Pedaleando hacia el éxito - Igor González de Galdeano - E-Book

Pedaleando hacia el éxito E-Book

Igor González de Galdeano

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En estas apasionantes páginas, el lector descubrirá la trayectoria y extraordinaria evolución de uno de los grandes deportistas de nuestro país, que le llevó a alcanzar su sueño. González de Galdeano, maillot amarillo del Tour de Francia y ganador de dos etapas de la Vuelta a España, en estas páginas nos explica paso a paso el camino hacia el éxito, pero no solamente el éxito deportivo, sino la conquista del mayor reto de cualquier profesional de cualquier ámbito, que es liderarse a uno mismo. Trabajo en equipo, gestión emocional, equilibrio personal, humildad, disciplina… son algunas de las claves del éxito que destaca el autor y que servirán de magnífica guía a directivos. Pedaleando hacia el éxito expone las similitudes que existen en la existencia de un profesional de empresa con responsabilidad sobre personas y un deportista de alto nivel, con un análisis exhaustivo de sus experiencias para trasladar enseñanzas extrapolables.

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PEDALEANDOHACIA EL ÉXITO

IGOR GONZÁLEZ DE GALDEANO

Título original: Pedaleando hacia el éxito

Primera edición: Abril 2022

© 2022 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Igor González de Galdeano

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Maquetación de cubierta: Beatriz Fernández Pecci

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

ISBN: 978-84-18811-72-2

Producción del ePub: booqlab

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

Dedicado a mis tres hijas, Nahia, Maddi y Paule.

Índice

Prólogo

1. El legado

2. La estrategia y sus dificultades

3. La disciplina

4. Camino al liderazgo

5. Cambio de liderazgo

6. El maillot amarillo nunca viene solo

7. La fuerza de la confianza

8. La soledad del deportista

9. La soledad del líder

10. El proyecto más seguro

Un ciclista y un directivo lo son las 24 horas del día

Epílogo

Recomendaciones de lecturas

Agradecimientos

La vida de Igor en imágenes

Prólogo

Ahí estoy, respiro, pongo la atención en el momento y me dispongo a hacerlo. Voy a comenzar a dar las primeras pedaladas de un trayecto inolvidable. A mi lado Igor, el gran Igor, grande por sus indudables éxitos profesionales, pero principalmente por ser una gran persona.

Siento el aire fresco de la mañana en mi cara. Miro a mi lado y veo al niño de Larrea que experimentó su primer momento de libertad sobre una bicicleta, al joven profesor de matemáticas y al líder del Tour de Francia.

Mi corazón late a un ritmo agradable, me permite hablar, conversar con Igor, escuchar sus experiencias, contarle las mías, intercambiar anécdotas, momentos inspiradores, graciosos, emotivos, en definitiva la vida.

Paso páginas, doy pedales, es lo mismo, fluyo. Lo importante es el momento, la experiencia que estoy viviendo. Igor es amable, divertido, me lo pone fácil. Enseguida me doy cuenta de que su principal motivación es aportarme, porque es generoso. Generosidad que muestra en cada palabra que intercambia conmigo, en cada momento del trayecto.

Cuando mis piernas apenas se han acostumbrado a un ritmo llevadero, comienza la primera subida. Igor comparte conmigo su experiencia en Colorado, Campeonato del Mundo de Contrarreloj por Equipos en categoría juvenil. El equipo tuvo que emplearse a fondo; con tanta incertidumbre como humildad iban a conseguir un puesto en el pódium. Pero para ello debían experimentar un principio fundamental en toda acción conjunta: para conseguir un objetivo común, las motivaciones individuales se deben canalizar en un sistema de confianza bien liderado. Además, el objetivo común debe estar bien definido, comprendido y aceptado sin ambages.

Mientras coronamos el primer puerto del recorrido, Igor menciona tres palabras clave: Visualización, estrategia y disciplina. Son palabras que me llevan a muchas situaciones de mi vida donde ese principio estuvo presente.

Siento curiosidad por la humildad del líder, por la relevancia de esa virtud en el camino al éxito. Igor me cuenta su primera experiencia, aquella con la que comenzó a forjar a fuego su humildad. Lo manifiesta así:

–La ausencia de autocrítica me llevó a empeñarme en una tarea para la que no estaba preparado.

