Obras reunidas II. Narrativa - Margo Glantz - E-Book

Obras reunidas II. Narrativa E-Book

Margo Glantz

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Beschreibung

La narrativa de Glantz se construye por la acumulación de fragmentos que, como por una casualidad rara, se construyendo como los fragmentos de una trama, si bien son el lenguaje, la organización textual, y la estructura los que le otorgan su densidad como relato. En la arqueología de lo frívolo que hace Glantz -postales, cabellos, ballenas y hasta lecturas- el lector descubrirá la importancia de los objetos cotidianos que ganan peso por las situaciones y asociaciones que plantean, por la exploración a partir de ellos de aspectos de la vida que sólo una mujer puede explorar: una escritura que es, en ese sentido, también feminista. Este segundo tomo de las Obras reunidas de la autora ofrece su crónica reconstruida Las genealogías, sus ensayos reatos El día de tu boda, Doscientas ballenas azules, Síndrome de naufragios y De la amorosa inclinación a enredarse los cabellos.

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Margo Glantz nació en 1930 en la ciudad de México, en la calle de Jesús María 42, frente al convento del mismo nombre; su padre era poeta y, como su madre, emigrante judío-ucraniano. Estudió en la Preparatoria 1, situada en San Ildefonso, y licenciatura y maestría (1947-1952) en la Facultad de Filosofía y Letras, albergada en Mascarones, bello edificio colonial. De 1953 a 1958, realizó el doctorado en París y cursos especializados en Londres y Perugia. En 1959 ingresó como maestra en la Facultad de Filosofía de la UNAM enseñando historia del teatro, y literaturas mexicana y universal en la Preparatoria Nacional, en 1958. De 1961 a 1966-1970 dio cursos en el Centro Universitario de Teatro y escribió para diversas publicaciones periódicas sobre teatro y cultura. Fundó la revista universitaria Punto de Partida en 1966-1970, y en las mismas fechas dirigió el Instituto Cultural Mexicano-Israelí; en 1971 publicó Onda y escritura, jóvenes de 20 a 33; en 1978, su primera obra de creación, Las mil y una calorías, novela dietética, a la que siguieron Doscientas ballenas azules (1979), No pronunciarás (1980), Las genealogías (1981, Premio Magda Donato), Síndrome de naufragios (1984, Premio Xavier Villaurrutia), Apariciones (1996), Zona de derrumbe (2001), El rastro (2002, finalista Premio Herralde y Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2003). Ha publicado numerosos ensayos sobre literatura mexicana y comparada: Viajes en México: crónicas extranjeras (1964); Repeticiones (1980); Intervención y pretexto (1980); El día de tu boda (1982); La lengua en la mano (1984); La Malinche, sus padres y sus hijos (1984); De la amorosa inclinación a enredarse en cabellos (1985); Erosiones (1985); Borrones y borradores (1992); Esguince de cintura (1994); Sor Juana, ¿hagiografía o autobiografía? (1995); Sor Juana, placeres y saberes (1996); Sor Juana: la comparación y la hipérbole (2000); La desnudez como naufragio (2004). Además de viajera profesional es profesora emérita de la UNAM, investigadora emérita del SNI y creadora emérita del Fonca; profesora visitante en numerosas universidades: Yale, Princeton, Berkeley, Harvard, Stanford, Barcelona, Siena, Madrid, Viena, Berlín… Miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua desde 1995, obtuvo las becas Rockefeller y Guggenheim, el Premio Universidad Nacional (1991) y el Premio Nacional de Ciencias y Artes en la rama de lingüística y literatura (2004). Coordina la cátedra extraordinaria Sor Juana en la UNAM, y dirige la página virtual de Sor Juana en la Biblioteca Virtual Cervantes, de la Universidad de Alicante (2005), institución que le ha dedicado también una página (2006). Ha ocupado diversos cargos públicos: directora general de Publicaciones y Bibliotecas (1982); directora de Literatura del INBA (1983-1986); agregada cultural de la embajada mexicana en Londres (1986-1988). Traduce ensayo, narrativa y teatro; colaboradora durante más de 20 años en Radio UNAM, columnista en periódicos y revistas mexicanos y extranjeros, y actualmente en La Jornada. Su último libro de ficción es Historia de una mujer que caminó por la vida con zapatos de diseñador, y pronto se publicará su obra—de ¿género mixto-varia invención?— Saña.

OBRAS REUNIDASII

MARGO GLANTZ

OBRAS REUNIDASII

Narrativa

Primera edición, 2008 Primera edición electrónica, 2014

De Las genealogías: D. R. © Margo Glantz, 2006; D. R. © Pre-Textos, 2006 De El día de tu boda: D. R. © Margo Glantz, 1982;    D. R. © Martín Casillas Editores, S. A. de C. V., 1982 De Doscientas ballenas azules: D. R. © Margo Glantz, 1979;    D. R. © Ediciones de la Máquina de Escribir, 1979 De Síndrome de naufragios: D. R. © Margo Glantz, 1984;    D. R. © Editorial Joaquín Mortiz, S. A. Grupo Editorial Planeta, 1984 De De la amorosa inclinación a enredarse en cabellos: D. R. © Margo Glantz, 1984;    D. R. © Ediciones Océano, S. A., 1984 De Apariciones: D. R. © Margo Glantz, 1995;    D. R. © Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. de C. V., 1995

De esta edición: D. R. © 2008, Margo Glantz

Diseño de portada e interiores: Pablo Rulfo

D. R. © 2008, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-2212-9 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

SUMARIO

PRÓLOGO

Las genealogías

El día de tu boda

Doscientas ballenas azules

Síndrome de naufragios

De la amorosa inclinación a enredarse en cabellos

Apariciones

Para Lilly, mi hermana

Prólogo

Hablar sobre la propia escritura es difícil. Para empezar atenta contra las reglas del decoro, tal y como éste se entendía en el siglo XVII, y, aunque estemos a principios del siglo XXI, quizá sean aún vigentes las palabras de Leonor, protagonista de Los empeños de una casa, la comedia palaciega que compuso sor Juana Inés de la Cruz hacia 1683. Sor Juana, mi caballito de batalla. Cito unos versos, quizá expliquen mi bochorno, obviamente, toute proportion gardée:

[…] porque si digo que fui

celebrada por milagro

de discreción, me desmiente

la necedad del contarlo

y si callo, no informo

de mí, y en un mismo caso

me desmiento si lo afirmo,

y lo ignoras si lo callo.

Aceptaré el desafío, tal vez sea interesante mirarse desde afuera, asomarse curiosamente al espejo conformado por las palabras que los propios textos han generado —sobre todo a la distancia y ahora que se publican unos junto a otros— y al mismo tiempo observar los comentarios que han generado en otras escrituras: ser una voyeuse o más bien una mirona de mi propia producción y advertir con asombro las miradas ajenas, las de quienes se han empeñado en analizar mi trabajo y producir a su vez ensayos sobre él, de quienes utilizaré fragmentos aquí para que expliquen lo que un autor —o autora— ignora de sus propios engendros.

En este libro se reúnen varias obras escritas entre 1979 y 1996: se trata de textos narrativos de no fácil clasificación: no se constriñen a los géneros tradicionales; oscilan entre la biografía y la autobiografía (Las genealogías, 1981); el relato aparentemente impersonal y de viajes utópico-literarios (Doscientas ballenas azules, 1979, y Síndrome de naufragios, 1984); el ensayo crítico pero también ficcional (El día de tu boda, 1982, y De la amorosa inclinación a enredarse en cabellos, 1984); se incluye para finalizar una novela, transita entre el erotismo y la mística (Apariciones, 1996).

