No me toques el saxo - Rowyn Oliver - E-Book

No me toques el saxo E-Book

Rowyn Oliver

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"Lo tengo claro, esta noche es la noche. Esta noche... ¡Voy a robarle el saxo!" Cristina sabe que para la audición más importante de su vida debe recuperar el saxofón de su abuelo, ese que la hace tocar como los ángeles y que su padre vendió sin su consentimiento. Àngel Vallori lleva medio verano preguntándose quien es esa chica que los sigue en cada actuación, que se sabe sus canciones y que no deja de mirarle. Nada puede hacerle sospechar que lejos de ser una gran fan, Cristina está esperando la oportunidad para robarle su saxofón. El robo juntará a esta pareja que se atrae y se repele con la misma intensidad. Las ganas de fastidiarse mutuamente nos depara un verano de lenguas viperinas, míticas verbenas, vestidos escotados, arpías, furgonetas hippy's, jazz y un romance que sorprenderá hasta a sus propios protagonistas. ¡Este verano vente de verbena a Mallorca!

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A mis amigos de verbena, que muchas noches mágicas llenen nuestro verano. 

1 Esta noche es la noche

Cristina
—¡Quiero tocar tu saxoooooo!
Ahí está Marina, borracha como una cuba. Cualquiera le dice que está dando un espectáculo tan grande como el de la orquesta de pueblo a la que la he arrastrado a ver. 
—Tienes razón —me dice respecto al comentario que hice para convencerla de venir precisamente a esta verbena—.  ¡Me encantan!
 Le dije que tocaban uno de los mejores grupos verbeneros de la isla. Y bueno... puede que sea cierto, desde luego la voz del cantante enamora y las imitaciones que hace de los grandes éxitos son soberbias. 
Sonrío y meneo la cabeza siguiendo el ritmo. Lo hago para disimular y que Marina no note que mis nervios están a flor de piel, que mi corazón se acelera con cada acorde y que mi respiración se entrecorta. 
Mis sentidos ahora mismo no están al cien por cien puestos en mi amiga, sino precisamente en el grupo que tan emocionada escucha. Aunque no por la razón que ella cree. 
Marina me sigue hablando como si yo fuera sorda. Algo que está claro que voy a ser, si sigue gritándome en la oreja mientras me abraza.
—Cristinaaaaaa, ¡te quiero! 
¡Oh qué guay! Pasamos de la exaltación de la amistad al más puro amor. Quizás otro cubata no sea buena idea. 
Marina, siempre tan cariñosa, me besa en la mejilla y salta al ritmo de la música. 
—¡¡¡Uuuuhooooo!!! Dolça besada de gust de que s’acaba. Punt i principi de viure sense tu!
Esto ha llegado a su apogeo, lo noto cuando se desgañita con la versión que la banda verbenera hace del clásico del grupo mallorquín Antònia Font.
—I arriba un dia que sa vida és un teatre que se diu felicitat. Primavera i Trinaranjus amb qui més has estimat… —¡Bah! Yo también me desgañito. ¿Para qué voy a amargarme? 
Empiezo a saltar y nos volvemos locas mientras ella se deja seducir por la banda que, muy a mi pesar, toca tan bien que no puedo concebir nada mejor para estas calurosas noches de verano. 
Pero no estoy aquí por la banda en sí, sino por algo que llevo persiguiendo mucho tiempo. Yo planeo un golpe maestro que no le he dicho a nadie, ni siquiera a Marinita. 
La gente alrededor salta, baila, grita y yo flexiono mis rodillas una y otra vez. Muevo los brazos y cierro los ojos, para después abrirlos y fijarme en un hombre en concreto que me ha llevado hasta allí. 
Me fijo en el saxofonista del grupo y de repente no todo parece tan divertido. Finjo que sigo eufórica mientras mi sonrisa se congela en mi cara. Y es que el nudo en el estómago está muy lejos de hacerme sentir euforia o felicidad. 
Mis ojos se desplazan sobre los componentes del grupo verbenero. Reconozcamos que el cantante es de lo mejor, lo da todo, pero también estoy segura de que la gente canta desaforada, enfebrecida por el exceso a alcohol y no porque sean el mejor grupo que han visto jamás. 
—El cantante es tremendo —me sigue gritando Marina—. ¡Y está tremendo! —añade. 
No puede pasar de hacer el comentario mientras sus ojos lascivos le recorren de arriba abajo. Pelazo moreno, bronceado, ojazos azules y unos bíceps que podrían levantarnos a las dos sin que cierre los ojos aleteando esos pedazos de pestañas negras. 
—¡Dios! Quiero uno de esos. 
Marina se vuelve loca cuando el cantante le guiña un ojo. 
A mí, muy por el contrario, me entra el pánico.
Me da igual lo bueno que esté, no pienso consentir que se tire a ninguno de los que está sobre el escenario. Definitivamente no puedo permitirlo después de lo que pienso hacerles. 
Miro sobre mi hombro, preocupándome por nuestra amiga Irene, que hace un buen rato ha desaparecido entre la multitud de la verbena para buscar un par de cubatas. No aparece. Me resigno a volver la vista al frente y observar de nuevo al grupito de machotes que toca como si no hubiera un mañana. 
El batería es un genio, para qué vamos a negarlo si tiene un solo cojonudo, el bajo no se queda atrás, y el guitarrista es Dios renacido, pero ninguno de ellos me quita el sueño. Finalmente… finalmente él. ¡Él! Ahí está acariciando el saxofón como si fuera una mujer en medio de un erótico tango. 
—¡Bah! —Por favor, cómo le odio. 
Entrecierro los ojos y aunque mis rodillas se flexionan ya no salto con el entusiasmo de antes. No, ahora estoy concentrada saboreando lo que va a acontecer en la próxima hora. 
—¿Te pasa algo? —me pregunta Marina de repente. 
—Noooo… —Empiezo a reírme como una loca, y levanto los brazos, agitándolos a un lado y a otro.
Me río. Risa malévola. 
—Estoy a toopeeeeeee. 
Marina me sigue el rollo y grita más alto. 
¡Sí! Mis pies vuelven a despegarse del suelo, noto la adrenalina recorrer mis venas y salto. 
Marina a mi lado se vuelve loca ante mi subidón. 
—¡Así me gusta, Cristina! ¡Desmelénate! 
Grita y menea la cabeza para que su melena morena le tape la visión. 
—¡Hoy es la noche! —le grito sobre el estruendo que genera la multitud a nuestro alrededor. 
Sí, lo es. Me dejo llevar por la sensación de euforia que yo misma he provocado. ¡Es la noche! Lo sé, cuando mis ojos no pueden apartarse del saxofón. EL SAXO. Así, en mayúsculas. 
Asiento, mientras estrecho la abertura de mis ojos.
