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Él era granjero, ella asesora de imagen. Él detestaba a las mujeres de ciudad y ella odiaba el campo. Pero cuando por una serie de extrañas coincidencias Kear Lannion y Jan Carruthers se convirtieron en vecinos, él no consiguió mantenerse alejado de ella ¿Habría decidido Kear cuidar de esa chica de ciudad que estaba sola en el campo por caballerosidad? ¿O sería que había decidido seducirla para convencerla de que abandonara su nueva propiedad?
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Seitenzahl: 168
Veröffentlichungsjahr: 2015
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1996 Robyn Donald
© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.
Una pareja difícil, n.º 1236 - febrero 2015
Título original: The Final Proposal
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2001
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-5788-9
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Epílogo
Publicidad
Gerry, tengo un aspecto ridículo. ¡Nadie se viste así para ir a un torneo de polo! –Jan Carruthers se miró al espejo mientras su prima le colocaba un sombrero de ala ancha sobre el cabello castaño y corto. El diseñador, cegado por el romanticismo, lo había sobrecargado de flores.
–Esa es la idea –dijo Gerry–. Cuando se hacen fotos de antes y después, se trata de que el antes se refleje de la manera más escandalosa. Primita, estás muy llamativa, justo como tiene que ser.
–Tenía que haberte dicho que buscaras a otra cuando se te ocurrió este absurdo proyecto.
–Lo hiciste, pero soy astuta y conozco tus puntos débiles. En cuanto te mencioné a esas pobres mujeres que creen que hay que gastarse miles de dólares para vestir bien, comenzaste a dudar. Después te dije que podías donar todo el dinero que vas a ganar a tu centro de chicas problemáticas y, como eres tan generosa, no pudiste decir que no.
–No es mi centro, y me hubiera negado sin dudarlo un instante de haber sabido que me ibas a vestir como un champiñón –Jan miró el traje estrecho que vestía. Era perfecto para ir a una comida elegante, pero no pegaba para ir a un torneo de polo en el sur de Auckland.
–No, no te habrías negado –dijo Gerry con seguridad–. Deja de quejarte, claro que pareces un champiñón. Las mujeres bajitas no pueden llevar sombreros del tamaño de una rueda. Agradece que no hayamos elegido el modelo de seta, con un sombrero rojo y grandes manchas blancas. Además, tu centro para chicas problemáticas necesita todo el dinero que se pueda conseguir. ¿No ponía en el periódico que el gobierno ha recortado la subvención en un cincuenta por cien?
–Y el cincuenta por ciento de poco es muy poco –murmuró Jan apesadumbrada por la noticia.
–Bajo ese exterior moderno y elegante, se encuentra la criatura más maternal que he conocido jamás –le dijo Gerry en tono cariñoso–. ¿Por qué no te casas y tienes hijos en lugar de pasar la mayor parte de tu tiempo libre preocupada por conseguir dinero para tus chicas rebeldes?
–¡No son mis chicas y no son rebeldes!
–¡Bueno, carentes de cuidado y atención… y no frunzas el ceño!
Jan se quedó paralizada. Habían tardado tanto en maquillarla que no se quería arriesgar a estropearlo.
–Te advierto que me pondré histérica si alguien se burla.
El peluquero, un chico joven con la cabeza rapada dijo impaciente:
–Sigo pensando que debía ponerse una peluca. Con rizos.
–No –dijo Jan.
Gerry suspiró.
–Tiene razón. No queremos rozar el límite de la farsa. Tiene que parecer que una pobre mujer podría cometer los mismos errores.
–Una loca –Jan se miró de nuevo en el espejo–. ¡Debo estar tarada! Soy asesora de imagen. Le enseño a la gente cuál es el estilo y el color que mejor le queda, soy bastante famosa por mis seminarios y talleres de autoestima, y no quiero aparecer en las revistas como un ejemplo de lo que no se debe hacer.
–Las fotos del después revelarán tu verdadera elegancia –le recordó Gerry–. Vamos, deja que Cindy te pinte los labios y ponte este brazalete.
–¡Brillantes! –Jan dio un respingo y casi se cae cuando los zapatos de tacón alto se clavaron en la hierba–. ¡Malditos sean! Voy a matarme antes de acabar. Gerry, nunca te perdonaré esto.
