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Padres Apostólicos es un concepto tradicional aplicado a los primeros escritos patrísticos de aquellos autores que tradicionalmente se cree que fueron discípulos directos de los apóstoles o mantuvieron con ellos una estrecha relación. Sus escritos establecen un puente entre los escritos de los apóstoles que tenemos en el Nuevo Testamento y los de los grandes apologistas cristianos de los siglos III y IV. Constituyen, por tanto, un verdadero tesoro que nos transmite de forma directa el pensamiento y las costumbres de la Iglesia Primitiva en su interpretación de las enseñanzas del Señor. Los escritos considerados como de los Padres Apostólicos, todos ellos incluidos en el presente volumen de la colección PATRÍSTICA, son los siguientes: I La Didaché o Enseñanza de los Apóstoles, un compendio de moral cristiana y manual de instrucciones sobre los ministerios y formas de culto de la Iglesia primitiva. II y III Las dos Cartas de Clemente a los Corintios; y las siete Cartas de Ignacio Mártir, advirtiendo a las iglesias contra falsas doctrinas. IV La Carta de Policarpo, que recibió la enseñanza por los propios apóstoles y su correspondiente martirio. V La Carta de Bernabé, un tratado del "conocimiento perfecto" que debe acompañar a la fe. VI La Carta a Diogneto, un discurso apologético sobre la fe cristiana considerado como la perla de la literatura de la Iglesia primitiva. VII Los Fragmentos de Papías o Explicación de las sentencias del Señor, tratando de poner orden las verdades del Evangelio verdadero ante la proliferación desordenada de otros "evangelios" apócrifos, escritos por los gnósticos. Y finalmente: VIII El Pastor de Hermas, otro documento importantísimo por su naturaleza didáctica. Esta redactado como una alegoría en la que el Maestro divino comunica a Hermas los preceptos y lecciones que han de ser transmitidas para instrucción de la Iglesia. Muy pronto se convirtió en un texto que los cristianos de la antigüedad tenían en gran estima y utilizaban como "libros de formación o catecismo" en la preparar de los nuevos convertidos para el bautismo.
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OBRAS escogidas
LOS PADRES
APOSTÓLICOS
∙ Didaché ∙
∙ Cartas de Clemente ∙
∙ Cartas de Ignacio Márti ∙
∙ Carta y Martirio de Policarpo ∙
∙ Carta de Bernabé ∙
∙ Carta de Diogneto ∙
∙ Fragmentos de Papías ∙
∙ Pastor de Hermas ∙
COMPILADO POR:
ALFONSO ROPERO
Editorial CLIE
C/ Ferrocarril, 8
08232 VILADECAVALLS(Barcelona) ESPAÑA
E-mail: [email protected]
http://www.clie.es
Editado por: Alfonso Ropero Berzosa
«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917 021 970 / 932 720 447)».
© 2018 por Editorial CLIE
OBRAS ESCOGIDAS DE LOS PADRES APOSTÓLICOS
ISBN: 978-84-945561-8-0
eISBN: 9788416845125
Clasifíquese:
Teología cristiana - Historia
Prólogo a la Colección GRANDES AUTORES DE LA FE
INTRODUCCIÓN: LOS PADRES APOSTÓLICOS, UN PRIMER ESLABÓN EN LA GRAN CADENA ESPIRITUAL DE LA IGLESIA
El uso del título “Padre”
Los Padres, la Biblia y su interpretación
Los Padres Apostólicos, profecía y carisma
Pobreza doctrinal del siglo II
LA DIDACHÉ o ENSEÑANZA DE LOS APÓSTOLES
a) Autor y fecha de composición
b) Transmisión y manuscritos
1 CARTA DE CLEMENTE A LOS CORINTIOS
a) Autor y fecha de composición
b) Transmisión y manuscritos
2 CARTA DE CLEMENTE A LOS CORINTIOS
a) La predicación más antigua
b) Autor y fecha de composición
CARTAS DE IGNACIO MÁRTIR
a) Autor y fecha de composición
b) Transmisión y manuscritos
CARTA DE POLICARPO
a) Autor y fecha de composición
b) Transmisión y manuscritos
EL MARTIRIO DE POLICARPO
a) Transmisión y manuscritos
CARTA DE BERNABÉ
a) Autor y fecha de composición
b) Transmisión y manuscritos
CARTA A DIOGNETO
a) Autor y fecha de composición
b) Transmisión y manuscritos
FRAGMENTOS DE PAPÍAS
EL PASTOR DE HERMAS
a) Autor y fecha de composición
b) Transmisión y manuscritos
Nota bibliográfica
DIDACHÉ O ENSEÑANZA DE LOS APÓSTOLES
1 Los dos caminos
2 El segundo mandamiento
3 Lo que hay que evitar y lo que hay que cultivar
4 Deberes del creyente
5 El camino de la muerte
6 Rectitud e idolatría
7 El bautismo
8 El ayuno y la oración
9 La Santa Cena
10 Oraciones para después de la Cena
11 Apóstoles y profetas
12 Ayuda al caminante
13 Sustento de profetas y maestros
14 Celebración del día del Señor
15 Elección de obispos y diáconos
16 El fin de los tiempos
PRIMERA CARTA DE CLEMENTE A LOS CORINTIOS
Saludos
Virtudes de la iglesia de Corinto
Prosperidad e ingratitud
Celos y envidia, origen del mal
El martirio de Pedro y Pablo
Mártires romanos bajo Nerón
Llamada al arrepentimiento
Dios quiere que el pecador viva
Obediencia a la voluntad de Dios
El ejemplo de Abraham
El ejemplo de Lot
El ejemplo de Rahab
Exhortación a la humildad
Mansedumbre y benignidad
La humildad de Cristo
La humildad de los profetas y los patriarcas
La humildad de David
La humildad y la obediencia nos hacen mejores
La enseñanza del orden de la creación
El temor a Dios en santidad
La confirmación de la fe en Cristo
Advertencia contra el doble ánimo
Considerando la resurrección
El ave Fénix
El testimonio de la Escritura
Todo está ante la vista de Dios
Nadie puede escapar de Dios
La porción especial de Dios
Guardando el vínculo de la unión
La bendición de Dios
Justificados por la fe
La necesidad de obras de justicia
Partícipes de sus promesas
Ser partícipes de los dones prometidos
Jesucristo, ayudador en nuestras debilidades
La milicia cristiana
Ayudándose unos a otros
Vanidad de la gloria humana
El orden divino
El orden adecuado
El fundamento último del orden pastoral
El ejemplo de Moisés respecto al orden ministerial
El orden apostólico
Los justos nunca han sido despreciados por los santos
Llamamiento a la unidad
El recuerdo del apóstol Pablo
La puerta de la justicia
El amor y los mandamientos
La bienaventuranza del amor
Confesión del pecado
El sacrificio de la confesión
Oración de intercesión
Apartarse por amor del pueblo
Ejemplos de abnegación por los demás
La corrección del Señor
Llamamiento a los sediciosos
Aceptación y arrepentimiento
Súplica de toda la Iglesia
Oración de alabanza
Oración de perdón y auxilio
Oración por los gobernantes
Recapitulación
Recomendaciones
Bendición final
SEGUNDA CARTA DE CLEMENTE
La magnitud de la salvación
El gozo de la salvación
Confesar a Cristo es cumplir su Palabra
Confesión mediante obras
En el mundo sin ser del mundo
La enemistad entre el mundo presente y el de Dios
El combate cristiano
Aprovechando el tiempo presente
Salvos en la carne y juzgados en ella
El castigo y el goce eternos
Advertencia contra la indecisión
La venida del reino de Dios
Los dichos y los hechos
La antigüedad de la Iglesia
La recompensa de ganar un alma
La proximidad del juicio
Conversión y juicio
El sufrimiento presente y la gloria futura
Entrenarse en la piedad, no en el comercio
CARTAS DE IGNACIO CARTA A LOS EFESIOS
Presentación y saludos
Solicitud de los efesios
Expresión de gratitud
Compañerismo y armonía
Unidad con el obispo
Obediencia a los pastores
El obispo representa al Señor
Advertencia sobre los falsos pastores
Vida en el Espíritu
Doctrinas falsas
Actitudes frente a los no cristianos
Los últimos tiempos
Recuerdo del testimonio de Pablo
Concordia y paz
La fe y el amor
Hablar y vivir
Contra los corruptores de la fe