—¡El saxo es mío! —Con el ruido nadie escucha mis palabras a media voz. Puede que Marina me haya visto mover los labios con mi cara de determinación. Esa expresión que la acojona porque soy capaz de cualquier locura. Me vuelve a mirar, y al principio no dice nada, sigue saltando con los ojos de asombro fijos en mí. 
—Vaya chica —me grita—, qué pasión le has puesto a esa frase. 
—¿Qué frase?
—La de... ¡El saxo es mío! 
Es que es mío, aunque ella todavía no lo sabe, ni él tampoco, para su desgracia. 
Estoy segura de que cree que hablo del saxofonista, pero ni por lo más remoto. Antes me tiraría a un tronco de palmera que a ese ladrón. Pero su saxo… su saxo sí, ese trozo de metal digno de ser tocado y acariciado por mis delicadas manos... Sí, ese sí que es mío, completamente mío. 
—Seeeeeeeee… ¡Ese saxo es mío! —grito con más fuerza y me siento sabedora de una verdad absoluta.
No sé por qué grito, pero lo hago y me desmeleno como Marina. Puede que porque llevo demasiado tiempo con ese dolor de cabeza y por fin hoy me lo voy a quitar de encima. O bien, porque litros de alcohol corren por mis venas, como dice la canción de… no me acuerdo que grupo. De hecho, mi cultura musical está bastante limitada, solo entiendo de ópera, música clásica y jazz, concretamente de saxofones. Bueno y cuando voy muy borracha puedo enloquecer por cualquier canción de los Scorpions o Him. Sí, una es muy rara y tiene sus excepciones. 
Me encantan los saxos, y el jodido tío que está acariciando mi saxofón, toca como un dios pagano. 
Aceptémoslo, le odio, pero al César lo que es del César. 
Mi momentánea euforia hace que me olvide de mi cabreo monumental, ese que llevo arrastrando desde hace semanas, desde que mi padre hizo lo que nadie debería hacerle a un saxofonista. Respiro hondo y sigo saltando. Quiero dejar por un instante la amargura que me posee cada vez que veo al saxofonista del grupo Bright lemons y disfrutar del maravilloso sonido que produce el muy cabrón. 
Alzo los brazos y mis ojos se clavan en los suyos.
Solo un momento. Un segundo. Pero suficiente como para que él sepa que vuelvo a estar ahí, en primera fila, mirando cómo hace magia con sus dedos. Vuelvo a mirarle un instante en que nuestras miradas se cruzan, como ya han hecho otras veces, haciéndome sentir en el estómago sensaciones que no debería sentir, y mucho menos por él. 
Pero la magia del momento no se rompe. Mientras ama la boquilla del instrumento, su mirada se ha quedado atrapada en la mía. Ciertamente le adoraría si no quisiera arrancarle los brazos. 
Aparto la vista y sonrío, hasta que después la risa da paso a una carcajada. 
Estoy como una cabra, pero es por el exceso de alcohol, el que al parecer voy a seguir ingiriendo si quiero darme valor para hacer lo que quiero hacer. 
Como si hubiera clamado por agua en el desierto veo a Irene surgir entre la multitud.
—Estoy aquííí. —Ella aparece fresca como una rosa, con esa sonrisa de oreja a oreja a la que yo llamo: sonrisa verbenera. 
Se acerca a nosotras con sus manos ocupadas con una nueva pomada. La bebida típica de aquí, de ginebra combinada con limonada, que sabe a rastrojo, pero que nos bebemos para hacer patria. 
—Sí que has tardado, chica. 
Irene asiente a Marina y sonríe. Nuestra querida abogada, que se desmelena en las noches veraniegas, lleva de serie su sonrisa de viernes a domingo. Esa que le da una cara de extasiada inocencia y que delata que se lo está pasando de puta madre. Sus ojazos verdes destellan. 
—A Cristina le gusta el saxo —es lo primero que le dice Marina cuando la ve llegar. 
Vaya, genial. Creo que me va a costar trabajo explicarles que gustar, no es precisamente la palabra. 
—Eso explica por qué no se ha perdido ninguno de sus conciertos. 
No ha escuchado ni media palabra y me vuelve a dar la risa. Y me río, alto y claro mientras cambian de canción y volvemos a la euforia colectiva y a saltar de nuevo. 
—¿Te gusta el saxo o el saxofonista? 
No contestaré a eso, pero mi cerebro piensa en esas palabras y mis ojos recorren al tío de metro ochenta y cinco, manos de pelotari y ojos de chocolate. Se me entrecorta la respiración y se me acelera el pulso.
¿Me gusta el saxofonista? Meneo la cabeza en señal de negación. No, pero...
Y de nuevo tengo ojos solo para él, tiene un… algo, un magnetismo. No puedo dejar de pensar en cómo sería volver a tocarle. Quisiera alargar mi mano y acariciar cada fibra de su ser, sus curvas, apretar y soplar. Joder, ¡ese saxo es mío! Ese capullo no es digno de él. ¡Devuélveme mi saxofón!
Miro la boca del tío que está tocando esa obra de arte y le odio. Observo cómo pone sus finos labios en la boquilla y se prepara para un solo apoteósico. 
Quiero gritarle, No eres tú, tocas bien porque nadie puede tocar mal con mi saxo. 
—¡Joder! No me extraña que lo persigas de punta a punta de la isla. —Marina está flipando—.  Ese tío… ese tío… Ese tío tiene cara de empotrador.
—¿Ha dicho empotrador? —A Irene le entra la risa tonta. 
Por Dios, si seguimos así, mi plan de huida se va a ir a la mierda. Están como cubas. 
—Seguro que empotra. —Marina le pone énfasis a sus palabras al ver mi cara de escepticismo y asiente vigorosamente. 
—No empotra —le dijo ofendida—.  Ese tío, es… un imbécil.
Y cuando lo digo, asiento y me doy cuenta que debería parar de beber. No puedo permitirme perder mi agudeza. Mis sentidos deben estar alerta para realizar con éxito mi fechoría. 
—Un imbécil que te trae loquita, ¿eh?
No puedo culparlas de que piensen eso. Casi me vuelvo loca persiguiendo a ese espécimen. Me he pateado cada verbena de la puñetera isla, desde Ses Salines a Alcúdia, de Capdepera a Sóller, ¿y para qué? Solo para que llegara este momento. 
¡Y el momento ya ha llegado!
¡Me vengo arriba!
—Porque esta noche, nenas —grito al mundo—. ¡Esta noche es la noche!
—¡Uuuuuuooooooh! —Irene y Marina me flanquean y cuando el saxofonista se va a quedar sin aire en los pulmones, nos dejamos llevar por la pasión y gritamos como locas con los ojos cerrados y los brazos extendidos. 
Seguro que no tienen ni puñetera idea de qué pasará esta noche, pero yo sí lo sé. 
Esta noche es la noche. 
Lo voy a hacer. 
Estoy decidida. 
—¡Estoy decidida! —grito al mundo. 
Esta noche… ¡¡VOY A ROBARLE EL SAXO!!

