Nunca dejéis de bailar - Noelia Díaz - E-Book

Nunca dejéis de bailar E-Book

Noelia Díaz

0,0
9,49 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

“Y en ese preciso instante tuve la confirmación de que, sin saber muy bien cómo, yo lo estaba haciendo bien. Mi niña percibía su enfermedad como una aventura de la que teníamos que sacar lo mejor que se nos ofrecía. Quizá, quien no haya pasado por algo semejante se preguntará, abriendo desmesuradamente los ojos, de qué aventura estoy hablando y qué nos estaba ofreciendo el cáncer. Su enfermedad nos estaba enseñando a ver la vida desde otra perspectiva, nos enseñaba qué era lo importante, nos daba la oportunidad de aprender a compartir el día a día disfrutando al máximo el hecho de amarnos y de cuidar la una de la otra, de alzar la antena para recibir tanto amor y a la vez darlo a manos llenas…». Innumerables ensayos estudian la tortura a través de la historia de la humanidad. Para quebrar a otro ser se pusieron en práctica atrocidades inimaginables, ninguna tan desmesuradamente cruel, tan desgarradoramente feroz como la que sigue al diagnóstico de cáncer del propio hijo.
Este relato contiene las sugerencias para convertir la peor de las situaciones en una experiencia mágica. Nada es como es sino como cada uno desea que sea. No hay desenlaces anunciados ni compañeros de viaje garantizados. El destino no se elige, pero el destino no tiene el poder de condicionar a los protagonistas de esta historia. Noa vivió, VIVIÓ con mayúsculas su breve vida. A su alrededor todos duraban en el tiempo. Noa les dio una lección de realidad. Muchos aprendieron y pusieron en práctica lo que ella sugería un poco con palabras, pero fundamentalmente con su ejemplo.
La protagonista de esta historia es una madre que tuvo ella misma que morir para renacer nueva, mejor, más generosa que antes, más consciente de sus recursos emocionales, infinitamente más sabia. Esta historia es un himno de gratitud a los que sí se quedaron, a los que, con sus trabajos, sus empeños, sus like, sus silencios, sus gestos, sus aplausos, sus desvelos, sus sonrisas escoltaron a una madre y a una hija en la prueba definitiva. Noa está presente en estas páginas inolvidables, está en la carne y en el alma de su mamá, en la risa de los niños que recorren las ciudades en el TAXI cada navidad, en las pupilas del investigador que examina tejidos en un microscopio. Está en cada pequeño y en cada adulto que al son de la música del universo SIGUE BAILANDO.
Por voluntad de Noa, parte de lo recaudado con la venta del libro será destinado a la investigación para la lucha contra el cáncer pediátrico.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Noelia Díaz

 

 

 

 

Nunca dejéis de bailar

 

 

 

© 2023 Europa Ediciones | Madrid www.grupoeditorialeuropa.es

Ghostwriter: Patricia Mabel Saconi

Curador: Alexi Aguilar

ISBN 9791220138079

I edición: Abril de 2023

Depósito legal: M-11329-2023

Distribuidor para las librerías: CAL Málaga S.L.

Impreso para Italia por Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

Stampato in Italia presso Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

Nunca dejéis de bailar

A Noa M. Díaz, que llevándome de la mano me enseñó a vivir y a percibir los colores en la absoluta oscuridad. Que me enseñó la valentía de ir a por todo aquello que se ama. Ya sabes pequeña, yo te cuido y tú me cuidas. Siempre de tu mano. Por ella, que no podrá leer su obra escrita desde mi mirada, Y a todas las estrellas que hoy brillan desde arriba en lugar de seguir iluminándonos aquí. Y a todos y todas sus compañeras de camino.

A Saúl, que sujeta mi mano en cada ataque de pánico. Moisés, que me llena de besos hasta desbordarme, pero cura mis heridas. Y a Judith, que me deja a ratos entrever a su hermana en ella y que siempre tiene las palabras exactas para aliviar el dolor. Ellos, que han enjugado cada una de mis lágrimas y siempre esperan pacientes a que vuelva a renacer... Una y otra vez.

A Daniel, mi compañero de vida, por existir. Por elegirme. Por sujetarme. Por aguantar mis llantos desgarradores, mis cantos insufribles y seguir caminando con los restos de aquella chica de la que una vez se enamoró, aunque ya no quede nada de ella. La eternidad nos resulta corta.

A mi padre, el hombre de mi vida. Por enseñarme todo. Especialmente, la diferencia que hay entre alzar la mano o el puño.

A mi hermana Alicia por hacer de madre cuando yo no pude dividirme. A mi madre, que perdió una nieta y una hija el mismo día.

A mi gente de “TaxiLuz” por decir que SÍ a cada locura. Siempre en mi equipo, familia.

A La Tribu de Noa por velar cada segundo por nuestras necesidades y caprichos. Antes, durante y después. Somos “tribu”.Mi familia por elección, que apareció en el peor momento para quedarse, que espera pacientemente mis respuestas y mis sonrisas.

A Laura Castillo, Nano y Alba porque me cubren siempre las espaldas.

