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Se busca secretaria dispuesta a soportar a un magnate arrogante e increíblemente sexy Con el negocio familiar en crisis, Polly Prince hacía lo que podía por mantener la calma y seguir adelante. Pero iba a necesitar algo más que esfuerzo para salvar a su empresa londinense de las garras del despiadado Damon Doukakis… y a su cuerpo traicionero de la sensualidad de su jefe. Como su nueva secretaria, Polly iba a acompañar a Damon a París para negociar el contrato más importante de su vida. Lo peor de todo era que Polly iba a tener que resistirse a Damon en la ciudad más romántica del mundo.
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Seitenzahl: 200
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Sarah Morgan. Todos los derechos reservados.
PARÍS EN EL CORAZÓN, N.º 2124 - diciembre 2011
Título original: Doukakis’s Apprentice
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-104-9
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
YA ESTÁ aquí. Ha llegado. Damon Doukakis acaba de entrar en el edificio.
Aquella voz nerviosa sacó a Polly de sus sueños. Levantó la cabeza de sus brazos y la luz del sol que se filtraba por la ventana la cegó.
–¿Cómo? ¿Quién? –preguntó arrastrando las palabras.
Su mente volvió poco a poco del mundo de los sueños. El dolor de cabeza que había formado parte de su vida durante la última semana, seguía acompañándola.
–He debido de quedarme dormida –continuó–. ¿Por qué nadie me ha despertado?
–Porque llevas días sin dormir y das miedo cuando estás cansada. Te traigo algo para que te despiertes y tengas fuerzas –respondió la mujer, sujetando un par de tazas y una gran magdalena mientras cerraba la puerta con el pie.
Polly se frotó los ojos y miró la pantalla de su ordenador portátil.
–¿Qué hora es?
–Las ocho.
–¿Las ocho? –repitió y se levantó de un salto, esparciendo por el suelo los papeles y bolígrafos–. ¡La reunión es dentro de quince minutos!
Polly apretó el botón para guardar el documento en el que había estado trabajando toda la noche. Le temblaban las manos por el brusco despertar. Su corazón latía acelerado y tenía un nudo en el estómago. Todo estaba a punto de cambiar.
–Tranquila –dijo Debbie y atravesó la habitación para dejar las tazas sobre la mesa–. Si se da cuenta de que estás asustada, te pisoteará. Eso es lo que hacen los hombres como Damon Doukakis. Cuando perciben debilidad, se aprovechan.
–No estoy asustada.
La mentira constriñó su garganta. Tenía miedo de la responsabilidad y de las consecuencias de un fracaso. Y sí, tenía miedo de Damon Doukakis. Sólo un tonto no lo tendría.
–Lo vas a hacer bien. Todos dependemos de ti, pero no quiero que el hecho de que tengas el futuro de cien personas en tus manos te ponga nerviosa.
–Gracias por tus palabras de ánimo –dijo Polly y dio un sorbo de café a la vez que comprobaba los mensajes de su móvil–. Tan sólo he dormido un par de horas y tengo cien mensajes. ¿Es que la gente no duerme? Gérard Bonnel ha vuelto a cambiar la reunión de mañana para por la tarde. ¿Hay algún vuelo a París más tarde?
–No vas en avión. El tren era más barato. Te saqué billete en el de las siete y media desde St Pancras. Si ha cambiado la hora de la reunión, tendrás casi todo el día para matar el tiempo –dijo Debbie y se echó hacia delante para tomar un trozo de magdalena–. Ve a ver la Torre Eiffel, haz el amor en un banco del Sena con un atractivo francés. Ooh la la.
Polly se concentró en el correo electrónico que estaba contestando y no la miró.
–Hacer el amor en público es un delito incluso en Francia.
–No tanto como carecer de vida sexual. ¿Cuándo fue la última vez que tuviste una cita?
–Suficientes problemas tengo ya como para añadir otro más –dijo Polly y apretó el botón de enviar–. ¿Enviaste una orden de compra para la promoción de esa revista?
–Sí, sí. ¿No puedes dejar de pensar en el trabajo? A Damon Doukakis le gustará saber que tienes eso en común con él.
–El resto de los correos electrónicos va a tener que esperar –dijo Polly dejando el teléfono móvil en la mesa–. Maldita sea, quería echarle otro vistazo a la presentación. Tengo que peinarme… No sé por dónde empezar.
