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Zorrilla defendió la libertad poética en sus dramas y en su poesía: se dejó siempre llevar por su gran imaginación, que casi nunca sometió al control de la razón, y arrastrado por esa fuerza creadora, pocas veces respetó las reglas y principios tan característicos del neoclasicismo. Asumió como nadie los ideales del patriotismo, el cristianismo y el medievalismo, muy presentes en toda su producción, desde la dramática a la lírica. A pesar de sus numerosos exilios voluntarios, amó a su patria y abogó por su unidad cuando creyó que podía romperse. Este volumen incluye exclusivamente la poesía lírica de Zorrilla, esto es, los poemas menos narrativos y más personales: algunas de las composiciones orientales más cortas y con una mayor carga lírica, y también la mayor parte de los poemas dedicados a sus dos grandes amores, Emilia Serrano y María de la Paz Adalid.
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Seitenzahl: 621
Veröffentlichungsjahr: 2017
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José Zorrilla
Poesías
Edición de Bienvenido Morros
INTRODUCCIÓN
Vida
El mayor pecado de una vida
Inicios, formación y huida
La bohemia de Madrid
«Granada» mejor en París
El intermedio mexicano y el adiós a Leila
La vuelta a la patria
La década prodigiosa en Cataluña
De nuevo en Madrid (con un paréntesis por Roma y Les Landes)
El último leño en el hogar
Los movimientos del romanticismo español
Etapas de los movimientos a través de revistas y periódicos
El nuevo canon lírico y su implantación en España
Los poetas románticos «avant le lettre»: Dante, Shakespeare
Los poetas franceses: Chateaubriand, Millevoye, Lamartine, Ségalas y Hugo
Los poetas ingleses: Lord Byron y Macpherson
Los poetas alemanes: Goethe
Los poetas románticos españoles: Jacinto de Salas y Espronceda
La poesía lírica de Zorrilla
Lírica y narrativa
Los géneros y temas de la lírica
Métrica y estilo
ESTA EDICIÓN
BIBLIOGRAFÍA
POESÍAS LÍRICAS
Primeros poemas sueltos (1835)
1. El contrabandista
Poesías, I-VII (1837-1840)
2.
3. El reloj
4. A una mujer
5. Oriental
6. Fragmentos a Catalina
7. A***
8. Oriental
9. La meditación
10. Ella, Él
11. Oriental
12. Napoleón
13. Orgía
14. El canto de los Piratas de Víctor Hugo
15. Oriental
16. Un recuerdo de Arlanza
17. A una calavera
18. Las hojas secas
19. El crepúsculo de la tarde
20. A un águila
21. Gloria y orgullo
22. Pereza
23. A la luna
Obras completas (París, 1847 y 1852)
25. La guirnalda (serenata oriental, a la Guy Stéphan)
26. A mi mujer
27. A la muerte del Redentor
28. La muerte de Judas
29. De Petrarca
La flor de los recuerdos (México, 1855, y Cuba, 1859)
30. Primera parte: Álbum de viaje, Leila y Fathma, La Flor y La Perla
31. A la señorita Bolivia de Francisco Martín. Imitación de una Kásida árabe
32. A Paz en sus bodas
33. A Paz desde La Habana
El drama del alma (Burgos, 1867)
34. XLVI
Lecturas públicas (Madrid, 1877)
35. Alborada monorrítmica
Gnomos y mujeres (Madrid, 1886)
36. A Leila. Serenata morisca
CRÉDITOS
Para Marina Casado Hernández, huérfana también «en los aires difíciles», allá «en lo misterioso», como habría preferidoManuel Altolaguirre.
Zorrilla nunca pudo redimirse del mayor pecado que cometió en su larga vida: el abandono del hogar familiar por miedo a que su padre cumpliera la amenaza de ponerle a cavar sus tierras si no se graduaba ese año «de bachiller a claustro pleno» en la facultad de derecho (26)1. La vida posterior de nuestro poeta y dramaturgo estuvo siempre condicionada y marcada por esa decisión. Incluso la acción que le dio fama y le permitió darse a conocer como poeta la acometió pensando en ganarse el perdón de su padre. La declamación de unos versos suyos en el cementerio madrileño de la Puerta de Fuencarral el 15 de febrero de 1837 frente al ataúd aún abierto de Larra debió interrumpirla por la emoción que sintió en ese momento no por el difunto, al que nunca conoció personalmente, sino por la conciencia de que su voz también llegaría de alguna manera hasta su casa paterna y también hasta la de su amada Catalina. El día anterior había acompañado a su amigo y poeta Miguel de los Santos Álvarez, hijo de un abogado liberal, rival político de su padre, a contemplar el cadáver de Larra en la bóveda de Santiago, y fue el amigo y no él quien le cortó un mechón de sus cabellos al difunto2. Zorrilla debió de admirar a Larra, pero no lo incluyó en su triunvirato de dramaturgos y poetas, formado por Antonio García Gutiérrez, Juan Hartzenbusch y José de Espronceda3. De hecho, cuando Joaquín Massard le propuso el día anterior escribir esos versos para Larra, con la posibilidad de publicarlos en un periódico, aceptó la oferta pero le pidió que los firmara él: en un principio, creyó que unos versos hechos «a un hombre tan de progreso y de tal manera muerto» (25) poco ayudarían a su padre, desterrado y carlista. Una vez en el cementerio y por la repercusión que estaba teniendo su intervención cambió de idea. Las demás acciones importantes de su vida las llevó a cabo con el mismo propósito de llamar la atención de su padre, aunque nunca logró su reconocimiento, como podremos comprobar en las siguientes páginas.
José Zorrilla y Moral nació en Valladolid el 21 de febrero de 1817 en el seno de una familia religiosa y tradicional4. El padre, don José Zorrilla Caballero, se había graduado de bachiller en las facultades de Filosofía y de Leyes y desempeñó cargos importantes en la administración de Fernando VII. La madre, doña Nicomedes Moral, hija de un importante abogado de los Reales Consejos, había dado a luz a un niño bastante escuálido por haberlo hecho prematuramente, en el séptimo mes de gestación. La familia se trasladó a Madrid a finales de 1827 porque el padre había sido nombrado superintendente general de la policía del reino. En la capital de España el niño ingresó en el Real Seminario de Nobles, un colegio regentado por jesuitas y fundado para las clases más privilegiadas. En los cinco años en los que estuvo en ese colegio no destacó por su dedicación y estudio sino por sus aficiones poéticas y literarias: es entonces, a los doce años, cuando empieza a escribir sus primeros versos y a leer en secreto a Walter Scott, Fennimore Cooper y a Chateaubriand. En el año 1833 debió dejar el colegio para reunirse con su familia en el pueblecito burgalés de Arroyo de Muñó, a donde sus padres habían ido a vivir por haber sido el superintendente desterrado de Madrid a causa de la destitución del ministro de Justicia Calomarde, quien había apoyado la abolición de la ley sálica para facilitar la sucesión al trono del hermano del rey, Carlos María Isidro de Borbón, en vez de la de su hija, la futura Isabel II. En su breve estancia en el pueblecito burgalés nuestro poeta debió conocer a la primera mujer que pudo conquistar su corazón. No es segura su identificación, pero se ha supuesto que fue su prima Gumersinda, la posible inspiradora de su poema «Un recuerdo del Arlanza».
