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Quienes hayan construido un vínculo que haya permanecido en el tiempo, un vínculo que haya soportado, en el sentido más positivo de la palabra, saben que hay que atravesar determinados conflictos. Quienes hayan compartido un tiempo suficiente con otro donde la ilusión, la proyección y el amor marcaron el camino, saben que el final del amor es el desmoronamiento. Como un rompecabezas que se desarma y convierte en un montón de piezas mal recortadas. Las personas solemos tolerar mal lo incierto, no podemos ver el rompecabezas roto, necesitamos enmarcar rápidamente los sucesos de nuestras vidas, acallar el dolor y sacar conclusiones. Por amor les habla a todas aquellas personas que se sienten solas, frustradas, decepcionadas o dolidas y, a la vez, resisten al cinismo con la fe de quienes entienden que, en definitiva, las alegrías y los dolores tienen algún sentido si son compartidos. Este libro no toma el atajo de la solución fácil, aunque costosa, del sálvese quien pueda del individualismo. Este libro habla de todas las dificultades actuales de sostenerse en vínculo, no para salir huyendo ni demonizar al otro, sino para retomar una pregunta central de estos tiempos atravesados por la deconstrucción del amor romántico y patriarcal: ¿cómo se construye un vínculo? ¿Por qué pasamos de soportarlo todo a no soportar nada?
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Seitenzahl: 219
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Quienes hayan construido un vínculo que haya permanecido en el tiempo, un vínculo que haya soportado, en el sentido más positivo de la palabra, saben que hay que atravesar determinados conflictos. Quienes hayan compartido un tiempo suficiente con otro donde la ilusión, la proyección y el amor marcaron el camino, saben que el final del amor es el desmoronamiento. Como un rompecabezas que se desarma y convierte en un montón de piezas mal recortadas. Las personas solemos tolerar mal lo incierto, no podemos ver el rompecabezas roto, necesitamos enmarcar rápidamente los sucesos de nuestras vidas, acallar el dolor y sacar conclusiones.
Por amor les habla a todas aquellas personas que se sienten solas, frustradas, decepcionadas o dolidas y, a la vez, resisten al cinismo con la fe de quienes entienden que, en definitiva, las alegrías y los dolores tienen algún sentido si son compartidos.
Este libro no toma el atajo de la solución fácil, aunque costosa, del sálvese quien pueda del individualismo. Este libro habla de todas las dificultades actuales de sostenerse en vínculo, no para salir huyendo ni demonizar al otro, sino para retomar una pregunta central de estos tiempos atravesados por la deconstrucción del amor romántico y patriarcal: ¿cómo se construye un vínculo? ¿Por qué pasamos de soportarlo todo a no soportar nada?
ALALEH NEJAFIAN nació en 1984 en la ciudad de Teherán, Irán. Es licenciada en Psicología y se formó en la orientación psicoanalítica vincular con adultos y parejas. También se ha formado en diversas técnicas de abordaje corporal buscando explorar problemáticas que inciden en el cuerpo y la salud, como el dolor crónico, la ansiedad, la depresión, entre otros padecimientos. Actualmente, se dedica a la actividad clínica en su consultorio particular, y facilita talleres y supervisiones.
Por amor. Por qué pasamos de soportarlo todo a no soportar nada es su primer libro.
@alalehnejafian
Fotografía de la autora: Alejandra López
A Lara, por la potencia de su dulzura.
La primera vida es aquella en la que mirar de frente la propia muerte se evita.
La segunda vida, en cambio, es aquella que se abre debido a que comencé a plantear mi muerte como cumplimiento.
Porque a partir de allí se define una segunda etapa por vivir.
