Orígenes y expresiones de la religiosidad en México - María Teresa Jarquín Ortega - E-Book

Orígenes y expresiones de la religiosidad en México E-Book

María Teresa Jarquín Ortega

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En el presente libro se condensa una serie de trabajos discutidos en las sesiones que el seminario de investigación "Santos, devociones e identidades" de El Colegio Mexiquense, A.C celebró en 2017, con la participación de diversos investigadores del fenómeno religioso, procedentes de diferentes instituciones de educación superior del país. Los estudios que aquí se exponen explican, a la luz del examen histórico, antropológico y sociológico la manera en que la Iglesia católica ha conseguido adaptarse y sobrevivir al paso del tiempo, a través del fomento de los cultos cristológicos, la veneración a la Virgen María y sus distintas advocaciones, a los santos y las expresiones devocionales en el México novohispano y decimonónico. Los cuales, en varios de los casos constituyen procesos de larga duración que, hoy en día, se consagran como elementos cohesionadores e identitarios de los pueblos, pero también como material digno de estudio por su significativa carga histórica y simbólica, capaz de explicar su supervivencia entre las sociedades del presente.

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El Colegio Mexiquense, A.C.

Dr. César Camacho

Presidente

Dr. José Antonio Álvarez Lobato

Secretario General

Dr. Raymundo César Martínez García

Coordinador de Investigación

302.725O75

Orígenes y expresiones de la religiosidad en México: Cultos cristológicos, veneraciones marianas y heterodoxia devocional / Coords. María Teresa Jarquín Ortega y Gerardo González Reyes.— Zinacantepec, Estado de México: El Colegio Mexiquense, A. C., 2020.

382 p.: ils. Contiene relación de documentos de archivo y bibliografía consultada ISBN 978-607-8509-59-1 (edición impresa) ISBN 978-607-8509-72-0 (edición electrónica)

1. Religión y sociedad − México (Estado) − Siglos xvii − xviii. 2. Religión − México − Siglos xvii − xix. 3. Vírgenes − Culto y tradiciones − México. 4. Jesucristo − Culto y tradiciones − México. I. Jarquín Ortega, María Teresa, coord. II. González Reyes, Gerardo, coord. III. t.

Edición y corrección: Rebeca Ocaranza BastidaFormación y tipografía: María Eugenia Valdes Hernández y Luis Alberto Martínez LópezDiseño y cuidado de la edición: Luis Alberto Martínez LópezIlustración de portada: s/a, 1813, Retablo votivo dedicado al Señor del Huerto, tomado de Colín (1981: 32).

Primera edición digital 2021

D.R. © El Colegio Mexiquense, A. C. Ex Hacienda Santa Cruz de los Patos s/n, Col. Cerro del Murciélago, Zinacantepec 51350, México MÉXICO Página-e: www.cmq.edu.mx

Esta obra fue sometida a un proceso de dictaminación académica bajo el principio de doble ciego, tal ycomo se señala en los puntos 31 y 32, del apartado V, de los Lineamientos Normativos del Comité Editorial de El Colegio Mexiquense, A.C.

Queda prohibida la reproducción parcial o total del contenido de la presente obra, sin contar previamentecon la autorización expresa y por escrito del titular de los derechos patrimoniales, en términos de la LeyFederal de Derechos de Autor, y en su caso, de los tratados internacionales aplicables. La persona queinfrinja esta disposición se hará acreedora a las sanciones legales correspondientes.

Hecho en México /Made in MexicoISBN 978-607-8509-59-1 (edición impresa) ISBN 978-607-8509-72-0 (edición electrónica)

Contenido

Introducción

I Cultos cristológicos

Creación cultural indígena en momentos de idoloclastia hispana. Trasfondo etnohistórico de la escultura del Señor del Calvario en ColhuacanGilberto León Vega

Un ejemplo de religiosidad barroca, el culto al Cristo de Chalma, siglo xviiGerardo González Reyes, Magdalena Pacheco Régules y Rosa María Camacho Quiroz

Imagen, fiesta y devoción en Atlacomulco. La veneración al Señor del Huerto, siglo xixAntonio de Jesús Enríquez Sánchez

II Veneraciones marianas

Espacios sagrados de devoción, las capillas a la virgen de Loreto en el Bajío novohispanoErika González León

Celebración y procesión. La cofradía de Nuestra Señora de la Guía y su fiesta titular (1690-1700)Yasir Armando Huerta Sánchez

Mayordomos y bienhechores. La virgen de San Juan de los Lagos y las zonas mineras de Guanajuato, Zacatecas y Real de Bolaños en el siglo xviiiOmar López Padilla

El culto a la virgen de los agraristas: la invención de una tradiciónFrancisco Javier Velázquez Fernández

Devoción y prodigios de Nuestra Señora de los Ángeles de la Asunción de Tecaxic durante la época novohispanaMaría Teresa Jarquín Ortega

III Heterodoxia devocional

Velos tenues entre dos tribunales novohispanos (Valle de Antequera, 1611-1612)Jesús Alfaro Cruz

Devociones al oriente del valle de Toluca: Ocoyoacac, Capulhuac y Xalatlaco vistos a través de la visita pastoral de Francisco Aguiar y SeixasEdwin Saúl Reza Díaz

Los rosarios del padre José de Lezamis (1684-1750), cura del Sagrario de MéxicoRocío Silva Herrera

¿Una feligresía renovada? Congregaciones del Santísimo Sacramento y Escuelas de Cristo en la ciudad de México, siglo xviiiCarolina Yeveth Aguilar García

“Escándalos” constantes: la reglamentación de la procesión de Corpus Christi en la ciudad de México (siglo xviii)Karen Ivett Mejía Torres

Misma celebración en distintos lugares: diferentes mensajes. Festejos por la canonización de Juan de la Cruz, Puebla de los Ángeles, 1729Jessica Ramírez Méndez

Introducción

A PRINCIPIOS DEL AÑO 2011 la prensa nacional difundió una noticia que causó revuelo entre los diversos sectores de la sociedad mexicana, especialmente entre la alta jerarquía católica y los intelectuales dedicados al examen del fenómeno religioso: la crisis estructural de la Iglesia católica. El caso Maciel, una pieza dentro del complejo entramado de esta institución, no era precisamente el causante de esta situación, sino más bien el asunto de pluralización cultural que nuestro país venía manifestando desde la última década del siglo xx.

Los datos duros arrojados por el Inegi en materia religiosa revelaban la notable disminución de católicos en comparación con el último registro del año 2000. De 88.0% se redujo a 83.9%, es decir, hubo un descenso de 4.1% de feligreses en una década (Barranco, 2011). De mantenerse esta tendencia las proyecciones seculares encenderían los focos rojos para la institución eclesiástica con más vigencia en nuestro país. Pero al margen de las visiones catastróficas es claro que la contabilidad indicaba al menos dos fenómenos insoslayables; por un lado, la diversificación religiosa de nuestro país, es decir, el número creciente de protestantes o evangélicos, así como de grupos neopen-tecostales; y, por el otro, la fractura del monopolio de “una aparente cultura religiosa única”. Atinadamente Bernardo Barranco, experto indiscutible en estos temas, relativizó la crisis de la Iglesia católica a la luz de los datos del censo (Barranco, 2011), en particular por el peso cultural e histórico que ha tenido el catolicismo en nuestro país desde hace más de cuatro siglos.

