Pasión despiadada - Robyn Donald - E-Book
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Pasión despiadada E-Book

ROBYN DONALD

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Beschreibung

Entre ellos había surgido una pasión arrolladora... pero era demasiado tarde, ella estaba a punto de casarse con otro. Seis años después, el marido de Cat ya no era ningún impedimento y ella necesitaba la ayuda de Nick. Le había llegado la oportunidad de dar rienda suelta al deseo que llevaba años sintiendo por aquella mujer...

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Seitenzahl: 214

Veröffentlichungsjahr: 2016

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Robyn Donald

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pasión despiadada, n.º 1277 - junio 2016

Título original: A Ruthless Passion

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2001

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8234-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Nick esperó en el vestíbulo del hotel hasta que Glen y la señora Courtald salieron de su cita con el abogado. Le disgustaba ocultarse, pero lo que tenía que decirle a Cat era demasiado importante como para arriesgarse a que lo interrumpieran; sobre todo a que lo interrumpiera su madre o su prometido.

Mientras llamaba con los nudillos a la puerta de la suite, notó distraído que tenía el pulso acelerado. Y cuando oyó el «ya va» de aquella voz baja y sensual, sintió como si una bomba de voracidad masculina le hubiese explotado en las entrañas.

La puerta se abrió. Los azules ojos de Cat se agrandaron, un ligero rubor cubrió su exquisita piel. Apretó con los dedos el velo que se estaba probando: corto y fantasioso, como correspondía a una novia de dieciocho años.

–Ni… Nick –balbuceó ella–. Qué sorpresa.

–¿Puedo pasar?

Cat vaciló. Luego dio un paso atrás.

–Glen acaba de marcharse. Ha estado aquí con mi madre.

–No he venido a verlos a ellos –dijo él mientras entraba en la suite que Glen había reservado para la chica con la que se casaría al día siguiente; en el mejor hotel de Auckland, como correspondía a la novia de uno de los más prestigiosos publicistas de Nueva Zelanda.

La impersonal opulencia de la pieza debería haber eclipsado a una mujer tan pequeña; pero, a pesar de su juventud y fragilidad, Cat permanecía firme, con aquel absurdo velo sobre su cabello castaño rojizo y, aunque Nick intuía lo contrario, parecía tranquila.

–¿Qué quieres? –preguntó con suavidad.

Nick había tenido sueños eróticos con ese cabello, con aquel cuerpo esbelto, esa boca jugosa, todavía inocente a pesar del compromiso con su amigo. Glen estaba siendo muy cuidadoso con ella y daba la impresión de estar dispuesto a esperar a la noche de bodas para consumar su relación.

Reprimió un amargo aguijonazo de celos que lo sorprendió e irritó al mismo tiempo y preguntó sin rodeos:

–¿Has pensado en lo que implica casarse con Glen?

–Puede que solo tenga dieciocho años –contestó Cat con una fría dignidad que le resultó tan desquiciante como provocativa–, pero no soy estúpida. Sí, sé lo que implica este matrimonio. Veo la televisión, leo periódicos, revistas y libros, voy al cine, hablo con la gente… Y mis padres estuvieron casados –añadió con delicado sarcasmo.

¿Sabría que los de él no? Era posible. Quizá se lo hubiera contado Glen.

–¿Con qué gente has hablado?, ¿con las compañeras del internado en el que terminaste el instituto el año pasado? ¿Qué saben ellas?

–¡Tanto como cualquier chica que crezca en las calles! Una cosa es que tú vengas de un estrato socioeconómico distinto y otra que no nos afecten los mismos problemas –replicó irritada–. Lo… lo siento. No pretendía…

–No importa –interrumpió él–. Sí, es verdad que crecí en la calle; pero te estoy hablando de lo vas a ser plato de segunda mesa.