En su prólogo a una compilación que de mis libros hizo, la crítica argentina Celina Manzoni explica:

Una sutil trenza dorada —para empezar con una metáfora cercana a su poética— recorre los textos que Margo Glantz ha venido escribiendo por lo menos desde los años sesenta; podría decirse de ellos que constituyen un texto único aunque no en un sentido próximo al que fue adjudicado tradicionalmente al modelo balzaciano. En su proyecto de escritura, los distintos registros, más bien los desplazamientos discursivos, los traslados, las nuevas y muchas veces sorprendentes torsiones y tensiones que se ejercitan sobre una conjunción de saberes, que incluso ha sido pensada como paradójica, introducen en el orden cerrado de los géneros literarios y de las previsiones académicas, elementos inquietantes identificables con la transgresión y el desorden. Margo Glantz convierte el espacio de la escritura en el lugar sin límites, sus textos trascienden las habituales fronteras que separan al ensayo de la narración, de la glosa y la traducción, a la memoria del poema, de la crítica de arte, de la crónica social, del chisme menudo, a la confidencia de la iluminación, a veces nostálgica, a veces maliciosa, del secreto.

Y la escritora chilena Diamela Eltit anota:

[…] se advierte una frontera difusa entre géneros literarios, entre un saber internacional y un acontecer “sabio” latinoamericano, entre una tradición sacralizada —susceptible de ser interrogada— y una modernidad que cita “lo mismo” y, a la vez, desarticula antiguas operaciones textuales. Territorio límite entre lo narrativo, lo teórico y lo crítico, campo preferencial para comprobar que la escritura —una forma obsesivamente estetizada de escritura— puede penetrar hasta los espacios tangenciales del sujeto, esos espacios en que la letra adquiere su real, alertado y riesgoso cuerpo llevando al sujeto desde el placer —por la letra que él es— hasta la angustia —por la letra que él es—.

Jean Franco, hablando de varios ensayos míos, dispone que:

Los libros de Margo dedicados a las partes del cuerpo captan sin nostalgia este deseo de conservar el placer que nos han dado ciertos libros; vinculan gozosamente el erotismo con la lectura, la lengua con la mano. Es una lástima que casi no se haya infiltrado esta forma de crítica en the groves of Academe en donde, por desgracia, la lectura se convierte en producción trabajosa o, peor aún, en instrumento.

El orden de las obras compiladas no es exactamente cronológico; el libro abre con Las genealogías, quizá mi obra más conocida y comentada. Escrita como folletín, por entregas al periódico unomásuno de 1979 a 1981, el libro fue reestructurado y corregido después de un viaje a la todavía entonces Unión Soviética, a finales de ese mismo año, cuando el libro ya se encontraba en impresión con el editor Martín Casillas. Conocí Ucrania de donde eran originarios mis padres, primero Odesa, donde quiza nació mi madre en el muy lejano año de 1902 y donde aún vivían algunos de mis primos hermanos, los hijos de Benia y Salomón, los hermanos mayores de mi madre; más tarde fui a Kiev, no lejos del pequeño gheto donde vivió mi padre, aproximadamente de 1902 a 1915, se llamaba Novo Vitebsk y ya había sido destruido durante la Revolución. Deseaba contemplar las famosas estepas rusas que mi padre tanto extrañaba en sus poemas: nada tenían que ver con lo que de ellas imaginaba; en cambio me fasciné con los monasterios y los frescos de Andréi Rublióv, inmortalizado por Tarkovski. Viajé luego a Leningrado, hoy San Petersburgo, allí estaban la esposa, la hija y la nieta de un hermano de mi madre, Misha, quien había muerto de hambre apenas terminada la guerra, y el hijo de mi prima Celia, a los veinte años desaparecido cuando conducía un avión durante la primera semana del conflicto.

En las distintas ediciones de esta novela con fotografías, como la define el editor inglés, he ido agregando fragmentos, debido a la muerte de Jacobo Glantz, mi padre, en 1982, unos meses después de publicado el libro; luego a la de mi madre, Elizabeth o Lucia Glantz, acaecida en 1997. Finalmente he alterado el orden de las fotografías y las he ido cambiando por razones diversas, con lo que el libro resulta distinto de edición en edición. En esta última, debo mencionar otra muerte, la de mi hermana mayor Lilly, en 2004, a quien dedico este segundo volumen de mis Obras reunidas.

María Eugenia Mudrovic, crítica argentina, se pregunta o se hace las supuestas preguntas que me hice antes de escribir el libro:

¿Cómo ser judío en México? O mejor, ¿se puede ser judía y mexicana? Éstas son las preguntas que se hace Margo Glantz en Las genealogías, un texto en el que pasa revista a cincuenta años de una familia judía que en los años veinte tuvo que abandonar Rusia para emigrar a México. Para contar esta historia, Las genealogías, como las esculturas que hace Jacobo Glantz a base de baratijas y restos sin valor que consigue en el mercado de pulgas y luego exhibe en exposiciones bienales, se valen de ruinas o retazos del pasado, materiales de distinta procedencia, siempre ambiguos e inclasificables. Las fotos (segundas en visibilidad después de la narración) aparecen junto a fragmentos de poemas, citas de libros, cartas, proverbios, chistes, recetas y memorias falsas. Parecería que en este precipitado aluvional todo sirve (o es válido) para inyectar realidad y dar solidez a los recuerdos. Hiperalimentado, el cuerpo de las memorias crece, respondiendo a una economía del exceso y la mezcla, de lo impuro y lo abigarrado, que lejos de organizar la racionalidad de la historia, más bien parece encarnizada en dispersarla. Hay detrás de esta elección una doble voluntad filiadora: por un lado, al abrazar lo abigarrado, el texto afirma su herencia judía… por otro, cuando declara su preferencia por la mezcla y lo impuro, se distancia de la ortodoxia para ponerse del lado de lo híbrido, marca que define su celebrada condición transculturada.

Y Adriana Kanzepolski, otra escritora argentina, añade: “Mezcla de reportaje, ensayo, memorias paternas, autobiografía, memorias de infancia, libro de viajes, Las genealogías surge como un intento de indagar —no de cancelar, entiéndase bien— la inestabilidad que se reconoce como condición propia”.

Y creo necesario añadir una nueva cita de María Eugenia, dice mucho mejor de lo que yo pudiera decirlo algunas cosas fundamentales de mi libro:

En la operación de traslado, el original sufre, se corrompe, pierde ciertas codificaciones para ganar otras. El resultado: una cita paródica que no llega sin embargo a serlo del todo. La diferencia entre original y copia es sutil y, por eso, casi siempre maliciosa. Habría que preguntarse si detrás de estas dislocaciones que sufren la historia y el discurso, Margo Glantz no quiere representar el destierro como una suerte de desorden del sentido, como lugar donde la incoherencia se instala y desde donde amenaza extenderse y contagiar el resto del texto.

Freud interpreta este tipo de desplazamientos como una estrategia defensiva del inconsciente tendiente a evadir la censura: cuando una experiencia es demasiado dolorosa para recordar y muy intensa para olvidar, la memoria desvía el foco del recuerdo y lo fija en un elemento vecino pero inofensivo. La operación es metonímica. Se trata de desplazar la atención de lo que importa y colocarla en detalles insignificantes, aunque asociados a la experiencia traumática que se busca aludir sin nombrar. Bajo esta forma de memoria desviada, el recuerdo aparece muchas veces incómodamente trivializado.

