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Un libro esencialmente didáctico sobre el "nuevo ateísmo". Escrito por un científico en lenguaje comprensible para todos. Profesores y maestros cristianos, pastores y líderes encontrarán en él un valioso aliado para dialogar en una apologética distinta; cristiana evangélica, pero más acorde a los tiempos desde una perspectiva de equilibrio entre Ciencia y Biblia (Diseño Inteligente).
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Veröffentlichungsjahr: 2015
Antonio Cruz
NUEVO ATEÍSMO
Una respuesta desde la ciencia, la razón y la fe
ÍNDICE GENERAL
PORTADA
PORTADA INTERIOR
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO 1. ¿QUÉ ES EL NUEVO ATEÍSMO?
Dios y el Nuevo ateísmo
La naturaleza del mal
CAPÍTULO 2. RELACIONES ENTRE CIENCIA Y CREENCIA
¿Por qué es posible la Ciencia?
Leyes que demandan Legislador
Dios y el Diseño inteligente
El barco de Darwin se hunde
La desesperada teoría del multiverso
Las matemáticas y el origen de la vida
¿Biología a partir de la química?
Somos mucho más que nuestros genes
Derrocados del centro del universo
La Tierra no es mediocre
Excelencias del planeta azul
CAPÍTULO 3. LA MALA TEOLOGÍA DEL NUEVO ATEÍSMO
Dios no evoluciona
El Dios malvado, según Dawkins
El Jesús de los ateos
Si Dios no existiera
Miedo a la fe
Una apologética hecha con sabiduría
Supuestas contradicciones bíblicas
¿Es Dios una hipótesis?
El firmamento anuncia la gloria de Dios
Argumento cosmológico «kalam»
CAPÍTULO 4. MORALIDAD DE LOS NUEVOS ATEOS
Los «memes» de Dawkins y la moral de hoy
El «mundo feliz» de los nuevos ateos
¿Debe tolerarse la tolerancia?
DATOS BIOGRÁFICOS
CRÉDITOS
Introducción
Entre las principales razones de la pérdida de fe de los jóvenes universitarios, tanto en Europa como en América, está el escándalo de algunas iglesias cristianas que, en ocasiones, no se muestran consecuentes con la doctrina evangélica que predican a las personas. Así como también las notables deficiencias en la formación religiosa que se les ofrece. A veces, se realizan grandes esfuerzos evangelísticos con el fin de llenar las iglesias, pero cuando éstas rebosan de almas no se las forma adecuadamente ni se las provee de suficientes recursos doctrinales y apologéticos. Por supuesto pueden existir además otras razones, como la constatación de la injusticia social en el seno de sociedades que hasta ahora se consideraban oficialmente cristianas; el espíritu científico que se presenta por parte del Nuevo ateísmo como si fuera enemigo e incompatible de la fe religiosa, el atractivo de algunas ideologías ateas que se muestran como científicas en oposición al pretendido oscurantismo religioso, la constatación de los males de la violencia y el terrorismo de raíz religiosa, etc.
Si realmente esto es así, tal como parecen reconocer muchos muchachos cristianos que cursan sus estudios en la universidad, ¿no deberían las iglesias y congregaciones revisar su presentación educativa doctrinal, así como la preparación apologética de los líderes de jóvenes, con el fin de evitar las posibles crisis religiosas capaces de conducir al ateísmo? Si se ofreciera por parte de las comunidades cristianas una formación religiosa más adecuada y seria, así como una actitud más auténtica, probablemente se reduciría este abandono de la fe que se observa en la actualidad en buena parte de Occidente. Debemos tomar conciencia de que una educación teológica pueril, pusilánime y superficial no va a cambiar esta tendencia. Tenemos que hacer algo. Y, quizá, lo primero sea formar adecuadamente a los pastores y líderes en los seminarios teológicos.
El ser humano preparado intelectualmente y educado en la rigurosidad racional del método científico, no parece encontrar satisfacción a sus aspiraciones religiosas personales en un Dios y en una religión que, con frecuencia, se le muestran incompatibles con su fe. El Nuevo ateísmo, que prolifera hoy en los ambientes universitarios, se encarga de hacer creer a la gente que la imagen del Dios sabio de la Biblia que ha planificado inteligentemente el mundo, no coincide con los planteamientos de la ciencia moderna. Un lento y azaroso proceso de mutaciones seleccionadas por la naturaleza, sin ninguna intención ni propósito –por mucho que se empeñe el evolucionismo teísta–, no parece encajar con la planificación previa, la bondad, el orden y la providencia característicos de la divinidad bíblica. Semejante confrontación es explotada por los nuevos ateos para defender la inexistencia del Creador. La teoría darwinista de la evolución de las especies, explicada por tantos profesores incrédulos desde el más puro materialismo naturalista que excluye cualquier agente sobrenatural, es como una ducha helada para la fe y la espiritualidad del joven cristiano que empieza sus estudios en la universidad. Su venerado Dios creador, querido desde la escuela bíblica infantil, es sustituido progresivamente por otras causas impersonales como las leyes físico-químicas, biológicas, sociológicas o psicológicas. En lo más profundo de su ser se produce una trágica mutación: se cambia la fe en Dios por la fe en la materia.