–¡Eso no es verdad! –exclamó encendida Cat–. Sería así si estuviera ocupando el lugar de una antigua esposa. Glen no ha dejado a ninguna mujer por mí.

Nick contuvo su primera y letal respuesta. No tenía sentido hablar de la tragedia de Morna. Además, técnicamente, Cat tenía razón. Glen no había llegado a pedirle a la mujer que había sido su novia durante los anteriores cinco años que se casara con él.

–Glen querrá que dirijas su casa, que organices cenas y fiestas, que conozcas a sus clientes y seas la perfecta anfitriona. ¿Serás capaz?

–Puedo intentarlo –respondió Cat sin total seguridad–. Mi madre me ayudará.

–Tu madre no está bien.

Una sombra oscureció sus facciones. ¿Hasta qué punto, habría presionado la encantadora señora Courtald a su hija?,se preguntó. No habría sido algo descarado, pero después de enviudar y perder la pensión del difunto marido, la buena mujer habría visto a Glen como la respuesta a todas sus súplicas.

–Está… mejorando –contestó Cat por fin–. Y yo aprendo rápidamente –añadió en tono desafiante.

Estaba decidida a llegar hasta el final. Solo le había ocurrido una vez más hasta entonces, pero Nick sintió como si un ataque de pánico amenazase con descontrolar su cerebro, tan frío e incisivo por lo general.

–¿Por qué te casas con él, Cat? –le preguntó con maldad cuando se hubo calmado–. Si es por dinero…

–¡No es por dinero en absoluto! –atajó indignada ella, alzando la barbilla–. Glen es un hombre atractivo, excitante, amable, considerado y divertido…

–Y tiene veinte años más que tú.

–¿Y? –Cat alzó la barbilla un poco más–. Me gustan los hombres mayores.

–Porque quieres encontrar un padre que reemplace al que acabas de perder –contestó él con crudeza. Estaba llevando la situación fatal, pero no sabía cómo reconducirla–. Pero Glen no ha cumplido aún los cuarenta, no es una figura paternal. Va a querer acostarse contigo, Cat…

–¡No me llames así!

–¿Por qué no? Eres como una gata –dijo Nick, en alusión al significado de cat–. Eres dulce y cariñosa cuando todo te va bien, pero también veo la felina feroz que llevas dentro. Glen no lo ve… Él cree que eres dócil, obediente y juguetona. Es un hombre viril, experimentado. ¿Has pensando en lo que será hacer el amor con él?

Cat se quedó pálida. Bajó las pestañas y contestó enojada:

–Voy a hacer todo lo posible por ser una buena esposa para él.

–¿A pesar de que me deseas? –contestó Nick.

Cat bajó la cabeza.

–¡No! –exclamó con fiereza–. Yo quiero a Glen.

–Pero me deseas –repitió Nick al tiempo que posaba una mano bajo la barbilla de Cat.

Ella no pudo evitar mirarlo con ojos voraces y desolados.

–Cancela la boda –añadió él, luchando por contener la implacable pasión que lo instaba a levantarla en brazos, llevarla al dormitorio y reclamarla para sí sobre la cama del modo más primitivo y eficaz–. Cat, no puedes casarte con Glen… Cancela la boda. Yo te ayudaré. Será difícil, pero le haremos frente –dijo con voz firme, profunda y sensual, recurriendo a todas sus mañas para convencerla.

Y estaba a punto de hacerlo. Notaba su tensión, sus ganas de rendirse… pero luego cambió su expresión y contestó:

–¿Y luego qué, Nick?

–Puedo ayudarte –repitió al tiempo que bajaba la mano junto a su propio costado. Y supo, nada más decirlo, que Cat no se conformaría con una promesa tan vaga. Lo cual lo irritó, pues no podía ofrecerle nada más. Quizá Glen estuviera dispuesto a aprovecharse de una chica recién salida del instituto, pero él sabía que Cat no estaba preparada para casarse con nadie… como no lo estaba él para la pasión que endurecía su cuerpo en cuanto la tocaba.