Y es evidente, escribir un texto personal y, de pronto, totalmente autobiográfico, aunque se inicie como biografía de los progenitores, implica decir sin exageración que, aun cuando no lo sean directamente, éste y otros de mis textos —como por ejemplo Doscientas ballenas azules, el tercer libro de esta recopilación—, son totalmente personales, como quien dice “autoficciones”, según el título dado a sus libros por el novelista francés Serge Dubrovski. En Las genealogías se expresa un duelo triple, el destierro de mis padres, el trauma de mi nacimiento —como cualquier nacimiento de quien proviene de un exilio— y, por último, el duelo por la inminente y luego definitiva desaparición de mis seres más cercanos. Maurizio Ferraris sintetiza, en un libro sobre Luto y autobiografía: “El sobreviviente no sólo ve su propia muerte prefigurada en el morir del otro, sino también reconoce que ahora la sobrevivencia del otro se confía a su propia memoria nada más…”

Doscientas ballenas azules fue publicada en 1979, a cuenta de autor en la colección La Máquina de Escribir —donde se aceptaban libros de principiantes, y yo era una de ellos—, reeditado en 1981 por la UNAM. Es una recreación en fragmentos —método muy frecuentado por mí— de las asociaciones suscitadas por la lectura de dos libros fundamentales de la literatura: Moby Dick de Melville, releído, frente al mar de Zihuatanejo, y Llámenme Ismael, el bellísimo y poético ensayo escrito por Olson sobre la ballena blanca. Es el eco también de una conversación habida en Monterey, California, mientras daba por primera vez cursos de literatura mexicana y latinoamericana en un campus estadunidense, allá por 1966, época de los jipis, de los Beatles, los Rolling Stones, los Jefferson Airplanes, The Mamas & the Papas y sobre todo de Jim Morrison y el festival Internacional de Newport. Un colega amigo me sorprendió, diciéndome de repente: “Sólo quedan doscientas ballenas azules en el mundo”, y acto seguido me propuso que interviniera para que a través de la UNAM se crease un parque nacional en Baja California para proteger a las ballenas negras, grises y azules. Durante varios años esta propuesta me persiguió y me impulsó a releer a Melville, a transitar por el mundo buscando playas desde donde admirar a las ballenas —me encantaba la idea de visitar la conocida como Ojo de Liebre—, y, más tarde, a escribir el libro, triste solución: el parque, creo, acabó fundándose sin mi ayuda.

Síndrome de naufragios es, en cierta forma, una continuación del libro anterior. Es una autobiografía literaria, el diálogo que siempre sostuve y sostengo con la lectura. Surge también de la docencia, de mis lecturas bíblicas, de la tragedia griega, de los Siglos de Oro, de las crónicas de la Conquista, de los periódicos, las revistas, de los múltiples libros que leí en la infancia y en la adolescencia con el mayor placer, quizá de los mayores que la vida me haya otorgado, y de aquellos con los que he preparado mis clases y luego mis ensayos. Formaba junto con las ballenas y No pronunciarás, libro fallido que divaga sobre los nombres, una trilogía. En el naufragio como tema están presentes Jonás, el Diluvio Universal, los naufragios metafóricos como el de Jonás en el vientre de la ballena, las constantes derrotas del pueblo hebreo, la figura de Absalón o los profetas, sobre todo Isaías, Amós y Jeremías. La meteorología es fundamental, denomina a los huracanes, a los tornados y preside el buen tiempo: de repente caí en la cuenta de que los ciclones —casi siempre bautizados con nombre de mujer— empezaban a cambiar de género. Varios de mis escritores preferidos me inspiraron y aparecen ficcionalizados en medio de la tormenta: De Quincey, Borges, Virginia Woolf, Lowry. Los náufragos-cronistas son mis preferidos: Cabeza de Vaca, Fernández de Oviedo, Juan de la Cosa, Colón.

Síndrome de naufragios empieza con el Diluvio Universal, continúa con los numerosos naufragios imposibles de evitar cuando se navegaba en barco, sigue con los ciclones, se detiene en las fantasías de los poetas, revive sueños y termina en una tempestad en un vaso de agua, una simple y banal historia amorosa. En un diálogo con Julio Ortega en 1986 después de la publicación del libro que comento, él sintetiza así mi trayectoria creativa:

Esta conversación sobre el proceso de variaciones y ampliaciones de tu ficción podría empezar diciendo que desde que publicaste Las mil y una calorías en 1978 y Doscientas ballenas azules en 1979, iniciaste un proyecto de escritura peculiar que parecía marginal, humorística, irónica, hecha lúdicamente y sólo después de la publicación de No pronunciarás y Las genealogías se puede observar, hacia atrás, que era un proyecto de escritura bastante original, distinto y que constituye ya un cuerpo de ficción con marcas propias…

El día de tu boda forma parte de una colección de veinte libros que organicé junto con Carlos Martínez Assad en la SEP, cuando era directora general de Publicaciones y Bibliotecas. Se comentaban fotos de principios del siglo XX albergadas en el Archivo General de la Nación. Yo escogí las tarjetas postales coloreadas que venían desde Italia —de Turín, la marca de fábrica Fotocelere de Angelo Campassi—; llegaron a México poco tiempo después de terminada la Revolución. En ellas se glorificaba a la familia, desde el momento primordial en que Cupido obligaba a los enamorados a mirarse tiernamente a los ojos, peinados y vestidos de manera impecable, para luego enfundarse en trajes de novios, cortados con perfección, a la moda de ese tiempo: las mujeres con el pelo ondulado, las mejillas pintadas, la boca de corazón muy roja, un velo blanco y una tiara de azahares, las cejas depiladas y los párpados muy maquillados, las manos enlazadas y un ramo de azucenas, símbolo acendrado de pureza, aunque de las fotos esté siempre ausente cualquier alusión religiosa; los hombres con frac, plastrón blanco, el pelo engominado, una camelia en el ojal. Después dentro de su casa aparecen rodeados de los numerosos frutos que su amor ha concebido; los abuelos vigilan con satisfacción el desarrollo correcto de su linaje: símbolos tradicionales de la religión cristiana, pero totalmente laicos: pronto estallará la guerra de los cristeros.

Elaborado a partir de fragmentos, es, en gran medida, un ensayo, pero un ensayo libre y narrativo porque para mí este género y la ficción han sido siempre vasos comunicantes. Podría incluirse dentro de un tipo de escritos que Sergio González Rodríguez denomina “el ensayo-relato” o “el ensayo volátil”, donde incluye a varios escritores, la mayoría de mi generación: “Octavio Paz, Jaime García Terrés, Gabriel Zaid, Carlos Monsiváis, Salvador Elizondo, José de la Colina, Francisco González-Crussi, Sergio Pitol, Sergio Fernández y, desde luego, Margo Glantz”.

Me preguntaba, antes de escribirlo, por la causa de la popularidad que tuvieron esas postales, algunas de las cuales aún pueden encontrarse, ya muy descoloridas, en mercados de pequeñas poblaciones perdidas en la República: ¿resguardo contra la guerra? ¿Nostalgia porfiriana? ¿Temor a los cristeros y el olor a estiércol, al desorden? ¿Glorificación de la decente clase media? El exterior violento se enfrenta al interior aterciopelado, pequeño, cerrado, hogareño: es la época del bolero, de las canciones de Agustín Lara, de la sensiblería que nos vuelve cursis. ¿Quién que es quién no tiene su corazoncito enmarcado en una tarjeta postal perfumada suavemente?

Escojo un párrafo de El día de tu boda, lo cito:

Quizá el subterfugio más perverso de esta serie de cartas postales sea el escamoteo. La posibilidad de travestir una realidad y convertirla en arquetipo. El modelo pequeñoburgués se reviste de todas las glorias civiles, cuidadosamente borradas, sin embargo de su entorno. La imagen lírica de la mujer se consagra definitivamente […] desterrando lo religioso para optar por el laicismo: es la diosa del hogar. […] El marido recupera su posición de mando pero sacrifica su volatilidad. La mujer ha sido siempre de su casa como una paloma para el nido, y el hombre, león para el combate, abandona las garras y la melena (nunca el traje ni la corbata) y se vuelve también hombre de su casa (por lo menos en las postales).

[…] El amor más fuerte que la gloria define su moral y organiza sus estatutos...[La postal refleja un mundo puramente óptico, suspendido en el vacío de la foto.]

