No solo una vez el amor - Viviana Soncini - E-Book

No solo una vez el amor E-Book

Viviana Soncini

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Beschreibung

Mientras palpite la vida, nada será imposible… Juanjo, atractivo estanciero bonaerense, cae enfermo por una gran pena que no lo abandona. Luz María, joven mimada de la alta sociedad porteña, huye de su hogar para escapar de un matrimonio arreglado que aborrece. Simulando ser ama de llaves, Luz María llegará a la estancia en Mercedes donde se enfrentará al desafío de restablecer la salud maltrecha de su dueño. Ayudada por sus conocimientos naturistas, herencia de su nana indígena, la joven logrará lo imposible. Mas en el camino descubrirá que su señor no solo tiene enfermo el cuerpo, es su alma la que agoniza. Solo un corazón valiente y un amor desinteresado lograrán curar aquel espíritu deshecho. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2017 Viviana Laura Soncini

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

No solo una vez el amor, n.º 145 - enero 2017

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Fotolia.

I.S.B.N.: 978-84-687-9468-6

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Para Jimena. Fuiste impulso y confianza. Tu aliento logró llevarme a creer que esto sería posible. Gracias, amiga.

Capítulo 1

 

Mercedes, provincia de Buenos Aires 1820

 

El frío de la habitación lo despertó. Abrió los ojos y solo vio oscuridad. No le importaba, hacía tiempo que se había acostumbrado a sentir el frío más allá de su cuerpo y padecer una oscuridad asfixiante acompañándolo a cada paso. El problema no era el invierno que llegaba, ni la noche sin luna, el problema era su dolor, la indiferencia de su alma que era imposible volver a animar.

La puerta se abrió y sigiloso, casi sin hacer ruido, entró Gregorio trayendo leña para encender el fuego de la chimenea. Conocía bien la casa y no le hacía falta una vela para ver lo que hacía. En cuestión de segundos acomodó los leños con algunas ramitas bien secas entre medio que ardieron rápidamente cuando les acercó el fósforo prendido. Un tenue resplandor iluminó al recién llegado delineando su contorno inclinado frente al hogar. Juanjo lo miró desde la cama, en silencio. Aquel hombre continuaba sorprendiéndolo. Hacía tiempo que había dejado de considerarlo un sirviente, Gregorio era su fiel amigo y compañero, y aunque había intentado persuadirlo de que solo fuera su compañía, él seguía atendiéndolo y cuidándolo como cuando era niño. Apenas diez años mayor que él, con sus cuarenta y tres años, era fuerte y laborioso, de mente despierta y alma noble, que a la muerte del patrón se había hecho cargo de cuidar al niño de la casa con celo y compromiso. Juanjo tenía nueve años cuando su padre enfermó, y Gregorio diecinueve, pero se convirtió en su guardián, su guía, y hoy era el único que conocía la verdadera agonía de su sufrimiento.

—¿Qué haces levantado, Gregorio? —le dijo sorprendiéndolo.

—¿Estás despierto? Pensé que dormías. He venido a prender el fuego. La madrugada está muy fría, el invierno ya casi está aquí y lo último que necesitamos es que pesques un resfriado.

—No hacía falta que te levantaras para encender mi fuego, en un rato ya estoy fuera de la cama —Juanjo le hablaba en tono de regaño.

—No te enfades conmigo. Sabes que no puedo dormir hasta tarde, ya estaba despierto y no me costaba nada prender los fogones —contestó el hombre para justificarse—. Ahora me marcho, trata de descansar un poco más.

Y cerrando la puerta, Gregorio se retiró tan sigiloso como había llegado.

