¡Por fin es jueves! - Pedro Gomes - E-Book

¡Por fin es jueves! E-Book

Pedro Gomes

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Beschreibung

Descubre las 8 razones por las que conviene trabajar 4 días. Las semanas laborales de cinco días serán sustituidas en las economías más desarrolladas por semanas laborales de cuatro días. Esta es la provocativa tesis que el economista Pedro Gomes plantea en este convincente libro. Apoyándose en diversas teorías económicas, en la historia y en los datos, el autor sostiene que una semana laboral de cuatro días generará una poderosa renovación económica en beneficio de toda la sociedad. Su aplicación generalizada estimulará la demanda, la productividad, la innovación y los salarios al tiempo que reducirá el desempleo. Una idea que encuentra además apoyos tanto en la izquierda como en la derecha, a pesar de la polarización de nuestras sociedades. Hace cien años trabajar «solo» cinco días a la semana parecía algo irrealizable. En el siglo XX, las empresas comenzaron a dar a los trabajadores un segundo día libre, percatándose de que un fin de semana sin tener que trabajar era positivo para la economía. En los años venideros, el jueves será el equivalente a los viernes de hoy en día, un cambio que se introducirá gradual e irreversiblemente y que, además de beneficiar a la economía, mejorará el bienestar de las personas. Un libro oportuno de un autor de referencia sobre un tema hoy candente: la conveniencia de reducir el tiempo que destinamos al trabajo. Apoyado en las teorías de varios grandes economistas de referencia.

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PEDRO GOMES

¡POR FIN ES JUEVES!

Por qué la semana laboral de 4 días impulsará la economía y mejorará nuestra vida

Traducción de Ricardo García Herrero

Título original inglés: Friday is the New Saturday.

© del texto: Pedro Gomes, 2021.

© de la traducción: Ricardo García Herrero, 2024.

Diseño de la cubierta: Compañía.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2024.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: marzo de 2024.

ref: obdo289

isbn: 978-84-1132-695-7

aura digit • composición digital

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

A mi padre, por enseñarme a pensar.

A mi madre, por enseñarme a hacer.

A mi hermana, por inspirarme para escribir.

CONTENIDO

Introducción: Una idea para marcar el curso de la historia

PRIMERA PARTE: Para entender la semana laboral de cuatro días

1. La historia se repite

2. Cantando una vieja canción

3. ¿Qué es la semana laboral de cuatro días?

4. ¿Cómo formular la propuesta?

SEGUNDA PARTE: Las ocho razones

5. La primera razón: porque es posible (Keynes)

6. La segunda razón: porque impulsará la economía a través de la demanda en las industrias del ocio (Keynes)

7. La tercera razón: porque aumentará la productividad (Schumpeter)

8. La cuarta razón: porque impulsará la innovación (Schumpeter)

9. El reparto del trabajo: un argumento poco consistente (Marx)

10. La quinta razón: porque reducirá el desempleo tecnológico (Marx)

11. La sexta razón: porque aumentará los salarios y reducirá la desigualdad (Marx)

12. La séptima razón: porque dará a la gente más libertad para elegir cómo emplear su tiempo (Hayek)

13. La octava razón: porque reconciliará a una sociedad polarizada (Hayek)

TERCERA PARTE: Hacerlo realidad

14. Un protocolo de ajuste

15. La semana laboral de cuatro días en el sector público

16. Cambio de marcha

17. Elinor

Conclusión: Un puente

Epílogo: Un acto de fe

Referencias bibliográficas

Agradecimientos

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Dedicatoria

Índice

Comenzar a leer

Bibliografía

Agradecimientos

introducciónUna idea para marcar el curso de la historia

Las ideas marcan el curso de la historia.

john maynard keynes

Quizá le sorprenda saber que la economía tiene muchos puntos en común con la religión y el amor, pero así es. No se pueden encontrar mejores motivadores del comportamiento humano: todos ellos aportan felicidad y sientan las bases del bienestar, pero también pueden cegar, crear discordia y justificar acciones perjudiciales. Del mismo modo que muchas de las acciones que se acometen en nombre de la religión no se hacen por Dios, y que muchas obras que se hacen en nombre del amor no se hacen por amor, hay un montón de cosas que se llevan a cabo en nombre de la economía y que, en realidad, no se hacen por la economía.

Este libro trata sobre una propuesta que se ha dejado de lado en nombre de la economía, pero que supondría una poderosa renovación económica si llegara a promulgarse: la semana laboral de cuatro días. Desde el año 2018 la idea ha despertado un gran interés. Primero surgió como una novedosa práctica de gestión implementada por algunas empresas extravagantes. Pronto le siguieron artículos en publicaciones respetables como The Guardian, The Economist, Financial Times y The New York Times. Al mismo tiempo, la idea fue recogida por algunos grupos de opinión progresistas como la New Economics Foundation y Autonomy. Posteriormente se incluyó en el manifiesto del Partido Laborista del Reino Unido de cara a las elecciones generales de 2019, y, durante la pandemia de coronavirus de 2020, Jacinda Ardern, entonces primera ministra de Nueva Zelanda, habló de ella como una posible forma de reactivar la economía de su país. Desde entonces, más empresas se están subiendo al carro y se multiplican los ensayos en todo el mundo. Aun así, la propuesta suscita no poco escepticismo y se la considera una fantasía propia de la izquierda radical o se la tacha de inviable. Al fin y al cabo, si siempre hemos trabajado cinco días a la semana, ¿por qué íbamos a cambiar?

El propósito de este libro es romper semejante narrativa y explicar los argumentos económicos —numerosos y convincentes— a favor de la semana laboral de cuatro días. Son ideas que proceden tanto de la izquierda como de la derecha del espectro ideológico, porque lo cierto es que no hay ninguna teoría económica que se oponga. Además, su aplicación sería mucho más sencilla de lo que imaginamos. Y tendríamos que hacerlo por la economía, no a pesar de ella.

Este libro se divide en tres partes. La primera explica que, aunque la semana laboral de cuatro días parece una idea reciente, no lo es. Ya hubo una propuesta seria en Estados Unidos en el año 1970 llamada 4/40 (es decir, cuatro días y cuarenta horas de trabajo a la semana) que fue adoptada por varias empresas. La historia también se repite en sus críticas. La mayoría de los argumentos actuales contra esta semana laboral reducida fueron ya debatidos en Estados Unidos entre 1908 (cuando las empresas empezaron a pasar de una semana laboral de seis días a una de cinco) y 1940 (cuando la semana laboral de cinco días fue adoptada en todo el país).