–Por el pelo. Has estado durmiendo apoyada en la cabeza y pareces la Barbie Mohicana. Espera, estamos ante una emergencia.
Debbie sacó de un cajón una plancha de alisar el pelo y la enchufó.
–Tengo que ir al baño y maquillarme.
–No hay tiempo. No te preocupes. Estás bien. Se te da muy bien mezclar lo antiguo con lo moderno –dijo Debbie, pasando la plancha por un mechón de pelo de Polly–. Además, esas medias rosas surtirán efecto.
Sin mover la cabeza, Polly desenchufó su ordenador portátil.
–No puedo creer que mi padre todavía no haya llamado. Su compañía está a punto de ser aniquilada y no aparece por ningún sitio. Le he dejado un montón de mensajes.
–Ya sabes que nunca enciende su móvil. Odia ese aparato. Ya estás lista –dijo Debbie desenchufando la plancha del pelo.
Polly se recogió el pelo en un moño bajo.
–Incluso llamé a algunos hoteles de Londres anoche para saber si un hombre de mediana edad con una joven estaban alojados.
–Te habrá resultado embarazoso.
–Crecí pasando vergüenza –dijo Polly sacando las botas de debajo de la mesa–. Damon Doukakis se pondrá furioso cuando vea que mi padre no viene.
–Los demás hemos hecho un esfuerzo para compensar su ausencia. Todo el mundo en la empresa ha llegado pronto y se ha puesto a trabajar de inmediato. Si Damon Doukakis busca vagos, aquí no los va a encontrar. Nos hemos propuesto causar una buena impresión.
–Demasiado tarde. Damon Doukakis ya ha tomado una decisión respecto a lo que quiere hacer con nosotros.
Y ella sabía lo que era. El miedo se apoderó de ella. Se había hecho con el control de la compañía y podía hacer con ella lo que quisiera. Era su venganza, su manera de mandarle un mensaje al padre de Polly.
Pero era un arma peligrosa. El fuego abrasador de su cólera no sólo iba a quemar a su padre, sino también a un montón de inocentes que no se merecían perder su trabajo.
El peso de la responsabilidad era agobiante. Como hija del dueño sabía que tenía que hacer algo, pero lo cierto era que no tenía poder. No tenía autoridad.
Debbie engulló un trozo de magdalena.
–En alguna parte he leído que Damon Doukakis se pasa el día trabajando. Al menos tenéis algo en común.
Después de tres noches sin dormir, Polly era incapaz de concentrarse. Agotada, trató de despejar la mente.
–He hecho algunos cálculos. Confiemos en que Michael Anderson sea capaz de manejarse con el ordenador portátil. Ya sabes lo mal que se le da la tecnología. He guardado la presentación de tres maneras diferentes ya que la última vez no sé qué hizo, pero la borró. ¿Ya ha llegado el resto del consejo?
–Todos llegaron a la vez que él, aunque no nos han dicho nada. Ninguno de ellos ha tenido las agallas de mirarnos a la cara desde que vendieron sus acciones a Damon Doukakis. Todavía no entiendo por qué un magnate rico y poderoso como él ha comprado nuestra pequeña compañía. No somos su estilo, ¿no?
–No, no somos su estilo.
–¿Así que nos ha comprado por diversión? –preguntó Debbie y se chupó los dedos tras terminar la magdalena–. Quizá sea algún tipo de terapia para millonarios. En vez de ir a comprarse zapatos, va y se gasta una fortuna en una agencia de publicidad. Les ha pagado un montón de dinero a los miembros del consejo.
Polly sabía por qué había comprado la compañía y no era algo que pudiera contar. Damon Doukakis le había hecho prometer que guardaría silencio después de la llamada telefónica que le había hecho unos días antes. No le había contado nada de aquella llamada a nadie. Tampoco a ella le interesaba que los motivos fueran de conocimiento público.
–No me sorprende que el consejo vendiera. Son unos avaros. Estoy harta de sus comidas y de sus billetes de avión en primera clase para después tener que oír que no damos beneficios. Me recuerdan a los mosquitos, sacándonos la sangre para…
–Polly, eso es asqueroso.
–Ellos son asquerosos.