2 Algo inesperado

Àngel

Mientras mis dedos acarician el suave metal me abstraigo de todo. Qué fácil sería la vida si tocar a una mujer fuera como acariciar esta pieza única. Lamentablemente las mujeres son mucho más complicadas, más difíciles de satisfacer y de comprender. Yo, al menos, no he conseguido comprender a ninguna, ni siquiera a mi abuela, a la que adoro, pero reconozcamos que está como una cabra. No es demencia senil, ya lo estaba cuando yo aporreaba cada uno de los instrumentos musicales que los abuelos coleccionaban en casa, sin importarme si eran de percusión, cuerda o viento.
Está siendo un gran concierto. 
Cierro los ojos e intento dominar mi emoción, mi respiración para no quedarme sin aire y hacer la actuación perfecta. 
Termino y cojo aire como puedo. 
Miro a mis compañeros. Carlos está soberbio esta noche, canta desde lo más profundo del corazón, es así, aunque suene algo cursi. Canta la estrofa sin desafinar hasta llegar a la nota más alta. Me preparo cuando me da paso y vuelvo a acariciar la boquilla con mis labios. 
Soplo, lo acaricio y antes de cerrar los ojos para dejarme llevar, mi mirada queda atrapada en la de otra persona. Sostengo el instrumento entre mis manos y el mundo parece detenerse un instante. Cierro los ojos de nuevo y al abrirlos... mi mirada busca algo muy concreto, a alguien muy concreto. Me relajo nada más verla y siento que podría seguir tocando hasta que saliera el sol. 
La encuentro casi en primera fila, es como mi chute de adrenalina. Sin proponérmelo, siquiera sonrío. 
La chica misteriosa ha vuelto a perseguirnos. 
Al principio pensé que perseguía al cantante buenorro de Ses Bubotes , el grupo que esta noche toca después de nosotros, pero lo descarté al verla en los conciertos donde no coincidíamos con ellos. La otra opción era que persiguiera a el cantante, pero no parecía que fuera eso. No, cuando al que se pasa todo el espectáculo mirando es a mí.
Me halaga y me pone nervioso a partes iguales. 
Hoy, es la última verbena de julio. Toca darlo todo en Llubí. El pueblo está entregado y Carlos parece más animado que de costumbre. Me da que tiene algo que ver con las amigas que hoy se ha traído la chica misteriosa. Acabo de tocar y Carlos me mira de reojo y alza las cejas en una señal inequívoca de que me fije quién está ahí en la primera fila. Sé que significa eso. Tu acosadora sexy ha venido a verte. 
Estoy de enhorabuena, porque si no fuera porque hace un calor tremendo bajo los focos, estoy convencido de que se notaría mi sonrojo. 
A regañadientes podría llegar a admitir que mi acosadora, como la apoda Carlos, me intimida, si no fuera así podría haberme acercado a ella y decirle hola. Sin embargo, no he podido hacerlo en ninguna ocasión y eso que no se ha perdido ninguno de nuestros conciertos en lo que llevamos de verano y me da que agosto no va a ser muy diferente. 
Meneo la cabeza y aprieto los labios intentando que no se me note que la sonrisa tonta que aparece en mi cara de vez en cuando tiene que ver con ella. Ella que está ahí, que ha venido a verme de nuevo. 
Bueno, quizás no debería ser tan creído, me digo. Quizás no es a mí en concreto a quien viene a ver. Puede haber otras explicaciones, que hoy por hoy no me importan demasiado. Lo que sé es que la tengo delante, otra vez, ahí, mirándome, evaluándome y yo sé que esta noche lo voy a volver a hacer... Ahí va otra vez mi solo y antes de empezar mis ojos vuelven a clavarse en los de ella y... lo hago: toco para ella. 
Siento cómo la adrenalina corre por mis venas. Sigo el ritmo con el pie, meneo la cabeza, me emociono y la pasión sale a través de mis dedos hasta apretar cada clavija con la presión necesaria. Soplo y se produce la magia. 
Mis dedos parecen fundirse sobre el metal y mi saxo y yo somos uno. 
Amo este instrumento, y amo al mío en particular. Jamás pensé poder conseguir uno semejante, es lo más preciado que tengo. Después de tantos años, la magia que produce es impagable. 
Termino mi solo algo mareado, esta noche lo he dado todo. Sobre mi hombro izquierdo veo a Eduard, el batería. Se luce y la canción acaba con Carlos desgañitándose y enloqueciendo a los centenares de personas que se han reunido en la plaza para disfrutar de la fiesta. 
—Moltes gracis, sou cohonuts.
Carlos da las gracias y no puede pasar por alto de decir lo cojonudos que son por habernos aguantado. 
—¡Bona niiiiiit!
Da las buenas noches y nos despedimos, no sin que antes Carlos mencione uno por uno a todos los componentes del grupo que esta noche hemos estado sobre el escenario. 
—En la batería, el maestro de maestros: ¡Eduuuuuuu Cloquell! 
Las chicas se vuelven locas con su solo de batería a modo de despedida y lucimiento personal. Después va la guitarra con Miquel y el bajo con Adrià. Y, por último, mi turno.
—Y a mi derecha, el mejor saxofonista de toda la isla: ¡¡¡Litoooo Valloriiiiiii!!!
Vuelvo a lucirme con un arranque pasional que dura unos diez segundos. Carlos se despide entre vítores y aplausos. La gente va on fire, el alcohol hace que nos amen, aunque intentaré fingir que me creo que es porque hemos tocado de puta madre. Salgo el primero por el lateral del escenario y cojo todo el aire que puedo. La noche es sofocante y mi camisa roja está empapada. Me seco el sudor de la frente con las toallas que hemos dejado preparadas detrás del escenario y me lanzo sobre las botellas de agua. 
Un cuarto de hora después respiramos tranquilamente sentados cerca de la parte trasera del escenario. Cada uno de los miembros del grupo Bright lemons lleva un cubata en la mano, menos yo, que me he decidido por una cerveza. 