Lo entiendo, me identifico. Pienso en las veces en las que la impaciencia me ha llevado a emprender proyectos para los que no estaba preparado. Le pregunto:

–¿Podemos hablar de fracaso?

Igor no deja lugar a dudas:

–No, en absoluto, eso es aprendizaje.

La reflexión sobre la humildad del líder nos traslada a un momento inolvidable para Igor, el pódium de la Midi Libre del 2002. Un pódium que dejó de serlo para convertirse en un pedestal. El pedestal que se construyen aquellos que quieren brillar solos, aquellos que quieren captar toda la atención y que ganan bajo la premisa de que el fin justifica los medios. El Armstrong que subió a aquel pódium de un solo cajón supuso para Igor un ejemplo de lo que no se debe hacer. Me traslada esta experiencia y empatizo con su indignación. Liderazgo sin principios es tiranía. En aquel falso pódium se puso en evidencia la peor de las tiranías, la consciente. Reparo en que Igor hubiese perdonado un gesto de tiranía inconsciente, pero nunca la consciente: aquella que se ejerce aun sabiendo el daño que se hace. Reflexiono, recuerdo situaciones similares en mi vida, aprendo.

Llegamos a un largo llano. Mis piernas se mueven con energía, comenzamos a jugar con el viento, es divertido. Respiro, siento poder. Pedaleo junto a quien dominó el viento en una gesta irrepetible. Nos trasladamos a septiembre del 2001. El cierzo que describieron las crónicas deportivas como huracán llevó al mejor equipo a bailar con el viento, y a quien me acompaña a poner su nombre como vencedor de la etapa en línea más rápida de la historia. Hago mía la experiencia y comienzo a intentar reproducir ese baile con el viento. Disfruto, reflexiono y pienso en las muchas ocasiones en las que la práctica consciente de una actividad me ha generado esa misma sensación. Estoy en ese momento donde cada instante cuenta, donde parece que el tiempo se detiene para darme un respiro y susurrarme al oído: aprende, mejora, disfruta.

Practico llevado por la experiencia de un especialista en contrarreloj, quien entrenó y entrenó hasta conseguir ser el mejor. Igor me indica lo siguiente:

–Mira las líneas del asfalto para concentrarte en el esfuerzo. ¡Pero cuidado! Pégate a mi rueda y no pierdas nunca, nunca mi referencia, si no te podría ocurrir lo que me ocurrió a mí en la Vuelta de Alemania del 2003.

Intento reflexionar sobre ello sin perder la referencia de la rueda de Igor. La atención plena nos permite realizar una práctica consciente. Enfocar toda la atención en cada movimiento, en cada milímetro de la trazada. Este alto grado de concentración nos lleva a alcanzar cotas de especialización altísimas. Ajustar una y otra vez los objetivos intermedios hasta lograr el objetivo final. Pero cuando nos encontramos en esos instantes de atención plena necesitamos una referencia que nos indique la dirección; solo así nuestro esfuerzo se orienta hacia la eficacia. Pienso en esos momentos en los que el tiempo deja de existir, cuando estoy realizando una tarea que me hace fluir y me pregunto, ¿será esa la sensación que sienten los campeones de una disciplina deportiva cuando entrenan? Sigo sin perder la referencia de su rueda, miro las líneas del asfalto y me concentro plenamente en el esfuerzo.

Llega el momento de hacer una parada, de tomar un café juntos. Igor es un buen conversador, lo hace agradable. Muestro curiosidad por los momentos difíciles, por los que hacen que un líder quiera dejar de serlo. Por los ratos en los que notas una carga insoportable en tus hombros. Pregunto cómo se superan, qué te lleva a levantarte después de una dolorosa caída y seguir hasta la meta. Igor me lleva a la Vuelta de 1999, a la etapa con fin en el Angliru. La bajada de la Cobertoria. Momento mítico en las Vueltas de los 90 que Alex Zullë describió en cinco palabras: Agua, bici, flores, culo, suelo. Igor me cuenta su experiencia, observo cómo se emociona; parece que lo está volviendo a vivir:

–Lluvia, dolor, mi casco roto, me sentía perdido.

Escucho atento. Me intento poner en ese momento; cuando el líder debe trabajar en silencio para amortiguar el fuerte golpe sufrido, cuando no existe el dolor sino la determinación por recuperar la posición de liderazgo que te permita seguir con opciones al pódium. Porque sé que en el camino al liderazgo se reciben golpes, caídas como la que Igor sufrió con veintiséis años.

