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Los hermanos Flynn habían heredado algo más que una plantación en Nueva Orleans. Habían heredado la presencia de fantasmas, y un secreto largamente guardado. Aidan Flynn, investigador privado y hermano mayor de los tres Flynn, fruncía el ceño cada vez que oía hablar del supuesto encantamiento de la plantación, sobre todo porque aquellas teorías provenían de una tal Kendall Montgomery, una mujer que se ganaba la vida leyendo las cartas del tarot. Pero tras el hallazgo de un hueso humano en la finca y otro junto al río, Aidan decidió lanzarse a desentrañar la oscura historia de la plantación Flynn. Descubrir la verdad obligaría a Aidan y a Kendall a trabajar en equipo, y serían ellos quienes se dieran cuenta de que un asesino en serie, cuyas víctimas parecían desvanecerse en el aire, llevaba mucho tiempo trabajando, y que su propio destino iba a quedar sellado para siempre a menos que se mostraran dispuestos a creer en lo increíble.
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Seitenzahl: 467
Veröffentlichungsjahr: 2010
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2008 Heather Graham Pozzessere. Todos los derechos reservados. NOCHE MORTAL, Nº 264 - diciembre 2010 Título original: Deadly Night Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Mira son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-671-9322-0 Editor responsable: Luis Pugni
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Es un enorme placer para nosotros recomendar la trilogía de los hermanos Flynn, un emocionante thriller paranormal que la crítica y el público norteamericano han considerado una de las mejores series de nuestra autora bestseller.
Noche mortal, Atracción mortal y Regalo mortal cuentan la historia de tres hermanos que trabajan al servicio de la ley, y que por motivos personales o profesionales deciden dejar su trabajo y abrir una agencia de detectives privados. Estos hombres lógicos, que emplean metodos científicos en sus investigaciones, tendrán que abrir su mente a lo oculto al enamorarse de unas bellas mujeres vinculadas al mundo espiritual.
Heather Ghahan ha situado las historias en Halloween, Acción de Gracias y Navidad, y en las ciudades de Nueva Orleans, Salem y Newport respectivamente. Los acontecimientos especiales de estas fechas y la descripción de estas ciudades cargadas de tragedía y esplendor, se une a la emoción propia que suscita la historia romántica, que se desarrolla intrínsicamente ligada a los peligros a los que se enfrentan nuestros protagonistas.
Si ya habéis leído alguna de sus novelas, sabéis que Heather Ghaham mantiene el suspense hasta la última página de sus libros, si no conocéis a esta autora, pronto descubriréis a una de las mejores escritoras del género.
Los editores
Plantación Flynn
Afueras de Nueva Orleans
1863
Allí estaba su hogar.
Todo lo que conocía y amaba, tan cerca por fin.
Sloan Flynn iba montado en Pegaso, un ruano de gran alzada que le había llevado por los campos de batalla de Sharpsburg, Williamsburg, Siloh y más allá, y miró hacia el sur.
Tierras de cultivo ricas y fértiles, que llegaban hasta donde alcanzaba la vista. Pero cuando se volvió a mirar hacia el norte…
Tiendas dispuestas en un orden militar perfecto. Fuegos de campaña. Armas que se estaban limpiando. Una vista era de belleza, paz y perfección; la otra prometía una tierra empapada en la sangre de sus hijos, una tierra yerma.
Ya no se hacía ilusiones sobre la guerra. Sabía que era un acto feo y brutal. No era sólo muerte, sino hombres caídos en el campo de batalla, mutilados y rotos. Hombres caminando ciegos, pidiendo ayuda a gritos porque el fuego de los cañones les había quemado los ojos. Era la tierra sembrada de miembros cercenados, de cuerpos mutilados, de muertos y moribundos. Y en el peor de los escenarios estaban también sus seres queridos, llorando sobre los cadáveres.
Si un hombre consideraba la guerra como un medio para resolver diferencias es que no había estado en Sharpsburg, Maryland, y no había visto el arroyo Antietam discurriendo tan rojo como el mar Rojo, sus aguas tan asfixiadas por la sangre que parecía un lazo rojo que adornase el paisaje.
Sloan había empezado la guerra como capitán de caballería en un destacamento de Louisiana. Pero eso era el pasado, y aquel momento pertenecía al presente. Ahora había sido asignado a la milicia, a Jeb Stuart y al ejército de Virginia del Norte. Habían sido enviados al sur para reconocer zonas del Misisipi, pero aquella mañana habían vuelto a enviarlos al norte.
Sería tan fácil dejarse ir a casa…
Pero un hombre no podía desertar en tiempos de guerra. No se despertaba una buena mañana y le decía a sus comandantes o a sus hombres que sabía que la contienda estaba condenada y que no creaba nada más que miseria, de modo que había decidido abandonar. Tenía que seguir peleando, y peleando para ganar, porque ganar también era la guerra. El grito indignado que animaba a participar en la batalla por defender la gran causa de los derechos de su estado y que una vez retumbó claro como el canto de un grillo en su corazón, ahora era un gemido ahogado. Si pudieran dar marcha atrás, si todos pudieran dar marcha atrás y arrastrar a los políticos y a los congresistas al campo de batalla y obligarlos a contemplar los cuerpos amontonados y sanguinolentos de sus hijos, no habrían llegado al punto en el que se encontraban.
Pero allí estaban, preparándose para una nueva batalla. No intentarían recuperar Nueva Orleans por el momento. Se reagrupaban para dirigirse al norte. El general Robert E. Lee estaba reuniendo las tropas diseminadas por todo el sur para que pusieran rumbo al norte. Quería llevar la guerra a las ciudades, granjas y pastos de la unión. Su amada Virginia había sido arrasada, destrozada, había sido desposeída de sus riquezas una y otra vez, marcada por la carnicería.
Sloan volvió a mirar con añoranza en dirección a su casa. La plantación Flynn no era de las más grandes, ni de las más productivas. Pero era un hogar, su hogar.
Ella estaría allí. Fiona MacFarlane. Fiona Fair, como le decían para tomarle el pelo. En el fondo, y en secreto a causa de la guerra, era Fiona MacFarlane Flynn.
Había pasado tanto tiempo…
La casa de Fiona, Oakwood, había sido reducida a cenizas poco después de comenzar la guerra, de modo que se había visto obligada a refugiarse en la plantación Flynn. No era una casa grande la suya, ya que su familia no había llegado a Louisiana con dinero sino sólo con deseos de trabajar, pero le habían hecho sitio en ella.
La plantación sobrevivía a duras penas. Lo sabía porque, a pesar de la guerra, había conseguido mantener correspondencia con su primo Brendan, lugarteniente del ejército de la Unión, y sabía que no les iba bien. Desde que Nueva Orleans cayó en manos de los yanquis, Brendan había pasado varios periodos de tiempo en la plantación y sus cartas habían sido sinceras. Los dos podían ser enemigos mortales en el campo de batalla, pero seguían siendo primos, lo cual convertía su correspondencia en una actividad peligrosa para ambos. Su primo le había hablado en sus cartas de Butler «La Bestia», un comandante del ejército de la Unión que controlaba la zona; al parecer había advertido a la familia que evitara a toda costa el contacto con las fuerzas de la Unión.