Hoy estamos tan hechos polvos que ni siquiera hemos metido el equipo en los coches antes de tomarnos nuestro merecido descanso. 
Voy a largarme pronto, mi abuela no ha tenido una de sus mejores semanas y no quiero llegar a casa muy tarde. 
Entonces, mientras escucho de fondo la voz entusiasta de Carlos y observo cómo las gotas de condensación resbalan por el vaso de plástico de mi caña, un rostro aparece en mi mente. 
Suspiro y cierro los ojos. 
La veo con claridad, y es que es imposible olvidar esos ojazos negros. Bueno, seguro que no son negros, pero a mí me lo parecen cuando en cada concierto la miro desde arriba. Está en primera fila, los focos la iluminan y yo me siento extrañamente contento de que esté delante de mí para verme tocar. 
Ella no lo sabe, pero cuando mejor toco es cuando la veo y doy lo mejor de mí. No sé desde cuánto tiempo, lo sé, pero es así. Tomo un trago y pongo los ojos en blanco. No voy a admitir en público, ni en voz alta, algo tan cursi en la vida, pero no por eso deja de ser cierto. Siento un extraño subidón cuando toco para mi chica misteriosa, aquella que, aunque sé que a veces se queda después de un concierto, me es imposible de alcanzar. Simplemente tiene el don de desaparecer cuando me decido a buscarla para decirle un hola. 
Bueno... de haberla encontrado, seguramente en el último segundo hubiese sido incapaz de hablarle. Hay inseguridades que aún pesan demasiado. Aunque seguramente a ella no le importaría que la saludara. Sé que viene por nosotros, para vernos tocar. 
Cuando me mira, lo hace con atención. Su interés es innegable. Me escucha con una concentración casi inquietante. Creo que es porque vive la música con tanta intensidad como la vivo yo. Lo sé porque no me sonríe nunca, o nunca de la manera que lo ha hecho hoy. Supongo que algo tendrá que ver que esté con sus amigas. ¿Y si hoy que está de buen humor la busco? 
Me termino la cerveza y pienso en cómo podría ir. Lástima que todo lo que pensamos y se reproduce en nuestra mente, jamás llega a materializarse en la vida real. 
Creo que debería dejar de soñar despierto. 
Estrujo el vaso de plástico vacío donde estaba mi cerveza y lo lanzo hacia una papelera cercana. ¡Tres puntos!
—Me piro —digo en un arranque de vitalidad.
Me levanto de las escaleras golpeando mis rodillas. 
—No tío, no puedes irte. 
Carlos protesta y yo sé por qué. Me largo antes de que intente hacerme olvidar a Patricia con una de las grupis que nos siguen de concierto en concierto. 
—Lo siento. 
Patricia es mi ex. Nunca he tenido demasiado tino con las mujeres. Quizás porque aparento algo que no soy. Un hombre demasiado seguro de mí mismo, cuando en realidad nado en un pozo de inseguridades del que no conseguí desprenderme ni con terapia. Por eso se me hace extraño desear de nuevo a una mujer, cuando sé que en mi caso es más que probable que se rían de mí y no me aporten nada bueno. 
—Quédate tío, es muy pronto. 
Meneo la cabeza. 
—Vamos —me dice Eduard guiñándome un ojo—. ¿Seguro que quieres irte sin intentar ver a tu amiga? 
Vacilo. 
Todos sabemos de quién habla, pero saludarla, lamentablemente no entra en mis planes. 
—Mmmm...
—Te lo estás pensando, ¿eh? —me anima Carlos. 
Tiene razón, es muy pronto y con mi insomnio crónico no estaría mal escuchar a nuestros compañeros de Ses Bubotes que ya han calentado motores con un par de canciones. 
—De acuerdo, pero voy a dejar el saxo en la furgo —les digo. 
Me despido de ellos sin asegurarles que volveré, aunque es probable que lo haga. 
Tras el escenario y a un par de calles, me adentro en el descampado donde he aparcado mi furgoneta. Es un campo de tierra, lleno de rastrojos, mal iluminado por los focos que ha puesto el ayuntamiento. De todas maneras, se debe dar gracias por ello, pues el pueblo se llena de coches de aquellos que llegan de los demás pueblos de la isla y aparcar es prácticamente misión imposible sin colapsar las estrechas calles. 
Avanzo por el improvisado parquin. Hace calor y vuelvo a tener sed. No es de esas noches de bochorno desmesurado, pero sí que no me vendría mal estar delante de un ventilador o bien posicionado frente al aire acondicionado de mi habitación. 
A escasos metros veo el todoterreno de Carlos. En él podrán guardar el equipo sin preocuparse y volver tranquilamente a casa a la hora que les dé la gana. 
Son las tres de la madrugada y mientras sostengo en la mano el estuche de mi saxofón decido que no debería buscarme problemas... definitivamente me voy a casa. 
Podría intentar buscar a la chica de ojos negros y rostro pálido, pero ¿para qué? Con la suerte que tengo con las mujeres, seguro que es una lunática que acaba abrazada a uno de los poderosos muslos del cantante de Ses Bubotes. 
Paso, el amor no es para mí.
Llego a la furgoneta y meto la llave en la puerta trasera dispuesto a abrirla y guardar mi preciado estuche, con mi saxofón dentro. 
Abro la puerta y levanto la mano derecha para dejar el saxo en el interior. Apoyo el estuche en el suelo de la furgo, pero soy incapaz de soltar el asa. Mi cuerpo se ha quedado tan paralizado como mi cerebro. Pero... ¿qué demonios está pasando?
Sucede lo impensable. 
Mi mano sigue estirada, pero poco a poco, mientras hago un intento de tomar aire, suelto el asa del estuche. Mis ojos se han abierto como naranjas y admitamos que por un momento se me hace difícil respirar. 
El saxofón y mis cosas no es lo único que está en la parte trasera de la furgo. 
—¡Tú!