A Laura Luque, Eva e Iván por recorrer el camino conmigo y cuidarme más de lo que yo a mí misma. A su mamá y hermanas, mis ángeles guardianes. Y a Juanma por habernos dado luz cuando todo se volvió oscuridad.

A Laura García por ser mi compañera en la tierra y entender nuestro dolor compartido. Y a Vicky por cuidar de mi pequeña y recibirla cuando llegó al cielo.

A todo el equipo que ha hecho posible volver a crear a Noa, esta vez para la eternidad. En especial a Alexis, que veló mis necesidades por encima de todo.

A todos aquellos a quienes no lograría mencionar uno por uno: ellos han sabido dónde, cuándo y cómo. Conmigo y con Noa. Vosotros y vosotras sabéis quiénes sois y lo que significáis para mí, pequeños ángeles en la tierra.

A los que me soltaron la mano en mi peor momento. Gracias especialmente a vosotros, porque me enseñasteis que era capaz de coser mis propias alas.

A los compañeros y compañeras de Noa, a sus profesoras del cole y de casa y a todo el equipo docente pues habéis sido parte muy importante de su vida y, por ende, de la mía.

A todo el equipo sanitario del Hospital Niño Jesús que luchó hasta el final para cambiar lo que ya estaba escrito. Me incorporo a vuestras filas con la firme intención de que nunca más tengáis que enfrentaros a decir a una familia que no hay más recursos para salvar vidas.

A ti, que no te nombraré, pero que, con tus ausencias y tus idas y venidas, hiciste que el hilo que nos unía a Noa y a mí fuera mágicamente irrompible. Ella siempre fue tan mía como yo suya. A pesar de tus esfuerzos para que sucediera lo contrario.

Por supuesto, a los del sector del TAXI de España, siempre presentes, especialmente en el homenaje más bonito que yo haya visto jamás. Siempre vuestra.

Y sin ninguna duda, me doy gracias a mí. Porque me he permitido cumplir la promesa y llorar o reír cuándo lo he necesitado. Por luchar cada día para perdonarme una culpa que no me corresponde. Por, a pesar de tanto,

SEGUIR SIEMPRE BAILANDO.

      

 

Capítulo 1 FILOMENA

Y aquí estamos, temprano, en la habitación que hace a veces de oficina, en casa, con un café cargado de buenas intenciones y haciendo tiempo para empezar la jornada. Mientras tanto, hago el balance de lo que hasta este momento ha sido mi vida.

Tengo 35 años -recién cumplidos-, un trabajo que sorpresivamente me entusiasma, algo que, por cierto, no había sucedido en mis veinte de vida laboral. Soy asesora de formación en una empresa y también soy organizadora voluntaria de una asociación sin fines de lucro, “TaxiLuz”. Tengo una casa que me encanta y que, aunque a veces el ruido, el desorden y las peleas resuenan por sus paredes, puedo decir que se ha convertido en el puerto donde atracar el barco de mi vida. Tras dos divorcios, tengo un marido con el que por primera vez me siento bien. Bien en todos los sentidos, pues con él encontré la paz que jamás había conocido. Y la felicidad. Sobre todo, el amor más incondicional. Uno de esos amores que te empujan a ser mejor cada día, de los que te animan a seguir creciendo y a perseguir tus sueños.

Están presentes también, cuatro monstruos cuellicortos, como yo los llamo. Saúl (Sully para sus amigos) y su loca adolescencia de un chaval de quince años. Moisés y el TDHA de un muchacho de doce, cuyo nombre algún día borraré de tanto gritarlo por toda la casa para pedirle que baje la música, recoja su cuarto o haga sus deberes... Noa, la princesa camionera, capaz de aparecerse por la puerta del salón ataviada con el traje de sevillanas que le regalamos en su séptimo cumpleaños hace unos días, con tacones y una peluca rosa fucsia para ofrecernos un espectáculo de baile, del que no decidimos si reír o tirarnos de los pelos. Y una pequeña jabalí de dos años, dispuesta a destrozar la casa, la forma de su cabeza y las estadísticas de accidentes en el hogar, Judith. En nuestra aventura nos acompañan dos hijos peludos: Botas, un perro que rescatamos hace tres años por el cumpleaños de Noa, y Trufa que ha llegado hace pocos meses, cuando logramos evitarle la perrera antes de que se lo llevaran.

Pero la vida no siempre ha sido tan placentera (que no, tranquila). He visto derrumbarse mis dos primeros proyectos de vida: los matrimonios con el padre de Saúl y Moisés y con el padre de Noa. He llorado por amor y por desamor, por traiciones, por pérdidas. Por el trabajo y por el futuro. Vamos, más o menos como la vida de todos, pero en este caso era la mía. Sin embargo, al final de cuentas, el balance es más positivo que negativo.

Estoy feliz.

Miro el reloj. Son las nueve y cuarto. En quince minutos empieza mi jornada. Desde mi habitacióndespacho, oigo que Dani, mi marido, prepara a las niñas. Hoy Noa tiene una cita en el médico. Anoche vomitó y lleva unos días con décimas de fiebre... es que Filomena (como las agencias meteorológicas de España, Francia y Portugal bautizaron la terrible borrasca que azotó la península a principio del año) y las horas de nieve no salen gratis, cobran peaje. Menos mal que su trabajo -él es conductor de taxi- le permite llevar a los niños al médico y esas cosas. Por suerte, si bien son cuatro, no han sido de enfermarse más allá de los mocos y las toses de principio de curso.

