Pedaleando mi vida - Isidro Fermín Calvo - E-Book

Pedaleando mi vida E-Book

Isidro Fermín Calvo

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Beschreibung

Apenas jubilado, en Las Varillas, Isidro Fermín Calvo se sube a la bici para retomar la actividad física que había interrumpido por distintas razones. En cada salida, por caminos rurales van apareciendo lugares, personas, relatos, anécdotas. Allí están pueblos, parajes, colonias, capillas, escuelas, cementerios, almacenes, salones, que permiten reconstruir la historia de una región forjada por descendientes de inmigrantes. En 3.794 kilómetros y en más de 50 relatos, el autor nos muestra, desde su bicicleta, un pasado que se proyecta sobre el presente. Una construcción hecha a partir de sus vivencias y la de decenas de personas que fueron aportando sus testimonios sobre los lugares recorridos. Pedaleando mi vida es el testimonio de un aficionado al deporte que nos permite ver, de otra manera, la historia de un lugar.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Calvo, Isidro Fermín

Pedaleando mi vida : relatos de caminos rurales / Isidro Fermín Calvo. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2021.

192 p. ; 21 x 14 cm.

ISBN 978-987-708-879-3

1. Crónica de Viajes. 2. Bicicletas. 3. Relatos Personales. I. Título.

CDD 910.4

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2021. Calvo, Isidro Fermín

© 2021. Tinta Libre Ediciones

Dedicatoria

A mi esposa, Cristina; mis hijos, Manuel y Cecilia y mis nietos, Juan Manuel, María Gracia y Pedro Mateo.

Introducción

A lo largo de mi vida, he practicado muchos deportes. Nunca me destaqué en ninguno en particular, pero los fui practicando porque me gustaba y por aquello de que el deporte es salud. En los primeros años del secundario, en el colegio Santo Tomás, donde cursé desde tercer grado hasta el cuarto año del secundario, recuerdo haber practicado natación, fútbol y también supe integrar el seleccionado de básquet. Cuando volví a Las Varillas, allá por el año 1968, llegué a estar en el primer equipo de Huracán. Recuerdo haber jugado algunos partidos con el “Gogui” Aromando; los dos Alessandria, el “Ruña” y el “Moncho”; el querido “Tucu” Sánchez, Oscar Cardetti, Oscar y Jorge Roland y Darío la Hera, entre otros.

Algunos años adelante, cuando finalicé el servicio militar, seguí en aquellos comerciales de fútbol que se organizaban en el cuartel de los Bomberos Voluntarios. Participé de los entrañables campeonatos interbancarios junto al equipo del Banco Nación, integrado por el “Gringo” Ludueña, “Bachi” Ruiz, “Cabeza” Fonseca, Mario Argüello, “Milonguita” Aguilar, “Chivo” Mainero, Juan Carlos Ojeda, “Quique” Aghemo, Raúl Mastri, “Viscacha” Peretti, “Negro” López, “Horrible” Lenta, Víctor Pérez, Carlos Martínez, entre otros. Hasta que ya no hubo más edad para jugar al fútbol y volví a jugar al básquet. Habíamos conformado un equipo en el que el “Choco” Pérez era una de las figuras, junto con Boglione, Giecco, Barrale, Bolmaro y Martínez.

Luego llegó el tiempo del frontón, al que le dediqué uno o dos años, en la vieja cancha al lado de la pileta de Almafuerte, que apenas tenía un tejido. A nosotros, que recién llegábamos, nos pedían que jugáramos de tal hora a tal hora, y eso estaba bien, porque había gente que hacía mucho lo venían practicando, era su deporte. Cuando más o menos te ponías a su altura, ya podías jugar con ellos. Recuerdo a un jugador, un poco mayor, el “Puntano” Peralta, que iba casi todas las tardes, con todo su equipo, vestido de blanco. Generalmente, él ponía la pelota y nos decía “bajito, bajito” —que tiráramos lo más cerca del fleje posible—, o si no “buscale la izqui” —para dificultarle el tiro al contrario—. Otras veces, se iba la pelota de la cancha y todos íbamos a buscarla por el parque. Cuando no aparecía, nos decía siempre “no saben que me duele sentimental y materialmente”. Nunca me destaqué tampoco en este deporte, pero me dejó hermosos recuerdos que muchas veces compartí con Ricardo “Pira” Mastri.

