Nueve meses… un legado - Abby Green - E-Book
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Nueve meses… un legado E-Book

Abby Green

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Beschreibung

Una noche de pasión alteró sus vidas… Desesperada por salvar a su padre, la empleada de hogar Rose O'Malley creyó que podría atrapar a un hombre. Pero, en cuanto vio a Zac Valenti y percibió la fuerza de su sensualidad, supo que no sería capaz. Antes de que pudiera volverse atrás, el soltero más codiciado de Manhattan la sedujo y la llevó a la cama. Rose se escabulló por la noche, como una cenicienta culpable, y se prometió no volver a ver a Zac… Hasta que descubrió que estaba embarazada y que Zac exigía que ella y su bebé estuvieran bajo su control.

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Seitenzahl: 180

Veröffentlichungsjahr: 2016

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2016 Abby Green

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Nueve meses… un legado, n.º 2493 - septiembre 2016

Título original: An Heir to Make a Marriage

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-8644-5

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

AROSE O’Malley, el corazón le latía desbocado. Le sudaban las manos y se sentía mareada. Mostraba todas las señales de estar sufriendo un ataque de pánico en el tocador de uno de los hoteles más lujosos de Manhattan.

Su opulento entorno empeoraba las cosas, ya que le indicaba que aquel no era su mundo. Afirmar que se sentía como un pez fuera del agua era quedarse corto.

Su reflejo en el espejo le mostró a una desconocida. Su ondulada melena pelirroja estaba completamente lisa y recogida en un moño.

Solo se le veía la mitad inferior del rostro, ya que la otra mitad la cubría una máscara negra y dorada. Sus verdes ojos parecían asustados. Llevaba los labios pintados de un rojo chillón y tenía las mejillas arreboladas.

Cuando estaba a punto de levantarse, la puerta se abrió y entraron unas mujeres charlando animadamente. Rose volvió a sentarse frente al espejo.

No estaba lista para entablar contacto con otro ser humano. Por suerte, estaba en el cubículo más alejado de la puerta, por lo que esperaría a que las mujeres se marcharan.

Una de las mujeres que habían entrado, Rose pensaba que eran dos, susurró:

––¿Lo has visto? ¡Por Dios! Es guapísimo. En serio, creo que los ovarios me van a estallar.

La otra mujer le respondió en tono seco y sardónico:

–Pues sería un desperdicio. Ya se sabe que no quiere tener nada que ver con la herencia que su familia ha legado al primer hijo que tenga. ¡Si hasta se ha cambiado de apellido para distanciarse de ella!

–¿A quién se le ocurriría rechazar miles de millones de dólares y un apellido que se remonta a los primeros colonizadores?

A Rose se le contrajo el estómago. Sabía exactamente a quien se le ocurriría: a Zac Valenti, el hombre más famoso de la fiesta. Ella esperaba que no estuviera allí, pero había acudido.

Las mujeres siguieron hablando mientras rebuscaban en sus bolsos.

–Todos pensaron que había sufrido una crisis nerviosa cuando dejó a Addison Carmichael al pie del altar, pero ese hombre ha renacido de sus cenizas.

Las dos mujeres bajaron el tono de la voz y Rose se inclinó en dirección a la puerta para oír mejor.

–Dicen que ahora es el soltero más cotizado de Estados Unidos.

–Pero tiene un aspecto frío y taciturno, como si transmitiera que se le puede mirar pero no tocar.

–Lo sé. Esos hombres son condenadamente atractivos.

–Creo que se trata más bien de que es una mina de oro para cualquier mujer que consiga quedarse embarazada de él. Aunque él rechace la fortuna familiar, yo no lo haría. Quien tenga un hijo suyo accederá a la fortuna de los Lyndon-Holt.

En ese momento, Rose perdió el equilibrio y chocó con la pared del cubículo. Se hizo un terrible silencio en el tocador y, después, oyó que las mujeres susurraban frenéticamente y se marchaban a toda prisa.

Volvió a acomodarse en la silla frotándose el hombro con el que había chocado. Estaba histérica.

Como habían apuntado las mujeres, Zac Valenti no tenía intención alguna de ser padre. Nadie sabía la causa de su alejamiento de la familia, lo cual había desencadenado todo tipo de especulaciones. Zac ni siquiera había acudido al funeral de su padre, fallecido un año antes.