Empiezan a entrar mis colegas a la reunión de la primera hora. Presentamos todas las variantes de caras: de sueño, felices, de preocupación… Pero entre unas y otras nos animamos, soltamos cuatro chorradas, organizamos la agenda y ya estamos listas para empezar la jornada. Tengo algunos mails pendientes, algunas llamadas agendadas...

A las diez y cuarto en punto suena mi teléfono. Jamás atiendo mi móvil personal en el trabajo, pero esta vez lo cojo. Es Dani. Calculo que habrá salido del médico con Noa y se irá a llevar a Judith a la guarde.

—¡Hola, cariño!

—¡Hola! Me pillas currando, dime rápido, ¿qué le ha dicho el médico a la enana?

—Pues nos ha dado un volante para ir a urgencias, parece ser un COVID positivo y lo de la tripa, heces retenidas.

—Ok, aviso a mi jefe y salgo.

Ahora sí puedo afirmar que ese sexto sentido que algunas personas dicen tener y especialmente las madres, pues, existe. Yo lo tengo. Llamé a mi coordinadora llorando (no sabría decir el porqué de mi congoja) y le expliqué lo que pasaba. Me dijo que me fuera sin problema, que ya recuperaría las horas después.

Subí al coche. Noa tenía cara de cansada, lo normal en esas circunstancias. Iríamos primero al hospital, yo entraría con Noa y Dani se iría a llevar a Judith a la guardería. Luego volvería a por nosotras. Era cosa de poco, PCR, confirmar el positivo para COVID y, supuse, la prescripción de algo para evacuar esa tripa... Entonces, ¿por qué yo estaba tan nerviosa?

Ni bien entramos, nos atendió una doctora jovencita. Me formularon mil preguntas sobre la niña, le hicieron la PCR y nos mandaron a hacer una ecografía para ver esos intestinos. Me acordé de repente de las pastillas de fibra sabor a piña que me daba mi madre cuando yo tenía esa misma edad. Y es que cada uno lleva su cruz; la mía, ser estreñida, con mil problemas a consecuencia de ello. Es más, recuerdo la última vez que fui a urgencias de ese mismo hospital por ese mismo problema: cómo abrió sus ojos la técnica que hizo la ecografía ni bien me apoyó el ecógrafo y me describió la ingente cantidad de desechos que había en mi vientre… ¡equivalente al volumen de un embarazo de cinco meses!

Abro el WhatsApp de mi teléfono, mientras esperamos que nos llamen para la ecografía.

—Dani, cariño, creo que algo no anda bien. Como me digan que a la niña le pasa algo malo, yo lo siento, pero me tiro por la ventana.

—Cariño, los niños se ponen malos todo el tiempo. No va a ser nada.

Noa miraba todo, a pesar de su apatía y cansancio, pues por suerte, no recordaba haber ido al hospital en toda su vida. Los colores de los pasillos, silenciosos, tristes, feos y fríos. Los del personal sanitario yendo de un lado a otro, a veces solos, a veces con sillas de ruedas o mascarillas. La sala de ecografías era oscura y con una profesional seria que nos miraba como si hubiéramos interrumpido en lo más importante de su vida. Ella, a la derecha de Noa, yo sentada al lado de la camilla, a su izquierda. Noa me agarraba la mano, bastante asustada.

—No te preocupes, cariño, no duele. Va a ser solo un momentito.

Cuarenta y cinco minutos. Cuarenta y cinco minutos después, harta de ver caras que no me gustaban nada y dada mi experiencia con el estreñimiento, le pregunté a la sanitaria qué cosa veía. Me miró, volvió a girar su rostro hacia la pantalla, frunció el ceño, me miró otra vez y dijo:

—Hay un tumor.

Así. Sin anestesia, sin preparación, sin cariño, sin empatía. No sé qué cara habré puesto, ya que enseguida y de forma muy seria, aclaró:

—Un tumor no tiene por qué ser necesariamente algo malo, un tumor es una masa ubicada en un sitio donde no corresponde que esté.

Una celadora nos lleva de vuelta a pediatría. Noa se duerme. Le pido permiso a una enfermera para salir a llamar por teléfono. Abro mi lista de contactos. Mamá móvil. Un tono, dos tonos... Mi madre tiene el móvil de adorno, pienso.

—Dime.

—Oye mamá. Estoy con Noa en el hospital, que nos han mandado desde la pediatra por un posible COVID positivo y cacas en la tripa. Pero mamá... necesito que vengáis, yo creo que pasa algo más.

—Pero ¿qué te han dicho?

—Me dicen que es un tumor, que no tiene por qué ser nada, pero que le van a hacer alguna prueba más. Por favor, os necesito aquí, si luego resulta no ser nada pues os volvéis y listo.

—Ahora vamos para allá.