François Jullien
Conocí el trabajo de Alaleh de la mejor forma posible, a través de mi amiga Jara, que me recomendó su cuenta en redes sociales. De Jara me fio todo porque tenemos la fortuna de construir juntos un espacio en el que poder seguir pensando, un pequeño lugar alejado de lo que hacemos o decimos que hacemos, un tiempo de intuición compartido, un planeta, diría: una suerte. He de reconocer que estoy algo saturado de internet, de tanta información, tanto dogma, tanto consejo, tanta forma correcta (e incorrecta) de actuar, tanta venta, eso que nos genera tanta ansiedad, pero esto, de pronto, es algo distinto. Acaricio con la yema del dedo la pantalla y ahí está el pensamiento de Alaleh, blanco sobre fondo negro, afilado susurro de navaja cerca de la oreja. De pronto, el misterio sin imposición, la extrañeza conocida.
No me gusta el término hallazgo porque remite a algo profundamente individual. Parece que eres tú la persona que descubre, y, al descubrir, validas la existencia. Parece que antes de ti no hubo nada, o lo que había no era relevante hasta que llegaste, que creas algo porque decides detener tu importante mirada, un botín, un tesoro; pero sí me gusta hablar de desvelar de manera colectiva. De eso que sucede en toda buena conversación, que tiene que ver más con no saber e ir sabiendo a la vez, que con vomitar una serie de conceptos para hacerte el inteligente. Tiene más que ver con hacer un hueco conjunto con las manos y llenarse las uñas de tierra, que con visitar un museo admirando obras bajo el cartel de “prohibido tocar”. Escribir, si no es una invitación a los demás, es tan solo un acto mórbido de narcisismo. Alaleh, sin embargo, toca el portero del edificio de nuestra casa y nos pregunta si queremos bajar a jugar. ¿Quién podría rechazar esta posibilidad?
Escribir un libro sobre el amor es fracasar inevitablemente, porque, al nombrarlo, el amor se esfuma. Por eso, lo único que podemos hacer con el amor, además de hacerlo, es sumergirnos en él. Es hablarlo con la boca llena, mientras masticamos, mientras vivimos, haciendo mucho ruido, como de fiesta; pero también es hablarlo en silencio, con voz muda para escuchar, como de duelo. El amor no lo va a explicar nadie, tampoco la ciencia —y menos mal que hay algo que esta no puede explicar—, porque el amor es una decisión fuera de la lógica, es el salvoconducto del país de la razón, es aquello que cascabelea cuando ya no estamos, es siempre una elección. Al elegir amar, elijo hacer la vida más simple a quienes no son como yo, elijo proporcionar un refugio ante lo complejo de los días —que es mucho—, elijo que mi presencia sea una certeza de libertad y cuidado. En una existencia incierta en la que lo único seguro es la muerte, sobre la que no queremos pensar, lo único que podemos proporcionar al resto de verdad es nuestro amor. Es la única seguridad que podemos ofrecer. No sé qué pasará, no puedo prometerte que no acabará todo mañana, los continentes, las estrellas, estas clavículas o el riego de mis ojos, pero sí puedo asumir el riesgo a vincularme una y otra vez. Incluso puedo quererte después del amor.
La cuestión es cómo estamos amando. Para mí, este libro, estas palabras, lo que hacen es retirar “lo que debería ser”, para asomarnos al abismo de lo que “es”. No es el camino más fácil. El atajo sería darte una receta, unas (falsas) instrucciones y recibir los agradecimientos por ser la persona que salva, que guía, que alumbra, pero como he dicho, aquí hemos venido a jugar. Lo complicado es siempre, qué duda cabe, el otro. Lo difícil es no aniquilar al otro, es no usarlo como una excusa para sacar brillo a nuestras identidades inmaculadas, es sostener el conflicto de que el otro aparezca, porque sin el otro no hay nada. Existe, sin embargo, una tendencia a hacer ver que el otro no nos hace falta, que es un estorbo, que solo aparece para cumplir el papel del malo, porque el mal siempre está más allá de mis confines. Jamás hemos sido el otro, jamás lo volveremos a hacer y ahora solo nos queda señalar su toxicidad, su comportamiento reprobable, para quedar liberados de toda responsabilidad. No hay nadie que se crea esto, pero contribuimos una y otra vez a esta mentira, que se convierte en un pantano sobre el que edificamos los edificios de nuestra bondad. Este modo de vida es, sin duda, lo contrario al amor, porque el amor requiere del movimiento de la compasión. No de esa compasión que tiene que ver con la condescendencia o la pena, esa que tantas veces usa quien ostenta el poder para humanizarse. La compasión no tiene que ver con el perdón: tiene que ver con convocar al otro. Tiene que ver con salirse del relato individualista para comprender la narración de lo estructural, tiene que ver con creer que podemos cambiar, que somos el producto de lo que nos hicieron. Apelar a esta compasión supone sostener el conflicto de que el otro esté; pero es que, si no está, no hay nada, tan solo mi idea asolando la realidad. Nos convertimos de esta manera en ideas que dinamitan la distancia, que imposibilitan la representación, lo metafórico, que caen en la cárcel del lenguaje, en la asfixia de la literalidad. Si solo queremos a nuestros mismos, ya no hay mundo.
