Osvaldo Hurtado visto por sus contemporáneos - Nick Mills - E-Book

Osvaldo Hurtado visto por sus contemporáneos E-Book

Nick Mills

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Beschreibung

"Entre 1960 y 2019 el Ecuador ha sufrido una profunda transformación en la política, la economía y la sociedad. En Osvaldo Hurtado visto por sus contemporáneos, Nick Mills, historiador norteamericano, vinculado a nuestro país desde 1962, recrea momentos importantes de este proceso a través de las voces de algunos de sus protagonistas. Son treinta y siete entrevistas realizadas, entre 2013 y 2015, a familiares, colaboradores, académicos, periodistas y políticos relacionados con Hurtado. El resultado es un interesante e ilustrativo mosaico multifacético, rico en matices, íntimo y hasta controversial, no solo referido al personaje, sino también a las luchas políticas, los golpes de estado, a decisiones discutibles como la «sucretización» y otros entretelones que varían desde lo divertido hasta lo sorprendente. El libro termina con un ensayo revelador del propio Osvaldo Hurtado, donde reflexiona sobre su vida personal y pública, su pensamiento y sus decisiones, descubriendo así hechos, datos y pensamientos jamás revelados antes."

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Osvaldo Hurtado visto por sus contemporáneos

© Nick Mills

 

© Universidad de Las Américas

Campus Queri

www.udla.edu.ec

Facebook: @udlaQuito

Quito, Ecuador

Primera edición: Julio, 2019

Editora

Susana Salvador Crespo

Cuidado de la edición

Andrea Naranjo Ortiz

Corrección y estilo

Adriana Salgado

Diseño de cubierta

David Sánchez Grisales ([email protected])

Diagramación

Mariana Pérez ([email protected])

Ilustración de cubierta

© Retrato al óleo por Osvaldo Guayasamín

Colección privada de Osvaldo Hurtado

Fotografía de la solapa

Linda Horton

Corpus fotográfico

Fondo fotográfico de la revista Vistazo

Archivo personal Osvaldo Hurtado

Editorial

UDLA ediciones

Impresión

V y M gráficas / Jorge Juan N32-36 y Av. Mariana de Jesús

ISBN: 978-9942-779-14-4

Gracias por respetar las leyes del copyright al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra, sin la debida autorización. Al hacerlo está respetando a los autores y permitiendo que la UDLA continúe con la difusión del conocimiento.

Reservados todos los derechos. El contenido de este libro se encuentra protegido por la ley.

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

CONTENIDO

Presentación

Prólogo

Cronología histórica del Periodo 1960-2017

A manera de introducción

Primera parte

Entrevistas

Familia

Hermanos

Edith

María

Raúl

Hijos

Sebastián

Andrés

Cristina

Felipe

Isabel

Miembros del Gobierno

Vladimiro Álvarez

Mauricio Dávalos

Dalila Gómez

Francisco Huerta

Abelardo Pachano

Teodoro Peña

Pedro Pinto

Patricio Ribadeneira

Vladimir Serrano

Alexandra Vela

Académicos

Enrique Ayala Mora

Manuel Chiriboga

Simón Espinosa

Patricio Moncayo

Simón Pachano

Políticos

Raúl Baca Carbo

Pablo Better

Wilfrido Lucero

César Montúfar

Diego Ordóñez

Rodrigo Paz Delgado

Blasco Peñaherrera

Periodistas

Carlos Jijón

Gonzalo Ortiz y Norma de los Reyes de Ortiz

Jorge Ortiz

Alfredo Pinoargote

Carlos Vera

Líder laboral

José Chávez

Corpus fotográfico

Segunda parte

Osvaldo Hurtado: Reflexiones sobre la vida y la política

Notas al pie

PRESENTACIÓN

En Crisis, conflicto y consenso (Corporación Editora Nacional, 1984), el politólogo estadounidense Nick Mills traza un retrato de lo que fue la presidencia de Osvaldo Hurtado, desde que asumió el poder la aciaga tarde del domingo 24 de mayo de 1981, hasta que entregó el mando, el 10 de agosto de 1984, a su más enconado opositor, el ingeniero León Febres Cordero. Con método científico y lógica impecable, Mills va dibujando ante el lector los avatares y contradicciones de un gobierno que había llegado al poder por una gran victoria electoral, y que debía gobernar en medio del estallido de la crisis de la deuda externa, con la oposición de los sindicatos, las cámaras empresariales y los grandes medios de comunicación.

Tras su rigor de científico social, Mills dibuja también el rostro de un político de 45 años que se comportaba como un hombre de Estado desde los 30. Visto por el sector empresarial como un «izquierdista», «enemigo de la empresa privada», y al mismo tiempo, por las organizaciones sindicales, como un representante de la derecha, Hurtado ejerce como un estadista pragmático y profundamente democrático. Es tan realista como para acudir a la «sucretización» de la deuda externa privada ante el riesgo cierto de que una quiebra masiva pudiera traducirse en una crisis social inmanejable; y tan apegado a principios éticos como para negarse a utilizar el aparato estatal para impulsar una candidatura presidencial del partido que él había ayudado a fundar, la Democracia Popular, pese a la inminencia del triunfo electoral de un opositor.

En 1984, Osvaldo Hurtado Larrea se convierte en un joven expresidente de la República. En los setenta había escrito Dos mundos superpuestos, un ensayo sobre el país anterior a los setenta, y luego El Poder Político en el Ecuador, quizás el tratado más riguroso de nuestra realidad en las últimas décadas. Entre ambos libros, en plena dictadura militar, había integrado una de las comisiones de reestructuración jurídica del Estado que sirvieron de base para el retorno a la democracia. Había fundado la Democracia Cristiana, que posteriormente habría de fundirse con el conservadurismo progresista de Julio César Trujillo para formar la Democracia Popular. En los ochenta, había ejercido la vicepresidencia de la República y también la Presidencia. Luego, como expresidente, lideraría la oposición al autoritarismo del gobierno de León Febres Cordero. Su campaña por el «No», en el referéndum convocado por el régimen, pondría freno a los ímpetus autoritarios del presidente y marcaría el declive del febrescorderismo.

Su participación como presidente de la Asamblea Constituyente de 1997 fue un ejercicio poco usual de concertación y tolerancia. A diferencia de la que vendría después, los artículos de la Constitución de 1998 debían aprobarse con el voto de las dos terceras partes de un cuerpo legislativo en que ninguna fuerza política tenía mayoría, por lo que fue necesario consensuar con proyectos políticos, e intereses, tan disímiles como los del Partido Social Cristiano y los de Pachakutik. El resultado fue una Constitución moderna y un pacto social, algo inédito en la historia nacional.

La Constitución de 1998 fue arrasada por la dictadura que vendría 9 años después. Mientras la mayoría de políticos, expresidentes y exvicepresidentes, decidieron ocultarse por temor o conveniencia (algunos, incluso, llegarían a colaborar con la tiranía), Osvaldo Hurtado defendió con energía y coraje los valores democráticos.

Un protagonista infatigable de la vida del Ecuador desde la década de los setenta. Un hombre de bien, brillante intelectual y profundamente demócrata, como lo atestiguan sus contemporáneos.

Carlos Larreátegui Nardi

Canciller Universidad de Las Américas

Quito, julio de 2019

PRÓLOGO

 

Para Dolores

 

 

La historia de este libro es bastante accidentada. Más o menos, por el año 2008, Osvaldo Hurtado pidió que le hiciera un prólogo para la traducción al inglés de su libro Las costumbres de los ecuatorianos, cuyo título en inglés es Portrait of a Nation: Culture and Progress in Ecuador. Acepté con mucho gusto. Consideré que, si el libro era principalmente para lectores de habla inglesa, el contenido del prólogo debería constar de tres partes: parte una, sobre el Ecuador mismo; parte dos, sobre el libro y su significado; y parte tres, sobre el autor: Osvaldo Hurtado, y su papel en la historia del país. Efectivamente fue con ese esquema en la cabeza que comencé a escribir. Las primeras dos partes eran relativamente fáciles, pero la tercera, la que versaba sobre el autor, me costaba. Comencé a escribirla, pero pronto me di cuenta de que para ser justo con Osvaldo debería tener un espacio mucho más grande, un lienzo más amplio que los proporcionados por un escueto prólogo.

