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La vida humana, cuando pierde su fuego, está destinada a volverse tan fría como la muerte. Esta era nuestra parece haber perdido su fuego. Cuando todo pierde sentido, solo buscamos algo que nos distraiga de esta ausencia de significado. Vivimos vidas aprisionadas en el entretenimiento, en una sociedad organizada para crear necesidades de consumo. Pero ¿y si todo esto terminara de repente? ¿Qué pasaría si todo el mundo que conocemos colapsara dejando sólo escombros y ruinas? Cormac McCarthy (1933-2023) arroja luz en su novela La carretera. El protagonista logra mantener en lo más profundo de sí mismo un deseo de felicidad. La vida de su hijo es el aceite de su llama, el verdadero combustible de su fuego. Personas felices son aquellas que han encontrado el tesoro escondido. No tienen nada, pero tienen una razón, un fuego. Por eso lo tienen todo.
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Seitenzahl: 112
Veröffentlichungsjahr: 2025
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LUIGI MARIA EPICOCO
PARA CUSTODIAR EL FUEGO
Hoja de ruta para después del Apocalipsis
EDICIONES RIALP
MADRID
Título original: Per custodire il fuoco.
© 2023 by Giulio Einaudi editiore s.p.a., Torino
© 2025 de la versión española realizada por José María Sánchez Galera
by EDICIONES RIALP, S.A.,
Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid
(www.rialp.com)
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Preimpresión: produccioneditorial.com
ISBN (edición impresa): 978-84-321-6969-4
ISBN (edición digital): 978-84-321-6970-0
ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6971-7
ISNI: 0000 0001 0725 313X
Prólogo
1. No hay ningún Dios y nosotros somos sus profetas
2. Un hijo nos ha sido dado
3. Por qué llevamos el fuego
4. Futuro impensable y real
Cubierta
Portada
Créditos
Índice
Dedicatoria
Comenzar a leer
Notas
A Leda
«He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto quisiera que estuviese ya ardiendo!» (Lc 12:49)
En el imaginario colectivo, cuando pensamos en el infierno, nos lo imaginamos como un lugar abrasador donde impera el fuego. Sin embargo, el fuego es la expresión suprema de la vida, no de la muerte. Si tuviésemos que hallar una imagen más coherente con lo que supone el infierno, diríamos más bien que es un lugar donde falta el fuego, donde todo es frío, y no hay nada de calor, ninguna pasión.
La vida humana, cuando pierde su fuego, está destinada a volverse tan fría como la muerte.
Nuestra época parece que ha perdido su fuego.
Nos hemos vuelto mejores en muchos aspectos, pero en lo más hondo de nosotros mismos hay algo a lo que le cuesta brillar. Hay demasiado frío en el corazón del hombre. Es el frío de una soledad que, como una mancha de aceite que se va extendiendo, parece afectar a muchos hombres y mujeres en Occidente. Sepultados por el consumismo, estamos abastecidos de muchos bienes materiales, pero ya no sabemos en dónde adquirir los bienes espirituales. Y al emplear ahora la palabra «espiritual», no nos estamos refiriendo a algún subproducto de uso analgésico para nuestras heridas psicológicas, sino a algo que actúa como aceite para la llama de la pasión por la vida, que debe ser el auténtico motor del mundo.
Si antes bastaba con pararnos, aunque apenas fuese un momento, para recuperar el aliento, ahora nos damos cuenta de que, como humanidad, llevamos mucho tiempo parados y no encontramos nada de oxígeno vital. Nuestras reflexiones tienden a mantenernos enmarañados en una serie de razonamientos que parecen girar en círculos sin ir nunca a ninguna parte.
Cuando todo deja de tener sentido, la única perspectiva que nos queda consiste en hallar algo que nos distraiga de esta ausencia de significado. Vivimos vidas enjauladas en el eterno entretenimiento, y resulta difícil estar en desacuerdo con una sociedad que parece que hoy está organizada únicamente para crear necesidades de consumo y para vender.
Pero ¿y si todo esto terminara de repente? ¿Y si el mundo entero tal como lo conocemos se derrumbara dejando solo escombros y ruinas? ¿Qué sería de nosotros? ¿Qué camino nos correspondería tomar? Cormac McCarthy (1933-2023), uno de los más grandes escritores estadounidenses contemporáneos, planteó una hipótesis similar, obligándonos a seguir una trama que, más que ser de carácter descriptivo, conduce a un cambio completo de la mirada. Se trata de la novela La carretera (The Road, 2006).
Antes que nada, hemos de tener en cuenta que hay una literatura que nace para entretener y, por otra parte, hay una literatura que se crea para introducirnos en el corazón más profundo de la realidad, ahí donde las cosas encuentran su fundamento, su salvaguarda más recóndita.
