Pensar el país - Alberto Valencia Gutiérrez - E-Book

Pensar el país E-Book

Alberto Valencia Gutiérrez

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Las columnas de opinión son consideradas un género fugaz cuya vigencia está supeditada a la periodicidad del medio en que se publican. Las 154 columnas publicadas en este libro, aparecidas en el periódico El País de Cali desde mayo de 1998, fueron escritas con la intención de ir a contrapelo de esta tendencia. Aunque construidas casi todas ellas tomando como referencia una situación particular, aspiran a convertirse en pequeños ensayos con vocación de permanencia en el tiempo. Buscan identificar y recuperar en cada caso concreto un problema de reflexión, de carácter general, que vaya más allá de la coyuntura que les sirve de punto de partida. Además, han sido escritas como una forma de llevar a cabo una pedagogía de la democracia, en todos sus matices: reconocimiento del conflicto y la diferencia, control al uso del poder, derechos humanos, cultura y paz. El ensayo "La democracia: una promesa indefinida de igualdad", que aparece como Presentación del libro, ilustra con todo detalle el trasfondo intelectual desde el cual se descifran los problemas comprometidos en cada uno de los textos. El lector juzgará si estos dos objetivos se han cumplido.

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Valencia Gutiérrez, Alberto

Pensar El País. Conflicto, democracia, cultura y paz / Alberto Valencia Gutiérrez. -- Cali : Programa Editorial Universidad del Valle, 2021.

296 páginas ; 24 cm-- (Colección Ciencias Sociales)

1. Cambio social - 2. Democracia- 3. Historia de Colombia - 4. Sociología de la violencia - 5. Procesos históricos - 6.

Intelectuales - 7. Identidad social - 8. Colombia

303.4 cd 22 ed.

V152

Universidad del Valle-Biblioteca Mario Carvajal

Universidad del Valle

Programa Editorial

Título: Pensar El País. Conflicto, democracia, cultura y paz

Autor: Alberto Valencia Gutiérrez

ISBN: 978-958-5168-84-8

ISBN (PDF): 978-958-5168-85-5

ISBN (EPUB): 978-958-5168-86-2

Colección: Ciencias Sociales

Primera edición

Rector de la Universidad del Valle: Édgar Varela Barrios

Vicerrector de Investigaciones: Héctor Cadavid Ramírez

Director del Programa Editorial: Omar J. Díaz Saldaña

© Universidad del Valle

© Alberto Valencia Gutiérrez

Diseño de carátula y diagramación: Hugo H. Ordóñez Nievas

_______

Este libro, o parte de él, no puede ser reproducido por ningún medio sin autorización escrita de la Universidad del Valle.

El contenido de esta obra corresponde al derecho de expresión del autor y no compromete el pensamiento institucional de la Universidad del Valle, ni genera responsabilidad frente a terceros. El autor es el responsable del respeto a los derechos de autor y del material contenido en la publicación, razón por la cual la Universidad no puede asumir ninguna responsabilidad en caso de omisiones o errores.

Cali, Colombia, abril de 2020

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

CONTENIDO

PRESENTACIÓN

LA DEMOCRACIA: UNA PROMESA INDEFINIDA DE IGUALDAD

La pedagogía de la democracia

¿Qué es una democracia?

El derecho a la diferencia y el conflicto

Democracia y cultura

Democracia y cambio social

La democracia en Colombia

El libro

ENSAYOS DIVERSOS

PREÁMBULO

Responsabilidad social del columnista

Ética de la discusión

La universidad como proyecto

Ética de la convicción ética de la responsabilidad

No se deje descrestar

ESTADO Y SOCIEDAD CIVIL

La sociedad civil

Bárbaros tardíos

La cuestión social

Cultura y globalización

POLÍTICA Y RELIGIÓN

La religión en Estados Unidos

La religión hoy

Colombia en La Edad Media

VIDA COTIDIANA

La socialización entre pares

“Queremos amarnos...”

Los nuevos signos de las identidades

Los lugares comunes

POR LOS PAÍSES DEL MUNDO

LOS NUEVOS TIEMPOS

Siglo XX, cambalache, problemático y febril

La Revolución rusa

¿Las ilusiones perdidas?

Regresan las guerras

Globalización y movimientos sociales

¡Indígnense!

El islam

Rusia hoy

La posverdad

LOS AÑOS 1960

La revolución cultural de los años

Mayo de 1968

LA FRANCOFONÍA

La memoria histórica en Francia

El Tour de Francia

El fútbol y la migración en Francia

El tema de la seguridad en Francia

La lección de Québec

AMÉRICA LATINA

Cuba: Cincuenta años de revolución

Cuba: El inmovilismo de un país

Venezuela

La muerte de Hugo Chávez

Brasil en contexto

Brasil: Los militares regresan

PERFILES

FRANCIA Y EUROPA

Jean-Paul Sartre y el intelectual en Colombia

Freud: Ciento cincuenta años de su nacimiento

El crepúsculo de un ídolo: Freud para medios

Claude Lefort: muerte de un filósofo

Pierre Bourdieu

Daniel Pécaut

COLOMBIA Y AMÉRICA LATINA

Neruda: Cien años de su nacimiento

Gabriel García Márquez y la historia nacional

Estanislao Zuleta, veinticinco años después

El poeta William

Débora Arango y Virginia Gutiérrez

Marta Gómez: La Esperanza canta

FIGURAS DE LA POLÍTICA

Rojas Pinilla en presente

Camilo Torres: el cura guerrillero

César Gaviria y la política

¿Quién es Juan Manuel Santos?

Belisario Betancur: Sí se puede

LIBROS Y DOCUMENTALES

OBRAS CLÁSICAS

El Quijote: Cuatrocientos años después

El príncipe de Nicolás Maquiavelo

Ricardo III en la actualidad

La democracia en América de Alexis de Tocqueville

Historia del siglo XX de Eric J. Hobsbawm

Delirio de Laura Restrepo

SOBRE VIOLENCIA Y CONFLICTO

La Violencia en Colombia de Germán Guzmán Campos y otros

Entrega de armas de las guerrillas del llano

El conflicto: Callejón con salida

En busca de la nación colombiana

Libertad bajo palabra

El encanto de las imposibilidades

DOCUMENTALES Y TESTIMONIOS

Escritores en París hablan del conflicto

No hay silencio que no termine de Ingrid Betancourt

No hay causa perdida de Álvaro Uribe

El patrón del mal

El cartel de los sapos

RETRATOS DE LA SOCIEDAD COLOMBIANA

PERFILES HISTÓRICOS

Bolívar y Santander

Los ideales bolivarianos

El Frente Nacional

HÁBITOS Y MENTALIDADES

Pensar con datos

Nuestro pobre nacionalismo

La autoestima nacional

Nuestro pesimismo

La disponibilidad moral de los colombianos

UNA MORAL CIUDADANA

Los buenos y los malos

Una moral no autoritaria

Ética ciudadana

LAS ÉLITES EN EL PODER

La mentalidad de las élites

La clase dirigente

La estabilidad institucional

EL ESTADO Y LOS PARTIDOS

Un estado fuerte

Un estado ineficiente

La crisis de los partidos

Los héroes que triunfan contra el Estado

La desobediencia civil

FRAGMENTOS DE NACIÓN

CÓMO FUNCIONAN LAS INSTITUCIONES

Los efectos inesperados

Cómo se hace política en Colombia

Una derecha parlante

La opinión pública como protagonista

¿Cómo se crea un caudillo?

EL RECURSO A LA ILEGALIDAD

El proceso 8.000: La gran hipocresía nacional

El paramilitarismo: Una nueva hipocresía nacional

Una sociedad ilegal

La corrupción

Álvaro Uribe y las Farc: ¿Enemigos acérrimos?