Después vino el tiempo del pádel. Se abrieron muchas canchas en la ciudad y muchos vecinos jugábamos y luego terminábamos con algún asado. Lamentablemente, tuve algunos problemas con las rodillas, así que un día, la cosa no dio para más.

A los 51 o 52 años, se me ocurrió empezar a caminar, todos los días, no menos de cinco kilómetros por salida. Siempre tuve voluntad, incluso, una vez, me fui caminando hasta Las Varas. Recuerdo la sorpresa de Pablo, mi compañero de Banco Nación, cuando le conté:

—¿Hiciste veinticuatro kilómetros?

De caminar pasé a trotar todos los días. Recuerdo cuando, con un poco de vergüenza, me anoté en la maratón que organizaba la Cooperativa de Energía Eléctrica de Las Varillas y terminé corriendo cuatro maratones de diez kilómetros, entre los 54 y 57 años de edad.

Toda esa actividad me hizo muy bien, tanto física como mentalmente. Recuerdo que una vez el Moncho me dijo:

—Andate a anotar.

Y mi respuesta fue:

—Pero no sé, ya estoy grande…

Él dijo que a mi edad esa sola acción servía de ejemplo para algo, siempre tenía premio por la categoría. Claro, de 58 años competían pocos en los diez kilómetros. Pero me venía preparando tanto para una de esas carreras, que tuve una lumbalgia terrible y terminé con un serio problema en el nervio ciático y, a partir de ese hecho, se terminaron tanto la caminata como el trote. Fue un momento muy duro, estuve cuatro meses en la ciudad de Córdoba haciendo rehabilitación, pero no se pudo solucionar nada.

El espíritu deportivo seguía estando latente. Mientras estaba en la ciudad, iba a natación y cuando volví con la férula que me habían indicado, hasta la rodilla, salí a caminar una noche por el paseo del caminante. Al ver que no podía, me dije «Bueno, se terminó la actividad deportiva». Tenía 58 años, en los pies, una zapatilla número cuarenta y tres en el izquierdo y en el derecho, una cuarenta y seis. Podría haber seguido con carpeta médica, pero decidí volver a trabajar al Banco. Siempre me gustó hacerlo, de saco, corbata y con los zapatos lustrados, ahora no podía. Por un tiempo estuve mal anímicamente, pero el apoyo de la familia, el trabajo, la actividad política, entre otras, me ayudaron a salir adelante.

Dios aprieta, pero no ahorca. Y lo que ocurrió es que nos invitaron a una fiesta de casamiento... A eventos como estos nos gusta ir bien vestidos, así que en mi caso tenía que ir con un elegante traje, corbata y... las particulares zapatillas que tenía que usar. Mi esposa, Cristina, se puso a averiguar si no había una ortopedia que hiciera un par de zapatos con otro tipo de soporte un poco más cómodo y práctico. Así fue que localizó una en Villa María, hacia donde fuimos. Nos atendió una señora muy dispuesta, que me consultó sobre cuál era mi problema y me recomendó un quiropráctico. Se lo agradecí, pero se lo negué, porque ya había consultado a los mejores traumatólogos de Córdoba.

—Perfecto —me dijo, y me tomó todas las medidas, hasta me hizo parar en un escáner—. Ahora, vaya al lugar que yo le indico y, si a usted no lo convence, me llama por teléfono y le hago los zapatos.

Sin esperanzas, pero para cumplir con la señora, fuimos con todos los estudios y férulas que estaba utilizando al lugar. Me llamó la atención el viejo frente y una puerta despintada que decía “Carlos K… Quiropraxia”. Nos atendió un señor muy particular que nos hizo sentar en el living. Resultó ser el médico.

—Bueno, vea doctor tengo este problema… Acá están todos los estudios —le dije.

A lo que nos respondió:

—No hacen falta, ya sé lo que usted tiene, venga el miércoles, hay que mover todo eso.

Y así fue, ese miércoles volví a Villa María. Atendía desde el mediodía, por orden de llegada. Su consultorio estaba en un primer piso. Yo había salido del Banco, así que llegué pasadas las cuatro de la tarde. Estaba lleno el living que oficiaba de sala de espera, había pacientes sentados alrededor de una mesa de comedor y un ventilador de techo que giraba cansinamente. Ahí tuve la oportunidad de conocer y conversar con otros pacientes, incluso ver algunos de Las Varillas, y de tanto en tanto se escuchaban unos gritos desde arriba. Sorprendido pregunté:

—¿Qué pasa?

