Píldoras de emociones - Virtudes Roig - E-Book

Píldoras de emociones E-Book

Virtudes Roig

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Beschreibung

En una sociedad cada vez más individualista y competitiva, este libro te muestra cómo las emociones pueden ser la clave para sanar esas heridas que se esconden bajo la piel. Virtudes Roig, la farmacéutica detrás del famoso El Blog de Pills, ha sido testigo de cómo las situaciones límite en las que nos coloca la enfermedad, el dolor o la soledad son capaces de sacar lo mejor de cada uno de nosotros, nuestro lado más generoso y humano. Lecciones de empatía en unas páginas que te invitan a relativizar para conectar con las pequeñas cosas de la vida y lo que realmente importa.

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Seitenzahl: 234

Veröffentlichungsjahr: 2024

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de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

Píldoras de emociones. Cómo quererte más y sentirte mejor

© 2024, Virtudes Roig Azpitarte

© 2024, del prólogo, Antonio de Gregorio Alapont

© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Diseño de cubierta: Rebeca Losada

Maquetación: Safekat

Fotografía de la autora: Maribel Server

ISBN: 978-84-1064-080-1

Por ti, por míy por los momentos que pasamos juntos.

Índice

Prólogo

1. Un refugio para el consuelo

2. Afortunado quien en su camino encuentra un buen ejemplo

3. Cuando dejaste de ser quien eras

4. El grito silenciado

5. La mejor jugada

6. La belleza no se refleja en el espejo

7. La cara oculta de la pobreza

8. Lo mejor que tenemos es tenernos

9. La resistencia que nos amenaza

10. La justa integración

11. No hay peor compañía que la soledad

12. Madres en el punto de mira

13. No le cuentes batallas

14. La segunda primavera

15. Que tus miedos no corten mis alas

16. Serendipia

17. El regalo de una nueva vida

18. Una constelación de estrellas

Donde todo comenzó

Agradecimientos

Prólogo

He tenido el privilegio de vivir el nacimiento de este libro que tienes ahora entre tus manos desde antes, incluso, de que se empezaran a escribir sus primeras páginas, el día en el que Virtu recibió, con enorme sorpresa, un mail que hablaba de una propuesta para escribirlo.

Desde entonces he disfrutado muy de cerca con su preparación y desarrollo, conforme se iban componiendo los diferentes capítulos a partir de una minuciosa selección de auténticas vivencias sobrecogedoras. La culmi­nación ha llegado con el desafiante proceso de sintetizar, en las pocas palabras contenidas en un título, el mensaje que se desea transmitir a partir de todas y cada una de esas historias vividas en primera persona por la autora.

Este libro es como una fuente de la que manan, de cada uno de sus caños o capítulos, un chorro de emociones que fluyen en dos caminos diferentes para llegar al mismo destino, que no es otro que el de un lugar llamado esperanza.

Uno de estos caminos te propone la plácida contemplación de episodios que giran en torno a la salud, que cuando uno los descubre, narrados con la especial sensibilidad con la que nos los presenta Virtu, resultan auténticas lecciones de vida con un efecto verdaderamente reconfortante y sanador.

El otro camino es una invitación a seguir los pasos de las personas que protagonizan las historias, que nos ofrecen de forma ejemplarizante con su comportamiento y actos, un amplio abanico de valores para incorporar a nuestras vidas consiguiendo que nos queramos más.

Al leer el libro encontrarás la inspiración que te hará seguir cualquiera de estos dos caminos, recorrer ambos o incluso crear el tuyo propio. De lo que no me cabe la menor duda, y ese es uno de los efectos del libro, es que cuando llegues al final de su lectura tendrás la sensación de que existen motivos suficientes para tener la esperanza de que es posible una sociedad mejor y que todos podemos participar y contribuir a construirla.

Las historias que vas a descubrir son reales. Forman parte de diferentes vivencias de las que la escritora ha sido partícipe u observadora preferente a lo largo de una vida dedicada al ejercicio de su profesión de farmacéu­tica y trascienden el plano asistencial, alcanzando una dimensión humanitaria y social.

Las diferentes vivencias ocurren en contextos diversos, que coinciden con las farmacias en las que ha trabajado Virtu Roig durante los treinta y cuatro años que lleva dedicados a su profesión: la farmacia situada frente al centro de salud de un municipio, la existente en un barrio de trabajadores y la que se encuentra en un barrio de clase media, ambas en una gran capital, y la ubicada frente a un gran hospital que permite ser testigo de excepción de situaciones que exigen grandes dosis de empatía con las personas que sufren las consecuencias de un revés severo respecto a su salud.

En cada uno de estos contextos, por diferentes que fueran entre ellos, la escritora ha encontrado el verdadero sentido de su labor como farmacéutica que, más allá de facilitar y ofrecer consejo respecto a los medicamentos prescritos a los pacientes que los requieren, tiene como propósito el acompañamiento a la persona en el difícil tránsito por la enfermedad propia o de algún ser próximo y/o querido.

Sin duda, la farmacia es un lugar en el que uno puede observar desde la primera fila los principales problemas que afectan a la salud de las personas en la sociedad actual. Estos no entienden de edad, los padecen tanto los más jóvenes como los más mayores, y requieren ser abordados desde la ciencia y también con el apoyo de sólidos valores para hacerles frente.

Virtu Roig, con su característico estilo para narrar historias capaz de ponernos en la piel de sus protagonistas, nos recuerda cuáles son algunos de esos problemas —alzhéimer, cáncer, depresión, cosmeticorexia...—, así como situaciones o etapas trascendentes en la vida de las personas —maternidad, menopausia, dependencia...—. En cada una nos desgrana esos valores con los que afrontan dichas situaciones y que resultan fuente de inspiración o verdaderas píldoras de emociones que nos ayudarán a querernos más y sentirnos mejor.

Conocí a Virtu hace treinta y nueve años en las aulas de la Facultad de Farmacia. Apenas tres años más tarde empezamos a compartir nuestras vidas. Con el tiempo, mi admiración por ella no ha dejado de crecer. En la universidad destacó como una alumna brillante y siempre ha dedicado horas al estudio y la continua formación. Esto le ha permitido ejercer su profesión de farmacéutica, como le gusta decir, aportando consejo y valor. Además, sus conocimientos y experiencia, unidos a su compromiso de abordar de forma rigurosa y ecuánime cualquier asunto relacionado con la salud que sea o despierte el interés en la sociedad, le han llevado a desarrollar una destacada labor de divulgación sanitaria a través de su perfil @elblogdepills, que cuenta con una gran comunidad de seguidores. Ahora bien, lo que más admiracióny respeto me produce de ella es su auténtica vocación y entrega a los demás, que hace que toda persona que llega a conocerla, inmediatamente se sienta atraída por ese don que tiene para ofrecer un sosegado consejo que le otorga plena confianza y le hace brillar.

En tus manos tienes unas historias que, después de leerlas con la debida calma y serenidad, también te harán brillar. ¡Que lo disfrutes!

Antonio de Gregorio Alapont

Las vivencias que se cuentan en el libro están basadas en situaciones reales, en las que se han modificado datos —­sobre todo los identificativos— para que no sean reconocibles. Algunas de estas historias cuentan con el permiso expreso de sus protagonistas para hacerlas públicas.

1Un refugio para el consuelo

Así como hay un arte de bien hablar,

existe un arte de bien escuchar.

Epicteto de Frigia

Cuando una persona enferma, y más si es una enfermedad grave, también enferman sus seres queridos. No sufrirán un dolor físico propiamente dicho, pero sí un dolor emocional, ya que no hay nada más doloroso que ver sufrir a quien queremos.

Si tutelamos la enfermedad de otro, nos vemos abocados a tener que tomar decisiones que comprometen, como poco, su bienestar, y en casos más extremos, su propia vida. No siempre es fácil o no siempre se tiene la claridad suficiente para tomar decisiones que van a afectar al entorno familiar. Aparece el miedo a equivocarse, a no tomar la decisión correcta. Si, además, es un hijo el que enferma, el dolor y la preocupación escalan altas cotas. Son situaciones difíciles de gestionar en las que puede servir de ayuda compartirlas con alguien, recabar un punto de vista dado con mayor distancia emocional al problema. Compartir nuestro dolor no hace que este disminuya, aunque sí que ayuda a soportarlo mejor.

En las farmacias hay ocasiones en las que no nos relacionamos con el enfermo que, dada su gravedad, está ingresado en un centro sanitario o recuperándose en su casa. En estos casos suele ser algún familiar del paciente el que acude a la farmacia a retirar la medicación, como también a buscar alguna recomendación o producto que pudiera aliviar su enfermedad o facilitar el proceso de curación. A estos familiares se les identifica fácilmente porque, por lo general, hablan mucho de esa persona que están cuidando y de lo que está sufriendo, mientras ellos asumen un papel totalmente secundario en la penosa historia de enfermedad en la que están involucrados. Sin embargo, ese familiar que sufre por la enfermedad de un ser querido, a poco que lo acaricies, se quiebra.

La farmacia, como entorno sanitario más accesible, puede y debe convertirse en un refugio, en ese lugar de escucha donde estos familiares puedan compartir sus miedos, aclarar sus dudas, desahogarse..., todo ello sin tener que disimular delante del enfermo, frente al cual mantienen una estoica actitud de fortaleza. En definitiva, la farmacia debería ser un lugar de acompañamiento y apoyo en la enfermedad y no solo al enfermo. Un lugar donde también se pueda detectar y sugerir la necesidad de intervención de otros profesionales de la salud.

Recuerdo la primera vez que vi a Miguel. Entró a la farmacia un viernes, a primera hora de la tarde, y nos preguntó si podíamos tomarle la tensión. Su estado de alteración era más que evidente, así que le hice entrar en una sala que tenemos para mantener mayor privacidad con los pacientes.

Allí le expliqué que debíamos esperar unos minutos hasta que se tranquilizara un poco antes de tomarle la tensión. Se sentó y, con los codos apoyados en las piernas, se sujetaba la cabeza con las manos. Por un momento dudé si preguntarle o no sobre lo que le pasaba. Y aun a riesgo de que pudiera incomodarle, me arriesgué. Siempre he pensado que, desde el respeto, no debemos de tener inconveniente por interesarnos sobre la situación de desconocidos, ya que es la única manera de poderlos auxiliar.

—¿Puedo ayudarle en algo?

Ante esa sencilla pregunta, su respuesta fue demoledora:

—Necesito que me devuelvan a mi familia —contestó en apenas un susurro.

Recuerdo mi gesto: sin dejar de mirarle, busqué con la mano detrás de mí una silla, la arrastré acercándomela, y me senté frente a él. Y de esa forma, Miguel, sin levantar la cabeza de las manos, vomitó su historia.

Hacía un par de semanas, Miguel, su mujer y sus hijos, Raúl de catorce años y Carlos de doce, iban paseando por la calle. Se dirigían a una tienda del casco antiguo de la ciudad, donde pensaban comprar una funda para la flauta travesera de Carlos que estaba ya muy deteriorada. Los padres iban en avanzadilla y los pequeños, unos pasos por detrás, hablando de sus cosas.

En un momento dado se cruzaron con tres chicos que rondaban la veintena, iban riéndose y empujándose entre ellos. Cuando llegaron a la altura de los pequeños, uno se precipitó sobre Raúl y le gritó para asustarlo. Raúl se quedó rígido y se desplomó sobre el suelo sin sentido, mientras los tres chicos salían corriendo.

Los padres, alertados por los gritos de su hijo Carlos, se hicieron cargo de la situación y viendo que Raúl no recuperaba la consciencia, llamaron a una ambulancia que lo trasladó con premura al hospital.

En este punto, Miguel, sentado en la farmacia, levantó la cabeza y llorando me dijo:

—Mi familia está destrozada. Mi hijo mayor, Raúl, está ingresado y no reacciona. Mi mujer ha dejado el trabajo para cuidar de él en el hospital y mi hijo pequeño se ha tenido que ir a vivir con sus abuelos a Murcia y no deja de llorar cuando lo llamo por teléfono cada noche. Mientras, yo debo seguir viajando con mi camión por todo el país para que siga entrando dinero en casa y no puedo cuidar de ninguno de ellos.

Y lo que ese día le traía tan alterado era que los médicos, en busca de una solución que supusiera un estímulo para su hijo, habían propuesto que Carlos, el hermano pequeño, fuera al hospital. Querían probar si su presencia podría ser un acicate para la recuperación de Raúl, un estímulo que le hiciera reaccionar, ya que ambos hermanos estaban muy unidos. Y era esta petición lo que había desbordado a Miguel que, en un intento desesperado por proteger a su hijo más pequeño, se negaba a que fuera al hospital, ya que no quería responsabilizarlo de la posibilidad de que su hermano se recuperase o no. Quería mantenerlo al margen y esta postura había chocado frontalmente con la de su mujer, que quería intentarlo.

Recuerdo que me preguntó si tenía hijos. Tardé unos segundos en contestar porque intuía, como así fue, lo que mi respuesta afirmativa traería después: me rogó que le dijera qué haría yo en su situación.

La reticencia a compartir mi opinión con él era doble. Por una parte, mi yo profesional está educado para no mezclar mis experiencias o criterios personales en las recomendaciones que hago a mis pacientes. Y por otra, era una persona desconocida de la que no tenía más datos que los que ella misma me facilitaba y que debía tomar una decisión de gran trascendencia familiar.

Pero era tal la desolación que mostraba que me decidí a compartir con él mi punto de vista como madre. Y así se lo di a conocer.

—Pregúntale a él —le dije—. Y si después de explicarle la propuesta de los médicos quiere involucrarse en la difícil situación que estáis viviendo en la familia, no lo excluyas. Dale la oportunidad de decidir por él mismo y no le niegues la posibilidad de hacer algo por su hermano.

—No lo había visto desde ese punto de vista… yo intento protegerlo, aunque quizá Carlos se siente injustamente apartado. Realmente está sufriendo mucho porque está muy unido a su hermano —respondió Miguel—. Tengo que hablarlo con mi mujer.

La segunda vez que vi a Miguel, una semana después, su rictus de sufrimiento no era tan evidente. Venía tan solo —decir tan solo es quizá inexacto para lo mucho que suponía lo que estaba haciendo— a contarnos que había vuelto a hablar desde la tranquilidad con su mujer y juntos le habían explicado a su hijo pequeño, Carlos, cuál era la situación y la propuesta de los médicos. Nos contó que se sorprendió de la madurez y decisión que mostró su hijo, quien en ningún momento dudó en intentar ayudar a su hermano.

Así que, con una decisión firme y consensuada por la familia, por fin Carlos había ido al hospital a ver a Raúl, con resultados muy alentadores. La primera vez que Carlos entró en la habitación de Raúl y le habló, este movió los ojos al escuchar su voz en señal de reconocimiento. La alegría, según me comentó Miguel, se desbordó en la habitación. En días posteriores, su hijo pequeño siguió visitando a su hermano, que pasó de buscarlo con los ojos a mover la cabeza siguiéndolo en su movimiento alrededor de la habitación. Era lo que los médicos estaban buscando, ese disparador, ese estímulo que hiciera salir a Raúl de su estado de shock.

Según nos contó Miguel, el siguiente paso sería llevar al hospital su afición común: la música. Ambos hermanos tocaban la flauta travesera en la banda de su pueblo. Los médicos habían sugerido que Carlos tocara la flauta en presencia de Raúl e intentar así estimular reacciones. Nos explicó que su hijo pequeño estaba muy emocionado por poder explorar esta posibilidad. Él, como padre, esperanzado y asustado.

La última visita de Miguel a la farmacia, unos meses después, nos llenó de alegría. Venía radiante a decirnos que daban el alta a su hijo y que, por fin, toda la familia volvía junta a casa. Según nos explicó, tras muchas pruebas hechas a su hijo, los neurólogos habían averiguado que Raúl padecía un raro síndrome, de nombre para él impronunciable, que se desencadenó con la situación de estrés que sufrió. La buena noticia era que, con la medicación adecuada, podía mantenerse bajo control para que no se repitiera un episodio similar. Ese día Miguel no vino solo, sino acompañado de toda su familia, a la que nos presentó orgulloso y emocionado.

Empatizar para poder ayudar

Miguel sufría por tener que tomar una decisión y necesitaba que se le escuchara, que se le prestara atención. Hay golpes en la vida que te frenan, de un día para otro tu existencia cambia de forma radical y, sin embargo, todos a tu alrededor siguen su ritmo frenético. En esta vida acelerada que llevamos cuesta, a veces, encontrar momentos de calidad para compartir tranquilamente de tú a tú nuestras preocupaciones. Un sincero mensaje de apoyo, un «estoy aquí para lo que necesites» en ocasiones es suficiente para que esa persona no se sienta tan desamparada ante la dura situación que atraviesa. Así es la verdadera amistad, en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad.

En otro orden, cuando es un sanitario el que se relaciona con un paciente, o un familiar del mismo, debería tener presente sin excepción dos valores fundamentales: la sensibilidad y el respeto.

Ser sensible a la situación que te están contando, ponerte en su lugar, intentar comprenderlo. De este modo podremos valorar lo que su problema le afecta y abordar la mejor forma de aliviarlo, desde la ciencia y desde la palabra.

El segundo valor que debería regir esta relación sanitario-paciente es el respeto hacia el mismo, que no es solo la cortesía y la buena educación del «buenos días, ¿cómo se encuentra hoy?». Es principalmente no juzgarlo por su enfermedad, respetar sus tiempos y excluir toda manifestación de superioridad al hablar con él.

Y para poder llevar a cabo esta relación de valores entre sanitarios y pacientes o sus familiares, hay que ser consciente de la importancia que tiene la escucha en la comunicación sanitaria, que no deja de ser una comunicación entre personas: el auxiliado y el auxiliador.

Con la escucha, no solo recabaremos los datos necesarios para ayudar de la mejor forma posible en la enfermedad. La escucha activa, prestar atención al relato que se nos transmite, infunde confianza al paciente que se siente comprendido y valorado. Y no solo las palabras, también los silencios y los gestos son portadores de importante información a la que estar atentos.

Como bien define la formación profesional bajo el enfoque de competencias, hay que cultivarse en los tres saberes: saber, saber ser y saber hacer. Es decir, en la capacidad de aprender conocimientos, en la aplicación de los mismos y en el desarrollo de competencias emocionales y habilidades sociales.

En una relación de índole sanitario, los conocimientos y experiencia del profesional de la salud son fundamentales para la mejor resolución del problema que se está tratando, pero no suficiente. Escuchar, mirar a los ojos y ponerse en su lugar es humanizar el vínculo sanitario-paciente y llevarlo a cabo entre iguales.

2Afortunado quien en su camino encuentra un buen ejemplo

El camino de la doctrina es largo;

breve y eficaz, el del ejemplo.

Lucio Anneo Séneca

Hay lugares privilegiados que te permiten ser testigo de historias de generosidad, de bondad, de entrega a los demás. Espacios, como la farmacia, que se convierten en escenarios excepcionales de la grandeza de las personas. Y he de decir que me gusta reservarme una butaca en primera fila.

La solidaridad puede ejercerse desde muy distintos ámbitos, de manera pública o privada, con ruido, flashes y portadas, o desde la discreción más absoluta, no esperando reconocimiento alguno y sin necesidad de poner el foco en uno mismo.

Son admirables aquellos que integran en su forma de vida la ayuda al prójimo. Esas personas solidarias de corazón que, sin apenas darse cuenta, hacen cosas trascendentes, acciones que dejan poso en quienes las perciben y beneficio en quienes las reciben.

Marcos me llamó apurado a última hora de la tarde de un lunes. Se había dejado la medicación en el pueblo y no tenía para tomarse esa noche. Una medicación imprescindible por su reciente trasplante y que de ninguna manera podía dejar de tomar. De fondo, por el teléfono se oía a Amparo, su mujer, lamentándose del descuido.

Marcos y Amparo habían pasado el fin de semana en la Caseta, como ellos llamaban a la pequeña construcción que tenían junto a unos campos de naranjos en una localidad relativamente cercana a su residencia habitual. Según me contó Marcos, la bolsa con los medicamentos se les olvidó sobre la mesa donde comían, confiando en que el otro se responsabilizaba de cogerla. Y ahí se quedó la bolsa, con sus medicamentos, sin que nadie se hiciera cargo de ella. No querían coger el coche por la noche para ir a recogerla y por eso me llamaban, en búsqueda de una posible solución.

Esa medicación que tomaba Marcos era muy específica y, como otras muchas en los últimos años, nos costaba conseguirla porque su abastecimiento era intermitente: igual en una semana de suerte conseguías dos cajas, como pasaba un mes en blanco sin posibilidad, por mucho que te lo propusieras, de hacerte con tan solo un envase. Los desabastecimientos empezaban a afectar a medicamentos esenciales, algunos sin posibilidad de alternativa, como en este caso, lo que creaba angustia al que lo tomaba y a nosotros por no poder recibirlo. En la farmacia solo teníamos a dos pacientes que utilizaban esta medicación, el propio Marcos y Juana, también trasplantada hacía unos meses, y que casualmente había venido a por la suya esa misma mañana.

Mi primera reacción fue pedirle tiempo a Marcos para gestionar su problema y rogarle que esperara a que le llamara a casa dándole una solución. Teléfono en mano, comencé a llamar a farmacias cercanas por si la tenían. Una tras otra la respuesta siempre era la misma:

—No la tenemos, podríamos intentar traerla para mañana.

Estaban en la misma tesitura que nosotros. Ante el desenlace negativo de la gestión, amplié el radio de búsqueda, llamando a farmacias cercanas a hospitales o centros de salud. El resultado fue invariablemente el mismo: no había forma de conseguir la medicación para esa misma noche.

Motivada por la urgencia de la situación, decidí contactar con Juana y le expliqué las circunstancias.

—Juana, ¿te importaría dejarme el tratamiento de uno o dos días para esa persona que lo necesita? —le pregunté—. Yo luego te lo repondría cuando recupere su medicación.

En menos de diez minutos la tenía en la farmacia.

—Dásela a ella, yo tengo suficiente en casa —me dijo, dejando en el mostrador la caja, que se había llevado esa misma mañana, sin abrir— y no hace falta que me la devuelva.

—Con un par de pastillas sería suficiente —insistí.

—Le das la caja entera, hoy esa persona lo necesita y yo puedo ayudarle —contestó Juana sin ceder—; quizá mañana estemos en la situación contraria.

Hay argumentos irrebatibles y este era uno de ellos.

En cuanto se fue Juana llamé a Marcos. Impaciente esperando una solución, cogió al teléfono al primer tono. Le dije que bajara a la farmacia, que tenía la medicación para él. Vino acompañado de Amparo, su mujer, que se emocionó al conocer la generosidad de esa vecina desconocida. Entendió perfectamente que no le quisiera revelar su identidad, por lo que insistió mucho en que le trasladara el agradecimiento de su parte.

A las pocas semanas entrábamos en la Navidad y Amparo apareció en la farmacia con una enorme caja de dulces hechos por ella misma, una caja envuelta primorosamente y coronada por un lazo rojo. Amparo regentaba el bar de un colegio, aunque antes había trabajado en una pastelería y hacer dulces, para deleitar a los demás, era una de sus grandes aficiones. Bien lo sabía yo. Me pidió que le hiciera llegar la caja a la salvadora anónima de su marido en agradecimiento a lo que calificó de enorme generosidad. Y ese gesto se ha ido repitiendo Navidad tras Navidad. Caja, tras caja. Dulce tras dulce, durante muchos, muchos años.

Marcos y Juana viven muy cerca. De hecho, viven muy muy cerca. Es probable que se hayan cruzado más de una vez en el ascensor, por la calle o incluso hayan coincidido en la farmacia. Sin embargo, aun no siendo conocedores del vínculo que los une, no necesitaron ponerse cara para que su solidaria generosidad y su agradecimiento sincero fueran una realidad.

La buena influencia

El ejemplo es uno de los valores que más influencia tiene en la educación y en la elección de referentes. Y no me refiero tan solo al necesario ejemplo positivo que deben ejercer los padres sobre los hijos, sino en un sentido mucho más amplio, aquel que puede ejercer cualquier individuo sobre otro y que pueda asentar sus acciones y comportamientos. Pienso en ese profesor que marca con su conducta a sus alumnos, en el deportista famoso que es referente de muchos jóvenes que aspiran a conseguir sus mismos logros o, sencillamente, a llevar una vida guiada por los valores inspiradores del deporte o en esa abuela a la que admiras y quieres emular en su comportamiento hacia los demás.

Ahora bien, el ejemplo va siempre unido a la coherencia. Si no se proyecta una congruencia entre lo que se siente, se piensa, se dice y se hace, la palabra quedará desautorizada por el comportamiento. Es decir, el valor del ejemplo no está tanto en la palabra, sino en todo lo que transmite una persona hacia los demás. Como bien apuntó el escritor irlandés Oliver Goldsmith «puedes dar un mejor sermón con tu vida que con tus labios».

Trasladémonos ahora a los años setenta, a un barrio sencillo, de gente trabajadora que, en muchos casos, no tuvieron la oportunidad de recibir una escolarización completa. En el corazón de esa barriada tenía Luis su farmacia. Si tuviéramos que definirle, ahora que tanto nos gusta poner etiquetas, sería sin duda un «farmacéutico solidario». Luis trabajaba para y por las personas. De hecho, todos sabían que en esa farmacia siempre iban a encontrar una mano tendida para quien la requiriera, bien del propio Luis, bien de Javier o Pepe, que le acompañaban en su vocación social.

Y no era extraño ver, a través de la ventana que daba al despacho, a Julia, Paco, Germán, Fina o cualquier otro morador del barrio sentados en una de las sillas de rejilla que allí se encontraban, contándole a su farmacéutico un problema, aprendiendo con él a hacer las cuentas más básicas para defenderse de un posible engaño o dictándole la respuesta a una carta que necesitaba ser contestada. La confianza generada entre sus vecinos lo convirtieron en una persona relevante, un referente, no solo sanitario, sino también social.

Tiempo más tarde, yo misma tuve el honor de coincidir con Luis, mi suegro, en sus últimos años de trabajo y ser testigo de excepción del trato exquisito que dispensaba a todos los que se acercaban a su farmacia. Recuerdo que en los primeros días en que compartimos el espacio profesional me dijo:

—Desde la farmacia vas a tener la oportunidad de ayudar a muchas personas, de influir favorablemente en sus vidas. No la desaproveches.

De Luis aprendí grandes cosas y me gustaría destacar una sobre todas las demás: sus valores. Se regía por férreos valores, tanto en lo personal como en lo profesional, y entre ellos hay dos que lo definían perfectamente: su humanidad y su solidaridad. Ambos entendidos como medio de ayudar a los demás para conseguir que su vida mejorara.

Esa es la farmacia que quiero y admiro.

Recientemente he tenido la oportunidad de pasar un rato con Puri, una de esas mujeres que acudían a la farmacia de Luis. Nos citamos en una cafetería del barrio a la hora de la merienda. Pese a ayudarse con un andador, su caminar tiene brío y mantiene ese aspecto coqueto tan característico de ella. Siempre le ha gustado llevar sombreros y prendas vistosas y el suéter fucsia con bordados en plata que lleva ese día da buena cuenta de ello.