Cat cerró los ojos. Cuando abrió los párpados de nuevo, sus ojos azules lo fulminaron con una suave y gélida mirada.

–No sé qué pasa entre nosotros, pero no puede significar nada, porque no te conozco; hace solo tres días que nos conocemos. A Glen sí que lo conozco y sé que, no solo lo quiero, sino que lo respeto. Nunca lo expondría a tamaña humillación pública por algo que no comprendo y en lo que no confío –Cat lo miró directamente a los ojos–. Debería darte vergüenza sugerírmelo siquiera, siendo su mejor amigo y su protegido.

Incapaz de aguantar la frustración que lo había mantenido en vela las anteriores tres noches, Nick la besó por sorpresa, hasta hacerle abrir la boca. Se embriagó de su esencia dulce y femenina, narcótica, y aunque intentó bajar los brazos, separar la cabeza y echarse atrás, no acertó a moverse, desbordado por aquel peligroso y feroz placer.

Cat no se resistió. Tras unos primeros segundos tensa, acabó cediendo, amoldándose al cuerpo de Nick, invitándolo a que siguiera besándola.

Así que aquello era el paraíso, pensó él a duras penas.

Cuando notó que se ponía tensa y que intentaba apartarse, la dejó marchar. Solo entonces advirtió que alguien estaba llamando a la puerta.

Cat desvió avergonzada la mirada. Se llevó la mano a la boca y se la frotó con fuerza como para borrarse el beso.

–Vete –susurró–. Vete de aquí ahora mismo y no vuelvas nunca. No me casaría contigo aunque fueras el último hombre sobre la faz de la Tierra.

Nick se acercó a estirarle el arrugado velo de novia. Asombrosamente, se mantuvo sereno, a pesar de que jamás en su vida había tenido tantas ganas de hacerlo todo trizas.

–No recuerdo haberte ofrecido que nos casemos. Piensa en este beso cuando estés en la cama con Glen –contestó con agresividad.

Luego se dio la vuelta y se marchó sin mirar siquiera a la camarera del hotel que esperaba en la puerta.

Capítulo 1

 

Seis años después…

 

Cat se paró en el transitado cruce y se quedó mirando el edificio de la otra acera. En la pasajera intimidad de una multitud, un hombre captó su mirada.

–Impresiona, ¿verdad? –comentó con jovialidad, para centrar su atención acto seguido en la delicada y redonda cara de Cat–. Ya ha ganado varios premios en Nueva Zelanda, y un par más en el extranjero. Es de Nick Harding… un hombre increíble. Empezó como publicista, se hizo de oro, recibió premios y luego se pasó a la informática y fundó el mayor servidor de Internet de Nueva Zelanda. Según la prensa financiera, está en medio de un acuerdo con el que se va a llenar los bolsillos. ¡Y todo con treinta y pico años!

Treinta y dos, para ser exactos. Cat tragó saliva y asintió con la cabeza. El edificio de enfrente resplandecía, era majestuoso, nada parecido a las viejas oficinas del complejo industrial a las afueras de Auckland que había acogido el negocio de Nick al principio.

En algún rincón de aquel nuevo edificio, quizá tras una de aquellas ventanas, estaría esperándola.

El corazón le latía con fuerza, las palmas le sudaban. Sin contar sus fotografías en los periódicos, hacía dos años que no veía a Nick. ¿Habría cambiado? ¿La encontraría a ella cambiada?

–¿Has venido a hacer turismo? –le preguntó el desconocido.

–No –se limitó a contestar Cat, demasiado tensa para ser amable.

–Ah –murmuró el hombre, sintiéndose desairado–. Pues nada, que tengas un buen día –añadió antes de alejarse y desaparecer con el orgullo herido entre la creciente multitud.

Cat se secó las palmas con un pañuelo. Echó un vistazo fugaz al reloj y vio que aún tenía cinco minutos.

