Penitencia - Kanae Minato - E-Book

Penitencia E-Book

Kanae Minato

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Beschreibung

La espeluznante historia de cuatro mujeres perseguidas por la sombra de un crimen que en Japón ha vendido más de 1 millón de ejemplares Cuando eran pequeñas, un extraño convenció a Sae, Maki, Akiko y Yuka de que se separasen de su amiga Emiri. Unas horas más tarde, Emiri apareció asesinada. Ninguna de las cuatro amigas fue capaz de describir físicamente al desconocido ni de dar pistas a la policía después de que se hallara el cadáver de la niña, por lo que la madre de Emiri les hizo una amenaza: «Haced lo que sea para encontrar al asesino. Si no, deberéis cumplir una Penitencia». Y ahora, quince años después, cuando el delito está a punto de prescribir, ella culpa a las cuatro y jura que pagarán por la muerte de su hija... Como Confesiones, la premiada novela superventas con la que Kanae Minato ya dejó a los lectores sin aliento, Penitencia es una escalofriante historia de venganza, secretos y la delgada línea que puede separar al testigo del cómplice. «Minato crea personajes que se sumergen profundamente en la psicología humana, especialmente en la de las niñas y las mujeres, con una mirada inquebrantable al lado oscuro de las personas». BookRiot «Emocionante, llena de tensión... Una perturbadora historia de tragedia, culpa y Penitencia». Publishers Weekly «Con una estructura similar a la de Rashomon, Penitencia es tan sutil como una novela policiaca perspicaz y compleja». Literary Hub «Kanae Minato es una narradora brillante». Emily St. John Mandel, autora de Estación Once

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SHOKUZAI

© Kanae Minato, 2012. All rights reserved

First published in Japan in 2008 by Futabasha Publishers Ltd., Tokyo

Spanish translation rights arranged with Futabasha Publishers Ltd. through

Japan UNI Agency, Inc., Tokyo and International Editors’ Co. Literary Agency.

© de la traducción: Rumi Sato, 2022

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: febrero de 2023

ISBN: 978-84-18440-95-3

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

PENITENCIA

MUÑECA FRANCESA

Estimada Asako:

Le agradezco que viniera a mi boda el otro día. Me pasé la ceremonia preocupada por si la presencia de mis indiscretos familiares del pueblo le traía a la memoria los terribles sucesos del pasado.

Lo único bueno que tiene el pueblo donde nací y crecí es el aire limpio. La primera vez que reparé en ello, en que allí no había nada más, fue hace ya siete años, después de graduarme del instituto e ingresar en una universidad femenina de Tokio.

Viví en la residencia de estudiantes durante cuatro años, hasta el fin de la carrera. Cuando les dije a mis padres que quería estudiar en Tokio, ambos se opusieron. Me manifestaron sus preocupaciones: «¿Y si algún indeseable te engaña y te obliga a prostituirte? Podría hacer que te enganches a las drogas o incluso matarte». Usted, que creció en esa gran urbe, se reirá cuando lea esto y se preguntará qué tipo de información podría haberlos llevado a hacerse esas ideas. Yo protesté: «Veis demasiado La gran ciudad 24 horas», refiriéndome a uno de los programas de televisión favoritos de mis padres, aunque en realidad yo misma me había imaginado alguna vez los aterradores escenarios que se veían en la pantalla. Aun así, deseaba con todas mis fuerzas ir a Tokio. Mi padre intentó disuadirme: «¿Y qué tiene de especial Tokio? Varias universidades de nuestra prefectura ofrecen la carrera que te interesa. Aunque no puedas asistir desde casa a diario, el alquiler de los apartamentos es más barato por aquí. Y si pasara algo no tardarías nada en volver a casa. Tanto tú como nosotros estaríamos más tranquilos».

¿Tranquila yo? Les solté que ellos mejor que nadie sabían lo asustada que había vivido los últimos ocho años en el pueblo, y ya no me pusieron más pegas. Me dejarían ir a Tokio con una condición: que no viviera sola en un apartamento, sino en una residencia de estudiantes. Acepté.

Era la primera vez que estaba en Tokio y me pareció un mundo totalmente distinto. Cuando me bajé del Shinkansen, la estación de tren estaba atestada de gente hasta donde alcanzaba la vista, y pensé que había más personas solo en ese recinto que en todo mi pueblo. Sin embargo, lo que más me sorprendió fue cómo la gente caminaba sin chocarse entre sí. Incluso yo, que andaba con paso vacilante, deteniéndome a mirar las indicaciones para tomar el metro, llegué a mi destino sin chocarme con nadie. Hubo más cosas que me sorprendieron una vez dentro del vagón. Casi nadie hablaba, aunque algunos pasajeros subían a bordo acompañados. De vez en cuando se oía a alguien reír o hablar, pero por lo general eran extranjeros.

Siempre había ido a pie a la escuela secundaria y luego en bici al instituto de bachillerato, así que solo cogía el tren unas pocas veces al año para ir con amigas o familiares a alguna ciudad cercana con un centro comercial. No parábamos de hablar durante todo el trayecto, de poco menos de una hora. «A ver qué compro. El cumpleaños de esta y de la otra es el mes que viene, así que aprovecharé para buscarles un regalo. ¿Dónde comemos, en el McDonald’s o en el KFC…?». No creo que fuéramos maleducadas. Había gente hablando y riéndose en todos los vagones, y nadie nos miraba mal, por eso pensaba que así eran los viajes en tren.