–No quiero que me perdones nada –dijo Gerry–. El brazalete es perfecto.
–Puedo perderlo. Aunque si lo hiciera, sería un favor para la humanidad. O quizá me lo roben –dijo Jan mientras le pintaban los labios.
–Eres demasiado consciente como para perder nada y aunque Nueva Zelanda esté a punto de alcanzar el nivel de delincuencia de otros países, no creo que haya un ladrón de joyas en el partido de polo. De todos modos, tenemos un guarda de seguridad. Ese brazalete es el toque final. Así que cállate y extiende el brazo. Piensa en lo que harás con el dinero en el centro.
Jan cerró los ojos y permitió que le colocaran el ostentoso brazalete de oro y brillantes.
–Perfecto –dijo Gerry–. Estás de miedo. Es más, por mucho que lo intentes no puedes disimular lo que una constitución delgada y unos ojos azul oscuro hacen en una mujer. Por no mencionar la sensualidad de tus labios fruncidos. Si fueras un poco más alta, serías una modelo millonaria.
–No tengo la energía necesaria. Además, ya sería demasiado vieja.
–Pero rica, muy rica, porque la cámara te adora. Hoy día, hay modelos que tienen más de treinta y un años. Tú serías una de ellas, no tienes ni una arruga.
–Todo el mundo tiene arrugas –dijo Jan–. Y no cumplo treinta y uno hasta mañana.
–Estoy deseando que llegue esta noche, la tía Cynthia y tú sabéis hacer que una fiesta sea animada. Pero antes tenemos que terminar con esto. Venga, vamos fuera y no te olvides de sonreír a la cámara.
Jan pestañeó con dramatismo.
–Nunca verás a alguien que sonría mejor. Maldita sea, apenas puedo moverme con estos zapatos. Necesito muletas. O un esclavo fuerte que me lleve.
–Lo siento, los esclavos ya no se llevan. Lo conseguirás. Tienes ese aplomo innato que hace que los demás nos sintamos inferiores. Y recuerda, es por una buena causa. Hay cientos de miles de mujeres en Nueva Zelanda y Australia que se mueren por descubrir que pueden ir a cualquier sitio, en cualquier momento, con un vestuario que no les costará una fortuna.
–Sigo pensando que bastaba con mostrar el atuendo adecuado.
–Le falta dramatismo. Créeme. Además, es buena publicidad para ti.
–¿Buena publicidad? –Jan estuvo a punto de atragantarse–. Es probable que no vuelva a ver a otro cliente.
–¡Tonterías! Todo el mundo se fijará en las fotos del después y comprenderá lo que hemos hecho.
–Si tú lo crees –dijo Jan y salió de la carpa bajo el sol cegador de Nueva Zelanda–. Conozco la latitud y la longitud de un naufragio que hubo en Fiji y sé que el oro todavía está a bordo. Te vendo el mapa del tesoro por un millón de dólares.
Afuera, posó delante de la cámara con una copa de champán en la mano. La mayoría de los espectadores del torneo encontraban tan emocionante ver fotografiar a una mujer demasiado vestida para la ocasión como el torneo en sí. La gente que ella conocía sonreía, saludaba y se quedaba mirando, pero parecía que la cámara daba permiso a mirar hasta a los extraños.
Jan estaba acostumbrada a que la miraran, en cierto modo, era parte de su trabajo. Durante los seminarios y talleres hablaba delante de mucho público y conseguía mantener su interés.
Esta vez, era diferente.
No le sirvió de mucho que el fotógrafo comenzara a hacer comentarios.
–Todos somos actores –contestó Jan después de que él le pidiera que contoneara las caderas–. ¡Cállate!
–Pero así es cómo los fotógrafos han de comportarse –dijo él entrecerrando los ojos con gesto lujurioso–. Lo has visto en las películas y en los libros. Venga, cariño, sonríe despacio, haz que parezcas un volcán…
Conteniéndose para no sacarle la lengua, movió la cabeza y vio que un hombre la estaba mirando. Hasta ese momento él estaba concentrado en el juego, pero al parecer la voz de Sid le había llamado la atención. Con el ceño fruncido, aquel hombre los observaba.