Mi concepción de una semana laboral de cuatro días va mucho más allá de la práctica de gestión benevolente al estilo 4/40 que ha dominado los titulares en los últimos tiempos. La propuesta que hago tiene miras más amplias: que se implemente una legislación válida para toda la economía, una normativa que reduciría la semana laboral regular a cuatro días de manera coordinada, de lunes a jueves. Todas las actividades económicas realizadas durante la semana de trabajo se organizarían en esas cuatro jornadas, y todas las actividades económicas realizadas durante el fin de semana funcionarían de viernes a domingo, de ahí mi grito de guerra: «El viernes es el nuevo sábado» o «Por fin es jueves».

Los acuerdos en torno a una flexibilización del trabajo (impulsados por los trabajadores) y las prácticas de gestión que los apoyan (aplicadas por las empresas) tienen muchos méritos, y varios de mis argumentos son aplicables a la hora de defenderlos. Sin embargo, como veremos, tales acuerdos tienen menos fuerza que una semana laboral de cuatro días aplicada mediante modificaciones legislativas. Solo de este modo se podrán obtener todos los beneficios económicos que la reducción de la semana laboral puede reportar a la sociedad.

La segunda parte del libro expone ocho argumentos económicos a favor de la semana laboral de cuatro días. ¿Por qué deberíamos apoyarla?

Porque es posible.

Porque impulsará la economía por medio de una mayor demanda en las industrias del ocio.

Porque aumentará la productividad.

Porque potenciará la innovación.

Porque reducirá el desempleo tecnológico.

Porque favorecerá un aumento de los salarios y reducirá la desigualdad.

Porque dará a la gente más libertad para elegir qué hacer con su tiempo.

Porque reconciliará a una sociedad polarizada.

A la hora de explicar los fundamentos económicos de cada uno de estos argumentos, he recurrido a la ayuda de cuatro de los economistas más influyentes de la historia: John Maynard Keynes, Joseph Schumpeter, Karl Marx y Friedrich Hayek. Veré la economía a través de sus ojos. Estos cuatro economistas políticos vivieron en épocas diferentes y tenían puntos de vista divergentes sobre cómo resolver los problemas a los que se enfrentaban las sociedades. Sin embargo, aunque se les considera portadores de ideologías opuestas, tienen mucho en común. Creo que todos ellos, si vivieran hoy en día, apoyarían incondicionalmente la idea de la semana laboral de cuatro días como un paso adelante de valor inestimable en el objetivo de mejorar la sociedad. Como dijo Winston Churchill: «Si pones a dos economistas en una habitación, obtendrás dos opiniones diferentes; a menos que uno de ellos sea lord Keynes, en cuyo caso obtendrás siempre tres opiniones completamente distintas». No espero que todos mis argumentos convenzan a todo el mundo, pero confío en que algunos den en el clavo.

Mis ocho argumentos resultarán más o menos persuasivos en función de las preferencias ideológicas de cada cual, pero todos se basan en un razonamiento económico sólido y se apoyan en los datos. En última instancia, el núcleo de cada argumentación está relacionado con lo que la gente haría con su día libre extra. Podrían descansar más, lo que aumentaría su eficacia durante sus cuatro días de trabajo. Podrían disfrutar de actividades de ocio que impliquen gasto, lo que estimularía el consumo. Podrían decidir trabajar, con lo que estarían ejerciendo su libertad individual. Podrían aprovechar el día para reciclarse y adquirir nuevas competencias que les ayuden a cambiar a una ocupación más gratificante o prometedora. O podrían dedicar su tiempo a su pasión y crear las innovaciones del futuro. No pretendo saber qué haría la gente, pero, cualquiera que fuera su elección, contribuiría a la mejora económica. En palabras del premio nobel de Economía James Tobin, «todo acto relacionado con el ocio implica una compensación económica para alguien».

Hay quienes creen que cinco es el número ideal de días de trabajo a la semana, pero no se preguntan por qué ese número no ha cambiado en ochenta años cuando casi todo lo demás sí lo ha hecho: la velocidad a la que nos comunicamos, los tipos de trabajo que realizamos, la tecnología de que disponemos, el número de años que estudiamos, la estructura de nuestras familias, el papel de la mujer en la sociedad, la duración de nuestras vidas o la naturaleza de nuestras interacciones sociales. No se lo preguntan por la misma razón que llevaba a sus bisabuelos a creer en los seis días laborables semanales como el número ideal: porque era lo que había. Este es el único argumento creíble contra la semana de cuatro días: el hecho de que cambiar los hábitos y las instituciones nunca es fácil. El cambio resulta disruptor, y la adaptación a una nueva forma de organizar la sociedad, costosa. Pero la pandemia de coronavirus ha debilitado tal argumento: buscamos una nueva normalidad, y queremos que esta sea mejor que la anterior. Ello nos ofrece una oportunidad sin precedentes, porque el mundo —trabajadores, empresas y gobernantes— está abierto a nuevas formas de organizar la economía.

La última parte de este volumen analiza los detalles prácticos de la implantación de la semana laboral de cuatro días, tanto en el sector privado como en el público, y sus implicaciones para el medio ambiente y el PIB, así como de cara a la igualdad entre hombres y mujeres. La transición a la semana reducida podría hacerse mucho más fácilmente de lo que pueda pensarse. En el caso de que se esté preguntando usted si todo el mundo querrá aceptar un recorte salarial del 20 % por trabajar un día menos, la respuesta es no. La inmensa mayoría de los trabajadores no sufriría ningún recorte salarial. ¿Demasiado bonito para ser verdad? ¿Algún tipo de brujería económica? Les aseguro que ni lo uno ni lo otro. Existen diferentes mecanismos de adaptación posibles que protegerán los salarios, como aumentos en la productividad, ajustes de las horas trabajadas en los cuatro días restantes, reducciones de los beneficios sobredimensionados, aumentos de precios, subvenciones y, lo más importante, tiempo. Un periodo de transición de aproximadamente cinco años entre el anuncio de la semana laboral de cuatro días y su aplicación daría a los trabajadores, las empresas y la Administración el tiempo suficiente para prepararse, conteniendo el crecimiento salarial durante este periodo para evitar recortes cuando se produzca la aplicación.

La semana laboral de cuatro días es una idea susceptible de ser acogida por todo el espectro político y su aplicación está condicionada por las diferentes ideologías. Resulta inevitable que los ajustes impuestos sean diferentes en Estados Unidos o en Francia, porque los ciudadanos estadounidenses y franceses albergan opiniones diferentes sobre los derechos de los trabajadores y sobre la importancia de la iniciativa empresarial. Además, dentro de un mismo país, las diferentes industrias, profesiones y empresas podrían aplicar diversas combinaciones de estas opciones. En esas negociaciones participarían distintas partes interesadas, como sindicatos, asociaciones industriales y de consumidores, y también la Administración.