De allí nació la idea de escribir una biografía política de Osvaldo Hurtado. En mi mente debía ser una biografía ‘política’, porque realmente lo que me interesaba era su pensamiento político, su evolución con el tiempo, y su impacto a lo largo de los años en la sociedad ecuatoriana. Y, dentro de lo político, analizaría sus ideas sobre la democracia —casi diría su obsesión sobre ella— y sus esfuerzos por defenderla y consolidarla en Ecuador y en Latinoamérica en general. Sus acciones y escritos sobre la democracia, en todos sus aspectos —teórico, filosófico, político, práctico— año tras año, a mi juicio, convierten a Osvaldo Hurtado en el más destacado, el más firme, el más persistente defensor de la democracia en la historia contemporánea ecuatoriana. Esto es lo que pretendía captar en la biografía política que proponía escribir.

Dejé que incubara la idea un par de años. En esa época trabajaba de director de un proyecto educativo de CARE, en Nicaragua, financiado por la USAID; luego me trasladaron a Afganistán donde me encargué de otro proyecto similar. Mis ocupaciones no me permitieron asumir, en ese momento, un proyecto de la envergadura que pensaba para la biografía política. No fue sino cuando me jubilé de CARE, en 2010, para convertirme en consultor independiente, que pude disponer del tiempo para embarcarme en la tarea.

Comencé con una lectura exhaustiva de todo lo que existía en medios impresos y electrónicos sobre lo escrito y hablado (discursos, entrevistas) por Osvaldo. Apunté minuciosamente todo lo relevante al tema. Terminé esta parte del estudio en 2013. Me faltaba investigar el contexto histórico de lo acaecido en el país en los 50 años comprendidos en el estudio, y entrevistarme con selectos actores —correligionarios en la DP, periodistas, amigos, familia— para tener una apreciación general sobre Osvaldo de las personas que le conocían mejor. Decidí proceder primero con las entrevistas, para dejar la investigación del entorno para el final del plan. Efectivamente, en septiembre de 2013, viajé al Ecuador para completar esta fase.

Estuve en contacto con Osvaldo sobre mi proyecto y me ayudó generosamente con un listado preliminar de candidatos para entrevistar. Yo buscaba la mayor diversidad posible entre personas que conocían bien a Osvaldo, personal o profesionalmente. Le expliqué que, en la selección de los entrevistados, además de una diversidad de personas (periodistas, correligionarios, familiares, entre otros), quería también una diversidad de opiniones y de puntos de vista. En resumen, no quería solo a admiradores de Hurtado, sino a una amplia gama de gente dispuesta a hablar con objetividad y honestidad. Conté con el amable apoyo del equipo de Cordes para establecer los contactos, y elaborar una agenda de entrevistas durante un periodo de tres semanas.

Los entrevistados aceptaron con beneplácito la invitación para la entrevista y, en su mayoría, hablaron con cordial franqueza. Las entrevistas duraron en promedio aproximadamente una hora. Por limitación de espacio, para efectos de la publicación, se tomó la difícil decisión de excluir algunas entrevistas de la colección inicial. Con este ajuste, el número total de entrevistas para esta compilación llegó a 30: 3 colectivas (Gonzalo y Norma Ortiz, los 5 hijos y los 3 hermanos de Osvaldo); y 27 individuales: 10 miembros del Gobierno, 5 académicos, 7 políticos, 4 periodistas y 1 dirigente laboral. Varios pertenecen a más de una categoría. Por ejemplo, algunos de los miembros del Gobierno también son políticos o amigos. Entre los entrevistados figuraba Jamil Mahuad pero al final no autorizó la publicación de su entrevista enviada a la editorial. Finalmente, el número de entrevistados llegó a 37.

Las entrevistas fueron abiertas. Consideré que más provechosas serían si fueran del estilo de un diálogo o de una conversación entre amigos. La única constante era que siempre inicié la conversación con una exposición del motivo de la entrevista: que estaba preparando un libro sobre el pensamiento político de Osvaldo Hurtado, que había ya leído toda su obra académica y política, y que con las entrevistas pretendía complementar el material bibliográfico con las percepciones, perspectivas y anécdotas de las personas que lo conocían bien; es decir, sus amigos y familiares, los que habían colaborado con él, y con aquellos cuyo trabajo profesional permitió que se relacionaran con él. También les pedía que indicaran las circunstancias en las que habían conocido a Osvaldo y cuál había sido la naturaleza de su relación a lo largo de los años. Pero, fuera de algunos datos específicos, no puse límites y dejé que tomaran el rumbo que determinaran los entrevistados. Solo intervine para pedir aclaraciones o para enderezar la conversación, si me parecía que el entrevistado estaba incursionando en temas no tan relevantes, o si la entrevista estaba perdiendo ímpetu.

Terminé las entrevistas en septiembre de 2013. Con la invalorable ayuda de Johanna Andrango, en Quito, se transcribieron las grabaciones durante los siguientes meses. Al revisar las transcripciones me di cuenta de la riqueza de información que contenían, pues, además de abordar el tema principal, casi todos los entrevistados habían ampliado la temática en formas muy interesantes y hasta reveladoras. Se referían a Osvaldo, por supuesto, pero, tal vez, por la estructura flexible del formato de entrevistas, las salpicaron de anécdotas, intimidades, observaciones y opiniones que dieron a cada entrevista un carácter y un valor únicos. Y, si bien cada una tenía su personalidad particular, conforme uno va leyéndolas una por una, se nota que pintan, como por arte de magia, un cuadro de singular y sorprendente claridad.

Fue entonces que decidí darle al libro un rumbo nuevo. En vez de un sobrio tratado académico sobre el pensamiento democrático de Osvaldo Hurtado (tema no carente todavía de intrigantes posibilidades), decidí ofrecer al lector un perfil multifacético de Osvaldo, por un lado, y por otro, una historia íntima de los años turbulentos comprendidos entre 1960 y 2017, ambos dibujados por los propios protagonistas del periodo.

Una vez que decidí convertir las entrevistas en libro, arreglé los textos. El primer paso era asegurar que la transcripción sea una fiel representación de lo captado en la grabadora. El segundo, revisar cuidadosamente las transcripciones para limar las obvias asperezas que suceden cuando se pretende convertir en escrito un texto originalmente hablado. Hubo dos revisiones pormenorizadas de ese tipo. A partir de allí, era tiempo de involucrar de nuevo a los entrevistados, que ahora se consideraban autores, ya que se trataba de textos escritos. Por medio de un correo electrónico, se les informó de las decisiones tomadas respecto a sus entrevistas y de mi intención de incorporar las transcripciones en un libro de testimonios. Se les pidió su venia para este propósito y, a la vez, se les envió una copia de la última versión revisada de su texto. En este momento tuvieron la oportunidad de revisar y modificar a su criterio el texto que les correspondía. Los textos revisados por los autores son los publicados en este libro.

Confieso que este libro es un tributo a Osvaldo Hurtado. Con orgullo me considero su amigo. Pero la amistad nada tiene que ver con el libro. No es un panegírico ni una apología. No pretende ofuscar con elogios. Lo que pretende, más bien, es descubrir, ora con alabanzas ora con reproches, a una destacada figura histórica que durante 50 años ha jugado un papel crítico en su país y, con sus escritos, pronunciamientos y acciones ha demostrado ser un patriota a carta cabal.

Delante y detrás de bastidores han tenido una participación importante en este libro muchas personas a las que reconozco con un sentido agradecimiento colectivo. Agradezco en particular a: todos los entrevistados que con tanta buena voluntad aceptaron participar en esta empresa, aun cuando parecía que no iba a ninguna parte; Johanna Andrango, que con inagotable energía y diligencia realizó las transcripciones; Patricio Donoso Hurtado, por su inteligente colaboración en las revisiones de textos, la redacción de los perfiles biográficos, y la estructuración del manuscrito, además de las perspicaces observaciones y recomendaciones que me brindó; sus muchas e indispensables contribuciones permitieron que este proyecto se convierta de mero sueño en realidad; Osvaldo Hurtado por su valioso apoyo moral y material; el personal de Cordes que con sumo profesionalismo armó la complicada agenda de entrevistas que abrió la puerta para la exitosa ejecución del proyecto; Antonieta Villacreces de Swanson por su generosa hospitalidad durante el periodo en que se realizaron las entrevistas. Finalmente, agradezco a la Universidad de Las Américas, en la persona de su Canciller, Carlos Larreátegui, por acoger esta iniciativa con entusiasmo y apoyar la publicación del presente libro.