3 Pillada

Cristina

¡Pillada!
No me lo puedo creer. Estoy arrodillada en la parte trasera de la espaciosa furgoneta. Apenas veo nada. Voy palpando, palmo a palmo, toda la superficie del suelo en busca del saxo que tanto deseo. Pero no lo encuentro. 
No me resigno a largarme sin él, por lo que vuelvo a revisar toda la superficie de nuevo. Encuentro algunos estuches, los abro, pero ninguno contiene lo que estoy buscando. 
Casi se me para el corazón cuando he escuchado el ruido de unas pisadas sobre los rastrojos. Sin apenas respirar, el seguro de las puertas ha saltado y esta vez, no solo la trasera, que es la que he forzado para colarme allí dentro. 
Joder, ¿cómo una puede tener tan mala suerte? 
Contengo el aire cuando la puerta se abre y ante mí aparece la peor de mis pesadillas materializada en hombre. 
¿Cómo después de repasar cada detalle de mi plan ha podido sucederme esto? Seguramente porque los cubatas de más han hecho mella en mis sentidos y no estoy tan ágil como debería para convertirme en una ladrona profesional. ¿Qué ha sucedido? Esta vez no ha dejado el saxo directamente después del concierto, o es que el alcohol ha hecho que perdiera la noción del tiempo. 
Escucho su voz, o lo que intenta ser una construcción de una frase coherente, pero creo que debe estar tan conmocionado como yo, pues no veo que lo consiga. 
—Eeeeeh... mmmm... 
Sí, mi chico no es muy elocuente, pero ya me parece bien. Mientras él vacila tengo tiempo de inventar una excusa o un plan de huida para no acabar mal parada. 
Tomo aire despacio y encogida como estoy, intento parecer una buena chica, aunque no sé exactamente cómo lograr eso. Mmmm... No se me ocurre nada y tener tan mala suerte me pone de muy mal humor. 
¿Por qué demonios esta noche no ha seguido la rutina de siempre? Lo primero que hace el idiota que tengo enfrente, después de cada concierto, es largarse a poner su saxo en la furgoneta hortera que tiene, luego se toma una cerveza con sus colegas y sigue la fiesta, seguramente hasta la salida del sol. ¿Por qué esta noche no?, ¿por qué después de un mes de aprender sus rutinas de memoria va y las cambia? 
Aprieto los dientes con rabia y respiro hondo por la nariz.
El saxofón debería estar ahí hacía rato y él agasajado por sus babosas fans verbeneras. El crápula que tengo ante mí siempre se queda hasta el cierre, seguro para ver si pilla alguna grupi desprevenida que pase por alto su bajo coeficiente intelectual.
No abro la boca mientras lo miro de arriba abajo y pienso que no debo ser tan dura con las de mi mismo sexo, si no fuera un ladrón, hasta podría resultarme guapo. ¿Qué digo guapo? Más que guapo. Metro ochenta y cinco, rubiales, ojos grandes y un talento impresionante para tocar el saxo que me saca de quicio. ¡Sí! Vale, está bueno, pero ser guapo no lo es todo, y este además de idiota tiene un saxo que no le corresponde. 
— Eeeh… —¿Qué le digo? ¿Qué hago? 
Me quedo paralizada. Se me está friendo el cerebro. 
Solo sé, por sus cejas alzadas y su expresión de estupefacción que no puede venir nada bueno de este allanamiento de vehículo. 
—Perdona —me dice con cara de estar flipando. Algo que, reconozcámoslo, es bastante comprensible. 
—Emmm, yo… 
—¿Sí?
Vamos, Cristina, piensa algo, que tenemos el culo plano, pero al menos de cerebro podemos presumir. 
—¡Te estaba esperando! —Eso es lo primero que le suelto. 
¿En serio?, ¿te estaba esperando? Sí, eso me he escuchado decir. 
En mi imaginación, un enano saltarín me da en toda la cabeza con una pala. Por idiota. Pero a él no le parece una respuesta del todo surrealista. 
—¿Y por qué? —me pregunta sin comprender. 
Yo comprendo aún menos, pero sí que me parece una gran pregunta. 
Piensa Cristina, me apremio. 
Él parpadea esperando esa explicación, que seguro es más que razonable, para que una tía esté en la parte de atrás de una furgoneta, a las tres de la mañana después de un concierto. Y como existe la explicación más simple, yo la encuentro. 
—Ya sabes… 
—¿Ya sé?
¿Qué vas a saber tú?, si eres tonto. 
En mi mente resoplo como un toro de lidia. 
Qué mal me cae el guaperas y la cosa va a más al sentirme presionada para darle una explicación.
—Quería… —Le señalo y guardo silencio, luego me señalo a mí—. Ya sabes… hacérmelo contigo. 
¡Un aplauso! ¡Plam! ¡Plam! ¡Plam! 
¿¡Hacérmelo contigo!? ¡Señoras y señores, qué ingenio! 
Bravo, Cristina, ¿esa es la mejor explicación que se me ha pasado por la cabeza? ¿Qué hace una loca metida en la furgoneta de un músico? ¡Esperarle para echar un polvo! Si es que está cantado. Ahora solo me falta saber cómo salgo de esta.