De repente, me pregunté si los habitantes de Tokio no prestaban atención a su entorno. No mostraban interés por las personas que los rodeaban. No les importaba quién estuviera sentado a su lado mientras no les molestara. Tampoco sentían curiosidad por el título del libro que estaba leyendo la persona que tenían sentada enfrente. Ni siquiera se fijaban si alguien delante de ellos llevaba un bolso de una marca muy cara.

Antes de darme cuenta, las lágrimas ya me estaban resbalando por las mejillas. Temí que la gente pensase que una pueblerina con una bolsa enorme colgada de la mano estaba llorando de añoranza. Avergonzada, eché un tímido vistazo a mi alrededor mientras me enjugaba las lágrimas, pero nadie me estaba mirando. En ese momento me emocioné: Tokio era aún más maravilloso de lo que jamás había imaginado. Quería venir a Tokio no porque aquí haya muchas tiendas de lujo y todo tipo de lugares de ocio, sino para mezclarme con la multitud ajena a mi pasado y pasar desapercibida.

Para ser sincera, había sido testigo de un asesinato a cuyo responsable no habían capturado, y lo que deseaba más que nada en el mundo era desaparecer del radar del criminal.

Me asignaron un dormitorio compartido con tres chicas, todas de diferentes provincias. El día que nos conocimos, nos presentamos y acabamos alardeando sobre la atracción principal de nuestros pueblos natales, como los fideos udon más deliciosos, las aguas termales o lo cerca que vivía un famoso jugador de la Liga Japonesa de Béisbol Profesional de la casa familiar de una de mis compañeras. Las otras chicas eran de entornos rurales, pero al menos a mí me sonaban la ciudad o el pueblo de donde procedían.

En cambio, cuando les dije el nombre de mi pueblo, ninguna de las tres sabía siquiera en qué prefectura estaba. Como me preguntaron qué tipo de lugar era, respondí que el aire estaba muy limpio. Sé que usted, Asako, comprenderá que no dije eso solo porque no haya nada más de lo que presumir.

Había nacido en ese pueblo y respiraba su aire todos los días, como era normal. Pero me di cuenta de que el aire era muy puro cuando acababa de pasar a cuarto de primaria, la primavera del año en que sucedió el asesinato.

Un día, nuestra tutora, la maestra Sawada, comentó durante la clase de Estudios Sociales: «Vivís en el lugar con el aire más limpio de todo Japón. ¿Sabéis por qué puedo afirmar eso? Los equipos electrónicos de precisión utilizados en los hospitales y en los laboratorios de investigación se fabrican en un entorno completamente libre de polvo. Y por eso sus fábricas se construyen en sitios con el aire muy puro. Este año, la nueva fábrica de la compañía Industrias Adachi se ha establecido en nuestro pueblo. Que el principal fabricante de equipos de precisión de Japón haya abierto una planta aquí significa que este pueblo ha sido elegido como el lugar con el aire más limpio del país. Así que podéis sentiros orgullosos de vivir en este maravilloso paraje».

Después de clase le preguntamos a Emiri si lo que había dicho la maestra era cierto. «Le he oído algo similar a papá», respondió ella. Entonces nos quedamos convencidos de que efectivamente el aire de nuestro pueblo era limpio y puro. No solo se lo creímos porque su padre, con su semblante aterrador y sus ojos penetrantes, fuera un alto cargo en Industrias Adachi, sino porque lo había confirmado un hombre de la capital, y aquello a nuestros ojos infantiles era superior.

Por aquel entonces, no había una sola tienda de conveniencia en el pueblo, pero nosotros, aún niños, no la echábamos en falta. Las cosas que había desde que nacimos eran las que considerábamos normales. Aunque conocíamos la existencia de Barbie por los anuncios de la tele, en realidad nunca habíamos visto la muñeca, por lo que ni siquiera se nos antojaba tenerla. Nos importaban mucho más las elegantes muñecas francesas expuestas en todas las salas de estar de nuestro pueblo.

Sin embargo, tras la instalación de la nueva fábrica, una novedosa y extraña sensación nació entre nosotros. Al relacionarnos con Emiri y con los demás alumnos procedentes de Tokio, comenzamos a darnos cuenta poco a poco de que nuestro estilo de vida, que siempre habíamos tomado por normal, resultaba incómodo y atrasado.

Esos nuevos residentes eran muy distintos, empezando por el lugar donde vivían. Industrias Adachi había construido un complejo de apartamentos para sus empleados, el primer edificio con más de cinco pisos. A pesar de que estaba diseñado para armonizar con el entorno, nos parecía el castillo de un país lejano.

Un día Emiri invitó a su casa —que se ubicaba en el último piso, el séptimo— a las compañeras de clase que vivían también en el distrito oeste. La noche anterior yo estaba tan emocionada que no pude dormir.

Éramos cuatro las invitadas: Maki, Yuka, Akiko y yo, amigas desde la infancia y criadas en el mismo vecindario. Para nosotras, todo lo que vimos en casa de Emiri era exótico. El espacio diáfano fue la primera sorpresa. En esa época, al menos yo no conocía el concepto de un LDK1, una sala grande y abierta compuesta de salón, comedor y cocina, y me sorprendió que las habitaciones donde veían la tele, cocinaban y comían fueran una sola, sin paredes que las separaran.