Nick Mills16 de enero, 2019Carlsbad, Nuevo México, USA

CRONOLOGÍA HISTÓRICA DEL PERIODO 1960-2017

Las conversaciones que contiene este libro abarcan, aproximadamente, el periodo de 1960 al 2017, fecha en la que se escriben estas palabras. Son 57 años, tiempo suficiente para que lo más probable sea que la mayoría de los lectores de este libro haya nacido después de iniciado este periodo. Para ellos y para los que tenemos un poco borrosa la memoria va la Cronología Histórica que sigue. Es adaptada de la Breve Cronología de la Época Republicana y el listado de ‘Jefes del Estado del Ecuador’ que contiene el excelente Manual de Historia del Ecuador: Época Republicana, escrito por el destacado historiador y profesor doctor Enrique Ayala Mora y publicado en 2008 por la Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador y la Corporación Editora Nacional.1

1960(1 septiembre 1960-7 noviembre 1961)

José María Velasco Ibarra es elegido presidente.

1961(7 noviembre 1961-11 julio 1963)

Carlos Julio Arosemena Monroy asume la presidencia.

1963(11 julio 1963-28 marzo 1966)

Se posesiona la Junta Militar de Gobierno.

1964 Se expide la Ley de Reforma Agraria.

1966 La Universidad Central es invadida por el ejército. Cae la dictadura militar.

(29 marzo-16 noviembre 1966)

Se declara a Clemente Yerovi Indaburo como presidente interino.

(16 noviembre 1966-mayo 1967)

Otto Arosemena Gómez es presidente constitucional interino.

1967 Se localiza el primer yacimiento petrolífero en el Oriente.

(Mayo 1967-31 agosto 1968)

Se posesiona a Otto Arosemena Gómez como presidente constitucional.

1968(1 septiembre 1968-12 febrero 1972)

Se elige a José María Velasco Ibarra como presidente constitucional.

1969 Ecuador ingresa al Grupo de Integración Andina.

1972(16 febrero 1972-12 enero 1976)

Guillermo Rodríguez Lara es el nuevo presidente de la República. La nueva dictadura militar gobierna en medio del auge petrolero. Ecuador comienza a exportar petróleo y se produce una elevación internacional de su precio.

1973 Se crea la provincia insular de Galápagos.

1975 Se consolida el Frente Unitario de los Trabajadores (FUT).

1976(12 enero 1976-10 agosto 1979)

Consejo Supremo de Gobierno.

1977 Reprimen violentamente a los trabajadores del ingenio AZTRA, y el saldo es de decenas de muertos.

1978 Se aprueba por plebiscito la nueva Constitución. Se dispone por primera vez la votación de los analfabetos.

1979(10 agosto 1979-24 mayo 1981)

Se posesiona a Jaime Roldós Aguilera como presidente constitucional.

1981 Se produce un conflicto bélico con el Perú en la Cordillera del Cóndor. El presidente Roldós muere en un accidente de aviación.

(24 mayo 1981-10 agosto 1984)

Se nombra a Osvaldo Hurtado Larrea como presidente constitucional.

1984(10 agosto 1984-10 agosto 1988)

Se elige a León Febres Cordero como presidente constitucional.

1985 El papa Juan Pablo II visita el Ecuador.

1987 En el mes de marzo, un terremoto destruye varias localidades del país y daña el oleoducto.

1988(10 agosto 1988-10 agosto 1992)

Se elige a Rodrigo Borja Cevallos como presidente constitucional.

1990(4 de junio)

Se inicia un levantamiento de los pueblos indígenas.

1991 El presidente plantea en la ONU un arreglo pacífico del diferendo territorial con el Perú. Se realizan conversaciones.

1992 El presidente del Perú visita al Ecuador.

(10 agosto 1992-10 agosto 1996)

El Ecuador elige a Sixto Durán Ballén como presidente constitucional.

1995 Nuevo conflicto bélico con el Perú. Las tropas ecuatorianas defienden exitosamente al país. Se suscribe una declaración de paz y se inician las negociaciones para un arreglo.

1996(10 agosto 1996-6 febrero 1997)

Se elige a Abdalá Bucaram Ortiz como presidente constitucional.

1997(6 febrero 1997-10 agosto 1998)

Se posesiona a Fabián Alarcón Rivera como presidente constitucional interino.

(9-11 febrero 1997)

Rosalía Arteaga queda en el cargo de vicepresidente de la República, encargada del poder.

1998 La Asamblea Nacional Constituyente aprueba una reforma integral a la Constitución que entra en vigencia el 10 de agosto.

(10 agosto 1998-21 enero 2000)

Se elige a Jamil Mahuad como presidente constitucional.

(26 de octubre)

Se firman los acuerdos de paz con el Perú que permiten delimitar la frontera común, impulsar el comercio y la navegación amazónica, e integrar la frontera entre los dos países.

2000 Gobierno decreta la dolarización. Se abandona el sucre y se adopta el dólar de Estados Unidos como moneda de circulación legal.

(22 enero 2000-15 enero 2003)

Asume Gustavo Noboa Bejarano como presidente constitucional.

2003(15 enero 2003-20 abril 2004)

Se elige a Lucio Gutiérrez Borbúa como presidente constitucional.

2004 Ecuador suscribe la Declaración de Cuzco, firmada por 12 presidentes, que da inicio a la Unión de Naciones Sudamericanas.

(20 abril 2004-15 enero 2007)

Asume Alfredo Palacio como presidente constitucional.

2007 (15 enero 2007-24 mayo 2017)

Se elige a Rafael Correa Delgado como presidente constitucional.

2008 Se formula una nueva Constitución que, sometida a consulta popular, es aprobada el 28 de septiembre y entra en vigencia el 20 de octubre.

2009 Eligen a Correa como presidente por segunda vez.

2013 Se elige a Correa como presidente por tercera vez.

2016 Un terremoto de 7.8 grados azota la región norte de la costa ecuatoriana.

2017(24 mayo 2017-24 mayo 2021)

Lenin Moreno derrota a Guillermo Lasso en segunda vuelta electoral, y se posesiona como presidente constitucional.

A MANERA DE INTRODUCCIÓN

Conocí a Osvaldo Hurtado por el año 1974 en su oficina en la Universidad Católica de Quito. Yo, en ese momento, desempeñaba el cargo de profesor y director del Centro Andino de Estudios e Investigaciones, programa de estudios superiores auspiciado por la Universidad de Nuevo México para estudiantes norteamericanos. Como director, me tocaba identificar a académicos ecuatorianos calificados y dispuestos a dar clases en el Centro Andino, en cualquiera de las disciplinas académicas que ofrecía a sus estudiantes. La persona encargada de ciencias políticas había renunciado y yo buscaba a un reemplazo. Averigüé entre colegas y amigos sobre posibles candidatos y surgió el nombre de Osvaldo Hurtado. Me dio cita, acudí el día y la hora indicados, y así se inició una amistad que ha durado casi medio siglo.

Cuando lo conocí no era yo precisamente un neófito sobre la realidad ecuatoriana. Entre 1962 y 1964 había vivido en Guayaquil y Ambato, donde trabajé como voluntario del Cuerpo de Paz. Mi ‘especialización’, después de seis meses de preparación, era la organización comunitaria. Tenía 21 años e iba a cambiar el mundo: acabar con el hambre, restaurar la dignidad del hombre, desterrar la inequidad, erradicar la pobreza. Dos años, pensaba yo, eran más que suficientes para lograr mis metas. Cambios hubo, eso sí, pero el cambiado resulté ser yo. La verdad es que hice mucho en dos años pero logré muy poco. En cambio, aprendí mucho. Aprendí el español, destreza que me sirvió de mucha utilidad a lo largo de mi vida profesional y personal. Hice entrañables amigos.