En sus primeras fases, la implantación de una semana laboral de cuatro días resultará disruptora. No apartemos la vista de la recompensa final. Su implementación implicará un salto de calidad en nuestra civilización que es deseable tanto para la economía como para el beneficio de las personas. Liberará a la humanidad, impulsará nuestra productividad e innovación y nos dará la libertad de prosperar.

Permítame terminar esta introducción con un aviso legal en relación con tres defectos personales. En primer lugar, soy economista. Por tanto, me encanta enseñar e investigar sobre economía, y no encuentro nada más cautivador que estudiar los modelos teóricos de la ciencia económica para aprender sobre la complejidad de las personas y sus interacciones en la sociedad, o aplicar métodos estadísticos a un nuevo conjunto de datos para descubrir hechos hasta entonces desconocidos. ¿Cómo cambia el comportamiento de las personas según los diferentes incentivos? ¿Cómo mejoramos las sociedades al aplicar las políticas adecuadas, o las perjudicamos si son equivocadas? La economía es una ciencia increíblemente útil, a pesar de sus defectos. En su reivindicación de una semana laboral de cuatro días, este libro es también una historia de algunas de las mejores ideas que he aprendido de los economistas más grandes, y de cómo pueden combinarse para demostrar que, lejos de ser una propuesta extremista, la semana laboral de cuatro días constituiría un gran logro de la ciencia económica.

El segundo defecto personal tiene que ver con mi ideología. Ser de izquierdas o de derechas no es más que una elección de cómo queremos ver el mundo. Y, sin embargo, gran parte del debate ideológico actual tiene menos nivel que las trifulcas entre seguidores de equipos deportivos rivales: eliges un bando y te aferras a él como a un clavo ardiendo, lo que implica odiar a tu oponente por encima de todo. Yo prefiero formarme mis propias opiniones buscando la solución más adecuada a un problema, venga de donde venga. Como cualquier economista, creo en el poder del libre mercado para coordinar las acciones de las personas con el fin de lograr el mejor uso posible de unos recursos escasos. Esto es del primer cuatrimestre de Fundamentos de la Economía, lo que se enseña a los estudiantes universitarios de primer curso. Pero, además, como cualquier buen economista, sé que los mercados no consiguen el mejor uso posible de los recursos cuando las empresas no compiten entre sí, cuando no todos los agentes económicos poseen la misma información o cuando las empresas contaminan demasiado y no pagan por las consecuencias. Los mercados libres también fallan en la producción de bienes públicos tales como parques o carreteras, y son incapaces de hacer cumplir la ley. Al menos en estos casos, el gobierno tiene un papel que desempeñar. Enseñamos esto a los estudiantes de segundo y tercer curso de Economía, pero, a medida que los modelos se hacen más complejos, hay menos estudiantes que asimilen su esencia. En un mundo cada vez más polarizado, este libro trata de aunar diferentes ideologías en un intento por salvar un sistema económico que ha traído prosperidad durante los últimos ochenta años, pero que está fallando. Esa, como verán, es una de las bellezas de la semana de cuatro días.

Mi tercer defecto personal es que no me disculparé por los otros dos. En este libro voy a servirme de la economía para reflexionar sobre el mundo, y me basaré en diferentes concepciones de la teoría económica, en la historia y también en los datos. No esperen un libro ideológico: no haré una glorificación ciega del libre mercado ni una crítica implacable del capitalismo (por cierto, no le costará encontrar un montón de libros que hacen justamente eso).

Hace veinte años, mientras estudiaba la licenciatura de Economía en mi Portugal natal, la idea de la semana laboral de cuatro días arraigó en mi cerebro cuando leí Ensayos de persuasión, una recopilación de algunos de los trabajos de John Maynard Keynes. En uno de los artículos, «Las posibilidades económicas de nuestros nietos», publicado en 1930, Keynes predecía que, cien años después, la gente trabajaría quince horas semanales. Ya sabemos que él hizo algunas predicciones bastante acertadas a lo largo de su carrera, pero seguramente la semana de quince horas no será una de ellas.

La lógica de Keynes se basaba en la idea de que la tecnología seguiría mejorando tan rápido como lo llevaba haciendo desde el inicio de la revolución industrial en el siglo xviii, y que la gente compartiría las ganancias de productividad consumiendo más y trabajando menos. Creía que podríamos permitirnos trabajar menos y además que querríamos trabajar menos. La primera parte de su argumento era correcta: entre 1929 y 2000 el nivel de vida en Occidente, medido en PIB real per cápita, aumentó entre cuatro y seis veces. Sin embargo, la segunda parte de su propuesta era errónea: en el mismo periodo, las horas trabajadas por semana cayeron de cuarenta y siete a una media de cuarenta y dos para los hombres, y a treinta y nueve en el caso de las mujeres. Las sociedades han optado por seguir trabajando, aunque siempre podemos cambiar de opinión. Este libro es mi intento de cambiar la suya.

primera partePARA ENTENDER LA SEMANA LABORAL DE CUATRO DÍAS

1la historia se repite

El progreso nace de la invención técnica, así que siempre le estaremos agradecidos al descubridor del fuego, al inventor de la dinamo eléctrica y a quien mejoró la salsa holandesa. Pero también se han producido inventos sociales de una gran trascendencia. De hecho, a medida que la sociedad se vuelve más próspera, estos pueden llegar a tener cada vez más importancia. Sin el lenguaje seguiríamos viviendo en las cavernas, y toda nuestra admiración para el genio desconocido que descubrió que, para solucionar las disputas sobre quién va primero, bastaba con lanzar una moneda al aire. La semana de cuatro días es precisamente un invento social de este tipo.

paul samuelson, en su prólogo a 4 Days, 40 Hours (1970)

Paul Samuelson recibió el Premio Nobel de Economía en el año 1970. El comité que otorgaba el galardón declaró que «más que ningún otro economista contemporáneo, Samuelson ha contribuido a elevar el nivel analítico y metodológico general de la ciencia económica. Pura y simplemente, él ha reescrito partes considerables de la teoría económica».