Y si esa advertencia provenía de un oficial de su mismo ejército… en fin, que no le hacía gracia pensar lo que podía significar.
Sloan dudó aún un momento más, consciente de que debía encaminarse al norte. Su misión de reconocimiento había recogido suficiente información para saber que si las tropas se acercaban demasiado al corazón del distrito podía ser un gran descalabro.
Pero es que estaba tan cerca… tan cerca de casa…
Tan cerca de Fiona…
Podría escabullirse una hora. Sólo una hora. Un grupo de soldados podía despertar una inmediata respuesta del bando enemigo, pero un hombre solo…
No. Estaban en guerra, y tenía que seguir las órdenes.
Espoleó su caballo y puso rumbo al sur, a pesar de las advertencias que no podía acallar en su interior.
No tardó en enfilar el camino bordeado de robles. Desde aquel emplazamiento aventajado, la casa se seguía viendo hermosa. Era una construcción airosa y clásica, con un recibidor que unía la fachada delantera y la trasera con el fin de facilitar la circulación de la brisa que partía del río y que refrescaba el ambiente. Los porches tanto de la planta baja como de la primera seguían estando adornados de hiedra, e incluso podían distinguirse algunas flores. De niño había colaborado en la construcción de aquella casa. Era su hogar, y le bastó con verla para que una corriente de nostalgia agridulce le invadiera.
No tomó el camino que conducía a la puerta principal, sino que decidió dar una vuelta por la arboleda circundante, atravesando los campos llenos de hierba, abandonados. Allí dejó a Pegaso atado a un árbol y se encaminó a los establos construidos detrás de la casa. Henry, su capataz, estaba allí; era un hombre delgado de sangre choctaw, haitiana y seguramente alemana, un negro libre, el verdadero jefe del lugar desde que Sloan tenía uso de razón.
—¿Henry?
Henry, que estaba ocupado reparando una silla, alzó la mirada. Sus facciones parecían intemporales y seguían tan fuertes como siempre.
—¿Sloan?
Sloan salió de detrás de una bala de heno.
Henry dejó la aguja de coser el cuero, se levantó y ambos se abrazaron, pero Henry se separó enseguida y lo miró serio.
—Hay un par de soldados en la casa —le advirtió—. Han llegado esta mañana.
Sloan frunció el ceño.
—¿Soldados? ¿Por qué?
—¿Por qué? —repitió Henry con amargura—. Pues porque ahora que Nueva Orleans se ha rendido, son los dueños del lugar.
Sloan frunció el ceño de nuevo, pero no quiso pensar en la advertencia de «El Carnicero».
—¿Y los demás? ¿Queda alguien? Me he enterado de lo de Ma. Brendan me escribió el verano pasado cuando ella murió.
Aunque lo hubiera sabido a tiempo, no habría podido asistir al funeral. En aquel momento estaba contemplando la concentración de hombres en Sharpsburg, la mayoría de los cuales tardaría muy poco en morir.
—¿Y Fiona, Missy y George? ¿Siguen aquí?
Missy y George llevaban tanto tiempo con la familia como Henry.
—Sí, todos siguen aquí —contestó, incómodo—. Pero la señorita Fiona me pidió que me quedase aquí a menos que ella me llamara.
Sloan miró a Henry y comprendió: conocía bien a Fiona y supo por qué le había dado esa orden. Temía que los hombres que habían llegado no fuesen precisamente la crema de las tropas federales. No sabía qué buscaban y no quería que pudiesen matar a Henry si ella tenía que defenderse.
Sloan dejó vagar la mirada por la lejanía. Henry seguía incómodo. ¿Qué estaba pasando allí?
—Henry, ¿qué pasa? ¿Qué demonios tienes?
—Nada. Nada. Es que… bueno, hace mucho que no venías por casa. Casi un año.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Brendan… tampoco está aquí ya. Cuando él anda por aquí… bueno, esta casa pertenece a su familia, y por eso los soldados nos dejan en paz.
—¿Y?
—Pues eso, que lleva ya un tiempo fuera —respiró hondo—. Y su ausencia no nos trae nada bueno. Nada. Lo de los yanquis es una cosa. Los hay buenos y los hay malos. Pero luego están los malos de aquí. A esos sólo les importa ganar dinero. Yo voy a la ciudad siempre que puedo e intento enterarme de cosas —apartó la mirada un momento—. Hay un hombre de por aquí… que busca chicas para su oficial, y luego… luego no vuelve a vérselas. Yo intento seguirle los pasos. A veces lo consigo. Intento enterarme de cosas, de dónde van a estar… y como no puedo evitarlo, intento que nos mantengamos alejados de ellos. Pero no todo el mundo hace lo mismo. Hay quien se dedica a decirles cuándo están solas las mujeres… la señorita Fiona… ella no quiere creérselo, pero se va a meter en un lío si no tiene cuidado.
Sloan sintió que el corazón le dejaba de latir. El bueno de Henry seguía intentando proteger a Fiona, pero al parecer, ella estaba convencida de que podía manejar sola a los soldados. El miedo por ella le recorrió el cuerpo como la sangre.
Dio media vuelta y salió del establo, pero Henry intentó impedírselo.
Y Henry era un tipo grande y fuerte, así que Sloan se dio la vuelta y le propinó un derechazo a la mandíbula. Se sintió mal cuando le vio caer al suelo con un gemido, pero aquella batalla la tenía que librar solo. No iba a arrastrarle a él.
Sacó su arma, un rifle de repetición que le había quitado a un muerto en Sharpsburg, y se encaminó a la casa. Fue entonces cuando oyó el grito. La vio aparecer de repente. Salía corriendo al balcón del dormitorio principal de la primera planta.
Fiona.
Su hermoso cabello rojo le caía en cascada a la espalda, pero su rostro era una máscara de horror, y su cuerpo parecía tenso de desesperación.
Un hombre la perseguía muy de cerca, riéndose de su miedo.
Con el arma al hombro, Sloan echó a correr.
Plantación Flynn
Hoy
¡Era tan excitante! Era una escapatoria. Era la mayor aventura de su vida.
Sheila Anderson se deslizó en la oscuridad armada con su linterna. La nota le quemaba en el bolsillo. Reúnete conmigo en la casa de los Flynn, a medianoche. He descubierto la verdad que oculta la leyenda.
No sabía quién se la había enviado, pero había dado por sentado que se trataba de un miembro de la sociedad histórica… quizás incluso un admirador secreto. Tras la muerte de Amelia Flynn y la inminente llegada de los nuevos propietarios de la plantación, la sociedad tenía que encontrar el modo de comprar y preservar la casa. Ni el estado ni el gobierno federal estaban siendo de ayuda. Había un montón de propiedades antiguas en aquella zona de Nueva Orleans, y ya se sabe, poderoso caballero es don dinero… la zona se estaba revalorizando y había muchas empresas en busca de propiedades junto al río. La sociedad histórica necesitaba encontrar algo en lo que apoyarse, alguna información sobre el pasado de la casa que fuese lo suficientemente significativa para que ellos, enamorados de la historia y de su significado, pudieran evitar que el lugar fuera condenado a muerte antes de que hubieran tenido tiempo para reunir el dinero suficiente para comprarlo para la sociedad histórica.