Mi ingenio es sorprendente, digno de admirar. Y sorprendido ha sido como se ha quedado al escuchar mis palabras. Más que sorprendido parece estupefacto y algo incrédulo. 
Frunzo el ceño, de hecho... hasta parece que tiene miedo. 
¿Miedo? A mí no me engaña. Seguro que no es la primera vez que una grupi se intenta colar en su furgoneta para que le haga una sesión privada. ¿Por qué no? Conozco a más de una que lo haría sin problemas. Pero yo... con él... como que no.
Mi abuelo se avergonzaría de mí, pero creo que he resultado superconvincente. Incluso puedo asegurar que lo estoy haciendo bastante bien, cuando el pobre no puede apartar la mirada de mí y sus ojos casi se le salen de las órbitas. 
—Emmm… no sé qué decir. 
Sonrío. Sí, me gusta que esté noqueado, eso me da seguridad. Alzo una ceja y asiento con la cabeza. 
—Pues sí, montármelo contigo. ¡Ea!
Le repito por si no le ha quedado claro. Le miro con una sonrisa forzada que seguro a él le parece genuina. No obstante, sigue con cara de desconcierto, algo que me sorprende a mí también, porque estoy más que segura que no soy la primera tía que le espera cerca de su furgoneta para echar un polvo. Puede que no dentro, pero cerca… seguro que tiene que quitarse a las fans de encima a sablazos. 
— Bueno, yo… esto es nuevo para mí. 
¡Venga ya! ¿Esa es su técnica para atraer a las chicas? ¿Parecer inseguro y casi asustado? ¿Me está diciendo que las chicas no se le tiran encima después de los conciertos? No me lo creo, pero tampoco voy a preguntar. Mi mente está demasiado ocupada intentando salir del embrollo donde yo solita me he metido. 
Entonces mis ojos se deslizan por su cuerpo hasta llegar a su mano, donde en algún momento ha vuelto a coger el asa del estuche que ya descansa sobre el suelo de la furgoneta. 
Se me ilumina la cara y respiro hondo. ¡Estás ahííí! 
Ver que estoy tan cerca de conseguir mi objetivo me da valor para seguir adelante. 
Me siento tan contenta que empiezo a hablar sin control.
—Vamos, no me dirás que las chicas no hacen cola para conocerte después de un concierto. —Él me mira fijamente, pero no dice nada—. Seguro que con lo guapo que eres… esos bíceps… —Alargo mi mano e intencionadamente toco su brazo—. Ese talento que tienes... 
Las palabras salen de mi boca sin que apenas piense en lo que digo, estoy demasiado ocupada mirando el estuche donde está mi tesoro. Mis dedos se deslizan por su antebrazo y suben hasta tocar su bien formado bíceps, lo aprieto con una sonrisa y... entonces me doy cuenta de lo que estoy haciendo. Y si me he dado cuenta no es por lo ridícula que me siento con esta actitud totalmente falsa, sino porque tocar a ese hombre... nunca va a ser una buena idea. Y mucho menos después de que mi estómago se encoja de algo muy parecido al deseo. 
Debo salir corriendo de aquí. Y por un instante pienso en hacer literales esas palabras. ¿Y si salgo pitando? No funcionaría. Él tiene las piernas muy largas y es demasiado atlético como para pensar erróneamente que puedo correr más que él. 
Ángel da un paso atrás y yo ladeo la cabeza. ¿Lo estoy asustando? 
Está en silencio absoluto. Ni siquiera tiene intención de decir nada o balbucear. Cuantos más segundos pasamos mirándonos, más tengo claro que lo estoy asustando. Como mínimo incomodando, porque yo me siento igual de desubicada.
Reflexiono mirándole a los ojos por primera vez desde que ha aparecido. 
Al final parece reaccionar y después de tomar aire, me suelta:
—No sé si es la primera vez que una tía me espera después de un concierto, pero te juro que eres la primera que ha conseguido abrir mi furgoneta. 
Otra vez levanta una ceja y yo hago lo mismo.
Menudo zasca acaba de darme. Un zasca en toda la boca. 
Muy elegantemente me está acusando de ladrona y por lo que veo, ni aunque le pusiera muy cachondo, cosa que dudo, no iba a liarse con una loca que ha forzado su furgo para Dios sabe qué intenciones ocultas. 
Cómo explicarle que he tenido que perfeccionar mis habilidades abriendo coches ese último mes. De ahí que hubiera tardado tanto en decidirme a poner en práctica mi plan. Un mes entero de seguimiento, ¿y para qué? Si me ha pillado en el primer intento. 
El silencio incómodo hace que el asunto se vuelva cada vez más serio. 
—Estaba desesperada por conocerte.
¡Di que sí, Cristinita! Alimenta su ego que eso siempre les pone.
—¿De verdad?
—Sí... y bueno, aquí estoy. 
Él parece asentir ligeramente, pero su cara demuestra lo flipante que le parece todo. 
—He pensado que no te importaría que te esperara. ¿Me he equivocado mucho? —le pregunto con una voz sensual que no sabía que pudiera poner. 