Nos sirvieron un té negro en tazas tan elegantes que, si estuvieran en nuestra casa, a los niños no se les permitiría tocarlas, con la tetera y los platos a juego, y una tarta recubierta de unas frutas variadas que nunca había visto, a excepción de la fresa. Mientras la saboreaba embelesada, me sentí un tanto incómoda.

Después de la merienda, Emiri propuso jugar a las muñecas y trajo de su habitación una Barbie y un estuche de plástico en forma de corazón con su ropita. La Barbie iba vestida justo igual que Emiri ese día.

—Hay una tienda en Shibuya que vende la ropa que lleva Barbie, y mis padres me compraron esta por mi cumpleaños el año pasado. ¿Verdad, mamá?

Yo ya había empezado a sentir que me moría por largarme de ahí.

En ese momento, una de las niñas preguntó:

—Emiri, ¿nos dejarías ver la muñeca francesa de tu casa?

Emiri se quedó perpleja y le devolvió la pregunta:

—¿Qué es eso?

Emiri no tenía una muñeca francesa ni sabía de qué estábamos hablando. De repente, recuperé todo el ánimo que había estado perdiendo.

Era natural que Emiri no supiera qué era una muñeca francesa, ya que en las ciudades ese símbolo de estatus se había quedado obsoleto. Todas las casas antiguas de madera de estilo japonés, que se habían levantado hacía un par de décadas en nuestro pueblo, tenían una cosa en común. La habitación más cercana a la puerta principal era una sala estar decorada al estilo occidental, y casi seguro tenían una lámpara de araña y una muñeca francesa en una vitrina de cristal. A pesar de que la gente mantenía la tradición desde hacía mucho tiempo, más o menos el mes antes de que Emiri se mudara se popularizó entre las niñas, e íbamos de casa en casa para admirar las diferentes muñecas. Al principio solo íbamos a las casas de los amigos, pero no tardamos mucho en visitar las de todo el vecindario. En un pueblo tan pequeño, todo el mundo se conocía de vista, y como la sala de la muñeca estaba junto a la puerta principal, casi nadie nos negaba la entrada.

Luego empezamos a recopilar Apuntes de Muñecas, como los llamábamos, para puntuar las muñecas francesas que habíamos visto. En aquel entonces, los niños no podían sacar fotos tan fácilmente como ahora, por lo que anotábamos en un cuaderno la descripción de las muñecas con lápices de colores y dibujos. La calificación se determinaba sobre todo por la belleza del vestido, pero a mí me gustaba mirarles la cara. Tenía la sensación de que las muñecas que la gente elegía reflejaban su personalidad, y las muñecas se parecían a los rostros de la madre o las niñas de la familia.

Emiri dijo que quería ver muñecas francesas, así que decidimos llevarla a hacer un recorrido por las diez mejores de nuestro ranking. Ella estaba segura de que los otros niños de su edificio tampoco habían visto ninguna e invitó a algunos a unirse. Acto seguido, fuimos en tropel de casa en casa junto con unos cuantos críos de los que no conocíamos ni sus nombres ni su curso.

La persona de la primera casa nos dijo: «Ah, así que estáis haciendo el tour de las muñecas francesas». Nos gustó tanto ese término que así denominamos nuestro recorrido.

La muñeca de mi casa ocupaba el segundo puesto en el ranking. El escote y el bajo del largo vestido rosa estaban ribeteados con suaves plumas blancas como la nieve, y varias rosas grandes de color morado le adornaban los hombros y la cintura. Pero lo que más me gustaba era su cara, que de alguna manera se parecía a mí. En su día le había marcado con un rotulador permanente un pequeño lunar bajo el ojo derecho, como el que yo misma tengo, y mi madre me regañó. También me agradaba ese aire misterioso que no dejaba saber si mi muñeca era niña o adulta.

«Es genial, ¿verdad?», dije, orgullosa de ella, pero para entonces los niños de ciudad ya parecían haber perdido el interés por las muñecas y recuerdo que me sentí terriblemente decepcionada.

Tras visitar la última casa, Emiri comentó: «Bueno, creo que me gustan más las Barbies». Estoy segura de que lo dijo sin ninguna malicia. Aun así, esa simple declaración hizo que las radiantes muñecas francesas se convirtieran de golpe en objetos anodinos. Desde entonces dejamos de jugar con las muñecas francesas, y el cuaderno de Apuntes de Muñecas terminó al fondo del cajón de mi escritorio.

Sin embargo, tres meses más tarde, las palabras «muñecas francesas» estaban en boca de todos los habitantes del pueblo. El motivo era el «robo de las muñecas francesas». Me pregunto cuánto sabrá usted sobre ese incidente, Asako.

La noche del festival de verano, a finales de julio, robaron las muñecas francesas de cinco casas, incluida la mía. No revolvieron el resto de los hogares ni tocaron el dinero; solo desaparecieron las muñecas de sus vitrinas de cristal. Fue un suceso muy extraño.

El festival se celebró en el campo deportivo del centro cívico, a las afueras del pueblo. Las danzas tradicionales comenzaron alrededor de las seis de la tarde, seguidas de un concurso de karaoke, a las nueve, que terminó hacia las once. La asociación de vecinos agasajó a los participantes con sandías, helados, fideos somen enfriados y cerveza. Incluso había unos puestos de hielo raspado con sirope y algodón de azúcar. Fue un gran acontecimiento para nuestro pueblo.