Así que allí estaba ella, moviéndose en la oscuridad. Dejó atrás el viejo cementerio de la familia protegiendo el haz de luz de la linterna para que nadie pudiera verla, en busca de la verdad oculta tras la leyenda que rodeaba a la plantación con la esperanza de encontrar algo con el peso suficiente para asegurar la supervivencia de la casa.
Era inquietante, pero también fabuloso. Mejor que una película, mejor que jugar con una ola. La vieja plantación Flynn siempre había estado rodeada de fantasmagóricas historias. Los lugareños decían que estaba hechizada. Se decía que la familia Flynn se había exterminado a sí misma allí, y ése era sólo el comienzo de la historia.
La verdad que oculta la leyenda.
Y la leyenda era extraordinaria. Se hablaba de una mujer y dos hombres, primos ambos y que habían combatido cada uno en un ejército en la Guerra de la Agresión del Norte, como la llamaban por allí. Los hombres se habían vuelto a encontrar en la propiedad y se habían matado el uno al otro. Ella también había muerto y se decía que sus gritos aún resonaban en la casa, y que se podía ver un espectro blanco como la luz corriendo por el porche del primer piso.
Sheila se detuvo para empaparse de la atmósfera del lugar. Casi sentía miedo de mirar entre los árboles hacia la casa sumida en la oscuridad. Tras la muerte de Amelia Flynn, su querida amiga Kendall Montgomery se había marchado de la casa, desaparecida ya la amiga a quien había hecho compañía durante décadas en aquel lugar y a quien la muerte encontró en la misma habitación donde había nacido.
El calor del día había cedido mezclándose con la humedad del río, y ahora la bruma cubría gran parte de la tierra. Las lápidas y los mausoleos se alzaban en la noche con sus mármoles iluminados por la luz plateada de la luna.
No había fantasmas a la vista, pero aun así, Sheila sintió que el corazón le latía rápido.
—¡Sheila, aquí!
Menudo susto. La voz, una voz de hombre, era real y sonrió, consciente de que estaba a punto de descubrir la identidad de la persona que había decidido contar con ella para un descubrimiento de tanto valor históricamente hablando.
¡Estaba a punto de ayudar a escribir la historia!
—¿Dónde? —preguntó al tiempo que echaba a andar entre los arbustos crecidos y los sarcófagos. Tropezó en una lápida rota, la linterna salió disparada y oyó romperse el cristal de la bombilla. Ahora iba a tener que contentarse con avanzar a la luz de la luna que pudiera pasar entre la bruma. Sentía el corazón en la garganta, y cuando aún no se había levantado del suelo recordó a la mujer de blanco que corría por el porche.
Se puso en pie rápidamente.
—¡Sheila!
Apenas podía ver dónde pisaba con la bruma y la oscuridad, pero conocía bien el cementerio de haberlo recorrido en varias ocasiones a la luz del día. Aun así, estaba desorientada y con sumo cuidado avanzó hacia donde creía haber oído la voz. Volvió a tropezar, pero consiguió sujetarse en un decrépito mausoleo para no caer.
Una nube tapó la luz y quedó sumida en la oscuridad total.
—¿Sheila?
Había sido casi un susurro, pero muy cercano.
—Ven y ayúdame a salir de aquí —dijo—. Se me ha perdido la linterna.
Le sorprendió el temblor que se percibía en su propia voz, y reconoció que tenía miedo. En cuestión de segundos lo que había sido un vago temor se había transformado en puro pánico. Ir allí había sido una estupidez total: acudir a un cementerio en mitad de la nada y en plena noche tras recibir una nota sin firmar… ¿en qué andaría pensando?
Lo que tenía que hacer era dar media vuelta, buscar el coche, volverse a casa, tomarse una buena copa de vino y tirarse de los pelos por ser tan idiota.
—Estoy aquí —dijo la voz con impaciencia.
—Olvídalo; yo me voy.
Pero cuando se dio la vuelta tuvo la sensación de que una enorme sombra negra se le acercaba por la espalda y la empujaba. Extendió los brazos hacia delante por instinto para evitar caer de bruces, y tocó algo que le pareció metal oxidado. A continuación, oyó un chirrido como si el metal hubiera cedido ante la presión de sus manos y se tambaleó.
Pero entonces… otro empujón y un grito que escapó de su garganta.
Y sintió que caía.
Plantación Flynn
1863
Brendan Flynn acababa de llegar tras llevar a un prisionero de guerra al cuartel general de Butler, La Bestia, en Nueva Orleans, aunque no había tenido la oportunidad de ver al general en persona.
Bill Harvey, un trotamundos despreciable que había encajado bien en el ejército, si ser perverso, despiadado e incluso sádico eran cualidades que podían adornar al buen soldado, estaba sentado fuera cuando él llegó.
—Eh, Flynn.
—Hola, Bill —murmuró, y abrió la puerta de la casa de la plantación que Butler había convertido en su cuartel general.
—Conoces las reglas, ¿verdad?
Bill Harvey sonreía de oreja a oreja, lo cual siempre era mala señal.
—¿De qué hablas?
Sonrió todavía más, si es que era posible.
—Pues ya sabes lo que el general Butler ha dicho
de las mujeres que nos han escupido a la cara y todo eso… si escupen es que no son señoras sino zorras, y podemos tratarlas como las putas que son. Y la que vive en la plantación Flynn… es la más zorra de todas.
—¿Fiona?
Al principio su sorpresa fue auténtica. La educación de Fiona garantizaba un comportamiento educado en cualquier caso, aparte de que él le había advertido que no se acercase nunca a los soldados de la Unión. La propiedad no había sido confiscada porque él la heredaría si Sloan fallecía en la guerra. Lo había dejado claro, precisamente para evitar que alguien pudiese reclamarla con intención de confiscarla.
—La misma. La semana pasada fuimos unos cuantos por el río para buscar comida, y no fue nada agradable con nosotros.
Brendan dio un paso hacia él y sin previo aviso le rodeó el cuello con la mano y apretó, sujetándolo contra la columna que tenía detrás. Bill se retorcía y balbuceaba, pero no era rival para Brendan y lo sabía.
—¡Te llevaré ante un tribunal de guerra por esto!
—¿Qué le has hecho? —exigió.
—¡Nada! ¡Nada, lo juro!
Se estaba poniendo rojo como la grana. Otros soldados habían ido congregándose, pero sólo miraban. Bill era un cerdo que a nadie caía bien, y la mayor parte de los hombres estaban hartos de la crueldad que empleaba con los hermanos derrotados… hermanos y hermanas.
—Es Víctor Grebbe… se marchó esta tarde con Art Binion.
Brendan lo soltó.
—¿Cuánto tiempo hace?
Bill se frotó el cuello. Seguía estando colorado.