La unción del Señor
Jesucristo, linaje de David y Dios fruto del Espíritu
El misterio de la Encarnación de Dios
Vida nueva en Cristo
Oración y despedida
CARTA A LOS MAGNESIOS
Presentación y saludos
Unión de fe y de amor
Sometidos al obispo y al presbiterio
Dios Padre, obispo universal
Consecuentes con nuestra profesión
La marca de Dios y del mundo
Obispos, presbíteros y diáconos
Nada sin el obispo y los ancianos
Los judaizantes
Los profetas, discípulos de Cristo
La nueva levadura de Cristo
Fundados en la fe
Modestia en Cristo
Llamamiento a la unión
Solicitud de oración
Despedida
CARTA A LOS TRALLANOS
Presentación y saludos
Firmes en la paciencia
Vivir según Jesucristo
Sin ministerio no hay iglesia
Lucha contra la vanagloria
Dones sobrenaturales
Cuidarse del buen alimento
Unidos a los ministros de Dios contra la herejía
La fe como carne y al amor como sangre de Cristo
Advertencia contra los docetas
No somos fantasmas
Ramas de su cruz
Permaneced en concordia y en oración unos con otros
Despedida
CARTA A LOS ROMANOS
Presentación y saludos
Respuesta a la oración
Dispuesto para el sacrificio
El cristianismo es poder
Trigo de Cristo
Atado entre diez leopardos
Imitador de la pasión de Dios
Crucificado al mundo
El gozo de vivir la vida de Dios
Dios como pastor y Cristo como obispo
Despedida
CARTA A LOS FILADELFIOS
Presentación y saludos
Elogio del obispo
Con el pastor frente a los lobos
Las malas hierbas de la herejía
Unidos en la eucaristía
Salvos en la unidad de Jesucristo
Amonestación contra el judaísmo
“Amad la unión, evitad las divisiones”
Dios no reside en la división
Superioridad del Evangelio respecto a la Ley
Buenas noticias de Antioquía
Despedida
CARTA A LOS ESMIRNENSES
Presentación y saludos
Profesión de fe contra el docetismo
Errores docetas
Cristo estaba en la carne después de la resurrección
Cristo, hombre perfecto
“La pasión es nuestra resurrección”
Evitad el engaño
Abstenerse de los herejes
Las divisiones, principio de males
Honrar al obispo y ser honrados por Dios
Expresión de gratitud
Embajada a Antioquía
El grato ministerio de Burro
Despedida
CARTA A POLICARPO
Saludos y consejos
Cura de almas y firmeza
Soportando todas las cosas por amor
Cuidado de las viudas
Nada se haga por jactancia
Luchando juntos
El cristiano da su tiempo a Dios
Últimas recomendaciones
CARTA DE POLICARPO
Saludos y consejos
Salvos por gracia, no por obras
Discípulos de Cristo
Fe, esperanza y amor
Las casadas y las viudas
Diáconos y jóvenes
Los ancianos o presbíteros
Falsas enseñanzas
Imitadores de Cristo
El ejemplo de los mártires
Comportamiento cristiano
La caída de Valente
Mansedumbre frente al enojo
El encargo de Ignacio
Despedida
MARTIRIO DE POLICARPO, OBISPO DE ESMIRNA
Saludos de la iglesia de Esmirna
El sello del martirio
El sufrimiento gozoso de los mártires
Valor de Germánico
No hay que entregarse a uno mismo
La visión de Policarpo
El arresto
Camino del martirio
Testimonio ante el procónsul
Defensa de la fe
Conminado a retractarse
Enemistad de los paganos
En la hoguera
Oración de Policarpo
Como oro y plata en el crisol
La muerte de un maestro apostólico y profético
Diferencia entre los mártires y Cristo
Los huesos de Policarpo
La gloria de Policarpo
Despedida
Fecha del martirio
Apéndice
Otro epílogo al Martyrium, del códice de Moscú
CARTA DE BERNABÉ
1 El conocimiento perfecto
2 Sacrificios espirituales
3 El ayuno agradable al Señor
4 El fin de los tiempos y el Nuevo Pacto
5 Redención por la sangre de Cristo
6 Cristo, roca de salvación
7 Tipos de Jesús en las leyes de sacrificios
8 El simbolismo de la novilla bermeja
9 La verdadera circuncisión
10 Simbolismo de los animales impuros
11 Símbolos del bautismo
12 Tipos de la cruz
13 El pueblo cristiano, heredero del pacto
14 La Nueva Alianza en Jesús
15 La verdadera santificación del sábado
16 El verdadero templo de Dios
Recapitulación
17 El camino de la luz
18 El camino de las tinieblas
19 Las ordenanzas del Señor
CARTA A DIOGNETO
1 Propósito del escrito
2 Refutación de la idolatría, defensa del cristianismo
3 Refutación del culto judío
4 Rechazo de las prácticas judías
5 Descripción de los cristianos
6 Los cristianos, alma del mundo
7 Origen divino del cristianismo
8 La revelación de Dios
9 El plan divino de redención
10 Salvos por Dios para servir al prójimo
11 La enseñanza y la gracia del Verbo
12 El árbol de la vida y del conocimiento
FRAGMENTOS DE PAPÍAS
1 Papías, discípulo de los apóstoles
3 La obra de Papías según Eusebio
Los dos Juanes
El reino milenario de Cristo
Los dos primeros Evangelios
4 La mujer sorprendida en adulterio
5 Testimonio de Felipe Sidetes
6 El martirio de Juan
7 El testimonio de Jerónimo
10 El Apocalipsis
14 Productividad de la tierra durante el Milenio
16 Placeres de comida después de la resurrección
18 Muerte y castigo de Judas
19 El Evangelio de Juan
EL PASTOR DE HERMAS
VISIONES
1 Pecado de pensamiento
Tristeza de Hermas
2 Pecados de los hijos y llamada al arrepentimiento
Consejos a Hermas
Revelación sobre la Iglesia
3 La gloria de los mártires
La construcción de la torre
Simbolismo de las piedras
Las siete virtudes
Llamamiento a los hijos de la Iglesia
Las tres formas de la anciana
4 La gran bestia de cuatro colores
Significado de la visión
5 Aparición del Pastor
MANDAMIENTOS
1 Fe y temor de Dios
2 Contra calumnia
Generosidad
3 Contra la mentira
4 La castidad
El arrepentimiento
El pecado después del bautismo
Segundas nupcias
5 La paciencia
6 Confianza en el camino llano
Los dos ángeles del hombre
7 Temor de Dios
8 La templanza
9 Contra la indecisión
10 Contra la tristeza
11 Contra los falsos profetas
12 Contra el mal deseo
Poder para guardar los mandamientos
Victoria sobre el diablo
SIMILITUDES
1 La verdadera ciudad del cristiano
2 El olmo y la vid
3 Los árboles secos
4 Árboles en flor
5 El ayuno agradable a Dios
Parábola del esclavo y la viña
Interpretación de la parábola
El Hijo de Dios, siervo y Señor
Pureza de la carne por el Espíritu
6 Los dos pastores
La indulgencia y el engaño
El ángel del castigo
Autoindulgencia y tormento
7 La aflicción en la casa de Hermas
8 El gran sauce
Las varas secas y las verdes
Las coronas
El juicio de las varas
Arrepentimiento y salvación
9 Visión de los montes de Arcadia
Visión de la roca, la puerta y las vírgenes
Visión de la construcción de la torre
El Señor inspecciona la obra
Remodelación de las piedras
Limpieza de la torre
La noche entre las vírgenes
Significado de la roca
La torre y las vírgenes
Tiempo para arrepentirse
El nombre de las vírgenes y las mujeres vestidas de negro
Simbolismo de las montañas
Simbolismo de las piedras
10 Exhortación al testimonio del Evangelio
Índice de Conceptos Teológicos
Títulos de la colección Patrística
A la Iglesia del siglo XXI se le plantea un reto complejo y difícil: compaginar la inmutabilidad de su mensaje, sus raíces históricas y su proyección de futuro con las tendencias contemporáneas, las nuevas tecnologías y el relativismo del pensamiento actual. El hombre postmoderno presenta unas carencias morales y espirituales concretas que a la Iglesia corresponde llenar. No es casualidad que, en los inicios del tercer milenio, uno de los mayores best-sellers a nivel mundial, escrito por el filósofo neoyorquino Lou Marinoff, tenga un título tan significativo como Más Platón y menos Prozac; esto debería decirnos algo...