Polly repasó mentalmente la presentación. ¿Se le habría olvidado algo?
–Si yo fuera a hacer esa presentación, no estaría tan preocupada.
–Deberías ser tú la que lo hiciera –señaló Debbie.
–Michael Anderson tiene miedo de que abra la boca. Tiene miedo de que cuente quién hace el trabajo. Además, soy la asistente ejecutiva de mi padre, sea lo que sea que eso signifique. Mi labor es hacer que todo siga su curso.
No había estudiado en la universidad. Había aprendido observando, escuchando y siguiendo su instinto y sabía que para la mayoría de los empleados eso no sería suficiente. Polly se llevó la mano al estómago, deseando tener un título de Harvard.
–Doukakis ya tiene una agencia de publicidad en su grupo empresarial. No necesita otra y menos aún a nuestro personal. Tan sólo va a hincar el diente a…
–Si Damon Doukakis está como loco por la empresa de tu padre, de alguna manera es un halago, ¿no? Y das por sentado que nos echará a todos, pero quizá no lo haga. ¿Para qué comprar un negocio y luego hacerlo pedazos? Anímate –dijo Debbie dándole una palmada en el hombro–. Quizá Damon Doukakis no sea tan despiadado como dicen. Todavía no lo has conocido en persona.
Sí, sí que lo había hecho.
Polly sintió que se ruborizaba y cerró el ordenador portátil.
Se habían visto en una ocasión en la oficina del director, cuando otra chica y ella habían sido expulsadas del colegio femenino al que asistían. Por desgracia, la otra chica había resultado ser la hermana de Damon Doukakis. El recuerdo de aquel día la hizo temblar.
No se hacía ninguna ilusión de lo que le deparaba el futuro. Para Damon Doukakis, ella era una persona problemática y con problemas de personalidad. Cuando levantara el hacha, ella sería la primera en despedazar.
Polly se pasó la mano por la nuca. Tal vez pudiera ofrecer su dimisión a cambio de que mantuviera al personal. Él buscaba un sacrificio por el comportamiento de su padre, ¿no? Así que ella sería el sacrificio.
Debbie recogió el plato.
–¿Con quién está saliendo tu padre ahora? ¿No será la mujer que conoció en las clases de salsa, no?
–No lo sé –contestó mintiendo–. No se lo he preguntado –añadió y se guardó el móvil en el bolsillo del vestido–. Es una locura, ¿verdad? No puedo creer que ese Damon Doukakis esté a punto de aparecer aquí y quedarse con todo por lo que mi padre ha trabajado, y que mi padre esté en cualquier hotel por ahí…
–¿Haciendo el amor con una mujer a la que le dobla la edad?
–¡No digas eso! No quiero imaginarme a mi padre haciendo el amor y menos aún con una mujer de mi edad.
–Deberías estar ya acostumbrada. ¿Será consciente tu padre de que su vida sexual es la causa por la que nunca has tenido una relación?
–No tengo tiempo para esta conversación –dijo Polly apartando aquellos pensamientos y poniéndose las botas–. ¿Te has ocupado de que haya café y pastas en la sala de juntas?
–Todo está listo. Aunque creo que Damon Doukakis es una especie de tiburón blanco –dijo Debbie imitando con las manos la aleta de los tiburones–. Se mueve por las aguas comiéndose todo lo que encuentra en su camino. Confiemos en no ser un bocado apetecible.
Incómoda, Polly dirigió la mirada hacia la pecera que tenía junto a la mesa.
–No hables tan alto. Romeo y Julieta se están poniendo nerviosos. Se están escondiendo entre las plantas acuáticas –dijo deseando poder estar con los peces.
Nunca en su vida había temido algo tanto como aquella reunión. Durante los últimos días había sacrificado sus horas de sueño tratando de buscar la manera de salvar al personal. Ya no se hacía ilusiones sobre su futuro, pero aquella gente era como su familia e iba a luchar hasta la muerte para protegerlos.
El teléfono de su mesa sonó y lo descolgó sin ningún entusiasmo.
–Polly Prince…
Reconoció la voz de Michael Anderson, el segundo de su padre y director creativo de la agencia. A pesar de la hora, era evidente que ya había tomado alguna copa. Mientras le ordenaba que llevara el ordenador portátil a la sala de juntas, Polly apretó con fuerza el auricular. ¡Víbora! Aquel hombre hacía más de una década que no tenía una idea original. Le había chupado la sangre a la agencia y ahora le había vendido sus acciones a Damon Doukakis por un precio desorbitado.