Hay un precioso verso de Paul Celan que dice: “El mundo ha partido, yo debo cargarte”. Sí, el mundo hace tiempo que se ha ido y que nos ha dejado en este archipiélago huérfano, rodeados por las orillas de lo nuestro. Al partir, solo nos quedan las personas, cargar con los demás y que carguen con nosotros cuando nos haga falta. Y, sin embargo, parece que ya nadie quiere cargar con nadie, los demás se convierten en un problema, que si no aportan deben apartar, en una exigencia bursátil de los afectos: si no da beneficios, fuera. “El mundo ha partido, yo debo cargarte” es una llamada de responsabilidad ante el desamparo, es una forma más de hablar de los cuidados, porque no hay vínculo sin cuidado. No he de soportar el abuso y he de poner límites, pero si solo pongo límites, jamás podré habitar la vulnerabilidad necesaria para entregarme, para dar, para el baile.
Tienes que leer este libro, te va encantar. El encantamiento es aquello que es capaz de conservar el asombro infantil en nuestros días. Leerlo e interiorizarlo, claro, porque este libro es el paisaje de una niña hecha mujer que tuvo que volar para conseguir la libertad de su madre, este libro es la pregunta al miedo sentido a que otros manipulen tu interior sin que puedas moverte, en ese terror mortecino de estar a disposición de los demás sin que pueda ser escuchada tu voluntad, es una mano tendida, un puente, es el darte cuenta, es la firme convicción política de que hacerlo mejor pasará siempre por hacerlo común.
Caigo prendido.
Caeremos
prendidas, y al hacerlo, amaremos,
y al amar,
haremos la revolución.
Quienes hayan construido un vínculo que haya permanecido en el tiempo, un vínculo que haya soportado, en el sentido más positivo de la palabra, saben que hay que atravesar determinados conflictos. Quienes hayan compartido un tiempo suficiente con otro donde la ilusión, la proyección y el amor marcaron el camino, saben que el final del amor es el desmoronamiento. Como un rompecabezas que se desarma y convierte en un montón de piezas mal recortadas. Las personas solemos tolerar mal lo incierto, no podemos ver el rompecabezas roto, necesitamos enmarcar rápidamente los sucesos de nuestras vidas, acallar el dolor y sacar conclusiones.
La separación es una regresión absoluta no solo a un estado de vulnerabilidad sino a la historia, la prehistoria de cada uno. Nos remite sin escalas, aunque no seamos conscientes, a las separaciones más primarias; acaso la separación de nuestro cuerpo con el cuerpo materno o la pérdida de la posición de hijo único, tal vez. Que no haya funcionado, que dos ya no se amen, que haya habido traiciones o dolores insuperables, sea como sea, la separación nos deja sin piso, sostenidos por un hilo invisible a punto de romperse. Nos convertimos en equilibristas y luchamos por no caer en la desesperación. Todavía es más cruda la separación de un vínculo que se haya constituido como una fusión, donde probablemente el desamparo y el desgarro sean mayores. ¿Cómo evitar fusionarse en un mundo tan solitario y hostil cuando aparece alguien en el horizonte con la promesa de hogar y pertenencia? Sí, el lector está en lo correcto, tal promesa escasea en estos tiempos, tal vez no más sea la esperanza de salir un ratito de las aplicaciones de citas.