Si queremos que nuestro mensaje cristiano impacte en el entorno social del siglo XXI, necesitamos construir un puente entre los dos milenios que la turbulenta historia del pensamiento cristiano abarca. Urge recuperar las raíces históricas de nuestra fe y exponerlas en el entorno actual como garantía de un futuro esperanzador.
“La Iglesia cristiana –afirma el teólogo José Grau en su prólogo al libro Historia, fe y Dios– siempre ha fomentado y protegido su herencia histórica; porque ha encontrado en ella su más importante aliado, el apoyo científico a la autenticidad de su mensaje”. Un solo documento del siglo II que haga referencia a los orígenes del cristianismo tiene más valor que cien mil páginas de apologética escritas en el siglo XXI. Un fragmento del Evangelio de Mateo garabateado sobre un pedacito de papiro da más credibilidad a la Escritura que todos los comentarios publicados a lo largo de los últimos cien años. Nuestra herencia histórica es fundamental a la hora de apoyar la credibilidad de la fe que predicamos y demostrar su impacto positivo en la sociedad.
Sucede, sin embargo –y es muy de lamentar– que en algunos círculos evangélicos parece como si el valioso patrimonio que la Iglesia cristiana tiene en su historia haya quedado en el olvido o incluso sea visto con cierto rechazo. Y con este falso concepto en mente, algunos tienden a prescindir de la herencia histórica común y, dando un “salto acrobático”, se obstinan en querer demostrar un vínculo directo entre su grupo, iglesia o denominación y la Iglesia de los apóstoles…
¡Como si la actividad de Dios en este mundo, la obra del Espíritu Santo, se hubiera paralizado tras la muerte del último apóstol, hubiera permanecido inactiva durante casi dos mil años y regresara ahora con su grupo! Al contrario, el Espíritu de Dios, que obró poderosamente en el nacimiento de la Iglesia, ha continuado haciéndolo desde entonces, ininterrumpidamente, a través de grandes hombres de fe que mantuvieron siempre en alto, encendida y activa, la antorcha de la Luz verdadera.
Quienes deliberadamente hacen caso omiso a todo lo acaecido en la comunidad cristiana a lo largo de casi veinte siglos pasan por alto un hecho lógico y de sentido común: que si la Iglesia parte de Jesucristo como personaje histórico, ha de ser forzosamente, en sí misma, un organismo histórico. Iglesia e Historia van, pues, juntas y son inseparables por su propio carácter.
En definitiva, cualquier grupo religioso que se aferra a la idea de que entronca directamente con la Iglesia apostólica y no forma parte de la historia de la Iglesia, en vez de favorecer la imagen de su iglesia en particular ante la sociedad secular, y la imagen de la verdadera Iglesia en general, lo que hace es perjudicarla, pues toda colectividad que pierde sus raíces está en trance de perder su identidad y de ser considerada como una secta.
Nuestro deber como cristianos es, por tanto, asumir nuestra identidad histórica consciente y responsablemente. Sólo en la medida en que seamos capaces de asumir y establecer nuestra identidad histórica común, seremos capaces de progresar en el camino de una mayor unidad y cooperación entre las distintas iglesias, denominaciones y grupos de creyentes. Es preciso evitar la mutua descalificación de unos para con otros que tanto perjudica a la cohesión del Cuerpo de Cristo y el testimonio del Evangelio ante el mundo. Para ello, necesitamos conocer y valorar lo que fueron, hicieron y escribieron nuestros antepasados en la fe; descubrir la riqueza de nuestras fuentes comunes y beber en ellas, tanto en lo que respecta a doctrina cristiana como en el seguimiento práctico de Cristo.
La colección GRANDES AUTORES DE LA FE nace como un intento para suplir esta necesidad. Pone al alcance de los cristianos del siglo XXI, en poco más de 170 volúmenes –uno para cada autor–, lo mejor de la herencia histórica escrita del pensamiento cristiano desde mediados del siglo I hasta mediados del siglo XX.
La tarea no ha sido sencilla. Una de las dificultades que hemos enfrentado al poner en marcha el proyecto es que la mayor parte de las obras escritas por los grandes autores cristianos son obras extensas y densas, poco digeribles en el entorno actual del hombre postmoderno, corto de tiempo, poco dado a la reflexión filosófica y acostumbrado a la asimilación de conocimientos con un mínimo esfuerzo. Conscientes de esta realidad, hemos dispuesto los textos de manera innovadora para que, además de resultar asequibles, cumplan tres funciones prácticas:
1. Lectura rápida. Dos columnas paralelas al texto completo hacen posible que todos aquellos que no disponen de tiempo suficiente puedan, cuanto menos, conocer al autor, hacerse una idea clara de su línea de pensamiento y leer un resumen de sus mejores frases en pocos minutos.
2. Textos completos. El cuerpo central del libro incluye una versión del texto completo de cada autor, en un lenguaje actualizado, pero con absoluta fidelidad al original. Ello da acceso a la lectura seria y a la investigación profunda.
3. Índice de conceptos teológicos. Un completo índice temático de conceptos teológicos permite consultar con facilidad lo que cada autor opinaba sobre las principales cuestiones de la fe.
Nuestra oración es que el arduo esfuerzo realizado en la recopilación y publicación de estos tesoros de nuestra herencia histórica, teológica y espiritual se transforme, por la acción del Espíritu Santo, en un alimento sólido que contribuya a la madurez del discípulo de Cristo; que la colección GRANDES AUTORES DE LA FE constituya un instrumento útil para la formación teológica, la pastoral y el crecimiento de la Iglesia.
Editorial CLIE
Eliseo Vila
Presidente
El título honorífico de “Padre” obedece a ideas tomadas de la vida común y de la cultura religiosa de la época. El padre es el progenitor de la familia, el cabeza a quien compete la preocupación por ella, y su dirección. Durante un tiempo, perceptible en el Antiguo Testamento, el padre hizo de sacerdote del culto doméstico, representante de Dios en la familia. Los patriarcas, por su parte, son los padres de la nación y los depositarios de la promesa, garantes del pacto con Dios. “Socorrió a Israel su siervo, acordándose de la misericordia, de la cual habló a nuestros padres, para con Abraham y su descendencia para siempre” (Lc. 1:54, 55).
Del uso familiar, el nombre padre pasó a significar, por analogía, padre en sentido figurado, “padre espiritual” (pater pneumatikos). Así vemos a Pablo llamarse padre de los corintios, a quienes engendró por el evangelio (1ª Co. 4:14-15). Padre espiritual viene a identificar al que educa, enseña y proclama el evangelio, así como al que preside la comunidad. Hasta el siglo IV el título de padre se aplica exclusivamente a los obispos. A partir del siglo V se confiere también a los presbíteros o sacerdotes y a los diáconos. También los superiores de los monasterios son llamados padres, en acepción directa del título arameo, utilizado por Cristo para referirse a Dios: Abba, abad.
Pero aquí surge un conflicto de conciencia a los que han aprendido de labios de Cristo aquello que dice: “No llaméis padre a nadie en la tierra, porque uno es vuestro Padre, que está en el cielo” (Mt. 23:9).
Ya Jerónimo advirtió que era una contradicción irreverente utilizar un título divino aplicado a un ser humano. “Siendo así que abba en lengua hebrea y siríaco significa ´padre´, y nuestro Señor en el Evangelio ordena que a nadie debe llamarse ´padre´ más que a Dios, no sé con qué licencia en los monasterios llamamos a otros o nos dejamos llamar nosotros mismos con este nombre” (San Jerónimo, In Ep. ad Galatas 2). Pacomio, por su parte, dice: “Jamás pensé que yo era el padre de los hermanos, pues sólo Dios es padre” (Vita Graeca prima 105). Sin embargo, el título siguió utilizándose, justificando su uso como una manera de rendir homenaje a la única y ejemplar paternidad de Dios, de quien deriva toda paternidad humana. El apóstol Pablo se considera a sí mismo un padre espiritual, no sólo respecto a los corintios, sino a individuos concretos como Onésimo y Timoteo: “Te ruego por mi hijo Onésimo, que he engendrado en mis prisiones” (Fil. 1:10). “Timoteo, verdadero hijo en la fe” (1ª Ti. 1:2). Y ocurre que así como hay que ser “imitadores de Dios” (Ef. 5:1), modelo ejemplar en última instancia, esta imitación se concreta de un modo visible en aquellos que siguen a Dios con fidelidad y buena conducta, de quien reciben el carácter ejemplarizante: “Hermanos, sed imitadores de mí, y mirad a los que así anduvieren como nos tenéis por ejemplo” (Fil. 3:17). “Que no os hagáis perezosos, sino imitadores de aquellos que por la fe y la paciencia heredan las promesas” (He. 6:12). De modo que se da una perfecta simbiosis entre la imitación de Cristo y la imitación de aquellos que lo representan con fe y buena conciencia, según el mensaje evangélico: “Vosotros fuisteis hechos imitadores de nosotros, y del Señor, recibiendo la palabra con mucha tribulación, con gozo del Espíritu Santo” (1ª Ts. 1:6).
Así, Padres de la Iglesia es un concepto tradicional aplicado a aquellos escritores eclesiásticos garantes de la enseñanza de los apóstoles, no infalibles, pues en todo momento se refieren, y han de atenerse a la autoridad superior y última de la Sagrada Escritura, la regula fidei del cristianismo. Cuando un determinado Padre de la Iglesia está de acuerdo plenamente con la Escritura, es testigo auténtico de la fe y de la doctrina de la Iglesia. Por eso, a partir del siglo IV, los obispos que se habían significado de manera especial en la transmisión, explicación y defensa de la fe, recibieron el título de Padres de la Iglesia o de Santos Padres (cf. H. R. Drobner, Manual de Patrología, p. 18. Herder, Barcelona 1999).
Por otra parte, la importancia concedida a la dimensión histórica del ser humano en la filosofía de los últimos siglos, ha llevado a los teólogos a darse cuenta de la tremenda importancia de esta para su trabajo teológico. Por eso la atención se ha dirigido a la Biblia como revelación histórica y, a la vez, se ha retomado con nuevo vigor el estudio de los Padres de la Iglesia, testigos privilegiados del cristianismo temprano. Esto ha hecho posible un mayor conocimiento de los orígenes cristianos, de la génesis y de la evolución histórica de las diversas cuestiones y doctrinas contenidas en la Escritura. Y no sólo se ha accedido a las fuentes históricas del pasado como una mera labor científica, sino que el progresivo estudio de las mismas está influyendo en las orientaciones espirituales y pastorales de la Iglesia actual, indicando nuevos camino hacia el futuro. Es natural, pues, que el creyente interesado en su fe se aproveche grandemente de ellos.
Porque si bien el estudio de los Padres, la Patrística, de la historia de la teología en general, es una labor científica, la edición de los textos mismos pone en manos del lector moderno unos escritos que transpiran la vida de sus autores originales, que contagian con su entusiasmo y candidez. Sea para confirmar o para discrepar de ellos, su lectura es siempre provechosa para el alma. Hay poca especulación en ellos y sí mucha emoción viva.
Respecto al estudio de la Biblia, los Padres son primero y esencialmente comentadores de la Escritura, a la que defienden siempre como divina, inspirada, y normativa en doctrina y práctica. La exégesis que practican es por lo general la que obedece al método alegórico o espiritual, que complementa la interpretación gramatical o histórica, enriqueciéndola con intuiciones profundamente teológicas. “Habéis escudriñado las Escrituras, que son verdaderas, las cuales os fueron dadas por el Espíritu Santo” (Clemente, 1 Cor. 45). De Policarpo sabemos que era un consumado lector de las Sagradas Escrituras desde su niñez, lectura que aconsejaba a los demás, “diciendo que la lectura de la ley y los profetas es la precursora de la gracia, enderezando los caminos del Señor, los corazones de los oyentes, semejantes estos a las tablas en las que ciertos dogmas y sentencias difíciles, escritos antes de ser bien conocidos, se van primero puliendo y alisando por medio de la asiduidad del Antiguo Testamento y su recta interpretación, a fin de que, viniendo luego el Espíritu Santo, como una especie de punzón, pueda inscribirse la gracia y júbilo de la voz del Evangelio y de la inmortal y celeste doctrina de Cristo” (Vida de Policarpo 19).
La interpretación alegórica, muy utilizada por los escritores del N.T., fue un método puesto en práctica por los judíos alejandrinos, Filón el más representativo, adoptado por cristianos y judíos por igual. El aprecio de los cristianos por este método interpretativo, se pone de manifiesto en Jerónimo, un biblista a todas luces erudito y responsable, que no duda en inscribir a Filón entre los “escritores eclesiásticos” (Vidas ilustres, 11). Precisamente la estima de Filón entre los judíos fue la causante de ser casi ignorado por estos después de su muerte, pese al gran número de libros que escribió (véase Alfonso Ropero, Introducción a la filosofía, cap. 2. CLIE, Terrassa 1999).
Los Padres de la Iglesia, en general, en su modo de encarar la Biblia introducen un impulso de libertad en el pensamiento cristiano y un sentido de seguridad gracias a su decidido cristocentrismo y su orientación constante hacia lo fundamental, lo que es esencial, lo que permanece y no cambia en virtud de su filiación con el Verbo divino, que es preciso rescatar.
Los primeros escritos patrísticos se conocen por Padres Apostólicos, debido a su estrecha relación con los apóstoles, de quienes se cree fueron discípulos directos. Si bien es cierto que, en algunos casos, las modernas investigaciones presentan serias dificultades en afirmar que todos ellos tuvieron contacto directo con los apóstoles, de lo que no hay duda alguna es de que sus escritos son un verdadero tesoro que nos transmite de forma directa el pensamiento y las costumbres de la Iglesia primitiva en su interpretación de las enseñanzas del Señor.
La mayoría de estas obras se escribieron en griego koiné, la lengua común de la época. Tertuliano, en el siguiente siglo, es uno de los primeros en escribir en latín, que llegará a ser la lengua oficial de la Iglesia occidental. Son escritos sencillos en lo que se refiere a fondo y forma. Su importancia deriva del hecho de que sus autores estuvieron directamente vinculados a los apóstoles de Cristo o su entorno inmediato y representan un eslabón imprescindible en la gran cadena espiritual que une la Iglesia primitiva con las generaciones siguientes. Aunque pocos en número, los escritos de los llamados Padres Apostólicos cubren todo el siglo II y nos orientan sobre la dirección que estaba tomando la doctrina y práctica cristianas.
Por su relación inmediata con los apóstoles de Cristo, estas obras nos informan en la medida de lo posible de la vida de la Iglesia cuando dejó de existir el último de los apóstoles. ¿Cómo actuaron los creyentes cuando faltaron los testigos oculares de Cristo? ¿Cómo vivieron su relación con Cristo y el Espíritu Santo estas generaciones posteriores? ¿Cómo se entendieron a sí mismos en espera de la Segunda Venida de Cristo? Si es verdad que el Espíritu Santo de la promesa nunca ha faltado en la Iglesia, entonces estos textos nos muestran cómo ese mismo Espíritu siempre guía a los suyos en toda verdad y fidelidad al mensaje de Cristo.
Los apóstoles, Pablo en concreto, tuvieron un interés particular en formar hombres fieles que a su vez fueran capaces de enseñar a otros (2ª Ti. 2:2). Y los Padres Apostólicos son sus primeros frutos conocidos. O Pedro: “También yo procuraré con diligencia, que después de mi fallecimiento, vosotros podáis siempre tener memoria de estas cosas” (2ª P. 1:15). ¿Cómo se cumplieron estos anhelos apostólicos? ¿Cómo se guardó la memoria de los apóstoles? ¿Cómo se formaron los maestros de la Iglesia?
Por el testimonio de los Padres Apostólicos que hoy tenemos –seguro que nos faltan más– somos capaces hoy día de detectar lo que es espurio en el canon de la Escritura de lo que es verdadero, tan constante es su referencia a los libros bíblicos. Reflejan la preocupación por mantener y transmitir la enseñanza apostólica que han recibido de labios de los mismos apóstoles.
Su misma dependencia respecto a los escritores del primer siglo, nos muestra la superioridad de éstos y la alta estima en que fueron tenidos por la Iglesia desde el principio. Son inferiores a los escritos del Nuevo Testamento en cuanto son conscientes de estar viviendo de la tradición apostólica y bajo la autoridad de las verdades proclamadas al principio, “en el cumplimiento del tiempo”. De algún modo enseñan que la época apostólica no consiste en recibir nuevas revelaciones del Espíritu, sino en entender y transmitir fielmente la “fe dada una vez a los santos” (Jud. 1:3).
La gran estima de que gozaron estos escritos en el cristianismo antiguo se refleja sobre todo en el hecho de que casi todos ellos fueron contados entre los libros inspirados o sagrada Escritura y puestos en la lista de libros canónicos o tenidos por normativos en muchas comunidades cristianas. La Primera Carta de Clemente fue temporalmente una parte integrante del canon neotestamentario en las iglesias egipcia y siria. El Pastor de Hermas estuvo durante siglos en el canon de muchas iglesias. Clemente de Alejandría no se cansa de citarlo como libro inspirado. Otro tanto hacen Ireneo y Orígenes, aunque ésta ya constata que “el pequeño libro del Pastor parece ser despreciado por algunos” (De principiis, IV, 1,11).
Por otra parte, los Padres Apostólicos sirven como puente entre los escritores neotestamentarios y los grandes apologistas del siglo III; constituido por mártires que tienen que enfrentar una persecución tras otra. Época de actos heroicos sin tiempo ni posibilidad de elaborar grandes sistemas doctrinales, debido a la precariedad de su existencia amenazada. Como ha escrito A. A. Cox, el siglo segundo no es una era de escritores, sino de soldados; no de predicadores, sino de mártires, de testigos que pagan con su propia sangre su confesión de fe en Cristo.
Históricamente, la época de los Padres es el período en el que se dan los primeros pasos en el planteamiento del gobierno de la Iglesia y la fijación de ciertas doctrinas, contra las herejías nacientes como el docetismo y el gnosticismo. Sobre todo, se observa en ellos una preocupación por mantener la unidad de la Iglesia y la pureza de la vida cristiana. Se trata, por tanto, de testimonios de alto valor humano y doctrinal.
La Didaché o el Pastor de Hermas enlazan las primeras comunidades carismáticas, tipo Corinto, con el cristianismo posterior, cada vez más centrado en el ministerio jerárquico de los obispos. Dotados del carisma profético se nos presentan los grandes obispos Ignacio y Policarpo. En la Didaché o el Pastor los profetas gozan de más prestigio que los obispos, presbíteros o ancianos. En su polémica con el judío Trifón, Justino apela al carisma profético presente en la Iglesia para demostrar que ésta es la sucesora de Israel: “Entre nosotros, aun hasta el presente, se dan los carismas proféticos. Por donde hasta vosotros tenéis que daros cuenta de que los que en otros tiempos se daban en vuestro pueblo han pasado a nosotros” (Dial., 82). Hacia el año 180, Ireneo atestigua este mismo hecho: “Con frecuencia oímos hablar de hermanos que tienen en la iglesia el carisma profético, y que, por la virtud del Espíritu Santo, hablan en todo género de lenguas y, con miras a la utilidad, manifiestan los secretos de los hombres e interpretan los misterios de Dios” (Contra las herejías, V, 6,1).
La decadencia del profeta se debe sin duda al peligro que ya se apunta en el Nuevo Testamento en cuanto a los falsos profetas que proliferan en todas partes (1ª Jn. 4:1), y el abuso de la profecía por parte de Montano, con sus sueños sobre el Paráclito y la Jerusalén celestial. Sin embargo, como señala Daniel Ruiz Bueno, ni “aun en la crisis montanista se niega en principio la autoridad profética, sino los desvaríos que pudieran ampararse de supuestas profecías”.
Para los teólogos y estudiosos de la historia del dogma este es un período que contrasta, por su simplicidad y pobreza teológica, con los escritos apostólicos. Es, dicen, como bajar del pináculo de la montaña a la que Pablo se ha elevado al valle que vive de los riachuelos que bajan de la cumbres. Los escritos de los Padres Apostólicos son sencillos comparados con los del Nuevo Testamento.
Esto es cierto, pero hay que entenderlo en su justa perspectiva. En los escritos del Nuevo Testamento habla la experiencia directa de Cristo y sus inmediatos discípulos, en los otros los creyentes que abiertamente confiesan su rango de discípulos frente a los superiores maestros apostólicos, a quienes no pretenden enmendar, sino emular, en cuanto testigos privilegiados de la manifestación de la Verdad encarnada, principio y fundamento normativo de la fe cristiana para todas las épocas.
“En ellos –escribe G. P. Fisher– perdemos, falta la profundidad y poder de los escritores canónicos” (History of Christian Doctrine. T&T Clark, Londres 1901). “Al pasar del estudio del Nuevo Testamento a los Padres Apostólicos, uno es consciente del cambio tremendo. No hay la misma frescura ni originalidad, profundidad ni claridad” (L. Berkhof, History of Christian Doctrines, p. 38, BT, Edimburgo 1985). “Con la excepción de Ignacio de Antioquía, sus escritos son de una gran pobreza teológica, caracterizados por un moralismo que los distingue tanto de los libros del Nuevo Testamento como de las obras de los padres posteriores” (Oscar Cullmann, El diálogo está abierto, p. 150, Marova, Barcelona 1972). El historiador católico Henry Rondet comparte esta misma valoración protestante de los Padres Apostólicos. Escribe que aunque estos “profesan la misma fe y la misma práctica sacramental, su teología, comparada con la riqueza de las epístolas de Pablo, es todavía rudimentario” (Historia del Dogma, p. 31. Herder, Barcelona 1972).
Creo que estos y otros autores se han dejado llevar por un concepto intelectualista del dogma, sin prestar demasiada atención a los factores históricos que intervienen en el desarrollo de las ideas y las doctrinas. Es cierto que en los Padres Apostólicos no aparecen los grandes temas teológicos de la elección y justificación de los pecadores tal como se presentan en Pablo, siempre estudiado y siempre por estudiar, pero es que, por un proceso natural de las primeras comunidades cristianas, urgía enfrentar un tema tan paulino como el de la santificación y unidad de la Iglesia, amenazada una y otra vez por quienes convertían su doctrina de la gracia en una excusa para el rechazo de toda norma y modelo de buena conducta; amenazando incluso la integridad social de las comunidades mediante la formación de partidos y subsiguientes cismas. “¿Pecaremos, porque no estamos bajo de la ley, sino bajo de la gracia? –se pregunta Pablo– En ninguna manera” (Ro. 6:15). “Y os ruego hermanos –escribe Pablo a renglón seguido–, que miréis los que causan disensiones y escándalos contra la doctrina que vosotros habéis aprendido; y apartaos de ellos” (Ro. 16:17).
A estos dos graves problemas responden prioritariamente los escritos de los llamados Padres Apostólicos, con el riesgo, naturalmente, de ir al otro extremo de enfatizar la santidad y buenas obras de los creyentes por encima de la gratuidad de la salvación mediante la fe en Cristo. Pero resulta muy difícil juzgar unos autores, y todo un siglo, por los escasos escritos que no han llegado, y la mayoría de ellos, escritos tan circunstanciales como las cartas de Clemente o Ignacio.
La fe y no las obras, dice Clemente con clara conciencia del mensaje evangélico, es el único elemento que justifica en ambas dispensaciones, en el Antiguo y el N.T. Todos los judíos “fueron glorificados y engrandecidos, no por causa de ellos mismos o de sus obras, o sus actos de justicia que hicieron, sino por medio de la voluntad de Dios. Y así nosotros, habiendo sido llamados por su voluntad en Cristo Jesús, no nos justificamos a nosotros mismos, o por medio de nuestra propia sabiduría o entendimiento o piedad u obras que hayamos hecho en santidad de corazón, sino por medio de la fe, por la cual el Dios Todopoderoso justifica a todos los hombres que han sido desde el principio” (1 Cle. 32). Policarpo escribe a su vez: “Vosotros sabéis que es por gracia que somos salvos, no por obras, sino por la voluntad de Dios por medio de Jesucristo” (Pol. 1). “¿Qué otra cosa aparte de su justicia podía cubrir nuestros pecados? –se pregunta Hermas– ¿En quién era posible que nosotros, impíos y libertinos, fuéramos justificados, salvo en el Hijo de Dios? ¡Oh dulce intercambio, oh creación inescrutable, oh beneficios inesperados; que la iniquidad de muchos fuera escondida en un Justo, y la justicia de uno justificara a muchos inicuos!” (Pastor, 9).
Desde estos presupuestos de la salvación por gracia, mediante la fe y no las obras, es como debemos entender sus llamamientos al arrepentimiento y a las buenas obras, o frutos por los que se conoce el cristiano. Frente al judaísmo del que cada vez están más despegados y cara al mundo que les ve como criminales, los cristianos del segundo siglo estaban en la imperiosa necesidad de “mostrar la fe por sus obras” (Stg. 2:18).
En las cartas neotestamentarias de Juan y Pablo ya observamos la creciente amenazada de la unidad interna de las iglesias, preocupación y peligro que iría creciendo a medida que nuevas personas, de diferentes trasfondos religiosos y culturales, iban aceptando la fe. A mantener la unidad de la Iglesia, cualquiera que fuera su localización geográfica, política y religiosa, se dedican las cartas de Ignacio, Clemente, Hermas, Policarpo y, en realidad, todos los Padres Apostólicos, no por otro motivo gozaron de tan buena aceptación en el cristianismo antiguo, hasta el punto de figurar en el canon de algunas iglesias, por encontrar en ellas la respuesta a los problemas que les angustiaban entonces: la buena conducta de los creyentes y la unidad de la Iglesia en el vínculo de la paz, siempre amenazada por personas de dentro y de fuera, por herejes y cismáticos. En este sentido son documentos que es preciso leer una y otra vez para apreciar la alta estima en que era tenida la concordia de los hermanos cara al mundo y cara a la propia salud de las comunidades cristianas. De algún modo nos indican que para hacer buena teología, que pertenece a los siglos posteriores, es preciso contar con el respaldo de una Iglesia unida que favorezca el desarrollo de la doctrina evangélica en la armonía conjunta de su múltiple riqueza de matices, profundidad y variedad.
“Procura que haya unión –exhorta Ignacio a Policarpo–, pues no hay nada mejor que ella. Soporta a todos, como el Señor te soporta. ´Toléralo todo con amor´ (Ef. 4:2), tal como haces. Entrégate a oraciones incesantes. Pide mayor sabiduría de la que ya tienes. Sé vigilante; y evita que tu espíritu se adormile. Habla a cada hombre según la manera de Dios. Sobrelleva las dolencias de todos, como un atleta perfecto. Allí donde hay más labor, hay mucha ganancia” (Ig. a Pol. 1).
El tema de la unión intereclesial en un cristianismo dividido y desgarrado por múltiples motivos e intereses, teológicos, históricos y políticos, sigue siendo una asignatura pendiente para los creyentes en la actualidad, tan angustiosa y apremiante como fue al principio. De algún modo, los Padres de la Iglesia no caen de la altura paulina, sino que preparan el terreno para que esta se pueda dar y no quedar obscurecida por grupos y partidos que obedecen siempre a los intereses de una persona y no a los de Cristo.
Como escribió Vielhauer, la publicación de la Didaché (pronunciada Diadajé) por su descubridor, Philotheos Bryennios, metropolita de Nicomedia, el año 1883, y por Adolf Harnack en el 1884, causó una gran sensación sólo comparable a los hallazgos de Qumrán en nuestra época. Al fin se poseía el texto de una obra de la que sólo era conocido el título por testimonio de la iglesia antigua, una obra cuyo contenido obligaba a revisar la imagen tradicional del cristianismo primitivo, especialmente la historia de su constitución.
La Didaché es un manual de la iglesia del cristianismo primero, también llamada Doctrina de los apóstoles o Doctrina del Señor a las naciones por medio de los doce apóstoles. Esta última designación aparece en el manuscrito de Bryennios; pero la primera es la que han usado varios escritores antiguos para referirse a la misma.
El manual consiste en dos partes:
1) Un tratado moral conforme al modelo más antiguo de “Los dos caminos”, que presenta los caminos de la justicia y la injusticia, de la vida y la muerte, respectivamente, conocidos a los judíos, sus primeros autores quizá, y, también a los griegos, aunque indudablemente se fue aumentando con añadidos según las ideas de quienes adoptaban este modelo.
2) La segunda parte da instrucciones referentes a ritos y ministerios de la iglesia. Trata del bautismo, de la oración y del ayuno, la eucaristía y el ágape, el tratamiento de los apóstoles y profetas itinerantes, de los obispos y diáconos, y el conjunto termina con una solemne advertencia a la vigilancia en vista de la segunda venida de Cristo.
La sección de los “dos caminos”, también aparece de manera independiente en la Carta de Bernabé, lo que hace pensar que existía como fuente anterior a ambos. La Didaché define los dos caminos como caminos de vida y de muerte, mientras que Bernabé se refiere a ellos como luz y oscuridad.
La obra es, indudablemente, de fecha muy primitiva, como se ve por la evidencia interna del lenguaje y su enseñanza. Así por ejemplo, el orden profético itinerante no ha sido desplazado todavía por el ministerio localizado permanente, sino que existen el uno al lado del otro, como durante la vida de Pablo (Ef. 4:11; 1ª Co. 12:28).
En segundo lugar, el episcopado no ha pasado a ser todavía universal; la palabra “obispo” se usa como sinónimo de “presbítero”, y el escritor, por tanto, une “obispos” con “diáconos” (Did. 15) como hace Pablo (1ª Ti. 3:1-8; Fil. 1:1) bajo circunstancias similares. Ambos son elegidos por la comunidad mediante la ordenación.
En tercer lugar, por la expresión en Did. 10: “después de haberos saciado”, se ve que el ágape sigue siendo parte de la Cena del Señor. Finalmente, la simplicidad arcaica de sus sugerencias prácticas sólo es compatible con la más tierna infancia de la Iglesia. Estas indicaciones señalan el primer siglo como la fecha de la obra en su forma presente.