El fracaso de la política antidrogas

La razón de estado

LAS MOVILIZACIONES SOCIALES

Los múltiples sentidos de la palabra paz

La marcha del domingo 24 de octubre

El país que queremos

La marcha del 4 de febrero contra las FARC

Camisa blanca

La marcha del 6 de marzo contra el paramilitarismo

No a la desesperanza

La marcha del 7 de abril contra la Ley 30 de educación superior

¡Que vivan los estudiantes!

EVENTOS NACIONALES

Los incautos soldados de la guaca

Colombianos en el exterior

Pepe y su familia

Las formas de morir

Bello puerto de mar...

El infierno si existe

Ser joven en potrero grande

SOCIOLOGÍA DE LA VIOLENCIA

EL CARÁCTER DE LA VIOLENCIA

Algo va de Colombia a Chile

La gran tragedia nacional

¿Guerra civil o guerra contra la sociedad?

El carácter regresivo de la violencia

LOS INGREDIENTES DEL CONFLICTO

Dictadura y estabilidad institucional

Historia de las Farc

Los vaivenes de la opinión

La omnipresencia del narcotráfico

EL CRIMEN Y LA BARBARIE

El crimen atroz hoy

Barbarie o civilización

La violencia fratricida

La historia continúa: violencia y religión

El origen de la maldad

La falange y los símbolos

EL ODIO Y LA VENGANZA

El odio ancestral

La parábola de la venganza

Los niños y la guerra

La silla vacía

Los “monstruos” de la Violencia

EL PALACIO DE JUSTICIA

Veinte años no es nada

Belisario y el Palacio

Los espectros del palacio de justicia

DERECHO Y CONSTITUCIÓN

EL DERECHO Y LAS INSTITUCIONES

Elogio del derecho

La institucionalidad

La constitución es lo que está en juego

Elogio de la autoridad

LOS GRANDES LOGROS CONSTITUCIONALES

La participación ciudadana

La CVC

La acción de tutela

Democracia y televisión

Las religiones en la Constitución

NOTA AL PIE

LA DEMOCRACIA: UNA PROMESA INDEFINIDA DE IGUALDAD

Este libro reúne una selección de 154 columnas de opinión que desde el 16 de mayo de 1997 he publicado en el periódico El País de Cali, en compañía de un grupo de profesores de la Facultad de Ciencias Sociales y Económicas de la Universidad del Valle, con el nombre de Polémica. Los artículos periodísticos son considerados por lo general como un género fugaz y efímero, cuya vigencia está supeditada a la periodicidad del medio. No obstante, durante estos veintidós años he hecho el esfuerzo por escribir cada columna con la intención de que se convierta en un pequeño ensayo, relacionado con los problemas de carácter general a los que hace referencia la situación particular que motiva la escritura: un análisis no coyuntural de la coyuntura. El interés ha sido llevar a cabo una pedagogía de la democracia y de la paz, de tal forma que estos breves escritos puedan sobrevivir a la circunstancia en la que fueron producidos.

LA PEDAGOGÍA DE LA DEMOCRACIA

La democracia como mentalidad y como forma de vida constituye el imaginario político en el que se ha desarrollado la actividad política, social y económica del mundo occidental desde la Revolución francesa (1789-1799), que puso en el primer plano de la escena una “promesa indefinida de igualdad”, como deber ser de la vida colectiva. Los seres humanos estamos marcados por múltiples diferencias y desigualdades que son insuperables: los hombres y las mujeres somos distintos, tenemos disparidad de habilidades, cualidades, bienes de fortuna, oportunidades. Pero en el marco de este nuevo imaginario político, como nos ha enseñado Alexis de Tocqueville en su libro La democracia en América, se abre la posibilidad de que a pesar de estas diferencias, nos tratemos «como si» fuéramos iguales, de tal manera que las desigualdades no se conviertan en fundamento de una dominación. En contraposición con lo que planteaba Karl Marx la igualdad, como imaginario constitutivo de la vida colectiva, no es necesariamente una forma de dominación que encubre unas relaciones de explotación, sino una perspectiva que las hace más visibles, permite tomar conciencia de ellas y luchar para transformarlas. La igualdad se debe construir sobre la base del reconocimiento de las diferencias.

Todo lo que ha ocurrido durante los últimos dos siglos podemos descifrarlo en relación con el “imaginario político de la igualdad”: las instituciones políticas, las ideologías, los movimientos sociales, los alzamientos revolucionarios de inspiración marxista, los intentos de construir sistemas socialistas, el desarrollo de las ciencias sociales y las humanidades, etc. Algunos de estos aspectos se inscriben en la misma dinámica del ideal democrático para prolongarlo, como es el caso de los movimientos que buscan implantar la igualdad económica y social y no solo la igualdad política; mientras que otros pretenden negarlo, como ocurrió con los regímenes totalitarios (estalinista, nazi o fascista), o las dictaduras militares en todo el mundo pero, sobre todo, en América Latina.

Con el fracaso del nazismo y del fascismo después de la Segunda Guerra Mundial en 1945, y con la desaparición de la «amenaza comunista» después de la caída de los socialismos entre 1989 y 1992, la victoria de la democracia como institución sobre sus enemigos de afuera se convirtió en un hecho. Ya no hay un tipo de sociedad, totalitaria o socialista, que pueda competirle y existen muy pocos países en el mundo que no se reclamen tributarios de ella. Durante los últimos cuarenta años el número de regímenes democráticos se ha multiplicado en Europa, Asia y África; los antiguos países socialistas que dependían de la Unión Soviética optaron por este régimen; en América Latina las dictaduras fueron sustituidas por gobiernos libremente elegidos a pesar de la diversidad política de su orientación. Se podría decir, incluso, que desde los años 1970 hasta el momento actual, la democracia ha hecho más avances en el mundo que durante el siglo y medio anterior a esta fecha.

Sin embargo, en los albores del Siglo XXI las amenazas contra la democracia ya no provienen tanto del exterior como de su entraña misma; son resultado de sus propias condiciones y de ideologías y movimientos que pretenden asumir la defensa de sus valores. Como dice el lingüista Tzvetan Todorov en el libro Los enemigos íntimos de la democracia, que inspira en parte estas líneas, «la democracia genera por sí mismas fuerzas que la amenazan y la novedad de nuestro tiempo es que estas fuerzas son superiores a las que la atacan desde afuera» (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2012, p. 10).

La democracia liberal, como institución, es un sistema interrelacionado de elementos que en su juego mutuo garantizan su ejercicio y su continuidad: la soberanía popular, la concepción del poder como un “lugar vacío”, la existencia de una Constitución, un “sistema de pesos y contrapesos” entre los poderes públicos, una sociedad civil fuerte e independiente, el respeto por las minorías y las diferencias, el reconocimiento del conflicto, el equilibrio de fuerzas entre el individuo y la colectividad, la promoción de ciudadanos ilustrados capaces de intervenir en la gestión de sus destinos.

Cuando alguno de estos elementos se autonomiza se pervierte el conjunto: el populismo, el caudillismo, el neo liberalismo, el mesianismo, la posverdad, el totalitarismo, la dictadura de la opinión, el terrorismo y las múltiples formas de la violencia, son algunos de sus «abismos». Más aún, como argumenta Tocqueville en el volumen II del libro mencionado, la democracia tiene sus “vicios” y la idea de igualdad no sólo es un factor positivo sino también un criterio que tiende a igualar por lo bajo los talentos e, incluso, a promover la uniformidad de las costumbres, la masificación y la estulticia de los ciudadanos, la mediocridad y el conformismo.