Después de la pelea con su familia y la muerte del padre, se había filtrado a la prensa que, si Zac tenía un hijo, sería el heredero de toda la fortuna de la familia en vez de Zac, siempre que llevara el apellido Lyndon-Holt.

Así que, si Zac era padre, habría una inmensa presión para que no negara a su hijo la herencia a la que tenía derecho. Y la opinión de la madre tendría que tenerse en cuenta, incluso en lo referente al apellido del niño.

Eso llevó a Rose O’Malley a pensar en la razón de que estuviera allí: tenía la intención de seducir a Zac Valenti para intentar quedarse embarazada de él.

Rose volvió a quedarse pasmada al pensar en que había accedido a hacer aquello. Solo en aquel momento, un día después, el pánico y el miedo habían disminuido un poco y se daba cuenta de que había hecho un pacto con el diablo.

Recordó la conversación que había tenido con la persona que la había contratado, Jocelyn Lyndon-Holt.

La madre de Zac Valenti le había señalado el contrato que acababa de firmar y le había dicho: «Si te quedas embarazada de mi hijo y consigues que lleve nuestro apellido, el niño lo heredará todo. Y cuando yo reciba la confirmación de tu embarazo, tu padre ingresará en una clínica donde recibirá la mejor atención médica. Pero, si no cumples el requisito de confidencialidad y revelas el contenido de este contrato, te demandaré judicialmente. Si tienes un hijo y no cumples las condiciones del contrato, te destruiré. Ni que decir tiene que una criada como tú no querrá tener un enfrentamiento conmigo».

Rose le había preguntado qué le hacía pensar que un hombre como su hijo iba siquiera a reparar en ella.

La anciana, mirándola con ojos calculadores, le había respondido: «¿Un hombre tan cínico y hastiado como Zachary? Reparará en ti, ya lo creo. No dejará de fijarse en una belleza fresca como la tuya. Solo tienes que asegurarte de que vaya más allá de fijarse en ti».

Rose volvió a la realidad y se miró al espejo. No se vio hermosa ni fresca, sino ridícula con las mejillas arreboladas y aquel carmín. Con un gesto de asco, agarró un pañuelo de papel y se lo quitó de los labios.

No debería haber accedido a aquel plan descabellado.

Se levantó dispuesta a marcharse y a decir a la señora Lyndon-Holt que se buscara a otra. Pero recordó el motivo de haber aceptado y fue como si hubiera recibido una bofetada. Se dejó caer de nuevo en la silla.

Su padre, su rostro dolorido, pálido, desesperado… A los cincuenta y dos años, era demasiado joven para enfrentarse a una muerte segura si no lo operaban.

La operación que necesitaba estaba fuera del alcance de un antiguo chófer y una humilde criada, que solo disponían de una cobertura sanitaria básica.

De eso se había valido la señora Lyndon-Holt para aprovecharse del miedo de Rose. Su padre había sido el chófer de la familia hasta la muerte del señor Lyndon-Holt, tras la cual, la señora había contratado a otra persona sin siquiera agradecerle los servicios prestados. Afortunadamente, Rose había conservado su empleo.

Poco después, su padre había comenzado a sentirse mal. Le habían diagnosticado una rara enfermedad cardiaca, mortal si no se la trataba.

Rose había perdido a su madre cuando era muy joven. Solo le quedaba su padre. No tenía más familia en Estados Unidos, ya que sus padres habían emigrado de Irlanda. Su padre podía salvarse si lo operaban, y la señora Lyndon-Holt estaba dispuesta a pagárselo si Rose accedía a su propuesta.

Volvió a mirarse al espejo y decidió que buscaría a Zac Valenti, pero, si no lo encontraba, o él ni siquiera la miraba, que era lo que esperaba, se marcharía.

Después se preocuparía de su padre, pero al menos lo habría intentado.

Zac Valenti miró alrededor del salón de baile desde una columna al fondo de la sala, que brillaba con miles de joyas de incalculable valor, lo que indicaba la posición social de sus dueñas.

Una mujer pasó a su lado, lo miró y sus ojos, detrás de su elegante máscara, dieron signos de haberlo reconocido.