La primera manera de hacer literatura concluye cuando se termina de contar la historia. La segunda manera cuenta historias que no somos capaces de quitarnos de la cabeza, porque nos conduce al auténtico abismo de la realidad, de una forma tan sorprendente e indeleble que ya no podemos seguir siendo las mismas personas de antes. Esta segunda manera de hacer literatura es precisamente la que caracteriza la obra de Cormac McCarthy.
La escritura de McCarthy es como una lluvia torrencial, repleta de descripciones y capaz de recrear, a la vez que la historia, incluso las impresiones más profundas que surgen justamente del sinfín de sensaciones que él sabe suscitar, logrando desenterrar el misterio de las cosas. Sin cursilerías ni palabras que no vienen al caso, su escritura es perfecta como la belleza de un tupido bosque. En él, estética y significado se entrelazan de tal manera que se podría decir que, incluso en los horrores que relata, subyace una misteriosa belleza del mundo. Una belleza dramática, cruda, a veces cruenta, pero que al mismo tiempo se te queda dentro como una nueva forma de ver las cosas.
Muchos han intentado trasladarnos una reflexión sobre nuestra contemporaneidad, pero el camino que ofrece McCarthy no procede de la especulación o, al menos, cada una de sus reflexiones viene siempre indisolublemente ligada a un personaje, a una tierra, a un cielo, a una situación que, en apariencia, puede antojarse distante de cualquier filosofía abstracta. En cambio, precisamente porque se pone en boca de un hombre concreto, esa reflexión parece más convincente y, por tanto, más auténtica. Da la impresión de que todos los personajes de McCarthy son profetas.
En La carretera, la trama da bastante la impresión de que se ambienta en un tiempo indescifrable, en un mundo que no conseguimos ubicar sino como el residuo postapocalíptico de un acontecimiento del cual nada sabemos. Narra la historia de un padre y un hijo que emprenden un viaje de tintes sombríos. No se nos dice nada acerca de la meta que persiguen o de por qué debería merecer la pena alcanzar esa meta. Viajan a través de un mundo en ruinas, hecho de escombros y cenizas. Van al sur, en dirección hacia el océano, donde quizá aún se esconda alguna esperanza más allá de ese mundo postapocalíptico, destruido probablemente por el propio hombre o por cualquier catástrofe planetaria. El autor no nos dice nada acerca de por qué ese mundo es ahora así. Quizá ni siquiera sea lo más relevante. Ahora parece demasiado tarde para cambiar el curso de los acontecimientos. Los dos protagonistas llevan consigo apenas unas pocas cosas que han ido recogiendo dentro de un carro de supermercado, y buscan con desesperación comida, al igual que las bandas de salteadores de las que intentan defenderse. La suya es una emigración forzada, donde un instinto de supervivencia se opone a todas las circunstancias adversas.
Todo parece acabado, sin futuro; entonces, ¿qué sentido tiene sobrevivir?
¿Por qué ir al sur? ¿Para encontrar qué? Parece la obsesión de Van Gogh por el sol del Sur —esa obsesión que late de manera inexorable en sus últimos cuadros—.
Cormac McCarthy está hablando de la condición humana, no del futuro del mundo. Lo que se describe en el espacio circundante no es más que el síntoma del mundo interior de esta humanidad nuestra. La suya no es una historia que se desarrolla mediante extensión, sino una historia que se desarrolla mediante introspección.
Todo lo que se cuenta a lo largo de las páginas de esta novela resulta excesivo. La historia es extrema. Las elecciones de los protagonistas son extremas. Los personajes son paradójicos. Cormac McCarthy parece haber entrevisto que, para decir algo verdadero, siempre hace falta llevarlo al límite. En la vida real rara vez vivimos acontecimientos extremos, pero en la interioridad de cada cual las cosas siempre necesitan llevarse al extremo, es decir, llevarse a su raíz más profunda, a su fundamento más auténtico. En este sentido, la trama de esta novela es auténtica, no porque sea verosímil, sino porque busca con toda su alma la verdad de la vida.
Lo que estas páginas —las de nuestro libro— pretenden no es más que seguir el hilo de McCarthy, para poder decir una palabra nueva, una palabra de resurrección para nuestro tiempo. Porque, detrás de la espesa oscuridad de la novela de McCarthy, en realidad se esconde una luz impredecible. Un fuego. Sin embargo, hay que dejarse encender, dejarse iluminar, dejarse calentar.
¿No podría ser cierto, como ha dicho alguien, que vivimos en una época de pasiones tristes? Decíamos que se está volviendo escasa la pasión misma que antaño animaba la vida humana.
¿No nos hallamos todos un poco confusos y desorientados? Tenemos mil preguntas sin ningún deseo de buscar de veras una respuesta.
¿No percibimos todos la necesidad de algo que pueda volver a caldear la vida? En la religión del individualismo uno se muere congelado debido a la soledad.
El problema no es si «Dios» existe, sino que, más bien, es un nombre del Sentido. El problema quizá estriba en buscarlo en los lugares equivocados, que son los lugares acostumbrados. ¿Y si Dios estuviese precisamente aquí? ¿Tendríamos ojos para percatarnos? Si Dios fuese tan herético que no habitara los cielos, sino la tierra, ¿podríamos tal vez impedírselo? Y si decidiera esconder el cielo en la tierra, o traer la tierra al cielo, ¿seríamos capaces de reconocer tal paradoja? Y si todo el Sentido que estábamos buscando hubiese estado siempre delante de nuestros ojos, ¿quién podría decírnoslo? McCarthy es como un profeta que, en concreto, profetiza sobre la ceguera del mundo. Procuraremos partir de esta mirada enferma para acostumbrarnos a la luz y, tal vez, recobrar la vista, ver de una manera nueva.
«Le dice Felipe: “¡Señor, muéstranos al Padre, y con eso nos basta!”. Le dice Jesús: “¿Tanto tiempo llevo con vosotros, y aún no me has llegado a conocer, Felipe? ¡Quien me ha estado viendo a mí, ya ha visto al Padre!”» (Jn 14:8-9).
Puede parecer extraño comenzar nuestra reflexión a las bravas, con una afirmación que tiene el sabor de lo irreversible: «No hay Dios y nosotros somos sus profetas»1. Pero vaciar por completo el cielo de la presencia de Dios es lo que se ha venido haciendo de manera sistemática durante los dos últimos siglos.
Esta especie de vacío metafísico nos ha condenado inexorablemente a experimentar la precariedad, la inestabilidad, y a sentirnos incompletos. Dios, como decíamos antes, es, por el contrario, un nombre del Sentido.
En un momento de la novela de McCarthy, el padre, protagonista de la historia, intenta exorcizar la ausencia total de palabras significativas. De hecho, mientras tengamos palabras que arrojen luz sobre nuestra vivencia, estamos, en un cierto sentido, a salvo. Pero, cuando faltan las palabras o se las vacía de significado, ¿qué sucede?
Trató de pensar en algo que decir, pero no le vino nada a la cabeza. Ya había percibido antes esa sensación, algo que iba más allá del entumecimiento y la sorda desesperación. El mundo se estaba quedando reducido a un mero tuétano de entidades que podían inspeccionarse por partes. Los nombres de las cosas y aquellas mismas cosas estaban cayendo lentamente hacia el olvido. Los colores. Los nombres de los pájaros. Cosas que comer. Y, al final, los nombres de cuanto uno creía que era verdad. Más frágil de lo que hubiera pensado. ¿Cuánto de todo esto ya había desaparecido? El lenguaje sagrado estaba desprovisto de sus referentes y, por tanto, de su realidad. Encorvado sobre sí mismo como algo que intenta mantener el calor. A tiempo de cerrar los ojos para siempre2.
La imposibilidad de conseguir poner un nombre a la experiencia nos condena a sufrir aquello que vivimos. En el relato bíblico del Génesis, siempre resulta muy impactante la decisión de Dios de hacer partícipe a Adán del acontecimiento de la Creación dando precisamente nombre a las cosas:
Y, además, formó Dios a partir de la tierra todas las fieras silvestres y todas las aves del cielo y las trajo delante del hombre para ver cómo las llamaría; pues, así como Adán [el hombre] llamara a cada ser viviente, ese sería su nombre. Y puso Adán nombre a todas las bestias, a todas las aves del cielo y a todas las fieras silvestres3.
La vida humana es así, cuando sabe dar un nombre a las cosas, cuando logra distinguirlas del caos, cuando logra vincularlas a un significado.
Llorar es muy poca cosa: necesitamos poder dar un nombre a nuestro llanto, un nombre que revele sus motivos, su raíz. Enamorarse es muy poca cosa: necesitamos darle un nombre al amor, necesitamos poder tener claro dónde se encuentra ese suceso que nos ha cambiado la vida.
«Dar nombre» consiste en unir las cosas a un significado. La incapacidad de dar nombre a la realidad supone la incapacidad de vincularla a un significado. Y justo por este motivo nos damos cada vez más cuenta de que nuestro hablar constituye un trueque de informaciones, pero ya no es la capacidad de dar sentido a la vivencia.