Estadounidense de origen polaco, Samuelson se doctoró en Harvard y desarrolló su larga y distinguida carrera en el Massachusetts Institute of Technology (MIT), tan larga como para escribir las necrológicas de todos los demás economistas importantes del siglo xx. Considerado con razón el padre de la economía moderna, desarrolló tantos temas diferentes dentro de este campo que hasta al Comité Nobel le resultó imposible seleccionar su contribución más importante. Influyó en la manera que tienen los economistas de entender la toma de decisiones por parte de los consumidores, el bienestar de una economía, el funcionamiento de los mercados financieros, el papel de los gobiernos en la provisión de bienes públicos, los ganadores y perdedores del comercio internacional y cómo percibimos la economía en tanto que proceso dinámico.

Samuelson desempeñó un papel fundamental en el aumento del uso de las matemáticas en la ciencia económica. Consideraba que las matemáticas eran el único lenguaje que podía utilizarse para contar historias coherentes desde un punto de vista lógico y para expresar razonamientos, y llegó a personificar el intento de la economía de distinguirse de otras ciencias sociales, aproximándose, por el contrario, al rigor de la física y las demás ciencias exactas. De esta manera, la adopción de las matemáticas se convirtió en el rasgo definitorio de la economía moderna: los artículos que antes tenían muchas palabras y pocas ecuaciones ahora tienen muchas ecuaciones y pocas palabras. Y, para bien o para mal, gracias a Samuelson los economistas, gentes orgullosas de su intelecto, son ahora famosos por su ego hiperdesarrollado, despreciados por otros científicos sociales por el hecho de simplificar en exceso una realidad compleja, objeto de burla por los científicos naturales debido a los supuestos poco realistas de los que parten, e ignorados por todos los demás debido a que su ciencia parece impenetrable.

Samuelson es muy admirado en la actualidad por su capacidad para unificar puntos de vista opuestos. En sus propias palabras, era un «centrista aburrido». Su libro de texto Fundamentos del análisis económico ha vendido más de cuatro millones de ejemplares en todo el mundo y ha formado a generaciones de economistas. La obra incorpora las dos ramas principales de la economía: la microeconomía, que estudia el comportamiento de actores individuales, como consumidores, empresas o mercados específicos; y la macroeconomía, que estudia el conjunto de la economía de un país o región: cómo interactúan todas las empresas, todos los hogares y el Gobierno. Una rama estudia un solo árbol, mientras que la otra estudia el bosque entero. Ambas se encuentran entrelazadas, pero, mientras que la microeconomía tiene un enfoque de abajo arriba, el de la macroeconomía es de arriba abajo. Debido al complejo resultado de la interacción entre tantos actores, la macroeconomía tiende a ser más controvertida y suele ser más dogmática. En su libro de texto, Samuelson combinó dos visiones opuestas de la macroeconomía. Estaba la economía clásica, paradigma dominante hasta la Gran Depresión de la década de 1930, que se centraba en la capacidad de las empresas para producir bienes e ignoraba el papel del gasto por parte de los consumidores. Por el contrario, los keynesianos, que creían que las recesiones estaban causadas por un gasto insuficiente. Su enfoque fue adoptado para hacer frente a los niveles persistentemente altos de desempleo que resultaron de la Gran Depresión. La combinación de estos puntos de vista opuestos, ahora conocida como síntesis neoclásica, refleja la capacidad unificadora de Samuelson.

En 1970, Samuelson escribió el prólogo de 4 Days, 40 Hours. El libro, una recopilación de artículos de científicos sociales y expertos en gestión que editó Riva Poor (por aquel entonces estudiante de la Sloan School of Management del MIT), analizaba una práctica de gestión novedosa y prometedora implantada en aquel momento en más de treinta empresas: una semana laboral de cuatro días y cuarenta horas, sin reducción salarial para los trabajadores. El libro abordaba la semana laboral de cuatro días desde un ángulo microeconómico. En él se relata cómo las empresas que aplicaron la 4/40 experimentaron un incremento de la productividad y una reducción de los costes; un aumento de la felicidad, la moral y la satisfacción laboral de los trabajadores, y una reducción de la rotación del personal y del absentismo. Describía cómo reaccionaban los empleados al cambio y qué hacían con su día extra de fin de semana, por ejemplo descansar, pasar tiempo con la familia, viajar, practicar aficiones o deportes, leer más, seguir estudiando o aceptar un trabajo a tiempo parcial.

Samuelson, en el año en que fue reconocido como el padre de la economía moderna, no solo respaldó la semana de cuatro días, sino que llegó a calificarla de «invención social de alcance transcendental». Argumentó que ofrecía nuevas posibilidades en un campo en el que la gente disponía de pocas opciones —qué hacer con su tiempo— y que incluso tal vez cambiase la estructura de la familia, al equilibrar la división del trabajo entre marido y mujer. A pesar de todo, aunque el economista más brillante de su época apoyó sin reparos la idea, la semana laboral de cuatro días no cuajó.

En 1981, una década más tarde, vio la luz otro libro sobre la semana laboral de cuatro días: A Shorter Workweek in the 1980s [Una semana laboral más corta en la década de 1980]. El autor, William McGaughey, se describe a sí mismo como «filósofo, narrador de historias, terrateniente, economista laboral, historiador del mundo, candidato político, arrestado y padre de familia». Su libro abordaba la semana laboral de cuatro días desde un enfoque macroeconómico, como una receta política, y defendía la semana laboral más corta como solución para el desempleo por el método para compartir el trabajo. También intentaba contrarrestar las objeciones más serias a esa semana reducida, a saber, que agravaría la inflación (el coco económico de la época) al generar un aumento de los costes de las empresas, o que la gente podría optar por aumentar sus ingresos trabajando más tiempo, en lugar de dedicarse al ocio.

McGaughey escribió un segundo libro sobre el tema en 1989, Nonfinancial Economics: The Case for Shorter Hours of Work [Economía no financiera: El caso de las horas de trabajo más cortas]. Esta vez contó con un peso pesado como coautor, el senador demócrata Eugene McCarthy, quien fue profesor de Economía antes de emprender su carrera política, miembro de la Cámara de Representantes durante diez años y posteriormente senador desde 1959. Además, era un inconformista. Contra todo pronóstico, se enfrentó a Lyndon Johnson por la candidatura demócrata en las elecciones presidenciales de 1968, y consiguió dar nuevos bríos al movimiento contra la guerra de Vietnam. Tras unas primarias muy reñidas, Johnson anunció que no se presentaría a la reelección y Robert Kennedy entró en la carrera. McCarthy y Kennedy ganaron cada uno varias primarias antes de que Robert fuera asesinado. La Convención Nacional Demócrata de ese año, marcada por la violencia, eligió al vicepresidente Hubert Humphrey como candidato. McCarthy aspiró a la presidencia otras cuatro veces, pero nunca consiguió el mismo impulso. En 2005, el semanario británico The Economist publicaba en su obituario: «Irlandés hasta la médula, audaz, de humor burlón, solitario empedernido, con un sentido de la transcendencia de las cosas superiores y todo ello expresado siempre con la elegancia profesoral de un hombre que una vez fue descrito como “Tomás de Aquino con traje”».

