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Mariana Graciano

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"Ya el dedo del título del libro de Mariana Graciano nos instala en un linaje errante y atravesado por el movimiento y la pérdida. No es un secreto que, tanto en la literatura como en la vida, toda posesión se apoya en algo perdido. En este sentido, O ar no es una excepción. Como una exploradora que desembarca en un mundo ignoto, la narradora ve y huele, oye y toca las memorias familiares como la única brújula posible para orientarse a través de un destino de sucesivos desplazamientos, pérdidas y migraciones. Parece casi natural que estas memorias del aire o del viento —símbolo milenario del espíritu o del inicio de la vida— estén ligadas a los relatos de una genealogía de mujeres que atraviesan el tiempo y los océanos. Al entrelazar sus memorias con las de las mujeres de la familia, O ar recompone de manera frágil y temporaria algo que se asemeja a una plenitud que apenas alcanzamos a vislumbrar en la breve fulguración de cada fragmento. Las palabras de Mariana Graciano dibujan en la página el gesto de cavar. Un movimiento que es funerario —se cavan fosas para enterrar a los muertos— pero también liberador: se cava en el lenguaje para encontrar una salida, para dar un salto, para llenarse de aire y luz y flotar como las linternas chinas" (Denise León).

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O ar

Mariana Graciano

NARRATIVAS

Graciano, Mariana

O ar / Mariana Graciano. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8924-71-7

1. Narrativa. 2. Literatura Contemporánea. I. Título.

CDD A863

© 2022, Mariana Graciano

Primera edición, diciembre 2022

Ilustración de cubiertaMicaela Graciano

Edición Cynthia Edul

Diseño y diagramaciónLara Melamet

Corrección Martín Vittón y Lucía Bohorquez

Conversión a formato digital Libresque

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

A todas ellas.

«Out of such moments of detachment comes the narrative tale we tell of our lives.»

VIVIAN GORNICK

 

 

 

 

«Co son da gaitiña, / co son da pandeira, / che pido que cantes, / rapaza morena.»

ROSALÍA DE CASTRO

1

Mariana, esta historia que te cuento la sé porque me la acuerdo de cuando era chica. A los 8 años yo tenía una maestra particular y había aprendido a leer y a escribir. Por eso en casa le contestaba las cartas que venían de España a mi mamá. Ella me dictaba, no sabía escribir.

Te voy a contar cómo llegaron mis padres y mi abuelo a Argentina.

Un día mi abuelo reunió a sus tres hijos y a su esposa, o sea mi abuela. Eran un varón y dos mujeres: Manuel, Elena e Isolina (mi mamá era la hija mayor, Isolina). Y les dijo que se venía a América, porque ellos acostumbraban a decir así, en vez de decir Argentina: “Voy a buscar trabajo y después los llamo a ustedes”. Isolina, o sea mi mamá, le dijo: “Yo voy con usted, papá”. Y se vinieron los dos. Su mamá, Manuel y Elena se quedaron.

No sé por qué vinieron a Rosario en vez de Buenos Aires, fueron a parar a un hotel cerca del puerto, ellos lo llamaban “fonda”. Comían y dormían ahí. Isolina ayudaba en la cocina y el abuelo era afilador de cuchillos y tijeras. Con el tiempo se compró la rueda —la llamaban así— y se iba a los pueblos de alrededor —a Gálvez, Las Rosas, Pérez— a afilar.

2

En España vino la guerra y Manuel, mi tío, tuvo que ir. Estuvo muy grave, pero pudo recuperarse a pesar de que tenía dos balas. Estaban en un lugar que no se podían sacar, pero no le molestaban para hacer una vida normal. Después falleció la mamá (mi abuela materna). Manuel se casó y formó su familia allá en Orense. Con su esposa tuvieron cinco hijos varones.

Recién a los 75 años Manuel pudo venir a visitarnos. No sé si te acordás porque vos eras chiquita. Hay algunas fotos. Su hermana, mi tía Elena, quedó sola en España por varios años, pero de grande, mi mamá la trajo a vivir con nosotros.