La amorosa inclinación a enredarse en cabellos se concibió como una especie de relicario, conserva algunas de las muestras más preciadas para mí de una excrecencia del cuerpo humano que ha significado a la vez resurrección y muerte, erotismo y represión. Es un libro-guardapelo. De él dice Carlos Monsiváis:

[…] En estos (algunos) de sus libros, Margo Glantz ha iniciado búsquedas y perspectivas infrecuentes o desconocidas en la literatura mexicana, ha creído en el placer inagotable del texto. En De la erótica inclinación a enredarse en cabellos, Margo persigue la obsesión cultural que hace de la cabellera una zona de fuerza e indefensión, de opresiones y liberaciones. Mientras se puede, el peine es el escudo del aspecto, y el pelo la declaración de obediencia o disidencia. Esclava de los convencionalismos, el ama de casa permanece días enteros en el salón de belleza; indiferente a la sociedad que lo excluye, el joven proletario se contempla infinitamente en el espejo. Ambos personajes coinciden: lo femenino y lo viril son funciones del cabello.

Los cabellos se sueltan, se enmarañan, pero, ¿hay más de un cabello? ¿No significa cabello toda la capilaridad —el conjunto de pelos— que cubre el cráneo? ¿No hay niñas medievales que andan en caballo, se sueltan el pelo y lo dejan deslizarse hacia abajo por la ventana de una alta torre? ¿No ascenderá el caballero la torre utilizando los cabellos de Rapunzel como escala? ¿No le servía a santa Egipciaca su cabellera para ocultar su desnudez? ¿No es King Kong un caballero de pelo en pecho? En los salones de belleza se ordena, acicala, tiñe y riza el cabello, como en el propio libro se traza un embozo de erotismos. En la guillotina, el verdugo separa cuidadosamente el pelo para desgajar el cuello del condenado y colocarle el tocado de rigor y las monjas y las judías religiosas cortan sus cabellos y los cubren con un espeso velo.

Generosa, Jean Franco subraya:

Los pies, los cabellos, la lengua, asocian literatura, cultura y géneros populares, cine y pintura, siglo XVIII y siglo XX. Los géneros y las disciplinas se cruzan y se mezclan cuando descubre un parentesco entre los héroes de la novela romántica y John Travolta, entre los retratos de monjas pintadas en la colonia y los autorretratos de Frida Kahlo. Además (cosa rara en la crítica literaria), De la amorosa inclinaciónestá ilustrado; los peines, las tijeras y el cabello postizo irrumpen en el orden del texto impreso. Estos tres textos no solamente mezclan cultura alta y cultura popular, arte y literatura, anécdota y erudición, sino que tienen el propósito de restaurar el placer íntimo y no mercantilizado que brinda la lectura en el pasado, recordando una época en que los jóvenes y las muchachas coleccionaban citas y poemas y compilaban lo que en inglés se llama The Common Place Book.

Y Diamela Eltit decide que esta obra,

[…] se despliega a la manera de un complicado peinado que tarda una cantidad indeterminada de tiempo en materializarse y por ello acude a todos los tiempos y a diversos estilos. Un peinado ritual cuyo sentido es el acto mismo de hacer del pelo la obra, la obra como un ornamento, un sustituto, una barrera, una anécdota, una fachada, un goce.

Se trata de un género fronterizo lo que marca la crisis de los géneros literarios en el libro de Margo Glantz, en su empecinado rigor por la toma de posesión de estructuras diversas en donde lo ajeno y lo propio se intercambian y en donde el fragmento y la unidad se confrontan con el mismo vértigo de una cabellera enmarañada, es que la palabra desterritorializada —porque nómada, pero jamás errática por su inscripción política— nombra desde el pelo la raza, desde la raza una condición, desde una condición su resistencia, establecida allí.

Al final de esta compilación se incluye Apariciones, novela controvertida; de ella afirma Ricardo Pohlenz: “sin demeritar la valentía que se necesita para llevar a cabo un proyecto narrativo de esta naturaleza, uno resiente en la nueva novela de Margo Glantz un juego de espejos que oscurece y confunde sus intenciones”. Federico Patán añade: “De esta manera la autora ofrece una narración que estimula al lector malicioso y que nunca se pierde en trivialidades”. Pedro Serrano, por su parte, piensa que la novela construye “un palimpsesto lleno de miradas y cada mirada corrige y anota los actos de los demás personajes […] Me interesa por eso ver un lado de la novela que no está explícito. Independientemente de la individualidad particular de cada una de las figuras, las tres son desdoblamientos de la misma mujer…” Nora Pasternak describe la novela y titula su ensayo “El caso Margo Glantz”, ¿un caso clínico, me pregunto?

Este relato erótico está armado a partir de dos series de fragmentos alternos, con motivos que se repiten obstinadamente aunque en un crescendo constante hasta la culminación en el aniquilamiento o en el fin trágico del amor. Se trata de un contrapunto: una serie de amor místico (dos monjas del siglo XVII se flagelan interminablemente para lograr la unión con el Divino Esposo), que la versión actual de una protagonista escritora entiende como una exaltación masoquista de un deseo radical; y otra serie de amor carnal y descarnado, de una pareja bastante explícita en sus gustos.

El trabajo de escritura aquí fue semejante para mí al trabajo de flagelación que las monjas practican sobre su cuerpo. Utilizar los lenguajes de los otros y sobre todo el de las otras —las monjas— para dar cuenta de lo sagrado, me pareció ineludible, pero no era posible limitarse a una simple transcripción, pues aunque se utilicen citas textuales de las religiosas, éstas se ven modificadas o intervenidas por quien escribe. Utilizaré una cita de Barthes para explicarlo: “el habla, lo escrito y la escritura comprometen en cada ocasión a un sujeto por separado”. Y en este caso me comprometieron a mí que escribí la novela. Traté de encontrar un lenguaje que mostrase la cercanía entre mística y erótica, entre cuerpo y espiritualidad. Es más entre el cuerpo femenino y su deseo y la tradición que enmascara tanto su cuerpo como su deseo. Hubo quien me escribió desde la Universidad de Columbia (Graciela Montaldo, crítica argentina) “que la elección de los lugares de enunciación nómadas había sido un acierto: es lo que produce esa sensación de estar adentro y fuera de la historia al mismo tiempo”.

No creo que yo pueda dar cuenta del imaginario erótico de todas las mujeres, pero es importante insistir en que no existe una oposición perfecta entre el cuerpo femenino y el cuerpo viril, y muchas veces el paradigma de la virilidad suele configurarse como apropiación de lo femenino, y viceversa, aunque haya sido mucho más común verbalizar el imaginario masculino.

Sergio González Rodríguez encuentra que…

En Margo Glantz aparecen enfoques y procedimientos ajenos al estereotipo de la feminidad tradicional y, en cambio, advierte la entereza en torno de un desafío de lo diferente: la conciencia de la fragmentariedad del ser íntimo en busca de autonomía y sus conexiones transculturales, que transparentan cada uno de los temas de estudio que suele abordar. O que invaden sus relatos. Este afecto pro el fragmento —en sí un placer hecho de cortes, incisiones, montajes y reconstituciones sabias, donde resuenan el descuartizamiento, el sentido del ensamble estético y la gastronomía literarias— contribuye a plantear una estrategia de ironía, de búsqueda de lo oblicuo desde el punto de vista de una mujer que ahonda en sí misma al revelar a unas y a otros. Y, sobre todo, de lo anómalo, es decir, lo anormal, lo irregular, lo extraño.

En Apariciones se instala un desequilibrio que borra hasta las antítesis que se quieren mejor establecidas: la feminidad o la virilidad absolutas. El componente homosexual forma parte de la lógica de la novela, tanto como el voyeurismo de la niña, el de quien escribe o la ambigüedad que define las relaciones entre las monjas y su cuerpo, entre su deseo de Dios, su carnalidad y la escritura.

