Nunca duermas con extraños - Heather Graham - E-Book
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Nunca duermas con extraños E-Book

Heather Graham

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Beschreibung

Heather Graham es una excelente narradora, y maneja el suspense con tal maestría que sus historias tienen el poder de dejar al lector atrapado entre sus páginas. Prueba de su talento son las más de diez millones de copias de sus libros vendidas en todo el mundo. Antes de escribir, su sueño era ser actriz de teatro pero, afortunadamente, el destino intervino y ahora está en la lista de autoras más vendidas del New York Times. Habían pasado cuatro años desde que Jon Stuart contempló cómo su esposa perecía de una forma espantosa al precipitarse por el balcón de su residencia escocesa. Aunque la justicia dictaminó en su día que la muerte de Cassandra Stuart había sido accidental, todos sospecharon de él. Por fin, después de perder amistades y ver empañado su buen nombre durante años, Jon se había propuesto demostrar que la muerte de Cassandra no había sido accidental... sino provocada. Para llevar a cabo su peligroso plan, Jon había reunido a los principales sospechosos en el escenario del crimen. Allí, en el castillo de sus antepasados, el pasado chocó con el presente, los antiguos amantes volvían a encontrarse... y el asesino tramaba otro crimen perfecto. "Heather Graham es una increíble narradora" –Los Angeles Dayly News

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Seitenzahl: 378

Veröffentlichungsjahr: 2011

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1998 Heather Graham Pozzessere. Todos los derechos reservados.

NUNCA DUERMAS CON EXTRAÑOS, Nº 22 - diciembre 2011

Título original: Never Sleep with Strangers

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Traducido por Rocío Salamanca Garay

Publicada en español en 2002.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

™TOP NOVEL es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-362-3

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Prólogo

Cassandra Stuart era hermosa y lo sabía; también sabía que podía manipular a los demás. Bastaría con que él se diera la vuelta y la mirara.

–¡Jon! ¡Jon!

Cassandra sabía que la había oído, pero Jon no se detuvo; estaba furioso con ella, así que siguió avanzando por la senda de grava que conducía al lago. Quizá se hubiera pasado de la raya en aquella ocasión, se dijo Cassandra, pero no quería estar en aquel rincón de Escocia perdido de la mano de Dios, por muy famosos que fueran los invitados de Jon ni por muy célebre que fuera su fiesta benéfica. Eran los invitados de Jon, era su fiesta. Cassandra detestaba el campo; quería estar en Londres.

Pero conocía a su marido, y sabía lo que estaría pensando en aquellos momentos. Aun habiéndose imaginado que ella le estropearía el día, que sería grosera e impaciente y que les aguaría a todos la fiesta, el muy canalla no había dado su brazo a torcer. Llevaba diez años organizando aquella celebración y ya estaban a mitad de la semana. Además, como él mismo le había dicho con palabras impregnadas de sarcasmo, por muy maravillosa que fuera su esposa, no pensaba dejarse manejar por ninguna mujer. Por ninguna.

–¡Jon!

Cassandra sabía que él no quería volver la cabeza, que no quería mirarla, porque se imaginaba lo que ella planeaba y se había adelantado. No iba a consentir que lo manipulara.

Ella pensaba irse aquel mismo día. Era la última maniobra de sabotaje que tenía guardada debajo de la manga. Confiaba en que su marcha lo alterara como no había logrado alterarlo con malas caras y petulancia.

Pero primero quería que volviera con ella; Cassandra deseaba hacer el amor, mostrarse apasionada y excitante, recordarle que no podía vivir sin ella. Le diría que lo necesitaba, le recordaría por qué se había casado con ella. Sabía hacerlo feliz, hacerlo reír, y era increíblemente buena en la cama, aunque acabara de buscarse un amante porque, a veces, no soportaba leer en los ojos de Jon que estaba pensando en otra. «¡Vuelve!», pensó con furia. «Déjame seducirte una última vez para que no me olvides, para que así, quizá…».

Esperaría a que él abandonara el lecho para hacer las maletas y dejar una nota dirigida a «mi amado esposo» en la que le diría que lo aguardaría en el hotel Hilton de Londres, con la esperanza de que pudiera escapar de sus aburridos colegas. Y tal vez, sólo tal vez, Jon iría tras ella.

¡A veces era tan tonto! Cassandra conocía mucho mejor a los invitados y a la servidumbre que él. Sabía quién se acostaba con quién y por qué. A decir verdad, pensó, casi con una sonrisa, conocía muy bien a unos cuantos. De forma íntima, se podría decir.

Y, aun así, los celos la corroían.

–¡Jon! ¡Vuelve! –volvió a gritar. Experimentó un temor nuevo y extraño que amortiguó la impotencia y la confusión que embargaban su ánimo últimamente–. ¡Jon!

¡Si no vuelves, me las pagarás!

Hablaba en tono provocativo y enojado al mismo tiempo. Pero Jon seguía alejándose, alto, moreno, corpulento. Era un hombre apuesto, y lo estaba perdiendo.

El pánico la dominó. Jon debía de haber adivinado que estaba teniendo una aventura allí mismo, en su mansión. ¿Sabría que sólo quería desafiarlo, desquitarse? Porque estaba segura de que él también estaba teniendo una aventura.

–¡Jon! ¡Jon, maldito seas!

Su tono de voz era cada vez más petulante. Estaba en el balcón del dormitorio principal del segundo piso, que daba al jardín de atrás. Las habitaciones habían sido amuebladas con elegancia, reformadas a finales del siglo diecisiete y modernizadas por el propio Jon hacía unos pocos años. Desde el balcón, de líneas amplias y sinuosas, se podían admirar tres cuartas partes de la finca, y a sus pies se elevaba una elegante fuente coronada con un Poseidón de mármol, con tridente incluido, de valor incalculable. Aunque el invierno estaba a la vuelta de la esquina, los rosales que bordeaban la senda de baldosas que rodeaba la fuente seguían en flor. La grava reemplazaba a las baldosas pasado el arco de rosas y continuaba hacia el lago.