Por ello la lucha por la implementación del ideal democrático nunca es un hecho acabado sino un proceso sin fin, repleto de obstáculos y dificultades. En este marco se han escrito las columnas que aquí aparecen recopiladas, entendiendo que la democracia, como aspiración a la igualdad, “no debe ser considerada como un hecho que una determinada sociedad realice” sino como un valor, una norma y un “deber ser” de la existencia colectiva, que constituye y funda el orden de realidad de nuestras sociedades; algo que se debe llevar siempre en la intención aunque su realización no siempre sea efectiva.

¿QUÉ ES UNA DEMOCRACIA?

Todos los regímenes políticos que han existido en la historia de la humanidad han sido, en mayor o menor medida, regímenes despóticos en los cuales prima la arbitrariedad y la voluntad del gobernante se confunde con la ley. Así ocurre en las dictaduras, en las monarquías de otras épocas, en los sultanatos, en los totalitarismos del siglo XX (versión moderna del despotismo). La democracia liberal, por el contrario, además de tener su fundamento en la voluntad popular y no en la fuerza, el origen divino o la tradición, consiste en un conjunto de valores e instituciones orientados a poner límites al ejercicio omnímodo y arbitrario del poder.

Según expresión del filósofo francés Claude Lefort el poder en un régimen democrático es un “lugar vacío”: los gobernantes lo ejercen por delegación y no a nombre propio y son elegidos para un espacio de tiempo definido previamente. Toda asignación es revocable y ningún cargo es hereditario. Nadie es dueño del poder. Los habitantes son iguales ante la ley y tienen los mismos derechos de elegir y ser elegidos. La legitimidad del ejercicio de una función proviene de que el funcionario haya sido nombrado con base en el respeto y en el seguimiento estricto de unas reglas de juego, que establecen de antemano la duración, los límites y las posibilidades de su ejercicio. Cuando se pretende colmar ese “lugar vacío” aparece el caudillismo, representado por una figura concreta con nombre propio, que con su existencia misma pretende asumir la representación del conjunto social.

Las reglas del juego están establecidas en una norma escrita llamada Constitución, que determina de antemano y en forma abstracta el espacio de ejercicio del poder, sus límites y los derechos de los ciudadanos. Las instituciones permanecen y predominan sobre los que ejercen de manera temporal las funciones. En el Otoño del patriarca de Gabriel García Márquez encontramos un dictador que pregunta la hora a uno de sus súbditos y obtiene como respuesta: las que Ud. ordene mi general1, como si su voluntad predominara sobre el tiempo. A diferencia de los regímenes despóticos en los que la voluntad del gobernante está por encima de la Ley, en un régimen democrático la voluntad del gobernante se encuentra sometida a la Ley. Sin embargo, una de las más importantes amenazas a la democracia es que el pueblo, seducido por la demagogia de los caudillos, manipulado por elementos mediáticos gracias al gran desarrollo de los medios de comunicación de masas y con base en promesas de cumplimiento inmediato, se convierta en un principio único, no regulado, no limitado por una Constitución y no sometido a ella. La degradación de la noción de pueblo es el populismo.

La democracia se convierte en democracia liberal cuando el ejercicio del poder se somete a controles, con base en un sistema de “pesos y contrapesos” orientados al equilibrio, en un juego recíproco. En primer lugar, la existencia de una división entre diferentes poderes públicos, que garanticen su independencia y su autonomía y permitan la fiscalización mutua: el ejecutivo, el legislativo y el judicial; sin embargo, existen muchas otras esferas autónomas frente al ejercicio del poder, que contribuyen a su equilibrio: los medios de comunicación y la prensa en todas sus modalidades, los sistemas electorales independientes, el contexto internacional, la opinión pública, los partidos políticos, la oposición, las organizaciones de la sociedad civil y muchas otras.

Los poderes no se pueden concentrar en las mismas personas ni en las mismas instituciones. La libertad proviene de las barreras impuestas al poder y de la limitación de mis derechos por los derechos de los demás. Las dictaduras, eventualidad siempre posible en un marco democrático, se conforman en el momento en que uno de los poderes se impone sobre los demás, bien sea porque los suprima, los subordine o los anule. La razón de ser de una democracia es que las decisiones estén sometidas a controles.

En segundo lugar, una democracia se basa en la existencia de una sociedad civil fuerte, autónoma y separada del Estado, frente al cual se reclaman las libertades individuales y los derechos humanos, como las prerrogativas que los ciudadanos se reservan frente al ejercicio de su poder, es decir, su vida, sus bienes y su ámbito privado en general. El Estado en contrapartida no se puede convertir en el representante exclusivo de un sector de la sociedad civil en contra de otro. No puede tampoco asumir una religión como propia. Por el contrario, debe actuar como árbitro por encima de las partes contendientes, garantizar el libre juego de los intereses en pugna y ofrecer garantías para que cada cual decida libremente el tipo de religión que quiere profesar.

El individualismo de las libertades no es un poder absoluto. El equilibrio de una democracia consiste en un juego recíproco de mutua limitación: el individuo no puede imponer su voluntad a la colectividad, pero igualmente esta última no puede inmiscuirse en los asuntos privados de los ciudadanos. El neoliberalismo, con su reivindicación a ultranza de la libertad individual como principio único, no sometido al control del Estado, ni limitado por los derechos sociales de los menos favorecidos o de la colectividad, constituye una amenaza muy poderosa contra su existencia. La democracia está siempre atravesada por una colisión de valores, ya que no todos se pueden realizar al mismo tiempo y cualquier elección representa “costos de oportunidad”, definidos en términos de lo que no puede ser considerado: lo individual y lo colectivo, la libertad y el orden, el cambio y la permanencia y muchos otros.

Los regímenes totalitarios se caracterizan porque tienen éxito en abolir la diferencia entre Estado y sociedad civil y la lógica del poder impregna todas las actividades hasta las más íntimas, como aparece bien ilustrado en la novela 1984 de George Orwell. La anulación de la sociedad civil, un líder único que encarna y personifica el poder, un partido que se apodera del Estado y pretende ser el representante exclusivo de toda la sociedad, una policía política que garantiza el control de los ciudadanos, una meta única que orienta la acción estatal, un sistema de propaganda sofisticado y una lógica del terror que atraviesa todas las actividades son los elementos que conforman el totalitarismo como régimen político.

EL DERECHO A LA DIFERENCIA Y EL CONFLICTO

La democracia, a diferencia de lo que cree mucha gente, no es la lógica de la mitad más uno, no es la dictadura de la opinión. La democracia se define, por el contrario, por el respeto al derecho de las minorías. No es democrático un régimen que en nombre de las mayorías aplaste las diferencias, impida el diálogo entre posiciones contrarias o desconozca la pluralidad de los intereses y la polifonía de las voces que definen un grupo social.

La democracia es el derecho al disenso, a la oposición, al libre desarrollo de la personalidad, a la posibilidad de elegir sin trabas la creencia religiosa o la orientación sexual. El derecho a ser diferente y a ser respetado como tal es el primer fundamento de una “sociedad abierta” y pluralista, dentro de la cual sea posible el desarrollo de las posibilidades humanas en todos los campos. Si la democracia fuera simplemente la “ley de las mayorías”, el régimen de Hitler, que llegó al poder en 1933 con base en un triunfo electoral, habría sido un régimen democrático. Conocemos muchos otros ejemplos de regímenes que se apoyan en amplios fenómenos de opinión y que pretenden encontrar en ésta el fundamento de su legitimidad.