En su primer mandato como senador, McCarthy presidió un Comité Especial sobre Desempleo que fue creado para analizar las implicaciones de la automatización. Entre las diversas opciones para hacer frente al desplazamiento de trabajadores por causa de las tecnologías que ahorraban mano de obra, el informe del comité señalaba que podría ser necesario reconsiderar la opción de ajustar la jornada laboral en caso de que el desempleo siguiera siendo elevado. Muchas de estas ideas se repitieron en el libro que coescribió y que fue publicado unos treinta años después, el cual reciclaba igualmente varios capítulos del original de McGaughey. Aquella obra sostenía que la semana laboral de cuatro días era la estrategia adecuada para hacer frente a la creciente automatización y a la expansión de tecnologías que implicaban un ahorro de mano de obra. Su argumento filosófico más profundo era que, en la economía, numerosos empleos son el resultado de un puro despilfarro. Este derroche ha adoptado formas muy diversas, desde la excesiva regulación gubernamental hasta la producción de bienes que solo podían venderse mediante una importante publicidad o exportándose a bajo precio a países extranjeros; desde el consumo manifiesto de productos que no necesitamos hasta las guerras, que eran el despilfarro definitivo. La economía tenía demasiada grasa, y la reducción de la semana laboral la adelgazaría.

El senador McCarthy no es el único político de alto nivel que ha apoyado la semana laboral de cuatro días. Tras el caos de las primarias demócratas de 1968, el vicepresidente Hubert Humphrey perdió contra Richard Nixon. Esto podría haber sido una buena noticia para la semana de cuatro días, ya que el propio Nixon, mientras era vicepresidente en 1956, había previsto en un «futuro no muy lejano una semana laboral de cuatro días» y una «vida familiar más plena para todos los estadounidenses». Sin embargo, cuando Nixon llegó a presidente había cambiado de opinión. Así que no es de extrañar lo que McCarthy diría más tarde de Nixon: «es el tipo de persona que, si te estuvieras ahogando a seis metros de la orilla, te lanzaría una cuerda de cinco metros».

Tras unas décadas en el olvido, la semana laboral de cuatro días hizo su reaparición. En 2018, Robert Grosse, profesor de Administración de Empresas en la Universidad Estatal de Arizona y expresidente de la Academy of International Business, escribió The Four-Day Workweek [La semana laboral de cuatro días]. Su libro es una versión moderna de 4 Days, 40 Hours en la que, en lugar de proponer una reordenación de las cuarenta horas a lo largo de cuatro días, propone una reducción a treinta y dos horas de trabajo. Grosse reafirma el vínculo entre la reducción de la jornada laboral y el aumento de la productividad. También analiza la implementación de la semana de cuatro días y la disyuntiva entre el aumento de la productividad y la reducción salarial. De enfoque académico y repleto de estadísticas, su libro reconoce un posible papel de las Administraciones públicas a la hora de ofrecer incentivos a los trabajadores y las empresas que pasen a una semana de cuatro días, pero en general adopta un punto de vista microeconómico: está dirigido a «directivos y líderes con visión de futuro».

En 2020 se publicó otro libro sobre el tema, The 4 Day Week [La semana de cuatro días], también escrito desde un punto de vista microeconómico, aunque teñido de un matiz personal. El autor, Andrew Barnes, es el consejero delegado de Perpetual Guardian, la mayor empresa de planificación patrimonial en Nueva Zelanda, con 100.000 millones de libras en activos y 240 empleados. En 2018 implantó en la firma lo que denominó «la regla 100-80-100». Los trabajadores recibían su salario íntegro y trabajaban el 80 % del tiempo a condición de que entregaran la producción acordada. Y así lo hicieron. En la actualidad, Barnes viaja por todo el mundo explicando que «la semana laboral de cinco días es una construcción del siglo xix que no sirve para el siglo xxi». No implantó la semana laboral de cuatro días por caridad o buscando un cambio de vida radical después de alguna experiencia cercana a la muerte, no; es un hombre de negocios y lo hizo para obtener beneficios.

Estos cinco libros demuestran los dos enfoques que podemos darle a la semana laboral de cuatro días y la diversidad de actores que podrían liderar esa revolución. Los libros de Poor, Grosse y Barnes —que adoptan el punto de vista microeconómico, de abajo arriba— describen los beneficios de la reducción de la jornada laboral para las empresas y los trabajadores. Implícitamente están asumiendo que son los trabajadores y las empresas quienes tienen que liderar la revolución, y que todo lo que quieran será proporcionado por el mercado. Los libros de McGaughey y McCarthy presentan una perspectiva macroeconómica, de arriba abajo. Pasan lista a los beneficios que la semana laboral de cuatro días generará a la sociedad y no esperan que los mercados se conviertan a ella de manera espontánea. Por contra, sostienen que son los Gobiernos quienes deben liderar la revolución por medio de nuevas legislaciones.

Por tanto, crece la visibilidad de la semana laboral de cuatro días: cada vez es mayor el número de empresas que, con resultados asombrosos, la están aplicando; hay más políticos que la apoyan, y los sindicatos también la respaldan. Eso sin contar con diferentes think tanks. ¿Se impondrá algún día?

Hay motivos para el optimismo, pero conviene recordar que las empresas llevan tiempo experimentando con ella y que, durante al menos cincuenta años, numerosos economistas y políticos serios la han defendido. Por tanto, a quienes dudan de las bondades de esta semana reducida, les bastará con señalar los intentos fallidos del pasado y descartar la idea como una fantasía impracticable. Si no funcionó antes, ¿por qué debería funcionar ahora?

Para entender por qué la semana laboral de cuatro días no ha despegado antes, tenemos que ser capaces de mirar más allá de la propaganda y aprender por qué los numerosos argumentos a su favor han conseguido convencer apenas a una pequeña minoría. ¿Qué podemos aprender de la historia para encontrar, ya embarcados en el siglo xxi, mejores argumentos a favor de la semana laboral de cuatro días?