Lo que el duelo por un vínculo trae es la pérdida de un mundo que hemos sabido, mal o bien, fabricarnos. Hay mucho que desmantelar cuando se ha compartido parte de la vida y toca deshacer aquello que nos dio un sentido de pertenencia, una rutina, un dialogo común, una serie de complicidades. Hay que dejar morir una parte de nosotros mismos y luchar en duelo para no melancolizarse ni abrazarse con excesivas ganas a lo que no fue o lo que no pudo ser. Desarmar y desmontar aquel mundo que nos ha albergado por un tiempo es una tarea para valientes, que se lanzan a un mercado que, saben, es agresivo. Escribí mercado y no por error, porque el amor no ha podido escapar a las garras del neoliberalismo y hemos hecho de él otro un producto de consumo.
Para las mujeres de mi familia, probablemente la aspiración era el matrimonio y la maternidad, que un hombre las eligiera y las legitimara dándoles el lugar de la mujer de la familia. Yo nací en Irán, mis padres emigraron a la Argentina dejando atrás la Revolución Islámica cuando tenía apenas casi cuatro años, lo suficiente para no recordar nada, lo suficiente para que los hechos se sellen en el cuerpo y la memoria. Mis padres se separaron durante la crisis de 2001, crisis que lo expulsó a él de regreso a Irán a buscar la insulina que en la Argentina faltaba. Años más tarde, con 18 años, viaje a Karaj para convencer a mi padre y a toda la familia, incluso la de ella, de que lo conveniente era otorgarle a mi madre el divorcio. No era una tarea elegida, pero la situación me resultaba tan violenta que fue imposible no interceder: una mujer dice no y eso debería ser suficiente.
Sentada en el banquillo de los acusados, intenté explicar por qué era derecho de una mujer poner fin al matrimonio. Era una reunión multitudinaria y estaban presentes todos mis primos y primas, a los cuales se les pidió, con disimulo, que se retiraran; no fuera que mi actitud fuese contagiosa. Era la oveja negra del linaje. Enseguida comprendí que, para ellos, representaba el desvío, aquello que había que enderezar para no torcer el camino. Mis palabras molestaban, había que corregirme lo antes posible. Desde su perspectiva, romper la pareja era romper la familia, pero nosotros ya estábamos rotos. Me hervía la sangre, la escena era absurda; la mayoría de esas personas hubiera firmado el divorcio con los ojos cerrados si hubiera podido. El problema es que, para que una mujer pueda divorciarse o, al menos tenga la fantasía, debe tener acceso a una serie de recursos que le permitan decidir sobre su vida. Muchos años después, cuando yo decidí divorciarme, los cuestionamientos tampoco faltaron, porque el divorcio después del martirio estaba permitido, pero el divorcio por elección y deseo era un delirio.
En uno u otro continente, para muchas mujeres, el precio de perseguir el propio deseo es el enjuiciamiento de sus conductas o, directamente, la exclusión. ¿Quién quiere ser excluido? Es una fantasía lo suficientemente amenazante para quedarse perteneciendo a cualquier costo. ¿Quién quiere empezar de cero? ¿Quién quiere desgarrarse para volver a nacer? Pero hoy ya no funciona de esa manera cuando la libertad como valor es tan importante que se lucha por conseguirla. Hoy comprendemos que la pertenencia a los vínculos afectivos no puede ser a cambio de la renuncia al propio deseo. Hoy entendemos que nuestra identidad también está hecha de aquellos lugares a los cuales no queremos pertenecer. Que la vida adulta es una deconstrucción respecto de lo inculcado, reconocer y quitarse de encima, uno a uno, mandatos heredados pero no elegidos para tener una vida más consecuente con lo que nos pulsa. Entonces, hay lugares que se abandonan para no abandonarse a una misma, aunque esa decisión nos lance posteriormente a estar a la deriva, sin saber dónde colocarnos en ese entramado que tironea en sentido contrario.
Cuando mis padres llegaron a la Argentina, lo primero que hicieron en el hotel de la calle Florida fue prender la tele, y en la pantalla aparecieron Olmedo y Porcel. Cuando sos extranjero, hay una triste sensación de soledad y falta de pertenencia y entendimiento sobre las reglas y los códigos propios de cada cultura. Es ser sapo de otro pozo, pero el pozo está muy lejos. Un migrante está hecho de esa mixtura: no pertenece ni a aquí ni allá; en el exterior de la sociedad, habita el margen y trata de entender. Se le pregunta una y otra vez de dónde es y qué hace acá. Estar y ser extranjero es perder el continente, la lengua materna, las referencias más cercanas. En la pantalla del televisor, aparecen cuerpos femeninos semidesnudos y mi padre se apresura a apagarlo mientras nos pide que cerremos los ojos y él los abre todo lo que puede para absorber la imagen. De repente, lo que estaba sancionado en una parte del mundo, en el extremo sur no amerita debate ni escándalo. Ese, tal vez, fue el primer contacto con la idea de que mucho de lo que pensamos, defendemos y vivimos como la normalidad es una construcción social. Y, sobre todo, la comprensión de que existen muchas maneras de amar, vivir y sufrir.
Como soy la tercera de tres hijos, para ser justa, mi crianza fue permisiva, con unos padres más cansados y menos alarmados por las libertades y las diferencias. Sin embargo, cuando di mi primer beso y, ese día, llegué tarde a casa, mi mamá me dio un buen cachetazo. Lo hizo porque estaba asustada, porque para mi madre y todas las mujeres de mi linaje, el contacto con los hombres era un riesgo y el placer no era una posibilidad. Lo que hoy llamamos consentimiento no estaba ni siquiera en un horizonte posible. Abuelas y madres esperaban que sus hijas y nietas se involucraran, lo antes que se pueda, con un hombre que las cuidara y protegiera o, al menos, rezaban para que así fuera. ¿Quién podría juzgarlas? Ellas sabían que lo peor que podía pasarle a una mujer es pertenecer a ese rango de mujeres que todavía no son de nadie, entonces son de todos, que son señaladas como quienes tienen una falla y no son elegidas. Por eso hay que ubicarlas pronto, para que alguien las sostenga económicamente y, también, las proteja.
Escribo siendo consciente de mi lugar de privilegio como mujer de clase media, que vive en Latinoamérica y cuenta con los recursos necesarios para intentar torcer el destino hacia donde desea. Las mujeres de mi familia han tenido matrimonios arreglados que recibieron la autorización y bendición de ambas familias. Tan solo dos generaciones atrás, el matrimonio significaba la unión entre dos familias que se asociaban buscando beneficio mutuo y proteger el capital. Las candidatas para casarse hacían caso a lo que los referentes de la familia consideraban lo más acertado para su futuro y el de todos. No había posibilidad de oponerse, sino tan solo de recibir, sin voz ni voto, la dote a cambio de una.