Jan había crecido junto a un padrastro muy alto y una hermanastra que había heredado su constitución y sabía que no tenía que dejarse intimidar por la altura, pero Anet y Stephen Carruthers eran buena gente. En cuanto Jan descubrió que algunos hombres empleaban su altura y tamaño para intimidar, enseguida desarrolló la precaución de las mujeres pequeñas.
Aquel desconocido era alto, tenía las espaldas anchas y los pantalones de montar resaltaban sus piernas musculosas.
Tenía algo que ponía a prueba la barrera que ella había erigido durante años.
Tratando de reforzarla, Jan lo miró con frialdad y decidió que podría ser un buen modelo. Tenía el rostro anguloso y eso hacía que las facciones parecieran severas. Un perfil duro acentuado por unas cejas rectas y una boca perfecta. Su piel bronceada indicaba que pasaba mucho tiempo al aire libre, igual que los músculos definidos de sus brazos. Tenía el cabello castaño, ondulado y con un corte convencional.
Debía de ser un jugador de polo profesional que estaba en Nueva Zelanda para participar en el torneo. Quizá jugara en el próximo partido.
Junto a él había una chica vestida con elegancia y más alta que Gerry. La chica hizo algún comentario y el chico miró a Jan, después a ella y le contestó. La chica se sonrojó y el chico sonrió. Tenía una sonrisa seductora, segura y convincente.
«Será mejor que me controle», pensó Jan, «he venido a trabajar y no a contemplar a un deportista, a pesar de que tenga más atractivo en una ceja que muchos hombres en todo el cuerpo».
De repente, Gerry le dijo:
–Vale, ya está. Vamos a la carpa para que te pongas la ropa del después.
–Un par más –decidió Sid–. Jan, ponte junto a la valla. Quiero que salga un caballo de fondo.
Jan echó un rápido vistazo al campo. El partido estaba teniendo lugar en el centro, lejos de la valla publicitaria que separaba el campo de juego de los espectadores, así que estaría a salvo.
Obedeció a Sid y se acercó a la valla.
–Así está bien –dijo él–. Intenta sonreír, vale, como si tu amado estuviera ahí y fueras a verlo esta noche.
«¿Qué amado?», pensó Jan con sarcasmo. Trató de sonreír y de permanecer quieta a pesar de que los jugadores cambiaron de dirección y se dirigieron rápidamente hacia ella. Una racha de viento le quitó el ridículo sombrero que llevaba y lo llevó hasta el campo, donde cayó justo en el camino de uno de los caballos.
Jan observó paralizada cómo el caballo tropezaba, lanzaba al jinete por los aires y resbalaba hacia donde estaba ella.
Aunque retrocedió tambaleándose, Jan sabía que estaba perdida. Oyó los gritos de una mujer.
De pronto, unas manos fuertes la agarraron y la apartaron a un lado. En ese mismo instante el caballo chocó contra la valla, se cayó al suelo, y sacudió la cabeza.
El hombre que agarró a Jan se acercó al caballo tembloroso y le habló con voz suave. Jan no podía oír lo que decía y se quedó observando impresionada.
–¿Estás bien? –susurró Gerry y la sujetó. Jan asintió y se soltó. Apretó los dientes para controlar los escalofríos que recorrían su cuerpo.
El hombre acarició el cuello del caballo y cuando se acercó el jinete que por fortuna había resultado ileso, el rescatador de Jan le dijo algo y él se echó a reír. Después el hombre se volvió para mirar a Jan y dijo:
–¿Estás bien?
Aunque le había hecho daño al agarrarla, Jan dijo:
–Estoy bien. ¿Y el caballo?
Tenía unos ojos preciosos, del color de la plata y cubiertos por unas pestañas rizadas.
–Si está bien, no es gracias a ti –dijo con brusquedad–. Podía haberse matado con tu sombrero, y haber matado al jinete, y a ti.
Jan asintió. Era incapaz de pronunciar palabra.
–Tráele algo de beber –el hombre le dijo a Gerry–. Un té, nada de alcohol, y pon mucha azúcar en él.
–Sí, ya voy –contestó Gerry.
–Voy contigo –dijo Jan.
En cuanto comenzó a caminar le temblaron las piernas y dio un traspié. Para su humillación, el rescatador la tomó en brazos y la llevó hasta la carpa, a la sombra, lejos de los caballos y del tumulto.