Era evidente que la sencilla máscara negra de Zac no bastaba para ocultar su identidad. Este apretó los dientes. Como si necesitara pruebas de que seguía siendo el enfant terrible de Manhattan tras haber roto con su familia y renunciado a su herencia.

Por no mencionar el hecho de haber dejado plantada a su prometida al pie del altar, en una de las iglesias góticas más antiguas de la isla.

Adison Carmichael, hija de una privilegiada familia blanca, anglosajona y protestante, era producto de su educación y su clase social, y una mujer muy tenaz. Un año después ya estaba casada con un senador de Nueva York.

Al ver a Zac le dedicó una sonrisa levemente maliciosa, ya que el hecho de que él hubiera roto con su familia había disminuido su humillación pública.

A él no le había preocupado haberla dejado traumatizada por su abandono, ya que no existía amor entre ellos. Su relación había sido una farsa, como el resto de la vida de Zac por aquel entonces. Y estaba agradecido de haber descubierto la triste verdad antes de haber entrado a ciegas en la cárcel que sus propios padres le habían preparado.

Maldijo para sí y se corrigió: eran sus abuelos quienes se la habían preparado.

Creció pensando que eran sus padres hasta que descubrió que no era así, y el mundo se le vino encima.

Pero él se había mantenido erguido.

Después del shock, se dio cuenta de que lo único que le importaba era la odiosa traición de las dos personas que lo habían introducido en aquel mundo, por lo que decidió honrar a sus verdaderos padres y no a quienes lo habían criado como si fuera un invitado mal recibido en su propia casa.

Ese día decidió renunciar a un apellido con el que nunca se había sentido a gusto, además de a todo lo que iba unido a él. Y no había mirado atrás.

Había decidido conseguir que el apellido Valenti fuera tan venerado como aquel con el que había nacido. Se lo debía a su padre, que había emigrado de Italia y había tenido la osadía de enamorarse de la princesa Lyndon-Holt, lo cual, a ojos de la familia de esta, mancillaba su aristocrática belleza.

Que buena parte de la riqueza que Zac poseía en aquel momento procediera de su nueva carrera de propietario de una cadena de hoteles y clubes nocturnos lo satisfacía enormemente, porque sabía lo mucho que enfurecería a su abuela.

Así que ya podía la gente lanzarle miradas maliciosas y susurrar todo lo que quisieran, porque Zac Valenti disfrutaba recordándoles constantemente que todos ellos formaban parte de la fachada, igual que él lo había hecho; que eran unos hipócritas y que podían caer en desgracia igual que él.

Experimentó una sensación de claustrofobia y le irritó la dirección de sus pensamientos.

Miró a su alrededor para distraerse. A la derecha vio la esbelta figura de una mujer con un largo vestido negro que le dejaba la espalda al descubierto. Estaba algo alejada, pero algo en ella hizo que la siguiera mirando. Ella estiró el cuello como si buscara a alguien, y el vestido reveló las curvas de sus nalgas. Zac recorrió su espalda con la vista hasta llegar a su grácil cuello y su cabello pelirrojo.

Los cordones negros de la máscara le colgaban entre los mechones, y Zac sintió el malsano deseo de desatárselos y hacer que se volviera para mirarlo. Quería verla.

Ella se giró hacia él. Zac contuvo la respiración al contemplar sus senos. Eran pequeños, pero hermosos, y se erguían respingones contra la tela del vestido. Era evidente que no llevaba sujetador, ya que el vestido carecía de espalda. Zac experimentó calor en la entrepierna y se sintió como un adolescente al mirar las primeras fotografías de una mujer desnuda.

Los rasgos femeninos estaban prácticamente ocultos por la máscara, pero distinguió su boca carnosa y la delicada mandíbula. Todo en ella era grácil y femenino. Tenía una copa de champán en la mano. Y Zac se dio cuenta de que se sentía incómoda o a disgusto.

Un camarero pasó a su lado y ella dejó la copa en la bandeja y volvió a darle la espalda. Parecía haber tomado una decisión. Echó a andar, pero no llegó muy lejos, ya que le interceptó el paso un grupo de hombres. Ella se detuvo, insegura, y estiró el cuello como si tratara de buscar otra salida.