Veo que no sabe qué decir, de hecho, abre y cierra la boca sin que sonido alguno se pronuncie. Y la verdad, a mí no me queda mucho de improvisación. 
El plan A, de robarle el saxo de dentro de su furgo y salir corriendo, parece haber fallado. Y el plan B... debería haber un jodido plan B, pero no lo hay. Solo una improvisación de la que voy a tener suerte de poder salir ilesa. 
Entonces él dice algo que me deja el culo clavado en el suelo de la furgoneta. 
—Bueno… quizás podamos... 
¡Nooooooooo! Me va a dar un paro cardíaco. ¿Quizás podamos qué...? ¿En serio cree que me lo voy a montar con él? 
¡Ni en sueños, guaperas!
Espero no haya visto mi cara de pánico, pero antes de poder balbucear cualquier cosa para que no se me acerque él, se inclina dentro de la furgoneta y en lugar de entrar, simplemente deja el estuche y se sienta a mi lado, con el culo en la furgo y los pies apoyados sobre el suelo de tierra. 
Vaya, parpadeo realmente sorprendida, si al final resultará que es un tío legal. 
Deja el estuche del saxo cerca de su cadera y le da dos golpecitos con la mano, como para asegurarse que está en buen recaudo.
Los ojos se me abren como platos. 
Casi puedo tocarlo. ¡Está ahí! Por fin lo tengo al alcance de mi mano. 
Estoy en éxtasis y no coordino. Los cubatas que me he tomado al parecer son de efecto retardado porque me mareo un poco y me inclino sobre el saxofonista. 
Me mira con esos ojos grandes y de color chocolate, está demasiado cerca como para que yo pueda hacer otra cosa que parpadear. 
Ha malinterpretado mi inclinación de “Dios mío qué borrachuza soy” por un “voy a por ti, nene”.
Entonces pasa lo inevitable: Me besa.
¡Me besa! 
Mis brazos se elevan, en un principio no sé si para frenarle o qué, pero inconscientemente los dedos de mis manos se extienden y se enredan en su pelo. Pero mi boca es incapaz de pronunciar palabra o sonido alguno mientras él aprieta sus labios contra los míos. 
Me está besando y, para tortura de mi conciencia, lo hace suavemente. Me acaricia la mejilla con el pulgar y contra mis labios, mientras me da suaves toques, puedo notar una sonrisa. ¡Madre mía! Inequívocamente es buen tío. Un tío que besa de maravilla, pero que fue a comprar el saxofón equivocado, y eso es algo que no le puedo perdonar. 
Por un instante mis labios están quietos, expectantes de la orden de mi cerebro que no acaba de llegar. 
Todo se vuelve de un color brillante. Son como fuegos artificiales en mi cabeza. Seguro que luego pienso que eso de las mariposas en el estómago o las luces de colores son una puta chorrada, pero ahora… ahora siento que él tiene los labios más tiernos del mundo y los míos se abren para él hasta notar el roce de su lengua. No puedo evitarlo, el cerebro ha reaccionado y me ordena corresponder a ese beso que él ha ido profundizando. Ya no noto que sonría. Me besa delicadamente, con los ojos cerrados y la boca jugando a atrapar mis labios entre los suyos. 
¡Menudo beso!
Inseguro al principio, su lengua da pequeños toques contra mis labios entreabiertos y siento sus manos elevarse para enmarcarme la cara. ¡Vaya un caballero! Parece que está dispuesto a besarme como un gentleman antes de tirarme sobre el suelo de la furgo y sobarme las tetas. 
Cuanto más tiempo pasa, más me doy cuenta de que quizás me esté equivocando. Meterme mano es algo que no ocurre, y, sin embargo, no deja de besarme. ¿Cuánto está durando este beso? Acabo de perder la noción del tiempo. 
Se aparta de mí poniéndole fin y me dedica una sonrisa tierna al ver mis ojos abiertos como platos. 
No sé qué me alucina más en este momento, pero voy frunciendo cada vez más el ceño. 
—¿Qué? —me pregunta con una tímida sonrisa a escasos centímetros de mi cara. 
Gimoteo y me siento idiota por no poder articular palabra. 
—No sé... —consigo decir finalmente antes de expulsar todo el aire de mis pulmones. 
Y realmente no sé. 
No sé qué estoy haciendo, ni qué puñetas digo. 
Por otra parte, él... no sabe quién soy, qué hago aquí. No sabe nada y… ¿me besa? Resoplo como si estuviera decepcionada cuando no hay motivo alguno. El saxofonista es un capullo y así seguirá siéndolo en mi mente por muy tierno que aparente ser y por mucho que piense que ese besazo ha sido increíble. 
—Estás un poco borracha —me dice, y no es una pregunta. Es más bien una afirmación que viene a poner de manifiesto mi repentina falta de coordinación.
—Bueno, tú tampoco estás muy sereno. —Me pongo a la defensiva. 
Entonces se ríe. Es una risa franca y divertida que no me sienta del todo bien. 
