Padre nuestro que estás en el cielo - Luigi Maria Epicoco - E-Book

Padre nuestro que estás en el cielo E-Book

Luigi Maria Epicoco

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Beschreibung

La paternidad y santidad de Dios, el reconocimiento de ser criaturas necesitadas, el perdón y la misericordia, la cercanía constante de Dios, la lucha contra el mal… Estos son algunos de los temas que Luigi Maria Epicoco desarrolla en este libro, en el que comenta la que, más que una simple fórmula, es la forma de toda oración cristiana: el padrenuestro. A lo largo de estas páginas, siguiendo su meditación, aprenderemos el significado de la oración, y descubriremos que rezar como hijos de Dios es dejar que el Amor de Dios inunde nuestro corazón y cultivar la certeza de que no estamos solos, incluso cuando nos parece que lo estamos.

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Seitenzahl: 108

Veröffentlichungsjahr: 2025

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LuigiMariaEpicoco

La oración del cristiano

© SAN PABLO 2025

Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid

Tel. 917 425 113

[email protected] - www.sanpablo.es

© Edizioni San Paolo s.r.l., Cinisello Balsamo (Milán), 2023

www.edizionisanpaolo.it

Título original: Il Padre Nostro

Traducción: José Antonio Pérez Sánchez, SSP

Distribución: SAN PABLO. División Comercial

Resina, 1. 28021 Madrid

Tel. 917 987 375

[email protected]

ISBN: 978-84-285-7310-8

eISBN: 978-84-285-7329-0

Depósito legal: M. 5.876-2025

Impreso en LiberDigital

Printed in Spain. Impreso en España

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin permiso previo y por escrito del editor, salvo excepción prevista por la ley. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Ley de propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos – www.conlicencia.com).

Prólogo

¿Qué es la oración?

La oración es la palabra que utilizamos para indicar la relación de intimidad con la que nos comunicamos con Dios, o con la que, más exactamente, Dios se relaciona con nosotros. Efectivamente, es un error imaginar la oración solo como una acción que va de abajo a arriba. En realidad, la oración es ante todo una iniciativa que Dios toma para suscitar en nosotros una respuesta. «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados» (1Jn 4,10). La iniciativa es suya. Es Él quien nos amó primero e hizo posible el amor.

Pero esta posibilidad no se da por supuesta ni es obligatoria. Dios nos ama con amor gratuito y nos ha querido libres. Cada uno de nosotros puede decidir si corresponder a este amor o dejar que resbale. Sin libertad no existiría el amor, e igualmente, sin libertad no podría existir ni siquiera la oración. La obligación de la oración es un cortocircuito muy peligroso. No se puede obligar a orar. Que es una manifestación de la libertad que Dios ha querido regalarnos, y por eso mismo requiere libertad para ser de verdad oración.

Evidentemente, como ha sucedido con todas las cosas básicas de nuestra vida, hubo un momento en el que quienes nos amaron y educaron nos hicieron también el regalo de la oración a través de saludables obligaciones. Efectivamente, como se enseña a un niño a comer o a caminar correctamente, a gestionar su tiempo y sus exigencias mediante algunas reglas y buenos hábitos, así se espera que los buenos padres hayan ofrecido a sus hijos el hábito de la oración. Pero todos sabemos que, a medida que un niño va creciendo, desarrolla sus propios gustos y singularidad, y así aprende a entender que comer es importante y caminar correctamente es igualmente necesario, pero comienza a elegir por sí mismo qué comer y adónde ir con sus propios pies. Estos hábitos que se han ido estructurando en él a lo largo del tiempo no son castradores de su ser, sino que son básicos. Sin ellos sería menos libre.

Entre estos hábitos debe estar la oración, con la única diferencia de que, a medida que crecemos, ya no podemos conformarnos con un hábito, debemos preguntarnos cómo la oración puede expresarnos verdaderamente a nosotros mismos. En la práctica, la oración debe convertirse en una manifestación de nuestra singularidad. Así como cada uno de nosotros viene al mundo único e irrepetible, la oración de cada uno es siempre única e irrepetible. Lejos de nosotros pensar que sea una especie de técnica válida para todos. Es más bien una manera de relacionarnos con Dios que requiere el descubrimiento de la propia diversidad. De hecho, lo que podría ayudar a mi oración podría ser, en cambio, una distracción para otra persona. Aprendiendo a orar de cierta manera aprendemos a ser cada vez más nosotros mismos.

