Pero yo vivo solamente de los intersticios - Peter Handke - E-Book

Pero yo vivo solamente de los intersticios E-Book

Peter Handke

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"En la primavera de 1986, el introvertido Peter Handke accedió a conversar durante cuatro días sin tregua con el teórico Herbert Gamper sobre su trayectoria literaria. Sin ningún guion, Handke se entregó a la obstinada y lúcida interrogación de su interlocutor, quien exploró, con él, todas las incertezas y los abismos de la escritura. El resultado fue el presente diálogo, transcrito con suma fidelidad, para brindar al lector la espontaneidad, el ritmo y el brillo de un pensamiento vivo. Galardonado con el premio Nobel en Literatura 2019, Peter Handke ensaya en estas vibrantes páginas algo así como una poética de su escritura y nos descubre los entresijos de sus criterios estéticos. En esta aventura, el vértigo de la página en blanco y el absurdo de la existencia constituyen ya no un límite, sino un modo de alentar el deseo del lector y despertar el artista que alberga. Compartida, como el pensamiento de esta entrevista, es la sustancia inmaterial del taller del escritor, toda la potencia de la escritura. "Su franqueza y radicalidad supera todo lo visto hasta ahora." Christoph Kuhn, Tages-Anzeige"

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Título del original del alemán:

Aber ich lebe nur von den Zwischeräumen

© 1987 by Amman Verlag AG, Zürich

© De la traducción: María A. Gregor

© De la imagen de cubierta: Zuma/Cordon Press

Cubierta: Juan Pablo Venditti

Primera edición: octubre de 2020, Barcelona

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

© Editorial Gedisa, S.A.

Avda. del Tibidabo, 12, 3.º

08022 Barcelona (España)

Tel. 93 253 09 04

[email protected]

http://www.gedisa.com

Preimpresión:

Editor Service, S.L.

http://www.editorservice.net

eISBN: 978-84-18193-29-3

Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada, de esta versióncastellana de la obra.

Índice

Introducción

Miércoles, 9 de abril de 1986

Tarde del 9 de abril de 1986

Jueves, 10 de abril de 1986

Viernes, 11 de abril de 1986

Tarde del 11 de abril de 1986

Sábado, 12 de abril de 1986

Introducción

Fue Egon Amman, el editor, quien en la primavera de 1985 dio el estímulo para este libro; para un libro de esta naturaleza: una conversación. A mí me resultó oportuna, siempre que el interlocutor fuera Peter Handke. De sus libros anteriores, y de un par de encuentros también, yo había aprendido mucho: no esto o aquello, sino una mayor sensibilidad frente a lo supuestamente obvio; yo había quedado estimulado a confiar más en mis sentimientos y en mi experiencia que en la manera de pensar impuesta por la moda. Pero no quise seguir su evolución ulterior a partir de El miedo del portero al penalty y de manera más absoluta a partir de Carta breve para un largo adiós;conservé la imagen que me había hecho de él: fijado en ella, lo perdí de vista mientras él seguía otro camino. Mi propia experiencia: la del vivir (especialmente la de la impotencia del pensar y el conocer ante la situación social) y la de leer (aquí se me abrió el mundo del Hofmannsthal tardío) fue la razón de que me sintiera interpelado entonces por la poesía dramática, por la que sentía curiosidad, de que me parecieran de entre los trabajos de la época temprana de Handke los más significativos aquellos que estaban destinados al teatro. El Año Nuevo 1983/1984, mientras recorría el Saalach, el pequeño río que forma la frontera entre Baviera y Austria, y con el Monchsberg ante los ojos, leí las Fantasías de la repetición. Allí encontré expresadas muchas de las cosas que me rondaban por la cabeza entonces en conexión también con el conocimiento de Hofmannsthal; la única razón por la que no quise ceder al deseo de llamar al autor fue que no había leído, o solamente «recorrido» mediante una lectura sin comprensión, la prosa que lleva a la Poesía dramática.

El estímulo del editor fue la bienvenida ocasión para que leyera nuevamente la obra completa de Handke, y en el caso de la prosa de la última época y la mayor parte de las notas, las leyera entonces por primera vez o, al menos, por primera vez a fondo, es decir, las «estudiara» (página 172) sumándoles los ensayos escritos sobre ella. Me subsistieron fuertes reservas y se concretaron; en las conversaciones siguientes aparecerán de manera más que clara. Mejor pertrechado, pensé, después que también otra cosa se hizo urgente, que podía acometer la empresa, consciente de que debían ser ahora o nunca. Si de ello resultara algo que reflejara el sentido de la ocasión externa, era algo que quedaba pendiente, como una consideración de segundo rango.

A fines de diciembre de 1985 le escribí a Peter Handke, refiriéndole de qué manera se había llegado al proyecto y sin ocultarle mi recelo respecto a éste, dando por poco posible que su recelo no fuera aún mayor. La respuesta fue más favorable de lo esperado, aunque no sin reservas: «Su carta, independientemente de la propuesta que contiene, me fue grata (y lo sigue siendo) [...] Estoy de acuerdo con la conversación, sólo que actualmente estoy con mucho trabajo y seguiré estándolo bastante tiempo. ¿Qué le parecen dos días al comienzo del verano?» No habían pasado dos meses cuando quedó libre; con fecha del 1º de marzo de 1986 llegó la lacónica noticia: «Ya he terminado, y me cuadraría si nos pudiéramos encontrar aquí a mediados de abril un par de tardes [...]» El 14 de marzo, después de que me hubiera manifestado de acuerdo, me escribió: «Sí, ambos hemos quedado cogidos en la red y trataremos de aprovecharlo. Le propongo: dos o tres días entre el 9 y el 13 de abril. Llámeme: ahora he vuelto a bajar las escaleras para atender el teléfono». Así pues, transcurridos más de dos años, el llamado tuvo lugar, y los dos o tres días se hicieron cuatro, días que para mí fueron casi irrealmente hermosos («irrealmente» estimados por referencia a la irrealidad habitual que se impone como realidad), merced a la atención de Peter Handke, bajo el hechizo de su fuerza resueltamente firme a pesar de toda su «condescendencia» (página 224) y suavidad, que actúa hacia afuera desde su concentración; merced, a lo favorable (y no en último término) de lo «local» (página 202) en sentido estricto y amplio.