Mónica Mansour explicaba en una de las presentaciones del libro, luego publicada en la Gaceta de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y en Debate feminista:

El desdoblamiento y la unión, pues, son dos aspectos fundamentales en esta novela y se crean con experiencias repetidas, además de las referencias artísticas […] Por otra parte se repiten incidentes de ambigüedad sexual […] En mayor medida, los entrecruzamientos se dan a través de préstamos de discursos, palabras y frases repetidas en forma idéntica por distintos personajes en distintas circunstancias.

La poetisa peruana Rocío Silva es categórica:

No existe una lectura ingenua de ninguna novela mística; debajo de su aparente bondad siempre se encuentra una alegoría perversa: fugar del cuerpo al encuentro de Dios es la forma más despiadada de autonegación. Por otro lado, tampoco existe la posibilidad de que un lector se mantenga con los ojos lavados ante una novela erótica; de inmediato, los fluidos caerán sobre sus párpados para descartar la inocencia y dejar paso a lo que se encuentra detrás de toda pretensión de “fusión”: su aberrante naturaleza. Margo Glantz, en Apariciones, busca ambas imposibles rutas hacia la trascendencia y en el camino construye una novela extraña, poderosamente ambigua, “histérica” (en la medida que el cuerpo “inscribe” su voz en el cuerpo). Refundirse o fugar de sí, en medio de fluidos y excrecencias, es también una manera de gozar y de perderse: una forma de escritura.

Augusto Roa Bastos, en una carta fechada en Tolosa el 9 de mayo de 1996, me escribe:

Creo que con este libro usted ha renovado el género. Ante el desborde y la trivialización del tema erótico, del hedonismo anquilosado de tedio, de aburrimiento, de ese no va más del sexo erigido en fetiche de nuestro fin de época y caído como un trapo viejo en los vertederos de la pornografía, usted ha recuperado la desnudez prístina del cuerpo, la energía de sus pulsiones más secretas.

Termino este texto voyeurista, construido con diversas miradas, a la vez un breve intento de reconstruir la recepción que mi obra ha tenido a través de los años. Ruego a sus posibles lectores que también lo miren con detenimiento. Concluyo esta demostración donde el yo ocupa un lugar casi insoportable —quizá otro ejemplo de autobiografía literaria—, imposible de erradicar, por otra parte, en quien trata de cercar o delimitar su propia escritura.

LAS GENEALOGÍAS

Mi padre y mi madre de carnaval

Dedico este libro, pleonásticamente,a mis padres, Lucia y Nucia, ya fallecidosy a mis hermanas, Lilly (muerta también),Susana y Shulamis

Advertencia

Este libro fue publicado parcialmente por entregas en el periódico unomásuno, periódico en el que colaboré desde su fundación. Le agradezco a Carlos Payán haberme alojado allí. Ahora aprovecho la oportunidad para volver a agradecerles a todos los amigos el consejo que me dieron de reunir los textos: Luis y Lya Cardoza y Aragón, Susana Glantz, Jacobo Guzik, Cristina Barros, Laura Trejo, Annunziata Rossi, Hugo Hiriart.

Reordenado, corregido y completado después de un viaje a la antigua Unión Soviética, a finales de 1981, fue editado ese mismo año por Martín Casillas. La SEP lo publicó en la Segunda Serie de Lecturas Mexicanas en 1987, con addenda y correcciones escritas en agosto de 1986. La editorial Alfaguara lo reeditó con un post scriptum de junio de 1990 y, luego, en julio de 1997. En 2006 lo reeditó la editorial PreTextos con una nueva selección de fotografías familiares. Ahora lo incluyo en este segundo tomo de mis Obras reunidas, editadas por el Fondo de Cultura Económica.

Mi padre y los tíos panaderos

Todos, seamos nobles o no, tenemos nuestras genealogías. Yo desciendo del Génesis, no por soberbia sino por necesidad. Mis padres nacieron en una Ucrania judía, muy diferente a la de ahora y mucho más diferente aún del México en que nací, este México, Distrito Federal, donde tuve la suerte de ver la vida entre los gritos de los marchantes de La Merced, esos marchantes a quienes mi madre miraba asombrada, vestida totalmente de blanco.

A mí no puede acusárseme, como a Isaac Bábel, de preciosismo o de biblismo, pues a diferencia de él (y de mi padre) no estudié ni el hebreo ni la Biblia ni el Talmud (porque no nací en Rusia y porque no soy varón) y sin embargo muchas veces me confundo pensando como Jeremías y evitando como Jonás los gritos de la ballena. Como Juana de Arco oigo voces pero ni soy doncella ni quiero morir en la hoguera aunque me sienta atraída por ese colorido chillón (y bello) que Shklóvski le reprochaba a Bábel cuando aún no eran viejos y que ahora recuerda con nostalgia que sí lo es (Shklóvski, porque Bábel murió en un campo de concentración en Siberia el 14 de marzo de 1941).

Quizá lo que más me atraiga de mi pasado y de mi presente judíos sea la conciencia de los colorines, de lo abigarrado, de lo grotesco, esa conciencia que hace de los judíos verdaderos gente menor con un sentido del humor mayor, por su crueldad simple, su desventurada ternura y hasta por su ocasional sinvergüenza. Me atraen esas viejas fotografías de un abonero lituano, con su barba puntiaguda (propicia a las persecuciones) y su abrigo desmesurado, mirando desde la cámara con una sonrisa “borracha y rolliza”, mientras ofrece baratijas; al lado aparece, solemne pero desaliñado, el vendedor de ropas de muerto, chacal de los corrales, porque sabe olisquear la muerte próxima de quien habrá de venderle el traje. También me atraen esos niños de jeider (escuela judía) que van acompañando a un abuelo, el niño sin zapatos y el abuelo con la mirada gastada y la barba blanca, pero no les pertenezco, apenas desde una parte aletargada de mí misma, la que me toca de cercanía con mi padre, niñito campesino, benjamín de una familia de emigrantes, cuya hermana mayor, Rójl, desapareció de la casa desde chica, quizá en Besarabia (tal vez en otra parte, ¡qué importa a estas alturas!) y cuyos hermanos empezaron a emigrar hacia los Estados Unidos después de los pogroms de 1905.

Si veo a un zapatero de Varsovia o a un sastre de Wolonin, a un portador de agua o a un barquero del Dniéper, me parece que son hermanos de mi padre, aunque sus hermanos se volvieron prósperos comerciantes en Filadelfia y cambiaron el gorrito y la barba por las ropas de los grandes almacenes, probablemente Macy’s. Si veo a varios niños de Lublin que apenas alcanzan una mesa y se sientan, azorados, siempre con sus cachuchas, frente a unos viejos libros, mientras el melamed (profesor) les señala con un marcador los caracteres hebreos, me parece también que miro a mi padre terminando las labores del campo, con los zapatos enlodados (del otro lado sus hermanos llevan zapatos Andrew Geller), sin poder jugar porque ha de aprender los mandamientos, el Levítico, y el Talmud y las ordenanzas de esas fiestas y celebraciones que me son, muchas veces, ajenas.

No tengo una infancia religiosa. Mi madre no separaba los platos y las ollas, no hacía una tajante división entre los recipientes que podían albergar carne y aquellos que se llenaban con los productos de la leche. Mi madre nunca usó, como mi abuela, esa peluca que ocultaba su pelo porque sólo el marido puede ver el pelo de su mujer legítima, y eso que mi abuela Sheine fue la segunda mujer de mi abuelo (la primera murió, ¿de parto?, no se sabe, nadie lo recuerda) y su hija Rójl, la que emigró hacia el corazón inmenso de la Rusia Blanca, fue hija del primer matrimonio.

