Nunca digas no puedo más. Lección de vida - Ascensión Moreno Jiménez - E-Book

Nunca digas no puedo más. Lección de vida E-Book

Ascensión Moreno Jiménez

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Beschreibung

La protagonista y autora de esta historia desnuda su alma para narrarnos, en primera persona, las vicisitudes atravesadas desde su niñez y las batallas en las que ha lidiado. Solo a través de su valentía, su esfuerzo y muchos sacrificios consiguió salir victoriosa de muchas de ellas, no sin dejar algunos pedazos de su alma y de su corazón por el arduo camino que la vida le ha ido marcando. Hoy, a pesar del dolor, la rabia, las lágrimas y la impotencia que han marcado gran parte de su vida, puede decir que ha aprendido a ser más fuerte, a disfrutar de cada pequeño momento, a saborear los segundos compartidos con su familia y, sobre todo, a no rendirse nunca, a poder gritar en los momentos difíciles Nunca digas no puedo más, regalando esta madre coraje a todos sus lectores una Lección de vida…

Ascensión Moreno Jiménez nació el 29 de octubre de 1967 en Mendaro (Guipúzcoa). Es la tercera de ocho hermanos y junto a su familia le tocó vivir una niñez no exenta de dificultades. Su esfuerzo y su coraje la llevaron a ir cumpliendo, poco a poco, algunos de sus sueños, no sin verse los momentos de paz que la vida le otorgaba interrumpidos por episodios tristes y dolorosos. Hoy vive en Zaragoza y es madre de dos hijos a los que adora y por los que ha dado y seguirá dando su vida.

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Ascensión Moreno Jiménez

Nunca digas no puedo más

Lección de vida

 

 

 

 

 

© 2023 Europa Ediciones | Madrid www.grupoeditorialeuropa.es

 

ISBN 979-12-201-3851-2

I edición: Mayo de 2023

Depósito legal: M-12574-2023

Distribuidor para las librerías: CAL Málaga S.L.

Impreso para Italia por Rotomail Italia S.p.A. -

Vignate (MI)

Stampato in Italia presso Rotomail Italia S.p.A. -

Vignate (MI)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nunca digas no puedo más

 

Lección de vida

 

 

 

 

A mis padres, a mi hermano Javi y a mis hijos,

porque son seres maravillosos a los cuales adoro.

 

No te rindas, aún estás a tiempo de alcanzar y comenzar de nuevo, aceptar tus sombras, enterrar tus miedos, liberar el lastre, retomar el vuelo.

 

No te rindas que la vida es eso, continuar el viaje, perseguir tus sueños, destrabar el tiempo, correr los escombros, y destapar el cielo.

 

No te rindas, por favor no cedas, aunque el frío queme, aunque el miedo muerda, aunque el sol se esconda, y se calle el viento, aún hay fuego en tu alma aún hay vida en tus sueños.

 

Porque la vida es tuya y tuyo también el deseo

Porque cada día es un comienzo nuevo,

Porque esta es la hora y el mejor momento.

 

«No te rindas»,

poema de autor desconocido y atribuido a Mario Benedetti

 

 

CAPÍTULO 1

Hubo quien dijo que «Como las ramas de un árbol, nuestras vidas pueden crecer en distintas direcciones, mas nuestra raíz sigue siendo una». Por ello, para narrar mi historia, debo comenzar, aunque sea a grandes rasgos, por el principio, el cual no puede ser otro que volar hacia el pasado y alcanzar a aquellos que me engendraron y dieron vida, mis padres, pues allí, en mis progenitores, es donde se hunden las raíces de lo que soy hoy.

Luis Moreno. Este es el nombre de mi padre. Nació en el año 1939, en plena época de posguerra, en un pueblo de Jaén llamado Guarromán. Hijo de padre minero y tercero de una familia de nueve hermanos. Su niñez transcurre junto a su familia en esta localidad jiennense hasta los 10 años, momento en el que su padre enferma de silicosis pulmonar, una enfermedad contraída por la mayoría de los mineros y que, en un alto porcentaje, les terminaba ocasionando la muerte a edades muy tempranas, además de acarrear una pésima calidad de vida al enfermo por su cronicidad. Por ello, deciden que, por motivos de salud y también laborales, su padre no siga trabajando en las minas y la familia resuelve marcharse a vivir a Elgóibar, un pueblo de la provincia de Guipúzcoa, ya que por aquellos años, y a pesar del mal momento de miseria y calamidades que atravesaba nuestro país, parecía que allí su padre podría encontrar un trabajo mejor, o cuando menos no tan peligroso.