Por lo que se refiere al lugar en que fue escrita, la opinión, en principio, había sido fuertemente favorable a Egipto, debido a que la Doctrina o Enseñanza de los apóstoles es citada primero por escritores egipcios; pero por la alusión casual del cap. 9 al “trigo esparcido por las montañas” parece que fue escrita o bien en Siria o en Palestina.
Del autor no sabemos nada. Probablemente fue un maestro cristiano procedente del judaísmo, y ambientado en el círculo de Santiago, “el hermano del Señor”, como parecen demostrar las semejanzas en la Didaché y la carta de éste. Toma sus enseñanzas del Antiguo y Nuevo Testamento, si bien apenas si recurre a citas literales, sólo alude a pasajes de ellos. El autor escribe en un tono de aseveración, sin reserva ni vacilación en lo que afirma, enseña y manda. Nadie, ni un apóstol o profeta puede quitar ni añadir a lo escrito. El redactor habla con autoridad, aunque no se presenta como depositario personal de una revelación. Quizá se trata de un apóstol fundador de una iglesia, a la que deja este breve escrito como resumen de sus enseñanzas, antes de partir hacia otro lugar, buscando fundar nuevas iglesias.
La fecha de composición va de alrededor del año 70 a los años 96-98, siempre anterior al siglo II, prolijo en herejías, no mencionadas en la Didaché y tan presente en los últimos escritos joánicos y en las cartas de Ignacio.
Como hemos apuntado, la Didaché fue descubierta por el metropolita Bryennios en el mismo manuscrito que tiene la copia completa de la Epístola de Clemente, y es llamado el manuscrito Constantinopolitano o Hierosolimitano, por haberse encontrado en la biblioteca del Hospital del Santo Sepulcro de Constantinopla y haber sido trasladado después, en 1887, a la biblioteca del patriarcado en Jerusalén. Además de la Enseñanza y las Cartas genuinas y espurias de Clemente completas, este documento contiene la Sinopsis de Crisóstomo del Antiguo y del Nuevo Testamento (incompleta), la Carta de Bernabé, y la Gran recensión de las Epístolas de Ignacio. El manuscrito tiene fecha de 1056. Pero, aunque Bryennios anunció una lista del contenido de este documento en 1875, pasaron ocho años antes de que fuera publicada la Didaché.
Entretanto, como Eusebio y otros mencionan una obra de este nombre entre los escritos apócrifos, cundió la esperanza entre los interesados en estos estudios de que éste podía ser el libro aludido, y que arrojaría algo de luz sobre la discutida cuestión del origen de las Constituciones Apostólicas. Cuando al fin, en 1883, fue ofrecido el texto al mundo, se demostró que su interés e importancia excedía a las más altas expectativas. Se ha admitido en general que es la obra mencionada por Eusebio y citada también por Clemente de Alejandría como “Escritura”. Es la base del séptimo libro de las Constituciones Apostólicas.
En el lenguaje y en el contenido presenta íntima afinidad con muchos otros documentos primitivos, especialmente los Cánones Eclesiásticos y la Carta de Bernabé. Gebhardt descubrió también un fragmento de una traducción latina, que se contiene en el códice de Melk, perteneciente al siglo XI. Son muy importantes los restos de una traducción copta, conservados en el papiro Oxirrinco (n. 9.271) del Museo Británico, del siglo V, traducción que procede posiblemente de la primera mitad del siglo III. Así, aunque sólo hay un manuscrito existente de la Didaché en su forma presente, la incorporación de una gran parte del mismo en los escritos patrísticos y los manuales de la iglesia primitiva hace el problema de su origen y desarrollo peculiarmente interesante.
El escrito llamado 1 Clemente es una carta de la iglesia de Roma a la de Corinto. Está motivada por la formación de un partido en la iglesia de Corinto, tan común desde su fundación en los tiempos apostólicos, que llenó de turbación a los creyentes romanos, ya suficientemente atribulados por la sanguinaria persecución de Domiciano emprendida contra ellos. Los presbíteros corintios nombrados por los apóstoles, o sus sucesores inmediatos, habían sido depuestos de modo ilegítimo por otros más jóvenes (1 Cl.1,1; 3; 44). Era patente un espíritu de persecución de los injustos contra los justos dentro de la misma Iglesia. Apelando a la suprema autoridad de la Escritura, Clemente les recuerda: “Habéis escudriñado las Escrituras, que son verdaderas, las cuales os fueron dadas por el Espíritu Santo; y sabéis que no hay nada injusto o fraudulento escrito en ellas. No hallaréis en ellas que personas justas hayan sido expulsadas por hombres santos. Los justos fueron perseguidos, pero fue por los malvados; fueron encarcelados, pero fue por los impíos” (1 Cl., 45).
Esta carta, pues, tiene un claro propósito de disciplina eclesial. No es la fe o el dogma lo que está en juego, sino la disciplina y la unidad fraterna en la asamblea. Se muestra una vez más que la envidia y los intereses personales rompen la paz y la unidad más que las disputas doctrinales que, a veces, sólo son una excusa para justificar intereses que no tienen nada que ver con la ortodoxia o heterodoxia de las ideas, sino con luchas por el poder y control de la comunidad: “¿Por qué hay contiendas e iras y disensiones y facciones y guerra entre vosotros? –les pregunta Clemente– ¿No tenemos un solo Dios y un Cristo y un Espíritu de gracia que fue derramado sobre nosotros? ¿Y no hay una sola vocación en Cristo? ¿Por qué, pues, separamos y dividimos los miembros de Cristo, y causamos disensiones en nuestro propio cuerpo, y llegamos a este extremo de locura, en que olvidamos que somos miembros los unos de los otros?” (1 Cl., 46).
Tenemos aquí un extraordinario alegato contra los cismas y las divisiones a favor de la unidad eclesial en Cristo, en línea con los escritos de Pablo, “congregados todos concordes”, ilustrada con ejemplos de la Escritura que se refieren a la humildad y la obediencia, virtudes que si faltan, hacen imposible la coexistencia en paz y en el temor de Dios o santidad. No puede haber locura mayor que llegar al “extremo en que olvidamos que somos miembros los unos de los otros” (1 Cl., 4)
El escritor entiende que detrás de todo esto se encuentra el orgullo, siempre dispuesto a emerger caiga quien caiga. La solución no es otra que el rechazo de la vanagloria. “Que nuestra alabanza sea de Dios, no de nosotros mismos; porque Dios aborrece a los que se alaban a sí mismos” (1 Cl., 30).
En la carta se hace alusión a la persecución del imperio romano, como una explicación de la tardanza en atender al asunto. Por ello se da, incidentalmente, alguna información respecto al carácter de la persecución en el curso de la carta. Pero, en otros puntos, hay consignados datos más precisos y definidos respecto a un ataque a los cristianos, anterior y más severo, en los últimos años del reino de Nerón, en los cuales se hace referencia en especial a los martirios de san Pedro y san Pablo.
Aunque el tono de la carta es altamente moral, como corresponde al asunto que la motiva, no hay que perder nunca de vista la doctrina esencial de la justificación por la fe que está detrás de ella, tal como podemos leer explícitamente: “Todos ellos fueron glorificados y engrandecidos, no por causa de ellos mismos o de sus obras, o sus actos de justicia que hicieron, sino por medio de la voluntad de Dios. Y así nosotros, habiendo sido llamados por su voluntad en Cristo Jesús, no nos justificamos a nosotros mismos, o por medio de nuestra propia sabiduría o entendimiento o piedad u obras que hayamos hecho en santidad de corazón, sino por medio de la fe, por la cual el Dios todopoderoso justifica a todos los hombres que han sido desde el principio” (1 Cl., 32).