Los antecedentes, tal como se los puede apreciar por la historia previa, se hicieron, naturalmente, sentir en el tono y el curso de la conversación, y en primer lugar en lo que concierne a miparticipación en ella. No tuvo, es verdad, la soltura de un encuentro personal, como en realidad me lo había imaginado y como se dio en muchos hermosos instantes, predominantemente cuando la cinta del magnetófono no andaba, cuando viajábamos o comíamos, pero considerada en su conjunto, tampoco es tan neutral, ni un desempeño de roles ante oyentes invisibles como lo son la mayoría de las entrevistas o los cuestionarios planteados con fines científicos. Las inclinaciones y sensibilidades personales, por una parte, y la conducta de rol impuesta por las circunstancias externas, por la otra, resultan unas veces más y otras menos determinantes.

Al transcribir las cintas me fastidié, naturalmente, con bastante frecuencia por las preguntas desaprovechadas o ambiguas, planteadas lateralmente al asunto, ya sea por falta de presencia de espíritu, por recelo de exponerme o por parcialidad en mi visión de las cosas, a partir de la cual me adelanté a las respuestas o las supuse obvias y a veces hasta las sugerí a mi «condescendiente» interlocutor. Uno posterga muchas veces preguntas ampliatorias, correcciones, para no interrumpir, luego las olvida, o aparece otra cosa que en ese momento es más importante. Por otra parte, deben atribuirse a la timidez y el deseo de lograr a partir de ellas un acuerdo, las repeticiones insistentes que a veces ponen a prueba la paciencia del interlocutor. El plan de escuchar cada día lo producido durante él para poder volver sobre lo mal aprovechado, aclarar los equívocos, insistir de manera más flexible y específica, no pudo, salvo algunos pasajes de prueba, cumplirse.

Yo había advertido, pero entonces no con suficiente claridad y perspicacia, que muchas objeciones críticas contra una obra hieren al autor en su persona. Pero asombrarse de ello o hacerle un reproche por ello, hablar de «narcisismo» es, por decirlo suavemente, inadecuado; surge más o menos automáticamente de su obviedad como escritor, de alguien que siempre apunta «al todo». «Lo que yo escribo es solamente mi existencia configurada» (página 247). «Sólo» significa aquí: todo, «enteramente yo» (página 246); es la esencia de la persona siempre accidental y dispersa en la vida cotidiana. ¿Cómo es, entonces, posible que la crítica a la obra no sea tomada personalmente? Yo me admiro, por el contrario, ahora, de la indulgencia y la autoenajenación que, aquí y allá, se percibe en la entonación, que es también autodominio: efecto de la bondad y del esfuerzo por penetrar en el otro, de tener paciencia con él, pero quizá también de hacerse comprensible para él; comprensión también de los propios límites, de la propia limitación: «autocrítica» (página 226 ss.). Por ello sólo al adentrarme posteriormente en lo grabado tuve claridad de lo fundamentalmente inadecuado de las preguntas referentes a la interpretación de la obra y las correspondientes objeciones. Ciertamente, el texto está ahí también primariamente en otras referencias que el autor ha librado al público (con el mundo de cada lector, con la (i)rrealidad histórica que es la del autor tanto como la del lector potencial, con la literatura y el arte precedentes y contemporáneos, los conceptos de éstas, etcétera); en cambio, para él, cuando trata un «tema» no envasado en las «Bellas Letras», la referencia a su persona es la decisiva. La confrontación con aquellos otros datos queda entonces anulada: la lleva a cabo no reflexionando explícitamente (a lo más sólo incidentalmente), sino implícita, involuntariamente, mediante su escritura, en la realización plena y concienzuda de su proyecto. Lo que él «barrió» fuera de sí (página 43), la consulta con él de las condiciones, del lugar axiológico en aquellas otras referencias, le exige colocarse frente a ello como un tercero neutral, por así decirlo; es algo que roza la fuente y las energías de su creación. Como es natural, retrocede ante ello, da rodeos y se pone también decididamente a la defensiva (con el máximo de ardor, característicamente, frente al preguntar por el «vacío» en cuanto «autoría»). Considerado así, el distanciamiento y relativización máximos posibles en él es verdaderamente la idea de que «a muchas personas les sucede que en lo que yo hago sólo pueden estudiar qué son ellos mismos y en qué pueden contradecir» (página 247), y que él tome en cuenta con interés tales contradicciones cuando no surgen de un prejuicio superficial o de la animadversión personal.