Hubo unos años en que las cartas no les llegaban o si llegaban, se las abrían.

Encabezado

Brooklyn, 5 de junio 2018

 

Esta historia que te cuento, Nia, es para que conozcas a tu abuelo y, a través de él, a tu bisabuela (la Lela) y a tu tatarabuela (Isolina). Te escribo esta carta con la idea de que la leas cuando tengas la edad que tengo yo ahora, 35. Empiezo a escribírtela en este momento, cuando apenas tenés dos meses de vida porque todo está muy fresco y porque tenemos estos meses de pausa las dos juntas, un tiempo fuera del tiempo, en la casa. Y hay tanto que necesito procesar.

Tu hermano, Camilo, está en el jardín, a dos cuadras de acá; tu papá en su trabajo, y vos dormís a mi lado, en tu cuna, mientras yo te miro y escribo. Tu compañía es una invitación a detenerme, a observar y cuidar, a estar presente. Tus necesidades requieren de toda mi atención, de mi cuerpo, de mi presencia. Y para eso, a veces necesito también volver atrás, recordar, para entender mejor dónde estamos, quiénes somos, aquí y ahora.

Hace dos años, me hice madre y quedé huérfana casi al mismo tiempo. Nació tu hermano en esta ciudad, mi primer hijo, y cinco meses después falleció mi papá, en Argentina. Él, que había sido fumador compulsivo la mayor parte de su vida, padecía epoc (enfermedad pulmonar obstructiva crónica) y al final, también cáncer de pulmón. Se quedó sin aire, no tenía suficiente oxígeno en los pulmones.

Desde entonces —pero también desde siempre— me refugio en mi abuela, la Lela. Nos escribimos, nos llamamos por teléfono. Necesito que ella me cuente sobre su maternidad, cómo fue ser madre de mi padre y él como hijo, quién fue ella como hija, antes de ser mi abuela. Ella, a su vez, necesita contarme sobre su mamá, sobre sus abuelos y cómo fue que llegaron a América desde Europa, a Rosario desde Galicia.

Esta historia te la cuento, Nia, porque sos parte de ella, de esta conversación, de este trílogo. Necesito que sepas quién fue tu abuelo, que lo conozcas, porque no llegaste a conocer sus abrazos, sus manos pesadas, sus cachetes rasposos cuando no se afeitaba, su pelo negro, gris, blanco, su cabeza calva al final. Te lo cuento, me lo cuento, necesito ordenarlo, necesito que se lo aprendan, que se lo apropien, vos y tu hermano. Esta tarea arqueológica que emprendo es entre mujeres porque estoy aprendiendo a ser tu mamá, a ser hija sin padre, a ser nieta, a ser mujer que escribe. Es también darle voz y escucharlas a ellas, que fueron silenciadas, excluidas de la vida pública, de la política, por generaciones, desde siempre. Aunque desde siempre fueron también la fuerza creativa, la materia, la mater.

Claro que hay cosas que no sé y muchos huecos en esta historia, cosas que no llegamos a hablar. Esto que te escribo nace también de esa bronca, la bronca de que ustedes se pierdan de jugar con su abuelo, la bronca de que él no pueda reírse con ustedes. A falta de experiencia física compartida con él, vienen las recordadas, las escuchadas, las prestadas, las aprendidas de memoria. Esta historia que te cuento, Nia, es una historia de impotencia, es una historia que intenta transformar la impotencia en otra cosa. Un intercambio, un texto, una trama.

Por eso traigo hechos pasados al presente, aquí y ahora, los recreo en la palabra escrita, leída, pronunciada como una invocación para que no se pierda nada, para que no nos sintamos solas, porque no lo estamos, nunca lo estuvimos, Nia. Te quedará esta carta como un recordatorio, un souvenir de todos estos viajes. Esta es una historia de amor, hija, porque desde tus tatarabuelos hasta esta parte, toda esta familia fue concebida con muchísimo amor. Y eso es lo único importante y lo único que permanece, se transmite, se contagia, se propaga.