La ira la embargó. Si no hubiera habido venta, toda aquella situación podía haberse evitado.
Polly colgó el teléfono y tomó su ordenador portátil, decidida a hacer todo lo necesario para luchar por los empleados.
–Buena suerte –dijo Debbie mirando a Polly–. Esas botas son perfectas para patear algunos traseros. Y te hacen más alta.
–Ésa es la idea.
La última vez que había visto a Damon Doukakis, la había hecho sentir diminuta en todos los aspectos. Física y emocionalmente la había superado y no iba a dejar que ocurriera de nuevo.
De camino a la sala de juntas, se sintió como si caminara por la cuerda floja. No le era de ayuda el que a cada poco alguien se asomara desde su despacho para desearle suerte. Cada una de aquellas sonrisas nerviosas la hacía ser más consciente de su responsabilidad. Todos confiaban en ella, pero en el fondo sabía que no tenía influencia ni nada con lo que defenderlos. Era como ir a una batalla con un secador de pelo como única arma. Tan sólo esperaba que Michael Anderson usara la presentación que había preparado para luchar por ellos.
Las puertas de la sala de juntas estaban cerradas y se detuvo para respirar hondo. Le molestaba lo nerviosa que estaba. Y no por el consejo, sino por Damon Doukakis. Soltó el aire lentamente y se dijo que diez años era mucho tiempo. Quizá los rumores no fueran ciertos. Quizá se hubiera vuelto más humano.
Llamó a la puerta y la abrió. Por un momento todo lo que vio fueron expresiones engreídas, tazas de café y trajes oscuros cubriendo cuerpos gruesos.
Aferrándose a su ordenador portátil, Polly se obligó a avanzar. Al cerrarse las puertas detrás de ella, echó un vistazo a los hombres sentados en la mesa con los que había trabajado desde que acabara el instituto con dieciocho años. Ninguno de ellos la estaba mirando a la cara.
«Mala señal», pensó.
Un par de consejeros estudiaba sus notas. El ambiente era tenso. Le recordaba a las multitudes que se congregaban en la escena de un accidente. Para muchos, resultaba algo irresistible ver a otro ser humano pasándolo mal. Y ella estaba pasándolo mal. Sabiendo que todos los que estaban sentados a la mesa eran millonarios, Polly no pudo evitar sentir asco.
Habían traicionado a su padre sin dudarlo y se habían desentendido de los empleados.
Estaba tan enfadada con todos ellos que no se había detenido en el hombre sentado a la cabecera de la mesa.
Damon Doukakis presidía la mesa ocupando el puesto de su padre con actitud arrogante y sin ninguna muestra de tener conciencia. Ni hablaba ni se movía, pero todo en él transmitía agresividad masculina.
Aquellos ojos oscuros la miraron y se preguntó cómo era posible que irradiara tanta autoridad sin ni siquiera abrir la boca. De alguna manera dominaba la sala. La escasez de movimientos intensificaba el aura de poder como si de un campo de fuerza se tratara.
Un traje hecho a medida hacía destacar sus hombros anchos y una camisa blanca contrastaba con su piel bronceada. El nudo de su corbata era perfecto y todo en él resultaba impecable. Contrastaba con el resto de los hombres que había sentados a la mesa. No tenía el exceso de peso de los demás. Bajo aquel traje caro, su cuerpo era fuerte y compacto, probablemente resultado del ejercicio y de la misma disciplina que aplicaba a sus prácticas empresariales.
Las mujeres lo encontraban irresistible, por supuesto. Era un macho alfa, responsable de una de las compañías más exitosas de Europa. En medio de la depresión económica, el grupo de comunicación Doukakis era la estrella brillante que iluminaba la recuperación.
Le molestaba que aquel hombre, además de tener una mente privilegiada y un buen olfato para los negocios, fuera tan guapo. No era justo, pensó mientras abría su ordenador. No podía dejarse impresionar por aquel traje. La ropa no ocultaba lo que era, un oportunista despiadado que no se detenía ante nada para obtener lo que quería. Pero entendía por qué el consejo se había dejado embaucar por él. Era el rey de las bestias y los hombres que lo rodeaban eran la comida que se tragaría de un simple bocado. Eran débiles y nunca desafiarían a un hombre como Damon Doukakis.
