto para perderse en ella, enamorarse y experimentar la delicia de una caminada libre, en soledad o acompañada.

Su contenido social, cultural y arquitectónico temporoespacial activa los sentidos y la imaginación. La alegría de su gente, cada uno de sus rincones y estrechas calles, sus parques y jardines, el Alcázar, la Giralda, sus plazas, monumentos, su río Guadalquivir y sus puentes invitan a la ensoñación, a la contemplación, al arte y al amor.

Mi anfitriona me presentó y me dejó con los participantes del evento que ya habían llegado. El público era escaso, entonces mi amigo Josemalo, como él mismo se nombra, encargado de la actividad y el que me había invitado, hizo una llamada:

—Rafa, ¿por qué no te acercas al auditorio?, los conferencistas ya llegaron y hay poca gente, así sumamos más.

Según me explicó después de terminar la llamada, Rafael, al que había llamado, también era profesor de Medicina en esa universidad y pertenecía al grupo de Universidad y Compromiso Social, que era el convocante de ese encuentro.

Mientras hacíamos tiempo esperando más asistentes, fuimos a la cafetería que estaba en frente a tomarnos un café. Estábamos en plena tertulia con los que habían llegado cuando apareció un hombre como de mi edad, de piel blanca, cachetes rosados, barba cana en forma de candado, bajito, barrigón y calvo.

Aunque no era mi prototipo de hombre y habían pasado meses desde la lectura del tarot, me dije: «¿Será este el hombre de las cartas, el príncipe azul que vaticinó mi amiga antes del viaje?».

Se acercó a la mesa, saludó y se sentó.

—¡Hola, Rafa! —dijeron los que lo conocían que, al parecer, eran todos.

—Esta es Ofelia Restrepo —le indica mi amigo—, la que viene a compartir con nosotros su experiencia, también es profesora de Medicina en la Javeriana de Bogotá, creo que son colegas.

Él, con una expresión de malhumorado y cierto aire de importancia, se acomodó en la silla y advirtió:

—Soy biólogo, doctor en Fisiología Humana y profesor de Medicina, pero no soy médico. —Y con ínfulas de hombre ocupado, agregó—: Vine por un momento, estoy muy liado y me tengo que ir.

Yo, que nunca me callo y menos cuando noto arrogancia, de inmediato le contesté:

—Tampoco soy médica. Soy enfermera, salubrista pública, doctora en Antropología Social, profesora e investigadora en Medicina. Soy mujer, hija, hermana, madre, amante, modista, ama de casa, jardinera y ni para qué seguir con la lista. Soy muchas cosas, le agradezco que haya venido estando tan ocupado.

No tardó mucho en sumarse a la tertulia que, después del saludo e intercambio con el recién llegado, continuamos. Siempre lo noté a la defensiva, con actitud retadora. Todo concepto que yo emitía él lo contradecía o lo cuestionaba. No había duda, era un arrogante, un vanidoso. Por unos minutos seguimos allí, él sentado a mi lado.

Mientras los demás conversaban, yo lo observaba de soslayo sin que se diera cuenta. Me pareció feo y prepotente, descarté de inmediato la posibilidad de que fuera el hombre de mis cartas. Con esa actitud, no puede ser el que me dijo mi amiga que iba a encontrar en este viaje. Es un engreído, un arrogante. Lo de chiquito, barrigón y calvo lo paso, pero esto no.

La hora de pasar al lugar del encuentro llegó, todos salimos para el auditorio. Con Rafael no volví a cruzar palabra. Era hora de enfocar mi atención en transmitir de la mejor forma el mensaje que traía.

Entramos a la sala. La primera impresión que tuve era que entrábamos a un anfiteatro. El lugar era frío, oscuro, el podio para el profesor en frente y las sillas pegadas al piso sin la posibilidad de jugar con el espacio.

Recordé las clases de Anatomía Humana que nos daba en Enfermería, Beltrán, el Gordo, como le decíamos cariñosamente. Él al frente, distante, con una bata blanca y en el cuello un fonendoscopio, prendas inequívocas que significaban y recordaban quién era el profesor, el que mandaba y el que sabía.

El muerto a descuartizar en el que aprendíamos tejidos, músculos, huesos y demás partes humanas al lado de su escritorio, nadando en una bandeja llena de formol para que no se descompusiera más de lo que ya estaba. Nosotros, los estudiantes, ubicados en interminables y estrechas filas una tras otra, sentados sin podernos mover, en viejos pupitres atados al suelo. Todo un escenario para presenciar la «magistral» y «gran» obra de la ciencia y el conocimiento médico.