El gesto inaugural que funda una democracia es el reconocimiento del conflicto como elemento constitutivo e insuperable de todo tipo de relación social. El conflicto no es el resultado del enfrentamiento entre un “interior bueno” y un “exterior malo”, una especie de “virus” que viene desde afuera a alterar la buena marcha de la sociedad, un accidente que le ocurre a una colectividad, un elemento artificial importado o la expresión de una “enfermedad social” pasajera. Este aspecto señala claramente la diferencia entre un régimen democrático y un régimen totalitario, que niega la existencia, el valor y la importancia del conflicto social.

Las implicaciones prácticas de ambas posiciones son evidentes. Negar el conflicto justifica la represión pura y simple, la violencia y la eliminación del adversario; reconocerlo exige desarrollar mecanismos institucionales para su tratamiento, para que las diferencias no se resuelvan por la violencia, para que las oposiciones se desplieguen de manera creativa e integradora, dentro de las reglas de juego convenidas o, en caso dado, cuando las circunstancias lo exigen porque los conflictos desbordan las pautas establecidas, para que se pueda recrear un nuevo espacio para su resolución. De esta manera el conflicto no es un factor de disolución del vínculo social sino un elemento de integración. El secreto de la democracia es lograr, precisamente, que las oposiciones y confrontaciones, en lugar de dividir y separar, conduzcan a afianzar los lazos de la existencia colectiva.

Entre las condiciones que hacen posible la resolución del conflicto se encuentra de manera prioritaria el Derecho, como espacio fundamental de tratamiento de las diferencias. Pero también la libertad de expresión, el derecho a la información y, sobre todo, una cultura, una mentalidad, un habitus, una forma de ser encarnada en las propias gentes que les permita reconocer que existe un orden social legítimo, por encima de las partes comprometidas en una contienda, que garantiza su vida y el desarrollo de sus posibilidades. La violencia se presenta en el momento en que se anula la eficacia instrumental y simbólica de los espacios de solución de los conflictos y las identidades sociales quedan subordinadas a una lógica de exclusión del “tu o yo”, en la cual la afirmación de mi identidad tiene como condición la negación de la identidad del otro o viceversa. Hoy en día se impone el rediseño de mecanismos democráticos de control del poder y la construcción de espacios institucionales que permitan un desarrollo no destructivo del conflicto.

DEMOCRACIA Y CULTURA

Los clásicos de la filosofía política siempre resaltaron que para un ejercicio real de la democracia se requiere de la existencia de ciudadanos libres, racionales, ilustrados, capaces de pensar por sí mismos, discutir y replicar, de tal manera que se pueda conformar una opinión pública autónoma frente a la autoridad instituida, capaz de formular problemas y puntos de vista sin temor a represalias y sin que una sola persona monopolice la discusión o determine las opiniones que prevalecen.

Sin embargo, el ideal de una sociedad de seres racionales y diferenciados, en los que predomina el intelecto, puede ceder su lugar a una “sociedad de masas” en la que se impone la homogenización de las mentalidades y de los comportamientos, se pierde la autonomía individual, y sus miembros terminan respondiendo a impulsos afectivos o emocionales primarios, provenientes muchas veces de la influencia de un caudillo omnipotente e idealizado, capaz de mover las voluntades en una sola dirección.

La posverdad y la promoción del miedo son los mecanismos que actualmente se imponen como criterios de manipulación de la política, a través de los cuales se pierde la razón de ser de un régimen democrático. La apelación irracional toma el lugar de la decisión consciente: los ciudadanos no responden como actores racionales sino como autómatas atemorizados, movidos por la defensa de unos intereses que suponen amenazados, de manera errónea o imaginaria muchas veces. Desde este punto de vista, la promoción de la cultura, orientada a la educación del ciudadano como ser autónomo, que sabe “pensar por sí mismo”, es una de las vías por excelencia para construir un espacio democrático.

El mesianismo, que pretende imponer por la fuerza la idea del bien y de lo justo, o llevarla a otros pueblos por medio de las armas, es otra de las amenazas que se erigen contra la democracia. Napoleón quiso exportar al resto de Europa los ideales de la Revolución francesa; los comunismos del siglo XX trataron de expandirse por todo el universo; en la época contemporánea, en nombre de la promoción de los derechos humanos, se llevan a cabo todas las carnicerías imaginables en los pueblos considerados incapaces de dirigir por sí mismos su destino, como lo demuestran las innumerables guerras que se presentaron durante la Guerra Fría (1945-1991) y después de la caída de los países socialistas.

La democracia no se funda en la creencia en una “bondad natural” de los seres humanos ni en una vocación innata a la felicidad. La historia del Siglo XX nos ofrece innumerables ilustraciones que ayudan a refutar esta idea: las guerras que parecían extinguidas de la historia europea reaparecieron con todo su furor y derrumbaron todos los ideales de paz y convivencia que las naciones más desarrolladas habían construido con esmero durante décadas; el uso del poder para construir una nueva sociedad en los países socialistas terminó en los abusos extremos de los campos de concentración, el gulag y los destierros de población; la violencia que parecía dominada demostró ser una eventualidad siempre presente en las formaciones sociales; los viejos conflictos no desaparecieron sino que dieron lugar a otros nuevos; las identidades colectivas basadas en la homogeneidad y la falta de diferenciación entre sus miembros terminaron siendo fuentes de terror colectivo hacia adentro y hacia el exterior. Como dice el filósofo Theodor Adorno, después de los campos de concentración de Auschwitz no podemos pensar igual y ya no sabemos de qué tipo de hombre hablamos.

Los antiguos proyectos políticos de la izquierda tenían su fundamento en una concepción positiva de la condición humana, hasta el punto de considerar como una alternativa real en una futura sociedad la superación del conflicto, la desigualdad y los enfrentamientos entre los hombres. La idea de un “hombre nuevo”, tan cara a los radicalismos de izquierda de América Latina, no es más que un bello sueño irrealizable, que terminó siendo el fundamento de toda clase de genocidios, cuya máxima expresión se encuentra en el movimiento Sendero luminoso del Perú, con su promoción a ultranza del odio en nombre de la lucha por una nueva sociedad.

En el trasfondo del ideal democrático hay una concepción de la naturaleza humana que no es pesimista sino realista. Los hombres no son ni “buenos” ni “malos” sino que dependen de las condiciones en las cuales se produce el desarrollo de sus vidas y de sus proyectos. La democracia no promete la salvación, no establece un camino a seguir para lograr el paraíso en la tierra y se funda en la idea de que todo orden social es imperfecto, pero puede mejorar.

DEMOCRACIA Y CAMBIO SOCIAL

Ya pocos creen que sea factible llevar a cabo las grandes transformaciones que reclama a gritos la sociedad contemporánea, negando las libertades políticas, desconociendo la iniciativa de las gentes o suprimiendo los mecanismos de control del ejercicio del poder. Ya pocos se hacen ilusiones con respecto a las posibilidades de un régimen militar o de un gobierno revolucionario, dictatorial y totalitario. Las derechas y las izquierdas extremas siempre han creído en las dictaduras. Los grupos armados de todas las procedencias han sido entre nosotros uno de los grandes obstáculos para que la sociedad se transforme. Su desmonte abriría la posibilidad de desarrollar espacios democráticos no amenazados por la violencia y de que irrumpan múltiples movimientos sociales, que orienten los grandes cambios que necesitamos.

El proyecto político contemporáneo se debe fundar en el convencimiento de que la realización de los grandes cambios económicos y sociales, y la solución de los grandes problemas de la pobreza, el desempleo, la exclusión y la marginalidad, sólo se puede alcanzar en el marco de una “sociedad abierta” y de un régimen político democrático, en el cual los gobernados elijan a los gobernantes, se de participación a todos los sectores sociales, exista una amplia gama de libertades políticas y de expresión que permitan la controversia y el debate público, y el poder se establezca sobre la base de controles.