El interés de Zac se disparó como no lo había hecho hacía mucho tiempo, o probablemente nunca, porque sabía que, en aquella multitud, nadie dudaba nunca de nada. Embestían a toda velocidad, sin preocuparse de sutilezas.

Por lo tanto, aquella mujer constituía una anomalía. De repente, Zac se espabiló por completo y se sintió deliciosamente interesado por ella.

Rose experimentaba una mezcla de miedo y alivio. No veía a Zac Valenti por ningún sitio. Lo único que deseaba era salir de aquella asfixiante sala llena de gente vestida como pavos reales mientras que su vestido la hacía parecer una prostituta.

La diseñadora que había contratado la señora Lyndon-Holt se asemejaba a un general dando órdenes a Rose. Cuando esta trató de protestar por el vestido, la mujer la miró con dureza y le dijo que le habían ordenado que fuera ese el vestido que llevara.

Rose volvió a sentirse aliviada al pensar que Zac Valenti ya se había marchado. De todas formas, no la habría mirado dos veces. Sus amantes eran modelos, no criadas pálidas y con pecas.

Su paso seguía bloqueado por aquel grupo de hombres. Cerró los puños, resuelta a abrirse paso como fuera.

–Espero que no se le ocurra pegar al alcalde de Nueva York. Estoy seguro de que la dejará pasar si se lo pide educadamente.

La voz era sexy y profunda. Ella se giró, asustada, y se dio de bruces con un cuerpo alto y fuerte. Tuvo que alzar la vista para ver el rostro del hombre.

El corazón se le detuvo.

Ni siquiera la máscara conseguía ocultar su identidad.

Zac Valenti no se había marchado. Estaba allí.

La máscara le velaba la parte superior del rostro, pero no sus penetrantes ojos azules. Era famoso por sus ojos. Algunos decían que su mirada era glacial, pero, en aquel momento, lo único que ella sentía era una molesta sensación de calor que le ascendía por el cuerpo.

Era un hombre muy alto, mucho más que ella, que también lo era, y muy ancho de hombros. Tenía el cabello castaño, espeso y ondulado. Era moreno de piel, de mandíbula dura y boca sensual.

Desprendía la gracia y el encanto propios de su impecable educación y su incalculable riqueza. Tenía un aire aristocrático, de persona intocable, y era increíblemente guapo.

En el interior de Rose se despertó algo intenso y desconocido, que ella identificó como deseo. Se sentía como si la hubieran conectado a un enchufe. Su vida con su padre no le había dejado mucho tiempo para relacionarse con el sexo opuesto.

Zac Valenti ladeó la cabeza.

–Supongo que sabe hablar.

–Sí –dijo con voz débil. Después, con más fuerza–: Sí, sé hablar.

–Qué alivio –Zac le tendió la mano y sonrió–. Zac Valenti, pero puedes llamarme Zac. Encantado de conocerte.

Rose tuvo que morderse la lengua para no decirle que sabía perfectamente quién era.

–Me llamo Rose.

Se estrecharon la mano. La de él era cálida y fuerte.

–¿Solo Rose?

Iba a decirle su apellido cuando pensó que podía reconocerlo, ya que su padre y ella habían trabajado para su familia.

–Murphy, Rose Murphy –era el apellido de soltera de su madre.

–Con ese nombre y ese cabello, solo puedes ser irlandesa.

Rose sudaba

–Mis padres emigraron justo antes de nacer yo.

Retiró la mano. A pesar de haber conocido a Zac, seguía sin poder hacer lo que le habían encargado.

Retrocedió unos pasos.

–¿Adónde vas?

–Tengo que irme.

–¿Sin bailar?

Él le tendió la mano. Ella sintió pánico.

–No sé bailar.

–Me resulta difícil creerlo. ¿Hay alguien que no sepa bailar?

De repente, Rose se sintió furiosa por hallarse en aquella situación y en aquel lugar.

–Pues no sé. Tengo que marcharme.

Se dio la vuelta, pero él la agarró del brazo. ¿Por qué no dejaba que se fuera? Aquello no tenía nada que ver con él. Bueno, lo tenía, pero él desconocía sus nefastas intenciones.

Rose sintió náuseas.

Él ya la había girado hacia sí y agarrado de ambos brazos.

–No era mi intención ofenderte.

–No lo has hecho. He actuado como una estúpida. Lo siento.