—Usted es la primera vez que viene, no se asuste, no pasa nada.

Pero la mirada era cómplice con los demás. «¿Dónde me metí…?», pensé. Hasta que me tocó el turno, subí las escaleras, para comenzar con el tratamiento. Fue muy doloroso, muy traumático, sinceramente, yo no sabía que el pie y el tobillo podían doblarse así. Lo cierto es que, luego de la quinta sesión, me volví a poner los zapatos para ir a trabajar. Abandoné definitivamente las zapatillas de distinto número que venía utilizando, seguí yendo durante dos años todas las semanas, el nervio no se recuperó, pero yo pude hacer a partir de ahí una vida casi normal.

Me autoimpuse hacer lo que pudiera, así que fui un tiempo a Pilates, luego empecé con un gimnasio, livianito nomás, luego a caminar cinco kilómetros todos los días del año, hasta que por fin en la bici encontré, de alguna manera, la maravillosa salida para ese espíritu deportivo que hasta hoy me acompaña.

Mi relación con la bici comenzó a finales de 2016. Fuimos a pasar un fin de semana en familia a Villa Carlos Paz, junto a mi hija, Cecilia, y Roberto Battaglino, mi yerno. Un apasionado del ciclismo, en mayor medida del de montaña, pero todoterreno, con mucha experiencia en el pedal. Me invitó a salir a rodar un rato por la hermosa costanera de la villa serrana. Él en su bici y yo en la de mi hija. Cuando terminamos la costanera, decidimos avanzar un poco más. Así es como, luego de dos paradas en diferentes miradores, arribamos al emblemático embudo que se encuentra junto al paredón del Dique San Roque, luego de transitar el llamado Camino de las cien curvas.

De ese trayecto recuerdo lo concentrado que iba mientras pedaleaba en las recomendaciones que me había dado mi hija: “Siempre bien por la orilla, no te des vuelta, tratá de mantener tu ritmo…”. Es un lugar con mucho tránsito, pero traté en lo posible de no causar demoras ni molestias, salvo a unos jóvenes que venían en un pequeño auto. El que ocupaba el lugar del acompañante, cuando me sobrepasó en una cerrada curva en ascenso, me gritó:

—Dale, gordo, mové esas piernas.

Sorprendido, pensé: «Te quisiera ver a vos a los 65 años de edad».

Ya en el regreso, sufrí mi primera caída. El borde de la ruta estaba alto en relación a la banquina, me patinó la bici y me lastimé la rodilla. Nada importante, justo en la pierna en la que tengo un problema en el nervio ciático poplíteo externo, el cual me trae algunos inconvenientes de equilibrio, pero que de ninguna manera me impide practicar esta actividad que tanto me apasiona.

Tan es así que de regreso le pedí a Roberto que me aconsejara una bici, para comprar y comenzar a salir por mi zona. A la semana siguiente, ya tenía la GT en mi casa, y con ella comenzó la aventura.

Con la llegada de 2018, tomé la determinación de cambiar la bici. Otra vez contacté a Roberto para que me orientara y, al poco tiempo, ya tenía en casa una Specialized, color rojo, rodado 29, con algo más de tecnología, muy bonita.

Por esos días ya había abierto mi cuenta de Facebook y estaba aprendiendo a subir a mi muro algunas fotos junto a esporádicos comentarios. Pero mientras realizaba mis primeros pedaleos, se me ocurrió que podía empezar a relatar lo que sentía, pensamientos, vivencias, las distintas anécdotas que surgen mientras pedaleo por esos caminos rurales con tanta historia, de esos primeros lugares cercanos, por donde he pasado tantas veces y nunca me detuve para conocer más de ellos. Parajes emblemáticos, de los cuales en mi adolescencia escuché hablar e incluso visité en algunas oportunidades, para cazar liebres, perdices, o pescar anguilas o ranas, actividad que practiqué, pero que he dejado hace ya mucho tiempo. Nunca soñé que los podría recorrer en bici, sitios que décadas atrás fueron el lugar de encuentro de aquella gran población rural, espacio donde se unían la escuela, el boliche, el salón de baile, la capilla, la cremería o fábrica de quesos, la cancha de fútbol. Esos lugares donde no solo se realizaban bailes y un sinnúmero de fiestas familiares y sociales, sino también carneadas, yerras, pruebas de destreza gaucha y hasta campeonatos de fútbol.