—Que te jodan, Flynn…
Brendan volvió a sujetarlo contra la columna en un abrir y cerrar de ojos.
—Treinta minutos… —balbució.
Brendan soltó una maldición. Podía hacer algo empleando los cauces adecuados, pero los cauces adecuados no salvarían a Fiona.
Ni a su hijo pequeño.
Brendan se olvidó del prisionero que tenía que entregar y de un salto montó en su caballo. Mercury había sido criado en la plantación de la familia al igual que el fiel Pegado de Sloan. Pobre caballito. Tenía que estar agotado. Pero le hincó los talones y el animal voló por la calle y a los caminos destrozados por el trasiego de la guerra.
Maldita fuese la guerra, y maldita fuese la muerte. Malditas las circunstancias que permitían que los hombres olvidasen el bien y el mal, la compasión y la humanidad.
Sintió que se le erizaba la piel de la nuca. Había oído hablar de Víctor Grebbe. Había oído que tenía un gusto morboso y malsano por las mujeres, y que algunas de las que frecuentaban su compañía desaparecían después.
El camino hasta la plantación era largo y duro y Brendan apretó a su montura con la esperanza de poder dar alcance a los hombres que abusaban de su poder, que no le hacían ascos a la violación e incluso al asesinato, pero le llevaban mucha ventaja y sin duda montarían caballos frescos.
Por fin la casa apareció ante su vista. Desde la distancia parecía tan tranquila y agradable como lo había sido hasta que llegó la guerra.
La guerra la provocaban las causas, los territorios, pero ¿y aquello? Aquello era personal.
A medida que avanzaba por el camino bordeado de robles, sólo llevaba un pensamiento en la cabeza: Fiona.
Llegó justo a tiempo de verla salir corriendo al balcón. La oyó gritar y vio al enemigo, un soldado confederado, en el jardín. El rebelde disparó al balcón gritando lleno de furia, un grito rebelde como no lo había oído nunca. El disparo rompió la quietud de aquel día de primavera y Brendan hizo lo que habría hecho cualquier hombre: desenfundar.
Y disparar al enemigo.
Cuando éste se volvió, mortalmente herido, para disparar a su atacante, vio quién iba en aquel uniforme gris: Sloan.
Cuando la bala le impactó en el pecho, supo que había matado a su propio primo. No adrede, que Dios le perdonara. No deliberadamente, y siempre sin malicia. Dios, qué final para aquella familia, que quedaría maldita a los ojos de quienes vinieran después.
Qué irónico que Sloan hubiera conseguido matarle, porque sabía que a él también se le escapaba la vida.
Fue entonces cuando vio a Víctor Grebbe, maldiciendo, cubriéndose el hombro herido, con la sangre escurriendo entre los dedos manando del lugar en el que había impactado la bala de Sloan.
Sintió frío y supo que estaba a punto de morir. No tenía fuerza. Aun así, con un esfuerzo final, alzó el arma y apretó el gatillo.
Disparó. Disparó a Grebbe, al hombre que deshonraba el uniforme que llevaba puesto, que avergonzaba a la humanidad.
Mientras moría, oyó el aterrorizado llanto de la criatura que había dentro de la casa, el hijo de Sloan. Su primo no sabía que tenía un hijo porque él nunca se lo había dicho ya que consideraba que era Fiona quien debía hacerlo. Rezó a Dios pidiéndole que el hijo sobreviviera, que de algún modo pudiera cambiar la suerte fatal de su familia.
Porque quedarían malditos para la historia, malditos a los ojos de los hombres.
¿Y a los ojos de Dios?
Pronto lo averiguaría.
Sólo le quedaba esperar que Dios, y el tiempo, los perdonara a todos.
Plantación Flynn
Hoy
Sheila recuperó el sentido. Estaba confusa. Oía algo como… agua, y olía a una horrible humedad y pudrición que parecía empapar las paredes de donde quisiera que estuviese. Parpadeó varias veces, pero no había bruma sino la más absoluta oscuridad.
Se incorporó. ¿Dónde podía estar?
De pronto vio una luz. Era un haz minúsculo pero tan brillante que le hizo daño en los ojos. Levantó la mano para protegérselos.
Miró a su lado y la respiración se le cortó.
Había una cara en la oscuridad. Un rostro de ojos huecos, pómulos hundidos y carne putrefacta. Estaba flotando en el agua que crecía en torno a ella, y parecía estar mirándola.
«Halloween», se recordó. La fiesta de Halloween se acercaba, y aquello no podía ser más que una broma macabra.
Pero en el fondo sabía que no. Era real. Aquello era una cabeza humana que ya no estaba unida a un cuerpo.
Abrió la boca para gritar, llenos el corazón y el alma de terror, pero antes de que pudiera hacerlo, la voz la detuvo.
—Sheila… —susurró delicadamente, casi afectuosamente.
Y entonces supo que nunca volvería a gritar.
Nueva Orleans
Hoy
—Es un hueso —anunció el doctor Jon Abel.
—Eso es obvio —respondió Aidan Flynn secamente.
El médico lo miró.
—Un fémur.
—Y es humano.
—Sí. Un fémur humano —corroboró el doctor Abel.
Estaba de pie en el embarrado margen del río Misisipi y tras mirar a quienes estaban a su alrededor, se encogió de hombros. Era casi ya de noche, pero había sido un día de calor sofocante, de modo que sólo la brisa que provenía del río parecía pronosticar un receso en el calor. Más allá de la orilla en la que Aidan había encontrado el hueso, el agua adquiría una fea tonalidad marrón. Un mosquito zumbó cerca y el médico intentó matarlo dándose una palmada en el brazo. Luego movió la cabeza. No le gustaba trabajar en campo abierto.
Había sido Aidan quien había pedido que lo llamaran, pero dado que él era sólo un investigador privado de Florida quien, junto con sus dos hermanos, acababa de heredar la plantación familiar, había sido Hal Vincent, inspector de homicidios de la zona, quien había hecho la llamada. Jonas Burningham, del FBI local, se había unido al «caso», si es que de verdad debían buscar a un asesino en serie que se hubiera aprovechado del desorden, y de la violencia, que había dejado tras de sí el huracán Katrina.
—Verá, es que todavía estamos encontrando toda clase de… restos movidos por la tormenta —dijo Abel—. Y me temo que vamos a seguir así durante años. No siempre se enterraba aquí por debajo del nivel del suelo, y hay un montón de viejas granjas de familia a lo largo del río. En Slidell, por ejemplo, hay una mujer que tuvo tres ataúdes en su jardín durante meses después de la tormenta. Nadie sabía a quién pertenecían, y no podía contratar un transporte que se los quitase de en medio sin más, así que decidió llamarlos Tom, Dick y Harry y saludarlos cada vez que pasaba por delante.
Jon Abel era un hombre alto y delgado que rondaba los cuarenta y cinco y cuyo aspecto se parecía más al de un científico loco que a uno de los médicos forenses más respetados del estado. Se volvió hacia las aguas marrones y suspiró.