De cualquier manera, las dificultades con las que tuvo que lidiar la familia fueron muchas para salir adelante, ya que no había comida ni ropa para ponerse por la escasez de dinero, sobreviviendo como podían con la cartilla de racionamiento. Por ello, y para colaborar con el sustento familiar, mi padre, desde edad muy temprana, se dedicó a buscar chatarra por las calles para después venderla y ayudar económicamente en casa. Es evidente que, dadas las circunstancias, no fue al colegio, aunque sí aprendió a leer y a escribir, pero, sobre todo, lo que mejor tuvo que aprender él solo fue a defenderse en la vida. Como anécdota podemos decir que ni de niño ni de ya buen mozo tenía ni siquiera para comprarse unos calzoncillos nuevos.

Mi abuela —su madre—, para comer y otras necesidades, compraba fiado. En aquellos años había mucha venta ambulante por las casas. Mi padre siempre cuenta que los lunes era día de cobro y mi abuelo todos los lunes se ponía detrás de la puerta sentado en una silla para abrir a todo el que iba a cobrar; si había, se le pagaba y si no, le decía: «Vuelva otro día». Cuando nos lo cuenta nos reímos porque lo recuerda con cariño, pero tenía que ser muy triste.

Entre buscar chatarra, cartones y todo lo que fuera necesario, también hay que decir que jugaba como cualquier niño en la calle y aquí podemos contar una triste desgracia. Él vivía con sus padres en uno de los edificios de viviendas que había cerca de las vías del tren. Un día como otro cualquiera, jugando con los palos, uno de sus amigos sin querer le dio en el ojo y mi padre se cayó desmayado a la vía del tren. Tanto este niño como el resto siguieron jugando sin apreciar lo que había ocurrido, mientras que mi padre permanecía tirado sin conocimiento en la vía. Él siempre, al rememorar este accidentado capítulo de su vida, nos dice que no recuerda cuánto tiempo pudo transcurrir desde que le golpearon y se desplomó en las vías. Solo se acuerda de que se despertó y se levantó como buenamente pudo al escuchar los pitidos del tren acercarse y percatarse del lugar donde se encontraba tirado. La primera idea que tuvo cuando percibió un dolor extraño en el ojo fue lavárselo en un río cercano, lo cual, en lugar de ayudar, empeoró la situación, pues si en algún momento se podría haber hecho algo por salvarle el ojo, este acto provocó justo lo contrario. Al llegar a su casa y viendo la herida, su madre reaccionó igualmente lavándole el ojo de nuevo y mandándole a la cama. Tristemente, cuando lo llevaron al hospital, los médicos les dijeron que había pasado demasiado tiempo desde el accidente y que ya no se podía hacer nada para salvar su ojo, mucho menos después de haberlo lavado. Este episodio sería la razón por la que en mi casa siempre estuvo prohibido jugar con palos, ya que mis padres han tenido siempre terror.

A raíz de este acontecimiento, le concedieron una pequeña indemnización, que hoy en día supondría muy poco dinero pero en aquel entonces equivalía a una cantidad importante y servía para mucho. Aun así, al ser tantos hermanos, lógicamente la familia estaba endeudada y las necesidades eran muchas. A mi padre, además, le pusieron un ojo de cristal para que no se le notara, y de hecho no se advertía la pérdida del ojo, pues yo recuerdo a mi padre ya muy mayor y no se le apreciaba nada. Pero el dinero de la indemnización se acabó pronto y la vida continuaba, por lo que mi padre siguió trabajando en lo que podía para ayudar a su familia siendo todavía un niño.

No mucho tiempo después del fatal accidente con el palo, supieron que el niño que sin querer le había provocado la pérdida del ojo había fallecido. No había nada absolutamente claro ni se podían señalar culpables ante la falta de indicios, pero sí se dice, o por lo menos esos eran los rumores que corrían entre el vecindario y lo que se oyó por aquellas fechas, que los padres no pudieron asumir lo que su hijo le había hecho a mi padre, cuando recordemos que eran dos niños jugando sin más, y por lo que se contaba, recibió tal cantidad de palizas y maltratos que el niño terminó falleciendo. Pero como he dicho antes, nada de esto quedó probado ni se sabe con exactitud cuáles fueron los motivos reales de su muerte.