Jan sintió que el aroma masculino invadía todo su cuerpo. Se fijó en los musculosos brazos de su rescatador, levantó la vista y observó que en el cuello bronceado de aquel hombre se notaba el tranquilo palpitar de su corazón.
Por algún motivo se le llenaron los ojos de lágrimas. Pestañeó con fuerza y miró hacia otro lado, más sorprendida por la reacción de su cuerpo que por el peligro que había corrido. Pensó que una cosa era fijarse en un hombre y otra muy distinta reaccionar de aquella manera.
Una vez dentro de la carpa, él la dejó de pie en el suelo y ella sintió un escalofrío. Se dejó caer sobre una silla y se quitó los zapatos. El hombre que la había salvado miró sus pies y comentó:
–No parecen lo suficientemente grandes como para sostener a un adulto.
No era un cumplido, pero Jan estuvo a punto de derretirse.
–Le estamos muy agradecidas por reaccionar tan rápido –dijo Gerry sonriendo.
Él la miró con una sonrisa irónica y Gerry lo acompañó fuera de la carpa.
–Cielos –dijo el peluquero y le tendió una taza de té a Jan–, ¡ojalá yo tuviera la mitad de su atractivo!
Jan agarró la taza tratando de que dejaran de temblarle las manos y bebió un poco de té. Estaba magullada y le dolían los huesos. Al día siguiente tendría la marca de los dedos de aquel hombre en la piel. Si él no hubiera actuado con tanta rapidez, el caballo habría pasado por encima de ella, y entonces las moraduras serían su última preocupación.
–¿Cómo te encuentras? –preguntó Gerry y se acercó a ella.
Jan dejó la taza y se puso en pie.
–Estoy temblando un poco, pero me pondré bien. ¿No será mejor que terminemos de hacer las fotos?
–¿Estás segura de que puedes hacerlo?
–Segura –dijo Jan–. Ayúdame a quitarme este traje ¿vale?
Tuvo que hacer un esfuerzo para salir de la carpa. Al menos, el modelo de después era perfecto para la ocasión. Una blusa y una falda color miel, a juego con unos zapatos de tacón bajo con los que podía caminar sobre la hierba. El brazalete de brillantes lo habían sustituido por una fina cadena de oro que llevaba alrededor de la muñeca y en la mano portaba una sombrilla.
Sid terminó enseguida de hacer las fotos. Jan deseaba acabar cuanto antes y marcharse a casa, lejos de la mirada de la gente, lejos del hombre que la había mirado con tanta antipatía.
Por suerte, no lo veía por ningún sitio.
Además, ella estaba allí para hacer de modelo, y no para buscar a un desconocido por el campo de juego.
Justo antes de entrar en la carpa, lo vio montado en un caballo negro. Al ver cómo golpeaba la pelota, tomaba las riendas y dirigía al caballo en otra dirección, la invadió una inesperada sensación.
–¿Qué estás mirando? –preguntó Gerry–. Ah, a él, es muy guapo ¿verdad? Sin duda, tiene madera de héroe, aunque me ha hecho sentir como un gusano. Es demasiado grande para ti, todos sabemos que te gustan los hombres pequeños.
–No me importa que sean grandes siempre y cuando no me pisen –dijo Jan y saludó con la mano a una amiga que estaba al otro lado del campo–. He crecido junto a un hombre y una hermana grandes.
–¿Cómo está Anet? ¿Y su marido encantador?
–Siguen locos el uno por el otro. Están buscando un terreno en Venezuela.
–Se lo pueden permitir. Para mí es un sitio demasiado cálido. Es más, aquí ya hace demasiado calor. ¿Quieres quedarte a mirar?
–No, gracias. No conozco las reglas.
–Lo que quieres decir es que los entretenimientos del campo te aburren –la acusó Gerry.
–Bueno, soy una mujer de ciudad –Jan sonrió a una mujer que conocía–. Hola, Sue.
–¡Casi me muero cuando he visto que el caballo resbalaba hacia ti! ¿No te has hecho daño? ¿Y quién era él? –preguntó Sue.
Una vez que Jan le aseguró que sí que había salido sana y salva del incidente y que no conocía el nombre de su rescatador, Sue dijo:
–Venid con nosotros, las dos.