Al mes de su boda con Glen, Nick había renunciado a su trabajo en la agencia de publicidad de aquel, rechazando todo lo que su amigo había hecho por él.

–¿Cómo se puede ser tan desagradecido! –había rezongado Glen–. Lo saqué de la calle, le di la mejor educación de Nueva Zelanda y luego lo mandé al extranjero a la universidad, lo convertí en lo que es… Lo he tratado como si fuera un maldito príncipe… y ahora me traiciona.

Le resultaba imposible imaginarse a Nick, tan alto, guapo y elegante, embutido siempre en ropas caras, viviendo en la calle. Pero todo el mundo se sabía la historia. Sintiéndose aún culpable por cómo había reaccionado al beso de Nick, Cat había respondido:

–¿Cómo lo conociste si vivía en la calle?

–Bueno, tampoco vivía en la calle exactamente. Estaba en una casucha con una chica –había contestado Glen, encogiéndose de hombros–. Un día me abordó al salir de la agencia y me pidió trabajo. Cuando le pregunté que por qué iba a darle un trabajo, me dijo que sabía que yo era el mejor y que tenía intención de ser mejor que yo algún día. Solo tenía catorce años, pero noté que hablaba en serio. Eso me gustó, así que lo mandé a mi antiguo instituto.

Cat, que sabía por experiencia lo crueles que podían ser los adolescentes de un internado caro, preguntó:

–¿Cómo se las arregló?

–Con estilo y suficiencia –respondió indiferente Glen–. En menos de una semana tenía a todos comiendo de su mano. Siempre tuvo una confianza desbordante en sus posibilidades, y me bastaron diez minutos para darme cuenta de que era brillante. Trabajó con ahínco y se graduó con honores. Tampoco tardó en destacar en la universidad. Y ahora lo va a echar todo a perder por un estúpido proyecto en Internet. Va a fracasar y se va a hundir con su empresa.

Pero no se había hundido. Nick había hecho oídos sordos a las murmuraciones, a las advertencias de Glen, y había demostrado que, gracias a su esfuerzo y su inteligencia, era capaz de triunfar por sí solo. Y así, al cabo de unos pocos años, se había hecho multimillonario.

Su negocio en el sector de las telecomunicaciones se expandía vertiginosamente y, tal como había escrito un periodista no hacía mucho, parecía dispuesto a conquistar el mundo.

Glen había reconocido su éxito y había terminado readmitiéndolo con los brazos abiertos, para morir pocos meses después en un accidente de tráfico.

Solo entonces había descubierto Cat que había encargado a Nick que se ocupara del seguro de vida en la que ella figuraba como beneficiaria. Aturdida aún por la muerte de su marido, que había ido a añadirse a la de su madre, que había fallecido tan solo un mes antes, había sentido un gran alivio al ver que Nick la trataba con distante cortesía. Aunque su impertinente memoria se empeñaba en recordarle aquellos fogosos instantes tras el entierro, cuando lo que había empezado como un abrazo reconfortante había terminado desatando una pasión desesperada.

Aquel ardiente beso la había hecho huir al extranjero y, desde entonces, solo había estado en contacto con Nick por medio de su representante.

Cuando el semáforo se puso verde para los peatones, Cat apretó los dientes y cruzó la carretera. Aunque no estuviera preparada, había llegado la hora de enfrentarse a Nick Harding. Embutida en un vestido de seda pasado de moda, tragó saliva e intentó tranquilizarse; pero no pudo hacer nada por evitar el revuelo de mariposas de su estómago, las cuales aletearon con más fuerza aún cuando entró en el majestuoso vestíbulo del edificio.

Tensa, Cat se presentó a la recepcionista, la cual, tras mirar con discreción su anillo de casada, contestó:

–El señor Harding la está esperando, señora Courtald. Suba en ascensor hasta la cuarta planta y allí la recibirá su ayudante personal.