2cantando una vieja canción

El mayor problema no es que la gente acepte las nuevas ideas, sino que olvide las viejas.

john maynard keynes

El trabajo de cinco días de cada siete no es algo escrito en nuestros genes, ni en las Escrituras ni en las estrellas. La semana laboral es una construcción económica, social y política. Hasta principios del siglo xx, los occidentales trabajaban seis días a la semana y descansaban los domingos. Fue en 1908 cuando algunas empresas estadounidenses de pequeño tamaño implantaron una práctica revolucionaria: la semana laboral de cinco días. En 1922, la National Association of Manufacturers (Asociación Nacional de Fabricantes) publicó un folleto titulado ¿Se va a universalizar la semana de cinco días? No. Daban ocho razones en contra de tan radical propuesta:

Haría aumentar enormemente el coste de la vida.

Provocaría que los salarios subieran más de un 15 % y disminuyera la producción.

Sería poco práctico para todas las industrias.

Ayudaría a paliar un descenso de las ventas a corto plazo, aunque la mejora sería solo temporal.

Crearía un ansia de lujos adicionales con que ocupar el nuevo tiempo libre.

Supondría una tendencia hacia el pan y circo. Fue lo que pasó en Roma y Roma murió.

Iría en contra de los intereses de quienes quieren trabajar y progresar.

Nos haría más vulnerables a las embestidas económicas de Europa, que ahora está realizando un gran esfuerzo para sobrepasar la ventaja que les llevamos.

Las objeciones actuales a la semana laboral de cuatro días no son más que repeticiones de estos mismos argumentos. Pueden agruparse en cuatro categorías: económicas, operativas, éticas y comparativas. El primer y segundo tipo de razones son de índole económica. Erróneas al adoptar una visión estática de la economía y de la relación entre trabajadores y empresas, suponen que ninguna otra variable evolucionará en respuesta a la semana laboral de cuatro días; los trabajadores no cambiarán la energía que dedican a la producción, los directivos no cambiarán sus prácticas y los consumidores no cambiarán su demanda de bienes. De hecho, ocurre lo contrario: las economías son dinámicas y se ajustan constantemente.

Además, semejantes razones económicas ignoran la distinción entre productividad media y productividad marginal, conceptos entre los más importantes de la economía. Cuanto más tiempo trabajas, ya sea en horas o en días, tu contribución añadida —tu productividad marginal— disminuye. Los trabajadores son menos productivos en la octava hora de trabajo que en la séptima, y menos productivos un viernes que un jueves.

Los argumentos número tres y cuatro se refieren a la viabilidad de acortar la semana laboral. Recientemente podíamos leer en The Telegraph: «Todos sabemos que la propuesta de una semana laboral de cuatro días es inviable, imposible, imaginaria» o bien «Es demasiado compleja desde el punto de vista operativo». Un «plan descabellado», decía Boris Johnson, por entonces primer ministro del Reino Unido. Son argumentos perezosos esgrimidos por personas reacias al cambio y poco dispuestas a juzgar una propuesta con base en sus méritos. Y, además, el argumento de mantener el statu quo carece de fundamento económico.

Las razones cinco, seis y siete son de naturaleza ética. Su equivalente moderno es: «con la semana laboral de cuatro días la gente no va a hacer otra cosa que ver la televisión y atontarse». Tras este tipo de argumentos paternalistas y condescendientes subyace la opinión de que el ocio es en cierto modo perverso o malo. A principios del siglo xix, la jornada laboral duraba de sol a sol. El primer movimiento que intentó reducirla pretendía ir hasta las diez horas. En 1825, los maestros carpinteros de Boston respondieron así a las demandas de los oficiales a su servicio: «Hemos sabido, no sin sorpresa y pesar, que un gran número de los que están empleados como oficiales en esta ciudad se han puesto de acuerdo con el fin de alterar el tiempo de comienzo y final de una jornada diaria de trabajo que ha sido la habitual desde tiempos inmemoriales». Consideraban que ese pacto estaba «plagado de numerosos y perniciosos males» y que expondría a los propios jornaleros «a numerosas tentaciones y prácticas impropias» de las que se encontraban «felizmente a salvo» cuando trabajaban de sol a sol. En otras palabras, que los obreros pasarían su tiempo libre bebiendo, apostando, peleándose y fornicando. El filósofo Bertrand Russell lo resumió perfectamente en su texto imperecedero Elogio de la ociosidad y otros ensayos (1932):

La idea de que los pobres dispongan de tiempo libre es algo que siempre ha resultado escandaloso a ojos de los ricos. En la Inglaterra de principios del siglo xix, quince horas era la jornada ordinaria de trabajo para un hombre; los niños en ocasiones hacían otro tanto, y muy comúnmente llegaban a las doce horas diarias. Cuando los entrometidos apuntaron que tal vez esa cantidad de horas resultara excesiva, se les dijo que el trabajo mantenía a los adultos alejados de la bebida y a los niños, de las fechorías. Cuando yo era niño, poco después de que los trabajadores urbanos obtuvieran el voto, se establecieron por ley ciertos días festivos, con gran indignación por parte de las clases altas. Recuerdo haber oído decir a una anciana duquesa: «¿Para qué quieren vacaciones los pobres? Lo que tienen que hacer es trabajar». Hoy en día la gente es menos franca, pero el sentimiento persiste y es la fuente de gran parte de nuestra confusión económica.

Al menos nos queda un consuelo: el argumento bíblico ampliamente invocado aquellos días contra la semana laboral de cinco días —esto es, que Dios descansó únicamente el domingo— ya no puede reciclarse para ir contra la de cuatro días. Amén.

Por último, el octavo argumento se refiere a la competencia exterior. Hoy en día la canción sonaría algo así como: «China fabrica ya productos tan baratos que pasar a una semana de cuatro días supondrá una pérdida todavía mayor de competitividad. En estos momentos no podemos permitírnoslo». Se trata de razonamientos basados en una visión estrecha de la economía mundial como un juego de suma cero que además ignora de qué forma el conjunto de países se benefician del comercio y la cooperación internacionales. Por otro lado, ¿quién va a creerse que seremos capaces de mantener nuestro liderazgo (signifique eso lo que signifique) sobre China por el hecho de trabajar seis días a la semana? Justamente, el peso económico del gigante asiático se aceleró después de que adoptaran la semana laboral de cinco días en el año 1995.