Vivir en una democracia es preferible a la sumisión a un Estado totalitario o a una dictadura militar, así sea con base en la promesa de la solución de los problemas sociales y económicos y así exista el riesgo de que la orientación del gobierno democrático no sea la más adecuada en un momento dado. No se trata de sustituir la democracia por otro régimen sino de hacer que la realidad “efectivamente existente” se acerque cada vez más al ideal de igualdad que ella representa. Parafraseando a Alexis de Tocqueville se podría afirmar que el contraste entre el imaginario de la igualdad y un “estado social” de hecho, definido por la desigualdad, la dominación y la explotación, es el fundamento de ese motor que, desde la Revolución francesa, mueve al mundo: una oposición fundadora de nuevas formas de relación social. Siempre es posible recrear el orden existente.

LA DEMOCRACIA EN COLOMBIA

Los anteriores criterios pueden servir como punto de referencia para evaluar la existencia de la democracia en un país como Colombia. La democracia nunca se realiza, porque existe en el marco de una confrontación permanente alrededor de los criterios que la definen. Para indagar acerca de su implantación, más que una “filosofía política”, disponible en los manuales, lo importante es apelar a una “sociología de la democracia”, dentro de la cual se establezca claramente la manera como se ponen en juego los diferentes elementos que la constituyen: los marcos institucionales, los imaginarios políticos de la igualdad y la libertad y los actores que entablan luchas en favor o en contra de su realización.

La Constitución de 1991 representó una revolución democrática de inmensas proporciones, no sólo en la promoción de nuevas instituciones sino también en la creación de nuevos referentes imaginarios para el ejercicio de la ciudadanía y de la actividad política. Estamos acostumbrados a asociar la idea de revolución con la toma violenta del poder, la derogación forzada de la antigua legalidad, la imposición de un nuevo orden por la vía de la violencia. Pero no nos damos cuenta que las verdaderas revoluciones son las que ocurren y se imponen sigilosamente y no necesariamente las que estallan, producen ruido y pretenden establecer una ruptura tajante con el pasado, para crear un nuevo “reino milenario”, que nunca llega. En 1991 hubo una revolución de ese tipo, aunque circunscrita al ámbito constitucional.

Fiel al diagnóstico que la inspiró de considerar que “el antídoto contra la violencia era la democracia”, la reforma constitucional de 1991 estableció unos marcos institucionales que llevaron muy lejos la democracia Colombia: la nueva codificación de derechos y garantías ciudadanas y el establecimiento de mecanismos que garantizan su realización efectiva como es el caso de la tutela; las normas de participación política y ciudadana en los más diversos ámbitos; la reforma judicial del Estado, con la Fiscalía a la cabeza; la transformación de las condiciones de hacer política y la regulación de los partidos; el equilibrio entre las ramas del poder público; el reconocimiento del carácter pluriétnico de la sociedad y el derecho de las comunidades indígenas a una educación bilingüe y a mantener sus jurisdicciones penales; la independencia del Estado con respecto a la religión y su obligación de respetar las creencias de los ciudadanos; el reconocimiento de la independencia de instituciones relacionadas con el sistema electoral o el manejo de la televisión; la redefinición de las relaciones entre el Estado y la economía para evitar los abusos de los gobernantes en materia fiscal y monetaria; la reorganización política y administrativa del país para reintegrar y poner en el mismo rango a los antiguos “territorios nacionales”; la autonomía otorgada a las universidades públicas, entre muchos otros aspectos.

La Constitución de 1991 representa igualmente la conformación de nuevos imaginarios políticos en temas cruciales: las prerrogativas de los ciudadanos para exigir del Estado la atención de sus necesidades básicas, no como resultado de la asistencia social ni de la caridad cristiana, sino como el ejercicio legítimo de un derecho; el empoderamiento de la sociedad civil en las diferentes formas de participación; la idea de pluralidad y de diversidad, como definición de la convivencia colectiva; entre muchos otros aspectos, más propios de las representaciones que de las instituciones. La introducción de las nociones de derecho, sociedad civil y pluralidad, son prueba suficiente de la irrupción de nuevos imaginarios para el ejercicio de la política.

Sin embargo, la creación de nuevas instituciones no significa una garantía definitiva de la instauración de la democracia en este país. En los últimos treinta años se han desarrollado confrontaciones entre actores sociales alrededor de la nueva institucionalidad, para afirmarla o para negarla. La nueva Constitución se ha reformado más de cuarenta veces desde su promulgación y en muchos casos se ha tratado de “traducir” a la “lógica anterior”, el “hecho insólito” del proceso de reforma constitucional a través de múltiples estrategias, que van desde actos legislativos, promulgación de leyes reglamentarias que hacen inoperante los principios constitucionales hasta la invención de ardides para burlar las prescripciones. Lo que define finalmente a un régimen como democrático no es sólo la existencia de un marco institucional o de unas representaciones democráticas sino los resultados de estas luchas en favor o en contra de su instauración.

La democracia en Colombia también tiene sus “abismos” y sus “enemigos íntimos”, que no provienen de una amenaza externa del país vecino sino de su propia lógica: la aparición de movimientos caudillistas alrededor de personajes de sobra conocidos; la amenaza del populismo de izquierda o de derecha; la persistencia de los grupos armados que cierran el espacio de la política e impiden la irrupción de movimientos y luchas sociales por las reivindicaciones primarias de la población; los esfuerzos de anulación por parte del ejecutivo de la autonomía de las grandes cortes; la implantación de un “régimen de opinión” como nueva modalidad de legitimidad política del gobernante de turno; el neoliberalismo que ha crecido coetáneo con las nuevas instituciones de 1991 y descarta los derechos sociales; el intento de negar el conflicto como elemento constitutivo de las relaciones sociales durante el régimen de la Seguridad democrática; el afán de controlar la construcción de la “memoria histórica” para ponerla al servicio de una posición única y autoritaria sin respetar la pluralidad de sus diversas expresiones; la promoción de las mentiras y del miedo como criterio de la movilización política de los habitantes.

A todo ello habría que agregar la falta de cultura política de los ciudadanos; los esfuerzos para que se mantengan y se reafirmen las concepciones autoritarias y totalitarias que bien conocemos o las múltiples formas de la exclusión que han marcado la vida de este país desde tiempos inmemoriales, cuya expresión por excelencia ha sido la violencia en sus múltiples formas. La democracia, como decíamos al principio de este ensayo, es una “aspiración indefinida a la igualdad” y es un hecho que la igualdad nunca ha estado en el centro de las representaciones y de las luchas políticas en Colombia.

EL LIBRO

Las columnas que aparecen recogidas en este libro han sido escritas con el criterio de responder a las inquietudes formuladas en este prólogo. Han sido clasificadas de acuerdo con una organización temática y no siguiendo un orden cronológico, de tal manera que el lector tenga la posibilidad de escoger los asuntos de su interés. El libro se divide en ocho secciones. Las cuatro primeras recogen textos de carácter general relacionados con ensayos filosóficos diversos, visiones sobre otros países del mundo, perfiles de personajes y reseñas de libros y documentales. Las cuatro siguientes se refieren a la sociedad colombiana: retratos de su historia y de sus mentalidades, de las élites, el Estado y los partidos; fragmentos de cómo funcionan las instituciones, el recurso a la ilegalidad, las movilizaciones sociales y algunos eventos ejemplares; la sociología de la violencia en sus diversos aspectos; y, finalmente, la relación entre la democracia y los logros y los fracasos de la Constitución política de 1991. Cada lector puede encontrar en este menú el plato que prefiera.