En efecto, a la luz del examen sociológico e histórico, algunos especialistas han destacado la capacidad de adaptación de la religión frente a cualquier circunstancia histórica como la que enfrenta en estos momentos el catolicismo; de tal suerte que la diversidad religiosa es en realidad una expresión de su fortaleza. En otras palabras, la religión católica afirma su cohesión mediante la pluralidad de sus manifestaciones (Traslosheros, 2012: 6). A partir de esta última evidencia los textos que aquí incluimos nos permiten mirar con detalle el tema religioso en la larga duración, con la intención de entender las formas de organización social en torno a las veneraciones y, sobre todo, para demostrar que la pluralización y la diversificación religiosas no son un asunto nuevo ni propio de este siglo, sino una materia inherente a su naturaleza misma. Por tanto, aquello que se advierte como crisis estructural no es otra cosa que diferentes respuestas sociales frente a la difusión del dogma católico. En palabras llanas, se trataría de la manifestación de las distintas expresiones de la religiosidad en México, o de cómo la feligresía vive y practica la religión de acuerdo con sus necesidades y circunstancias. Para contrastar esta hipótesis los trabajos que reunimos en este libro se han organizado en tres ejes temáticos: cultos cristológicos, veneraciones marianas y heterodoxia devocional. El punto de convergencia son las manifestaciones de religiosidad entre la feligresía a lo largo de los últimos cuatro siglos de la historia de nuestro país, con especial énfasis en las construcciones y prácticas devocionales, los festejos, la invención de cultos como respuesta a circunstancias precisas y, desde luego, el examen de las relaciones de poder detrás de las veneraciones.

La sección dedicada a los cultos cristológicos se inaugura con el trabajo de Gilberto León sobre el Señor del Calvario en Colhuacan. Se incluye en primer lugar debido a que es un ejemplo representativo de la combinación de dos culturas y sistemas de pensamiento que sentaron las bases para la emergencia de la religiosidad novohispana. De esta manera, la propuesta de León está orientada a demostrar las estrategias culturales, creativas e innovadoras de los indios en un contexto de crisis sociopolítica y religiosa provocada por la conquista europea. En opinión del autor, los habitantes del antiguo Colhuacan recuperaron los símbolos identitarios de sus antiguas deidades para incorporarlos a la imagen de Cristo yacente y de esta forma mantener la memoria de su pasado inmediato. Para el autor de este capítulo algunos atributos como la cueva, el sudario, el rostro oscuro, la barba, la cabellera y el envoltorio que cubren al Cristo son elementos relacionados directamente con las reliquias de los ancestros que tradicionalmente se depositaban en los bultos sagrados o tlaquimilolli; de manera que el éxito de la veneración al Señor del Calvario se debió, sobre todo, a la exitosa reelaboración simbólica de algunos emblemas de origen mesoamericano vinculados con las deidades ancestrales.

En la misma línea discursiva ubicamos el trabajo sobre el Cristo de Chalma, sin duda una de las veneraciones que más atención ha recibido por parte de los especialistas en el fenómeno religioso. Tradicionalmente se asume que el antecedente directo de esta veneración es de origen mesoamericano, relacionado con la cueva de los mantenimientos; pero en esta ocasión, los autores del trabajo, Gerardo González, Magdalena Pacheco y Rosa María Camacho, dejan de lado este lugar común para orientar sus indagaciones hacia la conformación del culto novohispano en el siglo xvii. Su propuesta se centra en la recuperación de los aspectos históricos, culturales y materiales que conjugados devinieron en la configuración de un paisaje sacralizado que alcanzó fama a nivel regional en el centro de la Nueva España.

En opinión de los autores, el portento de la cueva acaecido en los años inmediatos a la conquista europea no tuvo un impacto notable entre los habitantes de Chalma y su comarca, por lo que habría que esperar el tránsito del siguiente siglo para asistir a la consolidación de un verdadero culto gracias al cambio generacional, al ambiente barroco expresado en la actividad taumatúrgica de los frailes ermitaños ahí establecidos, a los prodigios realizados por la imagen del Cristo y, sobre todo, al impulso de la crónica del jesuita Francisco de Florencia.

Sin duda uno de los elementos más atractivos de los cultos cristológicos en nuestro país se relaciona con los pasajes de la Pasión de Cristo, ya sea la fase de crucifixión, el momento de su descenso de la cruz y posterior enterramiento, o la preparación previa a su inmolación. Precisamente respecto a esto último, Antonio Enríquez examina el origen y configuración de la devoción al Señor del Huerto en Atlacomulco, actual Estado de México. Su marco de análisis se restringe al estudio de la fiesta y el examen de los retablos votivos o ex votos como vías para comprender esta devoción decimonónica. Enríquez explora el arraigo de la imagen de Cristo entre la población de la comarca, a expensas del paulatino desplazamiento de la virgen de Guadalupe, considerada la patrona de Atlacomulco, y avanza en el estudio de la vida cotidiana de la feligresía al recuperar los problemas, angustias y malestares de los devotos, parcialmente resueltos en el reconocimiento de los portentos del Señor del Huerto.

La segunda sección del libro, dedicada a las veneraciones marianas, la abre un texto de Erika González sobre la virgen de Loreto. En opinión de la autora se trató de una veneración promovida en Nueva España por la Compañía de Jesús a quien se le debe la primera copia tocada del original de la lauretana con sus medidas exactas. La investigación de González León revela los orígenes del culto, la tipología e iconografía relacionadas con la lauretana, así como los eventos y personajes que contribuyeron en propagar esta devoción en la región abajeña durante el siglo xviii, periodo en el que se verificó su apogeo devocional.

Otra advocación de María es la virgen de la Guía, de notoria tradición peninsular. Yasir Huerta aborda la fiesta y procesión que la cofradía de oficiales del gremio de sastres, calceteros y jubeteros de la ciudad de México realizó durante los años de 1691 y 1704 los días 2 de febrero en honor de la fiesta titular de la corporación. En opinión del autor, los eventos ocurridos en el contexto festivo representan el momento más significativo de la devoción de la virgen de la Guía por parte de los cofrades, al tiempo que nos demuestra el papel relevante de la vida corporativa novohispana.

Sin duda, la geografía devocional novohispana se amplió aparejada con los eventos de la conquista, expansión y colonización hacia el occidente y el septentrión novohispanos. Uno de los ejemplos conspicuos de este fenómeno es la construcción de la zona de influencia devocional de Nuestra Señora de San Juan. Omar López, autor de este capítulo, estudia la irradiación de la veneración mariana en las zonas mineras de Guanajuato, Zacatecas y Real de Bolaños. López sostiene que el proceso de arraigo del culto en esos lugares fue diferenciado: Zacatecas formó parte, desde un inicio, de la zona de influencia devocional de la virgen de San Juan, en Guanajuato se consolidó en gran medida gracias a las imágenes peregrinas, mientras que en Real de Bolaños la devoción llegó de la mano de sus mineros. En opinión del autor, la difusión del culto mariano proveyó de recursos económicos al santuario los cuales se usaron para construir el nuevo templo. En este estudio se destaca la participación del capellán Francisco del Río quien recurrió a la mayordomía para involucrar a los devotos de aquellas zonas en el proceso constructivo de la influencia devocional de Nuestra Señora de San Juan.

En este mismo contexto novohispano, María Teresa Jarquín estudia la devoción y los prodigios de Nuestra Señora de los Ángeles de la Asunción de Tecaxic. En este capítulo la autora hace una revisión sumaria del origen de la devoción a esta advocación mariana venerada en el santuario de Toluca por la población del valle homónimo y otras latitudes. La revisión de las crónicas religiosas novohispanas como la del jesuita Francisco de Florencia y la del franciscano Agustín de Vetancourt sustentan el contenido del texto que se presenta y permiten cubrir una serie de aspectos que remiten al lector al terreno de lo devocional. Es el caso del proceso de edificación del santuario, las limosnas que se destinaron para estos trabajos, los prodigios que se le atribuyeron a la virgen de Tecaxic y que afianzaron su culto, así como los milagros que realizó a sus devotos y que quedaron documentados en las crónicas mismas que igualmente han influido en la devoción mariana presente en el valle de Toluca.