La ayudante personal resultó ser una mujer de aspecto intimidante. Tal como le había anunciado la recepcionista, ya estaba junto al ascensor cuando Cat alcanzó el piso indicado.

–El señor Harding la atenderá en seguida –dijo la mujer mientras la acompañaba a una amplia antesala–. ¿Puedo ofrecerle una taza de café mientras espera?

–No, gracias –rehusó Cat.

El café se cultivaba en las colinas de Romit, una isla grande al norte de Australia; un café delicioso y aromático, pero que Cat no podía beber sin recordar un país destrozado por una cruenta guerra civil que había dejado miles de muertos.

Aunque Juana seguía con vida, y era por ella por quien había ido allí.

–Tome asiento –la invitó la ayudante personal–. El señor Harding no tardará –repitió.

Cat se acomodó en una silla, agarró una revista y la hojeó sin registrar una sola palabra. Nick era su último recurso. Los bancos la habían rechazado una y otra vez, negándose a concederle el préstamo que solicitaba con tanta solemnidad como diplomacia… e insultante velocidad.

Intuyó un movimiento que le erizó el vello de la nuca. Alzó la cabeza.

Como una pantera, sigiloso e intimidante, todo elegancia, Nick entró en la antesala y la observó sin pestañear con aquellos ojos ambarinos. Miró después hacia el dedo sobre el que, impulsada por una oscura necesidad de sentirse protegida, se había puesto el anillo de casada por primera vez desde que se lo quitara hacía un año.

Impelida por la necesidad de establecer cierto equilibrio físico, Cat se levantó. Durante un espantoso segundo, creyó que el suelo se movía bajo sus pies. Nick la sujetó justo cuando ella se agarraba al respaldo de la silla para mantenerse en pie.

–Cuidado –dijo él, agarrándola con fuerza por un antebrazo.

Cat se quedó helada.

Los ojos de Nick se encendieron. Pero sus llamas apenas duraron un instante. Acto seguido, sus labios dibujaron una bonita sonrisa.

¡Dios!, pensó alarmada Cat. Llevaba el recuerdo de Nick grabado en el cerebro, sellado a fuego en el corazón. Nunca había olvidado su voz: esa voz profunda, cálida que, sin embargo, podía resultar gélida si Nick se lo proponía. Una voz que la había perseguido en sueños, atormentándola durante noches interminables.

–Hola, Cat –la saludó él con educada frialdad.

No había cambiado mucho. En todo caso, estaba aún más atractivo. Con aquellos hombros anchos, su estrecha cintura, sus largas piernas, ese cuerpo varonil que irradiaba poder y autoridad… En definitiva, Nick Harding seguía dominando cada habitación a la que entraba, absorbiendo todo su espacio y su aire, lo cual la obligaba a respirar entrecortadamente mientras el corazón resonaba en sus oídos.

Y seguía mirándola con desprecio.

Cat resistió el embate de un fugaz ataque de pánico. ¿Cuántas veces a lo largo de aquellos dos años había soñado con encontrarse con Nick de nuevo?, ¿cuántas lo había imaginado con todo tipo de detalles durante aquellos segundos aletargados entre el sueño y la vigilia, cuando sus defensas estaban bajadas?

Cientos.

Y cuando por fin sucedía, no pudo pensar ni hacer nada, salvo responder con la misma intensidad abrumadora.

Todo seguía igual.

–Hola, Nick –lo saludó con un hilillo de voz, consciente de que su ayudante personal los estaba escudriñando.

–Entra –contestó él antes de echarse un lado para que pudiese pasar a su despacho–. Phil, por favor, no quiero interrupciones.

Se adentró en el despacho y miró a su alrededor. La pieza, organizada con estricta precisión, proclamaba en silencio el éxito de Nick: una mesa enorme, un ordenador último modelo, una librería inmensa y unos asientos negros, aparentemente cómodos, junto a una mesa baja. Unos ventanales que iban del suelo al techo daban al puerto de Auckland.