Con el paso de los años, en nuestro país parecía que las cosas iban mejorando y se comenzaron a abrir numerosas fábricas por todo el norte de España. Desde el minuto uno en el que mi padre por edad ya podía trabajar, encontró empleo. A la edad de 13 años, le contrataron en una fábrica de escopetas, donde comenzó siendo el chico de los recados hasta alcanzar la edad necesaria para trabajar, pero fue allí donde comenzó su vida laboral y aprendió el oficio de basculero de cañón de escopetas. De esta época, mi padre siempre rememora con especial cariño a su jefe, don Lucio, quien lo acogió y lo trató como a un hijo, no faltándole nunca un plato de comida en su propia casa, fuese día laboral o festivo. Igualmente guarda un cariñoso recuerdo de su encargado, don Ignacio, quien le mandaba todos los días ir a su casa con el pretexto de recoger el delantal que se le había olvidado y no era más que una excusa para que mi padre, al llegar a su casa, pudiese desayunar algo, ya que su encargado sabía de sobra que el chico iba a trabajar sin haber probado bocado. Lo cierto es que a mi padre nunca le faltó trabajo y lo tenían bien considerado, dado que era un buen trabajador.

Fue a los 21 años cuando decidió volver a su pueblo natal, concretamente en el mes de mayo, ya que allí se celebraba la festividad de San Isidro y regresó con la intención de pasar las fiestas. Una tarde que iba de paseo, coincidió que pasó por la calle donde vivía mi madre. Hay que decir que él iba con sus gafas de sol porque le daba vergüenza que le vieran su ojo. Al pasar frente a la casa de mi madre y verla, a mi padre le vino a la mente el recuerdo de haber visto a aquella joven días antes lavando en el río. En aquel momento, mi madre se encontraba dando cal a la fachada de la casa, algo que se hacía cada año, y fue ahí cuando se produjo un cruce de miradas. Fue el principio de una larga vida juntos, con momentos maravillosos, momentos tristes y llenos de altibajos a nivel económico, pero sobre todo emocional.

Inés Jiménez, mi madre. Nació en el año 1945 en Guarromán, pueblo de la provincia de Jaén. Fue la cuarta de cinco hermanos. Al igual que mi padre, era hija de minero. Tanto su padre como su segundo hermano, que ejercía la misma profesión paterna, enfermaron de silicosis pulmonar. A mi madre desde muy niña le tocó llevar una vida de persona adulta, teniendo que hacerse cargo de todas las tareas del hogar desde que era tan solo una cría. Así, mi madre era quien iba a lavar la ropa de toda su familia al río, tanto si helaba en pleno invierno como si la temperatura era de 40º a la sombra en verano, además de encargarse de llevar a su padre y hermanos la comida atravesando los campos de olivos en la temporada de recogida de aceituna. Otra de sus labores era ir a la fuente a por agua, así como todo lo que fuera necesario hacer en casa para satisfacer las necesidades cotidianas de todos sus miembros.

Evidentemente, fue una niñez muy dura, basada en el trabajo y con pocas horas de colegio, ya que la obligación de ella era trabajar, pero al igual que mi padre, aprendió a escribir y a leer y, sobre todo, a defenderse en la vida. Cuenta cuánto frío y cuánta calor pasaba cuando iba a lavar al río, sola y con tanta ropa, así como muchas otras situaciones que para una niña podían suponer un suplicio por el enorme esfuerzo que requerían.

Pero también nos cuenta con mucho cariño la relación tan estrecha que mantenía con su abuela. Ella le dice «mamá Mariana», ya que, aunque no vamos a decir que su madre fuera una mala madre, sí les privaba de muchas cosas a ella y a sus hermanos. Es decir, a pesar de que no les faltaba la comida en la mesa, para eso su madre era bastante agarrada. Imagino que su mentalidad era tener y que no les faltara, aunque a su vez esto significara no poder disfrutar de lo que tenían. Mamá Mariana era una gran costurera y se pasaba casi las veinticuatro horas del día cosiendo y haciendo vestidos. Cuando mi madre finalizaba por la noche todas las tareas del hogar, se marchaba a dormir a casa de su abuela y al despertarse por la mañana, de nuevo regresaba a la suya para comenzar el día y las rutinarias labores. Siempre recuerda que cuando le decía a su abuela «Mamá, tengo hambre», su abuela le contestaba: «Toma, hija mía, lo que he ganado hoy» para que fuera a comprar comida. Mamá Mariana fue como una madre para ella y alguien muy importante en su vida.