3

Esta historia que te cuento en la hoja de atrás la sé porque tenía ocho o nueve años más o menos. Iba a la maestra particular y le contestaba las cartas a mi mamá. Ella me iba dictando lo que tenía que escribir, después la maestra me ayudaba. Decía más o menos así: “Querida mamá y hermanos, espero que al llegar esta carta a sus manos os encuentre bien de salud. Nosotros, bien por el momento, gracias a Dios”.

Por eso a la familia de España —ahora quedan mis primos, o sea los hijos de Manuel— le escribo desde los ocho años hasta ahora que tengo 85. Le mando tarjetas para fin de año y nos comunicamos por teléfono. Nos tomamos mucho cariño sin conocernos, es mutuo, y sólo por las cartas.

Guerra

Hasta donde me alcanza la memoria, cada generación de nuestra familia fue arrastrada y arrasada por una guerra. En España, las hambrunas que siguieron a la Primera Guerra Mundial y la dictadura de Primo de Rivera empujaron a mis bisabuelxs a subirse a un barco con destino a América. Con el estallido de la Guerra Civil y la extrema pobreza de acá y de allá, ni mi bisabuelo Francisco ni mi bisabuela Isolina pudieron volver a sus pueblos. Pienso en Isolina subiéndose a un barco a los 15 años, separándose de su mamá, su hermana y su hermano a quienes ya nunca más volvería a ver. Como inmigrante, ese exilio forzado me resulta desgarrador, puedo sentirlo en las tripas.

Mi papá nació en 1951 en Rosario, Argentina; hacia el final de la primera presidencia de Juan Domingo Perón. Ese mismo año Evita renunciaba a ser candidata a vicepresidenta, un cargo que millones de personas le pidieron que asumiera. La fórmula buscada para las elecciones del 51 era nada menos que Perón-Perón. Ese año las mujeres votarían por primera vez en Argentina. Por eso el Partido Peronista Femenino y centenares de agrupaciones políticas se reunieron en Buenos Aires frente al Ministerio de Obras Públicas, sobre la Avenida 9 de julio, esperando el anuncio. Eva renunció a la candidatura porque estaba ya muy enferma, al año siguiente murió. Aunque Perón tuvo una segunda presidencia, la infancia y la adolescencia de mi papá estarían marcadas por los golpes de Estado. Las Fuerzas Armadas gobernaron con extrema violencia el país intermitentemente hasta 1983.

Yo nací el año anterior, al final de la Guerra de Malvinas, cuando entrábamos en la llamada “transición democrática”. Fui concebida en guerra: la interna, la secreta, el terrorismo de Estado, y la externa contra un ejército extranjero. Mi adolescencia, mi etapa de formación política, estuvo marcada por aprender y tratar de entender qué nos había pasado. Las interrogantes que surgieron entonces continuaron presentes en la vida adulta: ¿qué legados había dejado la dictadura en la sociedad argentina, en mi generación, en mí? ¿Qué de toda esa violencia pasaría a las siguientes generaciones, a la tuya?

Desde el comienzo, desde siempre, mi subjetividad, mis emociones y mi manera de pensar estuvieron imbricadas con los procesos colectivos que vivimos y por eso tampoco puedo desligarme ahora. Ahora que vivo en otro país, ahora que también yo me hice madre en una tierra extraña. “It takes a village”, dicen acá. Se necesita de toda la comunidad para criar un bebé. Soy una subjetividad que fue carne en el cuerpo de mi madre, llevo conmigo también a mis abuelas y vos, Nia, nos llevas a nosotras.

Nadie se muere de esto

Cuando era chica, a los seis años más o menos, me diagnosticaron rinitis alérgica. El doctor, mi pediatra y médico de cabecera de toda la familia, se llamaba doctor Salvá. No sé si su apellido se escribirá así, si llevará o no el acento, así lo pronunciábamos. Recién hoy, recordando esa frase con la que intentó —imagino— tranquilizar a mi mamá después de diagnosticarme, pienso en lo tremendo de su apellido, en el mandamiento que legó junto con el nombre familiar: doctor Salvá.