Por otro lado, mi experiencia como voluntario del Cuerpo de Paz me brindó la oportunidad de conocer a una nueva —y al principio, exótica— cultura, diversa y rica en costumbres, comportamientos, mores, creencias y colores. Y, al mismo tiempo, pude gozar del maravilloso paisaje ecuatoriano, que asalta los sentidos con su belleza, desde la tropical selva amazónica hasta las asombrosas montañas andinas y el alegre calor de la costa. Pero me di cuenta rápidamente que el mejor recurso del Ecuador era su gente. Se dice que el costeño es abierto, alegre y pragmático; y el serrano cerrado, sobrio e idealista. Pude conocer de cerca a ambos, viví en medio de ellos, me hice amigo de ellos, trabajé con ellos, y puedo afirmar que el estereotipo, como todo estereotipo, es exagerado. Sí, hay diferencias, que van más allá de lo puramente individual. Se puede decir que a nivel grupal el estereotipo tiene cierto asidero; pero a nivel personal se desvanece. Ahí es donde entran las relaciones humanas, y es a este nivel que conocí, en mi trabajo y en mi vida social, a gente genuina, auténtica, sensible, cariñosa, trabajadora y muy hospitalaria para un extranjero confuso y desamparado.

Pronto descubrí que no todo en el Ecuador era color de rosa. El paisaje constituía el telón de fondo de un drama de proporciones trágicas que se presentaba diariamente. La pobreza era extrema y extendida en esos años (comienzo de los 60). Las condiciones de vida, especialmente en la zona rural, eran atroces. La miseria se palpaba. En Guayaquil viví y trabajé en el Cerro Santa Ana, antes de su transformación en un barrio pintoresco. No había agua, ni luz eléctrica, ni alcantarillado. La gente estaba acosada por escaseces de todo tipo: casa, comida y esperanza. Una cosa que sí abundaba era la delincuencia, y quien salía de noche a los oscuros callejones laberínticos se arriesgaba a ser asaltado o hasta asesinado. Mi idealismo infantil recibió un fuerte choque; me desperté de mi ingenuo romanticismo y comencé a ver al mundo como era: manchado, injusto, roto. Mis ideales comenzaron a desmoronarse, pero no mi espíritu. Era suficientemente joven como para convencerme a mí mismo de que el hombre sí tiene la capacidad de perfeccionarse y que, con esfuerzo y tiempo, se daría cuenta de sus equivocaciones, y la esperanza, la igualdad y la libertad comenzarían a reinar en el mundo.

En fin, sea por el idioma, las costumbres, el paisaje, las amistades, los retos ideológicos, las espantosas condiciones humanas o todos ellos, lo cierto es que me resultó interesante, acogedor y simpático el país. Me sentí cómodo, como en casa. Sin saberlo, en ese momento mi estadía en el Ecuador a principios de los 60 fue el comienzo de una asociación de cariño y de provecho personal que se ha mantenido activa y muy cercana hasta el día de hoy, 57 años después.

Al terminar mi periodo como voluntario del Cuerpo de Paz regresé a los Estados Unidos. Consideraba al Ecuador y mi estadía allí como una etapa en mi vida concluida; era del pasado, capítulo cerrado, y yo tenía la mirada fijada en el futuro. La verdad es que entre mí pensaba que jamás volvería a pisar tierra ecuatoriana. El futuro inmediato para mí era terminar mis estudios universitarios, que había suspendido para entrar al Cuerpo de Paz. He aquí un primer ejemplo de cómo me había afectado mi estadía en el Ecuador. Antes de entrar al Cuerpo de Paz era un diletante universitario, una especie de mariposa académica que alegremente iba de flor en flor probando primero este néctar, luego este otro. No sabía qué quería hacer en la vida y lo mismo me daba tomar un curso de teología católica que un curso de psicología experimental.

Había experimentado la realidad y eso me abrió los ojos y me dio una pista de lo que podría hacer con mi vida de ahí en adelante. En definitiva, decidí enfocar mis estudios en Latinoamérica. Mi interés y curiosidad sobre los fenómenos sociales e históricos me llevaron a escoger una carrera multidisciplinaria de Estudios Latinoamericanos con concentración en sociología, ciencia política, economía, antropología, historia y literatura. Y la universidad seleccionada para seguir mis estudios fue la Universidad de Nuevo México en Albuquerque. Reflexionaba que en el área para mis estudios podría encontrar respuestas a algunas de las incógnitas y aclaraciones de las contradicciones que había enfrentado en el Ecuador, que se habían convertido en hervidero en mi cerebro. Y si el novel plan de estudios me podría hacer entender mejor los fenómenos sociales que me preocupaban, tal vez también me daría una idea sobre el camino (o caminos) que debería seguir para ayudar a que hubiera un cambio real y sostenible, en las condiciones de vida de las millones de personas en el mundo agobiadas por la pobreza y la desigualdad. A veces en la vida uno se convence con seguridad férrea que tiene bajo su control su destino y es solo una cuestión de ejecutar el «plan». En ese momento de mi vida estaba convencido de que iba a estudiar todo lo que ofrecía la universidad en mi campo, sacar mi maestría, o talvez mi doctorado, y luego salir a salvar al mundo (seguía neciamente con esa idea). Pero algo pasó para hacer tambalear mi plan: entró a mi vida Dolores.

Al volver al país, después de mi estadía en el Ecuador, encontré que el año lectivo estaba en marcha, por lo que no podía entrar a estudiar inmediatamente. Era necesario encontrar un trabajo para poder subsistir hasta que se iniciara el nuevo año lectivo. Resulta que después de dos años en el Ecuador ya era un ‘experto’ sobre el país y con ese título me contrataron para trabajar con un grupo de voluntarios del Cuerpo de Paz que estaba preparándose en la Universidad de Missouri para iniciar su misión en el Ecuador. Parte de mi trabajo era estar a disposición para contestar cualquier inquietud que tuvieran los cursantes sobre la cultura y las costumbres ecuatorianas. Para eso tenía que visitar informalmente las clases, en particular las de español. El momento que entré al aula donde se daba clases de español y vi a la profesora supe que algo histórico había ocurrido. Supuestamente estaba allí de observador, así que observé, y me gustó lo que veía. Y nada tenía que ver con la clase. La profesora era una chica diminuta, delgadita, vestida nítidamente de falda café, blusa blanca y zapatos «Oxford» blancos y cafés, de carita de muñeca, de ojos y pelo negros correctamente peinado. Era una chica, para mí, deliciosamente exótica, y tenía un nombre igualmente exótico: Dolores Gutiérrez Cabeza de Vaca, oriunda de Las Vegas, Nuevo México. Después de la clase me acerqué y me presenté, le invité a una Coca Cola y de allí en adelante no nos separamos nunca. Así nos hemos mantenido hasta la fecha de hoy, 55 años después.

En poco tiempo me di cuenta de que Dolores era una chica muy inteligente y tímida. Ese año había terminado sus estudios para una maestría en Ciencias Políticas en la Universidad de Missouri. Éramos casi de la misma edad, pero a lado de ella me sentí a veces como un burro torpe e inútil. Ella, sin embargo, parecía que no notaba mi torpeza pero creo que en realidad se hacía la desentendida para que no me sintiera humillado. Con Dolores y con un amigo de ambos, David Knight, exvoluntario que también trabajaba en el programa de entrenamiento en Missouri, decidimos irnos a Nuevo México para continuar nuestros estudios: David y yo para sacar la licenciatura, y Dolores para sacar una segunda maestría, esta vez en Literatura Hispanoamericana. Al año, Dolores y yo nos habíamos casado, y al año siguiente había terminado mi licenciatura en Estudios Latinoamericanos y aceptado una beca para estudios de postgrado.