–Bonita vista –comentó Cat para romper el silencio.

–Me alegra que te guste –repuso él con sarcástica cortesía.

Enrabietada consigo misma por haberle dado ocasión de mostrarse mordaz, Cat desvió la vista hacia un cuadro. No se trataba del típico objeto de decoración impersonal, sino que era un óleo original de una mujer desnuda que le daba la espalda al artista. De su rostro no podía verse más que la curva de una mejilla. Lo había pintado un genio que había impregnado aquella sencilla pose de un oscuro y amenazante misterio.

Tenía que ser pura coincidencia el hecho de que el cabello que caía sobre los hombros y la espalda de la modelo tuviese el mismo tono castaño rojizo que el de ella.

También ella lo había llevado así de largo tiempo atrás; pero se lo había cortado.

Nick la miraba con expresión impenetrable.

–Estás preciosa. Como siempre –comentó al tiempo que enarcaba sus negras cejas–. Ese vestido de seda tan azul es perfecto para tus ojos.

A pesar de lo escaso que era su vestuario, Cat había tardado una hora en elegir el vestido. Trató de controlar la violenta mezcla de emociones que la asaltaba antes de responder:

–Y tú sigues siendo tan sutil como siempre. ¿Cómo estás?

–Encantado de verte.

–Ni tú te lo crees –contestó crispada Cat.

La satisfizo apreciar que había desconcertado a Nick, pero el contraataque de este fue tan ágil como brutal:

–¿Y tú?, ¿has disfrutado de la tradicional terapia de viudedad? –preguntó, y Cat lo miró confundida–. Aunque supongo que a la mayoría de las viudas les parecería un poco excesivo tirarse dos años viajando de lujo en lujo por todo el mundo –añadió con una sonrisa insolente.

–¿Qué? –exclamó indignada Cat.

–Ese vestido no te lo has comprado en Auckland, ¿no? –dijo él tras examinar el cuerpo de Cat de arriba abajo.

–No… –reconoció esta. Se lo había comprado Glen en París. Pero antes de dar voz a su respuesta, Nick se adelantó a ella.

–¿Cuándo has vuelto a Nueva Zelanda?

–En febrero.

–¿Qué has estado haciendo desde entonces? –preguntó él, sorprendido.

–Terminar mis estudios de contabilidad.

–¿De veras? –dijo Nick en tono burlón–. ¿Debo felicitar a una recién titulada?

–Si apruebo los exámenes finales.

–Seguro que aprobarás. ¿Quién pondría tu inteligencia en duda? –contestó él con un insulto velado en sus palabras–. Siéntate, Cat.

Esta obedeció y Nick rodeó la enorme mesa de trabajo para tomar asiento.

–Se me hace raro que hayas elegido ser contable –prosiguió él antes de añadir con insolencia–. Aunque quizá no tanto.

–Me gustan los números –dijo Cat–. Te ayudan a saber dónde estás.

–Cierto: son mucho más orientativos que las entrometidas emociones –murmuró Nick–. Y te vendrán de maravilla para seguir la pista a tus finanzas.

La insinuación de que los arribistas necesitaban conocimientos contables la hizo elevar la barbilla. Se obligó a disimular que la había herido y deseó ser veinte centímetros más alta… como su ayudante personal. La estatura impresionaba a las personas que pensaban que las mujeres bajitas y delgadas eran muy femeninas y, por tanto, estúpidas y codiciosas.

–Exacto.

–Bueno, ¿y a qué debo el honor de esta visita? –preguntó Nick con tono indiferente.

No había una manera fácil de decirlo, así que optó por soltarlo a bocajarro:

–Necesito dinero.