Sin salir de septiembre de ese mismo año, la conversación nos lleva a dos recuerdos muy distintos a partir de los cuales intercambiamos dos experiencias muy diversas. Mientras doy el primer sorbo al café, quien vistió el primer maillot oro de la Vuelta me cuenta el momento. Lo sigo con atención. Me imagino a Igor montado en la bici prestada por el aficionado de Orihuela llegando al primer pódium de la Vuelta de ese año y todos expectantes para que el ganador reciba el maillot de oro, que ese día se estrenaba con tanta ilusión. Mi sonrisa torna en una carcajada. Visualizo a Igor dando un fuerte abrazo y devolviendo su bicicleta al chico que el día siguiente fue nombrado por la prensa por estar en el momento y lugar adecuados, y por ser generoso con un líder generoso.

Del inicio anecdótico de la Vuelta del 99 nos trasladamos al final de esta, cuando estaba todo por definir. Quiero saber qué pasaba por la cabeza de Igor en esos momentos previos a la contrarreloj del Tiemblo. Igor, mientras apura su café, prosigue:

–Llegué a la penúltima etapa segundo en la general, a tan solo treinta segundos del líder, el alemán Jan Ullrich.

Me intento poner en situación; nervios, indecisión, preocupación. Ánimos que se convierten en presión. ¡Cuántas veces he vivido situaciones similares! Momentos no tan mediáticos como los que vivió Igor, pero que internamente creo haber vivido con la misma intensidad. Ocasiones identificadas como la última oportunidad. Cuando he concedido el significado de mi existencia al resultado. Igor concluye con una frase que me descoloca y me hace reparar una vez más en su grandeza:

–Ese día perdí en lo deportivo, pero senté las bases para mejorar en lo personal.

Reflexiono sobre aquellos minutos tan intensos de contrarreloj. Se fue adaptando a una situación que de partida no había enfocado de la forma correcta. Aceptó la realidad, superó la frustración y corrigió a medida que se sucedían los kilómetros.

La experiencia me llega. Empatizo con lo que Igor podría sentir cuando recibía los tiempos que su director le trasladaba a través del pinganillo. Datos equivalentes a los que recibo en la empresa cuando las cosas no van como he planificado; caídas en la facturación, en la productividad, resultados negativos, en definitiva: ¡cuánto cuesta aceptar esa realidad antes de reaccionar! La experiencia de Igor coincide en muchas ocasiones con mi vida laboral como directivo.

Mi último pensamiento sobre la experiencia del Tiemblo me deja por un momento ensimismado, Igor me devuelve al momento:

–¿Qué, seguimos?

Me quedo mirándole. Antes de contestar, me asalta la siguiente pregunta. Dudo si hacerla en ese momento o guardarla para luego. Decido esperar:

–¡Venga, vamos! Pero recuérdame que te pregunte algo en cuanto reiniciemos la marcha. –A lo que Igor responde:

–Sí, por supuesto. Además, lo que nos viene ahora es bastante fácil, así que podremos charlar con tranquilidad.

Iniciamos la marcha, noto las piernas un poco cansadas. Sé que son solo unos minutos hasta que el cuerpo se adapte. Vuelvo a mi pregunta:

–¿Cuándo crees que realmente pusiste en práctica todo lo aprendido en esa contrarreloj del Tiemblo?

Igor resopla. Me responde trasladándome a un momento crucial en su vida: el Tour de Francia de 2002, cuando lució el maillot amarillo durante siete días. Uno de esos días vivió una experiencia que dará respuesta a mi pregunta. Contrarreloj individual. Armstrong al acecho, quince segundos que mantener:

–Afronté la contrarreloj con decisión. Intenté recordar las lecciones de cuando me bloqueé en el Tiemblo.

Asimilo el momento, me llega como un éxito absoluto. Sin embargo, noto que algo no permite al maillot amarillo de 2002 contarme esa experiencia como el gran éxito que supuso. Me pregunto el motivo. La respuesta de Igor no se hace esperar:

–Aquel día Manolo tomó una decisión que me supuso mucho desgaste emocional.