Debo agradecer en primer lugar a las directivas del periódico El País con Luis Guillermo Restrepo a la cabeza, por la oportunidad de publicar estas columnas durante este largo período; a los colegas y funcionarios de la Universidad del Valle; al profesor Álvaro Guzmán compañero de los últimos años en la columna Polémica y a Ana Cristina Gómez por sus ideas y sus críticas oportunas. A Juan Guillermo Echeverri por la lectura atenta y la corrección del manuscrito; al personal del Programa Editorial y a su director, el profesor Omar Díaz, ya que sin su estímulo este trabajo de recopilación no se hubiera llevado a cabo.

PREÁMBULO

RESPONSABILIDAD SOCIAL DEL COLUMNISTA

26 de diciembre de 2012

Tener la posibilidad de expresar la opinión en un periódico que, como El País, nos ha ofrecido la libertad de hacerlo, sin ningún tipo de restricción, representa, sin lugar a dudas, un privilegio pero también una inmensa responsabilidad social. Los columnistas de prensa tenemos una función muy importante que cumplir en la formación de la opinión y debemos asumir el compromiso ético de dar cabida a la expresión de puntos de vista diversos, para que cada cual conforme una opinión propia.

Las condiciones mínimas para escribir una columna con responsabilidad son al menos tres. En primer lugar, hay que aspirar siempre a decir algo que valga la pena; expresar una opinión con base en un trabajo previo de investigación y con preocupación por sustentar las ideas que se quieren presentar, para no dar rienda suelta a los prejuicios y al sentido común, como es tan usual.

En segundo lugar, hay que exponer las ideas en un lenguaje llano, lo más próximo a un lenguaje literario; como afirmo en una de mis columnas, “lo que se entiende con claridad se expone con claridad”. El objetivo es poder llegar al mayor número de lectores y evitar la tentación, tan propia de nosotros los académicos, de escribir para públicos especializados, en jergas incomprensibles o con un lenguaje abstracto carente de sentido.

En tercer lugar, hay que asumir un compromiso con la construcción de un ambiente de diálogo y discusión. El papel de los columnistas es activar continuamente la controversia ofreciendo a los lectores, a través de la información y el análisis, la posibilidad de servirse de su razón y de su discernimiento. La sociedad en que vivimos tiende a conformarse como una “sociedad de masas” –de acuerdo con el sociólogo norteamericano Charles Wright Mills en su libro La élite del poder- que promueve formas uniformes de pensar, sentir y obrar y establece una diferencia entre una pequeña minoría que piensa y toma las decisiones que afectan la vida colectiva, y una inmensa parte de la población, excluida de participar en los debates y en los manejos que conducen a dichas decisiones. Los columnistas debemos contribuir a la creación de un público ilustrado, para que los afectados por las políticas públicas puedan discutirlas y replicarlas y para que los que adoptan las decisiones respondan públicamente por ellas.

Los periódicos actuales se han transformado completamente con respecto a lo que eran hace sesenta años, cuando existía una línea oficial de la dirección a la que los columnistas, y hasta los caricaturistas, debían plegarse. Hoy en día, gracias a múltiples factores, el pluralismo predomina y existen espacios libres de controversia y discusión, que podemos aprovechar para la realización de estos fines. Una sociedad no es nunca completamente abierta y democrática, pero debemos tratar de actuar en ella “como si” lo fuera y de esta manera contribuir a hacer posible la vida colectiva, mediante el ejercicio de una “ética de la discusión”, que propicie el debate y la polémica.

ÉTICA DE LA DISCUSIÓN

10 de agosto de 2011

Una práctica ancestral de la educación ha arraigado en cada uno de nosotros una representación de la verdad como un hecho físico acabado, como un bien material que existe en algún lugar y es posesión de algún sujeto o grupo particular, hasta el punto de excluir a los demás de su disfrute o exigir normas rituales para acceder a él. Esta concepción desconoce que nuestra “condición de existencia” es el diálogo y no es posible imaginar algo distinto por fuera de él. A la verdad, que por su propia naturaleza es resultado del diálogo, sólo se llega a través de la “interrogación y la réplica recíprocas”.

En nuestros países predomina una cultura retórica y parlamentaria, orientada a persuadir, vencer en una causa, ganar adeptos, anular al interlocutor. Las discusiones están orientadas sobre todo a la confirmación de la propia posición y no a la búsqueda de sentidos nuevos, que enriquezcan a sus participantes. Una tarea urgente consiste entonces en llevar a cabo el aprendizaje de las condiciones mínimas que hacen posible la discusión. El diálogo ha llegado a ser hoy en día el principal instrumento de que disponemos los habitantes de este planeta para enfrentar un futuro lleno de dudas e incertidumbres.

La primera condición del diálogo es el reconocimiento del valor y la legitimidad del interlocutor. No existe diálogo alguno cuando la actitud inicial consiste en descalificar de antemano al adversario o en hacer de sus argumentos una caricatura para después poderlo criticar más fácil. Como dice Estanislao Zuleta, la primera exigencia del diálogo es delimitar las razones y los argumentos del interlocutor. Hay que hacer todo lo posible para que el otro tenga sus mejores argumentos y los ilustre con los mejores ejemplos. El otro no es simplemente un espejo que corrobora con su asentimiento lo que yo digo y su desacuerdo no puede ser tampoco el criterio de auto corroboración de mi discurso. El otro es verdaderamente un interlocutor cuando le ofrezco todas las posibilidades de oponerse y diferir.

La segunda condición del diálogo es la actitud crítica frente a la propia posición. El debate y el diálogo no ocurren necesaria, ni prioritariamente, en relación con un contendiente externo sino, en primer lugar, con uno mismo. La dialéctica, parafraseando a Platón, es “el diálogo del alma consigo misma”. No se deben presentar argumentos que no estamos en capacidad de sustentar. Los argumentos que ponen en cuestión la tesis que queremos promover deben surgir en primera instancia de nosotros mismos. Es importante que pongamos sobre el tapete el punto de vista desde el cual hablamos. La autocrítica no es un simple acto de modestia sino la aceptación realista de que nadie está en capacidad de abarcar desde un solo punto de vista la complejidad de un problema.

La tercera condición del diálogo es el reconocimiento de que por encima de las partes comprometidas en una discusión existen unas normas mínimas de la lógica, de la demostración, de la argumentación, del pensamiento y de la investigación que las partes comprometidas asumen y reconocen como válidas. No podemos aceptar la idea de que “entre gustos no hay disgustos” -un monólogo que se contrapone a otro monólogo-, es decir, que la validez de una proposición se debe limitar a quien la afirma y carece, por consiguiente, de objetividad más allá de los interlocutores.

Las discusiones efectivas que llevamos a cabo en la vida cotidiana no se amoldan necesariamente a las tres exigencias del diálogo que hemos presentado. Pero no por ello carecen de importancia. Por el contrario, constituyen una aspiración cuya “realización nunca se alcanza, pero que se debe llevar siempre en la intención”. Una práctica del debate y la controversia, orientada idealmente por estos criterios, hace posible la afirmación de unos valores intelectuales que cuestionen la sofística y la retórica características de nuestra “cultura”, de corte parlamentario, en casi todos sus matices, políticos, pero también académicos.

PD. La versión completa de este artículo ha sido ampliamente difundida en Colombia y se encuentra disponible en la red. El texto proviene de mi libro En el principio era la ética. Ensayo de interpretación del pensamiento de Estanislao Zuleta (Bogotá, Penguin Randon House, Univalle, 2015). Hace parte también de mi libro Acción, ética, política. Nuevos parámetros de reflexión en ciencias sociales (Bogotá, Siglo del Hombre Editores, 2014, pp. 33-40).