Toca hacer la siguiente llamada, al padre de Noa. Y, por último, a Dani, que había ido ya a recoger a Judith. Qué rápido pasa el tiempo a veces, normalmente cuándo una más desea que se detenga… Mi hermana entra a darme relevo, necesito salir, coger aire, fumarme un paquete de tabaco sin respirar entre cigarro y cigarro y rezar al altísimo para que todo quede en el recuerdo de un mal rato. Ni bien enciendo el cigarro me llega un WhatsApp de mi hermana, dice que entran a hacer un TAC, Noa le ha pedido que la acompañe, cuando salga me avisará para que entre yo. Hace frío, pero no sé si más afuera o dentro de mis huesos. Pienso que deberé llamar a la empresa para decirles que tendré que ausentarme unos días, hasta que lo que sea que le pase a mi princesa camionera se solucione. Pienso en todas las llamadas que debería haber hecho y que no he podido.

Pienso... La familia va llegando a la puerta del hospital. Nos aguardan para que les demos las noticias. Son más o menos las ocho de la noche. Mi hermana sale y entro yo de nuevo. Estoy agotada, Noa está agotada. Mi radar de madre, sin embargo, está ahí, funcionando con todas las antenas a mil. Y de repente... Viene la pediatra, nos sacan del box. Nos esperan unos quince profesionales, todos en círculo en torno a nosotros, al lado de mi pequeña con cara de que les debemos algo o de que el caos ha llegado al mundo. Silencio. Silencio. Oigo mi corazón, lo siento que galopa en mi garganta. Me tiemblan las piernas y el pecho se oprime. Sudo, pero sigo helada de frío.

—Las trasladamos al Hospital Niño Jesús. Su hija tiene cáncer. Las están esperando el oncólogo y la ambulancia.

¡BOOM! Se para mi corazón, la rotación de la tierra y el brillo de las estrellas. Oscuridad. Es como si solo pudiera mirar a través de un círculo muy pequeño porque todo lo demás ha desaparecido. Se me nubla la vista, las piernas empiezan a no soportar mi peso. Me giro, miro al padre de Noa. Le pido un abrazo, nuestro primer contacto físico desde que nos separamos seis años atrás, cuando mi princesa solo contaba con uno, en unas navidades un tanto convulsas.

Miro a mi pequeña, dormida en una incómoda camilla, arropada y con cara de paz. Necesito salir. Necesito... no sé muy bien lo que necesito, quizá porque necesito todo o quizá porque no necesito nada. Los médicos, que ese día debieron extrañar más que nunca tener una formación en psicología para aprender a dar estas noticias de manera menos dura, nos dicen que salgamos a coger aire mientras preparan todo.

—Vamos a sacar el informe, vamos a poner terapia de fluidos a Noa y enseguida vais para el hospital.

No recuerdo muy bien cómo conseguí irme por mis propios medios del hospital, fuera del cual me esperaba mi familia. Familia que necesitaba noticias, noticias que debía darles yo, pero yo no sabía cómo hacerlo. Noticias que sin dudas les destrozarían la vida para siempre. Y es que, ¿cómo se dice que tu hija/nieta/sobrina de siete añitos tiene cáncer? Cuando por fin percibí el frío que corta la cara y encontré a mi gente que esperaba temblando, me abracé la cintura y grité. Grité como lo hace un animal herido, como si una bestia se hubiese apoderado de mí y estuviese rugiendo a través de mi garganta. Todos corrieron hacia mí, pero habría deseado que lo hicieran en la dirección contraria. Tuve que recomponerme, intuyeron que algo no iba bien, que las noticias no eran buenas, pero la imaginación, que normalmente juega en contra, iba a ser incapaz de aclararles la situación si no lo hacía yo.

Los miré, con los ojos llenos de lágrimas, de miedo, de angustia. Los miré y usé el resto de mis fuerzas para destrozar las suyas.

—Noa tiene cáncer. Linfoma. Nos vamos al Niño

Jesús.

En pocos segundos, una sola palabra había destrozado la vida de mis padres, de mi hermana, de mi cuñado, de mi marido... Y aún faltaba hablar con mis hijos, que estaban en casa cuidando de la pequeña. Otra vez silencio. Abrazos, caricias. Y silencio. El miedo se iba apoderando de todos aquellos que se acercaban a mí. Y yo no tenía a mi alcance nada para evitarlo. No podía hacer nada por ocupar yo el lugar de Noa ni por arrancar el dolor del pecho de mi gente. Llamé a mi jefa, hablé con mis tíos y mi primo mientras el resto hacía lo propio con familia y amigos cercanos. Me organicé para irme al hospital con la ambulancia mientras Dani nos seguía con el coche para traerme después a casa y así poder conversar con mis otros tres hijos.

En la ambulancia hice lo que no se debe: consulté Google. Felizmente, por inspiración divina, tardé muy poco en darme cuenta de mi error y cerré el teléfono. Pasé todo el camino apretando la mano de mi hija, con la mente aceleradísima, pensando en todo, en nada. El camino fue eterno, nuestro técnico de ambulancias era maravilloso. Me seguía faltando el oxígeno. Mientras, para mi propio asombro, bromeaba con Noa sobre lo mucho que iba a fardar con sus compañeros del colegio cuando les contase que había viajado en ambulancia.