Parece ser que esta carta tuvo buena recepción y dio los frutos esperados. Corinto pasó a ser un fiel aliado de Roma en las luchas antiheréticas del siglo II. Hegesipo, que pasa por Corinto camino de Roma en los años 155-166, atestigua la fe, la unidad y el fervor de la iglesia de Corinto. Dionisio, obispo de la iglesia, informa al obispo romano Soter (166-174) de la veneración y lectura pública de la carta clementina.
Por ser un tema común y preocupante en las asambleas cristianas, la carta de Clemente disfrutó de gran estima en muchas otras iglesias. Policarpo, obispo de Esmirna y maestro de toda Asia, la utiliza hacia el año 107 en su carta a los filipenses, donde se cuentan no menos de siete reminiscencias pese a la brevedad de su escrito. Las versiones hechas en la antigüedad de la carta de Clemente nos dan también una idea de su difusión por el mundo cristiano.
Los apologistas católicos han utilizado 1 Clemente para probar el primado de la Iglesia de Roma, una cuestión rechazada por estudiosos modernos, tanto de un bando como de otro. El teólogo protestante Philipp Vielhauer escribe: “La antigua cuestión de si 1 Clemente es una prueba de que Roma reclamaba para sí el primado de la Iglesia, encuentra actualmente una respuesta negativa, no sólo por pate de los investigadores protestantes, sino también de los católicos. En efecto, el primado romano implica el ministerio episcopal monárquico y la jurisdicción como elementos constitutivos. 1 Clemente no habla en absoluto del episcopado monárquico. Y la comunidad romana no poseía entonces ningún título legal ni poder alguno para una intervención jurídica; para el logro de sus objetivos debía ganarse a la mayoría de los corintios mediante la persuasión; y el tono de la carta debía acomodarse a estas circunstancias” (Historia de la literatura cristiana primitiva, p. 555. Sígueme, Salamanca 1991). El patrólogo católico Hubertus R. Drobner escribe por su parte: “No se puede hablar con seguridad de un primer testimonio de la reivindicación del primado romano, pues faltaban aún para ello tanto el episcopado monárquico como la necesaria jurisdicción” (Manual de patrología, p. 66. Herder, Barcelona 1999).
Clemente, a quien se atribuye la autoría de esta carta, debió ser una personalidad relevante en la comunidad de Roma, uno de sus obispos o presbíteros. Pero no sabemos nada cierto de él, aparte de la posible redacción de esta carta, cuyo remitente no es una persona individual, sino la comunidad romana en su conjunto, dirigiéndose a la comunidad hermana de Corinto; lo cual no deja de ser una novedad, porque en el Nuevo Testamento ninguna carta tiene por remitente a una comunidad. Por esta razón es mencionada unas veces por los escritores cristianos antiguos como obra de la iglesia de Roma, y otras como escrita por Clemente, o enviada por él. “Clemente escribió en nombre de la iglesia romana a la iglesia de Corinto, lo que unánimemente se le atribuye”, escribe Eusebio (Historia eclesiástica III, 37).
Orígenes, Eusebio y Jerónimo relacionan a Clemente con el autor de la carta a los Hebreos, en cuanto compañero de Pablo y redactor de la misma, en conformidad con la mente del apóstol de los gentiles. Hay muchos puntos donde el autor de la carta a los Hebreos coincide con el Clemente a los Corintios, como el lector podrá comprobar por sí mismo. No cabe duda que Clemente conocía bien la carta a los Hebreos y que estaba familiarizado con la enseñanza de la misma sobre el Cristo glorioso, rey, sacerdote y redentor.
La alta estima del nombre de Clemente entre las iglesias, a quien se relaciona estrechamente con los apóstoles, es patente en lo que escribe Ireneo: “Después que los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo hubieron echado los fundamentos y edificado la Iglesia de Roma, encomendaron el servicio del episcopado a Lino. De este Lino hace mención Pablo en sus cartas a Timoteo (2ª Ti. 4:21). A Lino le sucede Anacleto y después de éste, en el tercer lugar después de los apóstoles, hereda el episcopado Clemente, el cual había visto a los bienaventurados apóstoles y tratado con ellos y conservaba todavía alojada en sus oídos la predicación de los apóstoles y su tradición ante los ojos. Y no era él sólo, pues aún vivían muchos que habían sido enseñados por los apóstoles. Ahora bien, bajo el episcopado de este Clemente, habiendo estallado una sedición no pequeña entre los hermanos de Corinto, la Iglesia de Roma escribió una extensa carta a los corintios, demostrándoles la necesidad de paz y renovando la fe de ellos y la tradición que la Iglesia romana acababa de recibir de los apóstoles” (Contra las herejías, III, 3,3).
Clemente fue enaltecido por la tradición con el mayor de los honores, el bautismo de sangre del martirio. De ahí surge toda una leyenda de hechos milagrosos, más bien fantásticos, que rodean su vida, propios de una novela y no de una historia mínimamente creíble. Lo único que esto prueba es la autoridad y veneración en que fue tenido en la antigüedad.
Dice la leyenda, según consta en Martirio de san Clemente, que a los nueve años de su episcopado fue denunciado como dirigente cristiano ante el emperador Trajano. Detenido y llevado ante sus jueces, Clemente declaró su fe. Para no manchar sus manos con la sangre de un anciano, venerado como padre de los pobres y consolador de los desgraciados, fue condenado a trabajar en las minas de la península del Quersoneso Táurico, la Crimea actual. Allí encontró Clemente más de dos mil cristianos condenados a trabajar en las canteras de mármol. Su presencia fue de gran aliento para ellos, víctimas inocentes de una persecución injusta. Entre otros tormentos que sufrían los mártires era la falta de agua, la cual habían de traer a cuestas de un lugar a más de seis millas. Movido Clemente por las lágrimas y sufrimientos de aquellos desterrados por causa de la fe en Cristo pidió a Dios que se compadeciera de sus fieles siervos, como en otro tiempo hizo con Israel en el desierto. El Señor escuchó la oración de este nuevo Moisés y en el lugar por él señalado hizo brotar una fuente de agua fresca y abundante hasta formar un río.
Debido a la fama de este prodigio, muchos de otras partes, al verlo, pidieron el bautismo cristiano, de manera que cada día se bautizaban más de quinientas personas. Al saber el emperador Trajano que aumentaba el pueblo cristiano, y que a los que amenazaba con el martirio marchaban gozosos a él, mandó a su general Aufidiano para que cediese a la muchedumbre y que obligase a Clemente sólo a sacrificar a los dioses del imperio; mas viéndole tan firme en el Señor y que se negaba en absoluto a cambiar de actitud, dijo Aufidiano a los verdugos: “Tomadle y llevadle al medio del mar, atadle al cuello un áncora de hierro y arrojadle al fondo, para que no puedan los cristianos recoger su cuerpo y venerarle en lugar de Dios”.
Hecho esto toda la muchedumbre estaba junto a la orilla del mar llorando. Entonces Cornelio y Febo, discípulos de Clemente, dijeron: “Oremos todos unánimes para que el Señor nos muestre el cadáver de su mártir”.
Orando, pues, el pueblo, el mar se retiró por espacio de casi tres millas y los fieles entrando por la tierra seca hallaron una habitación en forma de templete marmóreo, dispuesto por Dios, y allí tendido el cuerpo del mártir y a su lado el áncora con que fue precipitado. Les fue revelado a sus discípulos que no sacaran de allí el cuerpo, así como se les dio también oráculo de que cada año, en el día de su pasión, el mar se retiraría durante siete días para ofrecer paso seco a los que se acercaran a venerarle. Por este suceso todos los pueblos de los alrededores creyeron en Cristo, y así no se halla un gentil, un hebreo o un hereje entre ellos. La narración termina diciendo que los que tocaban las santas reliquias y se lavaban en el agua santificada quedaban libres de su enfermedad.
El primer documento que atestigua el martirio de Clemente es la Depositio Martyrium del año 336, fecha demasiado lejana de los supuestos hechos que narra, del cual no saben nada Ireneo, Eusebio y Jerónimo.