Contrariamente, yo, como lector, no puedo y no quiero disimular mi oposición a la «cosa» cuando yo, desde mi punto de vista, desde las condiciones de mi existencia, la considero fundada, pero puedo concebir hasta qué punto ella, conformada con el máximo de escrupulosidad, es la manifestación necesaria, y con este alcance exenta de crítica, de la persona. Esta doble perspectiva me resulta perturbadora mientras no tengo ante la vista claramente su inevitabilidad: la inclinación favorable a la «cosa» en cuanto «existencia conformada» no excluye, en su ser-así-y-no-de-otro-modo, la oposición a ella en cuanto consistente en referencias independientes del autor, e inversamente. Por cierto, lo uno no es separable enteramente de lo otro, por cuanto la oposición a algunos aspectos de la cosa afecta de hecho también a ciertos momentos de la «visión del mundo inconsciente» (página 247) de la persona. Pero este resto no es otra cosa que la diferencia con la que cualquier intento de comprensión personal tiene que manejarse: cuando no se vuelve dominante se deja poner de manifiesto sin que queden cuestionados por ello la simpatía y reconocimiento precedentes y fundamentales. Con esta condición, la oposición, considerada en su totalidad, es aceptable, y hasta deseada, para el autor y no tiene por qué llevarlo a callarse. Ahora pienso, después de haberme hecho nuevamente presentes las conversaciones, que también él me concedió reiteradamente la subsistencia de esta condición o su resolución, su presencia, es decir una confianza imposible de ser conmovida por instantes dudosos, de evocarse en el recuerdo. De esta manera, sobre la base del recíproco reconocimiento, pudo darse siempre, más allá de las diferencias, la in­comprensión y equívocos en algunos puntos particulares, una comprensión o mantenerse subliminalmente, según el caso. Con frecuencia preguntas equivocadas y objeciones provocaron indirectamente resultados instructivos bajo la forma del curso sinuoso de una respuesta o una réplica, aunque más no fuera que se hicieran patentes cuestiones fundamentales, concernientes a la relación entre el autor y el lector, como ya he mencionado. Esto quita su agudeza a la autocrítica, como también a la crítica del primer lector. No hay (casi) nada de que arrepentirse: «se dio así».

Peter Handke pareció suponer que se dejarían de lado algunas cosas. En cambio, yo no quise ponerme nunca en la situación de tener que decidir, ni siquiera en lo referente a aserciones personales qué es lo importante y qué no lo es. Con excepción de algunas repeticiones, que de todas maneras abarcan pocas líneas, introduje sólo dos abreviamientos extensos, por cierto, en casos en que la evidente fatiga deshilachaba los hilos del discurso. Tampoco quise ni pude satisfacer su deseo de normalizar su «peculiar manera de hablar en espirales» (página 28), de modificar la redacción para armar oraciones y secuencias de oraciones «correctas». La típica originalidad debe preferirse siempre a lo que se ajusta a la norma. El «modo de hablar» de Handke no es un embalaje torpe, cuyo contenido, envuelto de una manera atractiva, seguiría siendo el mismo: pertenece, por su parte, a la «cosa», es expresión de la persona, y tiene consiguientemente su propia legalidad. No es un hablar deductivo, clasificatorio, exteriorizado; su movimiento es predominantemente asociativo, procesivo, ligado con la espontaneidad del sujeto: que surge borboteante desde su centro viviente, en arduo avance a tientas para llegar a los hechos aprehendidos mediante el sentimiento, a veces, también, cuando surgieron resistencias un hablar errante de un lado a otro, tranquilizante y conjurante. Siempre adelantándose a sí mismo puede cambiar imprevistamente de dirección: un miembro de una frase recibe al avanzar otro valor posicional; la oración iniciada se interrumpe, desde otra dirección se emprende un nuevo planteo; ocasionalmente se embrolla la sintaxis bajo el embate de las asociaciones. De ahí no surgen hechos firmemente perfilados, sino coalescentes a partir de fragmentos, que tienden hacia lo previo al lenguaje, lo que hace que lo dicho parezca siempre ocasional, abierto. Una corrección según las reglas hubiera congelado en mayor o menor medida lo procesivo en elocuciones con la falsa apariencia de la univocidad y de lo definitivo, cuya sucesión no habría podido tener ya la coherencia del habla espontánea. Independientemente de esto se perdieron necesariamente muchos imponderables, por el hecho de que la curva melódica, el acento de intensidad, el tempo de la elocución, etcétera, son imposibles de reproducir, pero guían preconceptualmente el conocimiento, pueden significar al sentimiento inequívocamente lo que a partir de las palabras registradas en el mejor de los casos sólo se puede conjeturar: la sola palabrita «sí» [ja] —para tomar un ejemplo sumamente sencillo— puede significarlo todo. Acuerdo, restricción, ponderación, según como se la pronuncie en cada caso.

Contrariamente a la recomendación de Handke, pues, me he esforzado por todas estas razones en reproducir lo más exactamente posible su «modo de hablar», teniendo presente, por cierto, su advertencia de no hacerlo entrar demasiado en el juego (página 29). Mantuve la sintaxis irregular, los comienzos de oración interrumpidos, las repeticiones de palabras, etcétera, en la medida en que me parecieron matizar y diferenciar la elocución, caracterizarla complementariamente de una manera no racional, y he pulido cuidadosamente todos los puntos en que se trataba solamente de errores, cuando el cansancio, el relajamiento de la concentración llevaron a reiteraciones, repeticiones, atascamientos sintácticos, como también en algunos pocos casos en que hubieran resultado demasiado visibles en la traslación escrita los anacolutos, saltos, torcimientos, excrecencias. También la puntuación es el resultado de compromisos; empleada de la manera usual, fuerza al flujo del discurso guiado por impulsos internos a entrar en una articulación lógica: mi afán ha sido conservar en lo posible algo del ritmo del discurso hablado mediante el empleo desusado e incluso irregular de los signos y con independencia de ellos. Para ello fue necesario preferir las decisiones sobre la base del criterio, el sentimiento y el tacto a la intervención desconsideradamente reglamentarista. En pro de la unidad, y porque según las circunstancias una oración correctamente construida en la que los acentos estén repartidos de otra manera hubiera podido tener también otra réplica o respuesta, me he limitado a pulir solamente mi texto y a ordenarlo en algunos puntos, sin normalizarlo en toda su extensión.