¿Una oración pagana?

Es cierto que cuando hablamos de oración entramos en un territorio muy particular que no es fácilmente transitable, sobre todo por todas las ideas distorsionadas que, a lo largo del tiempo, hemos construido en torno a la oración. Por ejemplo, el mayor esfuerzo que hay que hacer para iniciar verdaderamente un camino de oración es liberarla de una especie de moralismo religioso que la ha reducido, en el mejor de los casos, a una fórmula aprendida de memoria y repetida con la única esperanza de que así será posible propiciar la benevolencia de la divinidad. Cuando la oración se convierte solo en formalismo y repetición, entonces, en lugar de ser la expresión de una relación íntima, en realidad es nuestra profesión más peligrosa de paganismo. De hecho, incluso un pagano puede creer que Dios existe, pero se relaciona con Él como con un objeto que trae suerte, que debe ser tratado con respeto solo por temor a incurrir en algún efecto no deseado o contrario a la suerte que esperamos nos conceda.

Esto explica la original devoción de una señora mayor de mi pueblo que, cuando el párroco le preguntó por qué encendía dos velas a san Miguel Arcángel y luego tiraba un beso con la mano al pie del santo y al dragón aplastado bajo su pies, respondió: «Sé que el dragón es el diablo, pero para estar segura enciendo una vela y le doy un beso también a él para que no esté en mi contra».

El alfabeto de los amantes

La oración para un cristiano es como el alfabeto de los amantes. Toda historia de amor está hecha de gestos, palabras, ternura, atenciones, hábitos que tienen principalmente como finalidad manifestar el amor. Un niño, por ejemplo, tiene una enorme necesidad de ternura por parte de su madre. El amor maternal está hecho de miradas, besos, abrazos, cuidados, atenciones. A un niño no le interesa la información abstracta del amor maternal; necesita poder experimentarlo. El amor no es un hecho intelectual sino un hecho experiencial, exactamente como debería serlo la oración. Sin embargo, nos cuesta salir de este tabú. Cuanto más crecemos, más tendemos a intelectualizar esa parte de la vida que, en cambio, necesita seguir siendo principalmente experiencial. El amor, como la oración, es fundamentalmente una experiencia.

No es casualidad que Jesús no suscite el deseo de oración mediante un discurso o una reprimenda moralista. Es verlo orar lo que despierta en el corazón de los discípulos el deseo de experimentarlo ellos mismos: «Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos”» (Lc 11,1). Es un detalle que no debemos pasar por alto de ninguna manera, en efecto solo quien ora de verdad despierta en los demás el deseo de orar.

Hablar con Jesús cara a cara

Es necesario recurrir a esta premisa para liberar inmediatamente las páginas de estas reflexiones de la responsabilidad de tener que suscitar lo que nunca podrán hacer. En efecto, estas reflexiones nuestras solo podrán ser una ayuda para aquel a quien el Señor haya dado ya la gracia de experimentar el primer fruto del Espíritu, que es precisamente el deseo de rezar: «Del mismo modo, el Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que escruta los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, y que su intercesión por los santos es según Dios» (Rom 8,26-27).

A menudo, a quienes me dicen: «¡Padre, me gustaría mucho aprender a rezar!», les hago notar que ya han comenzado a hacerlo porque el Espíritu es el fuego escondido en ese deseo. La primera manera de rezar es desear rezar. Espero que esta afirmación sea liberadora para muchos, especialmente para aquellos que experimentan grandes dificultades para poder hacerlo. Pero es cierto que cualquier camino comienza con el primer paso, y este deseo no es solo el primer paso, sino también el más correcto.