En los dormitorios, las paredes estaban adornadas con antiguos tapices, y había una amplia chimenea, así como una avanzada instalación de agua caliente reforzada con un generador. La cama de matrimonio con dosel descansaba sobre una tarima y, al otro lado de un arco medieval, había un jacuzzi enorme y una sauna. Cassandra disponía de un armario y de un vestidor enormes, igual que él.

–¿Qué es lo que no te gusta? –le había preguntado Jon con impaciencia, ofendido.

La decoración estaba bien; lo que Cassandra aborrecía era el campo. No había bullicio ni movimiento alguno. Aquello no era Londres, París o Nueva York; ni siquiera Edimburgo, por el amor de Dios.

Por eso precisamente le encantaba a él, le había dicho a Cassandra.

Seguía alejándose sin parar. Cassandra se sorprendió al sentir el escozor de las lágrimas. ¿Cómo podían importarle más los imbéciles de sus amigos que ella?

–¡Jon, Jon! ¡Maldita sea, Jon!

Jon le había propuesto el divorcio; había dicho que su relación no estaba funcionando. Pero no podía divorciarse de ella. ¡No! Cassandra ya lo había advertido de que no lo toleraría. Lo arrastraría por el fango, divulgaría un sinfín de trapos sucios sobre él y sobre sus colegas.

–¡Jo…! –empezó a decir su nombre, pero advirtió que había alguien a su espalda. Giró en redondo para ver quién se había colado en su dormitorio–. ¡Tú! ¡Vete de aquí! ¿Te ha enviado él? ¡Sal ahora mismo de mi dormitorio! ¡De nuestro dormitorio! Soy su esposa. Soy yo quien se acuesta con él. ¡Vete de aquí! –se dio la vuelta para asomarse al balcón–. ¡Jon!

Oyó un ruido, como si el aire se rasgara, y se volvió de nuevo. Durante un instante, contempló aquellos ojos asesinos y adivinó las intenciones de su visitante.

–¡Dios mío! –murmuró y, desesperada, empezó a gritar de nuevo–. ¡Jon! ¡Jon! ¡Jon!

Sintió la presión del antepecho de piedra en la espalda y gritó.

Porque se estaba cayendo y podía ver su propia muerte…

Jon Stuart estaba furioso, muy furioso. No tenía intención de retroceder, pero algo en la voz de Cassandra lo hizo detenerse y darse la vuelta.

Y allí estaba ella. Cayendo…

Daba la impresión de estar volando. Como todo lo demás, lo hacía con elegancia. Llevaba una bata de seda blanca que flotaba en torno a ella. A la luz dorada del sol, su melena de color ébano lanzaba reflejos azulados. Lo sorprendió que, incluso cayendo, fuera increíblemente bella.

Y sólo una fracción de segundo después de comprender que no podía hacer nada para evitarlo, se percató de que Cassandra ya estaba muriendo: gritaba, lo llamaba y se precipitaba hacia el suelo.

Murió en los brazos de Poseidón, atrapada en ellos, como una diosa rebelde. Con los ojos cerrados y el pelo de color ébano y la bata blanca agitados por el viento, casi parecía dormir, salvo que… el tridente la había atravesado.

Y la bata nívea se estaba tiñendo de color carmesí.

Con el corazón agitado, Jon empezó a gritar, a correr con desesperación, como si pudiera alcanzarla, ayudarla, aunque ya sabía que…

Gritó.

Gritó su nombre.

La alcanzó y la abrazó. Y la sangre de Cassandra se derramó sobre él, mientras lo miraba a los ojos con tácito reproche.

1

Tres años después

La escena era escalofriante. Una hermosa mujer ataviada con un vestido medieval, con la melena rubia acariciando los engranajes del artefacto, estaba amarrada al instrumento de tortura, y un hombre barbudo de pelo oscuro se cernía sobre ella.

«La creación del conde de Exeter, también conocido como el Potro», leía el cartel que pendía sobre ellos. «Llamada así en honor al hombre más diestro en el arte de arrancar confesiones de sus víctimas».

El artista que había creado las figuras de cera también era diestro. La rubia atada al potro de tortura era exquisita, con rasgos refinados y clásicos y enormes ojos azules agrandados por el miedo a su torturador. Cualquier hombre en su sano juicio ansiaría rescatarla, mientras que el tipo que se cernía sobre ella… sus rasgos irradiaban pura maldad. Le brillaban los ojos con sadismo al pensar en el dolor que estaba a punto de infligir.

Muchas de las obras que se exhibían eran excelentes, y rememoraban antiguas historias sobre la crueldad del hombre hacia sus congéneres. Aquel retablo en particular sobresalía entre el resto.

Eso pensaba Jon Stuart mientras guardaba silencio entre las sombras, recostado con naturalidad en la pared de piedra, oculto en la oscuridad de la antigua mazmorra. Contemplaba atenta y pensativamente el retablo… y a la rubia de carne y hueso que lo admiraba.

Era casi, por el rostro, la tez y la figura, la viva imagen de la pobre belleza rubia que estaba maniatada al potro de tortura. La joven tenía una magnífica melena dorada que le caía en cascada sobre los hombros y la espalda. Era esbelta y de hermosa figura, realzada por los vaqueros ceñidos y el jersey ajustado que llevaba. Tenía unos rasgos muy femeninos: nariz elegante, recta y delicada; pómulos altos y cincelados; hermosos ojos azules; y labios llenos y moldeados. Contemplaba la obra con cierto interés… y recelo. Daba la impresión de querer reír con pesar, como si recordara que las figuras eran de cera, pero la escena daba miedo y ella estaba sola en la oscuridad. O, al menos, eso pensaba.

Sabrina Holloway.

No la había visto desde hacía más de tres años y medio y, aunque lo sorprendía un poco que estuviera allí, se alegraba de que hubiera decidido presentarse. Sabrina había declinado educadamente su invitación a la última y fatídica Semana del Misterio; la reunión en la que Cassandra había muerto.