—Demonios… este río ha visto más cuerpos de los que tú y yo podemos imaginar, y haría falta tener una docena de vidas para clasificarlos todos.
—¿Y eso es todo? —preguntó Aidan—. ¿No hay investigación? ¿Va a olvidarse del asuntó así, sin más?
Mientras hablaba, el cielo se oscureció y unas nubes de tormenta, que unas horas antes no parecían amenazantes, empezaron a ennegrecerse en la distancia. Señaló el hueso.
—A mí me parece que todavía queda algo de tejido en él, lo cual significa que es fresco y que puede haber más partes del mismo cuerpo en las proximidades. Si hubiera creído que este hueso era antiguo, habría llamado a un antropólogo.
Jon Abel sonrió.
—Claro. Como si no tuviera suficientes cuerpos con agujeros de bala. O acuchillados. O destrozados en accidentes de coche. O muertos bajo un puente en cualquier lugar. Claro. Me llevaré este fémur que a lo mejor tiene un resto de tejido y me pondré a trabajar en él.
—Jon —intervino Hal Vincent—, puede que esto sea importante. Sé que tienes muchísimo trabajo en tu departamento y un montón de casos esperándote sobre la mesa, pero haz lo que puedas, ¿vale?
—¿Hombre o mujer? —quiso saber Aidan.
—Por ahora sólo es un hueso.
—¿Hombre o mujer? ¿Qué dirías tú?
El forense lo miró ofendido.
—Mujer.
Llevaba en el terreno forense muchos años, y tanto si quería participar en aquel procedimiento como si no, era de los mejores en su campo. Se ajustó las gafas y movió la cabeza.
—Oficiosamente diría que de unos cincuenta y tantos. Puede que entre veinte y treinta, pero no puedo decirte más. Ni siquiera imaginándomelo.
—Lo que yo me imagino es que está muerta —intervino Hal secamente.
Entonces intervino Jonas. Tenía cuarenta años y el traje le sentaba de maravilla a su cuerpo atlético, pelo castaño y facciones armoniosas. Incluso en aquel barrizal parecía impecable e imperturbable.
—Le agradeceríamos mucho, doctor Abel, que nos tuviera al tanto de sus averiguaciones en cuanto se lo permita el trabajo. Mire, Jon, sabemos que está usted muy ocupado, pero también sabemos que es el mejor.
Jon Abel farfulló algo en reconocimiento del halago, pero miró a Aidan irritado. Flynn era un forastero. Solía venir con cierta asiduidad por Nueva Orleans para ver a los amigos, pero seguía siendo un forastero, al menos para él.
Aidan estaba en la zona investigando el caso de una persona desaparecida. Los adolescentes que se escapaban de casa habían adquirido la costumbre de acampar en la zona pantanosa junto al río, y había encontrado a la desaparecida lo bastante sucia, mojada, hambrienta y triste como para agradecer que sus padres quisieran que volviese a casa.
Y Aidan se había alegrado de encontrarla viva, ya que no siempre era así con los que se escapaban. Y quizás tampoco lo fuera con la mujer cuyo fémur habían encontrado en las proximidades.
Jonas y Flynn volvieron juntos. Habían estudiado en la academia del FBI juntos, y Jonas se había quedado en la organización.
Aidan la había abandonado tras unos años de trabajo. Precisamente era su amistad con Jonas lo que le traía por allí.
—Haré lo que pueda —dijo Jon, y levantó una mano para hacerle una seña a su ayudante, Lee Wong, que había estado siguiendo atentamente cuanto se decía. Quería ir a algunos sitios, y trabajar con Jon Abel era el modo de conseguirlo.
El fémur había sido debidamente etiquetado y embolsado. Cuando Jon se dirigía ya a su coche con Lee pegado a los talones, se despidió de ellos y dijo sin volverse:
—Me pondré en contacto contigo en cuanto tenga algo.
Hal Vincent habló de nuevo cuando Jon ya se había marchado.
—Voy a desplazar a varios hombres para que peinen la zona.
Era un hombre alto, de metro noventa y cinco por lo menos, y delgado, pero de músculos firmes. Tenía la piel del color del cobre y los ojos verdes; su pelo se había vuelto ya blanco, y lo llevaba muy corto. Su edad era indeterminada, y Aidan pensó que aunque tuviera cien años su apariencia física sería poco más o menos la misma. Había nacido en Algiers, Louisiana, justo al otro lado del río, y conocía la zona como la palma de su mano. Era un hombre bueno, formal y serio.
—Gracias, Hal —le dijo Jonas. Luego miró a Aidan y se encogió de hombros—. Podría tratarse sólo de un hueso viejo, ¿sabes?
—Lo sé, pero también podría no serlo.
—Lo investigaremos y ya hablaremos de lo que encontremos —miró su reloj—. Mi turno acaba ya, y no me vendría mal una cerveza. ¿Alguien quiere acompañarme?
—A mí me suena bien —dijo Jonas. Él quería que lo destinaran al oeste, pero había acabado en Nueva Orleans y la sorpresa había sido mayúscula al descubrir que el lugar le encantaba. Había terminado casándose con una chica de allí y vivía en el barrio francés—. ¿Aidan?
—Lo siento. He quedado con mi hermano río abajo y ya voy tarde.
—He oído que habéis heredado una vieja casa en el Misisipi.
Aidan hizo una mueca.
—Sí, menuda joyita.
—Nunca se sabe —comentó Hal—. La casa tiene una historia tremenda: su leyenda particular, fantasmas… todo el lote. Está bastante estropeada, pero aún tiene en pie los establos originales, el humero… incluso los barracones de los esclavos. Si quieres hacer algo con ella, que sea pronto. Vas a tener a los conservacionistas de la zona en la chepa en cuanto te descuides.
—Sí, bueno… la verdad es que no sé lo que vamos a hacer. Por eso vamos a reunirnos.
—Tengo entendido que los tres os hicisteis detectives juntos —dijo Jonas—. ¿Qué tal van las cosas?
—No van mal —se limitó a contestar.
—Mira que hacerse cargo de una casa así… sólo podíais ser de Florida —espetó Hal, pero Aidan no estaba seguro de lo que quería decir—. Anda, vámonos a tomar esa cerveza, Jonas. Aidan, nos pondremos en contacto contigo cuando sepamos algo de ese hueso.
Aidan asintió y los tres salieron pisoteando el barro. Cuando llegaron a los coches se despidieron. Los otros dos hombres tomaron dirección a la ciudad.
Aidan tomó la carretera del río.
Veinte minutos después se encontraba con sus hermanos. Y los tres se quedaron contemplando la casa construida en un altozano que no llegaba a ser colina.
Y es que en realidad, aquel edificio tampoco llegaba a ser una casa. Hacía tiempo que había dejado de serlo. Décadas de negligencia habían dejado persianas colgando de un solo gozne, columnas rotas y pintura desprendida y desconchada. En resumen: parecía el decorado de una película de miedo.