Mientras encendía también el fogón de la cocina y ponía a calentar la pava, el hombre maduro repasaba en su mente el último año y medio transcurrido. Su señor no merecía la desdicha que lo agobiaba, tampoco merecía haber logrado la felicidad y haberla perdido tan rápidamente. El destino le había hecho una mala jugada y no estaba seguro de si se recuperaría. Desde el accidente su buen ánimo ya no existía, tampoco la fuerza de voluntad que lo había caracterizado siempre, ni esa lozanía y estampa que alguna vez había hecho suspirar a las mujeres y provocado admiración en los hombres. Se daba cuenta de que había perdido las ganas de vivir. Él no sabía cómo ayudarlo, lo que sí sabía era que siempre estaría a su lado para acompañarlo y cuidarlo. No era su hijo, pero sentía como si lo fuese. El cariño que desde niño le había profesado y la amistad que le había ofrecido de adulto no tenían precio, y él le debía más a esa familia que a nadie en el mundo. Desde que el patrón le dio la oportunidad de trabajar allí sacándolo de las mugrientas calles de Buenos Aires, donde lo único que hacía era mendigar, su vida cambió por completo.

Su madre lo había cuidado sola, jamás conoció a su padre. Gregorio había sido el resultado de una noche de pasión luego de un alocado día de carnaval, donde la gente olvidaba por tres días sus problemas y se mezclaba, sin distinción de clases, en juergas y excesos. Ella había sido una criolla de familia humilde que no había podido prosperar. Tras la muerte de sus padres se había empleado como costurera y con la escasa paga que recibía, a duras penas sobrevivían. Habitaban una pieza minúscula en una pensión de mala muerte, húmeda y mal ventilada. Fue en esa pensión donde su madre enfermó y encontró la muerte cuando él contaba con apenas diez años. Solo, sin dinero ni trabajo, Gregorio mendigó en las calles para procurase algo de comer. Cada tanto ganaba alguna moneda llevando recados o ayudando en las caballerizas a levantar el estiércol o limpiando los corrales, pero como aún no había alcanzado su madurez física y la alimentación que recibía era muy escasa, terminaba cansándose con rapidez, lo que ocasionaba que no durara mucho tiempo en esos trabajos. Hasta que dos años después de la muerte de su madre, llegó un hombre a dejar su montura en la caballeriza en la que esa mañana él estaba trajinando. Se notaba que era todo un señor, su estampa altiva y sus modos lo evidenciaban, pero lo que nunca imaginó Gregorio es que aquel hombre sería su salvador. Dejó el caballo a su cuidado prometiéndole una buena recompensa si lo atendía y se ocupaba de él mientras iba a hacer unos recados. Cuando el hombre regresó y comprobó que no solo su montura había comido y abrevado, sino que también estaba pulcramente cepillada y bien descansada, aquel señor lo miró atentamente y con tono cortes le preguntó dónde vivía y quiénes eran sus padres. Al enterarse de la situación en que se hallaba el niño, no tardó en proponerle un trabajo en su estancia. Ofreció pagarle acorde a su desempeño, techo y comida. El pequeño, que no cabía en sí del asombro, no lo dudó un momento, y en cuanto su nuevo patrón estuvo listo, partió junto a él hacia un destino inesperado. El campo lo volvió un hombre de bien. Aprendió lo que era el trabajo digno y le dio un propósito para enfrentar el futuro. Como había prometido don Octavio, tuvo un techo sobre su cabeza y alguien que se preocupara por él. Jamás lo olvidaría y jamás terminaría de pagar esa deuda a la familia Rivera Zavaleta.

—¡Buenos días, Gregorio! Qué sorpresa verlo en la cocina a estas horas, ¿se ha caído del catre acaso? —dijo risueña la cocinera cuando lo encontró preparando el mate.

—Buenas, Eugenia. Si sabe que siempre me levanto a estas horas. Lo que sucede es que hoy tuve que encender todos los fogones de la casa porque se levantó un frío incómodo y quería ir templando el lugar para que nadie se enferme, y ya que estaba aquí, en la cocina, aproveché a poner la pava al fuego. Aquí tiene —y cebando un mate se lo tendió a la mestiza, que lo aceptó gustosa—. Ojo, que está caliente.

—Gracias, Gregorio, justo lo que necesitaba.

—Vaya disponiendo el chocolate para el señor, que en un rato lo va a tener por acá.

—Sí, ahora mismo lo voy preparando. Pobre el señor Juanjo, cuando lo veo se me estruja el corazón. Él, que siempre fue tan vigoroso y fuerte, con aquel carácter vivaz que mostraba y ese buen humor, no puedo creer que se haya convertido en esta persona tan apagada y que en todo este tiempo aún no haya podido superar su pena. Realmente es una lástima.

—Sí, Eugenia, tiene toda la razón, realmente es una lástima —suspiró Gregorio.

Hacía un año y medio, en una noche de verano, había acontecido la peor tragedia que la familia tuvo que enfrentar. Juanjo estaba casado con una encantadora mujer, la que podría describirse sin lugar a dudas como su otra mitad. Aunque había sido un matrimonio arreglado y Juanjo se había resistido revelándose contra su madre, el día que conoció a Agustina dejó de despotricar y asintió al matrimonio de buen grado. La dama, en su primer encuentro, lo había cautivado no solo con su belleza, que era abrumadora, sino también con un alma tan clara y bondadosa que parecía que podía ver en su interior. Y todo lo que vio fue maravilloso. A Agustina le sucedió lo mismo, el hombre que habían elegido para ella fue más de lo que esperaba. Atractivo, vivaz, la sedujo con su buen proceder y su aguda inteligencia, ninguno se opuso a la boda, la que se llevó a cabo al año de aquel afortunado encuentro.

Los novios, cuando estaban en la ciudad, residían en casa de los padres de ella, familia adinerada e influyente de la alta sociedad porteña. Cuando volvían al campo moraban en la estancia de él, herencia que le había dejado su padre y de la cual al tener la edad suficiente se había hecho cargo. Allí eran muy felices. Las mañanas transcurrían trabajando, Juanjo supervisaba las actividades en el campo y Agustina se encargaba de administrar la casa, su suegra le había cedido el mando casi con alivio. Las tardes eran otra cosa, las tardes existían solo para ellos. Paseaban y conversaban al parecer sin cansarse nunca, hacían planes y soñaban juntos. Los dos anhelaban hacer un largo viaje al viejo continente para conocer sus raíces, ver de cerca lo que solo conocían por chismes y relatos de viajeros. Así, se pasaban los días compartiendo su mutua compañía tan enamorados uno del otro. Al año siguiente del matrimonio la pareja fue, si se podía, más feliz aún, sucedió cuando se enteraron del embarazo de Agustina, no cabían en sí de la dicha que los embargaba. Nueve meses después y de parto natural, nació un sano varoncito al que bautizaron con el nombre de Leandro. La familia estaba emocionada y gozosa, la vida era hermosa y les sonreía.

Pero luego de unos meses comenzaron las desgracias y ya nada volvió a ser como antes. La madre de Juanjo enfermó y al poco tiempo falleció, dejando al hijo acongojado y entristecido. Juanjo se consolaba pensando que al menos había llegado a conocer a su nieto y a saberlo a él feliz y bien casado.

Luego comenzaron los malones. Su estancia estaba muy cerca de la línea de frontera que dividía las tierras conquistadas por el gobierno para la cría de ganado, tierras que les iban expropiando a los indígenas y entregando a los hacendados, y aunque él había conseguido acuerdos y negociaba con los caciques dándoles considerables beneficios, al parecer habían dejado de respetar los tratados y comenzaron a hacer incursiones para robarle vacas y ovejas.

Pero la tragedia más atroz que vivió la familia Rivera Zabaleta fue la noche de tertulia en casa de los Martínez Paz. Regresaban tarde después de una encantadora reunión. Habían bailado el minué y Agustina cantado una corta pero sentida canción que conmovió a todos los presentes. Aunque no era costumbre llevar a los niños a esas reuniones, Agustina había llevado a Leandro, pues no solía dejar al pequeño al cuidado de otra persona, le gustaba ser ella la encargada de velar por su hijo. El niño dormía en el regazo de la madre cuando una lluvia veraniega los sorprendió a mitad de camino. Las dos estancias estaban a varios kilómetros de distancia una de otra, fue un aguacero tempestuoso que enlodó la senda en instantes. De pronto la galera en la que viajaba la familia comenzó a resbalar en el barro. Un enorme bache en el camino tapado por el agua terminó por causar el accidente, una de las ruedas se atascó, rompiéndose, y el vehículo salió impulsado hacia adelante dando varios tumbos antes de quedar volcado al costado del camino. Juanjo fue el único sobreviviente. A partir de allí jamás volvió a ser el mismo. Él era quien conducía el carruaje y no se perdonaba no haber podido evitar aquella tragedia. Tenía la inusual y descabellada costumbre de guiar él mismo la galera, su espíritu aventurero lo incitaba a probar y desafiarse continuamente, y aunque tenía un cochero para llevar a Agustina al pueblo cuando lo necesitaba, en las ocasiones que viajaban juntos le gustaba a él tomar las riendas y ocuparse del viaje. Desde aquel día cargaba con una culpa tan abrumadora que podía sentir cómo lo consumía por dentro, robándole poco a poco su humanidad. No encontraba motivos para vivir ni fuerzas para seguir adelante, lo único que lo mantenía en este mundo eran los cuidados de Gregorio, que no había renunciado a brindárselos.

 

 

Juanjo se levantó y se cambió junto al fogón prendido. Después de tomar un chocolate con pastelitos recién hechos, decidió poner al día algunos papeles de la estancia. La contabilidad no le llamaba mucho la atención y tenía un contador que se ocupaba mensualmente de eso, pero era su obligación pasar día a día los distintos movimientos que se llevaban a cabo en sus tierras. Estaba concentrado en unas cuentas que debía pagar cuando abrió el cajón en busca de una pluma nueva para registrarlas en sus libros. No encontró lo que necesitaba y decidió ir a mirar en el escritorio que usaba Agustina para escribir sus cartas. Entró en aquel saloncito que era el refugio de su mujer, allí recibía amigas, cocía y hacía sus labores, pasaba horas leyendo y escribía largas cartas para su familia. Una punzada de dolor traspasó su pecho al irrumpir tan repentinamente. Apurándose para salir lo antes posible, se abalanzó sobre el escritorio y con mano torpe buscó una pluma. Revolviendo los cajones y enceguecido por su arrebato, tiró al suelo un cuaderno que al abrirse reveló la hermosa letra de Agustina. Juanjo lo tomó entre sus manos y comenzó a leer. Las lágrimas brotaron sin contención y se derramaron por sus mejillas. Lo que tenía entre las manos era el diario de Agustina. Cada palabra que allí estaba escrita hablaba de amor, de felicidad, de lo importante que era él en su vida, de cuánto agradecía que el destino los hubiera unido y de cómo la cúspide de ese amor había sido el hermoso hijo que habían tenido, ese pedacito de ellos que era la muestra más elocuente de su gran amor. Juanjo leía y releía cada palabra escrita y un dolor indefinible lo envolvió, hundiéndolo en un abismo de completa desolación, vencido por el sufrimiento cayó al suelo de rodillas llorando desconsoladamente, el tormento fue insoportable, su alma no pudo más y su espíritu cedió ante tanta amargura. El desmayo fue inevitable, debía escapar de esa cruel realidad.

Gregorio lo encontró así, tendido en el suelo, inconsciente. Tomó el cuaderno de entre sus manos laxas y le dio una rápida mirada, no hizo falta más que eso para darse cuenta de lo que había ocurrido. Resignado, cargó a Juanjo hasta su habitación y mandó al joven Palomino en busca del doctor, luego se aseguró muy bien de esconder el cuaderno dentro del baúl de sus pertenencias, su señor no debía volver a ver aquel nefasto objeto nunca más.

El médico salió de la habitación después de revisar al paciente.

—¿Cómo está doctor? ¿Va a recuperarse? —preguntó Gregorio muy preocupado, y aunque sabía lo que el hombre le diría, tenía la esperanza de que fuera en realidad una enfermedad del cuerpo y no del alma.

—La verdad, Gregorio, luego del examen no puedo diagnosticar ninguna dolencia, tiene algo de fiebre, pero nada más, esperemos hasta mañana para ver cómo evoluciona —dijo el galeno algo confundido—. ¿Sabe si ha tenido algún disgusto o algún tipo de problema que lo haya alterado?

—El señor no se ha recuperado completamente después del accidente, no ha vuelto a ser el mismo, cada tanto tiene recaídas y la pena lo debilita, pero nunca había sucedido algo como esto ——contestó con sinceridad, sabía que la única forma de ayudar a Juanjo era diciendo la verdad.

—Está bien, Gregorio, mañana pasaré nuevamente a ver cómo sigue. Tenga fe, vamos a hacer todo lo posible para que mejore.

—Gracias, doctor Donado —y tendiéndole la mano se despidió de él.

 

 

Los días pasaron y Juanjo no mostraba signos de mejoría. El médico estaba preocupado. Había probado diferentes tratamientos pero ninguno funcionaba. Ni compresas frías, ni sangrías, ni siquiera la administración de quinina, medicamento que se utilizaba para tratar la fiebre de la malaria y que adoptó como último recurso, logró sacar al paciente de su estado febril y sus delirios. Juanjo había quedado postrado en cama. Gregorio no tuvo más remedio que tomar su lugar y hacerse cargo de los negocios y las tareas que correspondían a su señor. Las visitas del médico eran muy caras y tenían numerosos empleados en la estancia que había que mantener, Juanjo jamás se había atrasado en el pago de los sueldos y él no permitiría que ahora comenzara a suceder. Aunque su patrón era un hombre rico, su fortuna provenía del trabajo que se llevaba a cabo en ese lugar. La cría de ganado y la venta de carnes y cueros que tan bien se exportaban y mejor aún se pagaban no podían dejar de seguir produciéndose pues, si no, sería su ruina.

Pensando en cómo cumplir con las nuevas obligaciones sin dejar de atender como convenía al doliente, Gregorio decidió contratar a un ama de llaves con experiencia en cuidados de enfermos para que se hiciese cargo de la casa y de Juanjo. Desde el accidente solo vivían en la casa grande él y Juanjo, la cocinera Eugenia, una joven criada llamada Lupe y el pequeño Palomino, un mestizo que hacía de todo un poco, desde llevar mensajes, cargar cubos de agua caliente para el baño del señor, hasta ayudar en la limpieza o lustrar las botas de su amo. Juanjo no quería mucha gente andando por la casa y, luego de la tragedia, había despedido a todo el personal que ya no iba a necesitar. Así fue que cuatro pobres diablos quedaron para atender las necesidades del señor. Pero ahora Gregorio se daba cuenta de que iba a tener que delegar la responsabilidad del cuidado de Juanjo si quería ocuparse correctamente del manejo de las tierras y el negocio. Decidió ir a Buenos Aires a contratar a alguien idóneo para el trabajo. Quería ser él mismo el que eligiera a la mejor candidata, no confiaba en nadie más para llevar a cabo esa tarea.

Capítulo 2

 

Luz María caminaba de un lado a otro de la habitación. Estaba indignada; más que indignada estaba furiosa. Acababa de enterarse de su compromiso con un acaudalado empresario treinta años mayor que ella. Era una locura, jamás consentiría a esa boda. Aunque sabía que casarse por amor era algo casi imposible, por lo menos pretendía a un hombre joven y de buen carácter, no a un viejo gordo y aburrido que de lo único que hablaba era de negocios y política. Su padre iba a tener que cambiar de opinión, o de lo contrario no estaba segura de lo que sería capaz de hacer para evitar aquel enlace. Siempre había tratado de ser una hija obediente, jamás contradecía las decisiones de su padre, todo lo que él había dispuesto para su educación lo había aceptado sin chistar, las amistades que debía frecuentar, los horarios en que debía moverse y un sinfín de pretensiones que ella había acatado con total sumisión. Pero esto era el colmo. Casarse con un hombre con el que no tenía nada en común era algo que no podía consentir, y no lo consentiría.

En cuanto el padre de Luz María, don Alfredo Gutierrez, y su esposa doña Juana Pedernera se enteraron de la negativa de su hija a casarse con el candidato que habían elegido, comenzaron las discusiones:

—¡Tienes que obedecerme, eres mi hija! —aullaba furioso don Alfredo.

—¡No puede obligarme! ¡No quiero casarme con un viejo aburrido! ¡Antes prefiero hacerme monja!