Hoy sabemos, gracias a la historiografía especializada en los temas de religiosidad (Ramos y García, 1997), cómo algunos cultos novohispanos surgieron a la sombra de necesidades específicas de la sociedad sobre todo en momentos de incertidumbre. En esta línea se inscribe el trabajo de Francisco Velázquez quien, apoyado en Hobsbawn, propone el culto a la “virgen de los agraristas” como un ejemplo típico de tradición inventada. El estudio del autor revela que en el pueblo de Zapotitlán de Hidalgo, Jalisco, fue creado su culto durante la posrevolución mexicana con muy claras ideas agraristas; sin embargo, con el paso del tiempo aquella primigenia intención se diluyó debido a la permanente transformación de la sociedad, de manera que en la actualidad ya no existe el agrarismo pero hay nuevas intencionalidades que llevan a exaltar el culto a una virgen chiquita sobre todo porque los devotos no dudan de su capacidad milagrosa.

En la tercera sección del libro, dedicada a las expresiones de la heterodoxia institucional, se incluyen seis trabajos que dan cuenta de otras dimensiones de la pluralidad y la diversidad religiosas. Si bien en las secciones anteriores se observa cierta homogeneidad temática en torno a las veneraciones a Cristo y la virgen María, respectivamente, es indudable que cada uno de los autores destacó en su momento las peculiaridades adoptadas por la práctica religiosa, según corresponde a la época, el contexto y las circunstancias de las celebraciones. Pero quizá los ejemplos más conspicuos de este fenómeno se revelen en esta tercera sección, donde la sociedad misma es el centro de atención para los autores.

En el capítulo “Velos tenues entre dos tribunales novohispanos (Valle de Antequera, 1611-1612)” Jesús Alfaro aborda la aparición de una imagen mariana en las inmediaciones del valle de Antequera en el año de 1611. Propone que el portento es un buen pretexto para examinar las relaciones de poder entre dos tribunales novohispanos, entendidas como competencias, facultades y jurisdicción para legitimar la hiperdulía como devoción local. En la contribución de Alfaro se dan cita el tribunal eclesiástico ordinario de Antequera y el Santo Oficio de México para autentificar una efigie de la virgen esculpida sobre la raíz de un tronco de ocote como una imagen libre de herejía, de mala lectura de un dogma de fe, fabricada por manos celestes e incorrupta a la intemperie para regocijo de unas cuantas personas receptoras de un milagro.

Es pertinente insistir en que la diversidad de devociones es un síntoma inequívoco de la pluralidad religiosa y, sobre todo, del dinamismo social respecto a las maneras de vivir la religión. Esto se demuestra en el estudio de Edwin Reza dedicado a uno de los mitrados del siglo xvii. En efecto, a partir del examen de la visita pastoral de Francisco Aguiar y Seixas, en 1684, a los pueblos del oriente del valle de Toluca, el autor recupera la cantidad de santos y cofradías existentes en los pueblos de Ocoyoacac, Capulhuac y Xalatlaco. De la contabilidad santoral y del tipo de advocaciones el autor desprende la siguiente tesis: la veneración a las imágenes, registradas en el libro de visitas, nos muestra la preocupación de los habitantes de esta región por el buen temporal en relación directa con sus actividades agrícolas y la forma en que simbólicamente conjuraban sus angustias reales o ficticias.

Respecto a este último punto sabemos que en la época novohispana el destino del alma después de la muerte era una de las preocupaciones más acucian-tes de la feligresía y, gracias a la devoción a la virgen del Rosario, la tribulación se mitigaba parcialmente. En el capítulo “Los rosarios del padre José de Lezamis (1684-1750), cura del Sagrario de México”, Rocío Silva borda uno de los puntos clave del dogma católico: el rosario como expresión de la comunión de los santos. A partir del estudio de un pequeño impreso pío de finales del siglo xvii la autora propone que su contenido dio sentido a la vida religiosa de varias generaciones de católicos novohispanos, a pesar de que la promoción de esta práctica piadosa por parte de Lezamis derivara en una disputa con los dominicos quienes se ostentaban como los dueños del monopolio de la plegaria mariana a finales de la segunda mitad del siglo xviii.

Los tres últimos capítulos de este libro coinciden en el abordaje del siglo xviii novohispano y nos muestran las contradicciones de una sociedad que vivía con un pie en la tradición barroca y con el otro en la modernidad de la Ilustración. En el apartado “¿Una feligresía renovada? Congregaciones del Santísimo Sacramento y Escuelas de Cristo en la ciudad de México, siglo xviii” Carolina Yeveth aborda un aspecto hasta ahora poco considerado por la historiografía: la relación entre la vida sociorreligiosa de los habitantes de la ciudad de México y las formas de asociación, de practicar y de vivir la religiosidad a lo largo del siglo xviii, en el contexto del programa ilustrado de educación. La autora parte de la observación y el análisis de dos corporaciones de tipo seglar que nacieron dentro del espíritu reformista del siglo xviii: las congregaciones del Santísimo Sacramento y las Escuelas de Cristo, instituidas como una alternativa —aparte de las cofradías y hermandades— de instrucción religiosa para la feligresía y el clero, pero también como un medio para poner en práctica un nuevo modelo de feligrés, de práctica religiosa y, por supuesto, de devoción; todo ello en franca sintonía con las demandas y proyectos de prelados y clérigos, y de la misma Corona, que buscaban dotar a la monarquía católica de un espíritu más moderado y orientado a la práctica de la caridad y la utilidad pública.

Moderar las pasiones humanas y controlar las expresiones de religiosidad barroca fueron dos de las preocupaciones de la política reformista borbónica, y qué mejor manera de conseguirlo que reglamentando la procesión de Corpus Christi, uno de los dos festejos más relevantes de la capital novohispana. En opinión de Karen Mejía, una de las actividades principales de la festividad fue la procesión, dado que permitía la representación visual de la Iglesia triunfante sobre la herejía y el orden corporativo vigente en la monarquía hispana. La autora destaca que en el siglo xviii novohispano las autoridades reales y eclesiásticas emitieron una serie de disposiciones para impedir innovaciones en la celebración, controlar manifestaciones de devoción nacidas de la feligresía y reglamentar el espacio público. La intención, sostiene Mejía, era promover una piedad austera bajo la dirección del clero y dentro de los límites de la liturgia, imponer patrones de conducta y delimitar un espacio público bajo los principios del decoro, el respeto y la urbanidad. Además de analizar las implicaciones políticas de estas medidas, la autora examina las probables reacciones de los participantes frente a una decisión radical.

Esta última sección cierra con los festejos por la canonización de Juan de la Cruz, de la autoría de Jessica Ramírez. Para la autora, estudiar los festejos en torno a la canonización de un mismo santo en distintos lugares es un privilegio, ya que a partir de los elementos que conformaron la celebración es posible analizar cómo el mensaje transmitido se adecuó a las necesidades propias de cada sociedad. En este trabajo se aborda el mensaje dado en Puebla de los Ángeles y se establece una comparación con los festejos de la ciudad de México en torno a la figura de fray Juan de la Cruz. Este nuevo santo fue canonizado el 27 de diciembre de 1726. Así, apenas fue recibida en Nueva España la bula de canonización el 20 de junio de 1728, comenzaron los preparativos para los festejos. En la ciudad de México éstos se llevaron a cabo a lo largo de ocho días, comenzando el 15 de enero de 1729; mientras que en el caso de la Angelópolis los festejos se llevaron a cabo del 3 al 5 de febrero de ese mismo año.

La autora sostiene que el festejo por la canonización de San Juan de la Cruz en Puebla implicó la implementación de diversos dispositivos para transmitir ciertos mensajes, entre ellos la exaltación del nuevo santo como doctor de la Iglesia —aunque fue hasta el siglo xx que se le promovió como tal—, además de resaltar su poder para expulsar los demonios de la ciudad, enalteciendo su papel como patrono de la misma. Ramírez señala que los discursos fueron distintos a los promovidos durante los festejos en torno a este mismo santo en la ciudad de México; en este caso, por ejemplo, se destacó la provincia carmelitana como medio eficaz de intercesión entre Dios y los hombres. Igualmente se promovió la resignificación de su convento, el cual se encontraba en las afueras de la ciudad, para que se le concibiera como parte de la traza sacralizada de misma. La autora concluye que la fiesta fue el escenario para que los carmelitas hicieran visibles a sus mecenas, con su poder y su nobleza, con lo cual se invistieron de mayor prestigio.

