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Este libro se ocupa de un conjunto de imágenes originadas en la sociedad civil, que hicieron visible la angustiosa situación de personas e identidades políticas perseguidas, reprimidas y silenciadas por la dictadura. Postula que dichas imágenes surgieron como respuesta al autoritarismo y suscitaron emociones, removieron conciencias, desplegaron significados, detonaron pensamiento crítico y se convirtieron en un testimonio visual de acontecimientos que los perpetradores habían intentado borrar o velar.

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PODEROSAS

Imágenes que confrontaron el orden dictatorial en Chile

Serie Discusiones

Ana María Risco y Sandra Accatino, editoras

Paulina González Valenzuela

María Alejandra Figueroa

David Bustos Muñoz

Alexandra Benitt

Ediciones Universidad Alberto Hurtado

Alameda 1869 · Santiago de Chile

[email protected] · 56-228897726

www.uahurtado.cl

Los libros de Ediciones UAH poseen tres instancias de evaluación: comité científico de la colección, comité editorial multidisciplinario y sistema de referato ciego. Este libro fue sometido a las tres instancias de evaluación.

ISBN libro impreso: 978-956-357-441-8

ISBN libro digital: 978-956-357-442-5

Coordinadora Colección Arte

Ana María Risco

Dirección editorial

Alejandra Stevenson Valdés

Editora ejecutiva

Beatriz García-Huidobro

Diseño interior y portada

Alejandra Norambuena

Corrección de estilo

Ana Lea-Plaza

Con las debidas licencias. Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamos públicos.

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com

[email protected]

Agradecimientos

Las autoras y autores de este libro agradecen al equipo académico del Magíster en Estudios de la Imagen, muy especialmente a las y los directores de las tesis que dieron origen a los trabajos aquí incluidos: Gastón Carreño, Marisol Palma, Ana María Risco, Fernando Pérez y Jorge Polanco.

Además, a Rodolfo Ibarra, asistente de Documentación (Cedoc) del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos; a Carolina Figueroa, de la Fundación de Documentación y Archivo Vicaría de la Solidaridad; a la Biblioteca y Archivo de la Universidad Alberto Hurtado, y a la Biblioteca Nacional.

También al fotógrafo y las fotógrafas Jorge Valenzuela Lamb, Cecilia Rivera y Mariela Riquelme y a los escritores Jorge Monte-alegre y Ramón Díaz Eterovic.

Agradecen igualmente el apoyo de Sandra Sepúlveda, Carmen Hertz y Gonzalo Torres.

Índice

Nota introductoria

Ana María Risco y Sandra Accatino

IInstituir la imagen negada. El rol de la iglesia católica y el imaginario religioso en la representación de la violencia de Estado

Paulina González Valenzuela

IISobrevivir para contar: Juan Maino y sus fotografías para el Programa Padres e Hijos, del CIDE

María Alejandra Figueroa

IIIResistencia de materiales:revistas literarias en dictadura

David Bustos Muñoz

IVUna respuesta visual desde los afectos. Fotografía feminista en el período de la dictadura cívico-militar (1980-1990)

Alexandra Benitt

Bibliografía

Autoras y autor

Nota introductoria

Ana María Risco y Sandra Accatino

Tras los sucesos del 11 de septiembre de 1973, una serie de medidas inmediatas cambió el escenario en que iba a desenvolverse, a contar de ese momento, la vida, el pensamiento y la sociabilidad en Chile. Mientras se perdía el eco de las palabras del presidente Allende en su último mensaje al país, se iban suprimiendo los signos de su mandato, reordenando las relaciones de la vida civil y cambiando la fisonomía del espacio público, recorrido ahora por cuadrillas de soldados con metralletas, montados sobre camiones del ejército. Miles de ciudadanos fueron detenidos en esos días, que dieron comienzo a una larga noche para la cultura y la historia del país.

En la medida en que la violencia se iba diseminando, y mientras las políticas represivas preparaban su máxima ofensiva, una respuesta sin cálculos ni planificaciones comenzó también a gestarse, primero entre quienes buscaban defender la vida de sus familiares secuestrados y luego, lentamente, entre quienes estaban dispuestos a trabajar en apoyo de esas víctimas o bien en la defensa de un mínimo de libertades civiles, de expresión y pensamiento, en medio de la restrictiva contingencia.

En este improvisado escenario, la producción y los discursos culturales encontraron en la censura su primera limitación. La arremetida del nuevo orden contra “la política” y sus representantes partidistas, que se materializó de manera emblemática en el cierre del Congreso, instauró también una clausura general de los discursos orientados a “lo político”, que afectó de manera paulatina a todas las modalidades del pensamiento social, estético y filosófico, en la forma de un vigilado silenciamiento. Tocada profundamente por estas restricciones pero, además, conmocionada por los terribles sucesos que acallaron a muchos de los suyos, la intelectualidad entró en una etapa de entrecortada mudez, que marcó su producción en los años venideros. Como escribió el filósofo Patricio Marchant, “(...) un día, de golpe, tantos de nosotros perdimos la palabra, perdimos totalmente la palabra. (…) esa pérdida total fue nuestra única posibilidad, nuestra única oportunidad”1.

Así como la palabra y el discurso quedaron sujetos a diversas formas de silenciamiento y sometidos a un régimen de vigilancia, la imagen también se tornó un dominio sensible sobre el cual se hizo sentir la supresión histórica y el programa cultural de la dictadura. Desde la puesta en marcha de la Operación Limpieza, el campo de la imagen y la visualidad fue incluido forzosamente en el proceso de “refundación nacional”. Esto se inició con el blanqueamiento de muros urbanos y la promulgación de los primeros bandos de la Junta que establecieron la clausura de medios de comunicación vinculados a la izquierda, pasando por la quema de libros, el exilio de artistas y gestores culturales, el cierre o la reorientación política de las editoriales, la intervención de espacios universitarios para la enseñanza del arte o el cine hasta el reajuste de programaciones de museos. La importancia de lo visual en este proceso de refundación no solo se hizo notar a la hora de fiscalizar y restringir expresiones, evidencias y testimonios de los impresentables acontecimientos que estaban sucediendo, sino también porque el gobierno de facto impulsó campañas con contenido visual para instalar y legitimar sus acciones.

No es el propósito de este libro ofrecer una visión cabal del papel que cumplió la imagen en este contexto histórico complejo, en el que se expandían las políticas represivas, a la vez que se instalaba el modelo neoliberal con la colaboración de los medios de comunicación proclives al régimen. Lo que buscamos a través de este conjunto de ensayos es hacer un énfasis específico en aquellas formas de producción y circulación de imágenes que representaron respuestas de la sociedad civil y de los actores de la cultura disidentes ante el régimen dictatorial, a través de articulaciones precarias y clandestinas, en espacios anómalamente institucionales, o incluso, a veces, domésticos e íntimos, en medio de la apremiante situación.

Gracias a este ánimo de respuesta, surgido de diversas sensibilidades, necesidades y campos de acción, se gestó desde los primeros años de dictadura un tipo de producción editorial y discursiva que esta reunión de ensayos busca destacar. Esta permitió, en primerísimo lugar, dar rostro y existencia a las víctimas del golpe, es decir, a quienes de manera gradual se irían llamando “desaparecidos”, como una forma de mantener viva la esperanza de encontrarlos y también como una efectiva estrategia para sortear la Ley de Amnistía de 1978. Además, este ánimo de respuesta permitió cifrar redes de contacto, apoyo y solidaridad entre quienes habían participado del orden democrático destruido, y promover –moviéndose entre el arrojo, la ironía y la astucia– mínimos grados de libertad para pensar y buscar alternativas éticas y solidarias de acción e intervención. En este contexto se gestaron nuevos fenómenos altamente productivos para la activación del pensamiento visual en nuestro país, como el que Ángeles Donoso ha llamado “la expansión del campo fotográfico”2, una proliferación de actores sociales y prácticas ligadas al gesto ético y estético de documentar a través de la cámara fotográfica, o la acción que al interior de este libro se reconocerá como la alfabetización visual en el campo de los derechos humanos.

Como han señalado Emilio Burucúa y Nicolás Kwiatkowski en su estudio sobre la forma en que han sido representados los genocidios y las masacres en Occidente, los hechos horrorosos que ponen a la humanidad en pugna consigo misma han ocurrido “desde períodos muy tempranos de la historia (…) y, en general, siempre que han ocurrido, quienes buscaron explicarlos y contarlos, ya sea mediante textos, imágenes u otros medios, enfrentaron problemas enormes”3. El contenido de este libro roza en todo momento esos problemas, pero también subraya la voluntad y el ánimo de justicia que llevó a diversos actores sociales del Chile dictatorial, a sobreponerse a ellos y generar estrategias retóricas y mediales que permitieran instalar enclaves de resistencia, considerando la imagen como herramienta e incluso, a veces, como elemento principal. Más específicamente, el conjunto de ensayos que presentamos a continuación se propone ahondar en las transformaciones que afectaron la visualidad a partir del golpe cívico-militar, y analizar la emergencia de repertorios de imágenes que abrieron inusitados espacios de pensamiento en medio de hechos traumáticos y actos de violencia, cuya desmesura implicó el quiebre de la continuidad histórica del país y de la vida de tantas personas.

Postulamos que las imágenes abordadas en este libro suscitaron emociones, removieron conciencias, desplegaron significados y se convirtieron en un testimonio visual de acontecimientos que los perpetradores habían intentado borrar o velar. En algunos casos, estas imágenes pusieron en riesgo la vida de quienes las hicieron y publicaron; en otros, fueron ocultadas para evitar su destrucción.

Fotografías en tonos azules, como la que muestra el rostro de un hombre cubierto por sus manos entrelazadas, tuvieron efectos inusitados porque, al igual que las otras seis imágenes que fueron incluidas en la carta pastoral Chile país de hermanos. La reconciliación en Chile, conmovieron y movilizaron emociones en los miles de feligreses que recibieron la declaración de los obispos de Chile en las misas de abril de 1974. Aunque conformadas apenas por tramas de puntos, ellas y otras imágenes de periódicos y revistas vinculadas a la Iglesia católica, volvieron visible, de manera más inmediata que cualquier palabra, el vínculo entre los vejámenes y el dolor que sufrían quienes se oponían a la dictadura con la persecución a los primeros cristianos.

Antes de ser detenido en mayo de 1976, el joven fotógrafo desaparecido Juan Maino Canales resguardó y ocultó, en maletas de metal, las diapositivas que años antes había tomado de niños, niñas y de sus familias inmersos en sus tareas cotidianas y en sus propios entornos. Estas fueron protegidas y quizá causaron la desaparición de Juan Maino, pues aunque inmóviles e inertes, frágiles y pequeñas, las imágenes impresas en las delgadas películas de las diapositivas portaban peligros y amenazas para el gobierno, ya que conservaban y proyectaban mundos rurales y suburbanos de origen campesino y obrero invisibilizados y postergados, y fueron usadas para desplegar formas de vida y modelos colaborativos y afectivos al interior del programa educativo “Padres e Hijos” del CIDE.

Aunque no existe aún el catálogo completo de las revistas literarias que circularon en los años ochenta, y a pesar de que muchas de ellas tuvieron una existencia efímera, las imágenes que ilustraron sus portadas e interiores combatieron con valentía, ingenio e ironía la censura, y en los múltiples recursos visuales que desplegaron se hizo visible la tensión existente entre la verdad y desmesura de los hechos ocurridos y la dificultad que implicaba su representación.

Si bien las imágenes de presas políticas iluminadas por el sol que la fotógrafa Mariela Rivera tomó en 1986 no habían sido publicadas, y las fotografías que Cecilia Riquelme tomó a mujeres lesbianas han tenido una circulación muy restringida, en la medida en que dieron una imagen a personas que habían sido silenciadas, tuvieron igualmente efectos liberadores, pues restituyeron su dignidad y dieron una resignificación histórica a sus experiencias personales.

Las imágenes comprendidas en los cuatro ensayos que conforman este libro fueron poderosas, porque su mera existencia permitió que el dolor, el miedo y el horror fueran, en parte, desanudados, y que la experiencia íntima, brutal y silenciosa de la violencia ejercida por el Estado fuera enunciada y registrada y se volviera, entonces, una experiencia compartida.

A través de cuatro ensayos que se ocupan de campos diversos y significativos como son los derechos humanos, la educación popular, el mundo de la poesía y la literatura y el del feminismo, el conjunto propuesto nos permite tomar conciencia de cómo esa inteligencia visual, y las modalidades discursivas que ella activó, fueron conformadas en la marcha; es decir, a medida en que se sucedían los acontecimientos brutales y desgarradores, y a través de acciones aparentemente pedestres, como reajustar repertorios visuales ya existentes, enfocar, enmarcar, diagramar, componer, editar, compaginar, clasificar, archivar, hacer circular a través de materialidades precarias unos recursos visuales creados tanto por profesionales al servicio de su factura, como por personas y comunidades que no habían tenido experiencia previa en el dominio de la imagen.

El primer ensayo, “Instituir la imagen negada. El rol de la Iglesia católica y el imaginario religioso en la representación de la violencia de Estado”, de Paulina González, se interna en las tempranas formas a través de las cuales la imagen respondió a las políticas dictatoriales que configuraron, inmediatamente tras el golpe, el escenario del horror. El capítulo aborda los contextos y características de las primeras publicaciones que habrían sido cruciales para la constitución de una cultura de la defensa de los derechos humanos en el país, como la declaración de los obispos chilenos, Chile país de hermanos. La reconciliación en Chile ; la revista Solidaridad, el órgano oficial de la Vicaría de la Solidaridad; la revista Policarpo, editada por el sacerdote jesuita José Aldunate, y algunos aspectos del boletín de la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos (AFEP Calama), que permiten observar cómo la visualidad temprana de los derechos humanos se articuló a partir de una sustitución metafórica muy poderosa. Esta estrategia consistió en abordar la incorporación, en esas publicaciones, de ilustraciones, montajes y composiciones gráficas que resignificaron imaginarios religiosos cristianos y los vincularon a la tortura y desaparición forzada de personas. Las figuras de María sosteniendo a su hijo muerto, de Cristo crucificado y la institución de la Eucaristía, aparecieron como fórmulas de representación fácilmente reconocibles por sus lectores, al mismo tiempo que permitieron hacer referencia a las desapariciones, a las ejecuciones y al calvario que se vivía en los campos de prisioneros. En línea con lo sostenido por Burucúa y Kwiatkowski respecto a las fórmulas utilizadas para representar la muerte masiva de personas, estos imaginarios cristianos dieron, a quienes elaboraron estas imágenes y a sus espectadores, la posibilidad de enfrentar los acontecimientos, de evitar o al menos aminorar el riesgo de la parálisis, del silencio y de la renuncia al esclarecimiento de la verdad4.

El segundo capítulo, “Sobrevivir para contar: Juan Maino y sus fotografías para el Programa Padres e Hijos, del CIDE”, de María Alejandra Figueroa, nos aproxima a un material visual por mucho tiempo perdido de la mirada colectiva: el conjunto de las imágenes para mediar contenidos del Programa Padres e Hijos (PPH), del Centro de Investigación y Desarrollo de la Educación (CIDE), elaboradas entre 1974 y 1975 por Juan Maino Canales, detenido desaparecido por la dictadura. El enfoque de este ensayo permite situar la producción de Maino en dos niveles de sentido: como reconstitución histórica de las prácticas de educación popular llevadas a cabo en el país entre los años sesenta y setenta, bajo el influjo de las ideas de Paulo Freire –y que sobrevivieron casi clandestinamente tras el golpe– , y como aproximación al trabajo visual que el fotógrafo aportó al CIDE, cuya mirada respetuosa e inteligente supo transformar a los propios sujetos de enseñanza popular en modelos de las imágenes con las que se los convocaba a educarse. La autora se acerca a los componentes estéticos y éticos de la visualidad de Maino quien, al realzar la profunda dimensión afectiva de las comunidades y familias, cuidó la sobriedad y dignidad de los representados, así como de los entornos rurales y urbano-marginales alcanzados por su lente, en sectores de pobreza confinados por esos años a la segregación y la miseria, especialmente por las políticas educativas que iban a organizarse en la expectativa del lucro, a partir de ese momento.

En el tercer ensayo, “Resistencia de materiales: revistas literarias en dictadura”,David Bustos aborda algunas de las portadas e ilustraciones de las revistas literarias Hoja x Ojo, La Castaña, La gota pura y el único número de La pata de liebre, todas ellas publicadas en medio del “apagón cultural” de los años ochenta, período atravesado por el ocultamiento y la represión de una gran cantidad de iniciativas que mantuvieron vivos los contactos entre actores del mundo intelectual y literario, implicados en las causas de la resistencia. El análisis muestra hasta qué punto la articulación de las redes y procesos colaborativos de producción que hicieron posible la existencia de estas publicaciones, son parte de su materialidad y contenido. Por otro lado, la imagen ocupó una posición muy relevante entre las estrategias políticas y estéticas que estas publicaciones desplegaron para sortear la censura y dialogar con ella de manera crítica. Con humor, agudeza y valentía, estas revistas literarias, entre decenas de otras que existieron fugaz e intermitentemente en el período, crearon, según Bustos, una suerte de distancia con los hechos traumáticos y abrieron la posibilidad de enfrentarlos y pensarlos, poniendo la palabra y la imagen en un estado de interacción y potenciamiento crítico.

Finalmente, en el cuarto ensayo, “Una respuesta visual desde los afectos. Fotografía feminista en el período de la dictadura cívico-militar (1980-1990)”, Alexandra Benitt reconstruye la articulación cultural y política de grupos de mujeres durante la dictadura, y analiza la relación entre el medio fotográfico documental y las prácticas feministas y lesbofeministas de resistencia en la década de los ochenta, cuando comienza a activarse con mayor fuerza el movimiento social contestatario. A partir de una revisión de las fotografías de Mariela Rivera y Cecilia Riquelme, la autora revela intenciones y sensibilidades que fueron determinantes para la construcción de un lenguaje visual identitario de las mujeres feministas de ese período. Configurado desde la fotografía documental, este lenguaje visibiliza sujetos subalternos que agencian distintas formas de resistencia en espacios públicos y privados; y constituye un ejercicio político sobre la recuperación del cuerpo, material y simbólico, a través de unas imágenes que resisten la fotografía como disparo o captura, y construyen cercanía, compenetrándose con las emociones y las vidas afectivas de las personas retratadas. Así, el ensayo permite integrar al campo de estudio la visualidad fotográfica feminista gestada en dictadura, cuyo alcance recién comienza a develarse en producciones que han tenido hasta aquí una muy restringida circulación y escasa fortuna crítica, pero que fueron restablecidas con fuerza en la imaginación social a partir del reciente estallido.

Las investigaciones aquí reunidas son el resultado de un decantado proceso de inmersión en archivos del Chile dictatorial, archivos del terror, pero también de la solidaridad y el compromiso entre quienes se entrelazaron en causa común frente al autoritarismo. Del mismo modo, estas reflexionan sobre la construcción de un discurso visual y social, en momentos en que en cada palabra y en cada signo disidente debía buscarse la vida. Es importante mencionar, también, que estas fueron realizadas durante los últimos cuatro años, en el contexto del Magíster en Estudios de la Imagen de la Universidad Alberto Hurtado. A diez años de la creación de este programa, estos trabajos portan huellas de sus líneas de investigación y de su naturaleza interdisciplinaria y colaborativa: dan cuenta del aporte que sus egresados han hecho al estudio de imágenes e imaginarios muy diversos, y de las conversaciones sostenidas en clases, seminarios, coloquios y durante las visitas de profesores invitados, entre los que se cuentan Ángeles Donoso y José Emilio Burucúa.

Poderosas y frágiles, tan impactantes como olvidadas, las imágenes que abordan las investigaciones de Paulina González, María Alejandra Figueroa, David Bustos y Alexandra Benitt son también testimonio de la insistencia con que estas retornan y del lugar que comienzan a ocupar en la memoria de las actuales generaciones, a cincuenta años del golpe.

Autor desconocido. Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, manifestación en la Plaza de Armas, 22 de julio de 1983. Fundación de Documentación y Archivo Vicaría de la Solidaridad (Funvisol).

Introducción

Días después del bombardeo al Palacio de La Moneda, las ruinas humeantes del edificio gubernamental y el despliegue armado por las calles de Santiago, se convirtieron en las principales imágenes difundidas por los periódicos afines al nuevo régimen. Desde diferentes ángulos, estas escenas develaron, por primera vez, el alcance del golpe de Estado que puso fin al gobierno de la Unidad Popular (UP), replicando en los discursos asociados la minuta informativa de la Junta Militar y sus vínculos ideológicos con la Doctrina de Seguridad Nacional5. A través de titulares como “Gigantesca operación ‘Limpieza’ de extremistas” (La Tercera de la Hora, 1973), “Hacia la recuperación nacional” (El Mercurio, 1973), o mediante montajes que asociaron el hallazgo de armamento con el supuesto “Plan Z”6, estos medios buscaron justificar la intervención de las Fuerzas Armadas y le otorgaron una narrativa de salvamento a su accionar antidemocrático, al mismo tiempo que se encargaron de legitimar la realización de prácticas represivas con la excusa de restablecer el orden público.

A diferencia de la batalla ideológica acontecida entre 1964 y 19737, donde algunos medios de comunicación financiados por Estados Unidos difundieron propaganda antimarxista para impedir el influjo de la Unión Soviética en Chile, la entrada en vigencia de bandos militares8 propició la clausura de la prensa adepta a la UP, es decir, El Siglo, Puro Chile, Las Noticias de Última Hora, Clarín y Punto Final, entre otros medios, confiscando sus bienes y deteniendo a sus funcionarios. Esto dio a los militares el control absoluto del relato noticioso, e hizo imperar una estricta revisión y censura del contenido de publicaciones periódicas, radiodifusoras y canales de televisión. Cualquier posición contraria a la versión oficial fue considerada un atentado a los organismos marciales y una amenaza a la seguridad de la nación, instaurando así un clima de amedrentamiento y vigilancia que, además de transgredir la libertad de expresión, facilitó la aceptación de prácticas como la autocensura y la desinformación.

El desarrollo de una política comunicacional doctrinaria y monopólica tuvo, entre sus principales efectos, lo que Giselle Munizaga (1983) define como un “estrechamiento de la diversidad del sistema comunicativo”9, pues se restringió la representatividad de un amplio espectro de sujetos sociales –entre estos, campesinos, pobladores, militantes y obreros– que habían alcanzado gran protagonismo tanto en la prensa popular de masas10 como en el proyecto cultural de la UP, y que en este nuevo contexto comenzaron a ser identificados en forma negativa. Esta restricción se explica por dos razones. La primera de ellas se refiere a la proscripción y cierre de los organismos de representación y participación ciudadana, encargados de mediar el diálogo entre el Estado y la sociedad11, como los partidos políticos, el Parlamento, los sindicatos y las organizaciones de base, además de entidades intervenidas, como las universidades y la institucionalidad artístico-cultural. La segunda razón es la profundización de una lógica refundacional, cuyo objetivo fue el desmantelamiento del aparato simbólico de la UP, y con ello la restitución de los valores morales de la patria.

Este último punto es desarrollado con detalle en el documento Política Cultural del Gobierno de Chile (1974), publicado por la Asesoría Cultural de la Junta de Gobierno y el Departamento Cultural de la Secretaría General de Gobierno. En ese lugar quedaron de manifiesto los lineamientos ideológicos que fueron instituidos por la Junta Militar con el fin de circunscribir “las expresiones culturales a un compromiso espiritual con el deber ser nacional”12, es decir, la exaltación de las virtudes permanentes del cristianismo occidental, las tradiciones histórico-culturales de la chilenidad13, y la sustitución de los hábitos y costumbres que, bajo su perspectiva, habían sido devastados por el marxismo. De acuerdo a Errázuriz y Leiva (2012), dicha estrategia influyó en el ámbito cotidiano y permitió ejecutar operaciones coercitivas de depuración y disciplinamiento que buscaron “extirpar de raíz” un imaginario que había conectado la cultura popular con los procesos sociopolíticos de la última década14.

Más allá de esta disputa por la hegemonía cultural, el manejo autoritario de los medios de comunicación promovió un sentido de deshumanización de los partidarios y simpatizantes de izquierda, utilizando para ello propaganda beligerante que definió su rol como “enemigos de la nación”. En una dinámica de opuestos entre el bien y el mal15, los periódicos difundieron los rostros de personeros prófugos y ofrecieron de manera pública recompensas monetarias por cualquier información que facilitara su captura16. Siguiendo los principios de la fórmula cinegética, con la cual Burucúa y Kwiatkowski (2015) definieron el modo de representar las masacres humanas mediante referencias a la cacería17, es posible establecer que este incentivo a la participación de la sociedad civil en la persecución de adversarios políticos, dotó a la sospecha y al acto de delación de un poder probatorio capaz de materializar la violación a los derechos humanos de miles de personas. La finalidad de esto fue demostrar superioridad sobre identidades consideradas inferiores18y, por ello, categorizadas bajo consignas de antipatriotismo (“subver-sivos”, “vendepatrias”, “extremistas”, “terroristas”) y comparadas con enfermedades (“cáncer marxista”, “focos de infección”).

Los embates de esta condición no solo validaron la aniquilación de estos grupos. También desestimaron todo tipo de denuncia ante actos de fusilamiento, secuestro, tortura, allanamiento, y la creciente interrogante sobre el paradero de personas detenidas, pues públicamente se atribuyó a las víctimas la responsabilidad sobre su situación. Así, el aparataje del régimen instauró un discurso negacionista y encubridor en sus canales oficiales, que desmintió la existencia de crímenes de lesa humanidad, pese a que en las sombras operaba un programa de exterminio selectivo19, que dio lugar a organismos como la Dirección Nacional de Inteligencia (DINA), el Comando Conjunto y la Central Nacional de Inteligencia (CNI).

La imposibilidad de familiares y afectados de acceder a espacios de información, protección y justicia, debido a la inexistencia de iniciativas robustas que velaran por la protección de los derechos humanos, contrastó con la instalación de un clima social en el que este tipo de violencia se volvió parte de la cotidianidad. Además de las fuerzas políticas que incitaron el golpe de Estado, altos cargos de la Corte Suprema y algunos representantes de la jerarquía católica más conservadora respaldaron las decisiones de la Junta en esta materia, pues consideraban que, tras evitar una inminente guerra civil y restablecer el orden institucional, las autoridades militares renunciarían al poder. De acuerdo con el Informe Valech (2004), solo entre septiembre y diciembre de 1973 ocurrió el 67,4% de los arrestos políticamente motivados20, mientras que el Informe Rettig (1991) devela que, en el mismo período, fueron ejecutadas sumariamente o desaparecieron de manera forzada 1.236 personas21.

Ante este panorama cabe preguntarse: ¿de qué manera las víctimas pudieron vencer el cerco de la censura y visibilizar una realidad constantemente negada por el discurso oficial? Por otro lado, y acorde a lo que plantea Didi-Huberman (2004) sobre la dificultad de representar y comprender lo indecible e inimaginable del sufrimiento y la violencia22, ¿qué estrategias discursivas, mediales y visuales se utilizaron para dar a conocer la perpetración de estos crímenes?

Este ensayo aborda los desafíos que implicó la representación de la atrocidad durante los primeros años de la dictadura militar de Augusto Pinochet, destacando el rol de la Iglesia católica, y en especial de la Vicaría de la Solidaridad, particularmente el uso de estrategias de alfabetización visual que ambas instituciones utilizaron, y que fueron eficaces en la tarea de hacer accesible estos temas al común de la población. Para esto, consideramos como base la existencia en ciernes de un movimiento de derechos humanos en el país, que produjo publicaciones periódicas, como la revista Solidaridad, Policarpo y el Boletín de la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos, y proponemos un análisis comparativo entre sus experiencias institucionales y la incorporación de ilustraciones, montajes y composiciones gráficas que resignificaron importantes símbolos del imaginario religioso –como la crucifixión, el calvario, la Pietà, y el acto de la Eucaristía– con el fin de instituir la imagen negada en la realidad del horror que se vivía en Chile.

Una institucionalidad necesaria

El 13 de septiembre de 1973, el cardenal Raúl Silva Henríquez y el Comité Permanente del Episcopado, hicieron pública una declaración de siete puntos, dando a conocer su visión sobre el golpe de Estado ocurrido días atrás. El grado de violencia en las calles, y la congoja de sus fieles por los problemas de la represión, los instaron a entregar al país un mensaje de paz y reconciliación, donde pidieron “moderación frente a los vencidos”23 y manifestaron su confianza en el patriotismo de las Fuerzas Armadas frente al proceso en curso. Pese a tratarse de un comunicado breve, lo allí expuesto devela el rol que desempeñó la Iglesia católica durante los años de la dictadura. Por una parte, como principal institución moral y religiosa del país, mantuvo una posición de conciliación y diálogo con las autoridades militares y, por otra, expuso su postura crítica y comprometida con la defensa de los derechos humanos, la justicia social y la democracia.

Si bien dentro de las propias filas de esta entidad eclesiástica existieron agentes que colaboraron activamente en los planes de la Junta Militar, en el otro extremo, y desplegados en parroquias y comunidades locales, sacerdotes y religiosas cumplieron un importante papel en la prestación de auxilio a centenares de personas necesitadas de ayuda y protección. Además, la conmoción de la Iglesia tras experimentar el encarcelamiento, la expulsión y la desaparición de algunos de sus miembros, desencadenó una pronta definición sobre su marco de acción, que se ubicó en dos frentes: “el pastoral doctrinario, dirigido a toda la comunidad, y en la acción concreta de socorro y amparo a las víctimas de violaciones, con la participación en este último de diversos credos religiosos”24.

El inicio de una labor conjunta con la comunidad judía, la Iglesia ortodoxa y las diversas ramas protestantes y evangélicas (metodista, bautista y metodista pentecostal), sentó las bases para la creación de un organismo ecuménico de ayuda permanente, capaz de otorgar la mayor asistencia posible al creciente número de víctimas de la violencia. Además de apoyar a los extranjeros que se encontraban en el país, como lo había hecho inicialmente ACNUR y el Comité Nacional de Ayuda a los Refugiados (Conar)25, esta iniciativa buscó atender de igual manera a chilenos en grave situación económica o personal, salvaguardando sus derechos mínimos ante la persecución política de la que eran objeto. De esta forma, en octubre de 1973 se creó el Comité de Cooperación para la Paz en Chile (Comité Pro Paz), enfocado en la asistencia jurídica, económica, técnica y espiritual de los afectados y sus familias. La iniciativa fue presidida por el obispo católico Fernando Ariztía y el obispo luterano Helmut Frenz, y recibió apoyo financiero de gobiernos internacionales y del Consejo Mundial de las Iglesias.