Téngase presente que no hubo ninguna concertación previa sobre los temas ni el curso de la conversación, y que Peter Handke renunció a revisar la fijación por escrito antes de su publicación.

Agosto de 1986 H. G.

La paginación de las obras de Peter Handke que figura en el texto se refiere a la edición de bolsillo de la Suhrkamp Verlag. Con las siguientes excepciones: El peso del mundo, Salzburgo, 1977; El chino del dolor (Der Chinese des Schmerzes), Francfort, 1983; Prometeo, encadenado (Prometheus, gefesselt), Francfort, 1986.

Abreviaturas empleadas en las referencias

LR Lento regreso

LDVS La doctrina del Sainte-Victoire 

PM El peso del mundo

HL Historia del lápiz

FR Fantasías de la repetición

Miércoles, 9 de abril de 1986

La mañana del 9 de abril de 1986 —era un día de viento cálido del sur, más caluroso de lo habitual— me encontré con Peter Handke delante de la casa que habitaba en el Monchsberg. Me llevó antes que nada a la almena de la torre, desde donde se divisa la parte sur de Salzburgo, allá abajo en la llanura y la montaña, el macizo de Untersberg y el Staufen. Le pregunté por el Bosque de Morzg, cuyo extremo sur era visible, y por la comarca donde habitó Loser, el de El chino del dolor. Él me preguntó si estos escenarios me interesaban y a ello se refirió luego mi primera pregunta cuando estuvimos sentados junto a la mesita, emplazada delante del pozo de agua con su roldana, en medio de la sombra de los árboles y yo había efectuado ya el inevitable movimiento de conectar el grabador para que el juego pudiera comenzar. Lamentamos ambos que las voces de los pinzones y de los paros no pudieran ser trasladadas al papel; un poco risueñamente se me ocurrió luego, una y otra vez en el curso de la conversación, introducir alguna pregunta en el concierto. Le relaté una visita muchos años antes a Thomas Bernhard, que él me llevó sin ser preguntado al despacho del abogado Moro (en Ungenach) en Gmunden y me mostró un par de árboles atacados por unos escarabajos de la corteza, que estaban situados en el linde de una de sus fincas, a los que había transformado en su fantasía en el bosque del General en Die Jagdgesellschaft (La partida de caza). ¿No le daba él, Handke, también un gran valor al escenario?

HANDKE: Sí, también son importantes para mí los escenarios. Pero pienso, cuando remito al otro al lugar, que se sentirá más bien confundido y quizá lo considere una presunción. Yo siempre tengo conciencia cuando paso. Luego pienso, por ejemplo, en el lugar donde se produjo la pedrada, siempre pienso en él. (El chino del dolor).

GAMPER: ¿Está más adelante, en la hondonada?

H.: Sí. También está allí una cruz esvástica disimulada, se la puede ver todavía, donde yo mismo compré un spray color gris piedra y la rocié para cubrirla. Siempre pienso en ella al pasar, o casi siempre. Somera o expresamente.

G.: Esta mañana yo vi también una cruz blanca, una cruz normal, en un haya, más adelante.

H.: ¡Ah! Hay muchos árboles aquí, pero hay... no sé bien qué clase de personas son: tal vez se sientan próximos al Movimiento Greenpeace y no lo entienden bien, y por eso pintan con spray cruces blancas en cualquier árbol, tanto si está sano como si está enfermo. Me parece bastante lamentable que se desfigure la naturaleza mediante signos, sin contemplarla siquiera una vez, sólo porque se piense que todo está muriéndose, sin asegurarse de ello en lo más mínimo. ¿Lo vio usted? Casi cada árbol tiene una cruz blanca de ésas.

G.: Solamente vi uno.

H.: Allá abajo junto al Salzach, los plátanos y los castaños y aquí arriba cualquier árbol sin discriminación. Una vez, un par de individuos se procuraron una noche de aventuras, pasaron del otro lado de la montaña con el tubo de spray,y creyeron que hacían una buena obra. Y todas las personas que no lo examinan con suficiente atención piensan que estos árboles están condenados a muerte, o que están muriéndose. Aquellos hicieron simplemente una cruz. A mí me han preguntado con frecuencia: ¿cómo? ¿También este árbol se está muriendo? Muchas veces no se miran acertadamente las cosas, sino que la gente ve solamente los signos y piensa: ¡Ajá!, éste también tiene que ser talado. Han pasado ya unos dos años y esas cruces de spray se decoloran paulatinamente con la lluvia, con lo cual ya no se las ve así.

G.: ¿Y el árbol sobrevivirá?

H.: Bueno, eso no lo sé. No estaban enfermos. Quizá lo estaba éste o aquél, pero en el ínterin se han cortado árboles en la Alameda Hellbrunn que estaban sólo ligeramente enfermos, y cuando los habían cortado, árboles muy viejos, árboles centenarios, se advirtió que hubieran podido salvarse muy fácilmente. Allí se ven por todas partes cepas de árbol y por los anillos de la madera se ve que estaban en buen estado. Es una histeria muy extraña.

G.: ¿Se los cortó por un par de síntomas externos de enfermedad?

H.: Sí, efectivamente. Nadie se ha cerciorado de cómo está el interior de un árbol. Es una lástima, son árboles de doscientos, trescientos años, que seguramente hubieran vivido aun cien, doscientos años más.

G.: Y la cruz esvástica, ¿existió realmente?