«Míralo a los ojos, Polly», se dijo.
Sabía que lo peor que podía hacer era mostrarse asustada, así que lo miró. Fue tan sólo durante un segundo, pero algo pasó entre ellos. El impacto de aquel intercambio silencioso la hizo estremecerse y apartó la vista. Temblaba de la cabeza a los pies. Había pensado que se sentiría intimidada, pero lo que no habría imaginado jamás era sentir aquella repentina atracción sexual.
Aturdida, Polly encendió el ordenador.
–Caballeros –dijo e hizo una pausa–, señor Doukakis.
Una mueca de humor apareció en su sonrisa y, a su pesar, Polly se quedó mirando la sensual curva de sus labios. Según los rumores, las mujeres se le daban tan bien como los asuntos de negocios. Doukakis era tan frío y calculador en sus relaciones como en los demás aspectos de su vida. Quizá por eso fuera tan protector con su hermana, pensó. Sabía muy bien cómo eran los hombres.
Cuando sus ojos volvieron a encontrarse con los de él, su lengua se quedó encajada en el paladar y sus labios se negaron a pronunciar las palabras que se habían formado en su cabeza. En aquel momento, Polly se percató de que se había dado cuenta del efecto que le había provocado, el mismo que en todas las mujeres.
–¿Señorita Prince?
Aquella voz fría e irónica la sacó de su ensimismamiento. Era evidente que se acordaba de ella.
–Como sabe, Polly es la hija de nuestro presidente y consejero ejecutivo –dijo Michael Anderson, cuando por fin se atrevió a hablar–. Su padre siempre se aseguró de que tuviera trabajo aquí.
Aquel comentario implicaba que era incapaz de conseguir un trabajo por sí misma. Polly sintió que su mal humor se intensificaba por lo injusto de aquella presentación. Esa ira le ayudó a olvidar las otras sensaciones que estaba teniendo.
Aliviada por haber recuperado el control, apretó una tecla y abrió el archivo.
–He preparado una presentación para explicar la estrategia de nuestro negocio y estudiar las posibilidades para el futuro. Verán que hemos conseguido seis nuevos clientes este año y esas cuentas están…
–No tenemos por qué escuchar esto, Polly –la interrumpió Michael Anderson bruscamente.
Polly descansó los dedos en el teclado. Claro que tenían que escucharla. Sin su presentación, los empleados no tendrían oportunidad alguna de quedarse.
–Pero tiene que…
–Demasiado tarde, Polly –dijo Michael Anderson y se giró hacia los demás miembros del consejo–. Me doy cuenta de que ésta debe de ser una situación muy difícil para ti, pero tu padre ya no controla esta compañía. Siempre ha sido peculiar y ahora parece que ha desaparecido completamente. Incluso hoy, con los rumores de la compra en todos los informativos, no hay ni rastro de él, lo que confirma que el consejo ha tomado la decisión adecuada al vender. El grupo de comunicación Doukakis es el presente. Son momentos muy excitantes –dijo dirigiendo la mirada hacia el hombre que permanecía inmóvil y en silencio presidiendo la mesa–. Va a haber una reestructuración radical. Más adelante habrá despidos, pero quería decírtelo personalmente aprovechando que tu padre no está aquí. Es duro, lo sé, pero esto son negocios.
Polly se sintió como si estuviera en un mundo paralelo. Su cabeza daba vueltas y oía un zumbido en los oídos.
–Espere un momento –dijo con una voz que ni a ella le parecía la suya–. Dice que va a despedir a todo el mundo así, como si nada. Su tarea es protegerlos, demostrarle al señor Doukakis por qué son necesarios.
–Polly, la cuestión es que no se les necesita.
–No estoy de acuerdo –dijo y sintió un nudo en la garganta–. Las campañas que hemos conseguido, las hemos conseguido como equipo. Hacemos un gran equipo.
–Limítate a dejar el ordenador, Polly –dijo Michael Anderson dando unos golpes con el bolígrafo en la mesa–. Si alguien del equipo del señor Doukakis quiere ver la presentación, puede hacerlo.