La familia hubo de trasladarse en noviembre de 1833 al pueblo de Lerma, también de la provincia de Burgos, porque el tío materno del poeta, don Zoilo Moral, había sido nombrado beneficiado de esa villa. Desde su nueva residencia el padre mandó a su hijo a la universidad de Toledo para que estudiara leyes, pero el adolescente no aprovechó el curso en la ciudad imperial, porque dedicó su tiempo a vagabundear por sus calles moriscas en busca de leyendas medievales para la inspiración de sus poemas. Se instaló en casa de un tío lejano suyo, un prebendado de la catedral, quien al final del curso escribió a su pariente para comunicarle que su hijo era un botarate que nunca llegaría a ser abogado.
El padre, contrariado por este informe, decidió enviar a su hijo a Valladolid para continuar sus estudios de leyes bajo la inspección de un procurador de la cancillería provincial y bajo la protección del rector de la universidad, el ilustrado don Manuel de Tarancón. El estudiante, como reconoce en sus memorias, lo hizo «mucho peor que en Toledo» (25), porque en su ciudad natal se despistó aún más al reencontrarse con viejos amigos, con quienes compartía aficiones literarias y artísticas. El señor Tarancón escribió también a don José para hacerle saber que su hijo «andaba por los cementerios a media noche como un vampiro», que se «dejaba crecer el pelo como un cosaco» y que era amigo de los hijos cuyos padres habían sido enemigos políticos.
Nuestro poeta consiguió «ganar el curso por favor del señor Tarancón» (26), y es entonces cuando su padre lo mandó de nuevo a la universidad de Valladolid con el ultimátum de graduarse en un año «a claustro pleno», pero el hijo, que tenía el demonio de la poesía metido ya muy dentro de su ser, anunció al procurador y al rector que se graduaría «de claustro pleno aquel año como que volaran bueyes» (26). El procurador y el rector no dudaron en meterlo en un carruaje con destino al pueblo de Burgos para devolvérselo a su padre. Durante el viaje, nuestro poeta pensó en el tipo de vida que le esperaba de regreso a su casa familiar y aprovechó un descuido del conductor para saltar del carruaje y montarse en una yegua a cuyos lomos volvió a Valladolid. En su ciudad natal burló a sus perseguidores, pernoctó en casa de su amigo Miguel de los Santos Álvarez, y al día siguiente inició viaje a Madrid para empezar una vida nueva, pero con el remordimiento de haber fallado a sus padres.
El joven desertor llegó a la capital del reino unos nueve meses antes del suicidio de Larra, ocurrido el 14 de febrero de 1837, con el sueño de lograr la fama y gloria para reconquistar el corazón de su padre y el de una mujer que reconoce como su primer amor. La mujer en cuestión era Catalina Benito Reoyo, una muchacha a la que conoció en Lerma en el verano de 1835 y que solo se dejó querer al principio pero después debió de cansarse de su pretendiente. El joven enamorado publicó en El Artista dos poemas dedicados a Catalina: uno, con el título de «A una joven», en octubre de ese año, y otro, con el de «Amor del poeta», en febrero del año siguiente.
En el entierro de Larra, después de transcurrido un año entero, el 15 de febrero de 1837, aún seguía pensando en atraerse su amor al igual que el de su padre, y la verdad es que con su intervención consiguió la gloría poética que tanto había buscado, pero esa gloria no le sirvió ni para conmover a su amada ni a su padre. La noche de ese fúnebre día conoció a los grandes autores del momento, y en casa de Donoso Cortés, Nicomedes Pastor Díaz y Joaquín Francisco Pacheco le ofrecieron una plaza fija, retribuida con seiscientos reales mensuales, en el periódico El porvenir que acababan de crear. En sus páginas, nuestro poeta dio a conocer uno de sus pocos cuentos en prosa, La Madona de Pablo Rubens, donde mencionaba a E. T. A. Hoffmann, Schiller y Lord Byron como inspiradores de las ensoñaciones de su melancólico y joven protagonista.
Cuando apenas habían transcurrido dos meses, recibió una mejor oferta para colaborar en El Español, que aceptó tras negociar con sus anteriores jefes. En esa época entabló relación con José de Espronceda, a quien siempre visitaba en su casa después de la media noche, para evitar coincidir con sus amigos, que no eran de su gusto. A finales de ese año, reunió en un primer volumen las poesías que había publicado en diferentes periódicos y revistas. No por su calidad sino por la importancia en su carrera colocó en primer lugar los famosos versos dedicados a Larra y después otros a Calderón de la Barca. Incluyó también las tres primeras orientales, al estilo de las de Víctor Hugo, junto a otras composiciones de calidad muy desigual. En 1838 sacó dos nuevos volúmenes de sus poesías en los que recogió ya cuatro leyendas; la primera de ellas, la de Juan Ruiz y Pedro Medina, inspirada sin duda en El caballero de Olmedo porque narra el mismo tipo de ingratitud que en la comedia de Lope: Juan Ruiz asesina a quien le había salvado la vida por los celos que siente al ver a Catalina enamorada y preocupada por Pedro Medina. Nuestro dramaturgo ofreció también una magnífica traducción de la canción a los piratas de Víctor Hugo, que sirvió de inspiración a la aún más famosa de Espronceda, y dio a conocer otras orientales junto al poema dedicado «A una calavera». Entre 1839 y 1840 publicó los otros cinco volúmenes de sus poesías en los que ya introdujo sus primeras obras dramáticas y la leyenda donjuanesca «El capitán Montoya»; y entre 1840 y 1841, tres volúmenes con el título Cantos del trovador, compuestos exclusivamente de leyendas, como la primera parte de «Margarita, la tornera», claro antecedente de su Don Juan Tenorio. En 1842 entregó a la imprenta otro volumen de leyendas con el título Vigilias de estío.
Mientras llevaba a cabo esta febril actividad poética, Zorrilla conoció a la que iba a ser su primera mujer, doña Florentina O’Reilly, viuda de treinta ocho y años, dieciséis años mayor que su futuro marido. El poeta empezó a frecuentarla a través de su amigo Antonio Bernal, hijo de la viuda, quien lo introdujo en su casa para que su madre le preparase buenas comidas y le proporcionara ropa usada. El caso es que como consecuencia de esas visitas nuestro dramaturgo la dejó embarazada y hubo de casarse con ella: lo hizo el 22 de agosto de 1839, y el 5 de octubre nacía una niña, Plácida Ester María de los Dolores, que moriría tres meses después, el 3 de enero de 1840. En su primer matrimonio Zorrilla no fue feliz porque padeció los celos enfermizos de su esposa, a quien responsabilizó de su pobreza y de su descrédito por las supuestas infidelidades de que fue acusado. Los padres de nuestro poeta no vieron con buenos ojos ese matrimonio, pero acabaron aceptándolo.
El padre de Zorrilla, tras la declaración de la primera guerra carlista, había abandonado su destierro en Lerma para dirigirse al País Vasco, donde se puso a las órdenes del infante Carlos, la defensa de cuya causa le había costado su destitución como superintendente de la policía y su confinamiento en pueblos de la provincia de Burgos. A finales de julio de 1839, antes de firmarse la paz de Vergara, emigró a Burdeos. La madre no acompañó a su marido y se quedó en la casa de Lerma, pero en 1840 se trasladó a Madrid para visitar a su hijo, recién casado, a quien llevaba cinco años sin ver.
Nuestro poeta, a pesar de no reconciliarse con su padre, le había prestado dinero para financiarle el destierro en Francia. Teniendo en casa a su madre escribió «Margarita, la tornera» porque fue ella quien le había procurado el libro del padre Nuremberg que le sirvió de inspiración. El propio autor admite ciertas referencias autobiográficas en el poema al recordar al don Juan «que tan mal estudia en la universidad» y «que vuelve por fin despechado y pobre a aquella casita solitaria»: «hay algo [en ese personaje] de mi historia y la de mi casa, y en aquel altar enflorado, y en aquella despedida de la monjita [...] está encerrado el espíritu religioso de mi devota madre». Es posible, por una afirmación suya en documento autógrafo en que dice haber empezado a escribir su don Juan Tenorio a los veintitrés años, que en 1840 empezara a componer su drama más famoso y que para los protagonistas pensara también en su historia familiar: la huida de don Juan, abandonando a su padre y a doña Inés, sin duda hace pensar en esa posibilidad.