Tanto si Sabrina se percataba de ello como si no, había sido sin duda la modelo escogida por Joshua para esculpir a la bella del potro; era la viva imagen de la víctima, y a Joshua siempre le gustaba representar a sus conocidos en sus obras. Jon mismo le había oído decir que había conocido a Sabrina Holloway en Chicago y, al ver lo prendado que se había quedado de ella, se había abstenido de revelarle que él también la conocía. No era de extrañar que Sabrina lo hubiese impactado tanto; él mismo había experimentado algo muy parecido al conocerla. Antes de que…

Bueno, la señorita Holloway era admirable y codiciable por muchas razones. Jon no había sido el único que había sucumbido a su hechizo; también había cautivado a Brett McGraff. Jon movió la cabeza. Sabrina se había casado con McGraff: un noviazgo fugaz, un matrimonio igual de fugaz y un divorcio escandaloso.

Jon la contemplaba en aquellos momentos dando gracias por la distancia que los separaba. La estudiaba serenamente. Poseía una belleza y una elegancia extraordinarias. Aunque había vivido casi como un recluso durante los últimos años, había seguido la trayectoria de Sabrina en los periódicos y en las revistas del corazón. Los periodistas se habían ensañado con el último y sonado divorcio de Brett McGraff.

Tres años y medio antes, cuando Jon la conoció, era deslumbrante; tan inocente, tan entusiasmada, tan fascinada… En aquellos momentos, Jon tenía la certeza de que se le había caído la venda de color rosa de los ojos. Había madurado y estaba…

Espectacular. Más elegante que nunca. Parecía reflexiva, incluso sabia.

«¿Y tú qué sabes?», se hostigó Jon. Quizá hubiera madurado y se hubiera convertido en una arpía ambiciosa y sin corazón, se dijo con ironía. La vida a menudo producía ese efecto en las personas. Después de todo, Sabrina se había alejado de él con voluntad de hierro, y se había mantenido firme durante el acoso de los medios de comunicación después de su divorcio, a pesar de hallarse en una situación desconcertante. Aun así, conservaba un aire insólito y atrayente, en parte sofisticado, en parte inocente, aunque Jon bien sabía por experiencia que las mujeres más delicadas y frágiles podían ser las peores viudas negras.

Era una joven campesina del Medio Oeste norteamericano, recordó Jon, y no pudo evitar sonreír. Era afectuosa y reservada al mismo tiempo, aunque en algunos momentos, cuando Sabrina había bajado la guardia, había tenido la sensación de conocerla desde siempre, y había descubierto que su personalidad era tan cautivadora y natural como su belleza. Cuando la conoció, Sabrina tenía veinticuatro años y acababa de poner el pie en la Gran Manzana. El mes anterior había cumplido veintiocho. Había tenido tiempo de sobra para aprender, para curtirse, para cambiar. Ojalá no hubiera…

En fin, se habían conocido cuando él llevaba una vida muy distinta. Y Jon obró con sensatez; no le contó películas.

Claro que ella no quiso que se las contara.

Aun así…

Jon experimentó una irritación repentina. Lo que sentía era del todo injustificado. Brett McGraff también se encontraba en el castillo, y había estado casado con Sabrina. Jon no tenía ningún derecho sobre ella y, sin embargo…

Diablos, era su castillo, su fiesta. Y pretendía charlar con todos sus invitados. La presencia de McGraff acrecentaría el desafío de volver a conocer a Sabrina.

Pero, ¿la habría metido en camisa de once varas?, se preguntó de improviso. Tal vez no debería haber incluido su nombre en la lista de invitados. Claro que no pensó que aparecería. Y todos estaban en la misma situación. Aun así, deseó no haberse arriesgado a convertirla, como a los demás, en un peón desprevenido de su sórdido juego.

Pero la suerte ya estaba echada; no había tenido elección. O llevaba adelante su plan o renunciaba a la cordura. Y había otras personas a las que debía tanto la verdad como la justicia, si no a él mismo. No estaba completamente solo en aquel juego. Había prometido hacerlo todo otra vez de la misma manera.

Quizá debería mantenerse alejado de Sabrina Holloway. De todos los presentes, ella era la única claramente inocente.

Se preguntó si podría mantenerse alejado de ella, y se dijo que Sabrina había ido allí por propia voluntad. Todos habían acudido deseosos, dispuestos a jugar. Algunos por diversión, otros por la publicidad. Cassie, la periodista incorregible, le había dicho en una ocasión:

–¡Nunca desaproveches la oportunidad de salir en una foto, querido!

Jon había notado que muy pocos escritores, actores, músicos o artistas lo hacían y, en cierto sentido, aquella semana era una oportunidad increíble para ser retratado. Ni siquiera los tipos solitarios que preferían mantenerse apartados de la vida pública se atrevían a perderse aquel encuentro. El mundo se había vuelto demasiado competitivo, y salir en los periódicos podía marcar la diferencia entre la estrechez y el desahogo económico.

No obstante, pensó, Sabrina Holloway se había hecho a sí misma bastante publicidad de manera inadvertida. Su boda con Brett McGraff y el consiguiente divorcio la habían convertido en el blanco de la prensa. Pero había seguido una trayectoria sólida, y aunque su vida pública le había proporcionado el impulso inicial, había logrado recibir los halagos de la crítica con sus novelas de misterio victorianas. Además, era joven y hermosa, y a los medios de comunicación les encantaba centrarse en personalidades con empaque y atractivo.

Estaba a punto de acercarse a ella, cuando advirtió que otra mujer caminaba hacia él. Susan Sharp. Gimió para sus adentros y consideró la posibilidad de darse a la fuga por la escalera secreta que estaba detrás de él. Sus antepasados habían sido jacobitas y el castillo estaba repleto de puertas y pasadizos secretos.

Pero Jon no huyó; no quería dar a conocer tan pronto sus secretos, así que permaneció inmóvil mientras Susan se acercaba contoneándose, congratulándose de su buena fortuna al ver que lo tenía literalmente acorralado.

–Vaya, vaya –dijo alegremente–. Así que estás aquí, entre las sombras. Qué delicia. Qué delicia más diabólica. Dame un beso, querido. Te hemos echado mucho de menos.

Sabrina Holloway contemplaba el turbador cuadro de figuras y se maravillaba de su realismo. La mujer del potro parecía estar a punto de abrir la boca y gritar. Tenía los ojos empañados, como si quisiera negar el terror que la aguardaba. Sabrina casi podía oír al hombre exigiendo a su víctima que confesara sus terribles crímenes para así librarse de la agonía del potro.

Un extraño escalofrío le recorrió la espalda.