¿Tienen razón los defensores del darwinismo materialista, así como los proponentes del Nuevo ateísmo, para afirmar que la ciencia contemporánea elimina la necesidad de un Dios creador? El presente libro pretende responder a dicha pregunta desde la biología, la teología y la fe. Es evidente que teología y ciencia siguen caminos diferentes en los que están prohibidas las injerencias. Dios no es ninguna incógnita matemática que deba introducirse necesariamente en las integrales de los físicos. Tampoco alguna extraña y afortunada mutación génica que se haya colado en las pretendidas líneas evolutivas que proponen los biólogos evolucionistas o una misteriosa motivación etérea que condicione el comportamiento psicológico de las personas. Estamos de acuerdo en que un Dios que sólo fuera eso, resultaría científicamente falso y religiosamente inútil. El Dios de la Biblia no se dedica a rellenar mediante milagros las lagunas de la realidad que todavía carecen de explicación científica. No existe el dios tapagujeros. Lo cual no implica que el auténtico milagro no pueda ocurrir cuándo y cómo la divinidad lo determine.
Por otro lado, si Dios ha creado el universo, la vida y la conciencia humana, ¿no resultaría lógico suponer que dicha creación pudiera mostrar evidencias de semejante acción divina? No es que tales evidencias pudieran constituir una demostración científica concluyente de la existencia del Creador, más bien serían indicios que invitarían a pensar que detrás del mundo material no hay solamente caos y casualidad, como postula el naturalismo materialista del Nuevo ateísmo, sino, sobre todo, diseño inteligente, orden e información sofisticada. De la misma manera que cuando caminamos por un jardín botánico podemos intuir perfectamente el diseño humano en la disposición de las flores plantadas por los jardineros, y las distinguimos de aquellas otras que han nacido por casualidad junto al camino, también resulta posible descubrir diseño inteligente en la naturaleza. ¿Cómo es posible reconocer que algo ha sido diseñado y no es producto del azar o de las fuerzas naturales? El diseño es la adecuación de diferentes partes con un propósito determinado. Es lo que hace, por ejemplo, un relojero al fabricar las diversas piezas de un reloj y colocarlas de manera adecuada para elaborar una máquina capaz de medir el tiempo. En general, cuantas más partes se requieran para lograr un determinado objetivo, y con mayor precisión deban encajar tales partes entre sí para lograr dicho objetivo, más seguro se puede estar que la conclusión del diseño es la correcta.
¿Muestran evidencias de diseño los seres vivos? ¿Qué conclusiones pueden obtenerse a partir de los últimos descubrimientos de las ciencias biológicas? En la época en que Darwin propuso su teoría de la evolución, las principales moléculas y células que constituyen a todos los seres vivos eran prácticamente desconocidas. La célula, como escribe el Dr. Michael J. Behe en el título de su famoso libro (La Caja negra de Darwin), era como una caja negra ya que apenas se conocía todo el increíble microcosmos que alberga su interior. Si Darwin hubiera sido consciente de la complejidad de los procesos bioquímicos y la sofisticada nanotecnología que existe en cada minúscula célula, muy probablemente no hubiera escrito El origen de las especies, porque cuando se entiende cómo funciona la célula es inevitable pensar que semejante estructura biológica no puede proceder de mutaciones ciegas, sino de una mente sumamente compleja. Darwin decía que el diseño en la naturaleza era sólo aparente. Sin embargo, si hubiera tenido acceso a las conclusiones de la citología actual, seguramente hubiera pensado que el diseño no es aparente sino real. El diseño se puede reconocer en la combinación de diferentes partes con un determinado propósito, y eso es precisamente lo que muestra la célula. El más grande y profundo propósito de todo el universo en la combinación de sus múltiples partes.