Además de todo lo que le tocó trabajar, quiero contar que a sus 8 años de edad fue diagnosticada de la enfermedad del tifus, de una variante muy contagiosa. Mi madre, al recordar esta etapa de su vida, siempre nos cuenta que estuvo al borde de la muerte, permaneciendo aislada de todos para evitar el contagio durante varios meses y que incluso la desahuciaron estando ingresada en el hospital, pues los médicos les dijeron a sus padres que no se curaría de aquella enfermedad. Sufrió unas fiebres altísimas y recuerda que se quedó sin pelo y sin poder caminar. Sin embargo, y como cosa de un milagro, consiguió contra todo pronóstico sobreponerse y salir de aquel estado crítico, comenzando entonces una dura recuperación en la que, si bien le volvió a crecer el pelo, también tuvo que aprender de nuevo a andar.

Como ya he dicho, mi madre pasó parte de su niñez y adolescencia trabajando en su casa, pero también en casa ajena, ya que mi abuela era una persona muy dada a hacer favores, pero, todo hay que decirlo, los favores los hacía mandando a su hija a realizarlos.

Y llegamos así a aquel 14 de mayo, cuando mi madre tenía 16 años y estaba encalando la fachada de su casa. Aquel día ocurriría algo que marcaría el inicio de una nueva etapa en su vida: observó a un chico con gafas de sol paseando, al que recordaba haber divisado días antes mientras lavaba en el río, y con el que, al acercarse a su altura, cruzó una breve pero intensa mirada que daría el pistoletazo de salida a una historia que ya dura casi sesenta y dos años.

Aquella noche del día 14 de mayo se celebraba en el pueblo un baile con motivo de la festividad de San Isidro, tal y como era tradición. Mi madre quería ir una vez que finalizase las tareas de casa, pero mi abuela se negaba a dejarla ir. Finalmente, pudo más la insistencia de mi madre y contra todo pronóstico, una vez que terminó de encalar la fachada, se lavó y se vistió, poniéndose un precioso vestido que su mamá Mariana le había confeccionado, y así acudió al baile, donde se encontraría con mi padre y donde comenzaría su verdadera historia de amor.

El primer año de relación estuvo marcado por la distancia, pues recordemos que mi padre vivía y trabajaba en Elgóibar y solo había ido a Guarromán para pasar los días de la fiesta de San Isidro, motivo por el que, una vez acabadas las festividades, se vio en la obligación de regresar al País Vasco para reincorporarse a su puesto de trabajo tras aquellos días de vacaciones. Mis padres habían acordado aquella noche en el baile que se escribirían con frecuencia, por lo que se inició una relación epistolar entre ambos marcada por una distancia que les impedía mantener un noviazgo como el de cualquier otra pareja. Ciertamente, la situación no era fácil para ninguno, pero mucho menos para mi madre, pues a ella se le añadió la fatalidad de que mi abuela no estaba de acuerdo con el hecho de que se escribieran y parecía claro que no le iba a dar las cartas que recibiese de él, por lo que tuvo muy difícil acceder a su correo.

A pesar de aquella situación, la suerte estuvo de su lado y un día, mientras mi madre charlaba con la Sra. Julia, que era la dueña de la casa donde vivía mi madre con su familia hasta que mis abuelos se la compraron y con quien mi madre tenía una relación muy estrecha por el cariño que la Sra. Julia y ella se profesaban, le comentó la triste desventura que estaba sufriendo, a lo que la Sra. Julia encontró una rápida solución: la dijo a mi madre que mi padre le enviase las cartas a su casa y que ella la mandaría recado cuando llegasen para que fuese a leerlas y desde allí mismo le contestase, sin tener que estar enterada así mi abuela, llegando a acumular cien cartas. Incluso la Sra. Julia fue cómplice para que aquel agosto, cuando mi padre fue a Guarromán unos días de vacaciones, ambos pudiesen encontrarse en su casa sin que nadie se percatase de aquel encuentro.