H.: Muchas. Las hay en todo el Monchsberg, puedo mostrarle todos los lugares donde todavía hay cruces esvásticas. Un par de ellas, como dije, las recubrí yo con spray,pero no queda muy bien, porque la pintura es difícil de borrar de la piedra. Una vez que lo estaba haciendo —allí van a pasear todo el día muchas personas—, se enojaron, como era de esperar: «usted no debería meterse en cosas que no le conciernen». Renegaron verdaderamente porque las cruces esvásticas habían desaparecido. Para mí era insoportable ver eso, pasar cada día por allí y tener que verlo. Pensé: ¿por qué no lo hace nadie de la municipalidad, de la administración? Entonces lo hice yo mismo.

G.: ¿Aquellas personas no advirtieron que usted no estaba simplemente rociando las rocas con spray, sino que borraba cruces esvásticas?

H.: No vieron nada de lo que yo hacía. Sólo vieron a alguien que rociaba spray sobre las piedras, las cruces esvásticas ni las ven.

G.: ¿Usted no les explicó?

H.: ¡No! Me enfurezco enseguida tanto que no puedo explicar nada.

G.: ¿Y nunca vio a nadie pintando con spray allá arriba, in fraganti?

H.: Me gustaría mucho. Una vez vi una cruz esvástica que todavía estaba fresca, la pintura se pegaba todavía a los dedos al tocarla y entonces... me apuré a borrarla. Pero no había nadie. (Ríe).

G.: ¿Qué hubiera hecho?

H.: Bueno, yo hubiera... lo sé. De alguna manera hubiera... ¿qué se dice en el tribunal cuando uno quiere disculparse?... Les hubiera pedido explicaciones, dicho eufemísticamente. En ese momento era capaz de cualquier cosa. Podría mostrarle muchos lugares que, por decirlo así —como usted decía de Thomas Bernhard— existen y son aquellos lugares. Pero uno siente mucha timidez porque piensa: un libro es un libro y un lugar es un lugar. En el libro, los lugares siempre son para el lector algo distinto y además más amplios y además más fructíferos que cuando uno lo lleva allí y dice, como en una peregrinación o en un recorrido turístico, ése es el árbol o... Yo siento timidez. Cada cual tiene, en sí, cuando ha leído algo, la imagen y luego se deleita con la imagen. La ocasión es luego siempre decepcionante y hasta fastidiosa. O lo encuentra él mismo, el lector se pone sobre el rastro y lo sigue. Pero cuando el autor en persona, o algún epígono del autor, lo conduce allí, como un guía extranjero... creo que eso no va.

G.: Sin embargo, el lugar es más importante en usted que en Thomas Bernhard.

H.: Sí, yo soy un escritor de lugares y siempre lo fui. Para mí son los lugares, más aún, los espacios, las delimitaciones los que suscitan las vivencias. Mi punto de partida no es nunca una historia o un hecho, un acontecimiento, un lugar. Me gustaría no describir el lugar, sino relatarlo. Ése es mi gran placer. Puede ser solamente un río, o la nieve que cae en un jardín determinado o en un árbol determinado junto al que paso o en una determinada corteza, y eso me da inmediatamente el deseo de comenzar. Ahora digo «comenzar» en vez de «escribir». Y que luego esos relatos, en los cuales no hay nada, concluyan de vez en cuando en acontecimientos, es algo que lamentablemente es imposible evitar. Me gustaría más que no estuvieran: que no hubiera una pedrada en la historia del chino.

G.: También a mí me gustaría el libro sin ella.

H.: Usted encuentra en mí un oído abierto, señor Gamper. Pero allí es ineludible. Escribí Lento regreso, creí que escribía solamente el río y el cielo y la tierra. Entonces viene el conflicto por sí mismo; el conflicto y, por consiguiente, también la historia, le sobreviene a usted en el medio. Adalbert Stifter es quizás el único que ha logrado a medias, sin intriga, sin conflicto, sin nudos... narrar una historia natural con Nachsommer. Quizá cuando uno es viejo o... no lo sé... cuando uno es más viejo. Pero después de la historia de este siglo es enormemente rápido: uno tiene siempre el deseo de hacerlo, de escribir una larga historia sin acontecimiento, pero el paisaje se le escapa a usted entre las manos cuando quiere narrar el paisaje sin conflicto. Así, lo que en Lento regreso yo denominé «prohibición del paisaje», termina concretándose como drama. Usted quiere solamente el yo, el yo que percibe, que observa, que recuerda, proyecta y el paisaje y la historia se le hace a usted —bueno sólo puedo contarle acerca de mí mismo—, se me ha ocurrido en el ínterin... que en realidad uno termina en el fracaso, el inútil enmudecer en vez del hermoso callar, cuando usted quiere dar cuenta sólo de la Tierra o de los fenómenos del orbe. Tal vez se lo pueda hacer mejor en la poesía. Pero yo no soy ningún poeta, por consiguiente, no soy un poeta lírico y no puedo componer esas poesías de circunstancias, que hacen la grandeza aun de Goelhe, no las puedo trasladar a la prosa, esto se me hizo consciente en... ¿le interesa esto?

G.: Sí.

H.: ...en El chino del dolor.Lo que en realidad quise escribir fue una prosa de circunstancias, por lo tanto, así como uno lo ve y se sienta y se larga a escribir directamente, sin un plan, una estructura, algo previamente concebido, y en la primera frase advertí que eso no iba: uno necesita, para escribir en prosa, previamente un modelo, un apunte, una estructura... estructura es sólo otra palabra para el reconocimiento de un modelo.

G.: Y en él es incluido luego el conflicto.

H.: Sí, el conflicto se hace luego inevitable, y yo nunca hubiera escrito así la historia si ese suceso hubiera sido, digamos, un tiro, una cuchillada o un puñetazo. La historia se hizo posible por el hecho de que fue una pedrada. De pronto esto se me tornó imaginable: uno que alza una piedra, escribirlo como narrador, como narración. Una cuchillada o un tiro, yo nunca lo hubiera... pero una pedrada, esto me pareció un acontecimiento inaudito, esto podía imaginarme escribiéndolo. Siempre es importante no sólo que uno pueda imaginarse que hace algo, sino también que pueda imaginarse describiéndolo.