Es precisamente en marzo de ese año cuando estrena Zorrilla en el teatro del Príncipe el primer drama histórico importante que compuso, El zapatero y el rey, en el que rehabilita la figura del rey castellano Pedro I el Cruel al convertirlo en rey justiciero. Gracias al éxito de la obra consiguió que el empresario Juan Lombía lo contratara en exclusiva para relanzar el otro gran teatro de la ciudad, el teatro de la Cruz, en una situación bastante precaria por aquel entonces: Zorrilla debía percibir un sueldo fijo de mil quinientos reales mensuales por la representación de dos obras inéditas cada año, pero en realidad nunca llegó a cobrar ni un solo real. En cualquier caso, entre 1841 y 1845, llegó a estrenar veintidós dramas, entre los que destaca, por supuesto, Don Juan Tenorio, representado en marzo de 1844. En un principio no cosechó un gran éxito en su estreno porque la actriz que desempeñó el papel de doña Inés, Bárbara de Lamadrid, que había cumplido ya los treinta y ocho años, no resultó demasiado creíble por la diferencia de edad con respecto a su personaje.
Zorrilla participó en la medida en que pudo en la obtención de la amnistía de su padre después de que la reina Isabel II fue declarada mayor de edad al cumplir los trece años el 8 de noviembre de 1843. El padre había escrito a la reina pidiendo autorización para volver a España, pero empezaba la carta con el tratamiento «reina ya de hecho» dando a entender que no lo era «de derecho» (137). Nuestro poeta recibió la visita en su domicilio de un guardia civil con una carta que lo citaba de nueve a diez de esa noche en el gabinete del jefe político de Madrid, don Antonio de Benavides, para un asunto que le concernía: había sido requerido para ratificar si la firma de la carta enviada a la reina era la de su padre. A pesar de la respuesta afirmativa de su hijo, el padre exiliado pudo regresar a España gracias a la mediación de don Manuel Joaquín de Tarancón, obispo entonces de Córdoba y también senador del reino. El reencuentro entre padre e hijo se produjo a principios de 1845, casi diez años después de que el segundo hubiera decidido abandonar para siempre la casa del primero. Los dos se fundieron en un emotivo abrazo, y el padre, alto y robusto, llegó a coger en brazos a su hijo, muy bajo y delgado, diciendo «¡Qué chiquitín te has quedado!» (139). El antiguo superintendente de policía se aprovechó de la influencia de su hijo en el Ministerio de Instrucción pública para resolver asuntos legales, y cuando ya los hubo resuelto decidió irse a Torquemada a cuidar de su hacienda. La madre, que había dejado la casa de su hijo para vivir en la de una prima suya, también en Madrid, se reuniría con su marido en Torquemada.
En junio de 1846, Zorrilla decidió marcharse con su mujer a París para estudiar árabe y empezar a escribir su extenso poema sobre la conquista de Granada (412). Antes de su huida a Francia había pasado poco más de un mes en la ciudad andaluza (entre el 5 de abril y el 28 de mayo de ese mismo año) para reunir material para su poema. Amigos y familiares suyos crearon una sociedad para financiar su estancia en la capital francesa. Nuestro poeta conoció a los autores franceses más importantes de la época y tuvo tiempo también para asistir a ciertos experimentos médicos, como el de la galvanización de un cadáver, y se vio envuelto en algunos de los lances protagonizados por su inseparable amigo navarro Fermín. A finales de año hubo de regresar a España tras recibir una escueta carta en la que su padre le informaba de la muerte de su madre. En Torquemada padre e hijo volvieron a reencontrarse fundiéndose en un nuevo abrazo no exento de lágrimas por un dolor compartido. En el mes en que permaneció a su lado el dramaturgo le prestó dinero a su padre para comprar unas casas colindantes con la suya y le dejó claro que no tenía más ambición que quedarse a vivir con él para hacerle la vida más agradable. En febrero de 1847 marchó a Madrid para resolver asuntos pendientes, como la cesión de sus derechos de autor a una nueva sociedad editorial (La Publicidad), y en verano volvió a Torquemada acompañado de su mujer, por expreso deseo de su padre, pero, después de varias idas y venidas de Torquemada a Madrid, acabó por volverse a instalar en la capital del reino, seguramente porque doña Florentina no llegó a congeniar con su suegro. En 1847 había estrenado nuevos dramas históricos, como El rey loco, sobre Wamba, y La calentura, la segunda parte de El puñal godo, y publicó en París dos volúmenes de sus obras, uno dedicado a sus poesías y otro a sus dramas, que se amplió con un tercer volumen en la edición de 1852.
Transcurrida más de una década desde su irrupción en el entierro de Larra, Zorrilla había obtenido el reconocimiento de sus compatriotas y era un autor consagrado. Al comenzar el año 1847 la prensa hizo campaña para postularlo como miembro que ocupase el primer sillón vacante en la Real Academia de la Lengua: el 20 de septiembre presentó su candidatura, por el fallecimiento de Jaime Balmés, pero, al adelantársele José Joaquín de Mora, hubo de esperar a una nueva vacante, que se produjo por la defunción de Alberto Lista, y finalmente salió elegido el 2 de diciembre como nuevo académico. El 6 de noviembre el Liceo Artístico y Literario de Madrid le había rendido un homenaje en el que el homenajeado leyó su Ofrenda poética, en cuyos versos lamentaba no haber reconquistado el hogar paterno. El 3 de marzo había estrenado un nuevo drama, Traidor, inconfeso y mártir, sobre el paradero del rey portugués don Sebastián, que aumentó su fama y reputación de excelente dramaturgo.
En la cumbre de su gloria poética, Zorrilla recibió en su casa de Madrid la noticia de la muerte de su padre, ocurrida el 16 de octubre de 1849. El difunto había dispuesto en su testamento ser enterrado en el lugar más despreciable del campo santo y también había dado instrucciones al sepulturero para que lo echase en la fosa común. El desconsolado huérfano no heredó de su padre más que deudas, producto de su fanatismo político, y, ante la observación de que el difunto debía de tener mucho dinero guardado de la época en que fue superintendente, respondió que él nunca había querido su dinero sino su corazón. Al perder a su padre perdía también el único sentido que había dado a su vida desde que huyó de su casa: la recuperación de su amor y la obtención de su perdón. Antes de un año, en septiembre de 1850, volvió a París para alejarse definitivamente de su mujer (en esta ocasión se fue solo), y paseando por el Sena tuvo la tentación de arrojarse a sus aguas, pero no lo hizo al pensar que no se ahogaría por saber nadar. En 1852, estando aún en la capital francesa, conoció a una muchacha de la que se enamoró y a la que llamó Leila en sus versos. La muchacha ha sido identificada con Emilia Serrano de Tornel, futura baronesa de Wilson, quien en esa fecha no tenía más de diez años, a no ser que se quitara años, como parece que así fue, según veremos en seguida. En 1852 sacó los dos volúmenes de su poema Granada, inconcluso, dividido en dos partes, una primera sobre la leyenda de Alhamar y una segunda sobre la conquista de Granada por los Reyes Católicos.