La cuestión fundamental que subyace hoy en el seno de las ciencias biológicas es, ¿cómo pudo el mecanismo darwinista de las mutaciones más la selección natural elaborar la sofisticada nanotecnología de la célula? Darwin no sabía nada de todo esto cuando formuló su teoría. Lo que implica, en realidad, que la hipótesis de las mutaciones al azar no se supo hasta la década de los 90 del pasado siglo XX. Fue el microbiólogo Richard Lenski y sus colaboradores de la Universidad de Michigan quienes crearon el más grande laboratorio experimental de la historia capaz de dar respuesta a esta pregunta. Durante dos décadas estuvieron trabajando con trillones de bacterias Escherichia coli. Pudieron estudiar más de cinco mil generaciones sucesivas de dicho microorganismo y esto les permitió detectar muchas mutaciones beneficiosas que fueron seleccionadas porque mejoraban la capacidad de las bacterias para competir con sus hermanas. Sin embargo, también comprobaron que si bien mejoraban ciertos aspectos celulares, otros resultaban notablemente perjudicados. Las mutaciones observadas producían al mismo tiempo degradaciones en la célula, capaces de destruir genes enteros o de hacerlos menos eficaces. Pero, ¿cómo puede un gen mejorar el funcionamiento de la célula en ciertos aspectos y estropearlo en otros?
Oí al Dr. Behe responder a esta pregunta por medio del siguiente ejemplo. ¿Cómo se mejoraría el consumo de gasolina de un automóvil mediante cambios rápidos? Una forma de lograrlo podría ser rompiendo los espejos retrovisores laterales. De esta manera, se reduciría inmediatamente la resistencia al viento cuando el vehículo se desplazara. Por supuesto, los retrovisores habrían desaparecido y ya no sería posible ver a través de ellos los coches que nos adelantan pero, por otro lado, el consumo de combustible se habría reducido ligeramente y el vehículo podría seguir corriendo, aunque careciera de tales espejos. Pues bien, algo parecido es lo que ocurre también en las células que han sufrido una determinada mutación. Es posible que experimenten efectos benéficos momentáneos en su funcionamiento celular pero, desde luego, no es esta la manera que requiere la teoría darwinista para elaborar un órgano más complejo o un sistema molecular nuevo.
Se puede poner otro ejemplo más cercano a la fisiología humana. Las personas que padecen la enfermedad genética conocida como «anemia falciforme», provocada por la mutación de un gen en el cromosoma 11, presentan glóbulos rojos falciformes, es decir, en forma de hoz en vez de los normales que son redondeados. Estos glóbulos no circulan tan bien por los capilares sanguíneos, se enganchan, obstruyen los vasos y provocan anemia, o sea, escasez de glóbulos rojos en sangre. Pues bien, resulta que en las regiones donde afecta la malaria, los enfermos de anemia falciforme tienen ventaja sobre el resto de la población ya que el parásito de la malaria es incapaz de destruir sus glóbulos rojos falciformes producidos por mutación y no suelen enfermarse. Es decir, que las mutaciones pueden mejorar ligeramente algunas cosas pero, en general, tienden a estropear el delicado equilibro de las demás.
Los conocimientos científicos actuales muestran que el mecanismo propuesto por Darwin –mutaciones al azar y selección natural– es incapaz de producir el sofisticado diseño que posee la célula. No crea diseño inteligente, ni siquiera apariencia de diseño. Más bien, igual que un elefante en una cacharrería, las mutaciones arbitrarias tienden a destruir los delicados sistemas existentes en la célula, aunque de vez en cuando puedan ayudar a un organismo a sobrevivir en circunstancias desesperadas. Por lo tanto, no podemos seguir confiando en el hipotético poder de las mutaciones para crear la diversidad de la vida.
El Nuevo ateísmo se rebela contra esta conclusión y se aferra de manera fanática al darwinismo materialista para rechazar las numerosas evidencias de diseño que ofrece el mundo natural. Sin embargo, tienen la realidad de las observaciones en su contra. La ciencia no puede darles la razón. De ahí que su actitud se haya tornado tan beligerante y algunos de sus representantes se convirtieran en iracundos telepredicadores del ateísmo. No obstante, ante el horizonte del genuino espíritu científico del hombre de hoy, Dios sigue presentándose como una metahipótesis trascendental que responde a la pregunta humana acerca de la totalidad de la realidad. Es verdad que la ciencia no resuelve metahipótesis, pero el interrogante queda abierto porque la profundidad de la realidad guarda su misterio y parece empeñada en señalar hacia ese trasfondo de la inteligencia que la fundamenta, la envuelve, la dinamiza y la trasciende.