G.: Y la pedrada, ¿es tanto más fácil que un tiro o una puñalada porque está menos cargada literariamente?

H.: Probablemente. Bueno, está libre todavía, es un sitio libre en la tradición narrativa, yo no lo sabía. Y por primera vez en un momento me resultó físicamente del todo comprensible que alguien corra detrás del odiado, levante una piedra y la arroje... en esto yo no tenía ningún problema: por consiguiente, tampoco imaginarme que eso salía enteramente de mí mismo; y en segundo lugar lo sentí como algo posible de describir. Así la intriga en su totalidad o el conflicto se tornó narrable por lo menos para mí.

G.: ¿No tiene algo que ver también con ello el que la pedrada sea una forma arcaica, que está sustraída a la cotidianidad y mejor adecuada a ese acontecimiento arcaico-místico?

H.: No he pensado en ello. Pensé inicialmente que el yo­-narrador observara nuevamente esas cruces esvásticas, para él, el signo de la melancolía en todo el país; estas deformidades son el signo de la melancolía en todo el país, y también de su propia melancolía, y sólo quiere borrarlo. No pensé en ningún momento en que es un símbolo de lo arcaico.

G.: ¿Así como Edipo mata a su padre con la piedra?

H.: No, no pensé en esto en ningún momento, sólo sentí instintivamente que ésta es la acción más originaria para este estado de cosas, esta situación.

G.: Pero esto no tiene por qué excluir el que apunte en esa dirección arcaica; usted no sutiliza las cosas.

H.: No; eso estaría mal. Lo he rastreado instintivamente: la dualidad del vivir y del escribir se integró; era mi representación en cuanto golpeado y al mismo tiempo era mi representación en cuanto arrojador, como escribiente.

G.: Usted dijo que las cruces esvásticas son para usted la cifra de toda la melancolía. ¿Tiene ello que ver para usted en primer lugar con su historia personal —de ahí proceden también los padres— o simplemente la cruz esvástica se le convirtió directamente en símbolo de la Historia, en cifra de todo el mal y todas las crueldades?

H.: Esta es una pregunta un poco rutinaria, que uno podría responder también de manera igualmente rutinaria. No sé, no puedo responder si tiene o no que ver con mis antepasados; pienso más bien que no.

G.: En Lento regreso, como solución de la prohibición del lugar, usted hace referencia a los antepasados (página 102 ss.)

H.: Sí, por antepasados me refiero en este pasaje en realidad más bien a todos los que antes que yo estuvieron en el país. No me refiero a los antecesores por parentesco o por sangre; me refiero a los antepasados de mi pueblo. No se lo puedo explicar bien.

Ahora, después de haberlo escrito, ya no me perturba más, por consiguiente, no existe ya esa efervescencia cuando paso por allí... por más que ésta mirada de reojo distraída, cuando atravieso ese lugar, subsiste aún. Puedo responder tal vez inocentemente: es simplemente algo paralelo a los carteles publicitarios y de propaganda electoral de los que se narra al comienzo y que simplemente distraen la mirada: uno ya no tiene ante sí el ancho mundo, sino que uno —yo por lo menos soy demasiado débil para mirar directamente al espacio— sólo tiene ahí a la izquierda o a la derecha algo, una leyenda. Me pasaba también ya de niño, con un escrito o una reproducción, no un cuadro, sino una reproducción. No siempre: muchas veces está ahí la serenidad, el abandono, y entonces uno puede —lo que verdaderamente es el estado más hermoso de la vida— volver a verlo todo a través del reposo; entonces uno ve simplemente aquello que da una respuesta, como un color, en un lugar natural, y una forma al mismo tiempo. Y así quizás en este relato se pueda ver más bien la cruz esvástica como el peor ejemplo de todas las distracciones que lo arrancan a uno de sí mismo y de lo que podría alegrarlo. En el fondo tal vez no haya una intención política y quizá tampoco una intención histórica, sino que es el hecho existencial: yo ya no puedo mirar directamente, ya no tengo más los oídos abiertos, sino que me estoy empequeñeciendo tanto, convirtiéndome en una conciencia enana por obra de lo que tengo que ver con el rabillo del ojo o lo que tengo que percibir. Esta medida es quizá también una aversión o un odio contra sí mismo, porque uno es lo suficientemente débil como para no pasarlo por alto.

G.: Es que lo embiste a uno, es agresivo.

H.: Sí, y también lo son los carteles de propaganda electoral, que ahora están por todas partes, por así decirlo, embistiendo.

G.: Así es, efectivamente.

H.: Algunas veces, cuando tengo paz dentro de mí, tengo algo sobre lo cual reflexionar, entonces sí puedo ver a través del señor Waldheim.1

G.: ¿Entonces lo ve y al mismo tiempo no lo ve?

H.: Sí, es un estado maravilloso, casi un estado de gracia. Lo mismo sucede con la propaganda publicitaria. Antes, cuando era más joven, cuando este mundo, de signos, por así decirlo, del que también puede decirse que es el mundo americanizado, en el cual todos los signos están agrandados y la naturaleza parece raquítica en comparación con los signos, entonces pensé que era la dirección en la que los ojos van por sí mismos, también los oídos, en lo que se refiere a las señales acústicas, van por sí mismos. Pero hace mucho que estoy de vuelta de eso. Ese mundo de signos puede no ser solamente el mundo de la publicidad, me hace mal, tal vez porque yo mismo encuentro mi signo, es decir, descubro en un objeto inocente, en un objeto originario, natural, el signo, que deja que aquél tenga vigencia más allá de sí mismo... Por ejemplo, pasa por mi vista al mirar un pájaro, una calle, también al asfalto, a una máquina también, por lo que a mí hace; pero cuando el signo ya está fabricado por otros individuos y cuando uno advierte que el signo quiere algo de mí y que no soy yo el que tiene que descubrir el signo a partir de mí mismo, entonces me siento... ¿cómo decirlo?, para expresarlo muy suavemente, de mal humor. Es una especie de maligno disgusto que, me parece, nos afecta a todos.