Al año de comenzar su relación epistolar, la familia de mi madre tomó la decisión de trasladarse a vivir a Mendaro, un pequeño pueblo de la provincia de Guipúzcoa y muy próximo a Elgóibar, localidad donde vivía mi padre con su familia. Será así como comience su verdadero noviazgo, pues ambos podían por fin verse al vivir tan cerca, aunque no con la frecuencia que ambos hubiesen deseado. Sin embargo, aquel primer año de novios tampoco sería idílico, ya que no tenían libertad para nada y las pocas veces que podían verse y salir a pasear debían llevar con ellos a la hermana pequeña de mi madre. Una compañía que no resultaba nada grata, pues ni siquiera podían darse la mano mientras paseaban, ya que, si lo hacían, su hermana les amenazaba con contárselo a su madre a menos que le comprasen todo lo que se le antojaba y dado que el dinero era escaso, si accedían a su chantaje, ya no les quedaba más para poderse tomar ni siquiera un refrigerio juntos.

Pasado un año de este calamitoso noviazgo y viendo que la situación para estar juntos era demasiado complicada, deciden contraer matrimonio. Así, el 27 de julio de 1963 se casaron, llevando mi madre un vestido hecho por mamá Mariana, cuya mayor ilusión siempre había sido poder coser el traje de novia para su nieta, pues recordemos su oficio de costurera.

Una vez casados, por fin mis padres podían vivir bajo esa libertad que tanto habían ansiado y de la que se vieron completamente privados durante su noviazgo. Me refiero a libertad en el sentido de que, siendo ya un matrimonio y viviendo en su propia casa, contaban con plena autonomía para decidir por ellos mismos y moverse sin las ataduras de las normas o beneplácitos paternales.

Después de casarse, como no tenían dinero para pagar un piso, se quedaron a vivir en Elgóibar con una tía de mi padre, hermana de su madre. Evidentemente, aquello no duró mucho, no solo porque la convivencia no fuera todo lo buena que tenía que ser, si no porque, como en muchas casas, también allí había escasez y, claro, mi madre compraba para comer y nunca tenía nada, ya que se lo comían. El cúmulo de una serie de circunstancias, a lo que hay que añadir que mis padres eran una pareja de recién casados y habían sufrido demasiadas prohibiciones durante su noviazgo, dio como resultado que aquel no fuera el lugar para empezar una nueva vida en común, por lo que, aproximadamente diez meses más tarde de vivir allí, decidieron mudarse a mi pueblo natal, Mendaro. Dio la casualidad de que, en el mismo portal donde vivían mis abuelos maternos, había un piso vacío en alquiler, al cual no dudaron en mudarse.

Para poder vivir más desahogados económicamente, tuvieron que alquilar una habitación del piso que no utilizaban; los nuevos inquilinos eran una pareja de hermanos que trabajaban en una fábrica del pueblo y así vivieron hasta que, por el nacimientos de los hijos, necesitaron dicha habitación también, pero aquello les dio independencia. En realidad, en aquellos años era muy normal alquilar habitaciones, principalmente por dos razones: una, porque no había demasiados pisos y, dos, porque no todo el mundo podía permitirse pagar un alquiler.

Sea como fuere, este traslado a Mendaro hizo que mi madre acabara de nuevo cerca de mi abuela, la persona que tanto la quería, evidentemente, ya que era su hija, pero que tantas cosas le prohibió durante su noviazgo con mi padre, pero ahora la situación ya era diferente, pues mi madre estaba casada y vivían en pisos distintos. Lo que no cambió en demasía fue el hecho de que, debido a esa cercanía, a mi madre de nuevo le tocó hacerle a mi abuela durante muchos años la limpieza y todo lo que hiciera falta en su casa.