Escucho atentamente la experiencia completa de aquella contrarreloj. Transitamos por una carretera llana y protegida por árboles, lo que facilita mi escucha. Igor menciona los nombres de los mismos protagonistas del pódium frustrado de la Midi Libre del 2002. La experiencia me llega con mucha aceptación, con mucha perspectiva y respeto por su parte. El mismo respeto que manifiesta Igor como valor central de su principio familiar. En todo momento, en este trayecto, he compartido con Igor ese principio. Le veo como una persona con unos principios familiares y de amistad muy marcados, de lo que deduzco que valora mucho el respeto, la generosidad y la igualdad. Igualdad que echó de menos en las decisiones de su director en ese Tour del 2002. Igor sigue hablando sobre aquellos días de competición:

–No disponía de herramientas para gestionar esas situaciones. Un día después todo se solucionó con un abrazo, pero la tirantez se siguió acumulando ante nuevas circunstancias, y eso limitaba mi capacidad de concentración.

A continuación guardamos un breve silencio, pero no puedo dejar de pensar en esos valores: respeto, generosidad e igualdad.

La conversación sigue de forma distendida. Me cuenta anécdotas de los tiempos en los que era director del Euskaltel que me recuerdan muchas circunstancias vividas en la dirección de la empresa.

Hablamos de un momento crucial en la vida de todo deportista profesional: el momento de la retirada. Los fuertes principios familiares y de amistad vuelven a aparecer.

Esto nos lleva hablar sobre la importancia de la familia. Coincidimos en el amor y respeto a nuestras mujeres, pilares básicos de nuestras vidas, así como en los valores con los que educamos a nuestras hijas. Le manifiesto mi admiración por el grupo de amigos que ha conseguido mantener a lo largo de su vida. Principios y valores que me resultan cercanos, lo que me lleva a recordar la afirmación de Ray Dalio en su libro Principios: «Cuando entables relaciones con los demás, tus principios y los suyos determinarán vuestra manera de interaccionar. Aquellos que compartan valores y principios se llevarán bien…».

Afrontamos la última recta antes de llegar al final de nuestro trayecto; el pedaleo es fácil. Me siento pleno. Un recorrido motivador, inspirador y revelador. Pero antes de llegar quiero formular la última pregunta:

–Igor, en la dirección de empresas vives circunstancias en el que la política toma una relevancia excesiva. Momentos en los que el engaño, el egoísmo y la manipulación pueden aflorar. ¿Cómo los manejaste en los momentos difíciles de la dirección del Euskaltel-Euskadi?

Su explicación me resulta familiar, empatizo con ella y a su vez me descubre herramientas sobre cómo afrontar estas circunstancias en mi trabajo. Siento que Igor ha reflexionado mucho sobre ello.

Llegamos al punto final de nuestro recorrido. Nos despedimos con un fuerte abrazo. Me lleva a recordar el abrazo al aficionado de Orihuela que le prestó la bici a Igor. Entonces pensé en la generosidad de ambos, uno por prestar su bici y el otro por agradecerlo con un gesto cálido y cercano siendo la persona más famosa del momento. Ahora entiendo que la generosidad de Igor va mucho más allá de dar; va de compromiso. Compromiso sobre todo con su familia y con sus amigos, pero también con las personas con las que interacciona en su día a día.

Mientras nos abrazamos le manifiesto mi agradecimiento:

–Gracias por compartir conmigo este trayecto inolvidable.

Ya de camino a casa, reflexiono sobre lo vivido: esto se lo tengo que contar a otros, yo también quiero ser generoso. Si escribiese el prólogo del libro de Igor me gustaría recomendar a quien lo fuese a leer: Pasa páginas, pedalea, fluye… es lo mismo. Vive las experiencias de un gran campeón, de una gran persona, de quien desde pequeño soñó con llegar a lo más alto del ciclismo y lo consiguió siendo fiel a sus principios.

RAMIRO BENGOCHEA

Directivo y autor del libro ¿Cooperamos?

1. El legado

Las promesas y el atrevimiento deben estar acompañadas de un firme sendero de realidad.

–¡Zorionak, Igor!

–¡Gracias, aita! ¡Hoy sí! ¡Me prometiste que cuando cumpliera seis años podría salir de la plazuela! ¡Aita, me lo prometiste!