Las casas de las que robaron las muñecas, incluida la mía, tenían dos elementos en común. El primero, que toda la familia estaba en el festival, y el segundo, que ninguna de las puertas principales estaba cerrada con llave. Creo que lo de la puerta no era costumbre en mi pueblo por aquel entonces. Incluso era habitual que, si iban a entregar algo a otra casa y ahí no respondía nadie, el que traía el paquete abriera la puerta, lo dejara dentro y se marchara.

Como los que hicimos el tour de las muñecas francesas éramos niños, la policía determinó enseguida que se trataba de una travesura y, dado que no se encontró al ladrón ni las muñecas, archivó el caso como un raro incidente acontecido la noche del festival.

Recuerdo que mi padre me regañó: «Esto ha pasado por ese tour que hicisteis para divertiros. Seguro que alguna niña que no tenía muñeca las ha robado por envidia».

Las vacaciones de verano empezaron con ese suceso, pero aun así nosotras salíamos a jugar todos los días desde la mañana hasta el anochecer. Nos gustaba especialmente la piscina del colegio. Pasábamos las mañanas en casa de alguien de nuestro grupo haciendo las tareas de verano e íbamos a la piscina por las tardes, e incluso después de que la cerraran, a las cuatro, jugábamos en el patio del colegio hasta la puesta del sol.

Últimamente se ha reforzado la seguridad en las escuelas, también en zonas rurales, y no se le permite a nadie, ni siquiera a los alumnos, entrar en el recinto escolar los días que no hay clase. No obstante, por aquel entonces podíamos quedarnos en la escuela a nuestro aire hasta que oscurecía y ningún adulto nos regañaba. Las pocas veces que regresábamos a casa antes de que sonara «Greensleeves» por los altavoces del pueblo para anunciar que ya eran las seis, nuestros padres nos preguntaban con suspicacia si nos habíamos peleado.

Tras el asesinato y en las ocasiones en que me llamaron a declarar, le conté todo lo que pude recordar a la policía. A los maestros, a mis padres, a los padres de las otras niñas, a usted, Asako, y a su marido. Pero me gustaría escribir lo mismo aquí una vez más, siguiendo el orden en que se produjeron los acontecimientos. Porque probablemente esta sea la última vez que lo haga…

Ese día, la tarde del 14 de agosto, caía en la festividad budista de Obon2. Muchos de los niños con los que solíamos jugar habían ido con sus familiares o tenían visitas en su casa, así que solo éramos cinco en el patio del recreo: Maki, Yuka, Akiko, Emiri y yo.

Las cuatro vivíamos con nuestros abuelos o nuestros abuelos y parientes vivían en el mismo pueblo, por lo que un día de Obon no nos resultaba nada especial y salimos a jugar como siempre.

Durante las vacaciones, parecía que apenas quedaba ninguno de los empleados de la fábrica de Industrias Adachi que se habían mudado con sus familias desde Tokio, pero Emiri se había quedado porque su padre tenía que trabajar. Nos dijo que era porque iban a irse de viaje a Guam a finales de agosto.

El tour de las muñecas francesas había dejado tocada nuestra amistad con Emiri, pero pronto volvimos a ser amigas como si nada. Tal vez porque a ella le encantaba jugar a ser exploradoras, algo que enseguida se popularizó entre nosotras.

La piscina permanecía cerrada durante las festividades de Obon, así que jugábamos voleibol en un rincón del patio de la escuela, a la sombra del pabellón deportivo. Solo había que formar un círculo y pasar el balón de un lado a otro, pero estábamos absortas con el objetivo de pasarlo cien veces sin fallar.

Fue entonces cuando apareció el hombre.

—Hola, niñas. ¿Tenéis un segundo? —nos dijo.

Llevaba un conjunto de ropa de trabajo gris verdoso y una toalla blanca enrollada en la cabeza.

Esa interrupción repentina hizo que Yuka, que no se encontraba muy allá ese día, fallara un pase. El balón se cayó rodando por el suelo hasta el hombre, que lo recogió y se acercó a nosotras. Con una amplia sonrisa nos explicó:

—He venido a revisar el extractor de aire de los vestuarios de la piscina, pero se me ha olvidado traer la escalera. Solo hay que apretar unos tornillos, así que ¿alguna de vosotras podría subirse sobre mis hombros y ayudarme?

¿Los alumnos de primaria de hoy en día reaccionarían con cautela en una situación similar? Las escuelas no son sitios necesariamente seguros. Si hubiéramos sido conscientes de ello, ¿habríamos podido evitar lo que sucedió? ¿O deberían habernos advertido que teníamos que gritar y salir corriendo si algún desconocido nos hablaba?

En aquellos tiempos, en nuestro pueblo lo máximo sobre lo que nos habían advertido era que no nos montáramos en el coche de un desconocido ni aunque nos dijera que nos daría chicles o caramelos, o que nuestros padres se habían puesto enfermos y que nos llevaría con ellos.

Por eso no sospeché en absoluto de ese hombre que se había plantado frente a nosotras. No sé lo que pensaría Emiri, pero creo que las demás también se confiaron como yo. De hecho, al oír la palabra «ayudar», incluso nos ofrecimos voluntarias, casi compitiendo por ser la elegida.

—Como soy la más pequeña, usted podrá levantarme con facilidad —observé.

