Piensa en grande - Harald Seiz - E-Book

Piensa en grande E-Book

Harald Seiz

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Beschreibung

De lo más bajo a lo más alto: la historia de Harald Seiz se parece a una película de éxito de Hollywood. Harald Seiz pasó su infancia en un entorno muy pobre con su madre y su abuela cerca de Stuttgart. Mientras ambas luchaban con los problemas del alcohol, Seiz tuvo que aprender muy pronto a ser independiente. A pesar de duros contratiempos, pasó por muchas etapas laborales, desde proveedor de bebidas hasta vendedor de aspiradoras, y nunca abandonó su sueño de alcanzar el éxito y la independencia. En 2011 puso la primera piedra de su empresa Karatbars International GmbH. Su objetivo era que todas las personas pudieran poseer oro. Lo que empezó un día como una empresa de una sola persona es actualmente un imperio empresarial con actividades a nivel mundial y una facturación anual de más de 100 millones de euros. Pero Harald Seiz tiene objetivos todavía mayores: un medio de pago basado en el oro, que sea a prueba de crisis y revolucione nuestro sistema financiero. Es una misión por la que al principio se rieron de él. Actualmente es líder de mercado en productos de oro innovadores. Y sin embargo, Seiz se considera todavía en los inicios: un sistema de pagos basado en el oro, minas de oro y la fundación de un banco son solo algunos pilares en el siguiente camino hacia arriba. Think Big: este libro da valor para vivir el sueño propio, y muestra los caminos hacia el éxito.

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HARALD SEIZ

PIENSA EN GRANDE

HARALD SEIZ

PIENSA EN GRANDE

Cómo construir un imperio mundial a partir de una gran idea

Información bibliográfica de la Biblioteca Nacional Alemana

La Biblioteca Nacional Alemana registra esta publicación en la Bibliografía Nacional Alemana. Los datos bibliográficos detallados se pueden consultar en Internet en http://dnb.d-nb.de.

Para preguntas y sugerencias:

[email protected]

1.a edición 2020

© 2019 by FinanzBuch Verlag,

una impresión del Münchner Verlagsgruppe GmbH

Nymphenburger Straße 86

D-80636 München

Tel.: 089 651285-0

Fax: 089 652096

Reservados todos los derechos, en especial el derecho de reproducción y difusión, así como de traducción. Ninguna parte de la obra puede ser reproducida de ninguna forma (mediante fotocopias, microfilms u otros procedimientos), ni almacenada, procesada, copiada o difundida utilizando sistemas electrónicos sin permiso por escrito de la editorial.

Traducción: Kern AG, Sprachdienste

Redacción: Judith Engst

Diseño de la tapa: Karatbars, Manuela Amode

Ilustración de la tapa: CCO Creative Commons

Composición: Helmut Schaffer, Hofheim a. Ts.

eBook: ePubMATIC.com

ISBN Print 978-3-95972-397-8

ISBN E-Book (PDF) 978-3-96092-733-4

ISBN E-Book (EPUB, Mobi) 978-3-96092-734-1

Encontrará más información sobre la editorial en

www.finanzbuchverlag.de

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EL CONTENIDO

Prólogo

1. «Hay que arder por aquello que queremos encender en otros.»

2. «Solo el que domina su oficio puede lograr grandes cosas.»

3. «Persigue tu objetivo, y no te dejes apartar por nada.»

4. «Cultiva de nuevo la confianza de tus clientes cada día.»

5. «Nunca te duermas en los laureles.»

6. «Devuelve a la sociedad algo de lo que te ha dado.»

Sobre el autor

PRÓLOGO

Todos comenzaron desde abajo. Las empresas que trabajan actualmente a nivel global fueron alguna vez empresas familiares que trabajaban a nivel local, o simplemente una idea ingeniosa en la mente de un hombre de negocios innovador. Pero precisamente con eso comienza todo. En la mente. Para el que tiene creatividad e inteligencia, ningún camino es demasiado largo, y el éxito no es una utopía. Esto es lo que quisiera mostrarle en este libro.

Quisiera mostrarle cómo se puede lograr no solo desarrollar una gran idea, sino también convertirla en hechos. Esto no siempre es fácil, en absoluto. Las resistencias son normales. El mundo es tan variado como los problemas que pueden esperarle en su camino hacia arriba. Aprietos financieros, pérdidas personales, críticas y reproches de amigos y socios. No hay nada que no exista cuando quiere recorrer el camino para llegar a ser un empresario exitoso. Pero estas resistencias no son obstáculos insuperables. Hay soluciones. Solamente hay que verlas. Usted puede convertir las resistencias en problemas, o bien considerarlas desafíos, una oportunidad de seguir desarrollando su persona y su propio proyecto. En eso consiste el espíritu de un emprendedor. Y he resumido cómo lograrlo en seis capítulos. Yo mismo he tenido que aceptar reveses y decepciones, tanto profesionales como privados. Pero he luchado, y he hecho con mi vida lo mejor que he podido. Lo que va a leer en este libro está basado en mi experiencia de vida. Son experiencias que me gustaría transmitirle para que usted pueda recorrer su camino, totalmente individual, orientado hacia su objetivo.

Porque estoy convencido: con una gran idea se pueden alcanzar cosas grandiosas. Desde la primera idea, pasando por la creación de la propia empresa, hasta la manera correcta de manejar el éxito que se va logrando, este libro representa un hilo conductor para su propia carrera hacia la independencia. Para una carrera que a veces puede parecer un recorrido por la cuerda floja. Entre las dudas y el éxito, la motivación y el estancamiento. No me interesan las ideas abstractas o las construcciones especulativas. La ciencia superior se la dejo tranquilamente a otros. Yo soy una persona práctica y, como tal, he escrito este libro. Cercano a la realidad, cercano a la vida. Con ejemplos y anécdotas personales quisiera invitarlo a llevar consigo todo lo necesario para hacer de una gran idea un imperio mundial. ¡En este sentido, le deseo una lectura emocionante y llena de aprendizaje!

PIENSA EN GRANDE

1. «HAY QUE ARDER POR AQUELLO QUE QUEREMOS ENCENDER EN OTROS.»

«De visionario a millonario» suena poco realista. Pero al principio de toda carrera exitosa se encuentra una visión. Un sueño y un plan de cómo quiere estructurar su vida. Mantener el propio objetivo en el punto de mira y seguirlo con perseverancia es lo que distingue a una persona que transforma su visión en éxito. Es como un capitán que guía su barco por tiempos tranquilos y tormentosos para llegar a su destino. La mirada dirigida a lo lejos, hacia las estrellas en el cielo, es como un indicador del camino, la propia intuición sirve de brújula interior. La primera vez que dejé vagar mi mirada hacia el futuro, solamente vi una inmensidad infinita. Pero incluso en esta enorme inmensidad, captaron mi atención los primeros puntos fijos, que más tarde se habrían de convertir en las columnas fundamentales de mi carrera. Mis «estrellas» eran tan distintas como auténticas. El Dr. Martin Luther King, con su famosa frase «I have a dream», tengo un sueño, me entusiasmó con su fuerza oratoria indomable y su impulso revolucionario de lograr un mundo mejor para sus connacionales. Él se atrevió a pronunciar abiertamente cosas que otros ni siquiera se atrevían a pensar. Él se puso en la cúspide de un movimiento, y se mantuvo fiel a él hasta el amargo final.

Lleno de convicción, luchó por su causa y, con ello, se inmortalizó en los corazones de incontables personas. Él movilizó enormes fuerzas sociales. Él es, como pocos, el ejemplo por excelencia de todo lo que se puede lograr con pasión y dando el alma por algo.

Martin Luther King ha dejado su huella en el país que hoy todavía disfruto recorriendo en mis viajes. A pesar de todas las reservas que se puedan tener en contra de los Estados Unidos en los tiempos de Trump y compañía, soy un gran entusiasta del estilo de vida estadounidense. El país respira el espíritu de la libertad y la independencia. Aún me gusta visitar los Estados Unidos, para descubrir al país y a su gente. Y así, mi segundo gran ídolo también es un estadounidense. Elvis Presley, el «Rey del Rock’n’Roll», con su voz sin duda grandiosa, me mostró cómo se pueden convertir los propios sueños en realidades con pasión y presencia. A pesar de que las condiciones en las que creció no fueron sencillas. Tuvo una infancia que fue todo lo contrario de despreocupada. Su hermano gemelo falleció ya al nacer, sus padres eran trabajadores agrícolas y textiles con un salario modesto. Y aunque no había mucho dinero para abundantes actividades recreativas, la familia del joven Elvis sí hizo lo mejor que pudo para aprovechar lo poco que tenía. Elvis creció en el pequeño pueblo de Tupelo, en Mississippi. Las novedades técnicas de la época todavía no habían llegado ahí. Casi nadie en Tupelo tenía una radio, ya no digamos un televisor. Y, sin embargo, la casa de los Presley era el epicentro de la diversión en las tardes. Porque, creativos como eran, los Presley se encargaban de proporcionar un entretenimiento regular con su coro de góspel. En medio de eso estaba el pequeño Elvis, que con su sonora voz se convirtió rápidamente en la atracción principal del pequeño pueblo y, más tarde, de todos los Estados Unidos.

De forma muy similar a Elvis, yo también me crie en un ambiente modesto. Nací en 1963 en Stuttgart, a la edad de tres años tuve que despedirme de mi padre, que se vio atraído de nuevo por su patria, Grecia. A pesar de tener a mi madre y a mi abuela a mi lado, pronto tuve que aprender a andar por mí mismo. Debido a las difíciles condiciones familiares, no fue un tiempo fácil para mí. En los tiempos del patchwork y de las uniones libres de parejas, cuesta trabajo creer cuán diferente era la vida familiar en la provincia de Alemania Occidental en los años 60. Los papeles estampados, los muebles que ahora solo se encuentran en las tiendas retro y la clara idea de lo que era una «buena» familia era lo que marcaba a esta época. En los años 60, el modelo de la madre que educa ella sola a sus hijos no era de en absoluto normal. Todo lo contrario: las madres que educaban solas a sus hijos eran objeto de críticas, y su forma de vida se cuestionaba constantemente. Una y otra vez notaba el escepticismo con el que se veía a mi familia. Tan pequeño como era, sentía las miradas de los vecinos, notaba sus preguntas: ¿dónde está el marido? ¿Por qué abandonó a su mujer? ¿Cómo puede la madre encargarse ella sola de su hijo y trabajar al mismo tiempo sin descuidarlo? La Alemania Occidental de los años 60 que yo viví estaba marcada por una imagen conservadora de la familia, en la cual el padre era quien tenía que asumir la responsabilidad. Pero mi padre se había ido muy lejos. Si algo aprendí de esta época es que en su vida uno no puede depender de las opiniones de los otros. Sin importar lo aplastante que pueda ser la opinión de la mayoría, sin importar lo pesada que pueda ser la presión social para adaptarse: uno tiene que ser fiel a sí mismo. ¿Quién hubiera creído que el pequeño de la ciudad de Weil, el joven con orígenes migratorios y sin una figura paterna, habría sido capaz de dirigir alguna vez una empresa de varios millones? ¡Nadie! Y, sin embargo, lo logré, a pesar de todas las dificultades y dudas. Precisamente porque me mantuve en mi camino, ignorando todos los consejos y reproches. Y ese camino me condujo hacia la exitosa empresa que ahora dirijo.

Hubo suficientes obstáculos y dificultades en ese camino, tanto privados como profesionales. Y esto ya desde los primeros años. Tuve que aprender pronto a ser independiente. La clásica división del trabajo familiar, con el padre como «proveedor» y la madre que prodiga sus cuidados a los hijos, que era habitual en las condiciones de aquel tiempo, no existía con nosotros. Tanto mi madre como mi abuela trabajaban en una fábrica cercana para asegurar nuestro mantenimiento. Guardaban cada centavo, lo pensaban dos veces antes de gastar cada moneda. El trabajo a destajo no les dejaba mucho tiempo para ocuparse de mí, así que me enviaron a una guardería a Leonberg, una pequeña y apacible ciudad cerca de Stuttgart. Cada día de la semana tomábamos el primer tren a las 5:30. Mientras que la mayoría de los demás niños todavía estaban profundamente sumidos en sus sueños, yo ya estaba listo. Y estaba radiante. Estaba listo para salir. Quería descubrir el mundo y experimentar cosas. Es una curiosidad que hasta el día de hoy me impulsa una y otra vez hacia nuevos derroteros.

Esta curiosidad habría de recibir nuevos alimentos cuando entré a la escuela a los seis años. Yo esperaba mucho de la escuela, y quería aprender cosas nuevas, pero en absoluto fue todo como la seda. Todo comenzó cuando tuve que comprobar, tras unos pocos días de escuela, que no podía ver bien las letras en la pizarra. Se desdibujaban ante mis ojos para convertirse en una masa blanca ilegible sobre un fondo verde. Desde entonces, y tras hacer una breve visita al oculista, quedó claro: necesitaba gafas. Pero no me dieron unas gafas normales. No, yo llevaba unas gafas literalmente de cristal blindado. Los cristales eran más gruesos de lo que le hubiera podido convenir a mi apariencia. Y antes de darme cuenta, ya solo me conocían en la clase como el «cuatro ojos». Ya de camino a la escuela empezaba la cantaleta. Los otros niños me gritaban por detrás: «¡cuatro ojos, cuatro ojos! ¿Qué, ya has limpiado bien las gafas?». Nadie quería jugar conmigo. Cuando le pregunté a un compañero de clase si quería hacer algo conmigo, solo me contestó: «primero aprende a ver bien.» En el patio de la escuela y en el aula seguían las burlas. Al principio, los profesores todavía intentaban defenderme del acoso. Pero en cuanto le daban la espalda a la clase, o si no estaban cerca en ese momento, comenzaba de nuevo: «¡cuatro ojos, cuatro ojos!». Los niños pueden ser muy crueles.

Con ello, mi situación en la escuela era todo menos envidiable. Se podría decir: «Bueno, por lo menos el niño podía sacar fuerzas del círculo más íntimo de la familia.» En parte, era verdad. Sin embargo, en casa me esperaban algunos problemas con los cuales tuve que lidiar pronto.

Ya desde pequeño noté que había algo raro en mi madre y en mi abuela. Un día celebraban muy contentas, estaban realmente eufóricas, sin que desde mi punto de vista hubiera pasado nada especial. Al día siguiente se quedaban acostadas en la cama, sin fuerzas, cansadas y con «resaca». Con trabajo se podía lograr que se levantaran. Al principio no podía explicarme sus cambios de humor. Simplemente, era demasiado joven para estas cosas. Pero después comprendí que era el alcohol. Pero ¿por qué habían empezado ambas a beber demasiado?

Ambas, tanto mi madre como mi abuela, tenían que cargar con sus penas, con vivencias que realmente nunca pudieron procesar. Durante la Segunda Guerra Mundial, mi abuela había tenido una relación amorosa. Después, su hombre se separó de ella cuando terminó la guerra. A mi madre también la abandonaron. La abandonó mi padre, del cual no sé nada hasta ahora. Todo esto dejó huellas en ambas. Reprimieron lo que les había sucedido. Y encontraron consuelo en el alcohol. Me acuerdo de que iba a traerles la cerveza, que una vez bebieron sin parar dos meses seguidos. Una vez llegué a la casa y encontré a mi madre tirada en el suelo. Estaba ahí tirada, inmóvil, y balbucía sonidos incomprensibles. De la cabeza le estaba saliendo sangre. Fui presa del pánico. ¿Qué había pasado? Tenía un miedo mortal. Miedo de que mi madre se muriera. Pedí ayuda. Pero mi voz se extinguió sin que me escucharan. Seguí gritando: «¡Auxilio, auxilio, mi madre…!» Comencé a gritar, y poco antes de pensar que finalmente me iba a fallar la voz de tanto gritar, llamaron a la puerta. Corrí a la entrada y abrí. Ahí estaba nuestro vecino. De inmediato miré su rostro aterrado: «¿Qué pasa?» Le mostré a mi madre. Reaccionó de inmediato, y no pasó mucho tiempo hasta que se aproximaron las sirenas de la primera ambulancia. Llevaron a mi madre al hospital. Tuve mucho miedo, me puse a rezar, tenía la esperanza de que todo se iba a arreglar. Y tuve suerte. Mi madre sobrevivió. Pero este acontecimiento me había marcado ya profundamente. En la escuela me costaba trabajo concentrarme. Siempre pensaba en lo que había pasado en casa, y una y otra vez me preguntaba si mi madre estaría bien. Esta incertidumbre me desgastaba, me distraía. Si alguna vez conseguía concentrarme en las materias de la escuela, de nuevo me arrancaban de ahí con las burlas, los comentarios y las ofensas de mis compañeros. ¡Era un horror!

Pero, por malo que fuera, por extrema que se presentara la situación en mi interior, mis desafíos me hicieron crecer, y aprendí a concentrarme en las partes positivas de la vida. Me di cuenta de las casi innumerables posibilidades que la vida nos depara. Aun cuando externamente no tenía muchas cosas cuando era niño, sí guardaba en mi interior un verdadero tesoro. Con mi fantasía, mi pasión y mi gran espíritu emprendedor quería transformar el mundo, ir siempre un paso más allá, no detenerme hasta que mis sueños se hubieran vuelto realidad, como con mis ídolos de los Estados Unidos. Para eso no se necesita una inmensa fortuna. Todo lo que necesitaba ya lo tenía en mí. Hay que creer en uno mismo, tener valor, aunque haya reveses. El camino desde muy abajo hasta muy arriba no es una utopía. Pero tampoco es una vía recta en una sola dirección, sin tráfico en contra. A veces se siente como si se tuviera que escalar una cima de los Alpes, a veces parece que el bosque de reglamentos fuera impenetrable. Pero estos tiempos pasan. Y al mismo tiempo, representan un enriquecimiento.

Cuando mi madre conoció al que después fue mi padrastro, llegó algo más de estabilidad a nuestra vida. Como yo, también él tenía un pasado de migración, había huido de su patria, Checoslovaquia, a Alemania Occidental. Como tantos otros, buscaba mejores ingresos y más libertad. No había venido solo a Alemania. Con él habían venido sus padres y sus tres hermanos. Todos eran muy trabajadores, y mantenían funcionando un negocio propio. Mi padrastro mismo era pintor, y siempre tenía mucho que hacer. Se benefició del crecimiento económico de Alemania. En todos lados, sobre todo en nuestro estado de Baden-Württemberg, se construía y renovaba todo lo que se podía. Si bien esto no supuso para mi familia unos ingresos opulentos, sí eran unos ingresos seguros. Acorde con las nuevas condiciones familiares, también conseguimos un nuevo alojamiento. Y es que mi padrastro compró junto con su hermano una casa en Gerlingen, no lejos de nuestro antiguo hogar. Cada domingo hacíamos excursiones juntos por los alrededores. Explorábamos la región, disfrutábamos juntos de la naturaleza. Los anchos campos, las copas de los árboles magníficamente verdes, la luz que caía en los senderos: todo esto lo recuerdo como momentos felices de mi infancia. ¡Cuánta magnificencia y belleza se esconde en estas vivencias, aparentemente sencillas! Era casi incapaz de creerlo.

También en la escuela las cosas iban un poco mejor. Es cierto que me seguían fastidiando: los cristales de mis gafas seguían pareciendo más bien gruesos vidrios de ventanas, por lo que mi apariencia seguía sufriendo. Peor hubo un cambio decisivo, pues encontré un muy buen amigo llamado Wolfgang. Y con ello, muchas cosas se hicieron más fáciles. Él era el único de mi clase al que no le importaba mi apariencia. Todavía recuerdo cómo se me acercaba durante el recreo, sin reservas, sin rechazo. Intercambiábamos un par de frases, comenzábamos a jugar juntos y, con cada día que pasaba en nuestra amistad, nos entendíamos mejor, y poco a poco nos convertimos en verdaderos buenos amigos. Las risas burlonas de los demás ya no me interesaban. Tenía un compañero a mi lado. Alguien que me aceptaba como yo era. Alguien que realmente era importante para mí. Los demás solo querían hacerse los importantes, lanzándose sobre el que supuestamente era el más débil. Pero lo más importante era: ya no estaba solo. Por importante que sea que uno obtenga la fuerza de sí mismo para recorrer su propio camino, no se puede lograr todo solo. Se necesitan compañeros de camino, apoyos, socios comerciales con los que trabajar conjuntamente en la realización de sus objetivos. Esta experiencia la hice por primera vez en la escuela primaria, y a través de toda mi carrera ha seguido siendo muy valiosa para mí hasta el día de hoy. Wolfgang creía en mí y en mis capacidades. Y también yo descubrí algunos talentos en mí. A los 15 años imité, con una buena porción de confianza en mí mismo, a mi ídolo Elvis en un espectáculo en mi discoteca preferida. Y Wolfgang fue quien me dio esa oportunidad. Él había echado un papel con mi nombre en la tómbola. Y cuando finalmente fui seleccionado, ya nada me detuvo. Quería mostrar lo que podía hacer. De manera despectiva se podría decir que era un loco del escenario. Expresado de otra manera, mi resolución también era la expresión de la recién adquirida confianza en mí mismo. Ya no iban a dirigir mis acciones el miedo y las dudas, sino el valor y el optimismo. Para mí, esta vivencia fue la apertura de una puerta a posibilidades que no imaginaba, una explosión que liberó fuerzas en mí que antes solo había podido entrever. Algo sorprendidos al principio, los presentes frente al escenario me aclamaron vivamente tras el espectáculo. Esta experiencia me inspiró muchísimo. Al hacer algo de lo que estaba sinceramente convencido, podía entusiasmar a otros. Tal vez no era el cantante con más talento. Al contrario: estaba muy lejos de poder competir seriamente con el «Rey del Rock’n’Roll». Pero había puesto todo mi entusiasmo en esta actuación. Sin dudas y sin falsa modestia. Aunque pensemos tanto en lo que los demás podrían pensar de nosotros, a veces simplemente tenemos que seguir a nuestra inspiración para avanzar en la vida. Claro, los demás asistentes a la discoteca también podían haberme abucheado y devolverme al duro suelo de la realidad si no los hubiera convencido. Pero no intentarlo por eso no era una opción, y hasta ahora no lo es. Cualquiera que hable en subjuntivo y no realice nada de lo que dice, se pierde las mejores oportunidades de la vida, y al final se queda viendo cómo los demás siguen su camino. Pero ser siempre solo un espectador, estar siempre en la segunda fila, no puede llevar a nadie a lograr su objetivo. El «sueño americano» se vuelve realidad para todos aquellos que reconocen sus potenciales.

Con la convicción adecuada también se convence a otros: esto es lo que me quedó claro esa noche. Y lo mejor fue que no solamente yo me divertí, sino que todos estaban de buen humor tras el sorprendente espectáculo: una situación en la que todos ganan.

Lo que logré aquella noche se habría de convertir en el lema de mi vida: hacer algo bueno para los demás se convirtió en el objetivo de mi vida. Hacer todavía un poco más bella mi propia vida, y sobre todo las de mis semejantes mediante una buena idea: ese era mi sueño.

Había aceptado que había compañeros de escuela que tal vez tenían menos dificultades en sus familias, que tal vez recibían más apoyo, a los que se les hacía más fácil encontrar su camino. Pero no por eso quería dejarme quitar la oportunidad de tomar las riendas de mi vida y hacerme responsable de mis convicciones. En el escenario había sentido que la gente no pregunta de dónde vienes. Lo que le interesa es quién eres y si apoyas totalmente lo que haces. Por un momento olvidé los problemas en la escuela y en la familia. Solo me sentía a mí mismo y a mi voz. Cuando salieron las primeras notas de los altavoces y yo elevé mi voz, me sentí liberado. Liberado del lastre que pesaba sobre mis hombros. Lleno de fuerza y energía. Solo pensaba: ¡ahora es el momento! Ahora puedes darlo todo, mostrar todo lo que tienes dentro.

Porque todos nosotros tenemos un gran regalo en nosotros que deberíamos apreciar. Una fábrica de pensamientos e ideas, y también de la razón: nuestro cerebro. Aprovechar este regalo para el bien de todos es mi mayor máxima. Pero sería muy sencillo borrar de golpe todas las diferencias familiares que había entre mis compañeros y yo, como si nunca hubieran existido. No, mi familia me marcó, y yo aprendí algunas cosas de ella. Ya sea voluntaria o involuntariamente: el alcoholismo de mi madre y el rigor de mi padrastro, todas estas vivencias me han formado. Como si hubiera estado hasta el día de ayer bajo sus cuidados, todavía me acuerdo muy bien del estricto régimen de mi padrastro. A las 20:00 horas en punto tenía que estar en la cama. Solo el fin de semana podía quedarme despierto una triste hora más. No podía ver las películas más emocionantes hasta el final. Claro que me quejaba, lloraba y gritaba también algunas veces de pura rabia y decepción. Pero sin importar lo que organizara, mi padrastro seguía fiel a su línea. Para mí, esto fue muy duro. Pero a pesar de eso, muy lentamente se fue desarrollando algo valioso por la estricta educación. Yo adquirí una estructura en mi vida cotidiana, la cual me daba el apoyo que antes no había tenido.

Porque, a diferencia de muchos otros jóvenes de mi generación, yo desarrollé un marcado anhelo de seguridad. El que depende mucho de él solo, también siente más rápido que otros cuando las cosas no van bien. No hay nadie que se haga responsable de ti y que dé la cara por ti, nadie que te reemplace cuando las cosas se ponen difíciles. Nada pone esto más en claro que un viejo dicho alemán que se me quedó grabado durante mi juventud: «Hay que comerse la sopa que uno mismo se ha cocinado.» Por doloroso que pueda ser en ocasiones, es una experiencia muy instructiva que no puede sustituirse y que marca tanto que puede conducir el propio camino de la vida hacia derroteros completamente nuevos. En mi caso, estos derroteros fueron la necesidad de seguridad. Yo quería estar preparado para el worst case, el peor de los casos, quería conseguir una red segura en caso de que todo saliera realmente mal.

Y no tardó mucho en volver a salir todo mal. A saber, para mi hermana pequeña, que llegó cuando yo tenía doce años y con la que desde siempre he cultivado una relación especial y fantástica. Un día, regresando de la escuela a la casa, escuché toser a mi hermana, que por aquel entonces tenía un año. No una vez, no dos veces, sino sin parar, parecía un ladrido. De inmediato me di cuenta de que algo no iba bien con ella. No se había atragantado, ni tampoco tenía un simple resfriado. Mi madre, probablemente alcoholizada, estaba junto a ella, y solo le preguntó: «¿Qué te pasa?» ¿Realmente esperaba una respuesta? En ese momento me quedó claro que yo tenía que asumir la responsabilidad. En ese momento, yo era el único con la cabeza fría. Tomé la iniciativa y llamé de inmediato a mi padrastro. «Tienes que venir de inmediato. Andrea no está bien. Por suerte, mi padrastro no se hizo esperar mucho tiempo. Tomamos a mi hermana y fuimos de inmediato en dirección al hospital. De camino hacia allá, sentía como cada vez le faltaba más el aire. La sujetaba en mis brazos y miraba fijamente sus grandes ojos. Una mirada tan sincera, tan libre, tan inocente. ¡Este pequeño ser humano no podía morir! Sus respiraciones se iban distanciado cada vez más, su aliento se iba haciendo cada vez más débil. Sentía cómo luchaba por su vida, y se me saltaron las lágrimas. Una tras otra iban cayendo de mi mejilla sobre su pequeño y tierno rostro. Con el valor de la desesperación, le grité a mi padrastro: «¡Ve más rápido!» Creo que nunca en mi vida he vuelto a tener tanto miedo de perder a una persona. Ese pequeño ser humano inocente era el que menos se merecía morir tan pronto. Y por suerte, todo salió de otra manera. Al llegar al hospital, nos recibieron los médicos. Todo pasó muy rápido y, sin embargo, la espera se me hizo eterna. Los segundos hasta que llegó el diagnóstico salvador fueron pesados como el plomo. Sentía la locura de mi pulso, y en mi cabeza se agolpaban los pensamientos. ¿Sobreviviría? ¿Habíamos actuado a tiempo? ¿Podría volver a mirarla a los ojos, verla de nuevo reír, jugar? Y entonces, por fin. Cuando se abrió la puerta del consultorio y salió el médico con una sonrisa en los labios, se liberó toda mi tensión. ¡Por fin! Mi hermana sobreviviría. Pero sin nuestra, sin mi intervención, seguramente hubiera sido demasiado tarde.

Aunque este acontecimiento tal vez pueda dar la impresión de que mi padrastro y yo formábamos un buen equipo, la mayor parte de las veces más bien era todo lo contrario. Claro, en situaciones extremas, en situaciones en las cuales se trataba de vida o muerte, estábamos juntos. Pero el día a día era totalmente diferente. Cuando tuve en mis manos el graduado escolar, mi familia me presionó de inmediato para que comenzara un aprendizaje laboral. Yo estaba indeciso, no sabía qué quería, y finalmente cedí a la presión. Comencé mi periodo como aprendiz con un fabricante de bolsas. Producíamos bolsas de alto nivel para gustos especiales de los clientes. Sin duda eran bellos productos, exactamente del estilo de la época, pero me di cuenta de inmediato que este trabajo no me iba. Aun así, intenté dominarlo tan bien como me era posible, pero mi instructor de entonces no notaba mis esfuerzos. No se daba cuenta en absoluto de cuánto invertía yo en la formación. En lugar de eso, me criticaba todo el tiempo, me dictaba siempre nuevas prescripciones, y siempre encontraba algo que reprocharme. Yo estaba totalmente confuso. ¿Debía continuar? ¿Debía abandonar? ¿Qué pasaría entonces conmigo? Sentía que podía hacer más que solo servir obedeciendo órdenes. Tenía que emanciparme. Un par de días más tarde, de nuevo había tenido que soportar duras críticas, le revelé mis planes a mi jefe: «Me voy.» – «Usted no va a ninguna parte.» Yo ya esperaba una respuesta de ese tipo, y le respondí, ahora ya totalmente decidido: «Me voy. Para siempre.» Como era de esperarse, mi familia no encajó bien mi decisión. Todos se preocuparon, me preguntaban que iba a ser de mí. Pero yo sabía que tenía que seguir avanzando. Me faltaba la sensibilidad artesanal, y la monotonía del proceso de producción, siempre igual, me hacía sentir apático. No podía quedarme ahí. Y así, seguí avanzando.

Habrían de seguir otros dos intentos de formación hasta que finalmente encontré el camino hacia el sector financiero. Mi segunda estación, la formación como panadero, no fue especialmente fructífera y tras pocos meses había terminado para mí. Hice un último intento en esa dirección al comenzar una formación como pintor. Mi padrastro me había dado la idea. Pero tampoco ahí encontré una motivación. Mi pasión, y eso lo sentía cada vez más claramente con cada formación fracasada, estaba en otro lado. Y solo ahí donde pudiera desplegar mi pasión, tenía una oportunidad de tener éxito. Por más que me esforzaba, la mayor emoción, el mayor elogio que me hizo mi padrastro por mi trabajo de pintor fue una simple frase: «Puede quedar así.» Con esta mediocridad no quería darme por satisfecho. Tenía que haber algo en lo cual yo pudiera destacar, en lo cual pudiera utilizar mis capacidades, mi forma de ser, de una manera más productiva.

Lo primero que necesitaba para ello era la libertad, era la independencia. Me di cuenta de que, bajo la carga de las reglas y las instrucciones, no podía encontrar mis propias fortalezas. Necesitaba libertad de movimiento para mi espíritu, para nuevos planes.

Empecé desde abajo como proveedor de bebidas en Gerlingen, una pequeña ciudad cerca de Stuttgart. No ganaba mucho. Pero era libre. En mi cabina de conductor no había ningún jefe que me dijera lo que tenía que hacer o dejar de hacer. Exactamente eso era lo que me hacía muchísimo bien. Yo amaba mi autonomía recién conquistada, el sentimiento de tomar mi vida de nuevo en mis manos. Pero a la larga no iba a llegar muy lejos con este trabajo. El sueldo era demasiado bajo, apenas llegaba a los 800 marcos al mes. Así que finalmente pasé del sueldo fijo al modelo de comisiones. Un colega me habló de la posibilidad de mejorar mi sueldo notablemente como vendedor de aspiradoras a comisión. Y así sucedió. En Vorwerk descubrí mi talento comercial. Como consultor, pronto estaba vendiendo ya 20 aspiradoras por semana. Pero también aquí se me fijaban límites. A fin de cuentas, un día laboral solo tiene diez horas de trabajo efectivas. No era suficiente para algo realmente grande. Y así llegué finalmente a la mercadotecnia multinivel y al sector financiero. Aquí había potencial para más.

Todo el mundo tiene una necesidad de seguridad. Precisamente por eso las personas comenzaron a organizarse en comunidades. Con ello querían darse mutuamente protección ante los peligros exteriores. Con el dinero no es distinto. Y es que la seguridad en el capitalismo también significa seguridad financiera. El que alguna vez haya sentido cómo le quitan el suelo bajo sus pies cuando todos sus ahorros desaparecen de golpe, quiere buscar una seguridad para el futuro. El que busca el dinero rápido sin tener un fundamento financiero asegurado, puede quedarse de pronto sin un solo centavo. La crisis financiera de 2008 lo ha demostrado de manera impresionante.

Ayudar a las personas a invertir su dinero de forma segura y al mismo tiempo sosteniblemente lucrativa se convirtió en mi vocación durante mi formación como asesor financiero. Para mí personalmente fue una época por la que ahora estoy especialmente agradecido. En esos años aprendí a manejar con responsabilidad el dinero y el patrimonio de otras personas. Saber que su dinero está en las manos correctas, poder tener confianza en su asesor: esas son para mí hasta el día de hoy las condiciones necesarias para una inversión exitosa. Entre el cliente y el asesor debe haber franqueza y honestidad. Por desgracia, en el mercado financiero esto no siempre se da. Es una situación que lamento mucho. Por eso, hasta el día de hoy, en mi empresa le doy un gran valor a una atención al cliente de alto nivel. Sin una confianza mutua no funciona, ni en la familia ni tampoco en los negocios. Por ello, desde siempre he cultivado un contacto personal y abierto con mis clientes, cuyas necesidades me tomo muy en serio. Porque mucho de lo que decimos no solamente lo decimos con palabras. Todo nuestro cuerpo habla. Nuestra actitud muestra lo sinceros que somos. Nuestros ojos no son solo el proverbial espejo de nuestra alma, sino también la expresión de nuestra pasión. Mis capacidades musicales podrán no ser ni de lejos las de un «Rey del Rock’n’Roll» pero, no obstante, y de ello estoy convencido, se me notaba mi alegría cuando estaba cantando. En el momento decisivo, yo era Elvis: al cien por cien. La fe mueve montañas. Ella nos da la fuerza para no perder de vista la gran totalidad, y nos da la confianza en nosotros mismos para convertir nuestros sueños en realidad.

Desde antes de mi época en el sector financiero ya me encantaba el intercambio sincero y cordial con los demás. Ya fuera entre camaradas, en la familia o más tarde en el trabajo: me interesaba lo que movía a los demás, qué era lo que buscaban alcanzar, cómo veían el mundo.

Después, en el camino de mi carrera conseguí la base profesional y financiera para mi posterior independencia. Aquel tiempo constituyó en todos sentidos el fundamento, los cimientos sobre los cuales pude construir piedra por piedra, ladrillo por ladrillo, mi casa, mi proyecto. Una casa que da seguridad, que protege del viento y de las inclemencias del tiempo, pero también una casa en la cual puedo dar la bienvenida a las personas. Para el joven Harald Seiz que era yo entonces, esta casa encarnaba la promesa de seguridad que yo tanto anhelaba, pero también era un tentador proyecto, un desafío, para averiguar lo que tenía dentro de mí.