A lo largo de mi vida, siempre me gustó planificar las cosas, y ya había comenzado los trámites jubilatorios, que debían concretarse antes de cumplir los 66 años de edad. Desde tiempo antes traté de acomodar la mente, entendí que iba a un punto de llegada y también me dirigía a un punto de partida, a lo que sería mi nueva vida: dejar el saco, la corbata, los zapatos, el levantarse todos los días a las seis y media de la mañana, desayunar en casa, y ser uno de los primeros en llegar al Banco. Mi función de tesorero así lo exigía.

Los últimos días todo me costaba un poco más, porque yo nunca sufrí la labor en el Banco, disfruté mi trabajo, iba con muchas ganas y siempre agradecido al Nación. Ingresé un 21 de febrero de 1975 y, por esas cosas del destino, los primeros días de febrero de 2018 me llegó la comunicación oficial de que el viernes 16 de ese mes era mi última jornada de trabajo, exactamente, 5 días antes de cumplir los 43 años de vida laboral en la institución.

El último día fue muy especial. Luego de afeitarme —nunca pude ir al Banco sin hacerlo antes— al llegar a la esquina, y como todas las mañanas, nos saludamos con el bolichero del frente. Entré, desactivé la primera alarma y empecé el día. Las chicas y muchachos con quienes compartí parte de mi vida me saludaban con afecto, me preguntaban qué sentía. El gerente, muy amable, organizó una primera despedida e invitó a algún familiar para que estuviese presente, como para marcar el último día de trabajo con una picada. Así que vino mi esposa Cristina y mi hermano Cirilo. El gerente me dedicó unas elogiosas palabras, las cuales agradecí, aunque el gran gesto fue hacer abrir la puerta de entrada oficial del Banco a las tres y media de la tarde, para permitirme salir por la puerta grande.

Pedaleando mi vida

Niñas de Ayohuma,de Campo la Soledad

En Las Varillas, una de las primeras salidas fue con mis compañeros del Banco Nación, Pablo Giecco y Maxi Gamboa, hasta la escuelita Niñas de Ayohuma, de Campo la Soledad. Ellos regresaron directamente. Yo, en cambio, tenía ganas de hacer un poco más, así que Pablo me explicó cómo volver por la línea de luz. Se trata de acompañar los postes altos de cemento, una recta un poco larga, pero muy bonita, en verano se ven las plantas verdes y la fauna del lugar: perdices, liebres, culebras, cuises, teros que te entretienen. A mano derecha, pasás por una chanchera hasta que tapa el camino, la línea de luz sigue hacia la izquierda, pero se debe girar a la derecha, pasás por un pequeño canal y te dirigís hacia la Ruta 158, veinte metros antes de llegar, girás a la derecha y vas ingresando a la localidad de Las Varas.

Primera imagen: la estación de servicio a la izquierda, luego la cerealera y las canchas de tenis a la derecha. El Centro Cívico, ex predio del ferrocarril, sobre la izquierda, donde se encuentran juegos para niños, Salón de Usos Múltiples, estación Terminal de Ómnibus, el Museo Municipal, la Cooperativa de Energía Eléctrica y, sobre la derecha, el establecimiento San Ramón y la fábrica de quesos Cayelac. Se continúa y hay una senda peatonal, una pista que se utiliza para varear caballos, pasás por el basural y, al final, el cementerio. Este es el motivo por el que, en algunos relatos, digo que paso por el patio de Las Varas, ya que cuando hago este recorrido no toco zonas pobladas, ni calles pavimentadas. Muy pocas veces voy por su muy coqueto y cuidado centro.

Se sigue hacia las Cuatro Bocas, una encrucijada de cuatro esquinas, tres de ellas generalmente con mucha agua. Son tres hermosas lagunas, donde es habitual observar gran cantidad de aves, patos, gallaretas, garzas, también, en ciertas épocas del año, flamencos rosados, seguramente provenientes de la laguna Mar Chiquita o Mar de Ansenuza. Los fines de semana, cuando pasás pedaleando, se observa gente cazando patos y otros pescando, anguilas o ranas, generalmente en familia.