Lo que aquel médico había descubierto —y que yo hoy recuerdo— es que respiro por una sola fosa nasal. No es que una esté siempre tapada y la otra no. Esa era la preocupación de mi mamá. Aparentemente, cuando una fosa nasal está tapada todo el tiempo, puede deberse a “vegetaciones”. Había un cantante famoso cuando era chica al que habían tenido que operar de eso, su voz siempre había sido muy nasal, como congestionado. En aquel momento la sola idea de tener “vegetaciones” adentro de la nariz me retorcía de asco.

Siempre respiré muy mal como si estuviera constantemente congestionada. De chica no me cuestionaba por qué ni cómo podría aliviar mi rinitis. Cuando tenía 12, el dentista le advirtió a mi mamá que necesitaba ponerme aparatos —hacer un tratamiento de ortodoncia— y que debía ir a una fonoaudióloga porque era evidente que respiraba por la boca mientras dormía. Por unos meses usé los aparatos removibles y cumplí con los tediosos ejercicios que me daba la fonoaudióloga —morder con los labios una hoja o sostener un lápiz entre la nariz y la boca haciendo pico de pato—, pero no notamos ningún cambio y terminé renunciando a ambos. En ningún momento se me ocurrió conectar el amontonamiento de mis dientes y mi sobremordida con mi mala respiración. Era algo que daba por hecho, algo en lo que yo no tenía injerencia, que no tenía solución.

Recién alrededor de los 20, cuando comencé a practicar yoga, empecé a prestarle más atención a mi respiración y a los efectos que causaba en mi cuerpo y en mi mente, aunque con poca constancia. Por eso cuando Salvá dijo: “Rinitis alérgica, se le tapa una fosa nasal de un lado u otro, depende del día”, y agregó: “Yo tengo lo mismo, nadie se muere de eso”, yo exhalé con alivio. O, como diría la Lela, me di por servida.

4

Lo que no me olvido nunca es —lo tengo grabado en mi mente— cuando llegó la hermana de mi mamá, o sea mi tía Elena. La fuimos a buscar con mi abuelo a Buenos Aires, los dos solos. Yo tendría 12 años. Un barco inmenso… y ella fue la última que llamaron, ya creía que no había ido nadie a buscarla. Antes, para venir de España para acá demoraban treinta o cuarenta días.

Mi mamá no pudo ir a buscarla (a su hermana) porque Mercedes era chica y estaba muy enferma. En mi familia ya éramos cuatro: mis padres (Isolina y Francisco), Mercedes y yo, Candela. Después vino Luis, más adelante. Entonces, la Mercedes estaba muy enferma. En ese tiempo se decía “bronconeumonía”, ahora es neumonía, antes era bronconeumonía. Estaba mal, mal. Por eso mi mamá no podía irse. El abuelo, entonces, me dijo: “¿Tú te animas?”. Sí, sí me animé. Me fui con mi abuelo, los dos solos, a buscarla a mi tía.

Me acuerdo perfectamente de todo el puerto de Buenos Aires. El salón donde ella estaba. Pobre, como fue la última que llamaron, ya se creía que no había familia. Cuando llegamos a la estación de Rosario estaban los vecinos del barrio. Los vecinos de antes, qué lindo que era… A la vuelta de la plaza donde las llevaba a ustedes, ahí estaba la estación. Ahí mismo había tres o cuatro vecinos esperándonos cuando llegamos; vecinos de allá, de la casa de la calle Montevideo. Estaban esperándonos, esperando a la tía, a la hermana de doña Isolina, como ellos le decían. A mi mamá la querían mucho.

Isolina González Pérez, María Candela —La Lela—y Francisco Núñez. Rosario, 1931.