Para concluir esta nota introductoria deseamos expresar nuestro agradecimiento a las personas e instituciones que hicieron posible la conjunción de los trabajos que aquí se presentan. En primer lugar a El Colegio Mexiquense, A. C., por ser el espacio académico que alberga desde 2016 el seminario “Santos, devociones e identidades” del cual surgen los textos aquí reunidos. Agradecemos también a la Universidad Iberoamericana que, a través de la doctora Cristina Torales Pacheco, nos recibió en una de las sesiones de primavera; reconocemos también la gentileza y hospitalidad del doctor Manuel Ramos Medina, director del Centro de Estudios de Historia de México-carso, que fue el anfitrión en una de las sesiones de verano; asimismo, un agradecimiento a la Universidad Autónoma del Estado de México, en particular a la Biblioteca Central de dicha institución, por las facilidades otorgadas para sesionar dentro de sus instalaciones; de igual manera, a la doctora Doris Bieñko de Peralta y al maestro Jorge Luis Merlo Solorio por abrir las puertas a la última sesión del seminario, durante el otoño, en las instalaciones de la Escuela Nacional de Antropología e Historia . Finalmente, nuestro reconocimiento a los licenciados Alberto Hernández Vásquez y Ramiro González Cayetano por su apoyo en la logística de las sesiones y en el armado de la versión final de este libro.

María Teresa Jarquín Ortega y Gerardo González Reyes,Ex Hacienda Santa Cruz de los Patos, Zinacantepec, Estado de México.Septiembre 13 de 2018.

Fuentes consultadas

Bibliografía

Ramos Medina, Manuel y Clara García Ayluardo (coords.) (1997), Manifestacionesreligiosas en el mundo colonial americano, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia-Centro de Estudios de Historia de México-Condumex-Universidad Iberoamericana.

Traslosheros, Jorge E. (2012), “Fundamentos de la libertad religiosa”, en Jorge Euge-nio Traslosheros (coord.), Libertad religiosa y estado laico. Voces, fundamentosy realidades, México, Porrúa, pp. 3-12.

Recursos electrónicos

Barranco Villafán, Bernardo (2011), “¿El censo revela una crisis católica?”, La Jornada, 13 de abril de 2011, sección de opinión, documento disponible en: <https://www.jornada.com.mx/2011/04/13/opinion/024a1pol> (consulta: 25/04/2019).

Cultos cristológicos

I

Creación cultural indígena en momentos de idoloclastia hispana. Trasfondo etnohistórico de la escultura del Señor del Calvario en Colhuacan

Gilberto León Vega*1

Introducción

En el presente escrito se pondrá atención a la manera en que los indios conservaron algunas de las reliquias de sus ancestros en santos católicos. Busca-remos entender si los atributos que posee la escultura del Señor del Calvario en Colhuacan —localizada en una cueva en las faldas del Cerro de la Estrella, son de tradición mesoamericana. La investigación se centra en el periodo novohispano temprano (siglo xvi), momento en el cual fueron elaboradas las imágenes indocristianas por los indios y también momento en el que se dieron sucesivas oleadas de evangelización, así como la destrucción de ídolos y la desarticulación de los ritos “paganos” por parte de los evangelizadores.

En la zona de estudio no sólo existe la escultura del Señor del Calvario, hecha en médula de caña de maíz, sino que también se encuentran otras representaciones semejantes en la iglesia de Mexicaltzingo, en Churubusco y en Iztapalapa (Araujo, Huerta y Guerrero, 1989; Carril o, 1949; Ruiz, 2011). La efigie del Señor del Calvario de Colhuacan ha sido poco estudiada a diferencia de las otras representaciones mencionadas, pero consideramos que su manufactura puede ser ejemplo de la creatividad y la innovación cultural indígenas en momentos de idoloclastia hispana (Gruzinski, 1994: 40),2 cuando las reliquias arruinadas por los peninsulares fueron reutilizadas por los indios, y recicladas e incorporadas en imágenes de piedad católica. En este sentido, la investigación se centrará en conocer el trasfondo histórico del lugar donde se localiza el Señor del Calvario con el fin de interpretar los atributos de la escultura. Las pocas investigaciones que informan sobre la relevancia del señorío de Colhuacan se suman a la carencia de estudios de la imagen por parte de especialistas en el arte y la restauración. No obstante, retomaremos algunas fuentes impresas en el centro de México3 para conocer el señorío de Colhuacan y así tratar de entender si los atributos que revisten a la imagen —la cueva donde apareció, el sudario, el color facial negro, la cabellera, así como el envoltorio hecho de lienzos que cubren su cuerpo— remiten a una estética de los dioses mesoamericanos. Al parecer, los atributos que se colocaron en el Señor del Calvario pudieron recordar un “ídolo”, figurar un envoltorio sagrado, o aludir a las “insignias” de un tlatoani. Para comprender lo anterior será necesario valerse del punto de vista nativo , valorando las capacidades artísticas de los indios culhuas, así como las estrategias de creación cultural que realizaron en momentos de tensión y crisis sociopolítica, con el fin de entender la lógica de sus prácticas y evitar tildarlas de “heréticas”, “idolátricas”, “paganas” o “demoniacas”. Aquí sugiero mirarlas como estrategias culturales creativas e innovadoras, considerando que las obras de “arte sacro” se realizaron dentro de un contexto de conflicto religioso, social y político, donde los pueblos nativos trataron de mantener los símbolos identitarios de sus deidades tutelares. Teniendo en cuenta que la propuesta es crear un escenario para interpretar los atributos con que fue revestida la escultura, en un primer momento del trabajo explicaremos en qué consistió la idoloclastia, la creación de imágenes indocristianas, y aportaremos breves noticias de la escultura del Señor del Calvario; pasaremos a comprender la importancia del señorío de Colhuacan y después veremos la manera en que los indios pudieron reactivar sus reliquias en imágenes católicas. Para finalizar, se propone la hipótesis de que la escultura del Señor del Calvario no sólo puede tener resquicios de la pintura facial de los dioses, o semejarse a un tlaquimilolli, sino que probablemente sus atributos refieren a los restos de algún tlatoani y a su nueva “representación” en el contexto cristiano.

Contexto histórico de la modelación y talla del Señor del Calvario

En la actualidad, cuando uno se acerca a lo que fue el señorío de Colhuacan ubicado en la parte suroeste del Cerro de la Estrella lo que destaca es el ex convento de la orden agustina dedicado a San Matías y la Capilla del Divino Salvador del Calvario donde se encuentra depositada, dentro de un nicho de madera con cristales, la escultura religiosa. A primera vista no se distingue el cuerpo en el interior de la urna o del “nicho”, ya que el Señor del Calvario está envuelto en lienzos de tela que impiden ver su cuerpo; únicamente se observa su rostro de color negro y su cabellera natural sujeta a un “sudario”.

Cuando uno asimila la totalidad de la imagen se percibe la fisonomía de una persona “amortajada” de tal modo que remite a un “envoltorio sagrado” como aquellos que los nahuas llamaban tlaquimilolli. La imagen, cuya advocación es el Santo Entierro, está esculpida de manera hispana y parece arropada con distintivos que recuerdan un “envoltorio” mesoamericano, pero no como el que se halla pintado en la Tira de la peregrinación o en el Códice Azcatitlán, semejando una “paca de ropa” sobre la espalda de los teomama, sino semejante a los bultos dibujados en el códice llamado Ídolosdel templo de Huitzilopochtli, como un cuerpo humano extendido y amortajado en lienzos.