—Pero si no llegas al extractor, no le serás de ayuda. ¿Quieres que vaya yo, que soy la más alta?

—Pero ¿sabéis atornillar? A mí eso se me da muy bien.

—¿Y qué pasa si los tornillos están duros? Yo tengo mucha fuerza y los apretaría bien.

Creo recordar que comentamos ese tipo de cosas. Emiri permaneció callada. Como si nos estuviera evaluando, el hombre nos miró una a una y al final contestó:

—No me vale una demasiado pequeña o demasiado grande… Si a ti se te caen las gafas, será un problema. Y parece que tú eres la que más pesa… —Por último, se fijó en Emiri y dijo—: Tú eres la más apropiada.

Emiri nos miró algo apurada. Maki, quizá tratando de protegerla o porque le decepcionaba no haber sido la elegida, sugirió que ayudásemos entre todas.

—¡Buena idea! —la secundamos las otras tres.

—Gracias, niñas —dijo el hombre—, pero los vestuarios son estrechos y, si venís todas, me va a resultar difícil trabajar; además, no quiero que nadie se haga daño. ¿Os importa esperar aquí? No tardaré y, cuando termine, os compraré un helado, ¿os parece bien? —Nadie se opuso a eso—. Vale. Pues hasta luego —se despidió, cogió a Emiri de la mano y se la llevó atravesando el patio.

La piscina estaba al otro lado del amplio patio, y nosotras reanudamos el juego de voleibol sin ni siquiera seguirlos con la mirada hasta que desaparecieran de nuestra vista.

Tras jugar un rato, nos sentamos a la sombra, en los escalones que llevaban al pabellón, y nos pusimos a charlar.

—Aunque estemos de vacaciones, mis padres no me llevan a ningún lado. Ojalá la casa de mi abuelo estuviera un poco más lejos.

—Emiri me ha dicho que se va a Guam la semana que viene.

—¿Guam es parte de América? ¿O es un país que se llama Guam?

—No lo sé…

—Qué sueeerte la de Emiri. Hoy también lleva puesto el conjunto de Barbie. Y además tiene la cara bonita. La forma de sus ojos se llama «almendrados», ¿verdad? Qué bien, ¿no?, porque tanto su padre como su madre parecen aliens de ojos saltones.

—La minifalda le sienta de maravilla a Emiri. Tiene las piernas tan largas…

—Ah, por cierto, ¿habéis oído? A Emiri ya le ha venido eso.

—¿Qué quieres decir con eso?

—¡No me digas! Sae, ¿no lo sabes?

Era la primera vez que oía la palabra «menstruación», porque no fue hasta el año siguiente, en quinto curso, cuando solo las niñas se reunieron para escuchar una charla sobre el tema, y mi madre aún no me había contado nada al respecto. Yo no tenía una hermana mayor ni había ninguna chica mayor que yo entre mis parientes, de modo que no tenía ni la menor idea sobre lo que mis amigas estaban hablando.

Las otras tres habían oído hablar de eso a sus hermanas mayores o a sus madres, y me lo explicaron como si compartieran un dato extraordinario.

—La regla es una prueba de que tu cuerpo puede tener bebés. La sangre gotea de entre tus piernas.

—¿En serio? ¿Estás diciendo que Emiri puede tener un bebé?

—Así es.

—¿Tu hermana también, Yuka?

—Sí.

—Mamá me dijo que yo también estaría preparada dentro de poco y me compró ropa interior para eso.

—¡¿De veras?! ¿Tú también, Maki?

—Dicen que las niñas grandes empiezan en quinto. Sae, tú también la tendrás cuando pases a secundaria, porque me han dicho que a todas les viene antes de entrar en bachillerato.

—¡Bromeas! Pero si ninguna chica de secundaria tiene bebés.

—Porque no los han producido.

—¿Producir?

—Pero, Sae, ¿es que no sabes siquiera de dónde vienen los bebés?

—Ah, sí, al casarse.

—Que no, boba. Las chicas hacen cosas vergonzosas con los chicos, ¿te enteras?

Espero que, aunque todas estas estupideces que estoy escribiendo la impacienten, no rompa la carta.

Absortas como estábamos en la conversación, de repente nos dimos cuenta de que ya eran las seis de la tarde porque empezó a sonar la melodía de «Greensleeves».

—Ah, me dijeron que regresara a casa a las seis porque mi primo mayor viene con su novia —dijo Akiko.

Como estábamos en Obon, decidimos irnos a casa antes de lo habitual y fuimos a buscar a Emiri. Mientras cruzábamos el patio, miré atrás sin pensar y vi que nuestras sombras eran mucho más alargadas que cuando estábamos jugando al voleibol. En ese instante me asaltó una ligera inquietud por el rato tan largo que había pasado desde que el hombre se había llevado a Emiri.

La piscina estaba cercada con una alambrada, pero la puerta estaba abierta, sujeta solo con un alambre. Creo que estuvo así todos los veranos hasta ese año. Al subir los escalones de la entrada veías cómo se extendía la piscina hasta el fondo, donde se alineaban los vestuarios prefabricados. El de la derecha era para chicos y el de la izquierda, para chicas. Mientras caminábamos por el borde de la piscina, me extrañó la tranquilidad que reinaba.

Las puertas de los vestuarios eran correderas y, por supuesto, tampoco estaban cerradas con llave. Puede que fuera Maki, que iba la primera, quien abrió el vestuario de chicas.