El miedo y el ancla

En esta tarea arqueológica, Nia, en este trabajo con los restos materiales que nos quedan, excavo en mi memoria para reconstruir sus cuerpos. El primer recuerdo con mi papá está sucio de arena. Mi primer recuerdo con él, con tu abuelo Miguel, es en la playa, en Mar del Plata. Yo tenía 4 años y era mi primera vez frente al mar. Él me llevó de la mano desde la carpa —donde el estruendo de las olas no se oía y el mar era apenas un espejo de fondo, lejos— hasta la orilla. Me dio tanto miedo el ruido, el viento, la espuma. El mar era un animal furioso que gruñía. Fue tanta la ansiedad que me puse a llorar y apreté las piernas de mi papá que se reía y quería convencerme de meterme en el agua. Mis gritos se confundían con toda esa bulla. La sal que traía el viento se metía en mi garganta entre sollozo y sollozo y se mezclaba con las lágrimas que me tragaba. Mi viejo —tu abuelo— se reía, intentaba soltarme la mano y me empujaba un poquito como queriendo darme coraje, pero no funcionaba. Me ponía peor, quería que me hiciera upa, que me abrazara, que no me soltara. Tu hermano, que ahora mismo tiene 18 meses, me agarra así cuando algo lo asusta, cuando escucha un ruido fuerte, un golpe en la puerta. Viene rápido, se abraza a una de mis piernas y aprieta fuerte.

Después de esas vacaciones, no pudimos volver a la Costa atlántica por varios años. Hiperinflación y crisis económicas mediante, volvimos a Mar del Plata cuando yo tenía 9 o 10. Entonces me acostumbré o, mejor dicho, aprendí a meterme en el mar y a saltar olas de la mano de mi viejo. Me agarraba de sus dedos como una garrapata, su brazo era mi cabo de rescate, una continuación de su cuerpo pesado hundido en la arena, oscilando apenas en el agua, mientras el mío volaba. Ingrávida, saltaba las olas sin tocar el fondo. Mis brazos aleteaban queriendo levantar vuelo entre la espuma.

5

Mariana, repetí todo, no sé ni yo por qué, espero puedas entender.

La tía Elena llegó a Buenos Aires un 17 de agosto. La estación se llamaba Rosario Oeste, está a unas 50 cuadras de mi casa. Mi mamá no tenía familiares acá, pero antes los vecinos eran muy unidos. Al lado de mi casa había un matrimonio, los dos italianos. Cuando había un enfermo se ayudaban mucho, como si todos fuéramos de la misma familia.

6

Te cuento algo de mi papá. Se vino de España solo. Su mamá había fallecido, el padre se había vuelto a casar y no se llevaban bien. Se enojó con la madrastra y se fue al puerto. Justo había un barco que venía a América. Habló con los marineros y se vino de polizón. Los marineros le llevaban la comida a escondidas. Estuvo así, como 30 o 40 días para llegar. A mi papá no lo esperaba nadie en Buenos Aires. Buscó trabajo y se vino a Rosario. Fue a parar a una “fonda” —así decían, lo que llamamos “hotel”, ellos decían así—. Estaba cerca del puerto y allá consiguió trabajo.

La casualidad fue que mi abuelo y mi mamá paraban ahí también. Así fue que se conocieron. Hasta que un día mi papá habló con mi abuelo, le dijo que se quería casar con mi mamá. Y mi abuelo le dijo que estaba de acuerdo. Al poco tiempo se casaron y mi abuelo se fue a vivir con mis padres. Una sola habitación y una cocina.

Mi mamá quedó embarazada. Nací yo, María Candela. Primero fuimos dos mujeres. Yo tenía 5 años cuando nació Mercedes, que ya no está. Y cuando tenía 15, nació José Luis, fue la alegría de la familia.

La Lela en su primera comunión. Rosario, 1942.

7

Cuando yo era chica, vivíamos en un conventillo, así le decían. Había ocho habitaciones, cada una con una familia; una cocina y un baño para todos. Una pileta para lavar la ropa, había que esperar turno para usarla. Mi abuelo, cuando estaba, dormía también con mi mamá y mi papá. Como él se iba a afilar con la ruedita en la bicicleta a los pueblitos de acá cerca, en la semana no estaba. Venía sólo los fines de semana. Después, con los años, mi papá compró un terreno y pudimos hacer la casa en Barrio Echesortu. Primero, puso una casilla, una habitación, cocina y baño. Más adelante pudo hacer otra habitación. Entonces el abuelo dormía con nosotras, con mi hermana y conmigo, aunque no teníamos piso.

Hacia 1920