Yo, que les hablaría de sentimientos y emociones, de lo simbólico, de lectura, interpretación y análisis de contextos, textos y discursos, tenía que compartir con ellos mi sensación como parte del taller y ejercicio de autorrevelación.

Como oportunidad pedagógica les pedí hacer una lectura e interpretación del lugar y después, entre todos, tomaríamos la decisión de quedarnos o buscar otro escenario para el taller.

Lo que traía preparado era un conversatorio taller y esto, de acuerdo con la metodología utilizada, necesitaba un lugar abierto, ojalá al aire libre, rodeado de naturaleza y belleza, donde la espontaneidad, la imaginación y la creatividad tuvieran cabida; un lugar en el que la expresión artística, los sentimientos y las emociones fueran las protagonistas.

Durante este ejercicio noté que Rafael, el hombre «liado», seguía allí tan dispuesto y participativo como los demás. Estaba sentado muy cerca de donde yo daba algunas claves para la lectura y análisis del salón. En este ejercicio se me ocurrió tomarlo de ejemplo para señalar que todo tiene una simbología que hay que aprender a leer e interpretar.

—El cuerpo humano tiene límites, representaciones simbólicas y lenguajes secretos que en cada cultura se interpretan y expresan diferente. Si le toco, sin su permiso, la calva a Rafael estoy traspasando sus límites, violando su geografía corporal.

Mientras explicaba el concepto y le tocaba la calva, él ni se inmutó. Reconozco que su reacción no era el resultado que esperaba. Me dejó perpleja, inquieta y sin argumentos para continuar con mi discurso. Me pareció que, en vez de defenderse de aquella invasión como era lo esperado, le gustó que yo lo tocara.

Sin más rodeos, hice un chiste de lo ocurrido para ocultar mi vergüenza y desatino. Tomamos la decisión de irnos al parque María Luisa, cerca de donde estábamos, a continuar el taller. Salimos todos como niños de escuela cuando van de paseo al campo, alegres, con expectativas y ganas de aportar lo mejor. El primero Rafael que, a pesar de tenerse que ir porque estaba «liado», seguía ahí como uno más. Era un lugar de encanto, lleno de verde, de flores. Al fondo se erguía una de las torres que formaban parte de la hermosa y emblemática Plaza de España. Un lugar perfecto para soñar y crear.

Después de acordar algunos pactos de inicio, pedí que se organizaran en parejas. Debían formar dos círculos, uno giraba y el otro se quedaba quieto, esperando su turno para girar. Mientras giraban, se debían mirar fijamente a los ojos, en silencio y sin contacto físico, imaginando la historia del otro. Este ejercicio da confianza, rompe barreras y facilita la comunicación del cara a cara.

Mirarnos a través de otros ojos tiene el efecto de espejo revelador. Nos permite reconocernos como humanos.

Claras las instrucciones, entré al ejercicio para completar las parejas. Me tocó la rueda que giraba. Al final del recorrido, en la rueda fija, estaba Rafael. Nos miramos fijamente, intentando descubrir cada uno la historia del otro. Él trasgrediendo la norma establecida del silencio y del no tocarse, acunó mis manos entre las suyas y me dijo: «Te conozco». Yo turbada con aquella reacción pronuncié entre dientes y la cara sonrojada: «Desde siempre».

Sin poder sostener su mirada, con el pretexto de observar el lenguaje corporal de los demás participantes, le pedí permiso para retirarme del ejercicio.

Terminada esta parte, nos sentamos en el suelo haciendo un círculo.

—En pocas palabras, el que quiera empezar que nos cuente lo que sintió con las miradas. No se dicen nombres por respeto a la intimidad —advertí—. Para dar confianza iniciaré yo con la experiencia. Algunas miradas me inspiraron paz, inquietud, complicidad, miedo, amenaza. Pero hubo una mirada muy especial, que entró en mí, me desocupó y me volvió a llenar con algo nuevo. Esto no lo había sentido jamás.

Todos ardiendo de curiosidad y en coro preguntaron:

—¿Quién es?, ¿quién es?

—Recuerden, no se dicen nombres —les dije.

Hechas las reflexiones y análisis, se dio por terminado el taller. Entregué el manuscrito con el contenido del taller y les anoté mi e-mail. Luego nos fuimos, felices del resultado final, a comer a un restaurante cercano, donde los anfitriones habían reservado la cena para todos los participantes.

Cuando nos sentamos a la mesa, descubrí con sorpresa y casi con satisfacción que a mi lado seguía Rafael. Ahí estaba, cada vez más cerca e interesado en lo que yo decía. Su actitud inicial había cambiado. Ahora se mostraba complaciente, hermoso y dócil, todas mis opiniones recibían su aprobación sin recelos. El afán de irse se había esfumado. Al parecer, el taller lo había enganchado, como decimos en Colombia.

Esto me ha sucedido en espacios donde hago talleres, tertulias o parloteos. Muchos se encantan con mi discurso y manera de hablar. Mi madre decía que tengo el don de la palabra. Tal vez lo heredé de mi padre y de mi abuelo paterno que eran cuenteros natos. Inventaban historias que nos contaban cuando vivíamos en el campo, a la luz de la luna o de una vela de cera. Recuerdo que todas las noches, en el bramadero, mi abuelo nos contaba a la familia y a los trabajadores, sentados a su alrededor, historias sobre Las mil y una noches y sobre lo vivido en los años 60 durante la violencia entre liberales y conservadores.

Mucho de la cultura nuestra, antioqueña o paisa, ha sido transmitida de generación a generación por tradición oral, característica que conservamos los de mi edad y que tenemos origen campesino.

A las tres de la mañana terminamos la cena y la tertulia. Era tarde para mí, tenía sueño y estaba cansada. Para los demás, todos españoles, era una buena hora. En verano era habitual.

Como despedida y en agradecimiento al buen trabajo y a la entrega, nos dimos un abrazo. El de Rafael, que se quedó de último, fue especial, distinto. El primer abrazo que me dio cuando nos conocimos era lejano, acartonado y frío; en cambio, este era un abrazo estrecho, entrañable, insinuaba cercanía, complicidad y futuro.

—Me gustó mucho cómo aplicas el arte en estos talleres —me dice mientras me abraza—. A mi hija Almudena, que trabaja con jóvenes en alto riesgo social, los Boom, en las Tres Mil Viviendas, barrio marginal de Sevilla, le gustaría conocer esta experiencia. Me comprometo a buscar financiación para que vengas de nuevo a hacer estos talleres con ella.

Con el pretexto de avisarme los adelantos de la gestión me pidió el número del teléfono fijo donde vivía. Yo, ansiosa por conocer la razón del cambio tan radical, muy solícita y con alegría se lo anoté. De nuevo nos abrazamos, luego nos despedimos. Al otro día temprano viajaba a Madrid a seguir con las tediosas clases del diplomado. Todavía faltaba un mes para terminarlo.

Cada vez creo más en el destino, en la fuerza que tienen la alineación de los planetas y la energía etérea de los seres amados que han muerto contenida en el universo. Al parecer, algo cósmico y mágico se estaba gestando.

En lo que respecta a lo académico, en la mitad del curso, el director del diplomado me citó a su oficina con el pretexto de analizar la propuesta de convenio docente entre las dos universidades.

—Yo te di la beca, por mí estás aquí estudiando. Merezco una compensación. Supongamos que yo soy Bill Clinton y tú mi Mónica Lewinsky —me dice.

Perpleja, lo miro de arriba abajo y pienso: «¿dónde le dolerá más lo que le voy a decir? Su hombría, su machismo. Sí, es lo que más le duele a este tipo de hombres». Entonces, le dije con rabia:

—Usted es un atarván, descarado. Hace esto porque lo que tiene entre las piernas ya no se le pone erecto. Agradezca que no lo denuncie. Soy latina, una «sudaca» y a mí no me van a creer. Piensan que porque somos inmigrantes y colombianas somos putas.

Salí de su oficina muy indignada y con un sentimiento de rabia y de impotencia que no podía disimular. En el pasillo me encontré con mi amiga Vere, una alemana enfermera que hacía el mismo diplomado, a ella le conté lo sucedido.

Por supuesto, el convenio no se celebró y mi situación académica se complicó. Después de lo ocurrido, me quiso expulsar del curso argumentando que yo estaba muy preparada para el diplomado y la beca se la podía ceder a otra persona que la necesitara más.

Haciendo caso omiso de sus pretensiones, por mi persistencia y tozudez seguía asistiendo y participando en las clases. Era la estrategia que creí contrarrestaba su venganza.

Ante su actitud de no dejarme graduar, mi amiga Vere, conocedora de lo ocurrido y testigo fiel de mi desempeño en el estudio, movilizó a los demás del grupo y entre todos le hicieron frente a este atropello. Ante el mismo profesor defendieron vehementemente mi compromiso y rendimiento académico. Le exigieron que me diera el título, ya que lo merecía.