La tormenta que se avecinaba no ayudaba tampoco. En la distancia se oía el retumbar de los truenos y el cielo había adquirido un color bastante extraño. Pero al menos el calor había cedido un poco y soplaba una brisa fresca, incluso demasiado. Y la oscuridad parecía haber cobrado vida propia deslizándose por el cielo y siguiendo la línea de los árboles, reptando como si fuera niebla sobre la tierra, una sombra húmeda que olía a violencia y dejadez.
Aidan era el mayor de los tres y con su más de metro noventa de estatura, el más alto. Sus facciones revelaban cierta edad, y era el más imponente físicamente de los tres. Debía su buena forma al periodo que había pasado en el ejército, al que también debía su cautela. Tenía unos rápidos reflejos y desconfiaba siempre del resto del mundo. Tiempo atrás debía haber sido guapo. Tenía los ojos azules de mirada gélida, y un pelo negro como la noche. Serena lo había encontrado bastante atractivo; debían ser sus modales más que su aspecto físico lo que empujaba a la gente a mantener las distancias. Bien pensado, seguro que no había sido ni tan distante ni tan frío mientras estuvo con Serena. El mundo había sido distinto para él mientras ella vivía, pero ahora… bueno, se alegraba de tener trabajo por delante. Mucho trabajo. Era el único modo de evitar caer en el vacío.
Sus hermanos, su familia… en ellos sí confiaba, pero en los demás… Había pasado por Quantico, pero cuando la vida se había encargado de convencerle que él no era jugador de equipo, dejó el FBI. Y teniendo en cuenta su formación, se decidió a tomar el camino de la investigación privada.
Quizás debería haber investigado aquella casa.
—Mm… —murmuró Jeremy, el segundo en edad.
Jeremy había sido quien había sugirido que abriesen un negocio juntos. Cuando Aidan dejó el FBI, Jeremy abandonó encantado su trabajo de buzo de la policía de Jacksonville. A diferencia de Aidan, su infierno no había sido personal; simplemente había tenido la fatalidad de ser el primero en llegar hasta una furgoneta de niños huérfanos maltratados que había ido a parar al río St. Johns. Había estado trabajando como buzo durante mucho tiempo y las imágenes que había visto en ese tiempo habían sido terribles, pero aquélla se le había quedado grabada a fuego. A Jeremy le encantaba tocar la guitarra, y la música le había ayudado a sobrellevarlo mejor. Con el tiempo empezó a organizar una asociación sin ánimo de lucro que se dedicaba a buscar hogar para niños maltratados, abandonados o huérfanos, y descubrió que tenía talento como comunicador. Se había trasladado a Nueva Orleans para trabajar con un conocido DJ en una cena-baile benéfica que se celebraría en el acuario en beneficio de la Casa de los Niños, su organización, que se dedicaba a buscarles casa a los niños de la zona que habían quedado huérfanos tras el Katrina.
A Jeremy le gustaba la gente y siempre le había encantado Nueva Orleans y la zona del golfo, pero incluso él se había quedado sin palabras al echarse a la cara por primera vez su inesperada herencia.
Plantación, pensó Aidan.
La palabra evocaba imágenes de caminos largos sombreados por robles, campos ricos y verdes, pastos… y una casa de inspiración griega pintada de blanco inmaculado, con varias mujeres hermosas con sus vaporosos vestidos largos sentadas en el porche tomando julepe de menta.
Pero si a alguien iban a encontrarse tomando algo allí, sólo podía ser algún vagabundo apurando una botella de cerveza metida en una bolsa de papel marrón.
Pues sí. Definitivamente tenía que haber investigado.
Zachary, el más joven de los tres, mezcla del estoicismo duro de su hermano mayor y de la franqueza y amplitud de miras de su otro hermano, suspiró.
—Bueno, es una ruina, pero tiene posibilidades —musitó.
Aidan se lo quedó mirando. Zachary rondaba el metro ochenta y seis, igual que Jeremy. Era como si los tres hermanos hubieran sido hechos en el mismo molde para después pintarlo a cada uno de un color. Los ojos de Aidan eran de un azul que variaba desde el color hielo al casi negro como su pelo. Los de Jeremy eran grises y tenía el pelo castaño oscuro con un toque rojizo. De niño, Zachary intentaba siempre parecer un chico duro porque había nacido con la cabeza llena de bucles de un rubio rojizo. Tenía los ojos tan azules como el agua. Aidan y Jeremy le tomaban el pelo sin piedad cuando eran jóvenes, pero lo cierto era que su hermano parecía un dios griego. Había crecido siempre peleándose, pero según decía su madre, se lo debía a su sangre irlandesa. Los años le habían tratado bien. Era capaz de salir airoso de cualquier pelea, pero su verdadera pasión había sido siempre la música y, al igual que Jeremy, se zambullía en ella siempre que le era posible. Alimento del alma, la llamaba.
También había entrado encantado en el negocio de la familia. Tras pasar unos años trabajando en el departamento forense de la policía de Miami, su capacidad para el aguante se había visto desbordada cuando lo llamaron para intervenir en el caso de un adicto al crack que había metido a su bebé en el microondas. Poseía acciones de varios estudios de grabación del país, pero cuando supo de la idea de abrir una oficina de investigación, la idea le atrajo tanto que abandonó de inmediato la policía.
Aidan tenía ya treinta y seis años, Jeremy treinta y cinco y Zachary treinta y tres. Se habían peleado mucho entre ellos de niños, pero al llegar a la edad adulta se habían vuelto buenos amigos.
—Deberíamos venderla —dijo Aidan.
—No sé qué iban a darnos por ella tal y como está —respondió Zach.
—¿Venderla? —protestó Jeremy—. Es nuestra… es nuestra herencia.
Los otros dos lo miraron frunciendo el ceño.
—¿Nuestra herencia? Ni siquiera conocíamos la existencia de este lugar hasta que nos llamó el abogado —le recordó Aidan.
Jeremy se encogió de hombros.
—Pues no, pero un montón de Flynn han vivido en esta casa, y ahora ha llegado a nuestras manos y a mí me gusta la idea. ¿Cuánta gente se despierta una mañana y descubre que ha heredado una plantación de antes de la guerra?
Aidan y Zach miraron la casa y luego a su hermano.
—Vamos, hombre. Sólo la tierra debe tener algún valor —dijo Jeremy.
—Cierto —respondió Aidan—. Yo digo que la vendamos como solar.
—No. Tendríamos que hacer algo con ella —insistió Jeremy, contemplándola—. Quién sabe si no nos gustaría mudarnos aquí, ¿eh?
Aidan iba a contradecirle, pero se cruzó de brazos y no lo hizo.
Era cierto.
Había ido a Nueva Orleans siguiendo a una adolescente que se había escapado de su casa. Una vez logrado el objetivo iba a volver al lugar que llevaba ya un tiempo siendo su hogar: Orlando, Florida. ¿Y por qué? Podían trasladar la sede de su negocio a donde quisieran, y sin Serena, no había ya nada que lo atase a Orlando.
A los tres les gustaba Nueva Orleans y podían encontrar trabajo más que suficiente allí. Jeremy podría seguir trabajando con su Casa de los niños, y Zach solía desplazarse con regularidad allí para tocar en un grupo con sus viejos amigos. Y tras la reciente muerte de su madre, ellos eran las únicas personas que podían heredar aquella ruina de plantación.