En el proceso de impresión del poema, Zorrilla fue objeto de una pequeña estafa que estuvo a punto de costarle la cárcel. Se había comprometido a pagar el libro al impresor Pillet en tres partes, cada una de dos mil francos: una al contado y otras dos en plazos de seis y nueve meses (con sus respectivos pagarés). Uno de los empleados de la imprenta, carlista emigrado a París, le pidió a Zorrilla un préstamo de dos mil francos, y Zorrilla se los dejó a cambio de uno de los dos pagarés con el compromiso de saldar la deuda (también de dos mil francos) en el plazo fijado. El empleado no la satisfizo el día en que debía hacerlo, y un agente del Tribunal de Comercio se presentó en el hotel de nuestro poeta para exigirle el pago de los dos mil francos. Zorrilla alegó que no era él quien debía hacerlo sino el empleado de Pillet, pero el agente le informó que el empleado en cuestión había embarcado dos días antes a La Habana. Zorrilla fue trasladado en un carruaje de alquiler al juzgado, donde pidió al juez el plazo de veinticuatro horas para reunir el dinero. El juez no se lo concedió y mandó al poeta a Clichy, la prisión por deudas, en el mismo carruaje en el que había llegado y con los dos aguaciles que lo habían escoltado. El agente le ofreció la posibilidad de llevarlo en el carruaje a los lugares en los que podría obtener el dinero, pero a Zorrilla no se le ocurrió ninguno, sobre todo porque no podía bajar del coche (es la condición que le había impuesto el agente). El poeta tuvo la suerte de que, mientras callejeaban en el carruaje, antes de llegar a la prisión, vio salir de su casa, en la calle Luxemburgo, a su amigo Muriel, quien le dio el dinero.
En 1854 nuestro poeta tomó la decisión más drástica de su vida al cambiar el viejo por el nuevo continente, albergando la esperanza de que «la fiebre amarilla, la viruela negra o cualquiera otra enfermedad» contraída en esas remotas regiones pusiera fin a sus «desventuras y pesares». Su situación económica y familiar se había hecho insostenible, y no tenía más alternativa que poner la mar por medio entre él y todos sus problemas. El 27 de noviembre de ese año se despedía en París de Bartolomé Muriel y Torres Caicedo, quienes le habían procurado «veintidós cartas de recomendación» y «un pequeño crédito para hacer frente a los gastos de los primeros días» de su llegada a México (214). Al día siguiente decía adiós, ya en la estación del tren, a Emilia Serrano y a la hija que había tenido con ella, quizá la causa real de su huida, a juzgar por sus propias palabras: «El 28 por la noche me despedía en la estación del ferrocarril una mujer en cuyos brazos dormía un ser inocente nacido en el pecado, por quien debía yo vivir, trabajar y volver de América rico» (214).
Conviene recordar que Zorrilla seguía aún casado y que Emilia era hija de una familia acomodada de Granada. El padre de la muchacha era notario y llegó a tener una gran influencia en la corte de Isabel II hasta conseguir el cargo de diplomático en París. Emilia recibió una educación muy esmerada y poseyó una cultura fuera de lo normal, lo que le valió el apodo de «Madame Minerve». No sabemos en qué año contrajo matrimonio con el barón de Wilson, con quien tuvo una hija que murió a los cuatro años de edad, y es probable que la relación con nuestro poeta la iniciara cuando era mujer casada. Según sus biógrafos había nacido entre 1833 o 1834 (y no entre 1844 o 1845) porque en su acta de defunción, ocurrida en 1923, consta que murió a los ochenta y nueve años. Si como aseguran esos mismos biógrafos se casó con el barón a los quince años edad, lo habría hecho entre 1848 o 1849, antes del regreso de Zorrilla a París5. No cabe descartar que Margarita, que es así como se llamaba la hija, fuera en realidad la hija de nuestro poeta y no del barón, pero al morir la niña a tan corta edad no fue objeto de más interés por parte de su presunto padre biológico. En el extenso poema que dedica a Leila, recién iniciada su travesía hacia las Américas, el vallisoletano se refiere a una flor y a una perla, que es el significado de la palabra Margarita en griego, y en sus memorias menciona a las dos hijas que tuvo y «que se habían convertido en ángeles antes de llegar a ser muchachas» (230).
Fuera de quien fuera hija Margarita, el caso es que Zorrilla cogió el tren en París para trasladarse a Boulogne-sur-mer, donde se embarcó en un viejo cascarón en dirección a Londres. En la capital inglesa solo pasó una noche porque al día siguiente ya partió hacia Southampton, de cuyo puerto zarpó rumbo a México en el Paraná. Durante el viaje hizo amistad con un pariente del poeta y filólogo venezolano Rafael María Baralt, a quien llama solo Baralt, y con el general García-Conde, junto a un grupo de viajeros muy afines, especialmente franceses. El 28 de diciembre de 1854 llegaba a San Thomas, donde debía coger él y el resto de la tripulación otro barco, el White, que había de llevarlos a La Habana, pero el White ya había partido. La tripulación hubo de quedarse dos días en Santo Domingo, donde nuestro poeta y Baralt fueron invitados por el presidente de esa república a pasarlos en su mansión, a pesar de que ninguno de los dos lo conocían de nada. A bordo del Paraná, Zorrilla y sus amigos siguieron hasta Jamaica, en cuya isla estuvieron tres días asistiendo de noche a las reuniones de las diferentes sectas religiosas que allí se habían formado. Al cuarto día todos embarcaron en el White, que esta vez los había esperado, rumbo a La Habana, donde comieron en la fonda del teatro de Tacón y presenciaron por la noche en el mismo teatro la ópera Lucía de Lammermoor de Gaetano Donizetti. Al final de la representación el público cubano lo identificó, pues su fama había ya atravesado el Atlántico, y al día siguiente recibió en la habitación de su hotel la visita de una delegación de doce cubanos que deseaban saludarlo personalmente. Agobiado por tanto agasajo, nuestro dramaturgo decidió volver a embarcarse ya en dirección a Veracruz, pero lo hizo sin la compañía de su inseparable amigo Baralt, que se había quedado en Cuba.
En su última parte del viaje sufrió dos incidentes importantes. Se enfrentó primero verbalmente a un pasajero inglés por negarse a recitar unos versos que no había escrito contra las damas del barco y contra personajes famosos: al parecer alguien lo había oído a él y a Baralt, antes de desembarcar en La Habana, improvisar unos versos satíricos. Después el White tuvo una grave avería, que pudo haber causado su explosión, y el barco quedó a merced de las aguas y del viento, pero consiguió llegar a Veracruz el 9 de enero de 1855, cuando aún era presidente de la República Antonio López de Santa Anna.
Zorrilla recibió en su fonda la visita del poeta veracruzano, José María Esteva, a quien entregó la carta de Muriel y por quien tuvo noticia de unas quintillas infames contra los mexicanos y su presidente impresas en Cuba con la firma de su nombre. Sin grandes esfuerzos logró convencerlo de que él no las había escrito, y pese a la posibilidad de acabar siendo expulsado del país, tomó la diligencia hacia la capital mexicana, donde fue objeto de una cálida acogida por sus admiradores. En la primera semana de estancia en la ciudad asistió a diversas comidas y cenas, organizadas para darle la bienvenida, en las que destacadas personalidades literarias de la república leyeron los versos que le habían dedicado. El empresario español del Teatro Nacional, Manuel Moreno, para desprestigiar a nuestro poeta, receloso de su éxito, envió un ejemplar de las famosas quintillas a Santa Anna a través de uno de sus hijos. El presidente pretendía ordenar la prisión de nuestro poeta, pero el gobernador Bonilla le hizo ver que la adopción de esa medida podía suponer un «atropello injustificado» y que él buscaría la fórmula más conveniente para resolver satisfactoriamente el asunto. El Encargado de Negocios de España, Lozano Armenta, pidió audiencia a Santa Anna para presentarle a Zorrilla, quien al entregarle las cartas de recomendación (en especial la de un opulento personaje americano) le dijo al presidente que «los que pueden obtener semejantes cartas no pueden escribir semejantes villanías» (245). Santa Anna respondió que tenía razón y dio por concluido el incidente.
