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"Pónticas"
(
Epistulae ex Ponto o
Cartas desde el
mar Negro) es una obra de Ovidio escrita en cuatro libros en los que ilustra la tristeza y desolación lejos de Roma; es obra que podemos marcar de
poesía elegíaca o
elegía dolorosa.
Esta es especialmente importante para tener conocimiento de Escitia menor (Grecia) en los tiempos del autor. Esta obra es publicada en Tomis (actual Constanta, el 17 a. C.) durante el exilio de Ovidio causado por la publicación de sus libros que incitaban al adulterio, en contra de los ideales del emperador Augusto.
A causa de su enemistad con el emperador Augusto, el poeta Ovidio tuvo que pasar los últimos años de su vida exiliado en Tomos, una pequeña y fría ciudad en los confines del imperio, a orillas del Ponto Euxino, el actual mar Negro. Allí, lejos del alegre bullicio de Roma y rodeado de bárbaros, Ovidio iba languideciendo, por lo que hizo todo lo posible por procurarse el perdón imperial. Sus "Pónticas" fueron, además de una nueva muestra de su genio literario, un último esfuerzo por influir en sus amigos y otros habitantes de la capital para que intercedieran por él ante Augusto. En esta colección de cartas elegíacas impregnadas de melancolía y añoranza, Ovidio insiste en los temas de su anterior obra, "Tristes", con el valor añadido de que estos ruegos cargados de dolor están a veces atenuados por la aceptación del destino y que estilísticamente se adentran con fortuna en la senda de la fusión de dos géneros: el epistolar y el lírico.
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Veröffentlichungsjahr: 2024
PÓNTICAS
LIBRO PRIMERO
EPÍSTOLA I - A BRUTO
II - A MÁXIMO
III - A RUFINO
IV - A SU ESPOSA
V - A MÁXIMO
VI - A GRECINO
VII - A MESALINO
VIII - A SEVERO
IX - A MÁXIMO
X - A FLACCO
LIBRO SEGUNDO
EPÍSTOLA I - A GERMÁNICO CÉSAR
II - A MESALINO
III - A MÁXIMO
IV - A ÁTICO
V - A SALANO
VI - A GRECINO
VII - A ÁTICO
VIII - A MÁXIMO COTA
IX - AL REY COTYS
X - A MACER
XI - A RUFO
LIBRO TERCERO
EPÍSTOLA I - A SU ESPOSA
II - A COTA
III - A FABIO MÁXIMO
IV - A RUFINO
V - A MÁXIMO COTTA
VI - A CIERTO AMIGO
VII - A SUS AMIGOS
VIII - A MÁXIMO
IX - A BRUTO
LIBRO CUARTO
EPÍSTOLA I - A SEXTO POMPEYO
II - A SEVERO
III - A UN AMIGO INCONSTANTE
IV - A SEXTO POMPEYO
V - A SEXTO POMPEYO, CÓNSUL
VI - A BRUTO
VII - A VESTALIS
VIII - A SUILIO
IX - A GRECINO
X - A ALVINOVANO
XI - A GALLIÓN
XII - A TUTÍCANO
XIII - A CARO
XIV - A TUTICANO
XV - A SEXTO POMPEYO
XVI - A UN ENVIDIOSO
NOTAS LIBRO PRIMERO
NOTAS LIBRO SEGUNDO
NOTAS LIBRO TERCERO
NOTAS LIBRO CUARTO
Nasón, antiguo habitante de la tierra de Tomos, te envía esta obra desde el litoral Gético. Si el ocio te lo consiente, ¡oh Bruto!, concede hospitalidad a sus libros extranjeros y dales un asilo en cualquier parte. No se atreven a presentarse en los monumentos públicos por miedo a que el nombre del autor les prohíba la entrada. ¡Ah, cuántas veces exclamé!: «Puesto que no enseñáis nada vergonzoso, marchad; los castos versos tienen acceso en aquel sitio» Sin embargo, no se atreven a tanto; y como tú mismo lo ves, se juzgan más seguros refugiándose bajo un techo privado. Me preguntas que dónde los podrás colocar sin ofensa de nadie. En el sitio de El Arte de amar, que ahora se halla vacío. Sorprendido de la novedad, acaso vuelvas a interrogarme qué motivo los lleva a tu casa. Recíbelos tales como se presentan, pues no tratan del amor. Aunque el título no anuncie temas dolorosos, verás que son tan tristes como aquellos que les han precedido. El fondo es el mismo, con título diferente, y cada epístola indica sin ocultarlo el nombre de aquel a quien se dirige. Esto, sin duda, te desagrada; mas no tienes derecho a prohibírmelo, y el obsequio de mi Musa llega a visitarte contra tu voluntad. Valgan lo que valieren, júntalos con mis obras; nadie impide a los hijos de un desterrado gozar la residencia de Roma sin quebranto de las leyes. Desecha el temor; los escritos de Antonio son leídos, y los del sabio Bruto andan en todas las manos. No estoy tan loco que me equipare a estos ilustres varones; pero jamás empuñé las crueles armas contra los dioses, y tampoco ninguno de mis poemas deja de rendir a César los honores que él mismo no desea que se le tributen.
Si recelas acoger mi persona, acoge las alabanzas de los dioses y recibe mis versos borrando el nombre del autor. El pacífico ramo de oliva nos defiende en los combates, ¿y no ha de servirnos de nada invocar el nombre del pacificador? Cuando Enejas conducía sobre los hombros la carga de su padre, dícese que las mismas llamas abrieron al héroe libre pasaje. Mi libro conduce al nieto de Encas, ¿y no hallará desembarazados los caminos? Augusto es el padre de la patria, Aquiles lo fue sólo de Eneas. ¿Quién será tan audaz que rechace de sus umbrales al egipcio que agita el sistro resonante? Cuando el que empuña el clarín celebra a la madre de los dioses con su retorcido instrumento, ¿quién le negará un pequeño óbolo? Sabemos que el culto de Diana no prescribe las ofrendas; pero al adivino nunca le faltan los medios, de vivir. Los mismos dioses mueven nuestros corazones, y no es vergonzoso obedecer a tal credulidad. Yo, en vez del sistro y la flauta de Frigia, llevo el santo nombre del descendiente de Julo; yo enseño y profetizo: abrid paso al portador de cosas sagradas; no lo exijo por mí, sino por un dios poderoso. Porque sentí la ira del príncipe o por haberla merecido, no vayáis a creer que rechazo la veneración que le debo. Yo he visto sentado ante el fuego de Isis a un sacrílego que confesaba haber ultrajado su numen, y a otro que por delito semejante quedó reducido a la ceguera, le oí gritar en medio de las calles que merecía tal castigo. Los númenes celestes oyen con placer tales confesiones y las miran como testimonios evidentes de su divino poder; y a veces alivia n las penas de los culpables y les vuelven el tesoro de la vista si los creen sinceramente arrepentidos de su culpa. ¡Ah!, yo me arrepiento, si merecen fe las palabras de un desdichado; yo me arrepiento, y el recuerdo de mi falta constituye mi suplicio. El dolor de mi delito es más grande que el de mi destierro, y menos doloroso sufrir la condena que haberla merecido.
Aunque me favorezcan los dioses, y entre ellos el más visible a los ojos de los mortales, tal vez me libren de la pena, nunca del remordimiento de mi culpa. Cuando me llegue la última hora pondrá término a mi destierro; pero la muerte no borrará la mancha de mi pecado. Nada tiene de extraño que mi alma, transida de dolor, se derrita como el agua en que se deshace la nieve. Como la oculta carcoma roe la madera de la vieja nave; como las salobres olas socavan los peñascos opuestos a su furor, y la áspera herrumbre desgasta el hierro abandonado, y como la polilla devora las páginas del libro que se guarda, así mi pecho se consume en honda tristeza que nunca tendrá fin. Antes me abandonará la vida que estos remordimientos, y mi dolor acabará después del que lo padece. Si los dioses árbitros de la humana suerte dan crédito a mis palabras, tal vez me juzguen digno de algún consuelo y me trasladen a lugar donde me vea seguro de los arcos de los Escitas; cometería una imprudencia si llevase más lejos mis súplicas.