Caramba, era una obra maestra, turbadora. Había otras personas vagando por las antiguas mazmorras del castillo de Lochlyre, contemplando las figuras, y la mayoría eran amigos, pero en aquellos momentos Sabrina se sentía intranquila en la penumbra. Sólo de pensar que podía irse la luz…

Se quedaría a solas en la oscuridad. Y con él, con el torturador de pelo oscuro, bigote fino y ojos de sádico que contemplaba a su víctima con auténtica crueldad. Las figuras eran tan realistas que no le costaba trabajo creer que pudieran cobrar vida en la oscuridad. Se moverían, caminarían, esgrimirían sus armas de muerte y destrucción…

Notó unas manos en los hombros y estuvo a punto de lanzar un chillido. Se sobresaltó, pero logró reprimir el sonido que había empezado a brotar en su garganta.

–¿Qué te parece, amor mío?

Otro pequeño escalofrío le recorrió la espalda. Estaba otra vez turbada, pero no asustada. Brett McGraff se colocó a su lado y le pasó un brazo con naturalidad por los hombros. La avergonzaba reconocer que su presencia la hacía sentirse más segura en las antiguas mazmorras en sombras, aunque distaba de encontrarse cómoda.

Se debatía entre aferrarse a él o retirarle el brazo. Como siempre que estaba en compañía de su ex marido, experimentaba emociones conflictivas. A veces, su presencia le daba náuseas. En otras ocasiones, no siempre era inmune al encanto sensual que la había atraído de Brett en un principio. Sin embargo, casi siempre se sentía con él ligeramente impaciente y bastante tolerante.

–Es muy real –murmuró–. La verdad es que me da un poco de miedo.

–Me alegro.

–¿Por qué?

–Quiero que tengas miedo.

–¿Ah, sí?

–Puede que así te arrimes más a mí –la estrechó y bajó los labios para susurrar con voz ronca en su oído–. Nos han asignado habitaciones separadas. Por lo que se ve, nuestro anfitrión no recuerda que estuvimos casados, pero será un placer hacerte compañía en las largas noches tenebrosas.

–Estuvimos –le recordó Sabrina–, ésa es la palabra clave. Estuvimos casados una vez, hace más de tres años, durante dos semanas.

–Tardamos más de dos semanas en divorciarnos –repuso Brett con fluidez–. Y no olvides lo juntos que estuvimos durante nuestra maravillosa luna de miel.

–Brett, nuestro matrimonio terminó antes incluso que la luna de miel –le recordó. Pero él no dio su brazo a torcer.

–Y ahora volvemos a ser muy buenos amigos –añadió con convicción.

A pesar suyo, Sabrina sonrió. Brett era alto y atractivo; tenía un pelo ingobernable de color castaño y unos ojos oscuros de amante que hacían juego con su encanto lacónico y lo convertían en ídolo de los medios de comunicación. Escribía novelas de misterio sobre médicos y enfermeras que gozaban tanto de éxito comercial como de la aprobación de los críticos. Había amasado una pequeña fortuna con su arte, pero lograba exhibir su irritante arrogancia sólo en contadas ocasiones. Sabrina lo había conocido poco después de sacar al mercado su segunda novela, poco después también de que Brett se divorciara de su tercera esposa. Decir que había sido ingenua no era del todo cierto. También había estado recuperándose de una situación mucho más terrible.

Tras un noviazgo meteórico, los dos se fueron de luna de miel a París… viaje que coincidió con la publicación francesa de la última novela de misterio de Brett. Al principio, le hizo gracia el número de mujeres que se le insinuaban de manera no muy sutil, pero le hizo menos gracia averiguar a cuántas de ellas ya conocía… carnalmente. Aun así, optimista como era, decidió aceptar el pasado de Brett. Ni siquiera la molestó mucho que a las mujeres que Brett había conocido no les importara que estuviera recién casado; no le gustaba juzgar a nadie. Finalmente, había sido la indiferencia de Brett hacia la incomodidad que ella sentía lo que la había afectado. Brett la había hecho reír y la había amado cuando ella se había sentido insegura y a la deriva.

Pero también podía ser egocéntrico, egoísta y cruel. Desapareció durante varias horas con la voluptuosa propietaria de una importante librería y se mostró impaciente con su joven esposa cuando ésta le exigió saber lo que estaba pasando. Después, le hizo saber que él era Brett McGraff y que la suerte estaba de su lado. Le dijo que no debía molestarse, que debería dar las gracias porque la hubiera hecho su esposa.

Sabrina se hundió al oír aquellas palabras. Se quedó atónita y, después, se enfureció… consigo misma. Había buscado desesperadamente a alguien que le hiciera olvidar su pasado y se había equivocado por completo. Se había encariñado con Brett y había creído que las cosas podían salir bien, pero se había equivocado. De modo que también había sido culpa suya, por no saber ver que tenían una idea muy distinta del amor y del matrimonio.

Brett vio el cambio en su mirada e intentó aplacarla, seducirla… Pero ella huyó. Y el resto fue un infierno.

No quería recordar. Había sacado varias buenas enseñanzas de aquella época, y quizá incluso le había dado a Brett alguna que otra lección. Pero él seguía sin creer que Sabrina lo hubiese dejado y que hubiese solicitado el divorcio sin exigirle ni un solo centavo. Después, cuando coincidían en diversos actos públicos, Brett siempre iba a su encuentro. Seguía refiriéndose a ella como su esposa, y a Sabrina hasta le hacía gracia pensar en los razonamientos que había usado para intentar llevarla a la cama. Debía acostarse con él porque habían estado casados; porque no era bueno hacerlo con extraños. Porque ella ya lo conocía y, por lo tanto, no se llevaría ninguna sorpresa desagradable. Porque era bueno en la cama; y ella tenía que reconocer que era bueno… Lo cual era lógico, porque tenía mucha práctica. Porque todo el mundo necesitaba disfrutar del sexo de vez en cuando, y como ella era una mojigata tan dulce, hija de unos granjeros puritanos y demás, le costaba entablar relaciones íntimas, así que no debía negarse la posibilidad de satisfacer con él un placer básico y necesario.

Hasta el momento, Sabrina había logrado resistirse. Estaba segura de que no era más atractiva que las demás mujeres; simplemente, era la única que había dejado a Brett y, por lo tanto, seguía constituyendo un desafío para él.

–En serio, mientras estemos aquí, ¿no te gustaría compartir conmigo una habitación? –le preguntó Brett.

–No –se limitó a contestar Sabrina.

–Reconócelo. Es divertido dormir conmigo.

–No tenemos la misma idea de lo que es la diversión.

–Mira a tu alrededor. Este lugar pone los pelos de punta –insistió.

–No, gracias, Brett.

–Sabré comportarme.

–Lo dudo. Además, cuando te veo me acuerdo de una advertencia que solía hacerme mi madre. No toques un juguete que no sepas dónde ha estado antes.

Brett sonrió de oreja a oreja.

–¡Ay! –se lamentó–. Pero si te hubieras quedado conmigo, sabrías exactamente dónde había estado.

–Brett, nunca supe dónde estabas cuando estuvimos casados y, en realidad, no dispuse de tanto tiempo para perderte de vista. Sé que nunca se te ocurrió pensar que el matrimonio significa monogamia…

–¿Crees que significa eso para todo el mundo? –inquirió.

–Brett, no puedo decirle a nadie lo que debe hacer cuando se casa. Sólo sé lo que yo haría.

Brett chasqueó la lengua.

–Si supieras cuántas personas son infieles a su pareja te sorprenderías.

–Brett, no quiero sorprenderme.

–¡Amigos tuyos! –insistió.

–Brett…

–Está bien, está bien. Cuando me supliques que te cuente los rumores, no te diré ni una sola palabra. A no ser, claro, que olvides tu idea del matrimonio y quieras divertirte un rato. No tengo intenciones deshonestas. Volveré a casarme contigo.

Sabrina gimió.

–Como ya te he dicho, tenemos ideas distintas de lo que es la diversión… y el matrimonio.

–De acuerdo, hazte la dura. Pero si las cosas empiezan a ponerse un poco espeluznantes, querrás meterte en la cama conmigo, aunque quizá esté demasiado llena para entonces.

–Eso no lo dudo.

–Eh, te lo estoy pidiendo a ti primero. No querrás dormir con un extraño…

–Brett, ya he dormido contigo, y no puedo pensar en nadie más extraño.

–Muy graciosa. Lo lamentarás, cielito. Ya lo verás –movió la cabeza con pesar y volvió a contemplar las figuras de cera–. ¿No son increíbles? –murmuró.

–Sí, muy reales –corroboró Sabrina. Brett movió la cabeza.

–Tan reales que, a esta luz, hasta yo me confundiría. Y estuve casado contigo.

–¿A qué te refieres?

–¿Cómo que a qué me refiero? Has estado contemplando la obra –suspiró con impaciencia–. ¡Sabrina! Fíjate bien. Ésa eres tú.

–¿Qué?

–Cariño, ¿has perdido vista desde que no estás conmigo? Fíjate. Esa mujer es idéntica a ti. Los ojos azules, el pelo rubio, las hermosas facciones… El cuerpo bonito –bajó la voz un poco más–. Y un trasero sensacional.

–Ni siquiera puedes verle el trasero, Brett.

–Está bien, está bien. Tienes razón. Pero eres tú. Es tu viva imagen.

–No digas tonterías… –protestó Sabrina, pero dejó la frase en el aire y frunció el ceño.

Cielos, Brett tenía razón. La figura de cera tenía un parecido alarmante con ella. Tanto era así que volvió a sentir escalofríos.

–¡Bien! –susurró Brett con voz ronca–. Veo que estás temblando. Empiezas a ponerte nerviosa e intranquila. Tienes miedo. No querrás pasar la noche sola en este tenebroso castillo. Cuando caiga la noche, oirás los aullidos de los lobos, saldrás chillando de tu cuarto y vendrás al mío. Así no tendrás nada que temer.

Sólo era una figura de cera, nada más, se dijo Sabrina. Aun así, sentía estremecimientos por todo el cuerpo. El artista había realizado tan bien la figura que los músculos y las venas de los brazos de la víctima parecieron cobrar vida mientras forcejeaba para liberarse de las cuerdas que la ataban al potro.

El miedo que reflejaban sus ojos era real.

El grito silencioso que emergía de sus labios era demasiado elocuente. Sabrina casi podía oírlo.

Brett le susurró al oído en tono de advertencia:

–No querrás estar sola.

De entre las sombras que había tras ellos, surgió una voz grave, sonora y masculina.

–Bueno, dudo que vaya a estar sola, ¿no?

Sabrina conocía aquella voz grave. Se dio la vuelta para saludar a su anfitrión.

2

La estaba mirando, observando. Sonrió con placer mientras añadía:

–En serio, Brett, dudo que vaya a estar sola. Hay diez escritores en el castillo, incluidos nosotros, por supuesto, además de un artista, mi ayudante y el servicio, y todos pasamos la noche aquí.

Parecía regocijado. Sabrina se desasió de Brett y miró fijamente a Jon Stuart. Había pasado mucho tiempo.

–Jon –murmuró Brett, con inequívoca irritación en la voz. Se suponía que eran amigos; aun así, Brett no parecía muy complacido con la aparición de Stuart.

–Brett, me alegro de verte. Gracias por venir.

–Siempre es un placer. Todos nos alegramos mucho de que decidieras organizar esto otra vez. Jon, conoces a mi esposa, Sabrina Holloway, ¿verdad?

Sabrina miró al cautivador dueño del castillo de Lochlyre, pero Jon Stuart ya había arqueado una ceja hacia Brett mientras le estrechaba a ella la mano. Sabrina reprimió el extraño impulso de retirársela de inmediato.

–Sabrina, me alegro de volver a verte. No sabía que os hubierais vuelto a casar.

–Y no lo hemos hecho –dijo Sabrina.

–Ah.

–Lo siento. Mi ex esposa –murmuró Brett con inocencia, y sonrió a Sabrina con complicidad, como si todavía hubiera algo entre ellos–. Es tan fácil olvidar que nos divorciamos…

–En cualquier caso, me alegro de veros aquí. Gracias por venir –dijo Stuart con educación.