LA UNIVERSIDAD COMO PROYECTO

31 de agosto de 1999

Entre los años 1200 y 1250 comienzan a surgir en varios sitios de Europa unas instituciones educativas que, en contraste con las centros escolares organizados en los monasterios o en los zaguanes de los castillos para enseñar a los pobladores de la región los fundamentos básicos (“leer, escribir y contar”), se dedican a acoger gentes provenientes de todas partes (utilizando el latín como lengua común), y a ofrecer a los saberes de la época un espacio para desplegarse y confrontarse: las culturas religiosas y profanas, la razón y la fe, las artes liberales, la medicina, el derecho, la teología y, sobre todo, la lógica.

Para marcar el contraste con las entidades educativas locales (o “particulares” como se las llamaba) se da a estas instituciones el nombre de universidades, tomado del latín “universitas” que significa universalidad, totalidad, conjunto. Desde entonces la universidad, como institución, ha sufrido toda de clase de transformaciones, pero no así el “imaginario social” que la constituye desde sus inicios: un proyecto ético e intelectual de universalidad, de diálogo y de critica que ha sido, es, y debe seguir siendo, la razón de ser de su existencia.

La universidad debe ser entendida a partir de la actividad fundamental que define su naturaleza: la crítica y el pensamiento. Una universidad pierde su razón de ser cuando establece compromisos con ideologías políticas, creencias religiosas o movimientos sociales, cuando se convierte en el escenario de enfrentamientos o de violencia, cuando reproduce en su seno los vicios de la sociedad que la circunda o cuando se le otorgan privilegios por fuera de su labor específica.

Quien ingresa a una universidad debe entender que allí no se le pide que piense o actúe de una u otra forma, sino que aprenda a respetar las normas mínimas de la discusión argumental y del diálogo razonado: el respeto por el otro, la posición crítica frente a la propia posición y el reconocimiento de que por encima de las partes comprometidas en una discusión hay unas normas mínimas de la lógica y del pensamiento, y una exigencia de objetividad en los juicios, que constituyen la condición de todo conocimiento efectivo. El diálogo racional es el instrumento a través del cual la universidad debe llevar a cabo su función de construir y conservar los grandes valores de la cultura.

Como lugar del pensamiento y de la cultura la universidad tiene, igualmente, una función que cumplir en la definición y la crítica de los ideales colectivos. La universidad debe respetar las creencias de cada cual y a nadie puede exigir que quiera o luche por algo determinado; pero si le puede ayudar a entender qué quiere y a sopesar las consecuencias o el significado de sus decisiones y de los valores que las inspiran. La universidad no es sólo un politécnico, donde se forman profesionales hábiles en el desempeño de un oficio, sino una institución que debe contribuir a la formación de una ética ciudadana del respeto y la tolerancia, no entendidas como aceptación resignada y pasiva de los demás seres del universo, sino como reconocimiento del valor y la riqueza de la diversidad. La universidad no puede contar con fuero alguno distinto al fuero académico que le otorga su función crítica.

ÉTICA DE LA CONVICCIÓN ÉTICA DE LA RESPONSABILIDAD

20 de mayo de 2015

Una reflexión muy elemental de filosofía podría ser muy útil para pensar tanto en los grandes problemas de la política, como en los de la vida personal. Me refiero a la diferencia que se puede establecer entre lo que los filósofos llaman una “ética de la convicción” y una “ética de la responsabilidad”, que define no sólo dos tipos de conducta sino también dos tipos de hombres y que, llevada al extremo, produce verdaderos desastres.

Del grupo de la “ética de la convicción” hacen parte aquellos que consideran que lo verdaderamente correcto es obrar con base en convicciones y en principios, sin tener en cuenta las consecuencias. La gama de personajes que pertenecen a este grupo es bastante diversa y va desde el hombre corriente, probo y honesto, que obra de buena fe, hasta el fundamentalista irresponsable. Encontramos aquí, por ejemplo, a los santos que, movidos por su fe, se alejan del mundo o a los mártires que se inmolan por una idea; pero también a los terroristas que no les importan los “efectos colaterales” de sus acciones sino la afirmación de su causa; a los guerrilleros que en nombre de los “intereses del pueblo” lanzan cilindros bomba sin importarles la población civil; a los “vengadores ciegos” que sólo piensan en la realización de su odio, entre muchos otros casos emblemáticos. Esto configura lo que podríamos llamar un moralismo puro, casi siempre irresponsable.

Del grupo de la “ética de la responsabilidad” hacen parte aquellos que sólo consideran como criterios de sus decisiones las consecuencias de sus actos, las conveniencias del momento, el éxito puro y simple, las circunstancias que tienen en frente, el cálculo de los resultados, la adaptación a las corrientes dominantes, las variables en juego, pero sin tener en cuenta las convicciones y los principios. Todas estas son características de los hombres que actúan en la política y configuran lo que podríamos denominar el “realismo cínico”, bien descrito por Maquiavelo en El Príncipe.

La historia reciente de Colombia ofrece múltiplos ejemplos de estos dos tipos de caracteres, en todas sus versiones. Y también encontramos ilustraciones cuando se observan los grandes fracasos de las opciones políticas recientes, de derecha o de izquierda, desde los movimientos totalitarios hasta los movimientos revolucionarios que han tratado de construir una nueva sociedad; desde el “gran dictador” hasta el “guerrillero heroico”.

La experiencia del siglo XX nos obliga a considerar que no podemos aceptar ni el fundamentalismo ni el cinismo. Ambos extremos son igualmente nocivos. No se puede actuar teniendo en cuenta simplemente las convicciones y las “buenas intenciones”; cuando valoramos una conducta, propia o ajena, tenemos que tener en cuenta también las consecuencias de los actos. Hacer algo con “buenas intenciones” no exime a nadie de la responsabilidad por las consecuencias.

En el proceso de paz que está en marcha hay que exigir a los bandos comprometidos que piensen al mismo tiempo en ambos registros. Los fundamentalistas, que vemos desfilar a diario por la televisión llamando a la guerra y a la intransigencia, me producen tanto pánico como los abiertamente cínicos, que sólo piensan en cálculos políticos. Ambos parecen la encarnación del mismo demonio pero con diferente rostro. Hacer la paz con un grupo armado que ha cometido toda clase de atrocidades conlleva un elevado costo moral, pero las consecuencias positivas que se derivan de allí, el número de muertos y daños que se pueden evitar, justifican ese sacrificio. Y así combinamos la convicción y los principios con la responsabilidad.

NO SE DEJE DESCRESTAR

4 de diciembre de 2002

Había una vez un rey al que le gustaban los bellos vestidos y exigía de sus súbditos un reconocimiento permanente a su elegancia y buen gusto. Un buen día llegaron a su grey unos bribones que decían saber tejer un vestido que sólo era visible para los hombres inteligentes y honrados e invisible para los pillos y tontos. El rey, deseoso de conocer la virtud de sus subordinados, quiso tener uno de aquellos espléndidos trajes. Pero como él mismo no lo podía ver le tocó fingir, como a todos, para no ser considerado indigno. El día del estreno el soberano recorrió sus dominios “exhibiendo” esa peculiar vestimenta frente a los halagos de las gentes de su pueblo que fingían ver lo que no existía para evitar caer en desgracia ante su Señor. Sólo la voz de un niño irrumpe entre la multitud para decir lo que todos sabían pero nadie se atrevía a pronunciar: el rey está desnudo.

Recuerdo esta historia cada vez que asisto a una conferencia y no sólo no entiendo una palabra de lo que ha dicho el conferencista, sino que observo como los asistentes se miran perplejos y no se atreven a confesar lo que todos perciben: que nadie ha entendido nada. La culpa por lo general recae sobre los oyentes que se auto consideran ignorantes frente a la supuesta sabiduría del orador. El más crítico de los asistentes sólo alcanza a pronunciar, finalmente, a manera de consolación, la benévola frase: sabe mucho, pero no lo sabe explicar. Pero nadie, con la osadía del niño de la historia, se atreve a reconocer que quien hablaba simplemente no había entendido lo que estaba tratando de explicar.

Al menos tres condiciones son necesarias para entender cabalmente cualquier cosa de que se trate. En primer lugar, hay que saberlo decir con las propias palabras. “Sí lo sé, pero no lo se decir”, es una disculpa que nadie debe aceptar; si no lo sabe decir es simplemente porque no lo sabe o porque no lo ha entendido: “Lo que se entiende con claridad se explica con claridad” es una famosa frase de un filósofo de la Antigüedad, que ha hecho carrera en la historia de la cultura y que nos ilustra con precisión esta idea. Entender algo y saberlo explicar con las propias palabras no son actividades heterogéneas; es la misma cosa. La “enredología” es un claro síntoma de que quien habla no entiende lo que dice.

En segundo lugar, se requiere poner ejemplos. Un frase general y abstracta, que no se refiere a nada concreto, es una frase vacía mientras quien habla no pueda ilustrar lo dicho con referencia a algo específico. Un ejemplo: “La política colombiana contemporánea se hace sobre la base de transacciones en el marco de una acción estratégica orientada a acumular recursos de poder”. Eso puede sonar bien, pero me niego a entender esa frase mientras mi interlocutor no me presente algún ejemplo concreto: la forma cómo opera la corrupción, lo que ocurre en las zonas ocupadas por guerrillas o paramilitares, las normas de sometimiento a la justicia. “De metáforas y ejemplos está hecho el pensamiento”, decía el filósofo Friedrich Nietzsche.

En tercer lugar, se debe estar en condiciones de establecer una comparación. Sólo se entiende con claridad algo si se puede decir al mismo tiempo qué no es ese algo; si se puede constatar que existen otras cosas que pertenecen a un grupo distinto al que se hace referencia. Si digo, por ejemplo, que “la democracia es un conjunto de instituciones orientadas a frenar el abuso del poder” puedo estar diciendo una frase medianamente comprensible; pero solo la entiendo con certeza en el momento en que explique en qué consiste un régimen no democrático, es decir, aquel que se funda en el abuso del poder. Sólo así, en la lógica de la contrastación permanente, el mundo se hace comprensible. Pregunte siempre por aquello que no es lo que le están diciendo o afirmando y así comprenderá mejor y sabrá si su interlocutor ha hecho lo propio.

Existen otras condiciones mínimas de la comprensión como la exigencia de tener un sentido histórico, es decir, saber ubicar cualquier cosa en coordenadas de espacio y tiempo. Como el niño de la historia: ¡no se deje descrestar!

ESTADO Y SOCIEDAD CIVIL

LA SOCIEDAD CIVIL

13 de octubre de 1999

Los colombianos nos hemos acostumbrado a ver en la TV a unas señoras y a unos señores muy distinguidos, que exhiben el ostentoso título de representantes de la sociedad civil. No son suficientemente claras, sin embargo, las razones por las cuales estas personalidades se atribuyen semejante representación, pero mucho menos las características de la “entidad” que representan. Cuando leemos en una entrevista publicada en una revista de amplia circulación que el jefe paramilitar Carlos Castaño afirma, por su parte, ser el “representante armado de la sociedad civil” la confusión es aún mayor, porque tampoco sabíamos que dicha “institución” tuviera un ejército propio.

La noción de sociedad civil tiene un poco más de dos siglos de existencia. La crearon los filósofos alemanes y los economistas ingleses de los siglos XVII y XVIII, en un momento en que el Estado moderno (o sociedad política) se estaba consolidando en Europa, y lo hicieron para referirse al conjunto de los intereses privados que tenían una existencia propia por fuera del Estado. Si el Estado se hacía poderoso y se convertía en una amenaza para los pobladores, era necesario inventarse una entidad llamada sociedad civil que simbolizara la resistencia contra todos sus abusos, actuales o posibles, y representara la autonomía y la posibilidad de autorregulación de la sociedad frente al poder.

No obstante, en la contienda política real esta noción no ha tenido un sentido claramente discernible y es utilizada indistintamente, desde el Fondo Monetario Internacional hasta el comandante Gabino del Ejército de Liberación Nacional. En los regímenes socialistas servía para representar a todos aquellos que se oponían al poder omnímodo de un partido único, que monopolizaba el Estado y quería moldear y controlar a su antojo la vida de los ciudadanos. En América Latina la noción de sociedad civil se difundió entre los años 1970 y 1980 como oposición a los excesos de las dictaduras militares: lo civil era “lo no militar”, todo aquello que se opusiera a sus arbitrariedades y a sus exacciones. La idea también es muy cara a los modernos apologistas del mercado como regulador absoluto de la vida económica y social.

La sociedad civil en cierta forma no corresponde a ninguna realidad concreta. A Karl Marx, gran crítico de las ilusiones políticas, nunca le gustó esta noción porque englobaba indiscriminadamente muchas cosas distintas y encubría la existencia de unas clases diferenciadas. Pero, a diferencia del filósofo alemán, tenemos que reconocer que la noción de sociedad civil es una de esas “ilusiones” -como tantas otras- que son necesarias para poder vivir y para la construcción de una sociedad libre, justa y democrática.

No podemos hablar de democracia si no contamos con una sociedad civil. La democracia es un conjunto de valores y de instituciones orientados a poner límites al ejercicio omnímodo y arbitrario del poder; y la existencia de una sociedad civil fuerte, que represente la autonomía de la población frente al uso y abuso del poder, constituye uno de esos límites. En la vida política la sociedad civil es todo aquello que simbolice la lucha contra la arbitrariedad. La sociedad civil somos todos, en tanto ciudadanos, y por eso es absurdo ponerla en cabeza de unos sujetos concretos, como hacemos aquí. Además, ¿quien podría atribuirse su representación, con “justo título y buena fe”, en un país como Colombia, donde la arbitrariedad no es “atributo” exclusivo del Estado?

BÁRBAROS TARDÍOS

6 de julio de 2005

Los periódicos publicaron hace algunas semanas amplios reportes con motivo de la conmemoración de la liberación de Berlín, que hizo posible la terminación de la Segunda Guerra Mundial, el más grave conflicto sangriento de la historia humana. Los sesenta años transcurridos desde entonces han estado marcados por el temor a que un enfrentamiento de tales proporciones se repita y no pocas medidas se han tomado en esta dirección: se creó una institución (la ONU) con ese fin específico y los medios diplomáticos se han perfeccionado; la posibilidad efectiva de una catástrofe, que ahora sería de mayores proporciones, ha servido como elemento de disuasión. Una nueva conflagración sería simple y llanamente el fin del mundo, el Apocalipsis que las religiones se complacen en anunciar. Sin embargo, no se necesita ser religioso para entender que ese Apocalipsis es perfectamente posible, no porque un Dios en un momento de “malhumor pusilánime” decida poner fin a nuestras vidas como retaliación por nuestros pecados, sino porque hemos desarrollado todos los medios necesarios para destruirnos a nosotros mismos.

La vida en la tierra depende del sol, y éste se halla en la mitad de su período vital previsible o sea que aún nos quedan cuatro mil millones de años, que ofrecen una extraordinaria oportunidad para afrontar y resolver los problemas de nuestra vida en común. Si a la humanidad no la destruye un accidente cósmico pero, sobre todo, si no se destruye a si misma, las perspectivas de un mundo mejor pueden ser bastante grandes.