A Dios no se le debe confundir con las fuerzas ocultas de la naturaleza. Ni con el inconsciente colectivo de la humanidad. No es ningún superempresario capitalista, líder totalitario o dictador dogmatista y posesivo. Dios es, más bien, ese «otro» que anhelamos siempre y que ha salido al encuentro del ser humano. Es la verdadera realidad revelada en Cristo. Es el Padre de todos, que nos ama y desea congregarnos mediante el soplo de su Espíritu en la gran familia de su Hijo Jesucristo.
CAPÍTULO 1
¿Qué es el nuevo ateísmo?
Vivimos en una época en la que la verdad se ha relativizado y las cosas se juzgan más por su cantidad que por su autenticidad. A fuerza de repetir una mentira, ésta puede convertirse en verdad aceptada por la mayor parte de la sociedad. Y al revés también, las grandes verdades de siempre pueden ser arrinconadas e ignoradas hasta transformarse en reliquias del pasado sin relevancia social en el presente. Muchas de las afirmaciones del cristianismo entrarían dentro de esta segunda categoría. La fe en Jesucristo y los valores para la vida del ser humano que de ella se desprenden, están siendo cuestionados y atacados en la actualidad. No solamente por parte de ciertos fanatismos religiosos, como el procedente de algunos grupos extremistas islámicos, sino también por otro tipo de fanatismo antirreligioso, el de unos intelectuales anglo-americanos que se hacen llamar: Los Cuatro Jinetes. Me refiero a Richard Dawkins, Sam Harris, Christopher Hitchens y Daniel Dennet. No son los únicos pero sí los más vehementes y significativos.
Durante las últimas décadas, estos militantes del ateísmo radical han venido produciendo montones de best-sellers y DVDs con el único propósito de acometer contra la religión y, en particular, contra la visión cristiana de la vida. Algunos de sus títulos más característicos traducidos al español son: El espejismo de Dios (R. Dawkins); El fin de la fe (S. Harris); Dios no es bueno: alegato (C. Hitchens) y Rompiendo el conjuro (D. Dennet). Es curioso, pero del gran número de libros escritos por creyentes que responden a estas obras ateas en inglés, sólo un pequeñísimo porcentaje ha sido publicado también en nuestro idioma. ¿Hay motivos para la preocupación?
En mi opinión, no y sí. Me explico. Si hacemos caso a los especialistas, sobre todo, a los filósofos y teólogos de prestigio, toda la propaganda que realizan estos predicadores del ateísmo se apoya en unos argumentos sumamente endebles. La calidad de sus razonamientos, cuando hablan de Dios y de los orígenes, es tan baja que parece propia de alumnos de secundaria (¡con perdón para éstos últimos!). Desde semejante perspectiva, no habría por qué preocuparse ya que las razones que ofrecen, hace ya bastante tiempo que fueron bien replicadas y superadas por el pensamiento filosófico-teológico. Además, parece que la virulencia con que arremeten contra la religión avergüenza incluso a los propios pensadores ateos tradicionales. Esto contribuye a que no gocen de la aprobación del gran público, sino solamente de un sector previamente sensibilizado.
No obstante, como la cultura contemporánea valora más la cantidad que la calidad, pienso que sí hay motivos para la preocupación. Muchas de estas publicaciones ateas han hecho que algunos creyentes, jóvenes y no tan jóvenes, pierdan su fe. Al sobreestimar la insistencia y la elocuencia de algunos de estos paladines del nuevo ateísmo por encima de la veracidad y la lógica de sus proposiciones, un cierto sector de la población actual sucumbe a los cantos de sirena del cientifismo descreído. Sobre todo los jóvenes universitarios. Y esto, sí me parece preocupante. Creo que en estos momentos todo esfuerzo argumentativo por parte de los creyentes, en defensa de la fe cristiana, resulta absolutamente necesario para paliar la situación que se está viviendo en el mundo universitario de Occidente. Hoy, como siempre, estamos obligados a seguir realizando una apologética de calidad que sea capaz de contrarrestar la perniciosa visión del mundo que se desprende del ateísmo.
Aunque se pudiera pensar que ponerse a discutir sobre la existencia de Dios, o la veracidad del cristianismo, con alguien que no acepta ninguna de estas realidades, es una auténtica pérdida de tiempo, con todo, creo que quienes pretendemos seguir a Cristo estamos llamados a presentar en todo momento defensa de nuestra fe. Desde luego, con arreglo a nuestras posibilidades. En este sentido, quisiera referirme a un tema que me llama poderosamente la atención y que se desprende del libro, El espejismo de Dios, de Richard Dawkins. Este autor manifiesta insistentemente que no cree en la existencia de Dios. Sin embargo, con el fin de desmentir dicha realidad trascendente, se ve obligado a crear otro dios a su medida. El «dios Azar» se convierte así en el objeto de su fe y esperanza, al que le dedica una considerable devoción. En el fondo, se trata de una especie de anti-dios convertido –de manera equivocada según veremos– en divinidad laica.