Dentro de sus planes como matrimonio, entraba, lógicamente, aumentar la familia y así es como el 12 de agosto de 1964 nace su primer hijo. Fue un parto un poco difícil, ya que por aquellos años el médico de cabecera era el mismo que ejercía las funciones de comadrona, llevándose a cabo los nacimientos en las propias casas de las parturientas, por lo que la asistencia médica en aquella época no era, evidentemente, la más adecuada debido a las carencias existentes. El parto se complicó porque mi hermano nació al revés, es decir, que no le salió primero la cabeza como era lo natural. Esta situación dio lugar a que casi se asfixia durante el alumbramiento. Mi madre siempre cuenta que nació morado y sin poder casi respirar. Finalmente, todo quedó en un susto y el niño se recuperó tras estos primeros momentos de agonía. No obstante, mi madre sufrió una hemorragia muy fuerte en la que perdió muchísima sangre y estuvo bastante mal, aunque debido a su fortaleza, que es mucha, como ya había demostrado de niña al enfermar de tifus, también se quedó todo en un susto y pudo restablecerse. Cuenta siempre que su primer hijo era muy pequeño, calificándolo cariñosamente como «miniatura, delgadito y muñequito». Y llegó el momento de ponerle el nombre. Mi padre tenía muy claro desde siempre que el primer hijo o hija del matrimonio debería llamarse como su padre o su madre, en función del sexo que tuviese. Por lo tanto, al ser niño y al haber decidido que fuese mi padre el que eligiese el nombre del primer retoño, quedó claro que le llamaría como su padre: José. En realidad, mi padre siempre dijo que se llamaba como su progenitor, pero daba la casualidad de que el padre de mi madre también se llamaba José, por lo cual ahí entraban un poco los dos abuelos. Como también era costumbre en la época, a los recién nacidos se les otorgaban nombres compuestos y mi padre decidió que el segundo nombre fuese el suyo: Luis, con lo cual, mi primer hermano fue bautizado como José Luis.

El nacimiento de su primer hijo, como puede imaginarse, colmó de felicidad a mis padres. Tal es así que, no dejando dilatar el tiempo, decidieron ir a por el siguiente. Como es lógico, buscaban la niña, por aquello que se dice siempre, incluso hoy en día, de «tener la parejita». El 17 de diciembre de 1965 nace el segundo hijo, también niño. Mi madre siempre nos ha contado que era un niño muy hermoso, precioso, de ojos grandes y verdes. Aunque habían profesado sus deseos de tener una niña, evidentemente estaban felices con su niño en los brazos. Llegado el momento de elegir el nombre del bebé, en esta ocasión le tocaba a mi madre decidirlo. Como he dicho antes, su padre también se llamaba José, así que optó por utilizar los nombres de su segundo y tercer hermano: Francisco Manuel. Y nos preguntaremos que por qué no como a su primer hermano, pues porque también se llamaba José.

La vida siguió su curso y al tiempo mi madre se volvió a quedar embarazada. Lógicamente, después de dos niños, los deseos de tener una niña eran mayores que en el anterior embarazo y más que evidentes. Un 29 de octubre de 1967 nazco yo, la tercera hija del matrimonio y, por fin, la primera niña. Se puede imaginar la alegría que supuso el ver sus deseos hechos realidad. Como anécdota tengo que decir de mí que no fui el bebé más bonito del mundo. De hecho, mi abuela materna, a la cual yo quería mucho y con la que pasaba una gran parte de mi tiempo, siempre me decía: «Ay, hija mía, con lo fea que eras y lo guapa que eres». Bueno, ya sé que son cosas de abuelas, además de que ella siempre lo ha dicho con el mayor de sus cariños hacia mí, pero a mi madre le molestaba mucho que me dijese aquello, por lo que ante tal comentario siempre salía a la defensiva exclamando: «Pero ¡qué iba a ser fea! Era preciosa, solo que no se le habían abierto del todo los lagrimales y, evidentemente, pues los ojos no los tenía abiertos del todo». Todavía a fecha de hoy mi madre me lo sigue repitiendo: «Que no, hija mía, que no eras fea, que eras muy guapa. Pero no se te habían abierto los lagrimales». Anécdotas a un lado, os estaréis preguntando a estas alturas cómo me llamo. Al ser la tercera hija, de nuevo le correspondía a mi padre decidir el nombre y no había muchas vueltas que darle: Ascensión, como su madre.

Dos años más tarde, un 14 de abril de 1970, nace el cuarto retoño del matrimonio: nuevamente una niña. Mientras que mis dos hermanos mayores y yo nacimos en mi casa en Mendaro, como ya he explicado que era la costumbre en la época dados los medios, mis siguientes hermanos ya nacieron todos en el hospital, concretamente, en el de Éibar. Mi madre siempre nos cuenta como anécdota que este parto duró lo que su compañera de habitación se demoró en comerse una naranja. Y es que, al parecer, cuando a mi madre se la llevaban al paritorio para dar a luz, a su compañera le trajeron una naranja y, mientras la ingería, fue el tiempo que tardó ella en dar a luz. De mi hermana dice que era una niña muy hermosa, con los ojos más hundidos y verdes, muy bonita, con un color de piel blanquito pero muy sonrosado. Sus palabras siempre han sido literalmente: «Era una hermosura». Y llegó el momento clave de elegir el nombre; le tocaba a mi madre, así que fue fácil: el nombre de su madre, Candelaria.