–No me lo habría perdido por nada del mundo –dijo Brett–. Y lo sabes.

–Te agradezco que me invitaras –murmuró Sabrina.

–No ha sido la primera vez –señaló Jon.

–Es que… se me echaba encima la fecha de entrega de una novela –era una mentira, por supuesto. La excusa manida de cualquier escritor para escurrir el bulto.

–Bueno, debió de merecer la pena. Tu último libro es muy bueno.

–¿Lo has leído? –preguntó Sabrina demasiado deprisa. Enseguida, deseó pellizcarse. Se estaba sonrojando, inexplicablemente complacida de que Jon se hubiera interesado en leer su obra. Después, su rubor se intensificó al preguntarse lo que habría pensado de los gráficos pasajes románticos del libro. También se preguntaba si su rubor la estaría delatando–. A mí me han encantado todas tus últimas novelas –se apresuró a decir, para disimular.

Stuart desplegó una sonrisa lenta y escéptica que indicaba que no era la primera vez que oía aquellas palabras, pero que las ponía en duda en aquella ocasión.

–Es cierto –murmuró Sabrina, deseando poner fin de forma airosa a su torpe monólogo. Brett la estaba mirando con verdadero interés, porque había percibido la tensión entre ella y Jon Stuart.

–¿De verdad? –murmuró Jon que, o bien no se percataba de la incomodidad de Sabrina o le hacía gracia. Resultaba desconcertante ver que seguía superándola tanto en madurez como en seguridad en sí mismo. Había sido célebre desde su primera obra, una novela de misterio basada en la Italia de la segunda guerra mundial, que escribió poco después de terminar sus estudios en la universidad.

Sabrina sonrió con serenidad. No pensaba dejarse intimidar.

–De acuerdo, me pareció horrible que mataras al párroco en tu último libro… no se lo merecía.

Sus palabras no lo ofendieron; se rió, aparentemente complacido de su sinceridad.

–Me alegro de que me digas la verdad.

–La verdad siempre es distinta según quién la mira –intervino Brett con cierta irritación.

Jon lo negó con la cabeza.

–No, la verdad es una, aunque cada uno le dé un matiz distinto –repuso con cierta solemnidad, sin dejar de mirar a Sabrina. Después, se recompuso y dijo en tono más alegre–:Y lo cierto es que estoy encantado de que pudieras hacer un hueco en tu apretada agenda para venir aquí, Sabrina.

–Sabía que yo venía y que se sentiría cómoda –dijo Brett con posesividad.

–Estupendo –comentó Jon.

–Algunos de los presentes son amigos míos –murmuró Sabrina, mientras se preguntaba por qué le importaba que Jon Stuart pensara que seguía acostándose con su ex marido. Pero siguió hablando–. Ya sabes, los escritores solemos apoyarnos los unos a los otros. Esto está lleno de celebridades. Me halaga que me hayas invitado.

–Deseaba que vinieras –dijo Jon con educación–. Como recordarás, también lo deseé la última vez.

Cierto. La había deseado. Sabrina conoció a Jon pocos meses antes de que se celebrara la última Semana del Misterio. Y en ese espacio de tiempo, se casó con Brett… y se divorciaron.

Y él se casó con Cassandra Kelly.

–Sólo había sacado un libro al mercado. No podía contarme entre los profesionales a los que habías invitado.

Stuart arqueó una ceja y ladeó la cabeza.

–Dianne Dorsey tenía mucho menos bagaje y estaba aquí –comentó.

–Pero acabó siendo una tragedia, así que me alegro de que Sabrina no viniera –dijo Brett–. Me alegro de verte más animado, viejo amigo –añadió, y le dio un puñetazo amistoso en el hombro–. No te hemos visto mucho el pelo últimamente. Por cierto, ¿no fue Cassie la que alabó el libro que había escrito Sabrina?

–Sí –contestó Jon con serenidad, sin apartar la mirada de ella–. Cassandra pensaba que habías creado unos personajes magníficos en un marco muy sugerente, y que habías ideado el asesinato perfecto para darle el toque justo de dramatismo.

–Fue muy amable al decir eso –murmuró Sabrina con incomodidad. Cassandra estaba muerta y ella se sentía muy culpable, porque cuando vivía no le había profesado mucha simpatía.

De acuerdo, la había envidiado y despreciado. La única ocasión en la que se habían encontrado cara a cara había sido un horror más espeluznante que cualquier obra de aquella galería. Era natural que hubiese aborrecido a Cassandra Stuart.

Un estremecimiento cálido le recorrió la espalda, pero no tenía nada que ver con las figuras que tenían delante. La turbaba la manera en que Jon la estaba mirando. A pesar de la absurda posesividad con que Brett se estaba comportando en aquellos momentos, Sabrina se alegró de repente de tenerlo a su lado.

Porque Jon Stuart imponía. Intimidaba incluso, en cierto sentido. Tal vez lo hiciera en virtud de su estatura y corpulencia. Era muy alto, de un metro ochenta y siete aproximadamente, y tenía unas facciones que, aunque toscas, resultaban muy hermosas. Su pelo no sólo era negro, sino azabache, grueso y sensual, y le caía más allá del cuello de la camisa, aunque se lo peinaba de manera que dejaba la frente al descubierto. Tenía unos ojos de color avellana incomparables, en los que se arremolinaban vetas azules, verdes y marrones que los volvían irresistibles y cambiantes, de tal manera que a veces podían parecer dorados y, otras, oscuros como la noche. Tenía rasgos fuertes y llamativos: un mentón firme y cuadrado, pómulos amplios; labios sensuales y generosos; frente alta y marcada. A la edad de treinta y siete años, era una autoridad en las novelas de aventuras y suspense; en la vida real, una reconocida revista internacional lo había proclamado como uno de los diez hombres más fascinantes del mundo. Norteamericano de ascendencia escocesa, nunca había aprovechado la fama o la fortuna para eludir el deber. Cumplió el servicio militar en la Guardia Nacional durante la operación Tormenta del Desierto.

Aunque últimamente se había mantenido apartado de la vida pública, todavía aparecía en reportajes, por lo general, con motivo de la publicación anual de su último libro o de una nueva edición de bolsillo de una obra anterior. No importaba que llevara una vida de ermitaño en los últimos años… eso sólo favorecía su reputación.

El misterio que rodeaba la muerte de su esposa lo volvía fascinante y peligroso al mismo tiempo que atormentado y digno de lástima. Algunos periodistas aseguraban que se había recluido para llorar con amargura la muerte de su esposa, mientras que otros insinuaban que lo corroían los remordimientos y que, en cierto sentido, la había matado… aunque se encontrara a treinta metros del balcón del que ella había caído. Algunos sugerían que Cassandra podía haberse suicidado, que su matrimonio se estaba viniendo abajo y que se había arrojado por el balcón en un momento de trágica autocompasión, para que la culpa recayera en su célebre marido y así dar un escándalo que lo atormentaría hasta el final de sus días. Otros opinaban que el cáncer que consumía sus hermosos senos podía haberla llevado a la desesperación. En cualquier caso, la trágica muerte de Cassandra había suscitado un sinfín de conjeturas. Y Jon Stuart había prestado declaración en los tribunales y había sido juzgado por la prensa, por sus colegas e incluso por sus admiradores. También había puesto fin a su Semana del Misterio, un conocido encuentro de escritores que celebraba todos los años en su retirado castillo de Escocia para buscar publicidad y fondos para organizaciones benéficas para niños.

Hasta aquel día.

Tres años después de la muerte de su esposa, había vuelto a abrir las puertas del castillo de Lochlyre al mundo exterior.

–Pensándolo bien, resulta curioso que Cassie alabara el trabajo de Sabrina –reflexionó Brett de improviso–, porque no solía ser tan generosa. Según decía, le gustaban mis novelas, pero puso Escalpelo de vuelta y media. ¿Te acuerdas, Jon? Hasta criticaba tu trabajo algunas veces y, aunque me cuesta reconocerlo, eso no resulta fácil.

–Gracias. Es todo un cumplido –dijo Jon con ironía. Brett sonrió.

–Estoy contento. Me acabo de enterar de que Cirugía es número dos en la lista del New York Times desde el domingo pasado.

–Enhorabuena –le dijo Sabrina con fervor. Las novelas de Brett siempre se contaban entre las más vendidas, pero su reputación estaba creciendo de forma continuada, para gran deleite de su ex marido.

–Perfecto –dijo Jon–. Así podrás subir los ánimos de los demás invitados durante la semana. Recuérdales que, en contra de eternos rumores que lo desdicen, el negocio editorial todavía no ha muerto. Bueno, ¿qué os parece la cámara de los horrores este año?

–Deliciosamente macabra –dijo Brett.

–Demasiado real –se estremeció Sabrina.

–Ah –murmuró Jon, con ojos repentinamente dorados por el regocijo–. Yo que tú no me dejaría influir por el parecido con la dama del potro –le dijo–. Las figuras han sido creadas por un artista llamado Joshua Valine. También es ilustrador… te conoció en la convención de editores de Chicago y se quedó muy impresionado contigo.

–No se llevaría muy buena impresión si me ha puesto en el potro… –comentó Sabrina.

Jon rió, un sonido ronco, grave y sensual.

–Créeme, su reacción fue muy positiva. Siempre utiliza a personas de verdad, tanto si está ilustrando o trabajando con cera. Y si miras a tu alrededor, comprenderás que no podía poner a nadie en una situación realmente agradable. Fíjate en aquel rincón –dijo, todavía con un brillo en la mirada.

A pesar de que la vida la había curtido, Sabrina todavía sentía la fuerza del carisma de Stuart. Los años que había vivido en la tierra de sus antepasados habían teñido su voz grave de un leve acento escocés. Sus rasgos y su hechura, su sola presencia, eran tremendamente masculinos. Incluso la sutil fragancia de su loción resultaba embriagadora.

Sí, Jon Stuart era un hombre peligroso, se dijo Sabrina. Y un perfecto extraño, en realidad, aunque en una ocasión lo hubiera conocido bien… en cierta manera.

–En aquel rincón –prosiguió Stuart–, Luis XVI y María Antonieta se enfrentan a la guillotina, y Juana de Arco está a punto de ser quemada en la hoguera. En el siguiente retablo, Ana Bolena va a reunirse con su verdugo y, un poco más allá, Jack el Destripador está degollando a Mary Kelly –movió la cabeza con irónica tristeza–. Me temo que a Joshua no le cae muy bien Susan Sharp. Fijaos en Mary Kelly.

–Entonces, ¿debería dar gracias por estar en el potro? ¿Porque me torturen durante horas y horas antes de morir? –señaló Sabrina. Jon ladeó ligeramente la cabeza, regocijado.

–En realidad, señorita Holloway, la hermosa rubia del potro es la única víctima que sobrevive de toda esta sala. Se llama Lady Ariana Stuart, y antes de que la estiraran hasta romperla, acusada de un intento de entregar al joven Carlos a las fuerzas de Cromwell cuando su padre, Carlos I, estaba a punto de ser decapitado, su hermano pidió clemencia al joven Carlos en persona, que para entonces ya había vuelto a subir al trono como Carlos II, rey de Inglaterra. Carlos, lujurioso como era, enseguida comprendió que sería un gran desperdicio destruir a una doncella tan exquisita, y ordenó que la sacaran de la cámara de tortura y la condujeran a sus aposentos. Cómo no, siendo tan encantador como era, la hizo su amante. Lady Ariana le dio numerosos hijos ilegítimos y vivió hasta una edad muy avanzada.

–Qué gran consuelo –dijo Sabrina.

–Muy romántico –repuso Brett con desdén–. Apuesto a que te has inventado toda la historia para tranquilizar a Sabrina.

–Os juro que es la pura verdad –les aseguró Jon Stuart.

–Bueno, Joshua se ha ensañado de lo lindo con Susan Sharp –dijo Brett, y rió entre dientes con malicioso placer–. Y es una víctima perfecta para el Destripador. A fin de cuentas, tiene fama de «entretener» a los hombres por lo que ello le pueda reportar –señaló.

–Eso no son más que rumores –murmuró Jon, y se encogió de hombros.

Sabrina apretó los dientes al oír el comentario de mal gusto de Brett y aplaudió en silencio la negativa de Jon de hablar mal de los demás.