En cambio, conocí los bellos jales que se ofrecían en una panadería con letras hebreas orgullosas de una mercancía trenzada que se ha agregado a nuestros panes porque un tío mío las introdujo a esta ciudad antes que su ayudante, el señor Filler, las comercializara en los supermercados. Tampoco he visto llegar a mi madre a esa misma panadería (a cualquiera de las que tenían mis dos tíos) llevando su olla de tcholnt, guisado de tripas, carne, papas y frijoles, y guardarla en el horno el viernes antes de que anocheciera para que conservase el calor, el sábado a mediodía, y comer caliente la comida principal sin faltar al respeto al sabbath, pero sí recuerdo a mi tío Mendel rezar junto a la ventana con sus tales y su yamelke pero sin patillas, y moverse al son de sus oraciones como sacudido por la risa; o más bien era yo quien se sacudía de risa en esa hora larga anterior a que pasáramos a la mesa, igual que ahora se sacuden de la risa mis dos hijas, mientras alguna gente de la familia canta las oraciones anteriores a la Pascua o las que santifican el viernes…

Yo sí me he metido en los hornos. En la calle de Uruguay, siempre por esas calles de nombres lagunilleros y conosureños, como premonición y nostalgia de las posibilidades múltiples que tuvimos de emigrar a tierras desconocidas. Mi tío Guidale nos permitía entrar en el horno tibio del sábado, de donde salían esas galletitas de alma de membrillo mordisqueadas eternamente, porque mi tío sabía que mis dientes eran tiernos como los de los ratones que regalan dinero a cambio de los dientes de los niños buenos. Esas galletitas solían alternarse con unas rosquillas muy bien trenzadas de chocolate, contrastaban por su dureza con la blanda consistencia de la jalea enmarcada por una pasta inolvidable. Siempre soñé con tener una panadería y despachar panes y cada vez que le entregara a un cliente su bolsa repleta de maravillas, comer, entre miradas de soslayo, algunas de las galletitas que se desplegaban en las vitrinas, cuidadosamente arregladas para deleitar a los clientes goim o judíos. Al lado está y sigue estando el restorán El Danubio, pero entonces no me gustaban los mariscos.

Mi madre cuenta para remachar este hilo la escena final de la muerte del hermano de mi papá, del tío Albert, quien en Filadelfia murió de cáncer dejando como único testamento un papel donde aseguraba que el cáncer no es hereditario.

Veo, también, desde lejos, con las venas y las vísceras alebrestadas, una imagen de mi tío Guidale llorando a su mujer, mi tía Jane, hermana de papá, tirada sobre el suelo, envuelta en una sábana muy delgada, muerta después de un cáncer muy largo, y su llanto y sus palabras son hermosas, como fueron también mis escapadas con un novio con el que andaba justo cuando estaba agonizante mi tía Mira, enferma de cáncer en el hígado, cadavérica y amarillenta como los judíos de cualquier campo de concentración, y a la que casi no fui a visitar antes de que se muriera porque prefería irme de pinta con el goi.

Yo tengo en mi casa algunas cosas judías, heredadas, un shofar, trompeta de cuerno de carnero, casi mítica, para anunciar con estridencia las murallas caídas, un candelabro de nueve velas que se utiliza cuando se conmemora otra caída de murallas durante la rebelión de los macabeos, que ya otro goi (como yo) cantara en México (José Emilio Pacheco). También tengo un candelabro antiguo, de Jerusalén, que mi madre me prestó y aquí se ha quedado, pero el candelabro aparece al lado de algunos santos populares, unas réplicas de ídolos prehispánicos (el que me las vendió dice que son auténticos, pero Luis Prieto los ve, se moja los dedos en saliva, los tienta y dice que no), unos retablos, unos exvotos, monstruos de Michoacán, entre los que se cuenta una pasión de Cristo con sus diablos. Por ellos, y porque pongo árbol de Navidad, me dice mi cuñado Abel que no parezco judía, porque los judíos les tienen, como nuestros primos hermanos los árabes, horror a las imágenes.

Y todo es mío y no lo es y parezco judía y no lo parezco y por eso escribo —éstas— mis genealogías.

I

Prendo la grabadora (con todos los agravantes, asegura mi padre) e inicio una grabación histórica, o al menos me lo parece y a algunos amigos. Quizá fije el recuerdo. Mi madre me ofrece blintzes (crepas) con crema (el queso lo hace sobre todo ahora que ya no tiene un restaurant que atender y mi padre hace poesía “muy interesante”). Le pregunto acerca de su infancia y Jacobo Glantz contesta:

—Jugaba, comía y les buscaba el púpik (ombligo) a las niñas. Nadie me ombligaba.

—¿Qué edad tenías?

—La edad media.

Continúo preguntando y hago la pregunta obligatoria:

—¿A qué se dedicaba tu papá?

—Se dedicaba a cuidar las vacas, los caballos, el campo y a hacer niños.

—¿Cuántos niños hizo?

—Creo que los hizo solo, porque en aquella época no se usaban los ayudantes, la producción era manual. Éramos cinco hijos y cuatro hermanas.

Mi padre provenía de una región de estepas ucranianas donde se habían fundado colonias agrícolas para los judíos, cerca de un afluente —“influyente”, dice papá— del río Don, al que le cantan los cosacos, junto con el Volga, canciones que mi papá cantaba, cuando yo era niña, como si fuera un cantor negro (tenor).

Mi madre, en cambio, vivía en Odesa y su padre era importador de cosas “exóticas”: mandarinas, naranjas, limones, cacahuates, piedra pómez, quizá vino negro de Quíos, tabaco, ¿de Virginia?, y una piedra azul, “no sé para qué servía y muchas otras cosas”.

—¿Desde dónde venían las cosas?

—De Italia, de Chipre los cacahuates, de Singapur…

—¿De qué país es Singapur?

—Chingapur —interviene riendo mi padre.

Mi padre se mexicaniza

Los demás también reímos como tontos. Se oye el ruido de los cubiertos sobre el plato de blintzes, sobre los vasos de cristal de pepita (y los portavasos de plata), mi padre le echa cinco cucharaditas de azúcar al té y yo aprovecho para insistir:

—¿De dónde más traían las cosas?

—¿El ajonjolí? De Turquía; no me acuerdo, no me interesaba mucho, tenía yo diez años, como Renata, fue antes de la guerra, apenas escuchaba. Recuerdo una tragedia: llegó una vez un barco con un cargamento importante de naranjas, desde Italia, y todas las naranjas estaban podridas, tuvieron que echarlas al mar y los pescaditos tomaron jugo de naranja.

—Pero eso fue en Odesa y tú me contaste que cuando muy chica no vivías allí, sino en el campo, muy lejos de la ciudad.

—Mis abuelos maternos eran abastecedores de ingenios de azúcar en Grushka, ingenios de remolacha.

—¿Qué quieres decir con eso, que producían el betabel y se lo vendían a los ingenios?

—Mis bisabuelos y mis abuelos rentaban los campos de remolacha y compraban la cosecha y luego la vendían a los dueños de los ingenios. Tenían además ganado y aprovisionaban a la gente del pueblo de carne y lana. El río se rentaba, además.

—¿Cómo?, ¿rentaban el río?

Uno está acostumbrado a que la tierra se diera en arriendo pero yo nunca había oído antes que un río se rentase.

—El río producía carpas que mis abuelos vendían a los campesinos.

Pescadores y comerciantes al mismo tiempo. Mi padre lo sabe todo e interviene:

—Los padres de tu mamá vendían arenque.

Mamá guarda silencio un rato y luego dice: “Eran carpas de agua dulce”.

La dulzura de las carpas se combina con la de los ingenios, con la de las mermeladas de fresa dentro del té, que está hirviendo.

—¿Cómo se conocieron tus padres, mamá?

—Mis dos abuelos tenían plantaciones de betabel y concertaron la boda: fue una alianza de ingenios.