La suerte me dio la oportunidad de volver al Ecuador, esta vez acompañado. No lo esperaba, pero resultó que Dolores había conseguido un trabajo de secretaria en el Centro Latinoamericano de la Universidad, gracias a la generosa benevolencia de nuestro profesor de literatura, mentor y querido amigo: Marshall Nason, quien fungía de director del Centro. El Centro había recibido fondos del gobierno federal para un programa de verano de capacitación a profesores de español en escuelas norteamericanas. Parte del programa se realizaba en el Ecuador donde los participantes recibían clases de profesores ecuatorianos y a la vez podían familiarizarse con la cultura ecuatoriana. Marshall pidió a Dolores que acompañara al grupo para ayudar con la coordinación y, para no separar a los recién casados (hacía 2 meses), me invitó también a mí, y de yapa, este viaje sería para nosotros como una especie de luna de miel. Yo feliz de la vida porque podía regresar al querido Ecuador, pero no solo eso, sino que me daría la oportunidad de llevar a Dolores a que conociera un lugar que en definitiva había tenido mucho que ver con mi formación como persona. Era parte de mi pasado, parte de mi vida. Cuando salí del Ecuador la primera vez pensaba que el país se quedaría permanentemente en mi pasado. Nunca me imaginé que se convertiría en el centro de mi vida y que daría forma y sentido a mi futuro.

El viaje, al final, no tuvo mucho de luna de miel. Era el año 1965 y tiempos de dictadura militar. Nuestra visita coincidió con un momento de extrema tensión e inestabilidad, con manifestaciones y desmanes por todo lado. De por sí no era buen tiempo para ser un gringo en Quito. Y para complicar más el asunto, a alguien se le había ocurrido la brillante idea de alojar a los participantes del proyecto, que eran como 30, en las residenciales de la Universidad Central, que en aquel entonces se había convertido en la sede de una conspiración que buscaba tumbar el gobierno militar. La Central, pues, era el ojo del huracán.

Dolores y yo estábamos alojados en la casa de Nelson Dávila, periodista ecuatoriano que coordinaba la logística del proyecto. Una noche, como a las 8, cuando la situación había llegado a un punto de máxima tensión, vino a mí Nelson y me dijo, «mira, Nick, no aguanto la ansiedad. La gente nuestra está en medio de un campo de batalla donde cualquier cosa puede pasar. Esos locos universitarios son capaces de secuestrar a nuestro grupo; en cualquier caso, están corriendo un gran riesgo. Tenemos que ver si están bien» ¿Y el toque de queda?, le pregunté: «No te preocupes», me dice, «eso es pura farsa de los militares para asustar a la gente. No nos va a pasar nada».

Salir a las 20:00h en una noche fría en medio prácticamente de una guerra civil, y a pie, por las calles solitarias de Quito, a curiosear en la Universidad Central, buscando qué sé yo, pues, no me atraía para nada. Pero, solidario hasta la muerte, acepté lo propuesto por mi amigo, confiando en su sexto sentido y su astucia quiteña para saber cómo evitar situaciones delicadas. Entonces, siguiendo a Nelson —porque al fin y al cabo, ¿qué sabía yo?—, salimos caminando desde Iñaquito, fuimos hacia la avenida América, y llegamos a la Central. Todo tranquilo hasta allí. Las calles abandonadas. La universidad, envuelta en un silencio sepulcral y amenazante. «¡Por ahí vamos, Nick!», gritó Nelson señalando con su dedo un callejón de tierra, oscurísimo, que bordeaba la parte norte de la universidad. «¡Estás loco!, le digo, yo no me voy a meter ahí». La verdad era que no entendía cuál era su plan. ¿Qué lográbamos con meternos por un sendero oscuro con un muro de cuatro metros por un lado y una selva por el otro? Pues ni modo, él seguía caminando adelante con toda la confianza del mundo y yo de tonto seguía sus pasos.

Nuestra heroica aventura comenzó a deshilacharse en un abrir y cerrar de ojos. Habíamos avanzado tal vez 200 m por el callejón, cuando de repente aparecieron luces de un automóvil que venía a velocidad hacia nosotros. Instintivamente supimos que teníamos un problema. Como sabíamos que éramos «inocentes» —pues nos motivaba el noble propósito de proteger a nuestros colegas atrapados en el fuego cruzado metafórico entre militares y militantes— nos quedamos paralizados esperando que nos alcanzara el vehículo. No sabíamos quiénes eran, pero sospechamos lo peor. Sin embargo, confiamos en que, si les explicábamos racionalmente lo que hacíamos allí, pronto estaríamos dándonos la mano entre sonrisas de alivio de lado y lado, y luego cada uno tranquilamente se iría para su casa. ¡Semejante equivocación!

El vehículo, que era una furgoneta, se paró abruptamente junto a nosotros. ¡Nada de explicaciones racionales y apretones de manos! Se bajaron como cinco gorilas, vestidos de civil (para nosotros una mala señal), y comenzaron a gritarnos en un lenguaje no apto para todo público: «¿Qué hacen aquí ustedes?». «¿Por qué están aquí?». «Si no son criminales son subversivos». «¡Súbanse a la furgoneta, van presos!» Sin decir nada, Nelson y yo decidimos que lo último que queríamos era subirnos a ese vehículo, pues quién sabe adónde nos llevarían. No se identificaron, no sabíamos si eran policía, militares, o sencillamente maleantes. Ya habían agarrado a Nelson y él me gritó a toda voz, «¡Corre, Nick!». Qué más me quedaba… Corrí.

En el colegio practicaba atletismo y tenía buenas marcas en las carreras, pero jamás había corrido tan rápido como en aquella noche. Salí en la dirección en que habíamos entrado, hacia la avenida América. Pensé que tal vez me toparía con un taxi o algún carro particular. ¡Vana esperanza! Venían detrás de mí tres tipos pero yo, impulsado por la adrenalina, me mantuve fuera de su alcance. Hasta llegar a la América. No había ni un gato moviéndose por las calles. La altura y la desilusión me habían vencido; no sabía qué iban a hacer conmigo, pero no me quedaba más y me rendí. A golpes y sin ceremonia me tiraron al vehículo. Nos llevaron al retén policial en el centro de Quito. Nuestros captores habían desaparecido después de dejarnos en manos de unos policías, que inmediatamente nos metieron en una celda, ordenándonos que calláramos hasta que viniera un oficial que determinaría nuestra suerte. Allí nos quedamos —cansados, sucios, golpeados y humillados— hasta que, por fin, dos horas después, llegó un oficial. Después de una intensa interrogación el oficial se convenció que de peligrosos sediciosos no teníamos nada y nos botaron a la calle. Al salir de la cárcel, la belleza de la luz del sol que anunció el nuevo día y que transformó en oro las húmedas calles adoquinadas, convirtió en dulce mañana la amarga noche que acabamos de pasar. Eufóricos, buscamos un taxi y nos fuimos a la casa.

Volví al Ecuador en 1969. Había terminado la licenciatura y para el doctorado me faltaba solo la tesis. No es de sorprenderse que escogí un tema ecuatoriano: la oposición liberal en el periodo floreano, o sea, los primeros quince años de la República. Era necesario ir al Ecuador para realizar las investigaciones del caso. Me quedaba poco tiempo para ello ya que en marzo había aceptado una oferta para trabajar de profesor de español y de literatura hispanoamericana en la Universidad de Oklahoma. Asumiría el puesto en septiembre y, mientras tanto, además de la investigación en Ecuador, tenía que vender la casa en Albuquerque, embalar el mobiliario y los enseres domésticos, encontrar casa en Norman, Oklahoma, y transportar todo y familia al nuevo hogar (para entonces tenía dos hijos: Nikos de tres años y Kyra de uno). En fin, apenas me quedaban cuatro meses para mi investigación en Quito.

Una vez en Quito me puse a trabajar con ahínco, aprovechando al máximo el limitado tiempo de que disponía. Buscando recursos bibliográficos, hice un recorrido inicial por las principales bibliotecas: la Biblioteca Nacional, cuyo director era Jorge Icaza, la Biblioteca Municipal y la Biblioteca de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Eran momentos difíciles para el Ecuador. Hacía pocos años que se había terminado una dictadura militar (la que había sido responsable por mi detención en 1965) y Velasco Ibarra recién había iniciado su quinto periodo en la presidencia. El petróleo, que se descubrió en 1967, todavía no fluía, la pobreza era extrema y la economía era débil y vulnerable.