–Lógico –contestó él con agresividad. Luego se recostó sobre el respaldo del asiento, alejándose como habían hecho todos los gestores financieros que ya la habían rechazado, pensó enojada Cat–. Como fideicomisario de los bienes de Glen, me aseguré de que recibieras tu pensión anual de viudedad hace cuatro meses. No tienes derecho a más hasta dentro de otros ocho meses.

–Necesito un adelanto.

–¿Cuánto, y por qué? –quiso saber Nick.

–Veinte mil dólares.

No sabía qué había estado esperando: ¿una reacción burlona, rabiosa, disgustada? Sea como fuere, el rostro de Nick permaneció impávido.

–¿Por qué necesitas veinte mil dólares? –preguntó este casi con suavidad.

Cat abrió su bolso y sacó una fotografía. Le tembló la mano mientras la colocaba encima de la mesa:

–Necesita una operación –dijo, apuntando a la niña que aparecía en la foto.

Nick miró asombrado. Pero su sorpresa quedó reemplazada por un oscuro brillo furioso instantes después:

–¿Es tu hija?

–¡No! –exclamó Cat, respirando a duras penas.

Nick examinó la foto con detenimiento antes de volver a preguntar:

–Entonces, ¿quién es?, ¿y qué tiene que ver con que necesites veinte mil dólares?

–Se llama Juana. Está a mi cargo, y ya ves para qué necesito el dinero.

Nick miró la foto una vez más.

–Veo que necesita que la operen; ¿pero qué tiene eso que ver con que me pidas un adelanto de tu pensión? –dijo en tono neutro.

–Tiene fisura palatina –contestó Cat–. Al principio, el médico pensó que bastaría con una operación para corregirle eso y el labio leporino; pero después de llevarla a Australia, comprendieron que iba a necesitar más de una intervención. Fijaron la fecha de la operación para cuando tuviera dos años, pero ha crecido tanto, que ya está lista. De hecho, para que todo salga bien, tienen que ingresarla en menos de dos meses. Y como es de Romit, que no es australiana, hay que pagarle todos los gastos.

Nick se fijó en cómo se movían sus cejas, admiró el artístico temblor de su voz. Para darse tiempo a sofocar la ira que lo consumía, se puso de pie y se acercó a la librería.

Así levantado, desde esa posición de autoridad, se quedó mirando a la mujer que tenía delante. No solía molestarse en poner en práctica aquellas técnicas intimidadoras; no lo necesitaba. Pero con esa mujer sí se veía obligado a usar todos los matices de su voz, a expresarse con cada músculo del cuerpo.

Debía reconocer que tenía agallas. Después de dos años sin cruzar una sola palabra, se presentaba en su despacho tan tranquila, como si tuviese media docena de argumentos válidos para reclamarle ese dinero, y aún no se había echado atrás.

Claro que no había motivo para que una mujer así no tuviese confianza en sí misma.

No era lo que se podría entender por guapa. Cat Courtald, pues había recuperado su apellido de soltera, se había convertido en una mujer intrigante, fascinante, deseable, capaz de doblegar su voluntad y vencer su conciencia… Claro que, pensó burlonamente al recordar los pocos instantes en que se habían tocado, Cat siempre había tenido ese poder sobre él.

Debía de estar relacionado con aquellos ojos azules, tan misteriosos como seductores, con esa piel suave como la seda, esa boca de labios voluptuosos… ¡y eso sin referirse a nada más que su cara! Su cuerpo lo invitaba a olvidar que, bajo aquel envoltorio sensual y delicado, se escondía una mujer que se había vendido a su mentor a cambio de seguridad.

A su rico mentor, se corrigió con despecho. Cuatro años después de casarse, había observado el ataúd de Glen sin derramar una sola lágrima, en claro contraste con la pena y el dolor que había mostrado en el entierro de su madre.

–Necesito el dinero para ella –insistió Cat de pronto, al tiempo que se levantaba para hacerle frente–. No es para mí, Nick.