Máximo, digno del nombre ilustre que enalteces, igualando con la nobleza del ánimo tu linaje esclarecido; tú, que no hubieses visto la luz si el día en que cayeron los trescientos Fabios no perdonara a uno de ellos, acaso me preguntes de dónde viene esta epístola, y quieras saber quién te la dirige. ¡Ay de mí!, ¿qué haré? Recelo que leyendo mi nombre te disgustes y leas el resto con displicencia. Si alguien viera esta epístola, ¿me atreveré a confesar que yo te la he escrito y que he vertido lágrimas sobre mi propio infortunio? Que la vea; me atreveré a confesar que la escribí para darte cuenta del modo que expío mi culpa. Declaro que me hice reo de más duro castigo; pero ya no podría sufrirlo más riguroso. Vivo.
Rodeado de enemigos y en medio de los peligros, como si al perder la patria hubiese perdido mi tranquilidad. Estas gentes, a fin de causar heridas doblemente mortales, mojan todos sus dardos en la hiel de las víboras, y provistos con ellos, cabalgan los jinetes ante nuestros muros espantados, a la manera que el lobo da vueltas en torno del redil. Una vez que tienden el arco, con el nervio de un caballo por cuerda, ésta permanece tirante sin aflojarse jamás, Las casas se ven erizadas de flechas cual un campamento, y los sólidos cerrojos de las puertas apenas, resisten el empuje de las armas. Añádase el aspecto del país, sin árboles ni verdor, donde el invierno sucede inmediato al invierno transcurrido, y ya es el cuarto que me fatiga luchando contra el frío, las saetas y la crueldad del destino. Mis lágrimas sólo cesan cuando pierdo el sentido, y caigo en tal postración, que se asemeja a la muerte. ¡Dichosa Níobe, que al ver la muerte de sus hijos perdió el sentimiento de su dolor, convirtiéndose en una roca, y vosotras también felices las que al clamar por Faetón os visteis de pronto convertidas en álamos, y desgraciado de mí que no consigo transformarme en árbol y pretendo en vano convertirme en roca! Aunque la misma Medusa se ofreciese de súbito a mis ojos, la misma Medusa sería incapaz de petrificarme. Vivo condenado a sentir sin descanso la amargura de mi situación, y la lentitud de las horas agrava mis penas. Así las destrozadas entrañas de Ticio vuelven a renacer y no perecen jamás, para que sufra eternamente. Cuando me rindo al sueño, descanso y general medicina de cuitas, confiado en que la noche me libre de dolores incesantes, los sueños me aterran reproduciéndome desgracias verdaderas, y los sentidos vigilan y se gozan en atormentarme. Ya me figuro que hurto el cuerpo a las flechas de los Sármatas, o que entrego al hierro duro las cautivas manos; y si me engaña la imagen de un sueño delicioso, contemplo mi casa de Roma abandonada, donde charlo largamente con vosotros, amigos que tanto me estimáis, o con la esposa querida de mi corazón, y apenas he saboreado un placer fugitivo e imaginario, la dicha momentánea viene a recrudecer mis males presentes; y ya el día ilumine esta miserable cabeza, ya galope en los caballos de la noche que trae las heladas, mi pecho, quebrantado por incesantes golpes, se deshace como la cera reciente se liquida al contacto del fuego.
A veces llamo a la muerte, y al mismo tiempo le suplico que me perdone por no dejar mis restos sepultados en el suelo de los Sármatas. Cuando pienso en la inagotable clemencia de Augusto, creo que podría dar a los náufragos playas menos salvajes; pero cuando pienso en la tenacidad del destino que me persigue, caigo en el abatimiento, y mis leves esperanzas se desvanecen, vencidas por el temor. Sin embargo, no espero ni solicito otra merced que vivir desgraciado, mudando el lugar de mi destierro. 0 nada vales, o esto es lo único que tu amistad pudiera solicitar en mi favor sin compromiso de tu crédito. Máximo, gloria de la elocuencia romana, toma a tu cargo el patrimonio de mi difícil causa; es mala, lo confieso, pero tu defensa la hará buena. Pronuncia algunas palabras de piedad en pro del mísero desterrado. César ignora, aunque un dios todo lo sabe, qué vida paso en estos remotos confines del mundo. La carga abrumadora del Imperio descansa sobre sus hombres, y todavía el peso es menor que la grandeza de su ánimo celestial. No tiene tiempo de inquirir en qué región está situada Tomos, ciudad apenas conocida de los Getas, sus vecinos, o lo que hacen los Sármatas, los crueles Jacigas, y la tierra Táurica, tan cara a la Diana de Orestes, y esos otros pueblos que apenas el invierno hiela la corriente del Íster lanzan sus corceles por la endurecida superficie del río.
La mayoría de sus habitantes ni se cuidan de ti, poderosa Roma, ni temen las armas del guerrero de Ausonia; sus arcos, sus aljabas llenas de flechas, y sus caballos, que resisten las más largas caminatas, son los fiadores de su audacia; han aprendido a soportar largo tiempo el hambre y la sed, y saben que el enemigo que les acose no encontrará en sus tierras ningún manantial. La cólera de un dios clemente no me hubiera desterrado a estas regiones a serle mejor conocidas. No se goza en que opriman los enemigos ni a mí ni a ningún otro romano, y menos a mí, a quien acordó la gracia de la vida. Pudo y no quiso perderme con un signo de rigor; ¿hay necesidad de que los Getas se conjuren en mi ruina? No encontró nada en mis actos que mereciese la muerte, y hoy puede hallarse menos irritado conmigo que ayer.
Aun entonces hizo sólo aquello a que le obligó mi culpa, y acaso su indignación fuese más templada de lo que yo merecía. Hagan los dioses, de todos los cuales es el más benigno, que en el orbe no nazca alma de la grandeza de César; que el fardo de los públicos negocios repose años y años sobre sus hombros, y pase luego a las manos de sus descendientes. Y tú, en presencia de juez tan poco riguroso, como ya he tenido ocasión de experimentarlo, alza la voz que ha de secar mis lágrimas; no le ruegues que yo viva bien, sino mal y seguro, y que mi destierro se halle lejos de tan cruel enemigo para que la vida que me concedieron los propios dioses no me sea arrebatada por el desnudo acero de un Geta repulsivo; y, en fin, que después de muerto, mis despojos yazgan en lugar más pacífico y no se sientan oprimidos por la tierra de Escitia; que el casco del caballo tracio no profane mis cenizas mal inhumadas, como suelen quedar las de un desterrado; y si tras la muerte nos queda algo de sentido, que la sombra de un Sármata nunca venga a espantar mis Manes.
Oyendo estos ruegos pudiera conmoverse el ánimo de César, sobre todo, Máximo, si movían antes el tuyo. Esa voz, que tantas veces ha sido la salvación de los reos atribulados, te suplico que se esfuerce por ganar en mi defensa los oídos de César, deslizando en el pecho del que ha de igualar a los dioses la dulce persuasión que mana de tu docta lengua. No vas a rogar a Teromedón, el crudo Atreo, ni al que ofrecía cuerpos humanos como pasto a sus caballos, sino a un príncipe lento en castigar y pronto en el premio, que se apena viéndose obligado al empleo de la severidad, que vence en todas las empresas y sabe perdonar a los vencidos, que ha cerrado por siempre las puertas de la discordia civil, que reprime los delitos muchas veces por el miedo del castigo, Pocas por el castigo mismo, y raras veces, y a su pesar, lanza el rayo de su mano. Así, pues, te encargo defender mi causa ante príncipe tan indulgente; impetra que señale el lugar de mi destierro más cerca de la patria.