Así amaneció el día de mi sexto cumpleaños. Desde los tres años daba vueltas con mi bicicleta al espacio –yo lo denominaba plazuela– circunscrito por una valla que rodeaba la casa, soñando en el día en el que, al igual que a mi hermano Álvaro, que tenía tres años más que yo, me dejarían disfrutar de la libertad. Sentía aquella limitación como un encarcelamiento, aunque el encierro lo experimentaba más bien mi bicicleta, ya que yo sí podía salir. Con seis años, todo hay que decirlo, no me alejaba. Precisaba sentir cerca a mis padres; dentro un radio de acción limitado podían rescatarme.

Sin embargo no me consentían distanciarme con mi bici. El exiguo circuito me hastiaba. Mis primos y hermanos volaban. A mí me cerraban el portón:

–¡Tú, no! –me silabeaban, como si fuese un perrillo que pudiera escaparse.

Mi objetivo era dar vueltas por el pueblo y pedalear incansable. Disfrutábamos en un pueblo llamado Larrea, a veinticinco kilómetros de Vitoria-Gasteiz. Es una zona de pastoreo, agricultura y naturaleza, mucha naturaleza.

En esa casa de veraneo y fines de semana transcurrió mi infancia y parte de la adolescencia. El velocípedo era lo más valioso que teníamos cada chico del pueblo. Advertíamos algo comparable a cuando apruebas el carnet de conducir, dispones de un coche y no paras de moverte de un lado a otro con el flamante automóvil. Necesitas ascender a un puerto que siempre has anhelado ascender al volante o acudir al pantano que tantas veces has visitado con tus padres pero nunca solo. De repente ansías dar una vuelta como si fuera la primera vez, porque conduces tú.

Mi pretendido regalo de seis años era traspasar esa puerta y clamar: «¡Soy libre!».

Ahora, con perspectiva, entiendo a mi aita. A los cinco años me dijo que podría salir a los seis… y seguramente a los cuatro que podría a los cinco. Era una manera de retrasar una decisión que no iba a tomar hasta que no me juzgase competente. Competente ¿para qué? Para conocer lo que me iba a encontrar: coches, motos, tractores, todoterrenos... Un sinfín de peligros para los que debía prepararme. Me hallaba en la primera fase para conseguir cualquier objetivo: la del sueño. Fantaseaba con abrirme al mundo, con rodar hasta el infinito. Ambicionaba sentirme como esos halcones que vuelan sin limitaciones. Había veces que tenía la sensación de que me venían a buscar, de que me convocaban: «¡Ven!».

Quería acompañarlos.

Mi fantasía pergeñaba lo que iba a hacer cuando me dejasen. No era consciente de los contratiempos que podían surgir al traspasar esa barrera. Para eso estaba mi aita, en aquel momento mi coach. Él se encargaba de incrustar realidad, aplicándome un protocolo de actuación que debería cumplir el día que diese su conformidad para que desembarcase en territorio hostil.

Pasaron dos años más antes de abandonar aquella plazuela. ¡Qué gran día! ¡Qué sensación! No se me borra la emoción. Salí como el cachorro que lleva atado todo el día y lo sueltas en un prado. No paraba de pedalear. Era como si no me cansase. Eso sí, no sin antes escuchar a mi padre recitarme las normas, un detallado protocolo en el que mi madre también participó: «Cuidado con los coches, no vayas por la carretera, solo de aquí al río…».

Una letanía de limitaciones, reglas, consejos. Sin saberlo me proporcionaban la mayor libertad, la de vivir con sentido común. Cuando afrontas situaciones nuevas y te niegas de manera pertinaz a aceptar la realidad, los peligros que acechan pueden ser catastróficos. Mi aita no lo iba permitir.

Recuerdo el viento en la cara. El aire era limpio, me entraba en los pulmones como recién sacado de la máquina que pensaba en aquellos momentos tenían esos montes que rodeaban Larrea. ¡Nunca había pedaleado en una recta! Fue maravilloso.

Empezó a rodar mi cuentakilómetros interno. Aquel inicial recorrido me lanzaría a lo que luego fui, el primer paso en mi sendero al éxito como ciclista profesional, que en aquel momento ni conjeturaba.