En efecto, no se puede ayudar a nadie a crecer en la oración si no cultiva en su corazón un gran deseo de rezar. A veces es un deseo que surge de las circunstancias de la vida, especialmente cuando esta nos hace sentir necesitados de algo. De hecho, llama la atención que la mayoría de las personas que acuden a Jesús en el evangelio no lo hacen inicialmente porque quieran encontrar al Hijo de Dios, sino solo porque una enfermedad, un mal, una circunstancia adversa les empuja a buscar a quien podría liberarlos. Pero la desesperación inicial que los había movido hacia Jesús muchas veces al final se convierte en fe. Así, la oración puede surgir de circunstancias particulares que experimentamos en nuestra vida, pero cuando se vive con seriedad puede convertirse en la puerta que nos lleva a la verdadera fe.

Es significativa la historia de la curación de la hemorroísa que cuenta el evangelio: «Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Había sufrido mucho a manos de los médicos y se había gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando: “Con solo tocarle el manto curaré”. Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado» (Mc 5,25-29).

En realidad podríamos terminar aquí la historia de este milagro porque la convicción profunda de esta mujer es ya una fe que da fruto, tanto que obtiene la curación. Sin embargo, la historia continúa: «Jesús, notando que había salido fuerza de él, se volvió enseguida, en medio de la gente y preguntaba: “¿Quién me ha tocado el manto?”. Los discípulos le contestaban: “Ves cómo te apretuja la gente y preguntas: ‘¿Quién me ha tocado?’». Él seguía mirando alrededor, para ver a la que había hecho esto. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que le había ocurrido, se le echó a los pies y le confesó toda la verdad. Él le dice: “Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad”» (Mc 5,30-34).

Esto es la oración: no simplemente obtener gracias, sino poder mirar a Jesús a los ojos, hablar con él cara a cara.

Oración y búsqueda de sentido

Hay que decir también que la oración puede surgir además de la búsqueda de sentido a la propia existencia. Muchas mujeres y hombres están dotados de una interioridad extraordinaria que les hace darse cuenta de la inutilidad de muchas cosas a las que normalmente damos importancia –dinero, carrera, bienes, aprobación y muchas otras cosas– y se preguntan: «¿Realmente por qué merece la pena vivir?». Esta pregunta se vuelve aún más radical ante el pensamiento de la muerte: «¿Qué sentido tiene la vida si todo va a acabar en polvo?». Estas cuestiones existenciales pueden convertirse en un gran motor para la experiencia de la oración, no como camino de consuelo, sino como búsqueda de sentido que haga posible atravesar también el mismo miedo a la muerte que todos tenemos y que intentamos por todos los medios reprimir. De hecho, la oración no nos salva de las tormentas y crisis de la vida, sino que nos da la oportunidad de encararlas de frente.

Jesús orante

Es el evangelio de Lucas el que, más que todos los demás, pone ante nuestros ojos a Jesús orante. En cada momento crucial de la vida de Jesús, el evangelista siempre nos dice que él está en oración. Casi podríamos decir que, leyendo las páginas de Lucas, podemos comprender el secreto de Jesús: su relación íntima y profunda con su Padre. Incluso en la soledad más dramática del Getsemaní, como veremos más adelante, Lucas inserta la presencia de un ángel: «Y se le apareció un ángel del cielo, que lo confortaba» (Lc 22,43). Casi parece querer decirnos que en el momento en que Jesús está más solo, en realidad no está totalmente solo.

La oración es cultivar la certeza de que no estamos solos incluso cuando nos parece que lo estamos.

Si la oración es el secreto de Jesús, como bautizados también nosotros debemos atesorar de alguna manera este secreto y entrar en él. «Enséñanos a orar» es entonces la sentida exclamación que debe acompañarnos a lo largo de toda nuestra reflexión.

Sabemos que Jesús responde a esta petición con la oración del Padrenuestro. Las páginas siguientes serán un comentario a esta oración enseñada por el mismo Jesús, que, lejos de ser una simple fórmula, es más bien la forma de toda oración cristiana.

No seguiremos la versión de Lucas, sino la del evangelista Mateo, que en su relato nos ofrece la oración del Padrenuestro en la versión más conocida y utilizada por todos nosotros. Pero antes de hacerlo creo que es útil que nos detengamos en las dos premisas que precisamente el evangelista Mateo pone en boca de Jesús como introducción a la oración del Padrenuestro.

Oración y apariencia

La primera se refiere al gran tema de la apariencia: «Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vean los hombres. En verdad os digo que ya han recibido su recompensa. Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo