Perspectivas sobre las sociedades estatales antiguas - Marcelo Campagno - E-Book

Perspectivas sobre las sociedades estatales antiguas E-Book

Marcelo Campagno

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Los procesos de surgimiento y expansión de lo estatal en contextos antiguos plantean una serie de interrogantes cuyo abordaje dista de ser sencillo. A las dificultades evidentes del trabajo con unos testimonios que no suelen caracterizarse por su elocuencia, se suma la encrucijada interpretativa que supone ponderar la evidencia, acceder –en el terreno de la inferencia– a su contexto de producción y establecer unos lineamientos teóricos que otorguen sentido y habiliten el camino de la reflexión histórica. ¿Qué hace que, en determinado momento, surjan dinámicas estatales que instalan regímenes de dominación política? ¿Qué motiva luego que esos procesos se desplieguen por la vía expansiva? ¿Hay patrones comunes o las similitudes en los efectos pueden proceder de condiciones no necesariamente equivalentes? Se trata de interrogantes que, incluso antes de intentar afrontarlos, ya dan muestras del potencial que tiene la comparación de estos procesos históricos, así como la pertinencia de presentar conjuntamente unos trabajos que, sea desde la comparación o desde el estudio específico, participan de una discusión común. Si las preguntas específicas y los posicionamientos teóricos pueden diferir, del mismo modo que las evidencias con las que trabajan los investigadores, el problema mayor de la dominación sociopolítica y su extensión territorial aúna las reflexiones históricas que se derivan de estas investigaciones. Es objetivo de los editores poner a disposición de los lectores de habla hispana estas contribuciones a la discusión sobre la jerarquización sociopolítica y la expansión estatal en contextos antiguos, con el anhelo de que encuentren en ellas puntos de encuentro y divergencia que estimulen la reflexión intelectual y expandan el horizonte de preguntas posibles acerca de las sociedades del mundo antiguo.   Escriben: E. Christiana Köhler, Alice Stevenson, Marcelo Campagno, Arthur A. Joyce, Sarah B. Barber, Scott. R. Hutson, Steve Kosiba, Félix A. Acuto, Iván Leibowicz, Augusto Gayubas.

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Edición: Primera. Octubre 2023

Lugar de edición: Barcelona / Buenos Aires

E-ISBN: 978-84-19830-31-9

Depósito legal: M-28844-2023

Código Thema: NHC (Ancient history)

NHH (African history)

NHTB (Social and cultural history)

NHKA (History of the Americas: pre-Columbian period)

Código Bisac: ART015060 (History / Ancient & Classical)

HIS002000 (Ancient / General)

HIS002030 (Ancient / Egypt)

HIS007000 (Latin America / Central America)

HIS054000 (Social History)

Diseño gráfico general: Gerardo Miño

Armado y composición: Eduardo Rosende

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

© 2023, Miño y Dávila srl / Miño y Dávila editores sl

E-mail: [email protected]

web: www.minoydavila.com

redes sociales: @minoydavila, www.facebook.com/MinoyDavila

Índice
IntroducciónMarcelo Campagno, Félix A. Acuto y Augusto Gayubas
De la narrativa al proceso. Teorías sobre la formación del Estado egipcioE. Christiana Köhler
El Predinástico egipcio y la formación del EstadoAlice Stevenson
Urbanización inicial y surgimiento del Estado en Hieracómpolis (valle del Nilo) y Monte Albán (valle de Oaxaca)Marcelo Campagno
Religión e innovación política en la antigua MesoaméricaArthur A. Joyce y Sarah B. Barber
Espacio construido y malos sujetos. Dominación y resistencia en Monte Albán, Oaxaca, MéxicoScott. R. Hutson
Emplazando valor, cultivando orden: lugares de conversión y prácticas de subordinación durante la formación del Estado inka temprano (Cuzco, Perú)Steve Kosiba
En busca de lo sagrado: expansión y colonialismo inka en los AndesFélix A. Acuto e Iván Leibowicz

Introducción

Marcelo Campagno

CONICET / Universidad de Buenos Aires

Félix A. Acuto

CONICET

Augusto Gayubas

Universidad de Buenos Aires

Los procesos de surgimiento y expansión de lo estatal en contextos antiguos plantean una serie de interrogantes cuyo abordaje dista de ser sencillo. A las dificultades evidentes del trabajo con unos testimonios que no suelen caracterizarse por su elocuencia, se suma la encrucijada interpretativa que no sólo supone ponderar la evidencia y acceder –en el terreno de la inferencia– a su contexto de producción o generación, sino también establecer unos lineamientos teóricos que otorguen sentido y habiliten el camino de la reflexión histórica.

Ante una tarea tal, un recurso útil para evitar la dependencia exclusiva respecto del sentido común –que será siempre el del investigador, mas no necesariamente el de la situación analizada–, es la adopción de una perspectiva comparativa que, sustentada en el empleo de conceptualizaciones teóricas, indague en similitudes y diferencias –patentes o sutiles, testimoniadas o hipotéticas– entre situaciones históricas de contextos geográficos y temporales diferenciados (Detienne, 2001 [2000]; Smith, 2012; Smith y Peregrine, 2012).

Pero lo cierto es que, como argumenta Marcel Detienne (2001 [2000]), así como la antropología es a menudo sensible a la comparación, la historia suele tener un sesgo particularista. El estudio de las sociedades del mundo antiguo no escapa a esta declaración, aun cuando la predominancia de testimonios arqueológicos en algunos de sus escenarios, o los esfuerzos de traducibilidad que demandan sus fuentes iconográficas y escritas, han estimulado algunos recorridos de diálogo interdisciplinario y comparación histórica, ciertamente minoritarios (p. ej., Trigger, 1993; 2003; Feinman y Marcus, 1998; Yoffee, 2005; 2015; Campagno, 2009). No es casual, en función de lo dicho, que entre los arqueólogos e historiadores de la antigüedad que se han abocado al ejercicio comparativo, el diálogo con la antropología suela estar presente, cualquiera sea la forma que adopte (p. ej., Trigger, 2003; Yoffee, 2005; Campagno, 2009).

Pero este modo de entender lo comparativo no apunta a la recolección de datos para la construcción o confirmación de una teoría general de la historia o de la evolución social, como se intentara en algunas narrativas de la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del siglo siguiente o en las teorizaciones neoevolucionistas de mediados del siglo XX (Smith y Peregrine, 2012: 4-7). Más bien, se trata de explorar el potencial de la comparación en el proceso dinámico de la reflexión histórica, tanto en relación con los modos posibles de interpretación de la evidencia como en la apertura de vías de análisis que el peso de la tradición y la autoridad a menudo tiende a obturar en las disciplinas cerradas sobre sí mismas. En suma, como afirma Michael E. Smith (2012: 325), “un enfoque comparativo puede hacer avanzar mucho la comprensión de los procesos sociales en las sociedades complejas del pasado” (donde “complejas” probablemente sobre), permitiendo “identificar regularidades” tanto como “características únicas de las sociedades humanas” (Smith y Peregrine, 2012: 4).

Si hablamos de expansión inicial en contextos estatales antiguos, una serie de observaciones pueden ilustrar la pertinencia de estos enunciados. En efecto, pensar la emergencia de prácticas estatales en espacios geográficos y temporalidades divergentes supone, por un lado, un reconocimiento respecto de la pertinencia del concepto de estatalidad para definir unas formas de relación política basadas en la concentración de la capacidad coercitiva por parte de una élite, aun cuando las características demográficas o económicas y las expresiones simbólicas pudieran ser disímiles en las diversas situaciones históricas consideradas. Por otro lado, el foco puesto en las dinámicas que introduce la emergencia de lo estatal permite identificar cierta tendencia común a la expansión (Campagno y Acuto, 2016: 29-30), la cual revela, en sus formas históricas específicas, tanto semejanzas como diferencias que sólo pueden ser visualizadas y sopesadas mediante la comparación, y que a su tiempo disparan preguntas de otro modo posiblemente veladas.

En relación con esto, Bruce Trigger (1993; 2003) propuso, en sus obras de comparación histórica sobre sociedades antiguas, una clasificación entre “ciudades-Estado” y “Estados territoriales”. La adopción de una clasificación tal no debe conducir a pensar que los llamados Estados territoriales no ejercen el poder político desde ciudades, ni que las ciudades-Estado carecen de todo territorio más allá del espacio estrictamente urbano; lo que permite antes bien es notar que en determinadas experiencias sociales, la dominación estatal se configura de acuerdo con un patrón político multicéntrico, según el cual cada núcleo urbano conserva su independencia respecto a sus vecinos, mientras que en otras se produce una expansión de lo estatal que tiende a la unificación política, de modo que, en cierto momento, una única entidad estatal se extiende sobre un territorio mucho más vasto (Campagno y Acuto, 2016: 30). Si respecto a lo primero podemos pensar, por ejemplo, en la Mesopotamia del período Dinástico Temprano, el ámbito maya del Clásico y el Postclásico y las poleis griegas, lo segundo nos remite a escenarios tales como los del Estado egipcio antiguo, el Estado zapoteca en el valle de Oaxaca y el Estado inka en los Andes sudamericanos.

Este volumen trata acerca de este segundo grupo de contextos históricos, en los que la expansión estatal se produce de una forma que se advierte unificada y adquiere unas dimensiones extensivas que trascienden significativamente las de hinterland del núcleo expansivo. En este sentido, el libro bosqueja los comunes denominadores de aquello que se propone reunir y comparar: tres escenarios completamente independientes los unos de los otros, tanto respecto del tiempo como del espacio, en los que acontecen procesos de cambio que incluyen la aparición de un núcleo político dominante, que pronto irradia esa dominación sobre territorios cada vez más lejanos. Y si el tema genéricamente común justifica la comparación, también lo hace el procedimiento: de lo que se trata es de leer una variedad de testimonios arqueológicos (la cultura material procedente de los ámbitos residencial, laboral, funerario) e iconográficos (que movilizan los “mensajes” –sensu Jan Assmann (2002 [1996])– de las sociedades analizadas), complementados por lo que aporta, en una medida menor, la escritura para los valles del Nilo y de Oaxaca, y, de gran relevancia, las fuentes etnohistóricas en relación con la situación inka, a partir de una variedad de recursos conceptuales que proceden de la antropología, de la sociología, de la ciencia política, sin la pretensión de arribar a verdades absolutas pero sí de interpretar los indicios y contribuir al pensamiento del pasado humano.

Es cierto que, a poco de andar ese camino, las situaciones dejan ver sus particularidades y diferencias. Algunas son de escala: la expansión estatal que se infiere en el valle y el delta del Nilo hacia fines del IV milenio a.C., que desemboca en la conformación del Estado dinástico hacia comienzos del III milenio a.C., involucra un territorio de unos 37.000 km2 de tierras cultivables (a las cuales se pueden sumar las periferias desérticas); el Estado zapoteca, por su parte, no parece extenderse más allá del valle de Oaxaca, esto es, unos 2100 km2, con alguna influencia más allá que pudo llegar hasta los 20.000 km2; finalmente, en el otro extremo, el Inkario llegaría a abarcar, en el siglo XVI, alrededor de 984.000 km2. Si bien se trata de criterios cuantitativos, semejantes variaciones pueden informar sobre estrategias divergentes de expansión o dominación, sea por la escala misma o por los patrones geográficos y culturales involucrados. En esos contextos de escala tan diversa, se abre paso una multitud de preguntas. En lo principal, ¿qué hace que, en determinado momento, surjan dinámicas estatales que instalan regímenes de dominación política? ¿Qué motiva luego que esos procesos se desplieguen por la vía expansiva? ¿Hay patrones comunes o las similitudes en los efectos pueden proceder de condiciones no necesariamente equivalentes?

Se trata de interrogantes que, incluso antes de intentar afrontarlos, ya dan muestras del potencial que tiene la comparación de estos procesos históricos que acontecen en el valle del Nilo, el valle de Oaxaca y los Andes sudamericanos, así como la pertinencia de presentar conjuntamente unos trabajos que, sea desde la comparación o desde el estudio específico, participan de una discusión común.

* * *

Los capítulos que integran este libro ofrecen análisis y reflexiones sobre los procesos de diferenciación social y expansión estatal en el valle del Nilo a mediados y fines del IV milenio a.C., el valle de Oaxaca entre la segunda mitad del I milenio a.C. y comienzos de la era cristiana, y los Andes sudamericanos entre los siglos XIV y XVI. Si las preguntas específicas y los posicionamientos teóricos pueden diferir en unos y otros capítulos, del mismo modo que las evidencias con las que trabajan los investigadores pueden variar, el problema mayor de la dominación sociopolítica y su extensión territorial aúna estas investigaciones y las reflexiones históricas que de ellas se derivan.

Ciertamente, el fenómeno urbano es uno de los tópicos que ocupa un lugar relevante en esta clase de discusiones, no sólo por los diversos elementos que pueden identificarse como concurrentes con la concentración poblacional en un núcleo urbano (las propias dinámicas demográficas, la especialización funcional, la diferenciación social o los conflictos) sino también por los procesos de jerarquización entre centros urbanos entre sí, y entre éstos y los pueblos o aldeas circundantes, que en unas temporalidades como las que atañen a las sociedades consideradas en este libro se vinculan, asimismo, con las diversas formas de transmisión cultural y expansión política. Así, los comienzos del proceso de urbanización en Hieracómpolis, en el Alto Egipto, y en Monte Albán, en el valle de Oaxaca, comparten una característica fundamental que repercute en transformaciones posteriores: la creación de un contexto social cuyas prácticas exceden los límites establecidos por la lógica de articulación social preexistente (Campagno). El proceso de urbanización, la emergencia de lo estatal y la expansión de la dominación política se presentan aquí como fenómenos concomitantes, que se influyen recíprocamente. En efecto, por un lado, los emergentes contextos urbanos serían escenario para “nuevas densidades de relaciones humanas” (Stevenson) o para una multiplicidad de identidades (Hutson), que pueden expresar diversos antagonismos y disputas en las que, entre otras cosas, se afirman las élites políticas (Joyce y Barber; Hutson). Por otro, la expansión política de los Estados iniciales, especialmente allí donde esa extensión es considerable, suele servirse de la preexistencia de centros poblacionales, que una vez articulados al dispositivo estatal, suelen operar como cabeceras desde donde se irradia el dominio estatal: el establecimiento de la élite real egipcia en Menfis (Köhler), o el remodelamiento arquitectónico de los centros que absorbe el Estado inka en su expansión (Kosiba; Acuto y Leibowicz) dan cuenta de esos nexos entre núcleos urbanos y expansión política.

Esta cuestión de la expansión política puede ser caracterizada, en todas las situaciones aquí analizadas, a partir de dos dimensiones fundamentales: la violencia y el consenso. En un sentido, la violencia resulta inseparable de estos procesos, toda vez que involucran la extensión de un orden de dominación. En otro, todos estos procesos aparecen acompañados de formas de simbolización que legitiman el nuevo estado de cosas. Es cierto que, respecto de lo primero, la evidencia es dispar, pero la violencia a la que aquí se refiere puede ser sutil y no dejar fuerte huella, por no hablar de los problemas interpretativos que existen para admitir evidencia concreta de violencia. En el valle del Nilo, los testimonios arqueológicos son modestos (la destrucción de un importante edificio en el centro septentrional de Tell Farkha ha de ser señalada, cf. Ciałowicz, 2011: 57); en cambio, la iconografía es enfática acerca de la relación entre el liderazgo estatal inicial y la guerra (Campagno y Gayubas, 2015). En cuanto a Monte Albán, la principal evidencia de violencia en la expansión procede del sitio de San Martín Tilcajete / El Palenque (Campagno; Joyce y Barber), destruido en dos ocasiones a finales de la fase Monte Albán I; la iconografía (y hasta cierto punto, la escritura) también refiere a ciertas formas de violencia (Marcus, 2008). En cuanto a la expansión inka, las guerras y el traslado forzoso de población están particularmente bien asentados en las fuentes etnohistóricas (cf. Conrad y Demarest, 1984; D’Altroy, 2002).

En cuanto a las formas de simbolización, más allá de las diferencias, existe cierto denominador común para las tres situaciones, que implica la sacralización de las acciones expansivas de los líderes estatales que se originan en un núcleo urbano y se irradian por un espacio extenso pero no ilimitado, enmarcado en cierta geografía cultural que determina homogeneidades y contraposiciones. En efecto, por un lado, tanto Hieracómpolis y luego Abidos, en el valle del Nilo, como Monte Albán en el valle de Oaxaca y Cuzco en la región andina, constituyen centros de los fenómenos políticos expansivos, que asumirán una centralidad cósmica manifestada, por ejemplo, mediante la construcción de importantes templos y palacios (Campagno y Acuto, 2016: 35). El Cuzco era un lugar sagrado (Acuto, 2009), el punto de la unión de los cuatro suyus que definen el imperio inka, y por lo tanto un axis mundi; misma definición sugieren Joyce y Barber para Monte Albán, un núcleo fundado sobre la cima de una “montaña sagrada” (Urcid, 2011). En Egipto, similar idea no es desconocida, siendo Menfis la “Balanza de las Dos Tierras”, pero es posible pensar que aplica más directamente al propio cuerpo del rey-dios, quien expresa el punto de articulación de todas las dualidades constitutivas de Egipto (Frankfort, 1978 [1948]; Cervelló, 1996). Los ejes de la expansión se extienden fundamentalmente sobre un paisaje natural y culturalmente homogéneo (el valle del Nilo, el valle de Oaxaca, la cordillera andina), pero parece detenerse más allá de ese escenario, frente a otras tierras respecto de las que parece prevalecer una mirada de contraposición: los egipcios simbolizan explícitamente a libios, nubios y asiáticos como enemigos externos, representativos de un mundo caótico al que hay que mantener a raya; los inkas simbolizan las tierras bajas de la vertiente amazónica en términos no muy diferentes (Acuto y Leibowicz). La acción expansiva es así interpretada como una afirmación del orden divino: en este sentido pueden comprenderse procesos tales como la integración política del delta del Nilo, la fundación de la ciudad de Monte Albán, o la inkaización de los centros sobre los cuales se extiende el Inkario.

* * *

Leídos a la luz del ejercicio comparativo que aquí se propone, todos los capítulos que componen este libro ofrecen líneas de interés para el abordaje de los interrogantes que atraviesan las regiones y los períodos analizados. Así, las particularidades de la evidencia y de las interpretaciones propuestas para los procesos de emergencia y expansión de lo estatal en el valle del Nilo, incluyendo fenómenos tales como la urbanización y la elaboración de una ideología de la realeza, son presentadas y discutidas por E. Christiana Köhler y Alice Stevenson. Si bien siguiendo líneas interpretativas y premisas teóricas distintas, cuyo contraste enriquece de hecho la experiencia de su lectura conjunta, ambas manifiestan una gran sensibilidad hacia la problematización del modo en que se piensa el proceso de expansión estatal que, según permite inferir la evidencia mayormente arqueológica, tuvo lugar hacia la segunda mitad del IV milenio a.C.

De acuerdo con Köhler, por ejemplo, la expansión y posterior consolidación del Estado territorial que tendría su sede en Menfis, en el vértice del delta, adquiere unas características que no suponen sólo una variación de escala respecto de los núcleos de poder estatal surgidos en el Alto Egipto a mediados del IV milenio a.C., sino que introducen una serie de cambios en la organización política y económica, especialmente en torno a los mecanismos administrativos y logísticos que debieron vincular al gobierno centralizado con las élites locales. Stevenson, por su parte, resalta que, aun conformado el Estado dinástico, ciertas prácticas comunales, particularmente de carácter votivo, se nucleaban en torno a santuarios locales en sitios provinciales ajenos al patrocinio real, revelando un mosaico de geografías no siempre penetradas –al menos directamente– por la administración estatal. En cualquier caso, propone evadir una mirada centrada en una dominación territorial uniforme y delimitada y tomar en consideración las diferentes “geografías y escalas de poder”, no sólo en el proceso de constitución del Estado dinástico sino también en las fases previas de interacción regional y extensión de cultura material en el Alto y el Bajo Egipto.

Los procesos de jerarquización y expansión sociopolítica en el valle del Nilo son también considerados por Marcelo Campagno, en el marco de un análisis comparativo con la situación del valle de Oaxaca en la segunda mitad del I milenio a.C. En ambos escenarios, la novedad supuesta por la urbanización en espacios previamente habitados por aldeas o comunidades articuladas por la lógica del parentesco está directamente relacionada con la aparición de un nuevo tipo de lógica social de signo estatal, sustentada en el monopolio de la violencia por parte de una élite. Y esta lógica estatal, que puede inferirse inicialmente en centros urbanos como Hieracómpolis en el Alto Egipto y Monte Albán en el valle de Oaxaca, adquiere a su vez una dinámica expansiva que produce una reconfiguración del espacio circundante mediante el establecimiento, a nivel regional, de vínculos sociales atravesados por el principio de dominación que define a dicha lógica. El análisis de indicadores arqueológicos e iconográficos habilita al autor a comparar, de este modo, los aspectos convergentes y divergentes de ambos escenarios históricos, mediante el empleo de categorías teóricas que permiten establecer correlaciones sin por ello sucumbir al universalismo evolucionista.

Una observación difícilmente rebatible en relación con esta problemática es que las dinámicas expansivas pueden promover pautas diversas de dominación tanto como estrategias locales de resistencia y confrontación. De todos modos, tales estrategias, así como las ocasionales modalidades de adecuación (más o menos forzadas o derivadas de incentivos políticos, económicos o religiosos), pueden a menudo pasar inadvertidas, sobre todo en el registro arqueológico. Aun así, se han realizado inferencias al respecto. Scott R. Hutson identifica, mediante una evaluación de la evidencia arqueológica del valle de Oaxaca, presumibles estrategias de resistencia a la dominación del Estado zapoteca. Por ejemplo, la reorientación de las actividades de la vida cotidiana hacia el interior de las unidades domésticas, según se infiere de las plantas residenciales en Monte Albán durante el período IIIB-IV, es concebida por el autor como un modo de contrarrestar los mensajes de las élites dominantes mediante la afirmación de la identidad familiar. Pero, por otro lado, el investigador revela su intención de estudiar las identidades de los actores sociales más allá de los límites establecidos por la dicotomía dominación/resistencia, en pos de visualizar subjetividades o grupos sociales diferenciados dentro de un mismo vecindario, lo cual infiere, por ejemplo, en su análisis de las peculiaridades en los enterramientos de aquellos individuos que, de otro modo, sólo formarían parte de la “masa amorfa” de los sometidos.