Ya estaba. La estaban despachando.
Todos los ojos estaban puestos sobre ella, esperando a que se diera por vencida y se fuera.
La compañía de su padre iba a ser disuelta y cien personas iban a perder su puesto de trabajo.
–Aquí no se acaba –dijo Polly mirando a Michael Anderson, el hombre que había traicionado a su padre y que ahora traicionaba a sus compañeros–. Tiene que salir ahí y hacer esa presentación.
–Polly…
–¡Es su responsabilidad! Esta gente trabaja para usted. Debería defenderlos. Gracias a su esfuerzo, ustedes se están dando la gran vida. ¿Por qué me ha pedido que prepare la presentación si no tenía intención de exponerla?
El cansancio y la tensión de la última semana estaban saliendo a la luz.
–Estabas nerviosa por tu padre –dijo Michael tratando de mostrarse preocupado–. Pensé que sería mejor que estuvieras ocupada.
–No soy ninguna niña, señor Anderson. Sé mantenerme ocupada. No he tenido otra opción desde que los consejeros de esta compañía decidieran no hacer nada más que comer y beberse los beneficios.
Consciente de que estaba agotando sus posibilidades, rodeó la mesa y disfrutó de la satisfacción de ver la mirada consternada de Michael Anderson.
–¿Qué estás haciendo? ¿Adónde…? Sé que estás enfadada, pero…
–¿Enfadada? No, no estoy enfadada, estoy furiosa. Tiene a cien empleados ahí fuera mordiéndose las uñas, cien personas temiendo perder sus empleos y ¿no va a luchar por ellos? Es un asqueroso cobarde.
–¡Ya es suficiente! –dijo con el rostro consternado–. Si no fuera por el hecho de que eres la hija del jefe, hace tiempo que habrías sido despedida. Tienes un problema de personalidad. Además, tu forma de vestir…
–La forma en que una persona vista, no afecta su capacidad para trabajar, señor Anderson. Aunque no espero que lo entienda. A excepción del consejo –dijo paseando la mirada por la mesa– , ésta es una agencia joven, fresca y creativa. No tengo por qué ponerme un aburrido traje con la cinturilla elástica para poder dar cuenta de las comidas pantagruélicas.
Con el rostro acalorado, Michael Anderson parecía estar al borde de un infarto.
–Pasaré por alto tu comportamiento porque sé lo difícil que ha sido esta semana para ti. Y voy a darte un consejo ya que tu padre no parece asumir sus responsabilidades como tal. Toma el dinero de la indemnización por despido, vete de vacaciones y piensa en el futuro. Dejando a un lado tu temperamento, eres una buena chica. Y guapa –dijo mirándola de arriba abajo–. Trabajas en las campañas de los clientes por tu padre. En cualquier otra compañía, serías una secretaria. Y no es que haya nada malo en ello. A lo que me refiero es que una chica con tu aspecto, no necesita pasarse las noches estudiando hojas de cálculo, ¿verdad, caballeros?
Hubo un murmullo de asentimiento entre los miembros del consejo. El único que no sonreía era Damon Doukakis. Permanecía en silencio mientras observaba el espectáculo al otro extremo de la mesa.
Polly no veía nada por culpa de la ira que nublaba su vista.
–No se atreva a criticar a mi padre, ni a hacer esos comentarios sexistas y misóginos cuando todos sabemos quién está haciendo el trabajo de esta compañía. Ha hecho esta venta por su beneficio personal. Ahora es multimillonario y nosotros nos quedamos sin trabajo –dijo e intentó contener la emoción de su voz sin lograrlo–. ¿Dónde está su sentido de la responsabilidad? Debería darle vergüenza. ¡Debería darles vergüenza a todos!
–¿Quién te crees que eres? –dijo Michael Anderson.
–Alguien que se preocupa por el futuro de esta compañía y de la gente que trabaja en ella. Si despide a cualquier de ellos sin ni siquiera considerar otras opciones, entonces yo…
¿Qué? ¿Qué podía hacer? Consciente de que no tenía poder, Polly se dio la vuelta y rodeó la mesa, furiosa consigo misma por perder el control. Se sentía agotada y tremendamente desanimada. Había decepcionado a todo el mundo. En vez de mejorar las cosas, las había empeorado.