A lo mejor deberían haberse imaginado lo que les esperaba. Al fin y al cabo sabían que la familia de su padre descendía del sur; por otro lado, su padre había sido hijo único, y el padre de su padre, y antes que ellos… en fin, que la gente acababa perdiendo el rastro de los suyos.
No es que su rama de la familia Flynn hubiese llegado muy lejos, se dijo con cierta amargura.
—Podemos arreglarla nosotros y luego venderla —dijo Jeremy—. Si conseguimos lavarle la cara seguro que le sacamos un dinero. En cuanto le quitemos la pinta de mansión embrujada que tiene, la gente se pegará por comprárnosla.
—¿Mansión embrujada? —repitió Zach.
—Es que se supone que lo está, ¿verdad?
—Sí —contestó Zach—. Dicen que había dos primos que pelearon en bandos distintos en la Guerra Civil y que terminaron matándose el uno al otro aquí mismo. ¡Terrorífico!
—Es trágico, no terrorífico —dijo Aidan.
—Es triste y da un poco de miedo. Eran antepasados nuestros. Nuestra familia.
El viento sopló con suavidad, como si quisiera darle la razón.
—Estoy con Jeremy. Digo que la restauremos —anunció Zach.
—Eso. Convirtámosla en la gran dama que fue —animó Jeremy.
Aidan los miró a ambos frunciendo el ceño.
—¿Estáis chalados?
Zach sonrió.
—¿Qué pasa? ¿Te dan miedo los fantasmas?
—Somos investigadores y no constructores. Y de todas las casas viejas se dice que tienen fantasmas —contestó, sorprendido por lo que le irritaba la idea—. Y si esta casa es conocida porque está embrujada significa que tendremos a toda clase de idiotas pululando por aquí con intención de investigar o lo que sea.
Jeremy seguía sonriendo a Zach.
—Tengo que admitir que la idea de ser dueño de una parte de la historia me parece fantástica. Y nosotros pertenecemos a esta casa tanto como ella nos pertenece a nosotros. Ésta es la plantación Flynn, y nosotros somos todo lo que queda de la familia Flynn.
Aidan gruñó. Le habían dejado en minoría. No sabría decir por qué, pero cada vez que miraba a la casa, se convencía todavía más de que no quería saber nada de ella.
Era un elefante blanco. No, blanco no: gris y desconchado.
—Ni siquiera sabemos si la estructura está en condiciones.
Al volver a mirar de nuevo la casa el sol le cegó un instante, y acto seguido vio… vio a una mujer en el balcón. Era alta, con el pelo largo y castaño, y llevaba algo largo y blanco que parecía flotar. Era una mujer hermosa aunque algo rara, pero parecía muy real.
Parpadeó y desapareció.
—¿Habéis visto a alguien en el primer piso?
—No, pero el abogado dijo que la mujer que ayudaba a Amelia vendría a recoger sus cosas.
—Me ha parecido ver a alguien con un… bah, da igual.
Miró al balcón, a las ventanas, pero nada. No había nadie.
Si sus hermanos repararon en su forma de escudriñar la casa no dijeron nada. Estaban demasiado ocupados discutiendo sobre sus habilidades con la carpintería.
Los dejó donde estaban y echó a andar hacia la casa.
—¡Aidan! —lo llamó Zach—. ¿Qué haces?
—Echar un vistazo más de cerca.
Le siguieron de inmediato y los tres avanzaron por el camino de grava, bajo dos filas paralelas de robles que ofrecían un agradable respiro del sol.
De cerca, Aidan vio que la pintura estaba aún peor de lo que parecía. Aquella casa iba a necesitar un trabajo en profundidad.
—No creo que tengamos problemas de planificación urbanística aquí —comentó Zach.
—Si es una casa con valor histórico, seguro que tendremos algún problema —respondió Aidan.
Zach negó con la cabeza.
—Seguro que tiene alguna clase de protección, y es que las propiedades históricas son importantes. Aidan, no sé qué pensarás tú, pero yo a veces… demonios, a veces siento como si debiéramos intentar hacer algo que marcase la diferencia.
Las facciones de Aidan se volvieron rígidas al mirar a su hermano.
—¿De qué me hablas?
Zach se encogió de hombros.
—He visto tanta mierda por ahí que… no sé, tengo la impresión de que esto es algo importante, algo que debemos hacer.
—¿Y si la sociedad histórica quisiera comprar la casa?
Zach lo miró en silencio antes de contestarle.
—Sé que han pasado años desde el huracán, pero todos sabemos que va a pasar al menos una década antes de que el dinero vuelva a fluir en esta región. Estoy seguro de que la sociedad histórica ya ha hecho todo lo posible por arreglar las propiedades que poseen, y nosotros podríamos hacer algo importante devolviéndole a este lugar el esplendor que tuvo en el pasado. Podrían organizarse conferencias y conciertos aquí; incluso podrían contratarse actores para que recordasen a los visitantes lo que se necesitó para construir este país.
Zach se ruborizó, quizás sorprendido él mismo de su discurso, pero no se arrugó.
—Cuenta conmigo —dijo Jeremy.
Aidan alzó las manos en señal de rendición.
—Tengo una idea —dijo Jeremy.
—¿Ah, sí?
—¿Por qué no nos ponemos una meta que podamos alcanzar? Por ejemplo, Halloween. Podríamos organizar un evento en beneficio de la Casa de los Niños.
Aidan se quedó mirándolo. Al parecer, hablaba en serio. ¿Y por qué no? Cuando su trabajo le había puesto delante de las narices lo peor de lo peor, su hermano ni se había amargado por ello, ni se había rendido. En su lugar había abrazado una causa en un intento de evitar que más niños acabasen en el fondo de un río.
Sí, a veces era un poco obsesivo, pero ¿y qué? A lo mejor lo llevaba en la sangre. ¿Acaso no había estado él, su hermano, metido en el barro de la margen del río insistiendo en que un único hueso que todos los demás consideraban simplemente un resto tras la ira de la naturaleza, tenía que ser tomado en serio e investigado a fondo?
Zachary había apoyado la causa de Jeremy desde el principio, ¿y qué había hecho él, el mayor de los tres?
Nada. Absolutamente nada. Había dejado morir a su alma. Pues bien: había llegado el momento de poner punto final. Estaba en deuda con su hermano.
—¿Un evento?
—Una fiesta de Halloween —respondió con una sonrisa, ya que la idea empezaba a cobrar cuerpo—. Podemos decorar la casa y contratar a gente para que se disfrace y dé miedo.
Aidan gimió en voz alta.
—Imagínatelo, Aidan. Este lugar ha sido un regalo para nosotros. ¿Por qué no utilizarlo para ayudar a otras personas? —sugirió Zach, obviamente del lado de Jeremy.
No necesitaban su bendición y lo sabía. Además había quedado en minoría. Pero querían su apoyo.
—Por hoy será mejor que nos contentemos con comprobar que la casa no se cae si llueve, ¿vale? Luego estaré abierto a cualquier cosa.