Casarse por amor es una novedad histórica bastante reciente. Soy la primera generación en mi familia que decide con quién casarse, cuándo tener hijos y qué profesión estudiar. Cuando me casé, lo hice con un varón judío de Villa Crespo, comerciante, no ortodoxo, hincha de River y, por supuesto, soy la primera en no pedirle permiso a nadie y renunciar a los cuestionables beneficios de una dote. Los murmullos al respecto quedaron en el Once o en Teherán, pero no nos condicionaron la vida, y, de la diferencia, hicimos una unión. Tuvimos la suerte de que su abuelo Moisés y mi abuela Nosrat ya estaban cansados; la vida les había demostrado que es lo suficientemente dura como para agregarle más problemas. Sobre todo, a mi abuela, que la institución matrimonial poco la había amparado y entendía que matrimonio no era sinónimo de amor. A ella se lo ocultamos por un tiempo, hasta mi siguiente viaje a Irán, en el que me pareció importante, sobre todo para mí y mi pareja, decírselo. En su cocina, rodeadas del aroma de su arroz persa y su ghormeh sabzi, quitó la vista del fuego y me dijo: “Alaleh, a nosotras nos fue pésimo. Veamos qué hacés vos”. ¿Solo eso va a decirme?, pensé yo.
Durante muchos años, en mi interior, viví enojada y peleada con las mujeres de mi familia; pretendía que me mostraran el camino, me contaran algún secreto que habilitara el deseo femenino en alguna dirección. Las veía maniobrar con el único poder que se les había dado, el de por atrás, el de los afectos, trayendo y llevando, interviniendo sin que se note; el poder de la administración de sus casas, moviendo hilos invisibles, tratando de manera solapada de ejercer algún efecto en sus vidas. Muchas veces, competitivas entre ellas, reactivas o enemistadas, tejiendo cuentos de buenas y malas, santas y brujas, a la orden del día con la agenda doméstica y en detalles que nadie valoraba. Las veía en matrimonio o en pareja, pero absolutamente solas y cansadas. Sin poder enojarse, decir que no alguna vez; comprensivas siempre, silenciadas, viviendo la vida a través de otros, infantilizando a sus varones, convirtiéndose en intérpretes emocionales de toda una familia, ultra trabajadoras, pero para otros. Yo quería verlas despertar, hacerse cargo de sus vidas, para heredar un camino más allanado y con menos dificultades. Pero lo que ellas habían podido hacer estaba en relación directa con las posibilidades sociales, políticas y económicas de su realidad histórica. No me enorgullece, colocada en mi lugar de privilegio, era lo suficientemente ignorante, patriarcal también, para mirar a las mujeres de mi linaje desde la hipercrítica y la exigencia, creyendo que lo que les pedía era sencillo, una elección o una cuestión de actitud. Como si cambiar el mundo en el que vivimos dependiera solo de una y la capacidad de “pensar distinto”, como si las fuerzas del patriarcado no operaran desde nuestra más temprana inserción en el mundo para coartar las opciones y decisiones que nos figuramos posibles.
El patriarcado no necesita ponerte un arma en la cabeza para nada, se cuela en la educación y los modos en que nos relacionamos de manera solapada y silenciosa. Como un subtexto que subyace a nuestros actos, nos limita y condena a una sumisión que incluso puede que desconozcamos. Lo cierto es que mi camino trazaba un quiebre entre generaciones y partía de una herencia de sufrimientos y dolores que debían honrarse. Que yo haya podido elegir y seguir mi propio deseo, es gracias a que pude mirar con profundo respeto y amor la herencia recibida. Miramos nuestro árbol genealógico para reconocer viejos patrones, dolores, pérdidas y sacrificios. Solo en la medida en que nos reconocemos parte del legado familiar, podemos introducir la novedad y evolucionar, sin negar el origen ni apartarnos con arrogancia. Este tipo de cambio implica una transformación transgeneracional.
Ellas no podían decirme qué es el amor, ¿acaso alguien podría? Y, sin embargo, sus experiencias son testimonios de lo que el amor no es: ni obligación ni violencia. El amor no ignora tus dolores. En nombre del amor no pueden coartarse libertades ni derechos. En nombre del amor no se puede exigir el sacrificio total, pedir tanto y no dar nada a cambio. Y lo más importante, una vida sin deseo es una vida ausente y apagada.