A pesar de estas opiniones negativas generalizadas, Henry Ford, el propietario del fabricante de automóviles, sorprendió a sus colegas de la industria en el año 1926 con la implantación de una semana laboral de cinco días. Afectaba a todas sus fábricas de Estados Unidos y del resto del mundo, el 99 % de su plantilla. Fue una decisión sorprendente: en la declaración donde exponía sus razones, presentó un poderoso argumento empresarial que rebatía hábilmente las críticas al uso. Contradijo los argumentos económicos habituales al constatar que sus trabajadores «vuelven después de dos días de vacaciones tan frescos y entusiastas que son capaces de poner lo mejor de ellos en su trabajo». La respuesta de la dirección fue perfeccionar los procesos y aumentar la eficacia, porque «cuanto más nos esforzamos por ganar tiempo, más eficaz resulta la empresa». También rechazó las preocupaciones éticas sobre el aumento del tiempo libre con la afirmación de que «existe una diferencia enorme entre el ocio y la ociosidad», para a continuación darle la vuelta al argumento de la competencia externa, afirmando que la medida fortalecería, en lugar de debilitar, la posición de Estados Unidos en relación con sus competidores europeos. Puso el ejemplo de Alemania, que había aumentado las «horas de la jornada laboral bajo la ilusión de poder así aumentar la producción» cuando, en realidad, «es muy posible que esté disminuyendo». Por último, dio una poderosa razón económica a favor de la semana laboral de cinco días al afirmar que el incremento del ocio «aumentará la demanda de bienes producidos por la industria estadounidense. Los trabajadores pedirán más comida, más y mejores bienes, más libros, más música... más de todo». Lo más importante es que, al aplicar con éxito una política semejante, Ford estaba demostrando la viabilidad y practicidad de la semana de cinco días. Regresaré varias veces a su declaración, porque dos de mis ocho argumentos a favor de la semana laboral de cuatro días siguen de cerca su razonamiento.

¿Se apresuraron otras industrias a seguir a Ford? Para nada, y, sin embargo, la decisión tuvo sus repercusiones. En 1929, el National Industrial Conference Board, una asociación patronal estadounidense, publicó The Five-Day Week in Manufacturing Industries [La semana de cinco días en las industrias manufactureras]. Calculaban que en 1928 solo el 2,6 % de los asalariados de Estados Unidos habían trabajado cinco días, de los cuales el 80 % eran empleados de la Ford Motor Company. En el informe se analizaban varios de los beneficios obtenidos por las empresas que aplicaron la semana laboral más corta, como el aumento de la productividad, la reducción de los gastos generales y la mejora de la asistencia y la puntualidad de los trabajadores. El informe concluía que «la semana laboral de cinco días deja de ser un experimento administrativo radical y poco práctico y se sitúa entre los planes que, por revolucionarios que puedan parecer a algunos, han demostrado su viabilidad y utilidad en determinadas circunstancias». Aun así, esa semana reducida continuó teniendo numerosos detractores. En 1936, Harold Moulton, presidente de la Brookings Institution, un influyente instituto de opinión estadounidense, escribió que «la semana laboral más corta resultaría nada menos que una calamidad para los asalariados del país».

Cuando The Economist publicó en 2018 que «es probable que los crecientes llamamientos a favor de una semana de cuatro días no sean escuchados» me decepcionó una acogida tan tibia. Entonces recordé que una de las razones por las que me encanta The Economist es su coherencia editorial: más de ochenta y cinco años antes, el 20 de junio de 1936, en sus páginas podíamos leer en un tono similar que la semana de cuarenta horas es una «demanda que despertará la simpatía general, pero que al mismo tiempo va a presentar dificultades muy serias». Ello me dio motivos para el optimismo: solo dos años después de ese artículo, el acortamiento de la semana laboral pasó de la microeconomía a la macroeconomía en Estados Unidos con la introducción de la Ley de Normas Laborales Justas de 1938. Se establecían los cinco días y cuarenta horas como referente, y se implementaba un método que garantizara su cumplimiento mediante penalizaciones a las empresas por cada hora extraordinaria de los trabajadores que superase las cuarenta previstas. En un principio, la ley solo se aplicaba a compañías dedicadas al comercio interestatal, con un plazo previsto de dos años para la realización de las adaptaciones necesarias. En las décadas siguientes se ampliaría su ámbito de aplicación. Por ejemplo, la bolsa de Wall Street no dejó de operar los sábados por la mañana hasta septiembre de 1952. La legislación introdujo también un salario mínimo y limitó la ocupación infantil. Esa revisión tan ambiciosa y multidimensional de la legislación en el ámbito del trabajo fue consecuencia del agravamiento de la recesión estadounidense en aquella época, de manera que la Ley de Normas Laborales Justas se convirtió en un pilar central del New Deal promovido por Franklin Delano Roosevelt. El día antes de su firma, el presidente aseguró que «exceptuando tal vez la Ley de Seguridad Social, [este] es el programa con mayor alcance y visión de futuro en beneficio de los trabajadores jamás adoptado aquí o en cualquier otro país. Sin duda, nos permite avanzar hacia un mejor nivel de vida y un aumento del poder adquisitivo». En vísperas de la Segunda Guerra Mundial, la semana laboral de cinco días se había implantado por fin en Estados Unidos.

Un aspecto destacable de las críticas a esta semana de cinco días es que desaparecieron por completo tan pronto como se generalizó. Piénselo con calma: nunca se ha intentado volver a trabajar seis días. Seguramente, esto solo es posible cuando el éxito de una medida resulta evidente para tantas personas distintas, y también cuando no hay perdedores de relevancia. Ahora bien, ¿hasta qué punto resulta insólito que una transformación social o económica tan profunda genere ese nivel de consenso? La Unión Europea nunca ha podido librarse por completo de sus críticos, y hasta el National Health Service (Sistema Nacional de Salud) del Reino Unido, una institución arraigada donde las haya, ha tenido que hacer frente a las peticiones de privatización hechas por algunos políticos. Por su parte, Estados Unidos implantó el Obamacare, la reforma sanitaria promovida por Barack Obama, si bien sus cimientos fueron atacados a la primera oportunidad. En cambio, la semana laboral de cinco días constituyó mucho más que un logro del movimiento obrero: fue una innovación social que mejoró la forma de organizar la economía en el siglo xx.