–Me encantaría –dijo Jan–, pero no puedo. Lo siento.
No era la única invitación que había rechazado. Al parecer, todo Auckland estaba en el torneo, y dispuesto a disfrutarlo.
Mientras se abrían paso entre la multitud, Gerry miró a su alrededor y dijo:
–Entre nosotras dos, es probable que conozcamos a todo el mundo que hay aquí.
–Si recorres el árbol genealógico es probable que seamos parientes de la mayoría de la gente –dijo Jan–. Nueva Zelanda es muy pequeño.
–¿Alguna vez te apetece salir y buscar una piscina más grande donde nadar?
Jan negó con la cabeza.
–Disfruté mucho de los años que pasé en el extranjero, pero esta es mi casa.
–Sé cómo te sientes –dijo Gerry–. Puede que sea un sitio pequeño, pero tiene algo.
Jan condujo hasta su casa en Mount Eden al atardecer. Nada más entrar se quitó los zapatos y llamó a su madre por teléfono.
–Hola, cariño –dijo Cynthia–. ¿Qué tal la sesión de fotos?
–Bueno… –como pronto alguien se lo contaría, Jan prefirió hacerlo ella misma para que no se asustase y asegurarle que estaba bien.
–En el torneo de polo –se lamentó Cynthia sorprendida de que una cosa así pudiera suceder.
–Sí, me rescató un hombre guapísimo –dijo Jan.
–¡Me gustaría agradecérselo!
–No creo que vuelva a verlo –dijo Jan y cambió de tema–. Voy a darme una ducha y voy para allá.
–Ah, no –dijo la madre–. Vendrás a las ocho en punto. Todo está bajo control. Los camareros están haciéndolo todo. Las flores están colocadas. La casa está impecable. No quiero que vengas a estar por medio, así que descansa. Prepárate una taza de té. Date un baño. Lee un libro. ¡No te acerques por aquí hasta que no esté todo listo!
Riéndose, Jan aceptó. Su madre prefería preparar las fiestas a su manera.
Cuando colgó el teléfono, se dirigió a la terraza. Se alegraba de que hubiera terminado la sesión de fotos. Un par de meses más tarde, el artículo de Gerry se publicaría en una revista.
Su prima le había prometido mencionar al centro y al grupo de mujeres, la mayoría voluntarias, que trabajaban y se preocupaban por las chicas que acudían allí, casi todas con grandes problemas.
«Dinero», pensó Jan, « todo es culpa del dinero, o de no tenerlo».
Conseguir una furgoneta, algo que sería muy práctico, solo era un sueño.
Aún así, el proyecto de Gerry les proporcionaría un poco de dinero extra.
Debía de haberse quedado dormida porque cuando oyó el teléfono ya no le dio tiempo a contestar. No habían dejado mensaje, así que no era una llamada del centro. De todos modos, la llamada la dejó intranquila y Jan se paseó de un lado a otro de la casa buscando algo que hacer.
Se preguntaba cómo iría el viaje. Diez chicas del centro, acompañadas de adultos, estaban en un campamento en una isla en Hauraki Gulf. Un fin de semana no era tiempo suficiente, pero las ayudaría.
Por desgracia, necesitarían más de un fin de semana para asimilar sus capacidades y su autoestima. El centro soñaba con tener su propio campamento, donde las chicas pudieran estar varias semanas, lejos de las tentaciones de la ciudad y de las malas compañías.
Un sueño más.
Unas semanas atrás Jan y su equipo habían hablado de lo que necesitaban.
–No pedimos mucho… solo el mundo –había dicho una de las mujeres.
Al recordar los gastos iniciales, Jan se desanimó. Durante los años anteriores se había encargado de conseguir fondos para tener una base. Ya no tenían que preocuparse acerca del alquiler y podían permitirse pagar un sueldo a la trabajadora social, pero como cada vez tenían más gastos y acudían más chicas al centro, necesitaban contratar a otra trabajadora social.
Todos los años tenían que pedir dinero a diversas organizaciones para poder salir adelante.
–Debo estar perdiendo la energía –le dijo a un arbolito mientras lo regaba.
Treinta y un años no eran muchos, pero quizá era la llamada de sus hormonas advirtiéndola de que pasaba el tiempo.