Dos años más tarde, el 15 de abril de 1972, nacía otra niña, la quinta ya de la prole. Esta vez también fue un parto muy rápido, aunque a la vez un poco complicado, pues cuando mi madre llegó al hospital, estaba prácticamente ya dando a luz. Ella recuerda un pasillo en el cual hacía una corriente de aire horrible y una de las enfermeras le dijo: «Súbase a la camilla», a lo que mi madre, que casi tenía a la criatura fuera, le dijo con el genio que la caracteriza, porque genio tiene mucho, todo hay que decirlo: «Pero cómo me voy a subir a la camilla, ¿no ve que estoy dando a luz?». Al parecer, el bebé tragó algo de porquería al nacer y casi se asfixia, pero al final todo salió a la perfección y tanto la niña como mi madre se encontraban bien. A su quinta hija, mis padres le pusieron el nombre de Inés, como a mi madre, pues era el que faltaba y en realidad ya estaba todo más o menos decidido por ambos. Un nombre que, por cierto, yo siempre le he dicho a mi madre que, por ser yo la primera niña, me lo tenían que haber puesto a mí, además de que era el que me gustaba, pero bueno, no me tocó y con Ascensión me quedé.

Dos años después, el 17 de octubre de 1974, nace la sexta, también niña. De ella cuenta que no era muy grande, morenita, de cara menudita y ojos enormes. Al parecer, el parto fue de lo más normal y no hubo mayor complicación. A esta hija le pusieron de nombre María del Pilar, simplemente porque les gustaba a mis padres, aunque cuentan que estuvieron indecisos casi hasta el último momento entre este nombre y María del Carmen.

Dos años más tarde, un 2 de diciembre de 1976, del cual me acuerdo perfectamente porque era una noche de sábado con una horrible tormenta y un frío y un aire horrorosos, nació mi hermano y el que sería casi un medio hijo posteriormente para mí. Mi madre siempre dice que nació la noche de Sábado noche, ya que, por aquel entonces, en La 1 de TVE retransmitían un programa que se llamaba Sábado noche, del cual, por cierto, guardo aún imagen en mi memoria. A pesar de que ya han pasado muchos años, la llegada de este hermano la tengo tan presente como si fuese el mismo día; cuando llegó mi madre del hospital, yo aún estaba en el colegio y recuerdo vivamente cuando regresé a casa tras la jornada escolar y vi por primera vez a mi hermano en la cuna: era un niño precioso, con un bonito color de cara y unos ojos grandes que parecía que te querían decir algo. Daba incluso la impresión de que tenía ya tres o cuatro meses en lugar de ser un recién nacido. Nunca se me olvidará aquel momento. En cuanto a la elección del nombre de este séptimo hijo, la verdad es que fue algo anecdótico ya que teníamos dos nombres que nos gustaban a todos, pues como los demás hermanos ya éramos un poco mayores, se decidió que entre todos eligiéramos el nombre del niño. Nos gustaban dos: Óscar y Javier, y no teníamos muy claro cuál se le iba a poner. Por aquella época, el encargado de inscribir a los niños en el ayuntamiento era el padre de familia. Debo reseñar aquí que mi padre siempre se ha trabado un poco al hablar cuando se pone nervioso. El caso es que mi padre se fue al ayuntamiento a inscribir al niño sin que hubiésemos decidido qué nombre ponerle, así que nos dijo antes de irse: «Bueno, pues ya le pondré uno, el primero que me salga», y así fue como el primer nombre que le salió sin encasquillarse al hablar fue Javier y con ese se quedó.