La condición de las bibliotecas reflejaba la situación deplorable del país en general. Las técnicas de la bibliotecología moderna no habían llegado todavía al país y el trabajo del investigador se reducía a una especie de buceo en un mar de papeles, libros y documentos. Lo que más se necesitaba para una investigación seria era el tiempo y mucha suerte, y yo no disponía de ninguno de los dos. Afortunadamente llegaron al escenario el padre Julián Bravo y su Biblioteca Ecuatoriana Aurelio Espinosa Pólit. Alguien había mencionado que en Cotocollao, al norte de Quito, había una biblioteca privada que pertenecía a los Jesuitas y su director era el padre Bravo, y que tal vez por ser jesuita ofrecería mejores condiciones para mi investigación. Al padre le correspondía bien el apellido. Hice cita y cuando llegué al convento que ocupaba la biblioteca descubrí que la institución que ostentaba un nombre tan grandilocuente en realidad era poco más que una colección suelta de libros, papeles y documentos polvorientos y totalmente desordenados. Me dije: Caramba, esto sí va a ser difícil. No sé ni por dónde comenzar. Pero las circunstancias resultaron ser aún más complicadas de lo que inicialmente pensaba.

Es que sin ni siquiera darme cuenta, dada mi inocencia gringa, de repente me había convertido en protagonista en la legendaria pugna entre liberales y conservadores que, a nivel filosófico, databa de los albores mismos de la República. Cosa que no sabía —o lo sabía sin darle importancia— cuando escogí como tema para mi tesis la oposición política de los liberales. Cuando el padre me preguntó sobre qué tema quería investigar, y le dije ingenuamente que quería estudiar el liberalismo en el periodo floreano, me miró con ojos atónitos y se quedó sin decir nada por un buen rato. Cuando al fin volvió a funcionar su lengua me preguntó por qué quería estudiar el liberalismo. Balbuceé algo sobre el liberalismo europeo y su influencia en promover en Ecuador y otros países la creación del Estado moderno basado en los principios del republicanismo y de la democracia. Mi interés, le explicaba, no estaba precisamente en el liberalismo en su manifestación política propiamente hablando, sino en el liberalismo filosófico que, según mi tesis, era la chispa que incendió el independentismo, por un lado, y que, por otro, dio prominencia al ideal del «estado perfecto», especie de santo grial hacia el que encaminaría, muchas veces con tropezones, el Ecuador republicano durante generaciones por venir. Más me interesaba el liberalismo ideológico que el político (que inclusive en los primeros días de la República casi no existía como tal).

Por lo menos le era claro que no iba a escribir una diatriba anticonservadora ni una apología liberal, y estaba dispuesto a perdonar mi ingenuidad, por no decir mi ignorancia, sobre las posibles implicaciones políticas de mi proyecto. Me dio una tenue y tentativa aprobación de mi solicitud de acceso a los recursos de la biblioteca. «Vamos a ver cómo nos va», dictaminó. Y sacó papeles, documentos, periódicos y libros pertinentes a la época o relevantes al tema, primero muy mesuradamente, pero con el tiempo en cada vez mayor abundancia. Obviamente yo no sabía qué necesitaba, pues desconocía lo que tenía la colección. No me permitía entrar a la colección y de nada me habría servido, ya que no tenía idea de cómo la tenía ordenada. Yo dependía totalmente de él. Poco a poco nos íbamos acoplando: mientras yo me iba familiarizando con lo que había, él iba entendiendo lo que necesitaba y qué me resultaba útil. Pronto, cada mañana al llegar, el padre me esperaba con un montón de nuevo material; era obvio que cuando nos separábamos en la tarde, él se ponía a buscar más material para el día siguiente a fin de evitar que me retrasara.

Por fin, casi se puede decir que el padre se convirtió primero en mi asistente y luego en socio. Las suspicacias iniciales se habían cambiado por la confianza, las dudas por la amistad. Él se dedicó exclusivamente a proporcionarme materiales, y poco a poco comenzamos a conversar sobre el tema, a debatir, y él me instruía en su versión de la historia política y religiosa del Ecuador. Cuando ya se iba acercando la fecha de mi partida se percató de la magnitud de lo que me quedaba por hacer, y un día, cuando llegué a la biblioteca, vi cómo el padre, con orgullo y una gran sonrisa, sacó de un rincón un artilugio raro que delante de mí comenzó a armar. Era una «fotocopiadora», no del tipo que hoy conocemos, sino que era una trípode con patas de un metro de largo cuya extensión se podía ajustar según necesidad, y donde en el ápice se colocaba una cámara fotográfica. El bravo e irascible y complicado padre Bravo había salido a comprar, con dinero que no tenía, un aparato y una cámara exclusivamente para facilitar el trabajo de su único investigador. Él sacaba el material, yo lo revisaba y seleccionaba lo que quería fotocopiar, y él se dedicaba, hora tras hora, a fotografiar lo seleccionado. Sin ese aparato, y sin el padre Julián Bravo, en definitiva, no habría sido posible terminar mi programa de investigación en el Ecuador, y con toda seguridad no habría podido escribir mi tesis, ni graduarme de doctor.

En víspera de mi regreso a los Estados Unidos, cuando ya habíamos terminado el trabajo del día, el padre Bravo me invitó a su oficina, su sanctus sanctorum, al que nunca me había invitado antes, y me hizo sentar. Solemnemente, como era su estilo, sin decir nada, sacó de una de las gavetas de su escritorio una botella de whisky y dos copitas. Llenó las copitas y brindamos. Brindamos por un trabajo bien hecho, y brindamos por una amistad imperecedera que se había forjado en el fuego de cuatro meses de arduo trabajo juntos. Nos mantuvimos en contacto con el padre Bravo en los años subsiguientes. Ahora, sin censura previa, puso a mi disposición los recursos de la Biblioteca Ecuatoriana para apoyar mis investigaciones históricas. Y todos los años, en Navidad, mi familia visitó al padre para entregarle un regalo y compartir con él la magia de la temporada navideña. Nuestra amistad nació y se selló en la adversidad. Duró hasta la muerte del querido padre Julián Bravo en 2014.

Muchos turistas, cuando visitan un país nuevo, buscan aprovechar al máximo la experiencia. No se quedan en la capital sino que van al área rural a conocer a la gente in situ, estudian el idioma y la historia del país, degustan la comida nacional, en fin, buscan una inmersión cultural total. Como descubrí en el viaje que hice en el 1965, una excelente forma de experimentar la inmersión cultural total en Ecuador era ser perseguido por las calles de Quito por una banda de maleantes, y luego pasar la noche en la cárcel. Eso sí que es «inmersión extrema». Que le pase esto a uno una vez en la vida está bien (bueno, digamos), pero dos veces ya es demasiado.

Durante mi estadía para investigar la tesis doctoral, un día decidí trabajar en la Biblioteca Nacional, en el centro. Eran las 8 de la mañana. Tomé el bus y me bajé en una plazoleta cuyo nombre no recuerdo, y crucé la calle camino de la biblioteca. Había caminado como media cuadra cuando escuché un alboroto tremendo. Miré al frente y vi venir una verdadera horda que corría hacia mí. Por un instante pensé que me perseguían. Y me pregunté, ¿y ahora, qué hice? Pero no era yo la causa de su alboroto. La turba, todos jóvenes, venía huyendo de un grupo de uniformados bien armados que poco a poco iban materializándose de entre la bruma que medio les camuflaba. No se les distinguían bien porque estaban envueltos en una nube gris cuyas emanaciones tóxicas comencé a sentir casi inmediatamente.