Y llegamos, finalmente llegamos. Recuerdo mucha gente, mucho ruido, mucho personal sanitario yendo de un lado a otro, ocupados, pero sonrientes. Las paredes llenas de bonitos dibujos. A pesar del horario, allí había tanta luz, demasiada para lo oscuro que se había vuelto de pronto mi mundo. Nos hicieron pasar a una habitación de urgencias, que hacía las veces de box. Un médico apareció y comenzó a hablar con Noa pronunciando frases que yo no era capaz de entender. Pero al parecer ella sí, porque de repente le sonrió. El médico, que resultó llamarse David, sacó su móvil del bolsillo, se lo ofreció a Noa y le dijo:

—Me voy a llevar a mamá un momento. Tú vas a mirar la hora, cuándo en ese número ponga un cinco, prometo traer a tu madre de vuelta, ¿de acuerdo?

Sorprendentemente Noa estaba de acuerdo. Era la primera vez que me permitía alejarme de su lado. Y mientras una enfermera maravillosa cambiaba la triste venda blanca que cubría la vía de la mano de Noa por una azul con pingüinos -mucho más chula-, salí con David de ese box rumbo a una habitación. Entramos.

Una mesa. Dos sillas. Ese era todo el mobiliario. Nos sentamos.

—Cómo os han dicho en el hospital, Noa tiene cáncer. Linfoma. Tenemos el nombre, nos falta el apellido para empezar el tratamiento. ¿Tienes dudas?

Silencio.

—Todas y ninguna. ¿Vais a curar a Noa?

—Los oncólogos no curamos. Los oncólogos solo alargamos la vida de los pacientes tanto como sea posible. Esto puede ser un año, diez o cincuenta.

—¿Por qué?

—¿Por qué no curamos o por qué a tu hija?

—¡No! ¿Por qué los niños?

Me miró con unos ojos llenos de pena, de dudas y de seguridad profesional.

—David, solo te voy a pedir una cosa. No tengo prisa. No tengo nada mejor que hacer en este momento que cuidar de mi hija. No importa lo que necesites, porque te juro que te lo voy a conseguir. Solo te pido que me devuelvas a mi hija viva, que yo pueda salir con ella de la mano.

—No tengo plan B. Mi único plan es lo que tú me acabas de pedir y créeme, estás en las mejores manos.

Y lo estaba, como pude constatar inmediatamente después. Volvimos a la habitación donde esperaba Noa con el teléfono en la mano. Yo, con la sonrisa que no me llegaba a los ojos. Él, con la paciencia del profesional curtido en mil batallas. Empezó a explicarle a Noa que estaba malita por eso su dolor de tripa y los vómitos, que entonces se quedaría unos días en el hospital; que nos pasarían a una habitación súper chula con profesionales súper divertidos.

—¿Me vais a hacer daño?

—No te voy a mentir. Algunas de las pruebas que te haremos, pueden molestar un poco, pero en este hospital hay una regla: no pasar dolor. Así que, si en algún momento te duele, nos lo tienes que decir para que te demos algo para el dolor.

—Pero a mí no me gustan los jarabes...

—Por eso te hemos puesto esa vía en el brazo, para que no tengas que tomar nada.

Nos llevaron a una sala que se llama San Darío. Una habitación que me traía recuerdos la memoria... ¡Pero no podía ser! Necesitaba preguntarle a mi madre... Las paredes estaban decoradas con dibujos, una tele, una cama, un sofá reclinable naranja chillón. Una mesa y el baño. Noa se negaba a mover el brazo. Le daba miedo hacerlo a causa de la vía; en ese sentido me recordó tanto a mí... no solo cuando era pequeña, de mayor también soy una cagona. Entró una enfermera o un ángel, no estoy muy segura. Nos dejó el menú del día siguiente, un folio lleno de opciones para desayunar, comer, merendar y cenar. Habló con Noa y aunque la hizo reír, no consiguió que moviera el brazo ni un centímetro. Se puso el pijama, se metió en la cama y enseguida se quedó dormida.

Demasiadas emociones.

Sobre las dos de la madrugada vino su padre y yo me marché a casa con Dani. Mi pesadilla acababa de empezar. Mi siguiente misión era la de hablar con mis hijos, que esperaban despiertos a que volviera a casa con su hermana, acompañados de los abuelos y los tíos. Cuando llegué, fui directa al baño sin pasar por el salón. Necesitaba borrar la pena, aunque obviamente no lo conseguí. Entré al salón temblando, con los nervios a flor de piel. En el sofá grande, mi hijo mayor. En el pequeño, mi hijo mediano. La pequeña, dormida. Me senté.

—¿Y la tata? —, preguntó Saúl.

—Chicos, tenemos que hablar... La tata no va a poder venir por algunos días. Se tiene que quedar ingresada.

—¿Tiene gastroenteritis? —, esta vez Moisés. Bendita inocencia, la ignorancia a veces es felicidad.

Tragué saliva, cogí aire, y con toda la tranquilidad que fui capaz de reunir, miré a mis hijos y les dije:

—Chicos... la tata tiene cáncer. Se llama “linfoma”, es un tipo de cáncer raro en el sistema linfático...