—Pues si no aprovechas esta oportunidad, vas a quedar para vestir santos, no lo dudes. Ya no eres una niña, ¡vas a cumplir veinte años!¡Por todos los cielos!

—No nos des este disgusto, hija —quejumbrosa hablaba doña Juana—, mira que me va a dar algo. Ya me duele la cabeza.

—Y a mí me duele el alma, nunca pensé que las dos personas que más quiero en este mundo se complotarían contra mi felicidad. Escúcheme padre, no quiero desobedecerle, búsqueme otro marido, alguien más joven, alguien que profese algún gusto en común conmigo, no pretendo casarme enamorada, pero sí, aunque más no sea, sentir un afecto hacia la persona con la cual voy a compartir la vida.

—El amor es una ilusión, hija, con el tiempo te acostumbrarás y el afecto nacerá de la convivencia. Evaristo es un buen hombre, y además tiene los mejores contactos para que mi saladero exporte toda su producción. Es una ventaja que no puedo desaprovechar, la unión de nuestras familias nos asegura estabilidad y riqueza. ¡Es mi última palabra!

Luz María se dio cuenta de que no haría cambiar de idea al terco de su padre, pero lo que no sabía su padre era que ella era tan terca como él. Fue entonces que comenzó a urdir un plan para salir de aquel aprieto.

Refugiada en la cocina, conversaba con su querida nana, contándole su desventura. Nana Irupé era una india de mediana edad, sabia y de una paciencia infinita, que de joven había decidido quedarse en Buenos Aires y emplearse ofreciendo su trabajo en vez de huir con su tribu y perderse en medio del campo expulsados continuamente de sus propias tierras. Ya había perdido a su familia luchando contra el hombre blanco, sin haber conseguido más que la derrota y el destierro. Su padre había muerto, sus hermanos mayores también. Conocía su destino al vivir en la toldería sin tener un hombre de la familia que intercediera por ella y la protegiera. Prefirió entonces emplearse como niñera, pues había criado a varios hermanitos y sabía muy bien cómo atender a un recién nacido. Además su abuela, la curandera de la tribu, le había transmitido su sabiduría en el arte de la sanación. Le había enseñado todo lo que sabía, y aunque los blancos desconfiaban de sus métodos, muchas veces la buscaban para que aplicara sus conocimientos en casos que los médicos no acertaban con el tratamiento. Así fue como con apenas diecisiete años comenzó a trabajar en casa de los Gutiérrez Pedernera quienes recién habían arribado de España siendo padres de una adorable bebita. En el viaje, la niñera que los acompañaba había enfermado sin lograr desembarcar, doña Juana, joven e inexperta, no sabía muy bien qué hacer con la criatura y en cuanto pusieron un pie en su nuevo hogar contrató a la primera persona que se presentó ofreciendo sus servicios. El destino quiso que esa persona fuera Irupé. Desde entonces había cuidado con esmero a esa hermosa niña, entre ellas nació un cariño genuino y una complicidad mutua que el tiempo compartido afianzó con solidez.

—¡Oh, Nana! Tengo que hacer algo para evitar el desastre, no quiero este matrimonio, será mi perdición —decía muy irritada Luz María.

—A ver, hija, piensa un poco, debe haber alguna forma de hacer cambiar de parecer a tu padre. El señor es testarudo, pero tú eres su debilidad. Quizás si hablaras un poco más con él, o si derramaras alguna lágrima en su presencia, lograrías ablandarlo un poco.

—¡No, no y no! No quiere escuchar mis razones y no pienso llorar por esto, sabes que me molestan esas afectaciones, no le encuentro ningún sentido a derramar lágrimas, pues no solucionan los problemas. Llorar no sirve de nada.

—Llorar alivia el alma. Cuando el llanto es verdadero, desahoga la pena y reconforta el espíritu. Tú has tenido la suerte de no padecer sufrimientos en toda tu vida, pero ahora se presenta ante ti un conflicto real, eres una muchacha inteligente y estoy segura de que sabrás resolverlo de la mejor manera posible. Sabes que puedes contar conmigo, y lo que tú decidas estará bien para mí.

—Gracias, Nana —y acercándose a la mujer, Luz María la abrazó estrechándola muy fuerte—. Te quiero mucho, nanita.