—¿Quieres que salgamos a tomar un poco de aire, o te invito a… un agua? —añade con una risita que a mí me enerva. 
¿Está siendo condescendiente y paternalista? Cierro los ojos y con un movimiento demasiado rápido intento apartarme de él, cuando los abro soy consciente de que me he mareado y él me sujeta por el hombro. 
—¿Todo bien? 
Si fuera otro tío creería que es el hombre más considerado del mundo, pero este tipo es un ladrón de saxos. Y aunque se esfuerce por caerme bien, no lo hará. 
—Vamos fuera, hablemos un rato mientras te da el aire. 
Bien, ahora quiere hablar. Sería una maravillosa oportunidad para salir de la furgo y tomar algo antes de que el pobre se crea que va a tener tema conmigo. Pero… otra vez mi máquina empieza a funcionar, en mi cerebro se escucha el engranaje que gira y gira.
¡No voy a largarme de aquí! ¡Me niego!
Aquí es donde está mi saxo y si me voy será con él entre mis brazos. 
Me sorprendo al decir:
—No. Estoy bien. Podemos quedarnos aquí y… hacer cosas. 
Hacer cosas, como si hablara de manualidades o algo. 
Una imagen cruza mi mente y gruño.
Veo que se echa hacia atrás. 
¿Por qué se echa hacia atrás? Frunzo el ceño más profundamente y él parece asustarse de mi reacción. 
—No te enfades —me dice. 
—No me enfado —¿De qué va?—. ¿Me ves enfadada? 
¡Puto idiota! 
Vale, igual mi tono ha sido un poco pasivo—agresivo. Pero ¿qué le pasa?, debería estar agradecido de que una tía como yo se fije en él. Vale, no seré Monica Bellucci, pero tampoco estoy tan mal como para que el señor ojos de búho me rechace. 
Suelto chispas y él… él me sonríe. 
Controlo un suspiro y es que su actitud me parece buena señal. 
Está relajándose. 
Entonces tímidamente posa su mano sobre mi hombro. Yo no me aparto. Me toca, es un contacto normal, sin carga erótica, o eso pienso yo hasta que se me calienta la piel donde él ha puesto la mano. La desliza hacia mi cuello y finalmente va a parar a mi nuca. 
Por un momento nos quedamos en silencio, mirándonos a los ojos. 
¡IT'S A TRAP!  
¡Mi plan! ¡Tengo que seguir mi plan! 
Arrastro el culo sobre el suelo de la furgo y entro del todo hasta que mi espalda choca con una de las paredes laterales metálicas. 
Él me sigue, preocupado.
—Vamos fuera —me dice tendiéndome la mano para que la coja y así poder salir a tomar el aire. 
¡Ni de coña! Yo no me bajo de aquí sin mi saxo. 
Me muevo hacia la salida, sin darle tiempo a retroceder. Me inclino sobre la puerta trasera y la cierro de golpe dejándonos a los dos dentro, a oscuras y con un calor insoportable. 
Por la oscuridad que se cierne sobre nosotros ahí dentro, no puedo ver su cara de sorpresa, pero estoy segura de que es de pura estupefacción. 
Antes de que él pueda abrir la puerta y disuadirme para que me baje, lo empujo haciéndole perder el equilibrio. Su espalda va a parar contra el suelo. Quizás el plan de coger el saxo y echar a correr no esté perdido del todo. Solo tengo que distraerlo el tiempo suficiente para echar a correr sin que pueda perseguirme. Pero por alguna razón, mientras toco su pecho con mis manos extendidas para que se quede quieto, esa deja de ser una prioridad. 
Siento su piel caliente bajo la camisa y mi respiración se entrecorta. 
¡Cristina! No hagas nada de lo que te arrepientas. Coge el saxo y lárgate de aquí. Mi conciencia me grita, pero es tan fácil ignorarla cuando él ha levantado la mano para acariciar mi cintura. 
A nuestro lado, contra el lateral, está el estuche del saxo, lo tengo vigilado. Sé que puedo cogerlo. Sé lo que pesa. Puedo abrir la puerta y llevarme mi trofeo conmigo antes de que él pueda reaccionar y perseguirme. 
Frunzo el ceño cuando intenta incorporarse. 
—¿En serio crees que es una buena idea? —me pregunta algo preocupado—. Mejor será que salgamos a tomar un poco el aire. 
¡Ah, no! Eso no va a pasar. 
Con un ronroneo estudiado me pongo a horcajadas sobre él. 
No puedo ser una ilusa. Seguro que corre como Usain Bolt, está fuerte y parece atlético. No, tendré que… distraerlo primero de algún modo. 

Sonrío, o bien porque soy lo suficientemente idiota como para creerme un genio, o bien porque a pesar de que había decidido que lo odiaría hasta el fin de los tiempos, estar ahí, con él, sintiéndome deseada es una experiencia única que bien vale la pena disfrutar. 

4 ¡Corre, Forrest!

Cristina
Me inclino sobre él y le doy un fugaz beso en los labios. 
Se me dispara el corazón y vuelvo a darle otro tan suave como el primero, pero que dura un segundo más. Puedo jurar y juro que le beso porque es una estrategia fantástica de distracción, no porque me gusten sus besos.