—¡Emiriii! ¿Has terminado? —gritó mientras descorría la puerta—. ¿Eh? —Ladeó la cabeza porque no había nadie dentro.

—¿Habrán terminado ya y se habrán ido a casa? —preguntó Akiko.

—Entonces, ¿qué pasa con el helado? ¿Solo se lo ha comprado a Emiri? —dijo indignada Yuka.

—¡Eso no es justo! —secundó Maki

—¿Por qué no miramos el otro? —Señalé el vestuario de los chicos, aunque dentro no se oía nada.

—Ahí no está, no se oyen voces. ¿Veis? —Malhumorada, Akiko abrió a sus espaldas el vestuario de los chicos. Las otras tres contuvimos el aliento—. ¿Qué? —dijo entonces ella, y dio un grito cuando se dio la vuelta.

Emiri, con la cabeza orientada hacia la entrada, yacía en el centro del suelo revestido de tarima de ducha.

—¿Emiri? —la llamó Maki, temerosa. Todas la imitamos y llamamos a Emiri por su nombre, pero ella no se movió ni un milímetro; tenía los ojos bien abiertos—. ¡Ay, aquí pasa algo! —gritó Maki.

Si en ese momento hubiera dicho: «¡Está muerta!», quizá nos hubiéramos asustado tanto que habríamos salido pitando.

—Tenemos que avisar a la gente. Akiko, tú eres la más rápida, corre a casa de Emiri. Yuka, tú al puesto de la policía. Yo buscaré a un maestro y mientras tanto, Sae, tú quédate vigilando.

Tan pronto como Maki dio las órdenes, las demás salieron corriendo, todas menos yo. Hasta ese momento habíamos actuado las cuatro juntas. No creo que lo que he escrito se diferencie mucho del testimonio que dieron las otras tres.

A las cuatro nos preguntaron en reiteradas ocasiones sobre las circunstancias anteriores al asesinato, pero no en detalle sobre lo que ocurrió después de encontrar el cuerpo. Y nunca hemos hablado del asesinato entre nosotras, no sé lo que hizo cada una a partir de entonces.

Lo que voy a escribir a continuación es solo lo que hice yo.

Después de que mis amigas se fueran volando, me quedé sola en la entrada del vestuario y volví a mirar a Emiri. La camiseta negra ceñida que llevaba estaba tan arremangada que no se podía leer el logotipo rosa de Barbie estampado en el pecho, y se le veía el abdomen blanco y el pecho, que había empezado a crecerle. Su falda plisada a cuadros rojos escoceses también estaba levantada, dejaba completamente al descubierto la mitad inferior de su cuerpo, sin ropa interior.

Me habían pedido que la vigilara, pero temí que si algún adulto iba, me reprendería por dejar que su cuerpo estuviera expuesto de esa manera. Pensé que me echaría la bronca: «Ay, pobrecita, ¿por qué no la has cubierto?», y por eso entré atemorizada en el vestuario.

Primero le tapé el rostro con mi pañuelo: los ojos abiertos, la boca y la nariz, por las que salía un líquido. Luego, procurando no mirar a Emiri, cogí con los dedos el bajo de la camiseta y tiré hacia abajo. Había algo viscoso en el abdomen, aunque por aquel entonces yo no sabía qué era. Le enderecé la falda también. Cuando me agaché, vi sus braguitas arrugadas; las habían arrojado a una de las taquillas de la fila inferior.

«¿Qué hago con las braguitas?», me pregunté. Le arreglé la camiseta y la falda sin tocar el cuerpo, pero no podría hacer lo mismo con la ropa interior. Cuando desvié la vista hacia las piernas largas y blancas que sobresalían separadas de la falda corta, reparé en la sangre que le fluía por los muslos desde la entrepierna.

Fue en ese instante cuando me asusté y salí disparada del vestuario.

Supongo que pude arreglarle la ropa aun a sabiendas de que estaba muerta, porque la habían estrangulado y no sangraba. Tan pronto como salí de allí, encontrarme con la piscina de frente me asustó y me quedé petrificada. En poco rato, el sol casi se había puesto del todo y el viento comenzó a soplar. Mientras observaba la superficie ondulada de la piscina, tuve la sensación de que las aguas iban a arrastrarme al fondo. «Si nadas durante el Obon, los muertos te tiran de la pierna», oía decir año tras año. Esa superstición me daba vueltas en la cabeza en ese momento y de pronto me obsesioné con que Emiri se levantara y me empujara a la piscina para arrastrarme con ella al otro mundo. Cerré los ojos, me rodeé la cabeza con las manos para taparme los oídos, me acurruqué y me puse a chillar con tanta fuerza que sentí que me iba a reventar la garganta.

¿Por qué no pierdo el conocimiento cuando tengo una crisis? Si fuese capaz de hacerlo por voluntad propia, quizás habría podido evitar encontrarme en la situación en la que estoy ahora.

No sé cuánto tiempo estuve así, pero la primera persona en aparecer por allí fue usted, Asako. Ya recordará lo que sucedió a partir de entonces, así que me limitaré a resumir lo que fue de mí a partir de ahí.

Yuka regresó con el agente del puesto de la Policía Local. A continuación vino mi madre, preocupada porque yo estaba tardando en volver y porque se había enterado de lo ocurrido. Me cargó a su espalda y me llevó directamente a casa. Nada más llegar, lloré por primera vez. Creo que rompí en un llanto aún más estruendoso que cuando estaba chillando junto a la piscina.