—Yo también te quiero, Lucecita.

Fue unos días después, y segura de que su padre la haría comprometerse a la fuerza, que salió a dar un paseo por las calles de la ciudad para despejarse un poco del asfixiante ambiente que se respiraba en la casa. Partió acompañada de Jacinta, una joven negra que servía en la casa y justamente le habían encargado hacer algunas compras. Mientras se dirigían caminando al mercado, ubicado cerca del puerto, Luz María trató de relajarse y disfrutar del paseo. Era una mañana fría pero el viento helado la reconfortaba. Llevaba sobre el largo vestido una capa gruesa color verde oliva, unos guantes de piel para mantener calientes las manos y una rica peineta con el mantillón de encaje negro, infaltable en el guardarropa de una dama porteña. Por un rato se propuso dejar de pensar en sus problemas y se dedicó a mirar y a escuchar todo lo que sucedía en rededor. A medida que se acercaban a su destino las calles bullían de gente, los vendedores ambulantes pasaban ofreciendo mercaderías, las lavanderas, con atados de ropa apoyados en la cabeza, se dirigían al río, los puestos del mercado rebosaban de frutas y verduras, carnes y especias. La amalgama de razas se confundía en una miscelánea de colores. Los negros, con su piel oscura y sus ropas coloridas; los indígenas, de rasgos definidos y singular estampa; los mestizos, cada vez más numerosos en esa ciudad que crecía a pasos agigantados. Todos ellos confluían a hacer sus compras en aquel lugar y la muchacha se maravillaba con la actividad y la agitación que la envolvían. Mientras Jacinta hacía los mandados, Luz María oyó un pregón que llamó su atención. No era un vendedor ofreciendo mercancías, era un muchacho que repartía una hoja de papel con diversos anuncios. Intrigada, tomó uno de los impresos y lo leyó con atención. Allí había publicados pedidos de trabajos. Se necesitaban niñeras, cocineras, peones, estibadores para el puerto, sirvientas y empleados para saladeros… Pero fue un aviso en particular el que despertó su interés. En él se solicitaba un ama de llaves que en lo posible tuviera experiencia en cuidado de enfermos, el puesto estaba disponible para una estancia ubicada en Mercedes. Se ofrecía buena paga, casa y comida, y el traslado a cargo del empleador. Las interesadas debían presentarse a una entrevista en una dirección, que pudo notar Luz, era en los barrios más pudientes de la ciudad, en realidad estaba muy cerca de su casa. Entonces, con una sonrisa en los labios, dobló con prolijidad el papel, guardándolo en su bolsa. La idea más arriesgada y disparatada acababa de ocurrírsele.

Esa misma tarde, Luz María pidió permiso a su madre para ir a visitar a una amiga enferma, iría acompañada de Irupé y volvería en una hora como máximo. También le pidió que firmara una nota que ella había escrito en su nombre mandándole sus saludos y deseando su pronta recuperación. Doña Juana, ingenuamente, lo hizo. Diez minutos después, la joven se hallaba frente a un portón de hierro forjado trabajado con intricados ornatos que denotaban la riqueza de sus propietarios. La casa confirmaba su apreciación anterior, era suntuosa y arreglada, sus paredes relucían con un blanco inmaculado, las tejas rojas brillaban bajo los rayos del sol, no había nada fuera de lugar, las macetas rebosaban de flores prolijamente arregladas, los adoquines del patio estaban bien barridos y en buen estado, un carruaje situado a un costado resaltaba con la madera pulida y tapizados nuevos. Luz, decidida, se acercó a llamar. En el momento preciso que estaba por tocar la campana para anunciarse, pasó una criada que las vio paradas allí en el umbral.

—Buenas tardes, señoras, ¿puedo ayudarlas? —les dijo con amabilidad.

—Buenas tardes. Venía a una entrevista de trabajo —contestó Luz María sin dar más explicaciones.

—Ah, sí. Usted debe buscar al señor Gregorio.

—Exactamente, a él lo estoy buscando —Luz María ni siquiera sabía de quién se trataba, pero para no parecer insegura, hizo como si lo supiera.