La mayoría de nosotras, incluso las que vivimos en sociedades que alcanzaron grandes conquistas para la mujer, miramos hacia atrás, y las vidas y elecciones de nuestros ancestros y ancestras no nos producen deseo, más bien queremos la legitimidad propia. Ya no es únicamente el matrimonio ni la pareja, tampoco los hijos lo que le da sentido y trascendencia a la vida. Yo quise calzarme ese vestido, el de esposa y madre dedicada, pero me quedó demasiado incómodo. Casi que me sentí travestida, viviendo una vida que no me pertenecía. Quise imitar algún modelo y apelé a todo lo cliché posible. Desorientada, como si hubiera abierto de par en par esas revistas donde las personas muestran sus casas y familias, con esmero y torpeza adopté las posiciones más incómodas e impostadas. Hay un problema serio cuando una persona se mira al espejo y no se encuentra; aún peor, cuando lo que ve le produce vergüenza. Si no se examina este problema, el precio de vivir una vida de paso es la depresión, el resentimiento, la envidia o la melancolía. Nadie puede ser feliz viviendo la vida de otro ni nadie puede ser feliz sin atravesar, al menos un instante, el infierno.
Hacer como si, aparentar, intentar mirar hacia otra dirección cuando algo está roto, solo empeora las cosas. Querer anestesiarse ante el dolor conlleva el riesgo de terminar no sintiendo nada y no sentir es una tragedia. Entonces hubo una época en la que no dormía por la noche y quienes no dormimos en la noche conocemos todos los peligros, habitamos el propio borde y, más tarde, amanecemos en la orilla con el cuerpo golpeado. El dolor que desborda encuentra un camino posible en el cuerpo y nos recuerda que estamos vivos, pide que acerquemos la mirada hacia nosotros mismos. Del dolor no podemos dudar, es verdadero. El dolor es pista, es sustrato fértil, es punzante e incómodo, condición de la vida afectada. El dolor puede llevarnos a desplazamientos significativos, a parir nuevas formas de vida. Ahí donde parece que no hay nada, entre la muerte y nosotros está el deseo. Entre nosotros y el deseo, el terror. A ese infierno hay que descender, el del deseo, para descubrir quién se es hoy. Esa odisea vale la pena porque el deseo, aun en su fracaso, pone en marcha la vida y le otorga sentido.
Tal vez más tarde de lo que hubiera querido, no quedé muy lejos de todas esas mujeres que comenzaron a preguntarse por sus posiciones y roles en la familia y en la pareja. Somos de nuestro momento histórico, entonces soy de esa generación de mujeres a las cuales el “muchas gracias por lo que sos y lo que nos das” no les alcanzó. Soy de esa generación de mujeres que comenzaron a incomodar, señaladas de enojonas, a las cuales nunca se les consultó por su dolor, sino que se les pidió que se calmaran. Soy de esa generación de mujeres que esperaron toparse con varones que pensaran acerca de su masculinidad y descubrieron que el poder y la comodidad no se ceden tan fácilmente. También soy de esa generación de mujeres que por soltar mandatos y encontrarle el gustito al empoderamiento, hasta entonces reservado al hombre, pagaron un costo a cambio en el mercado devaluado del amor. Perdí la cuenta de las veces en las que un hombre señaló la amenaza que sentía al imaginar mis ingresos, el miedo que podía causarle pensar que podía ser más inteligente que él o que la sonrisa se desdibujara al compartir mis logros profesionales o económicos. Para la mayoría está bien que seamos iguales, pero no tanto.
La vida siempre va en constante movimiento y cambio. El matrimonio como institución pretende, en cambio, conservarse igual para toda la vida. Solo algo que quiere permanecer fijo, está destinado a ser prisión más que refugio, al fracaso más que al amor. Es muy complejo coquetear con el feminismo sin cuestionarnos, el feminismo no se puede elegir por un rato o cuando convenga. Es muy difícil ser feminista y estar en un matrimonio donde no hay espacio para tu expansión, sin poder hacer uso del tiempo, en el que “gracias por tu soporte y ayuda, pero nada de lo que hay estará bajo tu nombre”.