Era un escenario dantesco: el ambiente se llenaba de una especie de histeria colectiva con consignas políticas, gritos y disparos de gas lacrimógeno. Me quedé paralizado, inmóvil e indeciso. ¿Qué debía hacer? Mi primer instinto era juntarme a la turba y correr para ver si escapaba. Pero se me ocurrió que si hacía eso, los uniformados podrían considerarme como uno de los manifestantes y cuando me alcanzaran me darían de garrotazos o, peor, me encarcelarían. Ya había experimentado en carne propia lo que pasaba a los que huían de la autoridad. La otra opción era quedarme donde estaba, hacerme el invisible, y esperar que la trifulca se agotara. Pero no era esa una buena opción ya que me estaba asfixiando el gas y quedarme allí habría significado un envenenamiento total. Así es que, por segunda vez, en dos visitas seguidas a mi querido país adoptivo (porque así lo consideraba para aquel entonces), fui víctima de la locura política ecuatoriana, corriendo a todo dar con la policía (nunca supe si eran policías o militares) detrás, tramando quién sabe qué en contra de mi persona. Corrí hasta salir del embudo del casco urbano donde la manifestación se disolvió en la maraña de calles que se abrían en abanico hacia el norte. Temblando del susto me dirigí a la casa de mis amigos donde estaba alojado. Decidí tomar el día libre.

Años más tarde, en 1973, estaba en mi oficina en la Universidad de Oklahoma cuando sonó el teléfono. Era mi gran amigo y mentor Marshal Nason, director del Instituto Latinoamericano de la Universidad de Nuevo México, en Albuquerque. Me dijo, «Nick, estamos buscando a un nuevo director para el Centro Andino de Quito, y se nos ocurrió que tú podrías ser un buen candidato. ¿Qué te parece?». «¿Cuándo comienzo?», respondí yo. Así inicié una relación profesional con la Universidad de Nuevo México que duró hasta el cierre definitivo del Centro Andino en 1980.

El Centro Andino de Estudios e Investigaciones no era un centro de estudios cualquiera, uno más de tantos miles que hay alrededor del globo. En primer lugar, era un centro de estudios avanzados, es decir, que los estudiantes norteamericanos seleccionados para el Centro eran del tercero o cuarto año de licenciatura, o eran estudiantes ya graduados que buscaban su maestría. En segundo lugar, era un centro especializado en temas andinos en una amplia variedad de disciplinas académicas: historia, literatura, antropología, arte y arquitectura, lenguaje y lingüística españolas, ciencias políticas, sociología, entre otros. En tercer lugar, ofrecía una educación de altísima calidad a través de un profesorado casi exclusivamente ecuatoriano, seleccionado de entre los más destacados académicos del país, lo que le dio un prestigio inigualado en Latinoamérica. Entre sus profesores, durante esos años, figuraron: Consuelo Yánez (Lingüística), Juan Cueva Jaramillo (Antropología), Segundo Moreno (Antropología), Pablo Better (Ciencias Políticas), Hernán Crespo Toral (Arte y Arquitectura Colonial), Alfonso Ortiz (Arte y Arquitectura), Gonzalo Ortiz (Sociología), Gustavo Fierro (Cultura Andina), Galo René Pérez (Literatura), Jorge Icaza (Literatura), Luis Bilbao (Economía), Mauricio Dávalos (Economía), y Solange del Campo (Portugués). Y claro, Osvaldo Hurtado con la cátedra de Ciencias Políticas.

Al doctor Hurtado lo fui a ver una tarde de 1974 para averiguar su interés en colaborar con el programa académico del Centro Andino. Me recibió en su oficina con un cordial apretón de manos y con una mirada intensa que me inquietaba. Vi un hombre joven (éramos casi de la misma edad), de estatura alta, bien vestido con terno y corbata, pero serio, hasta severo. Cuando le recomendaron me habían advertido que era una persona reservada, difícil de conocer. Pero nadie le igualaba en inteligencia, decían. Aun a su temprana edad había registrado impresionantes logros académicos como investigador, profesor, y autor de dos libros, La organización popular en el Ecuador y Dos mundos superpuestos, que fueron ampliamente citados en círculos académicos por su seriedad y su uso novedoso de metodologías científicas de investigación social.

Estaba nervioso en su presencia, tal vez por su seriedad. También porque en mis averiguaciones me habían mencionado que Hurtado era político y que militaba en un partido de izquierda que se llamaba Demócrata Cristiano. Hasta entonces mi experiencia con la política ecuatoriana se había limitado a carreras locas por las calles de Quito para escaparme de gente cuyos designios hacia mí eran cuando menos sospechosos. Había una diferencia de años luz entre las masas gritonas que conocía y este señor muy elegante y cosmopolita que estaba sentado frente a mí. Pero, detrás de esa facha civilizada, ¿no habría tal vez un agitador enloquecido que en el momento menos pensado se volvería contra mí y contra el Centro Andino con furor antiimperialista?

Hablamos un rato, sin rodeos. Al doctor Hurtado le gustaba ir al grano. Le expliqué que el Centro Andino era un instituto de estudios avanzados y que procuramos que su cuerpo docente fuera principalmente nacional, pues queríamos insertarnos en el mundo académico de Ecuador, no crear una colonia académica aparte. Le dije que buscábamos a una persona que se encargara de los cursos de Ciencias Políticas y que se me habían recomendado a él como persona idónea para el puesto. Preguntas y respuestas, siempre puntuales y escuetas, iban y venían, y al final me dijo que tenía que pensarlo y que me llamaría al día siguiente para dar su respuesta, promesa que cumplió a cabalidad cuando me llamó para aceptar el puesto. Recuerdo las largas, a veces tensas, y siempre interesantísimas discusiones que entablamos en mi oficina en el Centro Andino, a veces solos, a veces con otros colegas. Inevitablemente estas pláticas versaban sobre la política y la historia, y dentro de esas áreas, sus temas favoritos: el populismo y su efecto en el desarrollo institucional partidista, la democracia y su difícil arraigo en el país, los partidos y su rol en la consolidación de la democracia, el bipartidismo como garante de la estabilidad, la democracia cristiana y su futuro, y muchos temas más.

Fue durante una conversación en 1974 que me mencionó que estaba escribiendo un libro. Era sobre la evolución del poder en la política ecuatoriana, desde la colonia hasta la actualidad, y que se titulaba El poder político en el Ecuador. Me parecía ambicioso, pero también interesante, y desde entonces el libro era tema casi permanente de nuestras conversaciones. Era como una especie de seminario mutuo. Él me pasaba los borradores de los capítulos que iban saliendo, y yo los comentaba y aportaba lo que se me ocurría con ideas y críticas. Él, luego, comentaba mis críticas, las rebatía o me daba razón, y pasábamos a otro capítulo. Tal vez adoptaba mis ideas para el libro; tal vez no. Nunca supe. Pero lo que sí sé es que los diálogos, que muchas veces eran debates serios, me llenaban de gozo y los aguardaba cada semana con mucho entusiasmo. Aprendí mucho, primero sobre Osvaldo y su forma prolija de pensar y de expresarse verbalmente y por escrito. Segundo, sobre su capacidad analítica y de síntesis, que era descomunal. Tercero, las charlas que me enseñaron muchísimo sobre el Ecuador, su gente, su historia, su cultura y su forma única de ser como país.

Descomunal también era (y es) su estilo de exposición, «complicado» lo he llamado yo. Él dice que no, que más bien es «elevado». Lo cierto es que Osvaldo Hurtado ha introducido un estilo innovador en la literatura académica. Lo describí de la siguiente manera en una ponencia que pronuncié en Quito en 2007, en ocasión de la celebración de los 30 años de la aparición de la primera edición de El poder político. El libro, digo yo en el texto citado, tiene impacto por la rigurosidad de su metodología investigativa, pero también:

[…] por el lenguaje a la vez rico en matices y asombroso en sutilezas. Me inclinaría a decir que el estilo de Hurtado es barroco por lo detallista y armonioso que es. Pero ese calificativo connota mucho lo decorativo, que es lo que menos tiene. Hurtado no es amante de los adjetivos en general, pero cuando los emplea es para efectos descriptivos, no emotivos, ni mucho menos decorativos. De ahí radica el carácter compacto y sintético de su lenguaje. Hurga para descubrir la expresión más idónea y precisa para su pensamiento, y se expresa con admirable y casi preciosista economía lingüística. Dice exactamente lo que quiere decir con la cantidad mínima de palabras, de modo que después de leer un pasaje, el lector piensa que la única forma de decir lo que leyó es la forma en que Hurtado lo escribió.