En los primeros años de estancia en la República, Zorrilla alternó la casa del conde José Cortina en la capital con la hacienda del primo de su huésped, don José Adalid, en los llanos de Apam. Desde su llegada empezó a escribir y publicar por entregas un libro miscélaneo de verso y prosa, de poesía narrativa y lírica, con el título La flor de los recuerdos (México, 1855-1857), financiado por el propio conde y otros amigos suyos, el doctor Sanchis y Cagigas, quienes le habían propuesto la idea para contrarrestar las famosas quintillas impresas con su nombre. En esos años fue testigo directo de los diferentes cambios de presidente producidos en la república como consecuencia del enfrentamiento entre los dos partidos políticos que la pretendían gobernar: «los libertinos y los religioneros», como los denomina él mismo, en alusión a los federalistas o radicales, y los unitarios o conservadores. En las visitas a la hacienda de don Adalid, también por esos mismos años, conoció a una dama de la aristocracia mexicana con la que vivió una nueva historia de amor que se prolongó en el tiempo, como tendremos ocasión de comprobar. La dama era la hija mayor del segundo matrimonio de don José, María de la Paz Adalid, quien se casó en septiembre de 1855 con Manuel Fernández de Jáuregui cuando aún no había cumplido los diecisete años6. Cuando en el verano de 1856 llegó a México como ministro de la reina Isabel II su amigo Miguel de los Santos Álvarez, nuestro poeta no pudó abrirle su alma, «y Álvarez me creyó feliz por algo que él no comprendía y cuyo secreto y capricho respetó» (278): el secreto que no se atrevió a confesar, porque tampoco lo hizo en sus memorias, sin duda era su amor por la dama mexicana. En dos poemas incluidos en la segunda parte de La flor de los recuerdos (1857) Zorrilla la llama por su nombre verdadero: no María de la Paz sino simplemente Paz. El primero lo compone con motivo de su boda («A Paz en sus bodas») y el segundo desde La Habana («A Paz desde La Habana»). En otro poema posterior, La mexicana y el árabe, que compuso en 1861 y que dejó inédito, narra la historia de este amor (en este caso la llama Luz, no Paz).
En noviembre de 1858, Zorrilla acompañó a su amigo Cagigas precisamente a La Habana para intervenir en un negocio que había de hacerle rico a los dos. El negocio no pudo realizarse porque al cabo de un mes Cagigas contrajo la fiebre amarilla y murió en muy pocos días. A pesar de tal contratiempo, Zorrilla permaneció unos meses en Cuba, donde se alojó en casa de Isidoro Araujo de Lira, para cuyo Diario de la Marina, recién acabado de comprar, se había comprometido a escribir a cambio de tres mil duros al año, el hospedaje y un carruaje. Aún afectado por la muerte de Cagigas, no se dejó ver en la sociedad cubana pues declinó todo tipo de obsequios e invitaciones: llegó a tener incluso su primer ataque de epilepsia, que a partir de entonces combatió siempre con grandes dosis de bromuro. En marzo de 1859 decidió regresar a México para cumplir con las últimas voluntades de su difunto amigo. No sabemos cuándo lo hizo, pero en la capital mexicana hubo de abandonar la casa del conde José Cortina, quien había dado credibilidad a las informaciones injuriosas contra su marido que Florentina había hecho llegar desde Madrid a México. Ante las reclamaciones de su mujer, Zorrilla había decidido asignarle una pensión para que la justicia española no lo condenase en su demanda de divorcio, pero no tuvo necesidad de iniciar ningún trámite porque a finales de 1865 recibió la noticia de su muerte, víctima del cólera.
Nuestro poeta asistió en mayo de 1864 a la entrada triunfal en la capital mexicana del emperador Maximiliano y su esposa Carlota, por quienes en un principio no sintió demasiadas simpatías. En un acto celebrado en el colegio de la Minería para clausurar el curso de ese año leyó un poema en presencia de los emperadores, quienes al día siguiente lo invitaron junto a los otros participantes en la fiesta literaria a comer en palacio. Maximiliano lo nombró director del nuevo Teatro Nacional, cuyos planos le mostró para darle a conocer la gran envergadura de ese proyecto. Zorrilla, tras escucharlo muy atentamente, intentó convencerlo de «la inconveniencia de gastar el dinero [...] en fundar un teatro que no serviría más que para abrir un sitio donde se manifestaría la oposición política» y también «para dar pábulo a que la maledicencia supusiera que él me apadrinaba y yo me disponía a enriquecerme en la irresponsable administración de obra tan larga y costosa» (338). El vallisoletano se convirtió, mientras se llevaba a cabo el proyecto, en el director de una compañía teatral que representaría algunas obras en un salón de palacio para solaz de la emperatriz y de toda la corte. Aceptó el cargo por su interés en pasar largas temporadas en palacio porque a sus dependencias se había trasladado la dama de la que se había enamorado nada más llegar a México. La madre de la dama en cuestión, doña Concepción Sánchez de Tagle, segunda esposa de José Adalid, fue elegida como dama de honor de la emperatriz, y es posible que en esa nueva vida en la corte la acompañaran sus hijas, entre ellas María Paz Adalid7. En su poema Historia de una rosa, nuestro poeta cuenta cómo la reina lo admitió en palacio para poder estar cerca de su amada, que ya vivía en él, y narra también la visita que le hizo en su aposento para recordarle su amor: la rosa, sin embargo, ya se había olvidado de su amante y lo despreció.
No sé si el desdén de María Paz, o quizá también la muerte de su esposa, pudo o no influir en su decisión de volver a Europa, pero convenció al emperador de la necesidad del viaje, y el emperador le dio permiso para hacerlo con la sola condición de que entre junio y septiembre del año siguiente estuviera de nuevo en México. Zorrilla abandonó el país con dinero para el viaje de ida y también de vuelta que le había entregado Maximiliano, y a su paso por La Habana se despidió de los buenos amigos que había hecho en la ciudad. El 13 de junio de 1866 embarcó en Veracruz en el vapor La France, y a pesar de la fecha en que lo inició (el emperador había intentado cambiarla por supersticioso) tuvo un viaje muy tranquilo y feliz hasta el puerto de Saint Nazaire, donde tomó un tren en dirección a París cargando una sola maleta. En la capital francesa se instaló en casa de la tía del librero León Williez, quien, tras haber navegado con él desde La Habana, se había comprometido a financiarle su estancia en la ciudad por haberle ayudado a pasar de contrabando una maleta con cincuenta cajas de puros vegueros. En París nuestro poeta no estuvo mucho tiempo porque en agosto tomó el tren hacia Perpiñán y el 19 de ese mes llegó a Barcelona, donde se hospedó en el hotel de las Cuatro Naciones. Después de resolver asuntos económicos se dirigió al lugar de su infancia, Torquemada, para visitar la tumba de sus padres, como había hecho su don Juan Tenorio. En mayo de 1867, cuando pensaba en su regreso a México, recibió una carta en la que el propio Maximiliano le anunciaba que no se moviese de Europa, a la espera de sus órdenes, porque iba a tener que abdicar. En ese tiempo de espera en su retiro burgalés, Quintanilla de Somuñó, repasó las obras que había escrito y se planteó la corrección de algunas con la intención de sacarles dinero a los editores, pero cuando comprobó que los editores no estaban dispuestos a dárselo, desistió de ese proyecto.