No pude seguir. Inmediatamente Moisés se levantó como si ese sillón se estuviera incendiando y empezó a moverse de un lado a otro agarrándose la cabeza y llorando con desesperación. Mientras lo abrazaba para reconfortarlo, vi que la cara de Saúl se descomponía en una mueca de dolor físico y rompía a llorar en silencio, como si no quisiera molestar. Casi todos llorábamos. El ambiente enrarecido de ese salón era una mezcla de casa de los horrores y de amor. Nos abrazábamos, sentíamos en nuestra carne y en nuestro corazón el dolor de los que estaban a nuestro lado, la desesperación, el vacío. Nos levantábamos y nos sentábamos, un poco como un baile sin sentido... pero en ese momento, ¿qué cosa tenía sentido?

No sé qué hora era cuándo me metí en la cama con la intención de descansar un poco la espalda y las piernas. Con Dani a mi lado, entre el llanto y la firme intención de dar con aquello que calmaría mi dolor a sabiendas de lo imposible que era, mi mente seguía a mil. Unas horas antes, tan solo unas horas antes, vivía en la calma que precede a la tormenta. Habíamos pasado una pandemia, y la habíamos superado sin “bajas” en la familia, a diferencia de otros conocidos. Había conseguido un trabajo que nos permitía vivir cómodamente, en el que me sentía valorada y que me permitía crecer no solo a nivel laboral sino también, personal. Tenía mi puerto seguro. Tal como había pensado esa mañana. Al mejor marido del mundo. Cuatro hijos sanos y felices. Una familia maravillosa... ¿Dónde quedaría todo eso? Es más, ¿qué importancia tenían todos esos logros en este momento?

Recordé lo que le había dicho a Dani en el hospital y pensé que se me había olvidado tirarme por la ventana... pero ni eso era importante ahora. Tenía a mi pequeña, a mi gitana, a mi princesa camionera en un hospital, demasiado lejos de mí en ese momento (un solo paso entre ella y yo era demasiado lejos para mí), lista para empezar la peor de las batallas de su corta vida. Luego entendí que el cáncer poco tiene que ver con las batallas y el lenguaje bélico... No sé si en algún momento dormí, entré en coma o solo me dejé ir en la cama. Pero a las ocho de la mañana estaba en el hospital, al lado de mi niña, con más energía de la que había sentido jamás... y con miedo. Una sensación nueva en mi vida, que nunca había sentido y que me acompañaría por el resto de mis días... o eso pensaba esa mañana.

 

Capítulo 2 EL PEOR DÍA DE NUESTRAS VIDAS

Son las siete de la mañana del primer día de mi nueva vida. Vamos en el coche camino de la que se convertirá en mi próxima vivienda y… ni tan mal. Un chalé en pleno barrio de Salamanca con vistas al Parque del Retiro... Y es que tengo por costumbre buscar lo positivo en medio de las peores situaciones...

De camino tengo que hacer algunas llamadas... Abro los contactos y busco a Laura, mi compañera infatigable para hacer los actos del bien. Sé que no va a coger el teléfono, estará preparando a su niña. También sé que en cuanto vea mi llamada me la devolverá. No me equivoco, el móvil da varios tonos y luego se corta. Continúo la ronda de llamadas. Sofía. Otra amiga incansable del sector del Taxi con la que siempre puedo contar para hacer posible lo imposible.

—Buenos días preciosa, ¿te he despertado?

—¡Hola, amor!, sí, no te preocupes, dime.

—Tengo algo que contarte, prefiero decírtelo yo misma. Voy camino del hospital. Anoche llevaron a Noa de urgencia al Niño Jesús...

—Pero ¿qué ha pasado?

—A Noa... le han diagnosticado cáncer...

No puedo seguir. Se me cierre la garganta y algo impide el paso ni de mi voz y del oxígeno que necesito para seguir viviendo... y ni siquiera me importa. Noto que del otro lado de la línea Sofía contiene como puede la pena. No hay palabras o al menos ni ella ni yo las encontramos. Lo último que escucho es la promesa de mi amiga de que no me soltará nunca y de que me traerá pronto un táper con croquetas... las más ricas del mundo, por cierto, hechas por su marido que es un grandísimo cocinero. A veces algo tan simple como unas croquetas hacen que todo cambie de color.

Antes de llegar al hospital (jamás se me había hecho tan largo el camino), Laura me llama. Cojo aire y luego atiendo la llamada... No sé muy bien cómo destrozarle el corazón con cariño. ¿Qué frase es la ideal para decirle a alguien que tu hija tiene cáncer?, ¿cuál es la frase ideal para responderle a una madre que da esa noticia? Aún no la he descubierto.

—Noelia, salgo para el hospital.