—Está abierto a cualquier cosa. ¿Lo has oído, Jeremy?
—Sí. Debe llevar demasiado rato al sol.
Aidan siguió caminando y sus hermanos lo siguieron, pero respetando su espacio. Era increíble cómo lo conocían.
De chavales habían crecido peleándose constantemente entre sí y volviendo locos a sus padres. De él esperaban el mejor comportamiento dado que era el mayor, y en la mayoría de ocasiones paraba las cosas antes de que se desbocaran. Pero, al final, eran hermanos. Siempre que alguien se metía con alguno de ellos, mostraban un frente unido. Eran los hermanos Flynn, tan unidos como se podía estar a la hora de la verdad.
Luego, él se había metido en el ejército, haciendo el servicio a cambio de dinero para ayudar a pagarse los estudios. Incluso cuando estaba destinado en el extranjero había recibido la visita de su familia, al menos mientras estuvo en Alemania. Y todo había sido como si nunca se hubiera marchado. Él había sido el primero en salir, mientras que los otros dos se habían quedado, si no en casa de sus padres, sí en el mismo estado y cerca de la casa familiar. Y Jeremy y Zach compartían su amor por la música. No es que a él no le gustase, pero ese rasgo los había unido todavía más. Más adelante, cuando había vuelto definitivamente a casa, había entrado en el FBI. Las clases eran fascinantes, aunque rigurosas, pero de alguna manera su estructura, quizás por los años pasados en el ejército, le resultaba incómoda y represora, así que había decidido dejarlo, afortunadamente sin resentimientos. Además, había recibido una discreta ayuda en algunas ocasiones en las que se había encontrado en un callejón sin salida.
Y luego, por supuesto, había llegado Serena.
Todo se redujo a ella. Ella fue el verdadero comienzo de su mundo. Y el final.
Lo había pasado todo junto a él desde el instituto. Le había ayudado a tomar las decisiones más importantes. ¿Universidad o ejército? ¿Gráficos o criminología? ¿Quedarse en el ejército o cambiar al FBI?
Hasta que la vida cambió en un instante y sólo le quedó lamentarse por no haber dejado a un lado él su trabajo y ella su carrera política. Un conductor drogado se saltó la mediana y Serena murió. Después de eso, nada volvió a importarle.
Habían pasado ya tres años. Y a pesar de hacer un trabajo del que se sentía orgulloso, a pesar de las cosas buenas que había conseguido para otras personas, aún seguía sin un objetivo real en la vida. Los días llegaban y pasaban sin más.
—Me parece a mí que ninguno de los dos os estáis dando cuenta de la cantidad de trabajo que hay que meter aquí, aparte de los permisos, las licencias, los seguros…
—No insistas. Somos los hermanos Flynn —cortó Zachary, pasándoles un brazo por los hombros—. ¿Cómo podemos estar equivocados?
Aidan volvió a mirar la casa y de nuevo tuvo un vago presentimiento, un temor que no era propio de él. Él era el lógico, el pragmático; él no tenía sensaciones extrañas.
Bueno… ¿y qué demonios?
—Los hermanos Flynn —repitió.
Demonios… ya habían llegado.
Sus herederos no habían estado presentes cuando Amelia se puso enferma, y tampoco habían estado a su lado cuando murió. Según el abogado, ni siquiera conocían su existencia hasta que él se puso en contacto con ellos para darles noticia de su herencia, una excusa que a ella le parecía muy sospechosa.
Kendall Montgomery se retiró del balcón en el que tantas veces se había sentado con Amelia y entró en el dormitorio principal con la esperanza de que no la hubieran visto. Sabía que el abogado se había reunido ya con los Flynn para darles la escritura de la casa, pero no se esperaba que aparecieran tan pronto.
Había ido a la casa a recoger sus últimas cosas: libros y CDs que le había prestado a Amelia, algunas prendas que se dejaba allí por si las necesitaba las noches en las que se quedaba a hacerle compañía. Había hecho todo lo que había podido para ayudarla; le había ofrecido cariño y lealtad porque ella había sido su apoyo cuando necesitó tanto a alguien en quien confiar. Amelia había sido maravillosa con ella, y le había contado encantada toda clase de historias y leyendas locales, además de la que concernía a su casa. Era una mujer que había pasado mucho y que con un gran esfuerzo había conseguido no perder la plantación, aunque no hubiera podido ponerle freno a su decadencia, lo cual decía mucho de la clase de mujer que había sido.
Kendall se miró las manos y cayó en la cuenta de que tenía algo entre ellas: el maravilloso diario antiguo que había descubierto un día en el ático cuando Amelia le pidió que le bajase un sobre repleto de documentos. Había dejado el diario sobre la mesilla pensando que su dueña lo leería más tarde, pero al final ese momento no había llegado.
Hasta aquel día. Sólo pretendía entrar, recoger lo que quedaba de sus cosas y salir, pero se encontró con él en las manos.
Y era fascinante. Había sido escrito por una mujer que había vivido en la casa durante la Guerra Civil, y una vez que se sumergió en su lectura, no pudo dejarlo. Era un verdadero prodigio tener entre las manos un libro escrito ciento cincuenta años atrás, palabras que describían los pensamientos de alguien que había vivido en aquella guerra terrible que dividió a las familias. Palabras de supervivencia, pequeñas pistas de la vida diaria, esperanzas y sueños para el futuro.
El diario era lo que la había retenido allí tanto tiempo, cuando hacía rato ya que debería haberse ido a casa, y ahora los herederos estaban abajo.
Metió el diario en la mochila, aun a sabiendas de que no le pertenecía a ella, sino a aquellos hombres, únicos parientes vivos de Amelia.
Pero tenía que terminar de leerlo. No iba a quedárselo: sólo pretendía tomarlo prestado y concluir su lectura. Se lo devolvería en cuanto lo terminase. Por el momento lo más importante era decidir cómo iba a enfrentarse a los nuevos propietarios.
¿Y si se escondía? También podía escabullirse por la puerta de atrás. Pero seguramente verían su coche aparcado junto a los establos antes de que pudiera llegar hasta él. No. Mejor dar la cara y enfrentarse al hecho de que estaba en un lugar en el que no debería estar sin su permiso.
Lo mejor sería disculparse por haber entrado, explicarles que sólo había ido a por sus cosas y después largarse.
Había oído a Jeremy Flynn unos días antes en la radio. Hablaba sobre cómo recaudar dinero para ayudar a los niños que habían perdido sus familias en el huracán. Le había dado la impresión de que se trataba de un pez gordo, pero con mucho sentido común. La verdad era que tenía que admitir que le había gustado.
El abogado le había dicho que eran tres hermanos y que entre los tres llevaban una agencia de investigadores privados. Sin duda se dedicarían a sacar fotos de hombres casados y sus aventuras, y a vigilar a cuidadoras de niños.
En el barrio francés vivía gente que solía relacionarse mucho entre sí, y se había enterado de que otro de los hermanos era un tipo muy agradable y un guitarrista bárbaro.