Mis abuelos maternos emigraron a la ciudad porque el zar les prohibió a los judíos vivir de los productos del campo. Mis abuelos paternos vivieron en una pequeña colonia agrícola porque el zar les concedió a los judíos de otras regiones vivir de la agricultura. Las dos ramas de la familia eran contemporáneas…

II

Mi fuerte nunca ha sido la geografía, siempre confundo los ríos del norte con los del sur y sobre todo los que se salen de cauce americano y eso que mi madre se llama Elizabeth Mijáilovna Shapiro y mi padre Jacob Osherovich Glantz, en privado, y para sus amigos Lucia y Nucia o Yánkl y Lúcinka, a veces Yasha o Luci y en Rusia, él, Ben Osher, y mamá, Liza. Esta constatación (y la pronunciación adecuada de los nombres, cosa que casi nunca ocurre) me hacen sentir personaje de Dostoievski y entender algo de mis contradicciones, por aquello del alma rusa encimada al alma mexicana.

Yánkl nació en Novo Vitebsk, en el sur de Ucrania, pueblo fundado con las sobras de Vitebsk, no lejos de Polonia, cuando este país estaba desmembrado y los rusos eran dueños de esa comarca. El zar Alejandro II concedió tierras a los judíos para que se dedicaran a la vida agrícola porque las estepas ucranianas estaban deshabitadas o eran visitadas por grupos nómadas. La colonia de mi padre constaba de trescientas o trescientas cincuenta familias y hubo alguna vez nueve familias alemanas que les enseñaron a cultivar la tierra, hacia mediados del siglo XIX, cuando mi bisabuelo Mótl llegó a esa comarca despoblada a fundar la casa que luego sería de mi padre. Yánkl confunde muchas cosas, trastrueca fechas y cambia imágenes, habla del humor y alegría de sus familiares conocidos en toda la comarca, ejemplificados solamente por consejas, como la que dice que mi bisabuelo Mótl era muy inteligente y aconsejó a los miembros de la aldea que pidieran tierra hacia lo hondo y no hacia lo ancho. El pueblo de mi bisabuelo estaba en Bielorrusia.

—Bielorrusia, sí, Rusia Blanca —asiente papá—, bieli quiere decir blanco. Hay también Malirrusia, la Rusia Chica, Ucrania, Lituania, Letonia, que estaban pegadas, Minsk, Kovno, Pinsk, Vilna, etcétera. Mi mamá vino de Cremenchug, ciudad importante de Ucrania.

Procedencia que he conocido apenas hace unos días, porque mi madre encontró entre los numerosos y revueltos papeles de mi padre un certificado de mi abuela que marca con cuidado el día de su nacimiento, el 17 de mayo de 1864, y su ciudad natal. Mi padre anuncia ante el estupor de mi madre que no lo sabía, que él también nació en Cremenchug de donde salió a la edad de tres semanas. Su hermano Leibele, muerto de viruelas a los tres años y menor que mi padre, nació en la aldea de Novo Vitebsk. Mamá y yo nos miramos asombradas, la duda permanece porque los datos varían cada vez que se le da cuerda al recuerdo. No importa, las capas de la memoria se montan sobre la escritura como se montaba el techo de dos aguas sobre la casa de mi padre, casa con pequeñas ventanas “como ojitos y cejas grandes; los ojos formados por el techo de paja, hecho de dos pedazos de madera sobrepuesta en pico, ¿entiendes?, en el triángulo que formaban los dos techos había paja, y cuando había pogroms me escondían allí; abajo, la kluniá, el granero”.

A lo lejos, o alrededor, a dondequiera que se mire, siempre la estepa. Esa estepa tan admirada por Chéjov y por Gógol, esa estepa que le hace escribir un poema a mi padre cuando nace Lilly, mi hermana mayor:

Extrañas son para mí las montañas de nieve eterna,

como son extrañas para mi niña las planicies de Ucrania.

III

Los padres de mi madre nacieron en comarca de ingenios de remolacha y de ríos poblados por carpas de agua dulce que no llegan hasta el Volga; en cambio los cosacos del Don sí tienen que ver con mis antepasados. Los padres de mi madre se casaron por decisión de la familia.

—Éramos de la Podólskaya Gubernia, como quien dice del estado de Podol, provincia de Ucrania, mi padre de Grushka y mi madre de Ustia. Los dos abuelos, abastecedores de ingenios; como en aquel tiempo se buscaba que los novios fueran de la misma procedencia, no querían que fuesen hijos de artesanos. Por eso, cuando me casé con tu papá, el mío me dijo que debía indagar si no era hijo de zapatero o de sastre y yo le dije: “¿Qué importa?” “Tú no sabes”, me respondió, “ésos tratan mal a la gente.”

Siempre hay justicia poética. Durante la Revolución el hermano mayor de mamá, Ben Zion, trabajó de zapatero en un pueblito de Ucrania, hoy desaparecido del mapa.

La boda se concertó cuando ambos contrayentes tenían quince años y los casaron cuando tenían dieciocho días de conocerse. En ese pueblo nació mi madre y todos sus hermanos, eran siete, y ella la penúltima. El menor murió muy joven, Aliosha, peleando al lado de los bolcheviques. Salieron mis abuelos del Podol cuando mi madre tenía alrededor de ocho años, hacia 1910, porque un decreto del zar prohibió que en esa región hubiese campesinos judíos. Mis abuelos emigraron a Odesa, centro judío importante, y mi abuelo Mijaíl fue durante un tiempo encargado de una fábrica de conservas de unos tíos muy ricos que luego se fueron a Moscú. Más tarde se asoció para crear una empresa de exportación e importación con un primo de mi madre, Zalman Weisser, corresponsal extranjero que sabía varias lenguas: italiano, francés, inglés, alemán…

—¿Español, también?

—No, en ese entonces se usaba poco.

—¿La fábrica de los otros tíos qué conservaba?

—Sardinas, creo también que jitomates, muchas latas; Odesa era un puerto de macarelas, de todo tipo de sardinas.

Mis abuelos vivían en la Ievréskaya Ulitzá, 21, o calle de los hebreos (y efectivamente estaba llena de judíos) y al final tenía una gran sinagoga y junto a la casa de mis abuelos una editorial muy conocida, la del gran poeta judío Biálik y su colega Rovnitzki.

—Era una calle arbolada, llena de acacias y de seereñ(es): árbol grande con una florecita morada, parecida al hueledenoche, por su olor y su forma. Bella calle perfumada. Al lado de los árboles no ponían cemento sino piedritas muy pequeñas y afiladas. Allí me caí una vez y no podía levantarme porque me sangraban las rodillas, lloré y en ese momento pasaban Biálik y Rovnitzki, me oyeron y me llevaron con mi mamá, así cargada…

—¿Quién te cargó, Biálik o Rovnitzki?

—No me acuerdo; mi mamá se asustó mucho. Biálik era un hombre ya grande, bajito, muy agradable, no guapo, pero agradable, y Rovnitzki era alto, delgado, flaquito, bastante mayor y siempre llevaba un sombrero de paja, de eso me acuerdo todavía, fíjate. Biálik, Jaim Najman Biálik, el poeta nacional judío, quien escribió después del pogrom del año 1905, después de la primera Revolución fallida, La ciudad de la matanza. Allí imprecaba a los jóvenes judíos que permitieron a los cosacos violar muchachas y matar judíos. Claro, si no se hubiesen escondido los hubiesen matado a ellos. Su poema fue traducido al ruso y a otros idiomas. Una gran protesta. La mamá de mi cuñada Sara fue asesinada en ese pogrom, estaba en la casa, sentada en su silla de ruedas porque era paralítica, y llegaron los cosacos y empezaron a saquear y todos huyeron y se escondieron porque eran jóvenes y fuertes, pero la señora no se podía mover y la mataron nomás porque sí. Los cosacos servían para la protección nacional.