Poco a poco fui obteniendo más derechos, hasta moverme por el pueblo sin cortapisas. Iba con mis amigos Hilario, Josemi, Rubén... Siempre haciendo carreras. Cada uno nos poníamos nombre de un ciclista. Yo, el de Juan Fernández, gran deportista alavés de aquellos tiempos. Las grandes carreras, el Tour, la Vuelta o el Giro, o las grandes clásicas, se disputaban en aquellas competiciones entre nosotros, emulando a los grandes de aquellos tiempos: Marino Lejarreta, Lucho Herrera, Perico Delgado, Stephen Roche…

Un 3 de enero, en plena Navidad, cumpleaños de mi hermano Álvaro, llegué a casa a media tarde y lo vi con una bicicleta de carreras. Una ZEUS 2000, de color rojo. ¡Era de competición! ¿Quién la habría traído? No dejaba de contemplarla. Acerqué mi cadera al sillín para medir la altura. Me ponía de puntillas…, pero ni por esas. Incluso a mi hermano, que era más alto, le quedaba grande. No llegaba solo. ¡Ropa de ciclismo! Un maillot y un culote del Irunés, un club ciclista de Irún. Se la regaló mi tío Iñaki, que había hecho sus pinitos como cicloturista. Su vida profesional en la hostelería no le permitía rodar tanto como le gustaría. Era una preciosidad. Ese regalo puso los railes del tren que iba a acompañar a mis aitas toda una vida: el de las competiciones de bicicleta. Iban a seguir a sus hijos por el mundo.

Compartíamos la casa de Larrea con mis tíos Jacinto y Araceli, y con mis primos Iñigo, Raquel y Adolfo. Mi tío Jacinto era muy aficionado al ciclismo. Siempre nos animaba a que también lo fuésemos nosotros. Tenía buenos amigos, en especial ciclistas profesionales y auxiliares del antiguo KAS, equipo de grandes éxitos. Muchos venían a merendar. ¡Ciclistas profesionales en nuestra casa! La vida de Jacinto giraba en torno al deporte.

El regalo de mi tío Iñaki y la pasión de mi tío Jacinto provocaron que mis hermanos Ainhoa, Álvaro, mis primos Iñigo, Raquel y Adolfo y yo comenzásemos a rodar por las carreteras de la zona. Mi primera salida fue de unos veinte kilómetros. Le eché un esprint a mi tío Jacinto con tan solo diez años. ¡Le gané! Para mí fue como disputar una etapa del Tour de Francia. Me concentré, calculé la distancia, y salí con todas mis fuerzas. ¡Vencí! Me parecía increíble. Sin duda me dejó ganar con el fin de que regresase más motivado. Cuando llegó a casa le dijo a mi aita: «¡Este chaval tiene garra!».

Con esa frase impulsó mi autoestima. Qué importante es la motivación para conseguir tus sueños. Pero no se alcanzan utopías sin sacrificio. En las semanas sucesivas seguí sumando kilómetros en mi particular cuenta.

Cierto día, cuando llevábamos 6 km recorridos, pedí a mi tío regresar a casa. Me sentía cansado y prefería ir con mi bicicleta de paseo a dar una vuelta con mis amigos. Volver no era difícil. Solo había un cruce y seguir recto. Se me hizo largo, no llegaba a la encrucijada. Me puse nervioso y pensé que me había perdido. Arranqué a llorar, hasta que una mujer me indicó. No conté nada. No quería descubrir mi debilidad. Pero estábamos en el pueblo y todo se supo.

No quería que nadie dijese: ¡Igor se ha perdido! Fue un error no sincerarme. Mentí, y eso no lleva a ninguna parte. Tenía que haber sido humilde y confesado mis inseguridades. No volví a repetir esa actitud de esconder mi pequeño fiasco. Es mejor ponerse rojo una vez que muchas colorado. Haber reconocido lo sucedido me hubiera ayudado a ser más modesto. Aprendí. En compañía te sentías con seguridad y control, pero que una vez que te dejaban solo verificabas lo endeble que eras.

Álvaro empezó a competir y se apuntó a una escuela de ciclismo, la de Salvatierra-Agurain. Te enseñan a competir, a experimentar valores y a generar hábitos. Asimilas desde pequeño la disciplina en el entrenamiento, el compromiso, la cercanía de las personas que te acompañan, la capacidad de superarte. Te explicitan la inmolación de compaginar el ciclismo con tus estudios y la de tus padres por seguirte donde compitas. También el trabajo del voluntario, de las personas a las que les apasiona el ciclismo y de forma altruista te acompañan en tu desarrollo. Fortaleces hábitos saludables. Entiendes lo que es la responsabilidad de cuidar el material, la indumentaria. Las escuelas son indispensables en el aprendizaje. Ahí empezó mi hermano. Pronto lo seguí.