Luego, a la izquierda, hay un muy típico establecimiento agropecuario, con un tambo importante rodeado de eucaliptus, seguís el camino y volvés a Ruta 3 y ya estás a siete u ocho kilómetros de Las Varillas.

En una de esas primeras salidas me sorprendió la lluvia. No me asusté, pero por precaución llamé a Pablo, que tiene una camioneta y me fue a buscar. Terminó mojándose todo, de atento que es nomás. Esa fue la primera y única vez, luego ya no me importó el tema de la lluvia, que es parte de la naturaleza, además de que este tipo de bici está preparada para esos menesteres.

Acerca de la vuelta que acabo de describir, si antes vas hasta la Escuelita, ronda los cuarenta y ocho kilómetros. Es muy buena combinación, ruta y caminos rurales. Para un principiante, ideal.

El Eucaliptus

Dentro de estos primeros circuitos rurales, está otro que también me lo enseñó Pablo, que es un poco la ampliación del anterior, pero es importante porque la parte rural es más larga. Si bien vas por la Ruta 3, lo ideal es llegar hasta el canal grande, volverte unos dos mil metros y tomar el camino hacia la izquierda. A poco de desandar la larga recta, se divisa el imponente árbol, a unos diez kilómetros de distancia. Es un camino rural magnífico para pedalear, mientras no llueva, ya que cuando está mojado se pone complicado por los pantanos que se forman, pero es justamente lo que lo hace más interesante.

También lo cruza un pequeño canal y, en su entorno, el camino combina importantes sembrados, con potreros llenos de animales. Aquí, en época veraniega, abundan las iguanas y culebras, mientras los teros anuncian sus nidos. Es una traza con muy poco tránsito. Existe un importante establecimiento rural a mano izquierda, unos tres mil metros antes de llegar a El Eucaliptus, el cual se encuentra emplazado en el vértice de un tupido monte de algarrobos. Está atiborrado de nidos de loras. Me ha tocado pasar a la tardecita y es ensordecedor su canto o chillido, a la vez, maravilloso. Por su ubicación, este imponente árbol en otras épocas, estoy seguro, ha sido referencia para distintas direcciones, ya que es un verdadero mojón. Sin embargo, a decir verdad, lo he visto un poco deteriorado en el último tiempo. Desde allí vas a Las Varas y a Las Varillas por las Cuatro Bocas. Fueron sesenta y dos kilómetros y 3:20 horas, sobre la bici. Como siempre, pedaleando.

Este mismo camino me tocó hacerlo, tal cual lo describí, con el amigo Rubén Gallo, pero en la zona había llovido mucho el día anterior, mucho más que en Las Varillas. ¡Qué manera de protestar el viejo! Nos tocó un pantano detrás de otro, un viento en contra infernal y los mosquitos insoportables pegados a la calza, que te empujaban. Recuerdo los animales cómo se juntaban a nuestro paso para observarnos. Con una pequeña anécdota de cierre del recorrido: en la entrada a Las Varillas había un gran cartel publicitario de los candidatos de Hacemos por Córdoba, a gobernador, Juan Schiaretti y a vicegobernador, mi hijo, Manuel. Dejé la bici a un costado, y me saqué una selfi para guardarla vestido de ciclista. No le podía pedir al veterano que me la sacara porque no sabía y no sé si veía el teléfono. Nuestras bromas son con mucho respeto y, al tiempo, descubrí con alegría que el tipo saca fotos y aprendió a subirlas a las redes. Ese día, cuando me estaba por subir a la bici, me dijo:

—Sacame una a mí.

—No, Rubén, no mezclemos los tantos, vos sos del otro palo.

—Justamente, es para hacer renegar a los míos.

Otra salida a El Eucaliptus fue a mediados de octubre del 2020. Fui solo, pero hice el trayecto al revés. Lo que ocurrió fue que apenas salí me cayeron unas gotas de lluvia, así que ahí tomé la primera determinación: «sigo, nada más que voy por ruta», me dije, «hasta el canal grande o el boliche de Chiavassa». Un experimentado me dijo que es parte de la naturaleza, y el ciclista ama la naturaleza. Mientras pedaleaba, recordaba dos grandes precipitaciones, que me sorprendieron, las dos veces con Adrián: una, regresando de Chilibroste con viento a favor, la vez que más fuerte anduve en bici, el velocímetro marcaba 41 km/hora, y la otra, grande, cuando volvía de Carrilobo en pleno camino rural.