Antes de las ocho de la mañana ya estamos atravesando la puerta del San Darío. Ayer con todo lo sucedido, me olvidé de preguntarle a mi mamá si sabe por qué “me suena” aquella habitación. En un rato la llamaré. Recorro el pasillo hasta la habitación de mi pequeña con la esperanza de que todo haya sido un error, de que alguien me pare por el pasillo y me diga que no puedo entrar, que ahí no se me ha perdido nada. Pero abro la puerta y ahí está mi pequeña, con el brazo tieso por el miedo a la vía, leo en sus ojos que desea que le avisen que ya todo acabó y que se puede ir a casa. Pero no iba a suceder de ese modo.

—¡Buenos días preciosa!, ¿Cómo has pasado la noche? —¡Bien mami! Has tardado mucho en llegar.

—Cariño, me fui a las dos de la madrugada; son las ocho y estoy aquí, pero sí, tienes razón, yo también te he extrañado mucho.

Poco a poco, la sala del hospital se llena de risas, de llantos, de enfermeras que corren de un lado al otro con la sonrisa eterna en los labios. Entra una de ellas.

—Noa, nos tenemos que bañar y cambiar la cama cariño.

—No puedo mover el brazo por la vía, no puedo ir a bañarme. Me duele mucho el cuello y el brazo.

—No te preocupes preciosa, -esos labios desprenden amor, más del que yo había visto jamás de un desconocido a otro-.

Dos enfermeras y yo conseguimos llevar a Noa al baño y ducharla. La embadurnamos con una crema que olía a bebé y luego la llenamos de colonia. Ya en la habitación, encontramos la cama cambiada. Eso mejora el humor de cualquiera. Un poco después llegó una doctora, su cara, mezcla de ternura y preocupación. Empieza a explorar la historia clínica de Noa, que en ese momento está aturdida y desorientada con el brazo inmóvil como si estuviera escayolado.

—Mamá, va a pasar el cirujano. Cómo sabes, tenemos que poner apellido a lo que tiene Noa, entonces, entrará a quirófano para que le pongan una sonda -lo que nosotros llamamos “el porta”- por donde le aplicaremos la medicación. También haremos una biopsia. Creemos que podremos extraer muestra del ganglio del cuello, que es de más fácil acceso, de lo contrario, tendríamos que acceder al tumor por el abdomen.

—¿Me vais a hacer daño? -Noa la mira con ojos de miedo-. Es una niña que acaba de cumplir siete años, debería estar en el colegio, jugando con los compañeros en el patio... y se encuentra encerrada, aislada en un hospital, extraña a todo lo que se le avecina.

—No te preocupes Noa, para hacerte todo eso vamos a dormirte, no te vas a enterar de nada. Y, además, de esa forma, podremos quitarte la vía del brazo, porque no puedes tenerlo así por el resto de tu vida.

Todas nos reímos. Incluso Noa, que de repente se muestra encantada de que le vayan a quitar la vía. Mi mente, cada vez más acelerada, descubre pensamientos a los que jamás había dado importancia. En ese momento, me doy cuenta de la magia que irradia Noa. Y es esa capacidad suya de encontrar absolutamente lo positivo de todo... Me tendrán que abrir, pero la vía me la quitan.

Mientras esperamos que pase el cirujano, jugamos a las cartas durante horas. Traje un arsenal de juegos de mesa, muñecas, pinturas, libros de dibujos... Nos acompaña la música de fondo de una playlist de reguetón y rap que, desde entonces, se convirtió en la banda sonora de nuestras vidas.

—Noa cariño, ¿quieres que hablemos?

En ese momento me doy cuenta de que corresponde que Noa sepa qué está sucediendo. Debo encontrar las palabras adecuadas para que ella entienda lo que le pasa, que confíe en mí y en los médicos y que sepa que jamás va a estar sola.

—Sí mamá. ¿Qué me van a hacer?

—Bueno cariño, tú sabes que te dolía la tripa y por eso estamos aquí, ¿verdad? Los médicos han visto en una tripa, una cosa que se llama tumor. Ese tumor es lo que hace que te duela la tripa, por eso te encuentras mal. Estamos aquí para curar ese tumor. Pero nos queda un camino largo por delante...

—Mamá, ¿Tú vas a estar conmigo?

—Cariño, mamá estará siempre contigo. Vamos a estar juntas en todo esto, pero necesito que confíes mucho en mí y sobre todo, en los médicos, porque ellos han estudiado para poner bien a los niños, aunque a veces hagan cosas que les puedan doler.

—Vale mamá. ¿Me vas a traer maquillaje cuando vuelvas?

—Claro cariño. Hoy mamá se quedará contigo hasta mañana, que iré a casa a ducharme, descansar y traerte el maquillaje; así que todo lo que vayas recordando que quieres, me lo dices.

Alguien llama a la puerta. Se trata de un chico vestido de naranja que se nos presenta como el cirujano. Nos explica en qué va a consistir la intervención y los riegos que conlleva. Protocolo. En ese mismo momento suministran a Noa una medicación que consiste en corticoides para secar el tumor, para que no siga creciendo. Lo que empieza a crecer es su hambre. De repente se vuelve voraz lo cual me hace especial ilusión pues no ha sido jamás una gran comedora, más bien al contrario. Así que llenamos la habitación de galletas, gusanitos... toda clase de alimentos prohibidos en una situación normal... pero nuestra situación no lo era.