En un análisis del valle de Oaxaca más enfocado en la negociación en torno a lo religioso, Arthur A. Joyce y Sarah B. Barber hacen hincapié en las tensiones entre la centralización política y las tradiciones locales o comunales en el contexto de emergencia y expansión de la jerarquización sociopolítica. Mediante un ejercicio comparativo con la evidencia correspondiente al valle del bajo río Verde, los autores identifican un rol prominente de la religión en los procesos de innovación política en ambos escenarios, mas no como ideología unificadora sino como fuente de conflicto entre las autoridades jerárquicas y las comunidades y liderazgos locales. Los resultados políticos divergentes en una y otra situación se explicarían, en parte, por el modo en que se habría resuelto o no dicho conflicto. Si en el valle del bajo río Verde la religión habría inhibido en gran medida las innovaciones políticas, en Monte Albán se habría verificado una negociación en torno a la autoridad y los edificios públicos que habría favorecido la centralización. Un indicador espacial de esta circunstancia lo ofrecería la Plaza Principal, en tanto lugar de ceremonias que reuniría tanto a los habitantes de Monte Albán como a los pobladores de las comunidades de los alrededores y que, presumiblemente, involucraría la realización tanto de rituales tradicionales como de ceremonias novedosas vinculadas con la autoridad político-religiosa. Ello no negaría, según admiten los autores, la existencia del recurso a la violencia y al control de la fabricación o el flujo de bienes como medio de expansión de la dominación política sobre otras comunidades del valle.

También la expansión inka en la región del Cuzco y más allá suscita discusiones que no discurren solamente sobre las motivaciones sino que atienden a las formas específicas que asumió la dominación en tan amplia extensión. En el análisis de Steve Kosiba, por un lado, se introducen testimonios etnohistóricos que remiten a los modos en los que las autoridades inkas trataban a quienes fueron integrados en el sistema de dominación del Estado inka mediante la violencia sancionada por la divinidad. La contrastación con indicios arqueológicos de un núcleo poblacional como Wat’a, en la región del Cuzco, permite al autor atemperar dichas manifestaciones de poder sin por ello negar la realidad de la subordinación derivada de la expansión. El examen de este sitio lo conduce a reconocer prácticas de “conversión y regeneración” centradas en la integración de “categorías de valor inka” entre las poblaciones conquistadas, visibles en las secuencias de destrucción y construcción de algunas de sus edificaciones (por ejemplo, grandes edificios marcados con símbolos de prestigio inka construidos sobre sectores previamente existentes): “al destruir edificios preinkaicos, la población local ocultó su propio pasado, y al levantar los edificios inkas, definió la autoridad política a la que estaba subordinada” (Kosiba).

Por otro lado, ese mismo tipo de reconfiguración espacial queda de manifiesto en el capítulo en el que Félix A. Acuto e Iván Leibowicz describen y analizan el modo en que el avance colonial inka supuso una reorganización de las actividades de culto locales asociadas con las wak’as. Al respecto, reconocen tanto la destrucción y el reemplazo de edificaciones como el patrocinio de rituales destinado a desplazar de éstos a las personalidades locales para asumir los propios inkas la intermediación entre las poblaciones subordinadas y sus wak’as, en el marco de un proceso de conquista orientado por criterios ideológicos, más que económicos o militares.

Si bien los párrafos precedentes sólo introducen unos pocos argumentos de entre aquellos desplegados en los capítulos que integran este volumen, exhiben sobradamente la compatibilidad de problemas e inquietudes que hace provechosa la comparación histórica. Se trata de artículos originalmente publicados en lengua inglesa que fueron traducidos al castellano especialmente para este libro. Es objetivo de los editores poner a disposición de los lectores de habla hispana estas contribuciones a la discusión sobre la jerarquización sociopolítica y la expansión estatal en contextos antiguos, con el anhelo de que encuentren en ellas puntos de encuentro y divergencia que estimulen la reflexión intelectual y expandan el horizonte de preguntas posibles acerca de las sociedades del mundo antiguo.

Nota: Todas las traducciones de los trabajos incluidos en este libro fueron realizadas por Marcelo Campagno, Félix Acuto y Augusto Gayubas. El volumen se enmarca en el proyecto PIP 112-201201-00303 “Procesos de expansión inicial y estrategias de colonización en las sociedades estatales antiguas: Egipto protodinástico, Monte Albán y el Tawantinsuyu en perspectiva comparada”, dirigido por Marcelo Campagno y Félix Acuto, que contó con un subsidio del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).

Bibliografía

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De la narrativa al proceso. Teorías sobre la formación del Estado egipcio1

E. Christiana Köhler

Universität Wien

Es un hecho aceptado, incluso por los críticos más pesimistas de la teoría de la evolución social, que la civilización egipcia en los tiempos del Reino Antiguo era un sistema estatal. Es un hecho igualmente reconocido que cuando los agricultores neolíticos comenzaron a formar aldeas en el valle del Nilo, no lo era. Tender un puente entre estas dos variedades antiguas de existencia humana, divergentes cronológicamente pero, más importante, social, política y económicamente, significa inevitablemente considerar el desarrollo de una a la otra, es decir, en este caso, de la menos compleja a la más compleja, sobre la base de un amplio rango de información arqueológica. Y aunque sería imprudente postular un desarrollo directo o lineal de lo menos complejo a lo más complejo, sigue siendo oportuno tener en cuenta aspectos de la teoría de la evolución social para identificar las posibles diferencias, determinar cuándo y explicar cómo y por qué se produjo este cambio. Este mismo conjunto de preguntas ha ocupado y guiado la investigación de numerosos estudiosos desde los primeros tiempos de la actividad egiptológica, especialmente porque los propios antiguos egipcios nos han proporcionado sus propias respuestas, que los estudiosos se han empeñado en explorar.

Los primeros estudios se basaron en gran medida en estas fuentes antiguas, como el relato de Manetón sobre la historia de los faraones, las listas de reyes, los textos religiosos y mitológicos, así como las representaciones artísticas que potencialmente se relacionan con la emergencia de la realeza y el Estado en Egipto (Assmann, 2011). El significado subyacente en esta tradición antigua es que antes de que Menes, el primer rey de Egipto y él mismo un sureño, conquistara el norte, fundara la capital en Menfis y unificara el país bajo su dominio, Egipto estaba dividido en dos o más reinos. Esta narrativa histórica básica ha sido la columna vertebral de la investigación durante el siglo XX, cuando la evidencia arqueológica fue gradualmente incorporada a la indagación histórica de lo que entonces era generalmente denominado “unificación de Egipto”. Por lo tanto, los primeros estudios se enfocaron mucho en la búsqueda del Menes histórico y en los aspectos de guerra y conquista que eran representados en muchos monumentos del período, como la Paleta de Narmer. La segunda mitad del siglo XX trajo consigo una discusión sobre la validez de estas fuentes tempranas, que se expandió más tarde cuando la evidencia arqueológica que aparecía lentamente en el norte de Egipto fue siendo progresivamente tomada en consideración (Kaiser, 1956; 1957; 1964; 1990; 1995; Kroeper y Wildung, 1985; Seeher, 1991; Von der Way, 1991; Köhler, 1995; 1996; 1998).

Esta discusión fue posteriormente alimentada por la introducción de la teoría arqueológica y antropológica moderna, que puso de manifiesto que lo que era considerado como la “unificación de Egipto” era, en esencia, un proceso de formación de un Estado territorial y de emergencia de la sociedad compleja en Egipto que podía ser investigado sobre una base social, política y económica mucho más amplia, y en comparación con otras sociedades. De este modo, se añadieron numerosos enfoques teóricos al espectro de la investigación académica, incluyendo teorías enfocadas tanto en el conflicto como en la integración, por ejemplo la teoría de la circunscripción geográfica de Carneiro (Carneiro, 1970; 1981; Bard y Carneiro, 1989), el “despotismo oriental” de Wittfogel (Witt­fogel, 1957; Atzler, 1981), el “efecto multiplicador” de Renfrew (Renfrew, 1972; Hoffman, 1979), la teoría del juego (Kemp, 1989), y muchas otras. En este contexto, las teorías del conflicto han sido un tema popular y recurrente, teniendo en cuenta que muchas de las fuentes del antiguo Egipto efectivamente presentan narrativas y gobernantes tempranos asociados con la guerra (p. ej., Kaiser, 1956; 1957; 1964; 1990; 1995; Hendrickx y Friedman, 2003; Kahl, 2003; Campagno, 2004).

Sin embargo, muchos de estos enfoques, ya sean históricos, teóricos o arqueológicos, han tenido un éxito sólo parcial, y esto es así por varias razones. Una de ellas es la falta total de evidencia arqueológica que sustente la narrativa de guerra y conquista. Otra razón es la limitada cantidad de evidencia arqueológica abarcativa de todos los aspectos de la cultura material y las diferentes regiones de Egipto que pudiera permitir una comparación exhaustiva. La sobrerrepresentación de datos mortuorios del sur de Egipto todavía restringe el alcance de los varios intentos por realizar aproximaciones estadísticas modernas, las cuales sólo consiguen explicar el desarrollo social o económico en esta última región (p. ej., Bard, 1994; Wilkinson, 1996), pero no pueden dar cuenta de los cambios fuera del ámbito de las costumbres funerarias o para otras partes de Egipto. Este discurso sólo se ha vuelto más productivo y viable muy recientemente, cuando las teorías, ahora abundantes, se articularon gradualmente con una mayor cantidad y una mejor comprensión de la evidencia arqueológica resultante de la exploración más intensiva y sistemática del norte y de la reevaluación moderna de la evidencia existente en el sur.

Además, lo que muchos egiptólogos y arqueólogos han frecuentemente fallado en reconocer, y esto se aplica a los estudiosos que se ocupan tanto de la formación como del colapso del Estado territorial egipcio temprano, es que la narrativa histórica tal como es sugerida por las fuentes antiguas es el resultado, en última instancia, de la idea del Estado que tenían los antiguos egipcios, esto es, que un Estado territorial unificado bajo un solo rey era la única solución política para el valle del Nilo, una ley impuesta por la divinidad para mantener el orden, y el objetivo de la intervención real (Assmann, 2000; 2009; 2010; 2011). Por lo tanto, sin advertirlo muchos estudiosos vieron esta ideología como una precondición para la formación del Estado, y no como su resultado.

De todos modos, muchas investigaciones del siglo XXI han logrado separar las antiguas narrativas de los enfoques modernos sobre el tema. La discusión actual también se ha beneficiado de los avances en la investigación de la teoría de la evolución social y de una sólida revisión general de las teorías y modelos de formación del Estado (véanse los resúmenes en Yoffee, 2005; Stevenson, 2016; Köhler, 2017). No obstante, aunque se ha intentado contextualizar las ideas de los estudios más antiguos dentro de los diversos marcos intelectuales y políticos de finales del siglo XIX y del siglo XX, especialmente en lo que respecta a las narrativas históricas eurocéntricas, colonialistas, raciales y racistas (Köhler, 2020a), estas epistemes tradicionales siguen proyectando largas sombras sobre el tema en su conjunto2.

Como se esbozará a continuación, la emergencia del Estado y de la sociedad compleja en Egipto fue un proceso mucho más complicado de lo que la narrativa histórica de la tradición egipcia antigua y cualquiera de las teorías ofrecidas hasta ahora podrían dar cuenta. Según lo que podemos afirmar en este momento, fue un proceso multilineal que tuvo lugar en diferentes partes de Egipto, con diferentes causas, agentes y trayectorias cronológicas, y que sólo con el tiempo resultó en el primer Estado territorial del mundo. Por esta razón, este trabajo no reiterará, criticará ni evaluará las teorías existentes sobre la formación del Estado en Egipto, sino más bien se centrará en la evidencia arqueológica pertinente y en cómo ésta puede ser contextualizada e interpretada sobre el trasfondo de la teoría arqueológica.

La evidencia

La teoría moderna de la evolución social distingue entre sistemas no-estatales y estatales sobre la base de una serie de criterios que suelen involucrar grados variables de complejidad, sea económica, social (tanto vertical como horizontal) o política. Estos grados divergentes de complejidad pueden ser medidos arqueológicamente mediante la investigación de una serie de áreas interdependientes o “subsistemas” que, a determinado nivel de desarrollo y en combinación, ayudan a distinguir un sistema estatal de otro no-estatal. Estos son, por ejemplo, la producción artesanal especializada y la economía política, el comercio a larga distancia, la complejidad social, la burocracia y la centralización, así como una ideología estatal bien definida (Renfrew, 1972; Sahlins, 1972; Hoffman, 1979; Johnson y Earle, 1987; Bard, 1994; Wilkinson, 1996; Earle, 1997; Trigger, 2003).

Economía, producción artesanal especializada, intercambio y comercio

La ecología del valle del Nilo, con su inundación anual y sus ricos suelos fértiles, proporcionó un medioambiente relativamente seguro que permitió el desarrollo de una economía de subsistencia desde comienzos del período Neolítico, basada principalmente en una combinación de agricultura y ganadería, complementada por la pesca, la caza de aves y, en menor medida, la cacería, y que normalmente no requería de mucha gestión o control (Shirai, 2010; Holdaway y Wendrich, 2017; Köhler, 2020b). Sólo en los períodos en los que las crecidas eran demasiado altas o demasiado bajas y, por lo tanto, amenazaban el éxito de las cosechas, se requería alguna forma de actividad de gestión por parte de los aldeanos para realizar obras hidráulicas y dirigir el flujo de agua. Durante la mayor parte del tiempo, de todos modos, las familias habrían producido sus propios bienes para satisfacer las necesidades del hogar o para acumular excedentes limitados para emergencias. Este “modo doméstico de producción” proporcionaba un ambiente de subsistencia relativamente estable para un crecimiento constante de la población. Con el tiempo, esta economía de subsistencia se intensificó gradualmente, y en el Calcolítico parece haberse convertido en una economía de recursos básicos y riquezaque fomentó la introducción de la especialización artesanal y contribuyó a la acumulación de excedentes y bienes de prestigio para las élites emergentes (Sahlins, 1972; Johnson y Earle, 1987: 11-13; Earle, 1997; Feinman y Nicholas, 2004; Smith, 2004).

Entre la evidencia más temprana de producción artesanal especializada, se encuentra la fabricación de cerámica en el sur de Egipto (Friedman, 1994; Takamiya, 2004; Köhler, 2008a). A principios del Calcolítico, la manufactura en industrias domésticas primarias se fue estandarizando progresivamente y, a medida que la demanda aumentaba en las zonas con mayor densidad de población, los alfareros tuvieron la oportunidad y viabilidad económica para establecer industrias a tiempo completo, abasteciendo inicialmente los mercados locales en los centros comerciales tempranos como en Hieracómpolis, Nagada o Abidos y, en menor medida, también en las zonas periféricas de sus alrededores, donde estos objetos cerámicos aparecen con menor frecuencia. Con el tiempo, estos talleres alcanzaron una distribución regional e interregional cada vez más amplia, llegando hasta Maadi en el norte, donde también se encontraron pequeñas cantidades de estas cerámicas meridionales (Rizkana y Seeher, 1987: 29-31). Durante el mismo período de tiempo, otras numerosas industrias, como la manufactura de herramientas de sílex y vasijas de piedra, se fueron desarrollando en los centros regionales, donde los talleres contaban con las redes de suministro necesarias y la demanda de sus productos. Ya en esta temprana etapa, las élites emergentes de los primeros centros pudieron haber desempeñado un papel importante en el sostenimiento de estas industrias. Por ejemplo, los cuchillos de sílex conocidos como de cola de pez y romboidales eran manufacturados por fabricantes de cuchillos altamente cualificados que parecieran haber atendido a un mercado bastante exclusivo a lo largo del valle del Nilo. Dada su relativa escasez, su calidad extremadamente fina y su función limitada, estos cuchillos eran obviamente artículos de lujo para el consumo de las élites (Hikade, 2003; Hart, 2017).

El acceso a los recursos, la demanda y los conocimientos técnicos son factores importantes a la hora de determinar si una industria podía funcionar de forma especializada y a tiempo completo o no. Aunque la tecnología básica de metales, que consiste en el martilleo en frío de láminas de cobre nativo, no requería demasiada habilidad, esto último sí es especialmente evidente en el contexto de la metalurgia. Su importancia reside en los requisitos tecnológicos para la extracción y la fundición del mineral de cobre y para el moldeo de los objetos en la forma deseada, un proceso que exige la cantidad y calidad adecuadas de mineral, combustible, infraestructura y, lo que es más importante, las habilidades y la pericia que sólo pueden mantenerse en el contexto de una industria artesanal especializada (Costin, 1991; Golden, 2002). Las primeras evidencias de las diferentes etapas de este proceso parecen proceder de comienzos del Calcolítico en Maadi, donde se encontró tanto mineral de cobre como lingotes y utensilios de cobre fundido (Rizkana y Seeher, 1989: 13-18; Seeher, 1991).

Las industrias artesanales de las distintas partes del valle del Nilo se desarrollaron aún más durante fines del Calcolítico, a medida que los centros regionales se tornaban más densamente poblados y las élites pueden haberse interesado cada vez más por su éxito y viabilidad económica. Las élites se habrían beneficiado al obtener acceso a las redes de intercambio interregional y, por tanto, a los bienes de prestigio, que servían a su deseo de exhibir públicamente su posición y validar su estatus (Hoffman, 1979; Bard, 1987; 1994; Köhler, 2017), especialmente en el contexto funerario. Algunos talleres de alfareros ampliaron o modificaron su producción, especializándose en la fabricación de vasijas de cerámica de arcilla margosa de las clases decorada (“decorated”) y de asas onduladas (“wavy-handled”), que luego seguían las rutas comerciales establecidas a lo largo del valle del Nilo y viajaban incluso más allá, por ejemplo al sur del Levante (Oren y Yekutieli, 1992). Es muy posible que estas vasijas se fabricaran principalmente como contenedores de productos valiosos, como aceites, que a su vez también podían ser producidos por industrias especializadas (Hood et al., 2017; Ownby y Köhler, 2021). Este tipo de industrias unidas y combinadas están particularmente bien documentadas en el período Dinástico Temprano. Existe evidencia en inscripciones tempranas de que tanto el rey como individuos particulares enriquecidos tenían fincas en distintas partes del país que no sólo manufacturaban productos de base agrícola y otros, como pan, cerveza, vino, aceite y textiles, sino también una serie de otros bienes asociados, como cerámica y vasijas de piedra, quizá principalmente para necesidades mortuorias (Wilkinson, 1999: 109-111). Además, hay evidencia arqueológica explícita de industrias especializadas que estaban vinculadas a instituciones religiosas y/o administrativas. Por ejemplo, en Tell el-Fara’in /Buto se encontró un taller de vasijas de piedra asociado a un complejo de edificios cuyo tamaño y complejidad arquitectónica sugieren una función religiosa o administrativa (Von der Way, 1997: 147; Hartung et al., 2017).

Como en la mayoría de las culturas antiguas en las que la sociedad puede ser investigada a lo largo de un período considerable de tiempo y a través de diferentes etapas de desarrollo socioeconómico, la producción artesanal especializada en el Egipto temprano no debe ser considerada de forma aislada sino en una compleja interacción entre la organización social, las élites y el Estado emergentes, el comercio interregional y una economía política centralizada (Brumfiel y Earle, 1987; Costin, 1991; Earle, 1997; Köhler, 2017).

Las élites probablemente tenían un gran interés en patrocinar y controlar la economía y las diversas industrias artesanales dentro de sus entidades políticas, especialmente con el fin de participar en el intercambio entre entidades políticas y en el comercio interregional para adquirir bienes de prestigio y conseguir materias primas que no estaban disponibles localmente (Sabloff y Lamberg-Karlovsky, 1975; Earle y Ericson, 1977; Renfrew y Cherry, 1986). Se importaba una serie de bienes provenientes de fuera del valle del Nilo propiamente dicho: mineral y lingotes de cobre, madera de cedro, aceites y resinas exóticos, vino y recipientes del Levante, piedras preciosas como el lapislázuli del norte de Mesopotamia, otros bienes de lujo como el oro, la plata, la turquesa y otras piedras semipreciosas del Sinaí y el desierto oriental, incienso, pieles de animales exóticos, marfil de elefante de Nubia y más al sur y obsidiana de Anatolia y Abisinia (Hartung, 1998; Hendrickx y Bavay, 2002; Hartung et al., 2015).

Inicialmente, las rutas comerciales habrían sido recorridas por caravanas independientes de burros y mercaderes más o menos profesionales que suministraban los bienes que llegaban a sus manos como resultado del comercio directo, indirecto o en cadena (“down-the-line”) (Levy y van den Brink, 2002). Con la emergencia de los centros comerciales regionales, situados en la intersección de tales rutas comerciales, donde las industrias artesanales adquirían sus materias primas e intercambiaban sus productos terminados, y con el interés creado de las élites, estos mercaderes habrían encontrado la demanda y la plataforma económica necesarias. Un indicio de las visitas de comerciantes extranjeros puede verse en las inusuales estructuras edilicias subterráneas de Maadi, cuya arquitectura es desconocida en Egipto y deriva claramente de una tradición levantina. Destaca aquí una gran edificación semisubterránea de piedra que puede haber sido utilizada para alguna forma de almacenamiento central especializado (Hartung et al., 2003).

Las élites, y más tarde también el Estado, asumieron un control creciente sobre este comercio interregional y comenzaron a organizar sus propias expediciones comerciales. Hay evidencia en inscripciones de la Dinastía I que sugiere que se enviaron barcos a través del Mediterráneo hacia el litoral levantino para conseguir madera de cedro (por ejemplo, para los proyectos de construcción a gran escala de las tumbas reales y de los templos) y una serie de otros bienes como resina, aceites y sus contenedores (Wilkinson, 1999: 161), así como a través de la península del Sinaí para adquirir cobre y turquesa (Tallet y Laisney, 2012; Tallet, 2015). Estos productos importados eran posteriormente distribuidos a los funcionarios dentro de la corte real, presumiblemente a cambio de sus servicios al gobierno, el cual luego los incorporaba a sus conjuntos de tumbas. Sin embargo, es interesante señalar que los bienes importados no son exclusivos de las tumbas de las más altas élites del período Dinástico Temprano, sino que ocasionalmente también pueden encontrarse en las tumbas de egipcios de clase baja, como en la gran necrópolis de Helwan (Hendrickx y Bavay, 2002; Köhler y Ownby, 2011). Aunque no se sabe con certeza cómo llegaron estos objetos de prestigio a sus manos, la evidencia en su conjunto indica que existía una red comercial a larga distancia bien establecida a principios de la época histórica en Egipto. Esta red comercial devino parte del sistema económico general del gobierno centralizado que recaudaba impuestos de forma regular y redistribuía estos ingresos a los funcionarios del Estado, el tesoro real y el aparato administrativo que gestionaba la producción y el almacenamiento (Wilkinson, 1999: 126) y, en última instancia, a la economía en general. Cabe destacar que incluso las clases bajas del Estado egipcio temprano tenían acceso a una amplia gama de materias primas locales e importadas, productos manufacturados y suministros de alimentos, lo que sugiere que el sistema económico y las redes de distribución no eran excesivamente restrictivos (Köhler, 2021).

Burocracia y administración

La administración en Egipto es una de las áreas clave de investigación a la hora de reflexionar sobre la organización del gobierno y la complejidad de la economía centralizada y de la sociedad. La evidencia al respecto es casi en su totalidad textual, consistente en información sobre los títulos y la jerarquía de los funcionarios, sus responsabilidades y unidades administrativas, y la naturaleza de las transacciones burocráticas o productos implicados. De este modo, en el nivel más básico, la administración trata del registro de los procesos burocráticos en la forma de anotaciones escritas.

La evidencia más temprana de estos procesos burocráticos está relacionada con el registro y el control del acceso a bienes, evidente en los cilindros-sellos e improntas en arcilla de finales del período Calcolítico (Hartung, 1998). Esta evidencia sugiere que ciertos bienes se producían, envasaban y almacenaban bajo el control de una persona o institución cuyo interés era supervisar el acceso a ese bien. Por lo tanto, es concebible que dicho control fuera ejercido por las élites, que no sólo debieron tener un gran interés en sostener y controlar las industrias artesanales, los mercados y el comercio, sino que también necesitaban acumular ingresos para tener influencia económica y política (Johnson y Earle, 1987; Earle, 1997). Tampoco es coincidencia que estas tempranas evidencias procedan de dos de los centros comerciales regionales conocidos del sur de Egipto: Abidos y Nagada. Especialmente en Nagada Sur hay evidencia de un gran complejo edilicio asociado a cantidades significativas de improntas de sellos en arcilla que documentarían la existencia de la infraestructura y el personal para almacenar y administrar grandes cantidades de bienes (Kemp, 1977; Barocas et al., 1989; Di Pietro, 2017). Sin embargo, esta administración de fines del Calcolítico todavía operaba sin un sistema de escritura, ya que los sellos llevaban en gran medida signos pictográficos y geométricos que apenas guardan relación con el posterior sistema de escritura jeroglífica (Honore, 2007). Esta última clase de evidencia sólo procede de las primeras etapas de Nagada III o del período Protodinástico.

Las primeras evidencias de escritura jeroglífica fonética proceden actualmente del cementerio U de Abidos, donde el descubrimiento relativamente reciente de la tumba U- j, fechada en Nagada IIIA (ca. 3250 a.C.), aportó los resultados más significativos (Dreyer, 1998). La evidencia proviene principalmente de pequeñas etiquetas de productos que estaban originalmente adjuntas a los bienes, tales como aceites y textiles, y que denotan su cantidad o su procedencia. Esto indicaría que el propietario de esta tumba recibía productos de diferentes partes de Egipto, donde eran fabricados y registrados por una autoridad en el punto de producción o cuando llegaban al almacén del propietario de la tumba. También había inscripciones en tinta en recipientes de cerámica que muestran una variedad de signos específicos en combinación con un signo de planta, que el excavador ha identificado como los nombres de las fincas de los primeros gobernantes. A partir de entonces, la escritura jeroglífica se desarrolló rápidamente como un medio de control administrativo. Aunque el ámbito de la escritura se mantuvo en gran medida en el contexto de la administración y la religión estatales, los individuos particulares también la emplearon ocasionalmente con el propósito de administrar sus propias fincas, para inscripciones funerarias o simplemente para denotar la propiedad de ciertos bienes.

En todo caso, la escritura jeroglífica temprana estaba profundamente integrada en la administración de la burocracia centralizada, la cual habría funcionado de forma continua con unidades administrativas y personal claramente definidos. Una de las principales preocupaciones de la administración central era la recaudación de ingresos en forma de impuestos y excedentes obtenidos de las diversas industrias artesanales, su cuantificación, el registro regular de los inventarios de almacenamiento y la documentación de los gastos. En este contexto, uno de los títulos tempranos más importantes fue el de portador del sello real, que aparece de forma escrita a comienzos de la Dinastía I, pero que puede ser evidente ya antes en la forma de sellos reales, como uno procedente de Helwan que data de unas generaciones atrás (Nagada IIIA/B; Köhler, 1999). La evidencia de otras inscripciones indica claramente que para el período Dinástico Temprano existía una jerarquía administrativa estructurada con instituciones definidas y personal específicamente asignado (Engel, 2013). Este personal parece haber tenido un alto estatus social, que puede haber sido el resultado de las relaciones de parentesco con el gobernante del momento, y por lo tanto adscrito, o puede haber sido alcanzado a través de una habilidad, talento y competencia profesional especiales.

Complejidad social

Hoy en día se entiende que uno de los factores clave a tener en cuenta en la formación del Estado es la organización y complejidad de la sociedad. A pesar de las numerosas críticas que ha recibido la teoría de la evolución social en las últimas décadas, esta autora considera a Egipto como un área de investigación en la que se puede observar, a lo largo del tiempo, una evolución e integración de la sociedad desde una estructura menos compleja a otra más compleja, tanto horizontal como verticalmente, que finalmente dio como resultado el Estado del Reino Antiguo. Si bien esta autora no pretende contribuir a la teoría arqueológica, su objetivo es antes bien realizar un “ejercicio de extraer y conectar” (Yoffee, 2005: 182) explorando y recogiendo varios modelos o teorías que considera útiles y que ayudan a interpretar la evidencia arqueológica. También reconoce la dificultad de aplicar ciertos sistemas de clasificación, ya sea el de banda, tribu, jefatura y Estado de Service (1962), el de sociedad igualitaria, jerarquizada y estratificada de Fried (1960), o el de grupo parental/de nivel familiar, grupo local y entidad política regional de Johnson y Earle (1987). Aunque algunas de las categorías pueden prestarse mejor a la clasificación de una sociedad que a otra y aunque las líneas que las separan son a menudo difíciles de trazar, estos criterios pueden aplicarse conjuntamente con bastante eficacia a las diferentes etapas del desarrollo de la sociedad, como puede observarse en la civilización egipcia temprana. Es igualmente importante subrayar que, si bien podría parecer que la observación de los cambios a lo largo del tiempo exhibe un carácter narrativo, probablemente nunca hubo una única narrativa para el desarrollo de la complejidad social en las diferentes regiones del valle del Nilo.

La forma más simple o menos compleja de diferenciación social en Egipto puede ser situada en el Paleolítico, cuando podemos suponer con seguridad que la densidad poblacional era tan baja que la unidad social más grande habría comprendido una familia nuclear de múltiples generaciones de cazadores y recolectores móviles. Esta etapa de desarrollo social se clasifica mejor bajo los términos de banda o sociedad igualitaria. Cuando los agricultores de comienzos del Neolítico se volvieron totalmente sedentarios en aldeas como la de Merimde Benisalame, podemos observar las primeras evidencias de comunidades más grandes que vivían permanentemente en un lugar y así formaban unidades sociales mayores que la unidad familiar, y de una creciente segmentación social. Esto último se halla posiblemente indicado por actividades especializadas, como la talla de sílex, la manufactura de cerámica o la cestería, que, sin embargo, en esta fase no son actividades de subsistencia, pero satisfacían las necesidades de la unidad doméstica inmediata. La economía aldeana se basa en gran medida en el intercambio recíproco. La distribución desigual de la riqueza es a menudo un indicador de la desigualdad social y es, por ejemplo, observable entre los enterramientos badarienses de fines del Neolítico. En este caso, un pequeño número de tumbas (8%) muestra una mayor riqueza material que la gran mayoría (92%) de las tumbas, lo que sugiere una forma temprana de distinción social y una sociedad de dos niveles o jerarquizada (Anderson, 1992). La jerarquización suele reflejar un acceso diferencial a los recursos, pero también puede ser encontrada en sociedades tribales que admiten asociaciones por edades, como los ancianos de la aldea que gozan de cierta estima dentro de su comunidad y supervisan las actividades rituales. Es posible que exista evidencia de este tipo de individuos en el sitio neolítico de el-Omari, donde el enterramiento de un hombre adulto, A35, presenta características inusuales que no tienen paralelo en ninguna otra tumba de este sitio (Debono y Mortensen, 1990: 67). Aunque su tumba no difiere en cuanto a tamaño o cantidad de ajuar funerario, está marcada en la superficie por hileras de postes que debían formar una valla o un cobertizo. Además, a diferencia de otras tumbas del sitio, la suya contenía un bastón de madera de aproximadamente30 cm de longitud que estaba situado delante de su cuerpo. Como no parece haber servido a ningún propósito práctico, es posible que este bastón fuera un marcador de distinción social.

El siguiente cambio importante en el desarrollo social del Egipto temprano viene indicado por la introducción de industrias artesanales especializadas a tiempo completo, una economía política o redistributiva y centralización, todo ello entrelazado con la organización de la sociedad. Aunque esta forma de sociedad podría seguir clasificándose como jerarquizada, la diferencia radica en el acceso, el control y la distribución de los recursos que ahora están en manos de personas de alto estatus o élites. Estos criterios permitirían entonces denominar a esta forma de sociedad como una sociedad de jefatura, lo que acertadamente resume y posiblemente se aplique a lo que estaba surgiendo lentamente durante el período Calcolítico: “Las estrategias económicas… especialmente la agricultura de regadío y el comercio exterior, proporcionan oportunidades para la inversión y el control de la élite, que se utilizan para extraer excedente de producción de la economía de subsistencia para financiar las operaciones de la jefatura. A medida que prosigue la integración regional de la entidad política, surgen cargos de liderazgo claramente definidos a nivel local y regional, que son ocupados por miembros de una élite hereditaria… La competencia es intensa, tanto dentro de una jefatura por los cargos políticos como entre las jefaturas por el control de los recursos que producen ingresos” (Johnson y Earle, 1987: 21).

De todos modos, el concepto de “jefatura” como término universalmente aplicable ha recibido fuertes críticas a lo largo de los años, pero muchos arqueólogos persisten en utilizarlo, a menudo “a falta de una palabra mejor” y por la necesidad de insertar un término que refleje menos complejidad que un Estado y más complejidad que una sociedad jerarquizada (Yoffee, 2005; Smith, 2012; Feinman, 2012; Feinman y Nicholas, 2016; Köhler, 2017). Con esta peculiaridad, las jefaturas pueden ser consideradas en un espectro de posibilidades de formas de poder institucionalizadas, esto es, entre organizaciones corporativas a un lado del espectro y redes excluyentes al otro. Los criterios mencionados anteriormente pueden ser examinados sobre la base de evidencia arqueológica de diferentes partes de Egipto, como Hieracómpolis, Nagada, Abidos, Maadi, Girza y sitios del delta del Nilo. Especialmente en el sur, donde hay abundantes datos mortuorios bien documentados (p. ej., Bard, 1994; Wilkinson, 1996; Köhler, 2017), hay evidencia de élites claramente distinguidas cuyas tumbas son más grandes y arquitectónicamente más elaboradas que lo normal, ricamente dotadas de grandes cantidades de objetos funerarios como vasijas de cerámica y piedra conteniendo alimentos y bebidas, herramientas, armas, ornamentos y pertenencias personales, muchos de ellos importados del exterior. Muchas de estas tumbas muy ricas estaban ubicadas en cementerios separados, como el cementerio T de Nagada, el cementerio U de Abidos y la localidad 6 de Hieracómpolis, donde las élites y sus parientes se distanciaron de la población común. Es posible que estos cementerios meridionales de élite reflejen círculos exclusivos de individuos poderosos y sus parientes. Por otro lado, en aquellas regiones en las cuales no parece existir una cultura mortuoria de élite tan elaborada, y donde se pone menos énfasis en individuos poderosos, como en el norte del valle del Nilo, es posible que el poder institucionalizado se organizara sobre una base más corporativa.

Hacia el final del Calcolítico, el ritmo del desarrollo social se incrementa rápidamente. Hay evidencia de un mayor aumento de la desigualdad y la diversidad social en varios sitios de Egipto, de creciente estratificación social, que lleva a algunas sociedades egipcias mucho más allá del nivel de la jefatura. La diferencia radica en la distinción entre una sociedad jerarquizada o de dos niveles, compuesta por élites y población común, y una sociedad de varios niveles o estratificada con varios rangos o clases sociales distintos. Un indicio de esta última se da, por ejemplo, cuando el control económico y la administración ya no están únicamente en manos de las élites gobernantes, sino que se delegan en individuos cualificados que no son necesariamente miembros parentales de la élite, esto es, la organización del poder “sobre una base supra-familiar”, como lo denomina Fried (1960: 728). El tamaño de la población de las entidades políticas de las sociedades estratificadas suele ser considerable, incluyendo un centro primario donde reside el poder más centros secundarios o incluso terciarios, dependiendo del tamaño del territorio (Nissen, 1988). Mientras que el hinterland producía los ingresos agrícolas, los centros albergaban, en mayor o menor medida, la infraestructura y el personal delegado de la administración central, incluyendo instalaciones de almacenamiento y producción, funcionarios, artesanos y trabajadores, lo que implica directamente una organización social mucho más compleja que la que podría albergar una sociedad de jefatura. Por lo tanto, el proceso de formación del Estado ha llegado a una etapa crucial que por primera vez nos permite hablar de un sistema estatal. Sin embargo, hay que tener en cuenta que este proceso se ha producido en primer lugar a nivel regional y que, al principio, no tiene ningún efecto sobre la organización política de Egipto como una entidad política. Aunque ahora podemos hablar de civilización egipcia según los términos de Norman Yoffee (2005: 17), todavía no se trata de un Estado egipcio. Se trata más bien de varios Estados regionales, “micro Estados” (Yoffee, 2005), “proto-reinos” (Kemp, 1989), o “proto-Estados” (Campagno, 2002) que estaban encabezados por monarcas poderosos, que disponían de recursos casi ilimitados y que compartían una cultura material y una ideología común. Un buen ejemplo es la evidencia del cementerio de élite U de Abidos y, especialmente, la tumba U-j, que fue ocupada por uno de los gobernantes tempranos mejor documentados de la época. La tumba está subdividida en doce cámaras de adobe dentro de una gran fosa que cubre un área de más de 60 m2, lo que la convierte en la tumba más grande del período (Dreyer, 1998). Aunque la tumba U-j fue saqueada, aún quedaba importante evidencia que permitió al excavador concluir que su propietario era realmente un monarca. Contenía varios centenares de jarras de vino importadas del Levante, lo cual sugiere no sólo una infraestructura bien establecida y contactos comerciales a larga distancia (Hartung, 1998; 2013; Hartung et al., 2015), sino también una cantidad significativa de riqueza, necesaria para su adquisición. También contenía grandes cantidades de exquisitos artefactos de obsidiana y marfil manufacturados por hábiles artistas y artesanos y, sobre todo, numerosas etiquetas de productos y vasijas de cerámica con inscripciones que demuestran la existencia de un aparato administrativo. La sociedad correspondiente a la entidad política de esta persona estaba claramente estratificada, encabezada por un gobernante poderoso y rico, probablemente rodeado por un pequeño círculo de miembros de su familia que ayudaban a supervisar el gobierno, y asistido por un pequeño número de funcionarios que dirigían la administración central y la economía en su nombre. El grueso de la sociedad que formaba parte de esta entidad política del monarca abideno estaba formado por artistas, artesanos, agricultores y obreros.