Si bien es impresionante ver las maravillas que es capaz de hacer Hurtado con el lenguaje español, no es de fácil lectura. Sin embargo, para el que persevera, el resultado es enriquecedor. Ha deleitado a miles de lectores con los varios libros, artículos y monografías que ha escrito sobre una amplia gama de temas. El primer volumen de la colección Política democrática: Los últimos veinte y cinco años es de más amena lectura ya que constituye una especie de memorial sobre su juventud y su vida de político, incluyendo su paso por la presidencia. Que yo sepa es el único libro que escribió en primera persona. Algunas de sus obras han sido inspiradas por acontecimientos contemporáneos puntuales, como La victoria del no sobre el plebiscito al que convocó Febres Cordero, y contra el que Hurtado encabezó una quijotesca campaña que al final ganó; o Una constitución para el futuro, a propósito de la Asamblea Constituyente de 1997-1998, que sintetiza el pensamiento de Hurtado sobre los elementos esenciales que debe tener la nueva constitución. Otros libros de su producción son de tipo más bien técnico. No obstante el título, Los costos del populismo es un estudio histórico sobre las políticas de estabilidad económica de cinco administraciones a partir de la de Febres Cordero, en particular, el impacto en el bienestar de los ciudadanos de la gestión económica de los varios gobiernos. En Deuda y desarrollo en el Ecuador, otro libro de tema técnico, Hurtado traza la evolución de la deuda interna y externa y su papel en el desarrollo del país.

Además de El poder político, dos libros más que se destacan de su producción son Las costumbres de los ecuatorianos y Dictaduras del siglo XXI. Con Costumbres incursiona en el análisis sociológico del modo de ser de los ecuatorianos, y revela que son las generalmente malas costumbres de sus compatriotas las que han obstaculizado el desarrollo sostenible del país. Es su libro más controversial. Otro de esa laya es Dictaduras del siglo XXI. En él, Hurtado describe cómo Rafael Correa ha demolido «paulatina y metódicamente» el estado de derecho en el Ecuador para reemplazarlo con un sistema diametralmente opuesto, una antidemocracia.

Es de notar que los libros recientes, los publicados a partir de 2000, son más viscerales comparados con los anteriores, que son más bien de tipo cerebral. Sin embargo, con su más reciente libro, Ecuador entre dos siglos, lo cerebral vuelve a predominar. Y con razón. Concebido como una secuela de El poder político, el nuevo libro es detallado y rigurosamente académico. Comprende cuatro partes: economía, sociedad, política e ideas. Traza los procesos históricos a partir de 1976 hasta 2016 mediante un profundo análisis temático. Introduce un nuevo género historiográfico en el que abandona la estructura cronológica tradicional para dar realce al desarrollo de los grandes temas enfrentados por la sociedad ecuatoriana durante las cuatro décadas abordadas en el libro. Lo cronológico aparece en el trato que el libro da a cada tema. Es, en fin, una digna culminación tanto en el pensamiento como en el estilo literario de Osvaldo Hurtado. Como en El poder político, Ecuador entre dos siglos utiliza una novedosa metodología y, seguramente, tendrá una repercusión igual o mayor que El Poder.

Tuve la grata satisfacción de colaborar con Osvaldo en varios libros como lector crítico. Además de El poder político, desempeñé ese papel para Dictaduras del siglo XXI, Costumbres de los ecuatorianos y Ecuador entre dos siglos. Tomé en serio esa oportunidad de aportar a los esfuerzos creativos de mi amigo. Otra aventura académica entre Osvaldo y yo en esos años fue la traducción al inglés de El poder político en el Ecuador. La primera edición en español había salido en 1977 y casi inmediatamente se notaba que iba a ser un best seller. Pensé que una traducción al inglés podría tener algún éxito editorial ya que el mercado carecía en general de serios libros académicos sobre el Ecuador. Se lo planteé a Osvaldo y él aceptó la idea con entusiasmo. El libro hablaba por sí mismo. Cuando me comuniqué con la editorial de la Universidad de Nuevo México sobre mi idea de traducir el libro, enviando un capítulo traducido, una sinopsis del libro, y un plan detallado de traducción, la editorial aceptó casi en seguida. Sabían que esta publicación entraría bien en su línea editorial de publicar libros relacionados con Latinoamérica.

En ese momento era marido, papá de dos niños, director del Centro Andino con serias responsabilidades administrativas, catedrático con una carga de dos o tres clases por semestre y ahora traductor de un libro bien complicado. Traduje el libro en mi casa en La Mariscal, en las noches y en los fines de semana. Después de la oficina llegaba generalmente a la casa a las seis y media o siete. Con Dolores preparábamos la cena, cenábamos, bañábamos a los niños y pasábamos un rato jugando o, las más de las veces, leyendo (el favorito: Little house in the prairie), y después, ¡a la cama! Y allí recién, como a las nueve y treinta o diez, podía sentarme en mi escritorio a traducir, actividad que me ocupaba hasta como mínimo la medianoche y muchas veces hasta bien entrada la madrugada. Esa rutina la seguí casi sin variación durante los quince meses que duraron las fases de traducción y revisión del manuscrito.

Era un trabajo arduo por dos razones. Primero, Hurtado es difícil de traducir, no hay nada que hacer. Su prosa, como ya dije antes, es elegante pero complicada, y está repleta de sutilezas y vericuetos. Las oraciones tienden a ser largas, compuestas de 75 o hasta 100 palabras, y repletas de cláusulas dependientes e independientes. El inglés no funciona así y me tocaba separar en oraciones sencillas literalmente centenas de estas oraciones-párrafos. Segundo, era difícil porque además de traducir el texto, decidí, con la venia del autor, restructurar el contenido e introducir una serie de herramientas para facilitar la lectura y volver el libro más consistente con las normas existentes para libros académicos en inglés. Para tal efecto, combiné varios capítulos del texto original, separé otros, y en algunos cambié su posición relativa en el libro; introduje fotografías históricas sobre temas alusivos a los hechos comentados en el libro; agregué un comprensivo índice temático; pasé las notas de pie de página del texto a una sección al final del libro, e incorporé una bibliografía suplementaria de obras publicadas a partir de 1975 sobre temas ecuatorianos.

Political Power in Ecuador se publicó en 1980, tres años después la primera edición de El poder político. Se vendió bien, y para 1984, cuando vimos que ya se estaba agotando la primera edición, comenzamos a hablar de una segunda edición en inglés. Para entonces Osvaldo Hurtado y su libro ya habían adquirido cierta fama en círculos tanto académicos como políticos, condición originada en parte porque había ascendido a vicepresidente y presidente de la República, y se estaba convirtiendo en figura pública con renombre hemisférico y hasta mundial. De ahí que cuando me acerqué a la Westview Press, imprenta norteamericana que se especializaba en temas latinoamericanos, para proponer su patrocinio de una segunda edición de Political Power, su aceptación fue inmediata. La segunda edición salió en 1985 con nuevos prólogos del traductor y del autor.

El Centro Andino, hacia fines de los 70, había estado experimentando un paulatino descenso en sus matrículas, circunstancia que condujo a que en Albuquerque surgiera un debate sobre su viabilidad hacia el futuro. A lo que habría que agregar ciertos problemas internos que contribuyeron a que se dudara sobre su sostenibilidad de mediano y largo plazos. Pero fueron los cambios de prioridad en el Instituto Latinoamericano, que sustituyó el área andina por México como punto geográfico de enfoque en los programas a futuro, los que más influyeron, creo, en el cierre del Centro Andino, hecho que ocurrió al finalizar el año lectivo 1979-80. ¡Qué desilusión! ¡Qué desgracia! Después de tantos años, tanto trabajo. El Centro Andino se había convertido en un instituto académico serio, profesional, prestigioso. Se desbarató de la noche a la mañana y pasó a la historia. Me sentí culpable y de hecho fui culpable ya que no hice lo que debiera para revertir la decisión y garantizar su permanencia. Pero la situación era muy difícil y, aturdido, me di por vencido.