Esa misma tarde, Noa entra al quirófano. Mientras espero en la puerta que salgan para decirnos que todo ha salido genial, suena el aviso de un mensaje en el WhatsApp de mi teléfono: se ha creado un nuevo grupo. Compañeros de Dani, taxistas todos, empiezan a recitar una ristra interminable de buenos deseos, a ponerse a mi disposición para todo lo que yo pueda necesitar. Leerlos me alegra el alma, saber que no estoy sola, que me puedo permitir el lujo de caer, de llorar, de gritar, porque siempre habrá alguien detrás que me sujete.

Una hora y media más tarde, los cirujanos salen del quirófano y dicen que todo ha resultado bien. Han conseguido extirpar el ganglio del cuello, donde le quedó una pequeña cicatriz; también han logrado poner “el porta” del lado derecho hasta la vena cava, para que reciba su medicación durante todo el proceso. Si todo va bien, dentro de unos años se lo sacarán y empezará su nueva vida. Llegamos a la habitación, Noa sigue dormida. Las personas que se van enterando de la noticia me llaman sin interrupción. Todas ellas sin palabras, llenas de lágrimas, suspiros y pena. Pena, el sentimiento que más odio en el mundo. Pero en ese momento me doy cuenta de que realmente tengo mucha suerte porque he sido capaz de rodearme, querer y hacerme querer por un montón de gente maravillosa.

—¡Hola, mami!

—¡Hola, mi vida, ¿cómo te encuentras?

—Me duele un poco el cuello. ¿Qué tengo? ¿Me puedes hacer una foto?

Saco una foto donde se ven dos gasas, una a cada lado del cuello.

—¿Por qué tengo dos, mamá? Sus ojos, llenos de lágrimas y miedo, me parten el alma-.

—No llores, amor. Mira, en un lado te han sacado un ganglio, que es una bolita pequeña, para analizarlo. En el otro lado te han puesto “el porta” y ¿ves? Ya no tienes la vía.

—Es verdad mamá, ya no tengo la vía, ahora puedo mover el brazo, pero no puedo mover el cuello. —Cariño, sí puedes mover el cuello, pero es normal que ahora te dé un poco de miedo. No pasa nada. Mañana, cuándo no estés tan cansada, lo podrás mover mejor.

—Quiero dormir mamá, ¿te tumbas conmigo?

Moví el sillón naranja butano, que iba a hacer las veces de cama, lo puse pegado a la suya, la cogí de su manita y entrelazamos los dedos. Yo la miraba tratando de retener en mi memoria hasta el último detalle mientras veía como su respiración se hacía cada vez más lenta. Allí, en ese momento, sin saber qué pasaría después, deseé poder parar el tiempo. Deseé poder cambiarme por ella. Yo, atea, recé a todos los dioses, de todas las religiones, pidiendo que la vida me pusiera a mí en su lugar. No era justo, nada de lo que estaba pasando lo era. Sabía que tendríamos un largo y duro camino por delante, estaba asustada, paralizada. Funcionaba de forma automática, de repente me di cuenta de que no sentía emociones.

Recuerdo que, en un primer momento, en el primer hospital, al recibir la fatal noticia lo único que deseaba era huir. Escapar lejos de allí y no sufrir. No quería quedarme, por puro egoísmo, y eso me hacía sentir culpable... Pero ¿culpable de qué? ¿De ser humana? ¿Qué ser humano desea quedarse en un sitio donde sabe de antemano que va a sufrir? En ese momento, recostada en un sillón traído directamente de los peores castigos de Guantánamo, me di cuenta de que ya no quería irme. Quería quedarme junto a la persona que dormía agarrada a mi mano. Necesitaba estar a su lado porque ya nada más importaba. Ni mis otros tres hijos, ni mi trabajo, ni mi familia. Esa noche fui consciente, de pronto, de lo mucho que adoraba a esa pequeña que había llegado a mi vida hacía apenas siete años, que daría todo lo que tengo y no tengo, por estar yo en su lugar. Esa noche tomé conciencia de lo que era el amor de verdad. El puro. Ese que nos invade y crea la necesidad de saltar al vacío sin red por el mero placer de ver sonreír una vez más a la otra persona.

Me levanté del castigo que tenía por cama, me puse el abrigo y, aprovechando que mi hija dormía, salí de la habitación y busqué a una enfermera. No recordaba las horas que llevaba tumbada a su lado mientras las lágrimas recorrían mi cara, solo me di cuenta cuando la enfermera de la noche me vio: se le desencajó la cara y me dijo que me fuera un rato a fumar un cigarro. Bajé las escaleras, recorrí todo el hospital para salir por urgencias ya que la puerta principal del hospital permanece cerrada de noche. Con un café en la mano, a las dos de la mañana, un frío desolador y la música de compañía, salí para encontrarme con un rostro conocido: recordaba vagamente haber visto entrar a este papá el día anterior, antes de que pronunciaran la sentencia que me hizo perder la conciencia.

—¿Cómo estás?

Me hablaba ese papá que estaba un poco más lúcido que yo, solo un poco.

—Imposible dormir aquí. Entrasteis ayer, ¿verdad?

—Sí, ¿vosotras también?