A finales de junio y a principios de julio, Zorrilla leyó primero en el telégrafo y después en los periódicos la noticia del fusilamiento de Maximiliano, que lo sumió en una gran aflicción y le inspiró parte del libro Drama del alma. Estando en Quintilla, tuvo la visita de uno de los socios de la editorial barcelonesa Simón y Montaner para proponerle la traducción de cuatro poemas de Alfred Tennyson en una edición ilustrada por Gustavo Doré. Nuestro dramaturgo no especifica qué poemas eran pero por la respuesta dada debían de ser los Idylls of the King (1859-1885), conjunto de doce poemas narrativos sobre la leyenda del rey Arturo, de los que hasta esa fecha solo se habían editado, en 1859, los cuatro primeros («Enid», «Vivien», «Elaine» y «Guinevere»): convenció al socio catalán de «hacer una leyenda española con las mismas ilustraciones de los poemas ingleses» (355). No sabemos a qué «leyendas españolas» se refiere, pero lo que hizo es componer unas leyendas originales sobre la historia medieval catalana entre las que acabó incluyendo la recreación de uno de esos poemas ingleses, el «Vivien», que tituló «Los encantos de Merlín». Con la intención de componer ese libro, Los ecos de las montañas, publicado por entregas, como veremos enseguida, decidió aceptar la oferta de los editores de establecerse en Barcelona, donde se alojó en la casa del industrial Josep Puig y Llagostera y también en la colonia textil Sedó de Esparraguera que el padre del industrial había construido para los trabajadores de su fábrica.
Zorrilla llegó a Barcelona en una época políticamente convulsa, poco antes de la revolución de septiembre de 1868, el golpe militar que iba a provocar el destronamiento de la reina Isabel II y el inicio del período llamado Sexenio democrático, primero en forma de monarquía parlamentaria, durante el breve reinado de Amadeo I de Saboya (1871-1873), y después en forma de república, todavía más breve (1873-1874). Estuvo en la capital catalana en los meses (de febrero a marzo de 1873) en que la diputación provincial de Barcelona junto a otras diputaciones habían intentado proclamar un estado catalán dentro de la nueva república federal española. Cuando años después escribe sus memorias hace referencia a esa aspiración catalana buscando la conciliación y formulando el deseo de que si alguna vez España se llegara a romper poder volverla a unir merced a la poesía:
Y sea el que quiera el porvenir, no será mi pluma quien eche más leña al fuego, ni seré yo quien retire el primero su mano entre las de los poetas catalanes; y espero en Dios que sobre estas nuestras manos jamás desenlazadas, el porvenir volverá a construir lo roto y a unir lo cortado, si por desgracia la política o el interés llegaran a romper o cortar algo; siendo la poesía la inmóvil base y el indestructible anillo de la unidad y de la fraternidad españolas (356).
A finales de marzo de 1868, Zorrilla tuvo una cálida acogida en Barcelona y fue objeto de diferentes homenajes en los días inmediatamente posteriores. El domingo 29 de marzo acudió al mediodía a un banquete en que leyó poesías suyas, y por la noche, a una función en su honor, en el Teatro Principal, en que pudo presenciar la obra que Vidal y Valencia había compuesto para darle la bienvenida. En el mes de abril participó en otros actos, tanto en el teatro Romea como en el Ateneo Catalán, donde oyó los textos propios y ajenos que los poetas más destacados recitaron para conmemorar su estancia en la ciudad. En el mes de mayo intervino en los juegos florales, presididos y organizados por Víctor Balaguer, y en el marco de sus muchos festejos visitó la ciudad de Terrassa y subió a Montserrat. El 30 de junio viajó primero a Reus para asistir a las fiestas celebradas en la ciudad en honor de su patrona, la Virgen de la Misericordia, y después a Tarragona para recibir el homenaje de sus autoridades, quienes le obsequiaron con una fiesta nocturna en el mar con embarcaciones iluminadas a la manera veneciana. Después de estas fiestas nuestro poeta decidió descansar en el campo para acabar su libro Ecos de las montañas, cuyas últimas entregas los editores barceloneses parecían reclamarle. Por eso pasó el verano en la masía del industrial Marià Rius y Montaner, situada en el Baix Camp, en el término municipal de Reus, y conocida en la actualidad con el nombre de la hija de su dueño (el Mas de la condesa). En septiembre hubo de abandonar la masía aconsejado por su dueño, quien desde Barcelona le había mandado su carruaje con la noticia del golpe militar de la gloriosa. Al entrar en las calles de Tarragona para dirigirse a Barcelona, seguramente en el carruaje del industrial, Zorrilla se topó con una procesión cívica que portaba el estandarte de Prim y profería proclamas a favor de la República. En Barcelona no sufrió ningún tipo de percance pero sí el eclipse de su nombre por el homónimo del nuevo ministro de Justicia del gobierno provisional formado después del golpe: el de su pariente Manuel Ruiz Zorrilla. Es en ese momento cuando se plantea la composición de una epopeya nacional con el propósito de recuperar la fama que su tocayo había oscurecido.
A finales de 1868 o a principios del siguiente, Zorrilla se enamoró de una muchacha rubia y hermosa, a quien había visto en un palco del teatro Principal, a donde había asistido para presenciar una pieza de Luis Pacheco Martín. Estando en el escenario para felicitarlo le preguntó por la identidad de la muchacha, que estaba en un palco, y al oír de boca del joven dramaturgo que era su hermana le pidió que se la presentase. De esa manera empezó la relación con Juana Pacheco Martín, a la que llevaba treinta y cuatro años, que no fueron obstáculo para convertirla en su esposa en agosto de 1869 en la parroquia de Santa Ana8. En el año posterior a la boda se desplazó a Palma de Mallorca y también a Zaragoza, la ciudad natal de Juana, para participar en los diversos actos y festejos que en los dos lugares se celebraron en su honor. De vuelta a Barcelona buscó soluciones para hacer frente a su precaria situación económica y compuso algunas obras dramáticas, como Entre clérigos y diablos y El encapuchado, que estrenó en los teatros de la ciudad sin obtener demasiado éxito.
A principios de 1871 se trasladó a Madrid, pensando en conseguir una subvención del gobierno que le ayudara a paliar sus problemas económicos, pero hubo de regresar pronto a Barcelona, aconsejado por los médicos de su mujer, que había caído gravemente enferma en la capital del reino. Nuestro poeta llegó a entrevistarse personalmente con el ministro homónimo, de quien obtuvo el compromiso de protegerle, después de reconocer el parentesco entre ambos. El ministro dio la conformidad al plan de Juan Valera, entonces director de instrucción pública, de asignarle a nuestro poeta un sueldo de cuatro mil duros anuales por «examinar los archivos y bibliotecas de Roma, Bolonia y otras poblaciones, con encargo de determinar las propiedades y derechos de España en las diferentes fundaciones de aquel país y de consignarlo en una detallada memoria». El rey Amadeo I le había distinguido poco antes con la credencial de la gran cruz de Carlos III por considerarlo «Príncipe y Decano de nuestros poetas líricos», según se especifica en la carta que le mandó el ministro de estado Cristino Martos.
Con una misión que no pensaba cumplir, Zorrilla se instaló en Roma para poder escribir tranquilamente su libro sobre la leyenda del Cid sin las preocupaciones económicas que tenía en España. Al cambiar el gobierno en 1873, con la renuncia de Amadeo I, en junio de ese año fue requerido por el nuevo ministro a informar sobre el estado y los resultados de su trabajo. No contestó a semejante recordatorio, y cansado de la ciudad santa, a comienzos de 1874 se trasladó a Burdeos, donde solo estuvo unos meses porque enseguida, según refiere en varias cartas, se desplazó a Les Landes, en la región de Aquitania, conocida por sus extensos bosques de pinares. En ese lugar compuso el bello poema El pinar en el que describe la vida idílica en una casa de campo al lado de su mujer, «rubia y blanca como una inglesa» (Gnomos y mujeres, pág. 147). En 1875 recibió una nueva carta de otro ministro preguntándole por un trabajo, el de registrar archivos y bibliotecas italianas, que difícilmente podía llevar a cabo en Les Landes. En esta ocasión nuestro poeta decidió dar oportuna respuesta a la carta del ministro en otra mucho más larga en la que le daba a entender que le habían asignado ese sueldo para escribir un «legendario de Castilla» sobre el Cid y sobre el infante don Enrique, hermano de Alfonso el Sabio, en cuyas notas y comentarios incluía «los datos sobre las fundaciones piadosas españolas en Italia» (Alonso Cortés, 1943: 754).
En diciembre de 1876, al quedar su suedo reducido a 24.000 reales, insuficiente para poder vivir, hubo de regresar a España para obtener dinero con sus nuevas obras, que debían competir con las de otros autores, partidarios de una estética diferente a la suya, como es el caso de Ramón Campoamor y sus famosas Doloras, inspiradas por el realismo (por eso siempre lo llamaba burlescamente el «poeta doloroso»). El 20 de enero de 1877 leyó en el Ateneo madrileño fragmentos del canto del Fénix, precisamente dedicado a las nuevas generaciones literarias, y otros de la leyenda del Cid que había compuesto en su estancia italiana y francesa. El 14 de marzo estrenó en el teatro Español el drama religioso Pilatos, cuyos dos primeros actos ya había leído antes en casa del marqués de Dos Hermanas. No obtuvo una buena acogida entre los críticos teatrales del momento, quienes pusieron en evidencia los muchos defectos de la obra. Mucho más éxito consiguió nuestro poeta con las lecturas en el Ateneo, que le permitió hacerlas en otros lugares públicos y privados de Madrid, como en el teatro de Jovellanos y también en las casas de políticos y aristócratas muy conocidos. Todos los textos recitados los reunió, incluidos algunos fragmentos del poema inédito La mexicana y el árabe, en un volumen con el título de Lecturas públicas, editado en el mismo año 1877. En octubre llegó a estrenar la refundición de su Don Juan Tenorio, con música del maestro Nicolás Manent para la zarzuela, pensando en sacar el beneficio económico que reclamaba por la versión original y que nunca consiguió por no haber entonces ninguna ley sobre los derechos de autor. Sin embargo, la refundición no alcanzó el éxito esperado y en ningún momento hizo olvidar el drama refundido. En los últimos meses de 1878 hizo una gira por Valencia para asistir a varias representaciones de sus obras y leer algunos de sus poemas, muchos escritos para la ocasión. A su regreso a Madrid continuó con las lecturas poéticas en el Ateneo, y en el verano del año siguiente estuvo al borde de la pobreza al suprimírsele la pensión que el gobierno le había concedido en 1871 y que, aunque mermada en dos ocasiones, no había dejado de cobrar. Para hacer frente a sus problemas económicos, a partir de octubre de 1879, empezó a publicar en Los Lunes del Imparcial los artículos autobiográficos que tituló Recuerdos del tiempo viejo y que reunió en tres volúmenes entre 1880 y 1882.
A finales de 1880 Zorrilla decidió volver a Barcelona para ocuparse de la dirección de su Don Juan Tenorio que empezaba a representarse en el Teatro Principal. A su llegada a la ciudad condal el 30 de octubre de ese año tuvo una gran acogida tanto por sus colegas como por el público, que esa noche le dedicó una sonora ovación después de la representación de su obra. En enero de 1881 estuvo en Gerona leyendo sus obras en diversos centros e instituciones de la provincia, siempre con gran éxito y despertando entusiasmo entre los asistentes a cada uno de sus actos.
A su regreso a Madrid diversos escritores de la capital iniciaron una campaña para que las Cortes concedieran a nuestro poeta una pensión vitalicia. Mientras esperaba la tan ansiada pensión Zorrilla pasó una temporada en el pueblo de Vidiago (Asturias), donde, en medio de las montañas, compuso El cantar del Romero, publicado en 1886. Es entonces, concretamente el 26 de octubre de ese año, cuando la Academia Española volvió a elegirlo como académico. En diciembre pasó por Santander, donde se reunió con José María Pereda, al que solía llamar el «Walter Scott de la Montaña». De nuevo en Madrid aceptó la invitación del empresario Leonardo Pastor de iniciar una gira por el país, acompañado por el sexteto Elpinio, para leer sus obras a cambio de unos diez o doce mil reales.
Después de la gira, que le ocupó los primeros meses de 1883, descansó en su casa de Barcelona y pasó la vendimia en la masía de su amigo Comasúa, situada entre Montserrat y Manresa. En 1885 viajó a Madrid para leer (¡por fin!) su discurso de ingreso en la Real Academia: el discurso lo había escrito en verso y le contestó el marqués de Vilmar. Desde su nombramiento en junio de 1882 como cronista de Valladolid debía residir unos meses del año en su ciudad natal: si aceptó el nombramiento fue, como le expuso en una carta a su alcalde, con la condición de que no se le obligase a vivir todo el año en su ciudad y de que el ayuntamiento le asignase un lugar donde poder instalar una parte de su biblioteca para ejercer la nueva labor. A partir de la sesión de ingreso en la Academia debía también fijar un lugar de residencia en la capital de España, habitualmente el palacio de Villahermosa, de su amiga la condesa de Guaquí. Aprovechando una de esas estancias en Madrid se ocupó personalmente de la impresión de su libro Gnomos y mujeres (Madrid, 1886), dividido en dos partes: la primera, «Los gnomos de la Alhambra», que consideraba un apéndice de su inconclusa Granada, y la segunda, «Mujeres», en la que incluye, entre otros, una serenata a Leila, recordando su amor parisino, el de Emilia Serrano, del que ya hemos hablado.
El 27 de enero de 1888 Zorrilla leyó en el Ateneo de Madrid fragmentos de su poema Mi última brega, del que el periódico El Imparcial escribía al día siguiente que «marcaba una nueva fase en el genio inmortal del gran poeta vallisoletano» (Alonso Cortés, 868). En sesión del 29 de abril de 1889 el ayuntamiento de Valladolid le retiró la pensión como cronista de la ciudad porque las Cortes habían vuelto a aprobar la pensión nacional. Zorrilla recibió con bastante desagrado la noticia, pero no trascendió el comentario que dedicó a su pueblo natal.
El 16 de junio de 1889 Zorrilla llegó a Granada en tren para asistir a su coronación en el palacio de Carlos V de la ciudad. La idea de la coronación del vallisoletano había partido en enero de ese año del Liceo Artístico de Granada y fue aprobada inmediatamente por su ayuntamiento con absoluta unanimidad entre liberales y conservadores. El acto de la coronación se celebró el 19 de ese mes y tuvo como momento culminante la imposición de la corona con oro del Darro al poeta castellano por parte del duque de Rivas. En los días posteriores Zorrilla participó en las diferentes veladas literarias y musicales organizadas en la ciudad en su honor, aunque en alguna ocasión, por problemas de salud, cada vez más deteriorada, por su avanzada edad, hubo de disculpar su asistencia. En el mes de julio hizo donación al ayuntamiento del autógrafo de «Los gnomos de la Alhambra», y esa misma noche fue nombrado hijo adoptivo de la ciudad. Después de ese último acto en Granada nuestro poeta se dirigió a Córboba para recibir los homenajes e intervenir en los festejos que el Ateneo de la ciudad le había preparado en su Gran Teatro.