G.: Me alegré mucho cuando su yo-narrador quitó de en medio los carteles electorales.

H.: Hay cosas mucho menos nocivas: esos signos de camino para excursionistas que están adheridos a los árboles. Muchas veces también me duele cuando en la naturaleza abierta tengo que ver esos signos de camino para excursionistas rojo-blanco­rojo de los clubes de excursionistas —la Asociación de Alpinistas o cualquier otro— también placas de fibras clavadas en los árboles. Cada vez que me sucedió tomé luego unas tenazas y simplemente arranqué esos signos de camino para excursionistas, lo hice realmente en persona. Me da trabajo, los clavos están profundamente hundidos en los árboles, están ya muy oxidados. No sé si a los árboles les hace algo en verdad, pero no es lindo. ¿Para qué necesito yo en medio del mundo civilizado esos artefactos con caminos de excursión? Cada cual tiene que encontrar su camino y lo encontrará efectivamente. Es verdad que sirve para algo en las altas cumbres, es muy laudable, como dicen, cuando los muchachos y las chicas pintan sus marcas en la caliza o en el granito, pero no aquí, en la hermosa llanura.

G.: En la Selva Negra yo también me alegré de esas cosas, cuando cuatro, cinco sendas en el bosque divergen de un lugar.

H.: Claro, seguramente, seguramente, pero es un poco ridículo cuando aquí, en el centro de la ciudad, hay también carteles como «Carretera de Excursión Europea», «Mar del Norte­», «Mar Negro» o cosas semejantes... no, eso es ridículo. Pero también es fastidioso. Sería tan simple, dejar libre la naturaleza y, además: extraviarse no hace mal a nadie, yo me extravié muchas veces aun con los signos camineros y llegué a un lugar donde de ninguna manera quería.

G.: ¿Eso vale también para el escribir, que usted llegara muchas veces a partes donde no quería? ¿O esa construcción, de la que usted habló es también obligatoria?

H.: ¡Oh, no! Pero viene bien que usted lo pregunte. Las construcciones las necesita uno porque precisamente en la destrucción resultan muchas veces fructíferas. Lo llevan a uno hasta el camino, que luego frecuentemente no es transitable. Pero de todos modos lo han llevado a uno hasta el camino. Yo sé, es una convicción mía que, sin estas estructuras conocidas, usted no podría de ninguna manera ponerse en camino, y esto persiste también luego, uno lo siente también al leer: esta tensión del derrumbarse de las construcciones, cómo esto se resuelve nuevamente, cómo las destrucciones se vuelven fructuosas. Esa prohibición del espacio en Lento regreso, por caso, es un ejemplar venirse abajo de una construcción: este propósito... —mejor quizá como construcción— este propósito de hacer que en el narrar sólo tenga vigencia la naturaleza, sólo la naturaleza y el yo originario.

Para mí esto que allí sucede, esa construcción destruida, es siempre de todas maneras provechosa, no sé en absoluto de qué otra manera hubiera avanzado yo en el escribir, lo que para un escritor es idéntico al vivir. Y luego hay naturalmente algo más por añadidura: que hay ahí una confianza, que en la actividad de escribir se producen conocimientos de los cuales en el propósito no se había pensado absolutamente nada. Sin esto, estaría perdido para mí un día de escribir, sin novedad, por lo tanto, no en el sentido de la información, sino porque en el remolino informe del mundo surja una pequeña forma. Yo creo que si eso no surgiera en el día, en una sentada, como se dice, no podría seguir al día siguiente. Por eso, transcribir en el escritorio, hilvanar, realizar lo que me he propuesto, de ninguna manera me basta. Siempre son las dos cosas: construcción, y luego esa esperanza quizá ridícula de que en el trabajo se me dé indirectamente, de que una cosa que siempre careció de significado se convierta en el relato en alguna clase de cosa-fin o cosa-sentido —sólo para la narración, por supuesto— que una acción que uno no ha reconocido como acción específica, un proceso, consigna, de repente, su lugar en el trabajo escrito (en el caso de la acción), su lugar dentro de un gran acontecimiento. Entonces es... ahí se siente una actividad con sentido. Pero limitarse a anotar lo pensado previamente... esto tiene que ver con que lo pensado anteriormente, uno lo vivifica nuevamente en la anotación sensible, quizá por primera vez de una manera real, pero esto sólo sería, cómo decirlo, un relatar posteriormente una narración. Pero yo quisiera narrar siempre anticipadamente. Limitarme a narrar posteriormente lo que ya he vivido no lo podría hacer nunca, por eso de ninguna manera puedo narrar posteriormente. Narrar algo vivido me resulta sumamente difícil y, además, no tengo ninguna pasión erótica al hacerlo. Por eso solamente al narrar anticipadamente algo que viví solamente como un principio me caliento, por así decirlo. Desgracia indeseada me resultó muy pesada, porque en esencia era sólo una narración posterior de la vida de mi madre. No sentí ningún placer en la punta de los dedos, ni calidez en el corazón y también la cabeza intervino sólo dividida, pensó en vez de reflexionar —esto es siempre para mí una diferencia—, y por eso no pude reflexionar en ninguna imagen. Sólo el pesar me siguió impulsando. ¿Le molesta que vaya al teléfono?