Yo soy aquel buen amigo que en los días de fiesta solías sentar a la mesa entre tus comensales; yo soy el que celebró tu himeneo a la luz de las antorchas, cantando versos dignos de tu fausto enlace. Recuerdo que solías ensalzar mis libros, excepto aquellos que perdieron a su autor, y que te dignabas alguna vez leerme los tuyos, que oía con admiración. Soy aquel a quien disteis una esposa de vuestra familia. Marcia la considera, la ama desde su tierna infancia, y siempre la ha contado en el número de sus amigas. Antes mereció igual distinción de una tía de César: mujer apreciada por tales personas, es virtuosa de veras; alabada por ellas, la misma Claudia, superior a su reputación, no hubiese necesitado la ayuda divina. Yo asimismo viví sin tacha los primeros años; sólo los últimos reclaman el olvido. No quiero abogar por mí, mas os importa el cuidado de mi esposa, y no podéis rehusarlo sin eclipsar vuestro honor. Vedla, recurre a vosotros, se abraza a vuestras aras; todos acuden con razón a los dioses que reverencian, y llorando os piden que ablandéis al César con vuestras preces, para que descansen más cerca de ella las cenizas de su esposo.
Rufino, tu amigo Nasón, si un desgraciado puede serlo de alguien, te saluda en la epístola que te envía. Los últimos consuelos que de ti recibió mi alma abatida, alientan la esperanza del remedio de mis males. Como el héroe hijo de Peán sintió calmarse dolor de su herida gracias al saber de Macaón en el arte médica, así yo, presa del abatimiento y víctima de herida más grave, comencé a fortalecerme con tus consejos, y cuando ya desesperaba del todo, tus palabras me restituyeron la salud, como un vino fortificante restaura el pulso desfallecido. Pero la fuerza de tu elocuencia no ha sido tan arrebatadora que haya sanado radicalmente mi dolencia, Por mucho que agotes el abismo de mis hondas tristezas, no conseguirás que su número disminuya. Acaso después de mucho tiempo, la cicatriz llegue a cerrarse: las heridas recientes se irritan contra la mano que se dispone a su curación. No siempre depende del médico el alivio del enfermo; el mal es a veces más fuerte que los recursos de la ciencia. ¿Ves cómo la sangre, que arroja un pulmón deshecho conduce por camino seguro a las riberas de la Estigia? Aunque el mismo Dios de Epidauro venga con sus hierbas sagradas, no dará ningún remedio a las penas del corazón. La Medicina no sabe curar los dolores de la gota, y es incapaz de salvar al hidrófobo; en ocasiones la tristeza repele todos los esfuerzos del arte, o si es curable, confía en el transcurso del tiempo. Cuando tus preceptos fortalecían mi espíritu decaído, que se pertrechó con las armas que le ofrecía tu noble aliento, de nuevo el amor de la patria, más poderoso que todas tus razones, deshizo en un instante el efecto de tus escritos, y ya me llames piadoso, ya débil como una mujer, te confieso que mi corazón se enternece demasiado en la des-ventura. Nadie pone en duda la sabiduría del rey de Ítaca, cedió, sin embargo, al ardiente deseo de ver el humo de sus patrios hogares. No sé qué hechizo tiene la tierra natal, que nos encadena e impide que la olvidemos jamás. ¿Qué pueblo más hermoso que Roma, y cuál país más aborrecible que las riberas de Escitia? Pues bien: el bárbaro huye de aquella ciudad, por correr a esta su tierra. Aunque a la hija de Pandión le vaya bien en su jaula, desea a todas horas volver a la selva. Los toros van tras los pastos de los montes que les son conocidos; los leones a pesar de su fiereza se esconden en sus antros, ¿y tú confías endulzar con palabras consoladoras el tormento del destierro que me llena de angustia? Haced, amigos míos, que yo no os ame tanto, y será menos intenso el dolor de haberos perdido.