Principiaron las victorias de Álvaro. Su nombre comenzaba a resaltar. Cada vez que llegaba a casa, mis aitas y él venían satisfechos de la competición, con algún trofeo y ramo de flores debajo del brazo. Lo contemplaba con admiración. Yo me seguía moviendo por el pueblo con mis amigos en competiciones y carreras. Poníamos la salida, pintábamos una meta, y a ver quién era el primero. La bicicleta era una de nuestras principales pasiones y herramienta indispensable para forjar nuestro futuro.

Bajábamos senderos con piedras, sorteábamos arboles a gran velocidad, incluso cruzábamos ríos. Todo sin pensar en el peligro. Éramos felices. Como bien describe Eckhart Tolle en su libro El poder del ahora, lo relevante era vivir el momento. No pensábamos en lo que ayer te pudo enfadar, o en lo que mañana podía acaecer y tanto te preocupaba, ya que quizá no sucedería nunca.

Nosotros lo hacíamos de forma inconsciente. No reparábamos ni en el ayer ni en el mañana. Cada momento era único. Así lo he ido aplicando en la vida. Muchas veces cuando me atasco en un problema, cuando me pongo a pensar en cosas que pueden producirse, recuerdo cuando rodaba por el pueblo con mis amigos. Solo existía ese momento, que exprimía como una naranja para sacarle todo el jugo. La bici me introducía en mí, en mi esfuerzo, en mis competiciones, en disfrutar con los colegas. En cómo ganarles, en qué táctica utilizar, en cómo vencerlos. Mañana sería otro día. Así lo he aplicado tanto en el deporte profesional como ahora en la empresa. Valores y hábitos que me siguen acompañando.

Al cumplir once años me planteé competir. Fue como si encendiesen una bombilla y de repente se iluminase la opción de seguir los pasos de mi hermano mayor. El entorno también me impulsaba. Por si fuera poco, Hilario, mi mejor amigo, comenzó a competir en la escuela de Salvatierra. Álvaro ascendió de categoría, cambió de club a la peña ciclista Dulantzi, que tenía equipos en categorías de cadetes y juveniles y se situaba más cerca de Vitoria, donde residíamos de forma habitual. Estaba dirigida por quien en esos años fue una de las personas más importantes en nuestra trayectoria: Iñaki Sáenz de Eguilaz. Iñaki era joven y soltero. Dedicaba al ciclismo el tiempo que sus tiendas y supermercados le permitían. Era altruista. Siempre estaba dispuesto a ayudarnos. ¡Qué importante es el acompañamiento! Una de sus normas era que los padres debían mantenerse al margen de las decisiones de la escuela. El equipo debía ser independiente de progenitores enfervorecidos que no son imparciales. Fueron años maravillosos. No solo estaba él, también Maturana, Antonio, Javier, el Maño, Mari Carmen, y tantos que nos apoyaron en esos años.

Mi primera competición fue en el circuito de Aranbizcarra, un barrio de Vitoria-Gasteiz. Me enfrentaba a un montón de ciclistas que sabían lo que era competir.

Era un circuito de 1 km, cinco vueltas. Era alevín de segundo año.

Albergaba muchísimas dudas y quería que alguien me las resolviese: ¿Se sale a tope o tranquilo? ¿Se espera a la última vuelta o se ataca desde la primera? Nadie me respondía con claridad. Los más experimentados me miraban de perfil, preguntándose si consideraba que iba a ganar. El único que sabía de lo que era capaz era Hilario. Había que salir y dar tu máximo hasta la meta.

No disponía de maillot. Todos aparecieron bien equipados menos yo, con una camiseta blanca. ¡Me palpitaba el corazón a mil! Con el banderazo me puse a tope sin mirar atrás. Me dolían los brazos y la garganta se me secaba, pero yo pedaleaba. Me coloqué primero. El público me animaba. Mis padres gritaban: «¡Muy bien, Igor!». La última vuelta se me hizo eterna temiendo que en el último momento alguien me superase.