Olivier (1995) destaca la importancia de estos artefactos de culto prehispánico al ser los objetos de la más alta veneración. Menciona que dentro del idioma náhuatl la palabra tlaquimilol i tenía el significado de “cosa envuelta” y derivaba del verbo quimiloa: “envolver algo en mantas” o “amortajar al muerto”. Sabemos que en las mantas ( tilmatli) envolvían las distintas reliquias que habían usado los hombres-dios durante su vida. Los nahuas de Tezcoco, por ejemplo, veneraban el envoltorio sagrado de Tezcatlipoca el cual contenía en su interior un espejo, el hueso de su pierna y chalchihuites preciosos. Según refiere el franciscano fray Jerónimo de Mendieta (1971), lo que se encontraba en el interior del envoltorio eran piedras verdes, cuero de culebra y de tigre; al parecer, ello representaba “el corazón” del envoltorio divino . De hecho,

Los devotos o servidores de los dichos dioses muertos envolvían estas mantas en ciertos palos […] le ponían por corazón unas pedrezuelas verdes y cuero de culebra y tigre. Y a este envoltorio, decían: tlaquimilolli. Y cada uno le ponía el nombre de aquel demonio que le había dado la manta. Y éste era el principal ídolo que tenían en mucha reverencia (Mendieta, 1971: 79).

Algunos estudios han señalado que durante el periodo novohispano temprano se pudieron mantener algunas reliquias y objetos de culto de los indios, a la par que sucedía la creación de imágenes de piedad católica. Por ejemplo, Gruzinski (1994) nos ofrece un panorama del proceso de sustitución y desplazamiento de las deidades paganas en santos católicos. Al abordar el tema de la guerra de las imágenes da cuenta de los casos de iconoclastia e idoloclastia, por parte de los peninsulares, en contra de los objetos religiosos de los indios. Además, en su trabajo sobre la colonización de lo imaginario, Gruzinski observa que la adopción que hicieron los indios de las imágenes del culto católico fue eficaz, al embestirlas con un nuevo ropaje y con distintivos indígenas que las caracterizaron desde entonces (Gruzinski, 2013).

En este tenor creemos que el trabajo de González (2018) es un aporte significativo al estudio del desplazamiento del culto de los dioses antiguos a las imágenes de piedad católica. Su trabajo destaca que el proceso de reelaboración simbólica sucedió dentro de la configuración de símbolos identitarios, donde los indios lograron que persistiera el recuerdo de sus deidades en algunas imágenes del culto católico; como las vestiduras divinas ( tilmatli) con las que envolvían las reliquias sagradas ( tlaquimilolli), que pasaron de manera simbólica a ser parte de los “santos cubiertos”. “Para los indios no había gravedad en las asimilaciones y sustituciones”, lo que “posibilitó la emergencia de prácticas poco ortodoxas” (González, 2018: 165 y ss.).4

Bajo esta línea profundicemos a fin de entender la manera en que sucedió el desplazamiento de las deidades prehispánicas en devociones crísticas, averigüemos si existen paralelismo, asimilación o síntesis entre el Santo Sepulcro de Colhuacan y algún tlaquimilol i, algún dios o un gobernante. Antes será necesario contextualizar la modelación de imágenes indocristianas, manufacturadas en momentos de tensión sociopolítica e idoloclastia religiosa.

Idoloclastia y guerra de imágenes en el centro de México

Gruzinski (1994: 40-70) es uno de los más destacados investigadores que han abordado el fenómeno de la idolatría, la iconoclastia y la idoloclastia a la llegada de los peninsulares. Destaca la idea de que dentro de los contextos violentos las imágenes del enemigo resultaron intolerables al salirse de los cánones de la religión “verdadera”. En realidad, eso desató una batalla corporal y también de representaciones icónicas entre indios y españoles.

En esta contienda los peninsulares se centraron en acabar sistemáticamente con los ídolos de los indios. Para Gruzinski (1994: 41) “la destrucción de los ídolos legitimó ideológicamente la agresión y justificó la sumisión de esas poblaciones”. De hecho, el encuentro de los peninsulares con una nueva “cultura idolátrica” despertó su agresividad, semejante a la que tuvieron los profetas de Israel frente a los ídolos egipcios. Recordemos que a los ojos del monoteísmo bíblico la falsedad de la idolatría estaba centrada en la categoría de “representación”. La prohibición de imágenes hacía alusión a que el dios monoteísta no ha de ser reproducido y no necesita de ningún rey o gobernante sobre la tierra que lo represente. De igual manera, la creencia en un solo dios se aleja del culto a muchos dioses “mundanos”, al ser representaciones deificadas del cosmos, la naturaleza o los hombres.

A pesar de haber algunas concordancias entre el cristianismo católico y la religión mexica al momento de la invasión, sabemos que había diferencias sustanciales. Por ejemplo, las imágenes de los naturales estaban escondidas en la oscuridad de los templos y lejos de las multitudes; su exposición era periódica y sometida a reglas y protocolos estrictos, contrario a las imágenes de tradición occidental que se acostumbraba exhibirlas en público, dentro de las iglesias y durante las procesiones.

El sworth (2010) explica que para comprender las prácticas cultuales en Mesoamérica es necesario aproximarnos a la manera en que eran tratadas las deidades prehispánicas y la importancia de los lugares de culto. Señala que para los pueblos mesoamericanos los templos y las representaciones sagradas eran “cosas vivas y animadas”, ya que estaban “dotadas de un corazón” que las vivificaba (El sworth, 2010: 152). Nos hace notar que en sus luchas por el territorio también los pueblos mesoamericanos practicaron actos de violencia iconoclasta. Durante sus “guerras floridas” los mexicas realizaron actos violentos contra las imágenes divinas de los enemigos, a los que sometían incendiando su “templo” ( teocalli) y capturando a su dios.

Debemos considerar que la destrucción de las reliquias en Mesoamérica no equivalía a la desactivación de su fuerza anímica, sino que “un edificio arruinado o una imagen quebrada no era una cosa muerta”, ya que “la arruinación activaba poderes importantes”. Después de todo, la imagen profanada cobraba “una nueva vida social”, pues podía ser nuevamente utilizada y reciclada en la fabricación de un nuevo ídolo, y vuelta a la vida como objeto de culto. Lo anterior puede ser una posible vía de explicación a la persistencia material de las reliquias de los dioses mesoamericanos, o gobernantes, como santos católicos, ya que al considerar que una representación arruinada seguía teniendo vida, algunos atributos de los dioses o las cenizas de los gobernantes podían seguirse conservando para ser depositadas o ungidas en nuevas imágenes. Así, dichas reliquias se convertían en un depósito heredado ( tlapialli) y mantenido de generación en generación.5 Otro punto que favoreció la persistencia de esos objetos culturales se debió a que los peninsulares no aniquilaron en su totalidad las representaciones de los dioses prehispánicos, más bien practicaron una “mutilación parcial”.

Además, durante el periodo virreinal los “ídolos” mesoamericanos y los iconos cristianos se encontraban en un contexto de negociación debido a una “redistribución de lo divino”, es decir, un continuo reacomodo de cultos y celebraciones a lo largo del territorio novohispano. A inicios de la Colonia, tras la sustitución constante de los ídolos por imágenes cristianas, la respuesta de los indios fue eficaz al tratar de mantener disimuladamente las reliquias y el culto a sus dioses a partir de estrategias muy complejas y discretas a los ojos del invasor. De hecho, es probable que los preciosos depósitos hayan sido guardados bajo tierra y en las profundidades de las montañas, y es probable que se hayan asignado guardianes para celebrar las ofrendas correspondientes a las deidades (Gruzinski, 1994: 63-64).

Se debe considerar que a inicios de la conquista se continuó con la fabricación de “ídolos” por parte de los naturales. A saber, los indios fueron capaces de fabricar sus ídolos, al mismo tiempo que avanzaba la evangelización. En algunos casos, las propias imágenes “cristianas” fueron consideradas “heréticas” por salirse del canon estético establecido. Esto ocasionó que algunas de sus creaciones artísticas al “óleo” fueran prohibidas por la Iglesia e investigadas por la Inquisición (Maquívar, 2006).

Ahora bien, la persistencia de sus prácticas religiosas o su continuidad en los tres siglos del periodo virreinal se debió a todo un mecanismo de discreción y disimulación de sus atavíos, insignias y adornos, pues el culto indígena seguía caminos alternos al de la representación antropomorfa, más disimulables a los ojos del invasor. Debemos considerar que muchos de los objetos de culto persistieron en recuerdo de los ídolos a los que pertenecían. Por ejemplo, un “cofrecillo” podía representar el asiento ( icpalli) de un dios y muchas veces el dios patrono de una comunidad podía estar representado “por cabelleras, mariposas de plumas, rodelas, capas, que servían de sacrificio a las andanzas ya toleradas”. Respecto al significado de los cabellos como reliquias entre los nahuas prehispánicos, se decía que al gobernante fallecido

Le componían el cuerpo muerto y, envolviéndolo en quince o veinte mantas ricas, tejidas de labores, metíanle en la boca una piedra fina de esmeralda, y aquella decían que le ponían por corazón […]. Primero que envolviesen al difunto, le cortaban una guedeja de cabellos de lo alto de la coronilla, en los cuales decían que quedaba la memoria de su ánima. Y el día de su nacimiento y muerte, aquellos cabellos y otros que le habían cortado cuando nació y se los tenían guardados, poníanlos en una caja pintada por de dentro de figuras del demonio; y amortajado y cubierto el rostro, poníanle encima una máscara pintada (Mendieta, 1971: 162).

Existen noticias de que a mediados del siglo xvi los envoltorios o reliquias de los dioses y gobernantes estuvieron circulando de un pueblo a otro a fin de trasladarlos a los santuarios durante las fechas de celebración, lo que equivalía a enterrar y desenterrar los paquetes sagrados según el tiempo ritual. Seguramente también se siguieron pintando códices pictográficos a fin de seguir con “las cuentas” para celebrar las fiestas de sus dioses. Por ejemplo, se han encontrado códices pictográficos en el interior de imágenes esculpidas en médula de pasta de caña de maíz, como en el Cristo de Mexicaltzingo. Los códices de contabilidad y salmos encontrados en la efigie no son meros “desechos” de papel utilizados para conformar la imagen, sino verdaderas “reliquias” desde el punto de vista del indígena.

El Cristo de Mexicaltzingo no es la única escultura en técnica ligera y “hueca”, semejante a un “relicario”, encontrada en las cercanías del Cerro de la Estrella también destacan las esculturas del Señor de la Cuevita de Iztapalapa, el Cristo de Churubusco de Coyoacán y el Señor del Calvario de Colhuacan como se verá a continuación.

Representaciones cristológicas en escultura ligera

Respecto al tipo de arte que hicieron los indios a inicios de la Colonia, los académicos han utilizado los conceptos de “indocristiano”, “cristiano-indígena” o tequitqui para calificarlo, pero hasta hoy no se ponen de acuerdo en el concepto que se debe utilizar para referirnos a él. Esto se debe en gran medida a que el arte indígena adquirió múltiples modalidades ornamentales y estilos, nutriéndose del encuentro entre culturas.

Cuando se retoma el concepto de indocristiano al parecer se pone énfasis en la adecuación que hicieron los indios del cristianismo de una manera pasiva; lo mismo pasa con el concepto cristiano-indígena que parece poner el acento en el hecho de que los modelos usados por los indios, durante su trabajo como artífices, fueron de raigambre peninsular lo cual elimina la capacidad creativa del indio. Pero no pasa lo mismo con el concepto de arte tequitqui, propuesto por José Moreno Villa en 1942, ya que parece referir a que los estilos indígenas fueron expresados en modalidades españolas pero con significados totalmente distintos, considerando que la idea de Dios y Cristo no significaba lo mismo para peninsulares que para indios. Recientemente se ha afirmado que al arte tequitqui no es un “estilo” indígena, sino una “modalidad ornamental”. Al argumentar en contra de los descalificativos hacia este arte, Fernández (2007) se ha dado cuenta de que el tequitqui conserva características que hunden sus raíces en concepciones indígenas dentro de la colectividad y, aunque los naturales copiaron modelos cristianos bajo la dirección de los artistas peninsulares, en muchos casos la estética indígena utilizada “presupone desde su inicio un enfrentamiento entre dos culturas” (Fernández, 2007: 9).

Del arte “sacro” hecho por los indios durante el periodo novohispano destaca la “escultura ligera”, fabricada a partir de una técnica que implica la modelación y talla de una imagen tridimensional a partir de una “masa” o “pasta” (hecha con semillas o médula de la caña de maíz), que fue empleada desde tiempos prehispánicos. Por ejemplo, tanto fray Bernardino de Sahagún como fray Bartolomé de las Casas informan que la “imagen” de Huitzilopochtli era muy ligera y del tamaño de un hombre verdadero. El “alma” de la escultura se constituyó con palos de mezquite y sobre el “esqueleto” se untó pasta de tzoalli (“amaranto”) para modelar la imagen, para obtener como resultado una escultura muy ligera y fácil de transportar en las celebraciones religiosas (Ávila, 2011: 12-13, 25 y 32).

Otro material ligero que utilizaron los artífices mesoamericanos en Michoacán y en el centro de México fue la médula de la caña del maíz. El mismo fray Bernardino de Sahagún refiere la técnica y menciona que los naturales ocupaban la médula de caña de maíz, que mezclaban con un pegamento proveniente de algunas orquídeas, a fin de crear una masa pastosa útil para la modelación de distintas figuras. El cronista refiere tres tipos de “esqueleto” para su manufactura: el fabricado con palitos de madera o colorín, el de cañuela de maíz y el de tiritas de cartón.

Ahora sabemos que las esculturas ligeras de piedad católica hechas por los indios fueron muy preciadas por los religiosos, por su tamaño, ligereza y grado de expresividad además de su acabado, por ser “tan perfectos, proporcionados y devotos”, ya que eran huecas y en algunos casos “articuladas”, de tal manera que funcionaban perfectamente para el teatro evangelizador. Tan grande fue el aprecio por este tipo de esculturas que los peninsulares no vacilaron en exportarlas al Viejo Mundo. Esto es lo que escribió fray Jerónimo de Mendieta acerca de los crucifijos hechos por los indios: “Llevan [a Castilla] también los cruxifixos huecos de caña, que siendo de la corpulencia de un hombre muy grande, pesan tan poco que los puede llevar un niño; y tan perfectos, proporcionados y devotos que, hechos como dicen de cera, no pueden ser más acabados” (Ávila, 2011: 56).

Pablo Amador (2002: 59 y 71) ha profundizado recientemente en el estudio de estas efigies o crucifijos en técnica ligera. No únicamente destaca que las imágenes encontradas en las Islas Canarias revelan la unión entre el Viejo Mundo y el Nuevo Mundo en términos económicos y migratorios, sino que se ocupa del estudio de la imagen en cuanto al material predominante para su manufactura como lo fue, en la mayoría de los casos, el papel de maguey (o de amate) y la caña de maíz.

Del estudio organoléptico, realizado a algunas esculturas de mediados del siglo xvi, ha determinado que son ligeramente cuadradas y sus proporciones anatómicas fueron retomadas del modelo “renacentista” y no “indígena”. Además, los estudios radiográficos han dejado ver que para dar volumen final a las imágenes se le aplicaba masilla de caña y, a modo de “epidermis”, se recubría la escultura con papel. Respecto al papel, Amador Marrero opina que en varias esculturas fue “reciclado”; el caso más espectacular es el Cristo de Mexicaltzingo, lugar cercano al señorío de Colhuacan.6

En la actualidad se han encontrado “alrededor” del Cerro de la Estrella en capillas y conventos del siglo xvi, en Churubusco, Iztapalapa, Mexicaltzingo y Colhuacan, imágenes ligeras hechas en pasta de caña de maíz y en papel. Resulta interesante que estos cuatro señoríos, a decir de Sahagún (cit. en Gibson, 2012: 16), hayan tenido una alianza con Tenochtitlan y que sus gobernantes fueran conocidos como Nauhteuctli.