–¿Ha sido nuestra primera pelea?

A ella se le hizo un nudo en el estómago.

–Eres muy desenvuelto –contestó con sequedad, pero sorprendida de que no fuese más arrogante. No sabía que fuera tan encantador ni que le gustara flirtear. No esperaba que le cayera bien.

Pero, pensó con cinismo, si ella hubiera sido una de las camareras, ni la habría mirado. Y no era tan ingenua como para no darse cuenta de que, a pesar de sus suaves modales, también él era un cínico. ¿Un hombre como él, en un mundo como aquel…?

Zac sonrió.

–Lo intento.

Deslizó las manos por los brazos femeninos con una lentitud que a Rose le aceleró la respiración y le puso la carne de gallina, sobre todo cuando le rozaron los senos.

La tomó de la mano y la condujo hacia la pista de baile.

Rose trató de soltarse. Consciente de las miradas curiosas, le susurró:

–De verdad que no sé…

Él la miró.

–Confía en mí.

Ya en la pista, uno frente al otro, ella lo miró, impotente. Él le asió la mano derecha y con el otro brazo le rodeó la espalda y puso la mano en su piel desnuda. Después la atrajo hacia sí y ella se topó con su cuerpo, fuerte y delgado.

Todos sus pensamientos se evaporaron: por qué estaba allí, para qué, quién era… Solo era consciente de cómo se sentía estando tan cerca de aquel hombre, de su cuerpo duro y musculoso contra el suyo.

Sus senos presionaban el pecho masculino. La mano de él se movía levemente sobre su espalda. Y se desplazaban en círculo por la pista. Rose no sentía los pies; le parecía que flotaba.

Los pezones se le habían endurecido. Nunca había sido tan consciente de ser una mujer como en aquel momento. Se sonrojó y bajó la cabeza. Él le puso un dedo en la barbilla para levantársela. A pesar de la máscara, vio que Zac Valenti la miraba con incredulidad.

Él frunció el ceño.

–¿Eres real?

–Claro que sí –contestó ella automáticamente al tiempo que volvía a ser consciente de su entorno, al ver a una mujer pasar a su lado mirándola con condescendencia. Ella se puso tensa.

–Escuche, señor Valenti. Debería…

–Sigue tratándome de tú. Decirme señor Valenti me hace parecer un anciano. Y no soy un anciano.

Ella lo miró y tragó saliva. Desde luego que no era un anciano, sino un hombre joven, dinámico y viril. Y a ella le resultaba increíble estar en sus brazos. Aunque ese era precisamente su objetivo.

–¿Sabes que eres la única mujer que no lleva joyas?

Rose contestó lo primero que se le ocurrió.

–Temo perderlas.

–¿No las tienes aseguradas?

Rose se maldijo. Todas las mujeres presentes tendrían las joyas aseguradas. Pero la única joya valiosa que ella poseía era el anillo de compromiso de su madre, y su valor era más sentimental que real.

–La tendencia actual es que menos es más –apuntó con aire desenfadado.

La mano de él descendió por su espalda hasta donde comenzaba a curvarse, justo por encima del vestido.

–Estoy totalmente de acuerdo –replicó con voz ronca.

«Huye, deprisa», alertó a Rose una vocecita interior. Pero otra le recordó que no tenía elección si quería que su padre viviera.

–¿Qué te parece si vamos a otro sitio con un ambiente menos… cargado?

La voz de Zac interrumpió sus pensamientos y su sentimiento de culpa. Ella era honrada y no había dicho una mentira en su vida. Pero estaba engañando a aquel hombre con cada palabra que pronunciaba, simplemente con su mera presencia.

Pero el calor en aquel salón era verdaderamente sofocante.

–De acuerdo –respondió.

Zac sonrió. Y antes de que ella pudiera cambiar de opinión, la tomó de la mano y la sacó de la pista.

Rose era consciente de que podía soltarse y salir corriendo, perderse en aquella multitud y salir por una puerta lateral, pero no lo hizo.

Capítulo 2

CUANDO llegaron al vestíbulo, la mayor cantidad de oxígeno contribuyó a que Zac se burlara de sí mismo por haberse quedado tan prendado de una mujer. Pero hacía tiempo que no se sentía así de vivo.