Queda un argumento más que utilizan los detractores de la semana de cuatro días, y procede de quienes sostienen la existencia de un número ideal de días: ni muchos ni pocos. Afirman que el cinco es el número mágico que ha permanecido invariable durante ochenta años, como una especie de constante física o matemática. La idea del número mágico resulta habitual en política económica cuando se trata de equilibrar costes y beneficios. Por ejemplo, algunos economistas consideran que el tipo impositivo del impuesto de sociedades debería subir para aumentar los ingresos fiscales y contrarrestar al mismo tiempo la desigualdad. Otros, en cambio, piensan que debería bajar para incentivar la inversión de las empresas. En cuanto al objetivo de inflación de los bancos centrales, que ronda el 2 %, algunos economistas aseguran que esa cifra debería ser el 4 % y otros que debería ser cero. Cuando hablamos de una cantidad ideal, suele haber gente argumentando en una dirección y en la opuesta. Pero, claro, si la semana de cinco días se defiende basándose en ese número mágico, al menos debería haber unos cuantos extremistas del trabajo que pidieran una semana de seis días. Y, sin embargo, en una época en la que los fanáticos dominan gran parte del mundo digital, no he encontrado ni una sola persona que piense que podemos resolver nuestro malestar económico haciendo que todo el mundo trabaje un día más.

Por tanto, en la actual oposición a la semana laboral de cuatro días, la historia se repite. Si las empresas, los trabajadores y los responsables políticos se hubieran creído las críticas del pasado, todos seguiríamos trabajando en turnos de doce horas durante seis días a la semana. ¿Defenderían seriamente los detractores de la semana laboral de cuatro días una vuelta a los viejos tiempos? Y, en caso negativo, ¿qué hace que la semana laboral de cinco días sea más especial que la de cuatro, aparte de constituir el statu quo actual? Si fue posible pasar de seis días a cinco, seguro que es posible pasar a cuatro.

En definitiva, para salir del orden existente de las cosas tenemos que empezar de nuevo y analizar las ventajas e inconvenientes de la semana laboral de cuatro días. Pero hacerlo sin caer en la retórica vacía, en ese estilo de debate propio de la rivalidad deportiva. Vamos a empezar de cero, y, para ello, lo primero que quiero dejar bien claro es el significado real de la semana laboral de cuatro días.

3¿qué es la semana laboral de cuatro días?

Si haces lo que siempre has hecho, tendrás lo que siempre has tenido.

henry ford

Mi definición de la semana laboral de cuatro días es sencilla: todas las actividades económicas que tengan lugar durante la semana deberán realizarse a lo largo de cuatro días, de lunes a jueves. Todas las actividades económicas que tengan lugar durante el fin de semana deberán realizarse en tres días, de viernes a domingo. Todas las actividades económicas que tengan lugar a lo largo de los siete días —por ejemplo en hospitales, hoteles u hostelería— deberán seguir realizándose durante siete días, pero la semana laboral estándar deberá tener solo cuatro días. ¿Y quién tiene que conducir el proceso? Propongo que sea el Estado quien implante la semana laboral de cuatro días a través de la legislación, de forma similar a la Ley de Normas Laborales Justas promulgada en Estados Unidos en 1938.

Mi definición es conscientemente genérica. En el pasado, uno de los mayores errores de quienes defendieron la semana de cuatro días fue hacer sus definiciones demasiado precisas. La propuesta 4/40 de Riva Poor añadía que no debía haber reducción del total de horas semanales trabajadas. Robert Grosse añadía que las horas trabajadas al día no debían aumentar en los demás días de la semana, de manera que básicamente prescribía un sistema 4/32. Y si añadimos «sin pérdida de salario», el mensaje se complica todavía más. Son cuestiones importantes, pero están relacionadas con la aplicación de la semana de cuatro días, más que con el concepto en sí mismo. Piense en ello como en un matrimonio. Primero, una pareja decide si quiere casarse. Después, discuten sobre cuántas personas invitarán a la boda, si van a bailar con música de un grupo o de un pinchadiscos, y también qué flores pondrán. Son decisiones importantes, pero nadie cancela una boda por ellas. Lo mismo ocurre con la semana de cuatro días. Dos países pueden aplicarla de manera diferente. Los británicos prefieren las rosas rojas, los estadounidenses, los crisantemos azules y los franceses, los lirios blancos. Dentro de un mismo país, las distintas industrias o profesiones pueden hacer ajustes diferentes. Dedicaré la tercera parte de este libro a esos detalles relacionados con la aplicación, pero lo primero de todo es convencerle de que se case.

Una idea errónea muy extendida es que la economía se detiene durante el fin de semana, pero eso no es cierto; simplemente, cambia de ritmo. Hay un montón de gente trabajando durante el fin de semana. Lo sé de primera mano, pues mi mujer es médica de la rama de obstetricia y ginecología en el NHS, la sanidad pública del Reino Unido; un trabajo impresionante que me hace sentir, por comparación, lo nimia que resulta mi profesión. Mientras yo me paso horas luchando con letras griegas en una ecuación diferencial o tratando de encontrar un punto y coma mal colocado dentro de una secuencia de código informático, ella se sirve de una ensaladera metálica del siglo xvii, una herramienta de fontanería del xix y un bisturí de toda la vida para traer bebés al mundo. Y, como los bebés no piensan en las horas de trabajo cuando deciden en qué momento quieren nacer, un fin de semana de cada mes mi mujer trabaja en turnos de doce horas, ya sea de día o de noche. Por favor, no lo sienta por ella: lo suyo es sencillo en comparación con mi obligación de cuidar a nuestra hija de siete años durante todo el fin de semana. El sábado por la mañana la llevo a ballet y luego hago la compra semanal. Por la tarde saltamos en la cama elástica de un parque infantil. El domingo vamos a nadar, comemos algo en el mercado local y luego visitamos el Museo de la Infancia o vamos al cine a ver Frozen 2... ¡otra vez! Y durante ese fin de semana me encuentro con cientos de personas que están trabajando. De hecho, según la Encuesta de Población Activa, el 20 % de todos los empleados trabajan los sábados, y el 15 %, los domingos. A modo de comparación diremos que, en un día laborable cualquiera, aproximadamente dos tercios de nosotros estamos trabajando.

La semana laboral de cuatro días se asocia a menudo con prácticas microeconómicas tales como los convenios entre empresas y trabajadores. Suelen referirse a la flexibilidad aplicada al número de horas realizadas (como el trabajo a tiempo parcial o el trabajo compartido), la programación de esas horas y el lugar donde se llevan a cabo, incluyendo el teletrabajo. Mi mujer, como el 25 % de todos los trabajadores del Reino Unido, tiene una ocupación a tiempo parcial, del 80 %, por lo que su semana laboral es de cuatro días. En otros países, el porcentaje del trabajo a tiempo parcial es aún mayor. Según Eurostat (la institución que elabora las estadísticas oficiales de la Unión Europea), Bélgica, Alemania, Austria y Noruega tienen tasas de trabajo a tiempo parcial superiores a las del Reino Unido, con los Países Bajos a la cabeza: casi la mitad de los trabajadores lo son a tiempo parcial.