Una confusión importante en la que incurre con frecuencia Dawkins es tratar lo «imposible» como si sólo fuera «improbable». En El espejismo de Dios escribe: «En un extremo del espectro de improbabilidades están aquellos eventos probables que nosotros llamamos imposibles. Los milagros son eventos que son extremadamente improbables»[1]. Mediante esta extraña frase, intenta convencer a sus lectores de que lo imposible es en realidad sólo extremadamente improbable. Esto le hace caer en la contradicción de afirmar que lo imposible, por absurdo que parezca, es posible. El origen de la vida a partir de la materia inorgánica entraría dentro de esta posibilidad. Cualquier cosa sería posible en la naturaleza, por muy improbable que fuera, excepto, por supuesto, la existencia de Dios y los milagros. ¿Por qué? Pues porque, en su opinión, tales cosas serían tan poco probables como la existencia de hadas o gnomos correteando por cualquier bosque.
Dawkins se refiere a las distintas opiniones humanas acerca de la existencia del Sumo Hacedor y propone un espectro de siete probabilidades que irían desde el teísmo fanático al ateísmo radical. Él se confiesa ateo de facto y se incluye en la sexta opinión: «No estoy totalmente seguro, mas pienso que es muy improbable que Dios exista y vivo mi vida en la suposición de que Él no está ahí»[2]. Pues bien, esta manera de intentar resolver la existencia de Dios como un simple cálculo de probabilidades es el principal error que atraviesa toda la obra atea de Dawkins.
La existencia de Dios no es cuestión de probabilidades. Él existe o no existe. No podemos tratarlo como si fuese un ser físico o un fenómeno perteneciente al mundo natural. Lo que entra en el ámbito de las probabilidades son aquellas cosas que se consideran contingentes, es decir, que no tienen por qué existir necesariamente. De hecho, todo es contingente menos Dios que es necesario. El universo existe pero podría no haber existido, por tanto es contingente. Pero Dios, si existe, es necesario y eterno por definición. Esta matización, desde luego, no demuestra que su existencia sea real pero deja claro que existir eternamente y ser Dios son conceptos inseparables. Por tanto, es tan absurdo preguntarse «¿cuál es la probabilidad de que Dios exista?» como cuestionarse «¿cuál es la probabilidad de que los gnomos del bosque lleven un gorro rojo?».
Otra cosa distinta sería aplicar la probabilidad a los argumentos acerca de la existencia del Creador. Éstos pueden ser más o menos acertados y, por tanto, sería correcto establecer categorías entre los más o menos probables. Pero, lo que hace Dawkins carece por completo de sentido ya que trata a Dios como si éste fuera un pedazo cualquiera de la naturaleza y no un ser trascendente. Esto le lleva a cosas tan absurdas como preguntarse quién creó a Dios o usar métodos estadísticos para verificar su existencia. En realidad, su problema es que sabe muy poco acerca del Dios que intentar rebatir. Por el contrario, usa su ilimitada fe en el azar para ofrecer explicaciones materialistas de aquellos acontecimientos que cualquier persona en su sano juicio atribuiría a una causa sobrenatural. Su razonamiento confuso entre lo posible y lo imposible es como un juego de prestidigitación intelectual con el que pretende convencer a la gente para que crea que la aparición de la vida sobre la Tierra no requiere para nada de un Dios creador.
Veamos cómo argumenta acerca del origen de la vida. Después de reconocer que hay dos hipótesis para explicarlo: la del diseño y la científica (como si la primera no se dedujera también de los últimos datos de la ciencia), asegura que la hipótesis científica es la única estadística ya que los investigadores invocan la magia de los grandes números. «Se ha estimado que hay entre mil y treinta mil millones de planetas en nuestra galaxia, y cerca de cien mil millones de galaxias en el Universo. (…) Supongamos que (el origen de la vida) fue tan improbable como para ocurrir solo en uno entre mil millones de planetas. (…) Y aun así… incluso con esas absurdamente bajas posibilidades, la vida habría surgido en un billón de planetas, de los que la Tierra, por supuesto, es uno de ellos[3]. Esta conclusión resulta tan sorprendente que la vuelve a repetir para que el lector se la crea. ¿Está Dawkins en lo cierto? ¿Ha aparecido la molécula de ADN, y por consiguiente la vida, en mil millones de planetas por todo el universo?