El octavo embarazo de mi madre nos pilló por sorpresa a todos. En el fondo siempre he creído que este embarazo en realidad no fue deseado. No quiero decir ni mucho menos con esto que no fuera una alegría como los siete anteriores, porque en mi casa todos los embarazos han sido motivo de una felicidad impresionante. Es simplemente que éramos siete hermanos y algunos ya éramos incluso adolescentes. Por eso creo que en los planes de mis padres no entraba el tener un octavo hijo, pero bueno, ocurrió. Mi madre siempre ha dicho que no era por no querer tener un hijo más, porque a ella siempre le han gustado los niños y a mi padre también, sino que le daba un poco de apuro al tener ya hijos mayores. En ese momento, éramos ya tres chicos y cuatro chicas y yo creo que mis padres ya estaban convencidos de que no iba a venir ninguno más y claro, tener otro hijo cuatro años más tarde nos pilló a todos un poco fuera de sitio en un principio. ¿Qué puedo decir como anécdota de este embarazo? Pues que yo deseaba y quería con todas mis fuerzas que fuera una niña, ya que el anterior había sido un niño, y aunque era precioso y maravilloso, y al cual yo he adorado desde siempre, al mismo tiempo era muy movido y con mucho nervio, por lo que, de solo pensar que pudiese venir otro niño tan terremoto como el último, se me caía el mundo a los pies y por eso mi mayor deseo era que fuese una niña, por aquel tópico de que las niñas son más tranquilas. El tema es que por aquellos años retransmitían en la televisión una serie titulada Con ocho basta, donde los protagonistas eran una familia conformada por los padres, cuatro hijos y cuatro hijas. La fama de esta serie de ficción fue el pistoletazo de salida para todo tipo de bromas, ya que, al vivir en un pueblo pequeño donde, lógicamente, todos nos conocíamos, ello daba pie a todo tipo de comentarios y chascarrillos como: «Pues nada, venga, a ver si es otro chico y así sois como los de la serie Con ocho basta». Y claro, yo que no quería un niño por nada del mundo, cada vez que me decían eso me enfadaba muchísimo. Mi madre, evidentemente, se reía de mí ante tal situación. Y llegó el día 20 de octubre de 1980, cuando nace una niña, lo que para mí supuso una alegría inmensa. Fue la única de todos los hermanos que nació en la capital, en el hospital de San Sebastián, por lo que todavía a día de hoy el resto bromeamos con ella diciéndola: «Claro, como tú eres de capital…». Yo tenía casi ya los 13 años, por lo que recuerdo aquel día y a mi hermana recién nacida perfectamente. Además, yo estaba feliz porque era una niña y era preciosa. Y, por cierto, muy buena, así que mis deseos se vieron cumplidos. Como los hermanos mayores ya teníamos edad para ser padrinos, mis padres decidieron que fuéramos nosotros los de la recién nacida. Ante tal decisión, yo me puse contentísima, ya que, al ser la mayor de las hermanas, en principio me correspondería a mí ser su madrina. En principio íbamos a ser mi hermano el segundo y yo, ya que lo hablamos en un momento en el que estábamos nosotros. Pero claro, luego, cuando se enteró el mayor, pues nos comentó que a él también le hubiese gustado ser el padrino al ser el hermano mayor, por lo que mi segundo hermano, que es un pedazo de pan, le cedió el puesto para apadrinar a la niña. En cuanto al nombre del bebé, nos correspondía decidirlo a nosotros también y como ya estaban todos los nombres puestos de los tíos, de los abuelos y de todo el mundo, pues entre Verónica y Vanesa que nos gustaban, finalmente decidimos ponerle Vanesa. Debo decir que ella, al igual que Javier, el séptimo de la prole, se convertiría con el tiempo para mí en casi una hija más que una hermana.

CAPÍTULO 2

Como ya he adelantado anteriormente, mi nombre es Ascensión y nací el 29 de octubre de 1967 en el seno de una familia humilde, siendo la tercera de ocho hermanos y la primera niña en nacer.

Con tan solo dos meses de vida, estuve no sé si se podría decir enferma, el caso es que me sobrevenía una especie de ataques; en principio los médicos sospecharon que podían ser epilépticos y llegaron incluso a creer que me iba a morir, pero después, por suerte para todos, el diagnóstico cambió y, al parecer, el motivo fue que, después de nacer, mi madre padeció bastante fiebre y ni podía darme el pecho ni yo se lo cogía, por lo que me dieron biberón; según dice mi madre, era una leche de farmacia, la cual, si mal no recuerdo, se llamaba Anfimón, pero debía de ser para bebés más mayores y aunque yo estaba creciendo y cogiendo peso dentro de los rangos normales, dicha leche no me estaba alimentando lo suficiente ya que no era apropiada para mi edad y eso era lo que me producía los ataques, los cuales al parecer eran provocados por desnutrición.