Pero esta vez, fue una amenaza nomás, así que me jugué y bajé por la línea de luz, pasé por la chanchera y me apuraron unos perros bravos. Había un olor a tierra mojada muy agradable, pero antes de tapar, decidí irme hasta El Eucaliptus para, de esa manera, hacer unos kilómetros más. ¡Qué hermoso camino ese! Plantas florecidas, algunas culebras, los cuises correteando… Y, antes de enfilar definitivamente para Las Varas, un novillo colorado que estaba fugado me observaba. Les cuento algo, cuando voy solo, canto un tango, algo de folclore, algo de cuarteto, y digo algo, porque no me sé toda la letra, cuando las piernas se cansan, me doy ánimo solo «¡¡¡Vamos, Isidro, que vas bien!!!» o por ahí silbo, o pego un grito. No sé si estoy bien de la cabeza, son momentos, entre el camino generalmente rural, la bici y yo.

Llegué al cementerio de Las Varas, turrón, agua y una oración en la pequeña gruta de la Virgen de los Dolores. Observé —y fíjese quien pase por ese lugar— y vi un árbol que debía tener más de doscientos años —se van a dar cuenta por la forma que tiene—. Pasé por las Cuatro Bocas, y era una verdadera lágrima, todo seco, solo había zunchos y yuyos, ninguna ave ni gente pescando o cazando, «que llueva pronto por Dios», pensé. En resumen, no me crucé con nadie en todo el trayecto por tierra, y en la parte de ruta, muy poco movimiento de vehículos. Fueron 54,13 kilómetros y 3:12 horas, sobre la bici. Como siempre, pedaleando.

Alpa Corral

Luego de la jubilación, la primera salida fue en Alpa Corral, donde fuimos a pasar un fin de semana en familia, con Cecilia, Roberto, su padre Odilio, vecino de la zona, de Alcira Gigena. Con Roberto salimos a dar unas vueltas por esas sierras. Ahí experimenté trepadas importantes, me sirvió también para familiarizarme con los cambios de marcha. Seguí al hombre todo lo que pude, hasta que apareció un vado, es muy lindo cruzarlos, pero luego venía una impresionante subida, creo que subía cinco o seis metros en quince de distancia. Ya venía cansado y me dije que ni loco subía esa pared, hasta que escuché:

—Un pedaleo detrás del otro, tranquilo, despacio, va subiendo —me decía Roberto desde la punta de la loma.

Pero Isidro iba caminando con la bici al lado y la lengua por el pecho.

En eso, pasó una moto y el conductor le dijo a Roberto, casi riendo:

—Velo al compañero...

La señora que iba atrás reflexionó:

—Pero mirá la subida que es, y es grande el hombre…

Me quedó grabada esa subida, después del torrentoso vado, pero fue muy buena la experiencia de Alpa Corral. Incluso, con mi hija Cecilia, nos deslizamos por una tirolesa que unía dos cerros. No era bici, pero por lo menos se emparentaba con el espíritu aventurero.

Carrilobo

Mi padre, Isidro Aurelio Calvo Álvarez, y mi madre, Herminda Máxima Massimino, contrajeron enlace el 10 de enero de 1948. Con el título bajo el brazo y unas pocas cosas se trasladaron a la localidad de Carrilobo, donde instalaron su escribanía. Por esos años, las escrituras se hacían a mano con letra cursiva y mi madre tenía muy buena letra. En mayo de 1952 nací yo, el tercero de cinco hermanos, y estuve en esa localidad hasta 1955. La última casa que ocupamos es donde hoy se encuentra emplazado el Banco de la Provincia de Córdoba.

Mi padre tenía su estudio donde hoy funciona el cajero automático de esa sucursal, justo al frente, en diagonal al bar de doña Anita Vione, que actualmente, y desde hace treinta años, pertenece a la señora Audagna, al lado del gran Salón Comunitario, frente a las vías del ferrocarril, hoy Centro Cívico. Uno de los motivos por el cual mis padres decidieron trasladarse a Las Varillas fue por la energía eléctrica. En Carrilobo, era de 18 a 22 horas, y en Las Varillas se brindaba por unas horas más. El otro tema era el de la escuela, que había más opciones.