De la imagen localizada en el ex convento de Churubusco hay un estudio publicado: Esculturas de papel amate y caña de maíz (1989), autoría de los restauradores Rolando Araujo Suárez, Sergio Guerrero Bolan y Alejandro Huerta Carrillo. En este trabajo se destaca que la escultura fue hecha con “papel amate” y para su manufactura se aplicaron tres procesos técnicos: la talla, el modelado y el moldeado.7 El crucifijo se hizo con una estructura básica interna que conforma el tórax, “a manera de armadura hueca hecha con papel de amate; una estructura de tubos de papel amate para brazos y piernas; y, para manos, pies y cuello, una estructura de madera de colorín con los que se establecen diez miembros ensamblados” (Araujo, Huerta y Guerrero, 1989: 5).

Por su parte, Carrillo y Gariel (1949) realizó un estudio acerca del Cristo de Mexicaltzingo. En su trabajo como restaurador de la escultura, a finales de los años cuarenta, identificó las técnicas antes mencionadas para su realización. Además, en el interior de la escultura hueca encontró un códice pictográfico de tradición indígena lo cual nos hace pensar que las esculturas podrían semejar una especie de relicario indígena, a manera de un tepetlacalli o un tlaquimilolli, donde eran guardados a propósito los objetos más valiosos para el pueblo o la comunidad, entre los que destacan “el empleo de uñas, dientes, costillas y huesos”, como es el caso en algunos crucifijos (Amador, 2002: 77). De hecho:

La principal novedad que mostraba esta escultura […] consistía en presentar la caja del cuerpo absolutamente hueca […] La película interior, aplicando este nombre a la que se hallaba en contacto íntimo con la medula de caña, la formaban pliegos escritos en mexicano; inmediatamente arriba de estos aparecían los correspondientes a un códice de la etapa colonial; en seguida fracciones de otros escritos mexicanos alternado con pedazos de papel en blanco y, finalmente, otras porciones de códice, con lo que se cuenta hasta con cuatro películas superpuestas (Carrillo y Gariel, 1949: 16-17).

Respecto a la escultura de Iztapalapa, llamada el Señor de la Cuevita, la imagen que se presenta en el altar mayor no es de pasta de caña, sino que está “labrada en varias piezas de madera de conífera” y policromada de color blanco, con las siguientes medidas: 182 cm de altura por 80 de ancho y 22 de espesor. Los restauradores la datan entre 1687 y 1723, aunque anteriormente existieron dos réplicas y desconocemos si éstas fueron hechas con la técnica ligera (Ruiz, 2011: 86).

El escultor o imaginero novohispano que talló la escultura lo hizo con tanto realismo que sobresalen los detalles de prominencias de huesos, ten-dones, músculos y facciones. Además, en la espalda de la escultura fundacional se encontró una rotura con una tela y sellada con el escudo real de León y de Castilla “similar al caso de los códices hallados en otros cristos” (Ruiz, 2011: 90 y 93).

De la misma manera en que está articulado el Señor del Calvario en Colhuacan, el Señor de la Cuevita en Iztapalapa también tiene articulaciones en brazos y tobillos. Ello hace suponer a algunos investigadores que el Huizachtepetl sirvió “como arquetipo del Gólgota […], debido a que la imagen era protagonista en las ceremonias de Semana Santa” (Ruiz, 2011: 90 y 93).8

Breves noticias de la escultura del Señor del Calvario en Colhuacan

La tradición oral informa que la aparición del Señor del Calvario sucedió en una cueva, cerca de donde estaban trabajando algunos canteros. Las personas mencionan que hallaron la escultura del Señor del Calvario crucificado gracias a la señal de una “serpiente que resplandecía” en el interior de la Cuevita Santa (Chávez, 1994: 5).

Resulta relevante la figura de la “serpiente resplandeciente” dentro de la tradición indígena porque supone las posibles riquezas del lugar, considerando que la serpiente es su “guardián” o “dueño”. A este respecto, el vicario Joseph Navarro de Vargas narra, hacia 1728, cómo en Churubusco, Colhuacan y Mexicaltzingo “metieron los Yndios sus Ydolos y cosas de reliquias” en los “cerrillos”, “terremotes”, “ojillos de agua”, “peñas de las cruces” y “en los templos”. “Muchas capillas de piedra he visto en el Pueblo, que son y servirían de los mismo”, señala. De hecho, él mismo lo comprobó de la siguiente manera:

Puse a un Yndio de Coyoacan a sacar adoves en el cerro (pirámide), y un Yndio fue a el y le dixo que mirasse lo que hacía, no se muriera o le diera ayre, que se enojaría la Culebra; pues que —le respondió— ¿La Culebra acasso vive, o que Culebra es esa? Respondiole el Yndio: si vive, que muchas personas la han visto calentarse por la Yglesia Vieja, y le relumbra el lomo —en su Ydioma, pepetlac—, y tiene ricas plumas en él (Navarro, 1909: 560-562).

Si bien la señal de la “serpiente emplumada” que relumbra cobra relevancia para ver la continuidad de las creencias indígenas en sus dioses, también es relevante conocer el paradero de las reliquias, de qué tipo eran y si fueron resguardadas de generación en generación en alguno de los sitios. Como testimonio del trato que se da a las reliquias —en este caso, a la imagen del Señor del Calvario—, nos dimos a la tarea de pedir permiso a los mayordomos para asistir al que consideramos el ritual más importante del cambio de vestimenta de la imagen “mayor”.

El 5 de agosto, en vísperas de la festividad de San Salvador, asistimos al “cambio de ropa” del Señor del Calvario, que se llevó a cabo a las cinco de la mañana y fue dirigido por parte de los encargados de la imagen y los mayordomos a fin de que el Señor “estrenara” su nueva ropita y estuviera presentable en su festividad, ya que recibiría la visita de autoridades religiosas importantes, de sus feligreses y las imágenes de los santos de los barrios del pueblo.9

Una vez reunidas las personas más cercanas a la imagen, antes del amanecer los “compadritos” y “comadritas” prendieron los cirios y realizaron la “entrega de la ropa” del Señor del Calvario y de las otras dos imágenes: el Señor de la Canoíta y el Señor de la Cañita. La comitiva partió del interior de “el Calvarito” y todos juntos se dirigieron al lugar donde se localiza el nicho de madera bastante pesado y suntuoso. Antes de “bajarlo”, los mayordomos tomaron la palabra para pedir permiso a “Nuestro Señor” a fin de que “se deje” cambiar. El nicho es bajado del altar por un acceso especial y se deposita nuevamente en el interior de la capilla. Las mujeres no pueden estar presentes durante el cambio de ropa del Señor, así que ellas salen del recinto para esperar “la Transfiguración del señor” con cirios encendidos, rezos y alabanzas.

En el interior de la capilla del Calvarito más de diez hombres expertos en el cambio de ropa tienen preparado todo lo necesario para realizar cuidadosamente su labor.10 Empiezan con una oración y un pedimento hecho por el encabezado quien se coloca a la cabeza del santo y funciona como un director de los movimientos de la imagen articulada. Otro participante es el que se encuentra a sus pies y es quien finaliza el cierre del envoltorio santo. La ropa de la imagen se compone de varias “capas” de vestimenta y este año fue de color blanco. La primer capa es la piel curtida que tiene en las articulaciones y semeja la rugosidad de la piel humana de color “moreno claro”; probablemente son pieles del periodo prehispánico (Amador, 2002: 76). A la altura de la cadera seguramente se encuentran las articulaciones de las piernas. Encima de las articulaciones centrales se le pone un faldellín de tela brillante; en la parte del pecho se le pone una camisola y, finalmente, se le coloca el sudario en la cabeza. La imagen nunca se deja al descubierto y siempre es cubierto con un lienzo largo con el que posteriormente quedará amortajado.