—¿…?

—Les daban lo que querían para que estuvieran contentos. Sobre todo y después de una revuelta como la de 1905. ¿Qué podía haber en las aldeas judías, además de un candelabro del sábado?

—No eran judíos —dijo de repente mi padre—, estaban jodidos.

IV

Para entender la fisonomía y la psicología de mi abuelo paterno basta con leer a Bashevis Singer; digamos que su vida transcurría, como debe de ser, entre nacimientos de hijos, trabajos del campo y ceremonias religiosas y, algunas veces excepcionales, solía caer en trances filosóficos: se trataba de una filosofía muy simple, casi confuciana.

Mi abuelo Osher era “un poco más que chaparro, ¿importa?”, guapo, de ojos azules; mi abuela Sheine era tan bonita como su nombre, de ojos oscuros, el pelo no se le veía porque usaba peluca excepto para su marido, aunque era oscuro, porque cuando murió, “como a los setenta y ocho años”, no tenía ninguna cana; fue guapa también y muy bajita. Los abuelos maternos son más o menos exactos a los abuelos paternos, con excepción de la estatura de mi abuelo Mijaíl, que era muy alto, y el color de la barba de mi abuelo Osher, que era roja, como la de mi sobrino Ariel, a fin de cuentas parecido a los personajes de Bábel, “hombre sencillo y sin picardías”; aunque todos los pelirrojos eran considerados como hombres irascibles y violentos, Osher Glantz no lo era, quizá lo salvaba el tono rubio claro de su cabello.

En casa de mi padre se comía todo lo que comían los campesinos rusos, separando cuidadosamente (eso sí) la carne de la leche; por eso mi padre asegura que los niños judíos de teta no son judíos kosher, pues mezclan sabiamente las dos cosas. Esa forma de comer, absolutamente religiosa, obligó a mi abuela, cuando vino a México, a no permanecer en casa de mis padres porque la comida era treif (impura).

—¿Te acuerdas de tu papá?

—Era buena gente.

—¿Qué más?

Mi madre de joven y mi padre en 1917

—Pobre.

—Pero ¿qué más?

—Pobre. Tenía dos caballos, un caballito o potrito, dos vacas, una ternerita, unas treinta gallinas, un gallo, una casa con piso de tierra y techo de paja y en la puerta un letrero que decía EMPUJE.

—¿En yidish?

—En yidish.

—¿Qué más?

—¿Qué más?

—Sí, ¿qué más?

—…

—¿Por qué dices que era pobre, si tenía tantos animalitos?

—Era una pobreza diferente, una vida humilde, sobre todo si comparas cómo se vive aquí.

—Y ¿almohadones de pluma tenías?

—Sí, la cama de mis padres era muy alta y tenía muchos cojines de pluma de ganso. Había un cuarto muy grande a la entrada, una mesa con bancos, y, al lado derecho, el horno, y mamá estaba sentada en el suelo y cosía y, después, más adelante, otro cuarto con otra cama alta, la de mis padres. Después dos recámaras de los muchachos con camas altas y muchos cojines de plumas y la ternerita recién nacida estaba en la casa y cuando nació brincaba, lo mismo que el potrito. El caballo era amarillo, el otro blanco.

¡Tonterías!, ¿para qué cuento?

(De repente me violenta una nostalgia, la de esos colchones de pluma que mi madre trajo como dote a México, sobre los que nos echábamos y hundíamos los domingos por la mañana para jugar con papá, quien luego nos cortaba las uñas de los pies.)

—¿Tenía sentido del humor?

—¿Quién, papá? Mucho. Una vez que discutían los campesinos con los delegados del Prikáz (delegación agraria) para que les dieran más tierra, les dijo: “No peleen, si no les dan tierra a lo ancho, pídanla hacia abajo, con eso basta”. Yo tenía doce años cuando pasó sus últimos meses de vida. Me acuerdo cuando él iba al pueblo y yo quería ir y no me dejaba y yo lo perseguía más de un kilómetro.

—¿Por fin te llevaba?

—Sí, en el furgón, carro de cuatro ruedas y tablas y unos sacos llenos de mies que mi padre traía del campo a la casa para dar de comer a las gallinas. Antes lo llevaba al molino.

—¿Para qué?

—Para molerlo. ¿No sabes? Hay que moler el trigo para hacer harina.

—¿De quién era el molino?

—Del viento y del pueblo.

—¿Qué iba a hacer tu padre al pueblo?

—Compraba cosas para la casa, comida. Era la feria; los caballos cabeceaban y mi padre les daba trigo. Papá era muy fino, entre siembra y siembra cuando no había nada que hacer en el campo iba al pueblo y cambiaba los vidrios de las ventanas.

—Y ¿tus hermanos qué hacían?

—Mira y Jane vivieron conmigo largo tiempo; mi hermano Moishe Itzjok se fue a los Estados Unidos junto con mi hermano Abréml (Albert); ellos trabajaban también en el campo. Abraham estuvo tres años y medio en el ejército del zar. En los Estados Unidos, en Filadelfia, estaban los hermanos mayores Elis, Meier, Leie, desde 1906. Los menores se fueron unos meses después de muerto mi padre, en 1915.

—¿Ustedes por qué no se fueron?

—Mi mamá no podía irse, tenía su casa, su yunta, el carro, ¿cómo los iba a dejar? Cuando se fueron mis hermanos, Mira y Jane trabajaron en el campo, sobre todo Mira, que era muy fuerte y responsable. Como yo era chico iba al jeider.

—¿Al jeider?

—Sí, a la escuela judía, desde los tres años íbamos allí, y ya aprendíamos el orden de las oraciones, pero antes el alfabeto hebreo. En la tercera fase, a la edad de trece años, cuando murió papá, leíamos el Talmud. Luego, si éramos buenos estudiantes podíamos ir a la Yeshiva, universidad hebrea, pero yo tuve que ir a las minas de carbón para ayudar en mi casa. Entre los campesinos había un rebe (un profesor), tenía como veinte muchachos en el jeider, nos sentábamos a una mesa larga, larga, y cantábamos la Biblia, y él, sentado allí, se dormía y los niños le pegaban la barba en la mesa con pegol y luego se la tenía que arrancar con piel y todo.

V

No te bañes nunca en el mismo río o no dejes que el agua te llegue a los aparejos o cuando el agua suena agua trae, podrían ser proverbios que casen con algunas formas de baño.

El abuelo de mi padre, “Mótl der gueler”, “Manuel el Amarillo”, digo yo, “No”, corrige mamá, “el Pelirrojo”, llegó de Vitebsk —cerca de Polonia— a una aldea cerca de Odesa —Novo Vitebsk—, fundada por un decreto del zar Alejandro II, “un zar bueno” que más tarde fue asesinado por los terroristas, entre los que se encontraba aquella Vera Figner que fabricaba bombas a pesar de provenir de una familia de la alta clase media, y quien, como más tarde mi madre, quería estudiar medicina en Rusia en una época antediluviana, 1872, y sólo pudo hacerlo en el extranjero, en Suiza.

Mótl el Pelirrojo tuvo siete hijos, uno de ellos mi abuelo Osher, y otro, el tío Kalmen, asesinado en un pogrom.

—La colonia agrícola estaba dividida en dos partes, por en medio pasaba el río y a la mera orilla estaba el baño público.

—¿No había baños en las casas?

—No, los hombres iban los viernes a bañarse.

—Y ¿las mujeres?

—Las mujeres tenían la mikveh, es que cuando la mujer tenía su tiempo, cuando terminaba su tiempo, iba a la mikveh y quedaba kosher para su marido.

La escuela de mi padre, el jeider, estaba al lado de los baños públicos. De día los niños ayudaban en el campo y de noche estudiaban y a eso de las nueve salían rumbo a sus casas y pasaban junto a los baños públicos, habitados, según la leyenda, por los