G.: No, entretanto puedo probar si la grabación resultó bien.(Pausa)

G.: Bueno, hasta aquí se entiende bien, creo.

H.: Ciertamente podrá descifrarla.

G.: Sí, y usted le dará importancia a que las frases...

H.: Sí, por supuesto.

G.: ...sean pulidas...

H.: Al hablar no soy tan lacónico como trato de serlo al escribir.

G.: Es imposible.

H.: Pero yo lo quiero... me refiero a que me repito mucho en la conversación y muchas veces no sé cómo terminar la frase, esto ya lo he observado otras veces.

G.: Eso puede ser incluso un atractivo.

H.: No, no me parece. Es que tengo una manera de hablar en espiral tan peculiar. Se la puede conservar, pero cuando se la pone en juego demasiado, entonces... Usted tiene una araña o alguna otra cosa en la lente de sus anteojos, es muy hermosa.

G.: Parece un pulgón.

H.: ¡Ah, sí! Déjelo. A la flor quizá convendrá ponerla en agua. (Se refiere a la hepática que llevo en el ojal). Espere un poco. (Entra en la casa para buscar un vasito con agua. En la grabación las voces de los pájaros prosiguen sin ser interrumpidas.) (Pausa.)

G.: Pregunté por los escenarios —para volver sobre ello— porque para usted no son solamente un impulso para poner en juego la fantasía, sino que permanecen también inalterables, es mi impresión. Y sería muy excitante ver los escenarios para poder así reconocer más plenamente el efecto de la fantasía que modifica y transforma esos escenarios, pero no de manera arbitraria.

H.: Usted lo ha dicho muy bien: de una manera inconfundible, ésa es precisamente mi ambición. Que uno trastrueque quizás un par de cosas, pero exclusivamente para poder reproducir mejor la imagen interior. Mi subjetividad está en juego, ciertamente, sin ella el objeto no aparecería ya.

G.: «Imagen interior», ¿es la imagen que usted tiene en sí?

H.: Que yo tengo del lugar... tal vez el «escenario»... sí. Un lugar se convierte en escenario sin que uno quiera, sin que en ese escenario suceda nada. En realidad uno quisiera tan sólo conservar abierto el lugar, para que se convirtiera en un escenario, pero sin un conjunto determinado de fantasías, lo que llaman «story».Como uno dice «esto es un lugar para aterrizajes» en ese sentido, pero sin que aterrice allí un objeto concreto, susceptible de descripción, como un platillo volador o algo así. Uno solamente tiene el sentimiento de que ahí podría pasar algo... no pasar: de que ahí siempre podría suceder algo. Sí, para alguien que lee me parece que no basta que, para vivir esos escenarios, se suba al auto y... ¿Adónde señala usted?

G.: El animalito puede volar.

H.: Sí, también a mí me extrañó. Pudo volar de repente... (Ríe.) Quise decir que uno no sólo puede hacerse llevar en auto, sino que hay que recorrer a pie los escenarios, hay que acercarse lentamente y entonces quizás uno vivirá más el lugar como realidad. Así me sucedió con el Sainte-Victoire de Cézanne. Si yo hubiera ido allí con un auto, por más desvencijado que estuviera, nunca lo hubiera podido repetir, o revivirlo, ni tampoco revivificarlo. El descubrimiento, el esfuerzo, el hermoso esfuerzo forman también parte del sentimiento de que es un escenario, de lo contrario es algo como Disneylandia... (El estrépito de un avión al arrancar cubre lo restante.)

Tampoco sé qué papel desempeña la fantasía, si sólo es una adición proveniente de mí, una desfiguración, una invención. Yo creo que en mí la fantasía, esto por lo menos creo haberlo advertido, más bien es un limpiar el lugar; que yo reconozco los detalles que insustituiblemente están allí, y los conecto unos con otros, ése es mi trabajo de ejercicio de la fantasía. Por eso no quisiera agregarle nada. Recuerdo un dicho de Ludwig Hohl, que dice: «Ejercitar la fantasía es sólo un calentamiento de lo existente», es decir, del material. Que no se produce ningún accesorio sino un reconocimiento de los detalles y su conexión en... digamos, creo que es una hermosa palabra: un único «estado de cosas». Si usted visitara o viviera los lugares que yo intenté narrar, sentiría usted la fantasía como fidelidad, creo, y no como coloración o como un colorido añadido. Mi preocupación y mi afán, y al mismo tiempo mi alegría, no es sino corresponder con un lenguaje lo más claro y puro posible, lo que veo y, al mismo tiempo, vivo profundamente.

G.: ¿Quiere decir esto que la «imagen interna» es también la «imagen interior»?

H.: Sí, también puedo decir «imagen interior», sí.

G.: ¿Pero «imagen interior» significa lo interior del objeto, mientras que la «imagen interna» reproduce el aspecto subjetivo de usted mismo?

H.: Yo, efectivamente, he querido también eso... sólo que la expresión «imagen interior» ha sido tan usada, también como una palabra romántica, que de pronto me da vergüenza recurrir a ella. Creo que «imagen interna» no existe como una expresión. ¿No le parece? Por lo menos no como término técnico.

G.: ¿En cambio «imagen interior» tiene en usted varias denotaciones?2

H.: Anteriormente. No hay una imagen externa. Existe la imagen que produce un aparato fotográfico, existe la imagen que un bocetista entrega, pero más allá de esto lo que se logra es solamente una comunicación, sólo una comunicación de la cosa vivida a través de la imagen interior, ahora uso también esa palabra.

G.: ¿Y eso se designaría entonces con el término de Cézanne «realizar»?

H. Exacto. Paralelamente a la naturaleza. Y es muy iluminador.