Mi madre no trató de preguntarme de inmediato lo que había sucedido. Alineó unos cojines en el tatami, me acostó en ellos, me dio un té de cebada frío y me pasó la palma por la espalda una y otra vez, despacio. Y por fin murmuró:

—Menos mal que no has sido tú, Sae.

Mientras sentía que su voz penetraba en mi mente, cerré los ojos y me quedé dormida.

Lo que estoy escribiendo aquí no es muy diferente de lo que declaré justo después del asesinato. Creo que las cuatro dimos un testimonio bastante claro, a pesar del tipo de suceso en el que nos habíamos visto involucradas. Sin embargo, todavía siento con toda mi alma por usted que ninguna de nosotras fuera capaz de recordar con mayor claridad lo que teníamos que testificar.

Veo todo lo que pasó ese día en mi cabeza, con una nitidez absoluta, como imágenes en una pantalla de televisión, pero no consigo recordar el rostro del hombre.

«El hombre llevaba una toalla blanca enrollada en la cabeza».

«El hombre llevaba ropa de trabajo gris».

«¿No era verde claro?».

«¿Cuántos años tenía? Unos cuarenta, o tal vez cincuenta».

Aunque teníamos una impresión general del hombre, no pudimos recordar su rostro. Incluso nos preguntaron cosas concretas: ¿Era alto o bajo?, ¿gordo o delgado?, ¿tenía la cara ancha o estrecha?, ¿ojos grandes o pequeños?, ¿qué hay de su nariz, su boca, sus cejas?, ¿tenía algún lunar o cicatriz? No obstante, no pudimos más que negar con la cabeza.

Lo que sí puedo asegurar es que nunca lo habíamos visto antes.

Durante un tiempo, el asesinato fue el único tema de conversación en el pueblo. Incluso una vez un pariente mío apareció por casa para hacerme preguntas por curiosidad y mi madre lo echó indignada. En medio de ese revuelo, la gente comenzó a hablar de nuevo sobre el robo de las muñecas francesas para intentar relacionar los dos incidentes. «¿Habrá algún pervertido en la zona al que le gusten las niñas?», «¿Y si al ladrón de muñecas no le bastaba con ellas y asesinó a una preciosa niña como si de una muñeca se tratase?», aquellos rumores se difundieron como si fueran ciertos.

Un poco más tarde, la policía volvió a interrogar en las casas donde habían robado las muñecas, así que casi todo el mundo terminó por considerar que los dos sucesos eran obra del mismo autor: un pervertido al que le gustaban las niñas inocentes.

Sin embargo, yo no estaba completamente convencida. Porque de las cinco era yo quien tenía la apariencia que casaba más con la idea de niña inocente.

Desde el asesinato, en cuanto empezaba a dejar vagar la mente, visualizaba el cadáver de Emiri. La imagen estaba en blanco y negro; solo la sangre que fluía por sus muslos era de un rojo vivo. Y su rostro se transformaba poco a poco en el mío, provocándome un dolor punzante de cabeza. Mientras me la apretaba, un pensamiento ocupaba mi mente:

«Menos mal que no fui yo».

Seguro que a usted le parecerá inmoral. No sé lo que pensaron mis otras tres amigas. Alguna podría haber sentido lástima por Emiri y otra podría estar atormentada por la culpabilidad, preguntándose por qué no pudimos salvarla. Yo, por mi parte, lo único que podía hacer era preocuparme por mí misma.

Lo que me venía a la mente a continuación de «Menos mal que no fui yo» era «¿Por qué Emiri?». Y tenía una respuesta clara para eso: porque ella era la única de nosotras cinco que ya tenía un cuerpo de adulta. Ese hombre le hizo cosas indecentes y la mató porque ella ya se había convertido en una mujer.

Ese hombre, el asesino, estaba buscando a una niña recién entrada en la pubertad.

Transcurrió un mes, medio año, después un año y aún no se había encontrado al criminal. Y tres años después del asesinato, usted regresó a Tokio.

¿Ya se ha dado cuenta de que le estoy escribiendo esta carta por la promesa que le hicimos entonces?

A medida que pasaba el tiempo y la gente del pueblo dejaba de hablar del asesinato, el miedo crecía dentro de mí. Aunque yo no recordaba el rostro del asesino, a lo mejor él sí se acordaba del mío. A lo mejor pensaba que éramos capaces de identificar su rostro y decidía venir a matarnos a mí y a las demás. Hasta entonces, los adultos que nos rodeaban nos habían estado vigilando, pero poco a poco todo iba cayendo en el olvido. Quizá el asesino estuviera esperando a que empezásemos a movernos solas, sin protección…

Hiciera lo que hiciera, me acuciaba la sensación de que el asesino estaba observándome por los resquicios de una ventana, desde detrás de un edificio o desde el interior de un coche.

«Qué miedo, miedo, miedo… —No quería que me matara. Y para estar a salvo había algo que tenía que evitar a toda costa—. No debo hacerme adulta nunca».

Con el paso del tiempo, aunque de vez en cuando sentía una mirada clavada en mí, el asesinato se iba desvaneciendo poco a poco de mi memoria. También quizá porque en secundaria y bachillerato pertenecí a la brass band, el más exigente de los clubes artísticos. Las intensas sesiones de práctica diaria me mantenían tan ocupada que no podía pensar mucho en el pasado.