–¿A quién utilizó el bueno de Josh como Juana de Arco? –preguntó Brett, imperturbable.

–A mi ayudante, Camy –dijo Jon–. Tengo entendido que es bastante devota, y una excelente trabajadora.

–Qué apropiado –dijo Brett–. Me gusta.

Jon sonrió de oreja a oreja.

–Por ahora, sí.

Brett profirió un gemido.

–¿De modo que hay algo que no me va a gustar?

–Seguramente, no.

–¿Me ha usado a mí?

Jon asintió.

–¿Como quién?

Jon señaló al torturador que estaba a punto de maniobrar el potro al que estaba amarrada la hermosa rubia.

–Si le quitas la barba y el bigote… –sugirió Jon con leve pesar. Brett inspiró con aspereza.

–¡Debería demandarlo!

Sabrina no pudo evitar reír, cosa que irritó aún más a Brett.

–Vamos, Brett, no seas aguafiestas. Sólo te usó como modelo, y con la barba y el bigote, nadie te reconocerá. Y recuerda, se trata de una celebración benéfica. No pierdas el sentido del humor –le sugirió.

–Sí, claro, es muy gracioso. A mí me toca torturar a mi ex esposa. Bueno, ¿y tú? –le preguntó a Jon–. ¿Estás en esta galería de hombres malvados?

Jon arqueó una ceja.

–Sí. Sí, estoy.

–¿Dónde? –inquirió Brett.

–Seguidme.

Brett miró a Sabrina y se encogió de hombros.

–Seguro que ha hecho de modelo de un rey… o de Gandhi.

–No creo que Gandhi encajara muy bien aquí, y no son pocos los reyes que no han brillado por su bondad –le recordó Jon–. Pero no influí en la decisión de Joshua. Él no me dice a mí cómo debo escribir y yo no le digo a él cómo debe esculpir.

Lo siguieron por un pasillo hasta otra sala. Un hombre alto con indumentaria europea del siglo XV se cernía sobre el cuerpo sin vida de una mujer. Ella tenía el rostro vuelto hacia él, de modo que no podían ver sus facciones. El hombre contemplaba a la mujer con una mezcla de furia y confusión en el rostro. Tenía pelo largo de color castaño claro, pero no había duda de que se trataba de Jon Stuart.

–¿Quién es? –preguntó Sabrina, confundida.

–No es muy conocido entre los norteamericanos –dijo Jon, mientras contemplaba las figuras con desapego–. Se llamaba Matthew McNamara. Terrateniente McNamara. Era un escocés que mató a tres amantes y a dos esposas.

–¿Cómo? –preguntó Brett–. No veo ningún arma.

–Las estranguló –dijo Jon sin rodeos.

–¿Cómo consiguió cometer tantos asesinatos sin que lo prendieran? –preguntó Sabrina.

–Nunca fue juzgado. Era tan poderoso entre los de su clan que se le atribuía el derecho a ejecutar a sus mujeres rebeldes –dijo Jon. Desvió la vista de las figuras para volver a mirarla, y Sabrina advirtió que sus ojos se habían vuelto oscuros y fríos. Experimentó un ligero estremecimiento mientras él desplegaba una lenta sonrisa. ¿Se estaría burlando de ella? ¿De sí mismo? Tenía miedo.

Y algo mucho peor.

Se sentía como una polilla atraída por la llama. Ni el tiempo ni la distancia habían borrado lo ocurrido. El hecho de que Jon Stuart fuese prácticamente un extraño no significaba nada. Experimentaba la misma fascinación intensa e inmediata que había sentido al conocerlo, hacía más de tres años y medio.

Y no lo había visto desde entonces.

–¿Quién hace de esposa? –preguntó Brett. Entonces, como si de repente imaginara que la respuesta podía no resultar agradable, siguió hablando–. Joshua Valine es bueno. Muy bueno, detallista.

–Relájate, Brett. No es Cassie –dijo Jon, y una irónica sonrisa curvó sus labios–. Se trata de Dianne Dorsey. Puedes verle la cara si miras la escena desde el otro lado.

–Dianne… Sí, claro. Pensé en Cassie por la melena negra, pero Dianne también es morena… –murmuró Brett, y carraspeó. Miró a Jon con nerviosismo.

–Cassie está allí, Brett –dijo Jon, y señaló una figura que rezaba ante una ventana con parteluz–. Joshua la utilizó como modelo para María Estuardo, reina de Escocia, en la mañana del día de su ejecución.

–Sí, no hay duda de que es Cassandra –dijo Brett, y la miró fijamente durante un largo momento. Volvió a posar los ojos en Jon–. ¿No te… molesta?

–Todas las figuras me molestan… son tan reales –reconoció Jon–. Pero Josh es un artista, y así es como trabaja. Además, creo que Cassie representa bien a María Estuardo.

–Las víctimas son todas mujeres –comentó Sabrina. Jon sonrió.

–Bueno, según cuenta la historia, ha habido muchos hombres crueles. Pero también tenemos a algunas mujeres sanguinarias –les indicó el extremo opuesto de la sala–. Allí tenéis a la Condesa Bathory, la húngara. Se dice que sacrificó a cientos de jóvenes mujeres para poder bañarse en su sangre y así conservar su belleza y juventud. La modelo es V.J. Newfield, como podréis observar.

–¡Eso te costará caro! –le previno Brett. Jon rió.

–A V.J. le encantará. Además, al parecer, la condesa era muy hermosa, aunque estuviera sedienta de sangre –señaló otro cuadro de figuras–. Allí tenéis a Lady Emily Watson, que asesinó a diez maridos para quedarse con sus posesiones. Como veréis, intentamos que la cámara de los horrores sea igualitaria.

–¿Quién hace de Lady Emily? –preguntó Brett.

–Anna Lee Zane. Y su víctima es Thayer Newby.

Brett rió.

–Thayer, ahogado por una mujer. Le va a encantar.

Jon se encogió de hombros.

–Allí está Reggie Hampton, haciendo de la reina Isabel I y firmando la orden de ejecución de María Estuardo.

–¿Quiénes son los demás? –preguntó Sabrina, y señaló el resto de los retablos que se perdían en las sombras del sótano del castillo.