Una vez hecho el cambio y después de peinarle la cabellera natural con mucho cuidado y haberle puesto el “sudario” la escultura de religiosidad popular se coloca fuera del nicho y se tiende en una “camilla” de madera en el centro de la capilla. Son las siete de la mañana, con la luz del día se abren las puertas del recinto y las mujeres “pasan a besar” y agradecer un año más de vida. Nuevamente la comitiva se dirige a guardar la imagen y se traslada al altar principal. Después se procede al desayuno entre los compadres, y se espera la afluencia de visitantes y santos de las otras capillas.11

No obstante que no ha sido posible revisar los expedientes de los restauradores, los informes de los mayordomos señalan que se trata de una imagen muy ligera y suave —hecha con pasta de médula de caña del maíz—, pues cuando le cambian la vestimenta, al cargarlo y sostenerlo, han sentido su peso. Sorprende mucho a los mayordomos que pese tan poco y que la textura sea semejante a la “piel humana”. Como ya hemos mencionado, en las coyunturas la imagen tiene movimiento; ahora sabemos que las esculturas articuladas eran utilizadas dentro del teatro evangélico del siglo xvi para representar las escenas de la pasión, muerte y resurrección del Señor durante la Semana Santa.

De la imagen articulada destaca el color “negro” únicamente en las extremidades: manos y pies, y en el rostro. Esto recuerda la manera en que eran pintados con este color algunos dioses mexicas. De hecho, algunos ídolos tenían como atributo distintivo el color negro en el rostro o en la totalidad de su cuerpo. Pero, existe la posibilidad de que la imagen del Santo Entierro estuviera pintada con el color “negro carbón” o negro ceniza (Amador, 2002: 78).12

Por otra parte, en el pueblo de Colhuacan se cree que la imagen articulada tiene relación con el Señor del Sacromonte en Amecameca, con el Señor de la Cuevita en Iztapalapa, con el Señor de Xaltocan en Xochimilco y con el Señor de las Misericordias en San Lorenzo Tezonco. De hecho, mucha gente los llama “los hermanitos”, porque son imágenes que guardan semejanza al representar a Jesús en su advocación del Santo Entierro, y en algunos casos aparecieron en cuevas, lo cual podría remitir al paradigma de los “dioses subterráneos” (López, 2011).

Consideremos que el Calvarito es la capilla más importante de Colhuacan y es donde la imagen del Santo Entierro ha sido venerada desde el siglo xvi por los culhua y por los pueblos vecinos, principalmente Xochimilco, Tlalpan, Churubusco y Coyoacán. Su antigüedad puede ubicarse a mediados del siglo xvi y se corrobora, si tomamos en cuenta que en la cueva donde se encontró el Señor del Calvario existe una columna de piedra construida en el siglo xvi y puesta posiblemente por los franciscanos, que llegaron a la zona antes que los agustinos, para acondicionar el lugar como capilla.13

En un periodo posterior, gracias a las Relaciones geográficas del Arzobispado de México, 1743, tenemos noticia escrita de la existencia del culto al Santo Entierro en el pueblo de Colhuacan y la veneración de la imagen por parte de sus fieles. Según esta fuente existía “Una capilla en una cueva con un Señor que su advocación es el Santo Entierro, en quien los naturales y demás vecinos tienen puesto todo su afecto y devoción” (De Solano, 1988, [i]: 198-200). Resulta interesante que los arqueólogos hayan encontrado materiales “del templo de Tezcatlipoca en la estructura de la capilla del Calvarito, asentada sobre una nivelación o plataforma artificial”. Se localizaron también restos “del palacio de los antiguos reyes” de Colhuacan y en el lugar del hallazgo fueron ubicados tres manantiales con ofrendas. El primero de estos fue llamado La Santísima y sirvió de asiento de la rueda aguadora del molino de papel, el primero construido en el Nuevo Mundo el cual, probablemente, tenga alguna relación con la materia prima para elaborar las imágenes —como es el papel del maguey que se usaba en la fabricación de esculturas ligeras (Amador, 2002: 72)—; el segundo manantial se encontraba a la entrada del convento agustino; y el tercero se localizaba en el sitio donde estaba el estanque-embarcadero en el siglo xvi.

Veamos ahora el trasfondo histórico y geográfico del señorío de Colhuacan, donde se localiza la escultura.

La importancia del señorío de Colhuacan

El cerro de Colhuacan —de Iztapalapa o Cerro de la Estrella— pertenece a la provincia fisiográfica Eje Neovolcánico y forma parte de la subprovincia Lagos y Volcanes del Anáhuac. En la región predominaba el paisaje lacustre y las extendidas chinampas con numerosos animales terrestres y acuáticos. El nicho paradisiaco proporcionó gran abasto en recursos de flora y fauna, lo que explica la larga historia de ocupación humana del territorio, ya que, según los registros escritos, los primeros asentamientos —encabezados por el pueblo culhua— se remontan al año 600 de nuestra era.

Los arqueólogos han subrayado que, paralelo a la máxima expansión poblacional de Cuicuilco, en Teotihuacan se estaba gestando el nacimiento del periodo Clásico (150 a 600 d.C.). Y a la par del auge de esa gran metrópoli, en la fase Coyotlatelco (700 a 900 d.C.) Colhuacan tuvo una expansión social y territorial hasta la parte poniente del Cerro de la Estrella gracias a los grupos chichimecas, que a lo largo de aproximadamente 700 años influirían en el desarrollo cultural de la cuenca de México. Está bien documentado que el periodo Clásico concluye con la caída de Teotihuacan; y entre las ciudades del valle de México con mayor poderío destacaron Xochicalco, Cholula y Tula. Esta última ciudad sobresalió como capital rectora y, entre 950 y 1150 d.C., vivió su apogeo e influyó en otros señoríos; aunque su decadencia se registra en el siglo xi.

Los culhuas se convirtieron en depositarios de las dos vertientes culturales más elevadas del valle de México: la teotihuacana y la tolteca. Su papel como heredera del mundo clásico y creadora de modelos culturales posteriores explica la importancia de la ascendencia culhua; es tan prestigiosa que constituirá el más alto título de nobleza de los futuros dueños del imperio (Navarrete Linares, 2000: 23).

El señorío de Colhuacan y la relación con los mexicas

Para Paul Kirchhoff (cit. en Caamaño, 1988: 183) Colhuacan fue “uno de los pueblos más importantes de la historia antigua de México, pero desgraciada-mente el menos conocido”. Esto se debe en gran medida a la cantidad de datos dispersos que no se han recopilado sistemáticamente y, por tanto, no hay una continuidad de los mismos, lo que da como resultado lagunas de información que dificultan entender los procesos históricos y culturales de la zona.

En los Anales de Cuauhtitlan se menciona que en la fecha 9- calli (721 d.C.), poco después de la caída de Tula, los culhuas se establecieron en la parte sur de la laguna de México bajo el mando de Nauhyotzin. La fuente informa que en el año 1- tecpatl “siguieron su propio camino los culhua y en su delantera su rey llamado Nauhyotzin”. Tanto Nauhyotl como Cuauhtlix “eran los más principales de la casa y linaje del gran Topiltzin, y después Nauhyotl y sus descendientes fueron reyes de los culhuas que así se llamaron los toltecas por ser su cabecera Colhuacan” (en Caamaño, 1988: 180-181).

A decir de Charles Gibson (2012) en el 1000 d.C. ocurrió una inmigración masiva de los pueblos tolteca, chichimeca, otomí y azteca hacia la cuenca de México. Y por “una serie de cambios de poderes las comunidades de Xaltocan, Colhuacan y Azcapotzalco, ascendieron y cayeron como centros de autoridad”. Nigel Davies sugiere que para esta misma fecha, Colhuacan se encontraba en su mayor época de esplendor de su historia, llegando a influenciar a la ciudad de Tula, el valle de México, Toluca y Morelos (cit. en Cline, 1986: 4).

Pero de 1371 a 1426, momento de auge y expansión del imperio mexica y estando en la sede del gobierno el Huehue Tezozómoc, “los reinos antes dominados por Colhuacan fueron sometidos […]. La alianza mexica-tepaneca provocó, la rápida decadencia de Colhuacan”. Esto generó que, posteriormente, durante el mandato de Moctezuma II, el templo del Fuego Nuevo fuera reconstruido con un afán de legitimación ideológica y hegemónica por parte del estado mexica (Ávila, 2006: 120).