Aunque eso no significaba que me hubiera librado del asesinato mental y físicamente. Me di cuenta de eso o, mejor dicho, me hicieron darme cuenta cuando tenía diecisiete años y estaba en segundo de bachillerato.

Incluso cuando alcancé esa edad, aún no me había venido la regla. Por muy menuda que fuera, era extraño que no hubiera empezado ya a menstruar. Tal vez todavía estaba dentro del rango de edad aceptable para tener la primera menstruación, pero mi madre me sugirió que me examinara un médico, así que fui a la sección de ginecología del hospital provincial del pueblo próximo.

Necesité mucho valor para ir a ginecología en la clínica de maternidad siendo una estudiante de bachillerato. Pero reparé en que hasta entonces no se me había ocurrido pensar en la menstruación y, aunque tenía una idea de por qué yo era así, imaginé que esa no podía ser la razón por la que aún no había tenido la regla. Aquello podía ser problemático si se debía a alguna enfermedad, así que me armé de valor y decidí ir al ginecólogo.

Había una clínica privada de ginecología y maternidad en el pueblo, pero bajo ningún concepto quería que la gente de allí me viera entrar o salir. Y mucho menos cuando apenas había hablado con algún chico y ni siquiera había salido con uno; no soportaba la idea de los rumores desagradables que podrían circular. Por eso me fui al hospital del otro pueblo.

En los resultados de las pruebas no encontraron nada fuera de lo común. Me dijeron que la causa podría ser psicológica y me preguntaron si padecía algún tipo de estrés en el instituto o en casa.

Los factores psicológicos pueden retrasar el inicio de la menstruación o detenerla. Cuando me enteré de aquello, mi caso cobró sentido. «Si me hago adulta, me matarán. Si comienza mi menstruación, me matarán». Le había estado sugiriendo esto a mi cuerpo todos esos años, al principio de forma consciente, luego sin pararme a pensarlo. Pese a que ya no recordara el asesinato tan a menudo, en lo más profundo de mi mente seguía obsesionada con él.

En el hospital me recomendaron que recibiera orientación e inyecciones regulares de hormonas, pero dije que lo hablaría con mis padres y no volví más a la consulta. Informé a mi madre de que no me habían detectado nada malo y que solo se trataba de un retraso leve. La causa real era que todos estos años había deseado con fervor que no me viniera la menstruación antes de que prescribiera el asesinato3.

Aunque me fuera del pueblo, me mezclara entre las multitudes de Tokio y viviera entre gente que no sabía nada del crimen, ¿quién me aseguraba que no me toparía con el asesino? Pero mi cuerpo, que todavía no era el de una adulta, me protegería. Quería sentirme segura de esa manera.

Poco a poco llegué a desear que el asesinato prescribiera cuanto antes y liberarme del pasado, en lugar de que detuvieran al asesino y reabrieran el caso. Me decía: «Ya no me importa la promesa que le hice a Asako». Y en ningún momento pensé que volvería a encontrarme con usted.

Tras graduarme en Filología Inglesa en una universidad femenina, me contrataron en una empresa mediana que vendía principalmente tintes. Ya fueran de ciencias o de letras, a los nuevos empleados se los asignaba al laboratorio durante los dos primeros años para estar bien informados de los productos que producíamos.

Desde la clase de Química del bachillerato no había vuelto a tocar tubos de ensayo ni vasos de precipitado, y por primera vez vi uno de esos dispositivos de análisis que costaban decenas de millones de yenes. Cromatografía de gases, cromatografía líquida: nos explicaron lo que hacían esos dispositivos cúbicos, pero no me enteré de nada. Sin embargo, me llamó la atención el logotipo del fabricante que figuraba en una esquina de las máquinas.

Industrias Adachi. Al advertir que esas máquinas se habían producido en la fábrica de mi pueblo natal, con su aire puro y limpio, sentí una repentina familiaridad con ellas. Al mismo tiempo, experimenté cierto rechazo, como si el pueblo me hubiera tendido una emboscada. Esa compleja mezcla de emociones fue lo que experimenté al poco tiempo de ocupar mi puesto de trabajo.

En la primavera de mi tercer año en la empresa, justo después de haber terminado mi formación y de que me asignaran al departamento de contabilidad, el jefe del laboratorio se me acercó para hablar de una entrevista miai4.

—Se trata del hijo de un primo del gerente de uno de nuestros proveedores habituales. Al parecer, te ha visto en alguna ocasión y me ha pedido que concertara una entrevista formal contigo.

Si el jefe del laboratorio me hubiera hablado en privado, probablemente habría rechazado el miai aunque el solicitante fuera uno de los ejecutivos de la empresa. Porque yo no era apta para el matrimonio. Sin embargo, lo dijo en voz alta delante de mis compañeros, a los que habían contratado el mismo año que a mí, y en ese momento estábamos recogiendo nuestras cosas en el laboratorio para trasladarnos a los distintos departamentos que nos habían asignado.

Cuando me entregó la fotografía y los datos del pretendiente, mis compañeros me rodearon con mucha curiosidad. Abrí la carpeta con la foto del candidato y las mujeres se entusiasmaron:

—No está nada mal, ¿no?

Cuando pasé a su currículum, los hombres exclamaron:

—¡Impresionante!