De vuelta a Madrid Zorrilla experimentó un mayor deterioro de su salud, acentuado por los esfuerzos realizados durante los actos de su coronación en Granada. El 14 de febrero de ese mismo año hubo de ser intervenido para extraerle un tumor cerebral, que él consideraba herencia de su padre. En las semanas posteriores, en plena convalecencia, la reina le hizo llegar una carta para manifestarle el deseo de su pronta recuperación y para comunicarle la concesión de una pensión nacional de 3.000 pesetas anuales. En 1891 Zorrilla gozó de mejor salud y pudo asistir regularmente a las sesiones de la Academia celebradas entre febrero y junio, pero en el curso siguiente hasta el día de su muerte ya no pudo salir de su casa: en ese tiempo aún tuvo fuerzas para seguir escribiendo y publicando sus poemas en diferentes revistas. A mediados de enero de 1893 empezó a tener ataques de disnea, lo que empeoró gravemente su salud, y el día 23 de ese mes, poco antes de cumplir los setenta y cuatro años, dio ya su alma a Dios. Apenas tuvo noticia del fatal desenlace, la Academia se comprometió con la familia a costear los gastos del entierro de nuestro poeta y a ofrecer su salón de actos para instalar la capilla ardiente. El entierro, celebrado el 25 de enero, transcurrió por las calles céntricas de la capital de España y seguido por más de doscientos mil madrileños.
El Romanticismo no empezó en España en el año 1800 sino que ya había dado señales de vida bastante antes. No es nada nuevo afirmar que José Cadalso, Leandro Fernández Moratín y Meléndez Valdés, por citar a los poetas más importantes del siglo XVIII, adelantaron algunos elementos de la nueva escuela poética, procedente de Alemania e Inglaterra, en su producción lírica. Los primeros poetas románticos ya por antonomasia tampoco pudieron librarse ni liberarse tan fácilmente de la tradición anterior. La transición de una estética a otra no se produjo de golpe sino que necesitó algún tiempo para adaptarse, aceptarse y por tanto consumarse: los más jóvenes de la vieja prepararon ya el camino para la nueva, y los más viejos de la nueva no supieron ni pudieron olvidar completamente la vieja. Es fácil distinguir tres grupos, no generaciones, de poetas románticos que introducen progresivamente la nueva estética en España. Un primer grupo de viejos, nacidos antes de 1800, que iniciaron su carrera literaria como neoclásicos pero que se convirtieron al romanticismo al emigrar a Francia o Inglaterra durante la década ominosa (1823-1833): a este grupo pertenecen Francisco Martínez de la Rosa, Alcalá Galiano, Ángel Saavedra, duque de Rivas, Manuel Bretón de los Herreros, Telesforo Trueba y Cossío, etc. Un segundo grupo, intermedio, de poetas nacidos en la primera década del siglo XIX, que recibieron todavía una formación neoclásica, bajo el magisterio de Alberto Lista, pero que progresivamente evolucionaron hacia la nueva estética movidos fundamentalmente por sus ideas progresistas y liberales: de este grupo son Mariano José de Larra, José de Espronceda, Juan Eugenio Hartzenbusch, Juan Arolas, Patricio de la Escosura, Ventura de la Vega, etc. El tercer grupo de poetas, que nacieron en la década siguiente y que recibieron desde niños una formación menos clásica, acabaron por consolidar el romanticismo en nuestro país: en este grupo cabe incluir, además de a José Zorrilla, a Eugenio Ochoa, a Nicomedes Pastor Díaz, a Antonio García Gutiérrez, a Mariano Roca de Togores, a Enrique Gil y Carrasco, a Salvador Bermúdez de Castro, a Gertrudis Gómez de Avellaneda, a Ramón Campoamor, etc.
En el tercer grupo hubo un poeta, Ramón Campoamor, que se resistió a ser romántico y que cuando lo fue se desmarcó enseguida del movimiento para dar paso a una nueva versión más en consonancia con el positivismo imperante y la nueva escuela del realismo. El asturiano se dio cuenta enseguida de que no podía competir con el estilo poético de Zorrilla y optó por uno nuevo, más sencillo, sin metáforas y símbolos, que acabó triunfando en España y sustituyendo al de la escuela más genuinamente romántica. Campoamor marcó un punto de inflexión en nuestra poesía con la pubicación de sus Doloras (Madrid, 1846), un género poético en el que unió «la ligereza con el sentimiento y la concisión con la importancia filosófica», según explicó en el prólogo al libro. Es ese nuevo estilo el que influyó en la poesía de Gustavo Adolfo Bécquer y Rosalía de Castro, representantes del llamado postromanticismo o romanticismo tardío. Zorrilla, que nunca aceptó ese nuevo estilo poético, solía burlarse de Campoamor y decía que Bécquer no escribía poesía (seguramente por su uso de la rima asonante y de un ritmo menos marcado y retórico).
Los autores del segundo y tercer grupo usaron las revistas (no todas de contenido exclusivamente literario) como plataforma para establecer el nuevo canon poético y reivindicar otros valores literarios. La Revista Española (1832-1836), continuación de las Cartas españolas (1831-1832), las dos fundadas por José María Carnerero, periodista y dramaturgo del primer grupo, fue la revista en la que Larra, en sus artículos sobre literatura, empezó a mencionar a los autores franceses e ingleses que debían elegirse como modelos para crear una poesía diferente a la neoclásica. Es en esa revista donde publicó la reseña de las Poesías (Madrid, 1833) de Francisco Martínez de la Rosa, para recriminarle el cultivo de géneros ya desgastados y anticuados y sugerir los nombres que debían significar un cambio importante en la tradición poética española:
Uno de los géneros a que más lugar ha dado en su turno el señor Martínez de la Rosa ha sido un género desgastado ya; un género en que tanto y tan bueno se ha escrito que es harto difícil sobresalir en él. No es decir esto que sus composiciones ligeras no pueden competir con las de Anacreonte, con las de Gessner, con las de Meléndez; pero la tendencia del siglo es otra: si las sociedades nacientes alimentan su composición con composiciones ligeras, las sociedades gastadas necesitan sensaciones más fuertes. Acaso en esto lleve el poeta ventaja a la sociedad en que vive; acaso las causas de la decadencia de este género no hacen favor a los adelantos de la civilización; pero no por eso es menos cierto que buscamos más bien en el día la importante y profunda inspiración de Lamartine, y hasta la desconsoladora filosofía de Byron, que la ligera y fugitiva impresión de Anacreonte.
En esa misma revista, en un número de 1835, Larra reseñó las Poesías (Madrid, 1834) de Juan Bautista Alonso, para lamentar (en este caso con toda la razón) que el libro no aportaba nada nuevo y que se limitaba a seguir la tradición pastoril de Juan Meléndez Valdés (lo identifica con su nombre pastoril Batilo):
En poesía estamos aún a la altura de los arroyuelos murmuradores, de la tórtola triste, de la palomita de Filis, de Batilo y Menalcas, de las delicias de la vida pastoril, del caramillo y del recental, de la leche y de la miel, y de otras fantasmagorías de este estilo. En nuestra poesía a lo menos no se hallará malicia: todo es pura inocencia.
En otro número de la revista, del 12 de junio del mismo año, sacó, aunque sin la firma de Fígaro, una reseña de las Poesías (Madrid, 1834) de Jacinto de Salas y Quiroga, para encomiar el esfuerzo de imaginación que lleva a cabo su autor pero sin encontrar el estilo sublime de los románticos:
