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En este libro, los protagonistas luchan por convertirse en héroes cotidianos. Viven su día a día en una sociedad agotada, donde los sentimientos reales se tapan bajo una capa de falsa felicidad. _**Por si las cosas salen mal**_ muestra a personajes que se enfrentan a sus temores de distintas maneras. Tienen que lidiar con el engaño de sus parejas, la vacía relación con sus padres o el intento por integrarse en un entorno desconocido y hostil. Desfilan por clubs nocturnos, acuden a fiestas de la alta sociedad, visitan plantaciones de marihuana en Dinamarca, consumen fentanilo en azoteas, ven pelis de vaqueros, se desplazan en bicicletas, y roban coches clásicos. Un antiguo delincuente que vuelve a su ciudad, un arquitecto en horas bajas dispuesto a salvar su trabajo a cualquier precio, un estudiante que adopta una identidad falsa para encajar, adictos con sed de venganza o un DJ que trata de retomar su antigua vida son algunos de los habitantes de estas historias salpicadas de humor negro, desamparo y soledad. Con un estilo directo, Guillermo Martínez nos lleva en su segundo libro a un viaje por lo más profundo de nuestras emociones. Un realismo sucio influido por Raymond Carver o Tobias Wolf, Kiko Amat, el cine independiente y la cultura pop.
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Seitenzahl: 214
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Guillermo Martínez Collado
Todos los derechos reservados.
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Por si las cosas salen mal
© 2024 Guillermo Martínez Collado
© 2024 Ediciones Camelot, S.R.L.
edicionescamelot.com · @edicionescamelot
Maquetación: Andrea Rubio
Diseño de cubierta: Rubén Rodríguez
Imágenes de cubierta: Allec Gomes, Heather Green y Mick Haupt
Primera edición · ISBN: 979-13-991403-2-3
Este libro es para mi hija Leire.
Y para Amaya, mi novia.
Y para las mujeres de la familia, las que están
y las que faltan, ya que sin duda nos han hecho mejores.
Si realmente no amas nada
¿Sobre qué futuro construiremos ilusiones?
interpol, If you really love nothing
Nuevo Varsovia
Empieza a anochecer y las farolas se encienden cuando llego a la puerta del famoso club Nuevo Varsovia. Faltan cinco minutos para que sea la hora a la que he quedado con mi cita, así que me doy una vuelta por el lugar y echo un vistazo a los escaparates. Hace años estaba plagado de tiendas de cómics, bazares con ropa de surf y garitos de música alternativa. Ahora solo veo negocios enfocados al turismo. Camisetas de «Yo Estuve en Gijón». Horribles cafeterías donde debes ir a pedir a una pantalla táctil, para luego obtener un papel que entregas a una sonriente chica que te dará algo que llama cafelate.
Veo mi reflejo en el escaparate de un negocio que ya cierra. Toco mis pectorales, los noto duros a causa del ejercicio. También gracias a los suplementos, no siempre legales, que me consiguen en el gimnasio. Cierto nivel de volumen solo se consigue recurriendo a las trampas. Acaricio mi mentón y recuerdo el cuerpo escuálido que lucía por estas calles no hace tantos años. El cambio físico es solo la evidencia de una evolución a todos los niveles. Ya no bebo, y tampoco cometo actos delictivos. Ahora trabajo del lado de la ley. Ni siquiera el peinado es parecido al que tenía de joven. Llevo un corte elegante, muy rasurado por los laterales y la nuca.
Miro el reloj. Mi cita se retrasa. Trato de no darle importancia. Cuando llegó el mensaje a mi aplicación de WhatsApp no me lo podía creer. Ella fue una de las razones por las que abandoné la ciudad. Rober estaba en la cárcel. Dani tenía los sesos fritos por la medicación. Ángel yacía para siempre en el cementerio de Villaviciosa. Tenía que hacer algo o si no iba a acabar como uno de ellos. Solo Nuria y Javi enderezaron su vida. Hace tiempo me mandaron un correo electrónico. Arreglaron una vieja cuadra de un pueblo perdido en la sierra del Sueve y montaron un pequeño hotel rural. Tenían animales de granja y cultivaban las hortalizas que luego servían a sus clientes. En un archivo adjunto había fotos de tomates y calabacines, una gallina y un tipo con barba que se parecía al recuerdo que yo tenía de Javi. Prometí ir a verlos en cuanto pudiera, pero jamás pasé por allí.
Me pregunto cómo voy a actuar cuando la vea. Mantener la compostura, mostrarme seguro. La mirada fija en un punto, decir algo en plan estás estupenda. Vuelvo a mirar la hora. Pasan veinte minutos y sigue sin aparecer, supongo que hay cosas que nunca cambian. Me acerco a la acera para llamar a un taxi. Extiendo la mano cuando el vehículo de color blanco activa el intermitente. Aparca delante de mí, pero no quita la lucecita de ocupado. Entonces se baja una mujer, se da la vuelta y le dice algo a otro pasajero, que es un señor mayor de pelo canoso.
—Gracias por acercarme, cielo.
Acaricia al tipo en la barbilla y cierra de un portazo. El pobre hombre se queda con cara de pasmarote mientras el coche arranca y sigue su rumbo. Cuando se gira la reconozco. Lleva el pelo teñido, mucho maquillaje en los ojos y viste un diminuto traje negro muy elegante, pero parece la misma chica rebelde que conocí. Me estremezco un segundo, luego me dispongo a adoptar mi papel. Toco mi pectoral con la mano y clavo la vista en un punto fijo.
—Vaya, estás genial.
Entonces Ella me planta un beso muy largo en los labios y vuelvo a ser el chico tímido y sin personalidad que hacía lo que le dijera.
—Joder. Mucho músculo y mucho traje, pero besas igual de mal que cuando eras un tirillas.
Coge mi mano y vamos hacia la puerta del club. Pienso en pararla, hablar serenamente sobre nuestras vidas, pero me dejo arrastrar hasta que un tipo muy moreno vestido de blanco se planta delante de nosotros.
—Señorita. Señorita, por favor. Ya le dije la última vez que no era bienvenida en Nuevo Varsovia. Me temo que no puedo dejarla entrar.
—Una mierda. Además, yo no tuve la culpa, fueron aquellos escoceses. No saben beber. Hoy vengo acompañada por un viejo amigo que es agente de la ley. Y no es que sea un vulgar agente de tráfico.
El tipo la mira un segundo, luego fija sus ojos en mí y me escudriña de arriba abajo. Noto sus dudas. Ella me hace un gesto, así que saco mi cartera y le enseño la documentación al segurata. Es la primera vez que hago tal cosa para entrar a un club. El hombre habla por un micro que lleva colgado a la altura del pecho y luego se sostiene el pinganillo de la oreja para escuchar bien. Tarda unos segundos, pero abre la puerta y nos deja pasar.
—Bienvenidos a Nuevo Varsovia.
Permito que la chica entre delante. Cuando doy el primer paso el segurata me coge por el brazo.
—No se deje embaucar por la señorita.
Le mantengo la mirada y luego accedo al interior. La luz es muy baja y abundan las bombillas de color rojo. A un lado mesas con sillones, al otro la pista de baile. Al fondo la barra, y tras un par de matones y un cordón grueso, las escaleras que dan a los reservados del primer piso. Controlo a todos los miembros de seguridad del local y me hago un plano mental de su situación mientras sigo a la chica. Es una deformación profesional que tengo y que hago de manera automática.
Ocupamos una de las últimas mesas libres. El sofá está demasiado bajo, así que noto que me hundo. Ella se ríe y me toca la pierna, y deja su mano ahí haciendo que no pueda pensar en otra cosa. Un chico vestido de negro viene a tomarnos nota. Ella pide por los dos.
—Tráenos una botella de champán y una cubitera. Y un par de chupitos de absenta rebajada. No soporto estar cuerda a estas horas.
—Me temo que debo cobrarles por anticipado. Son órdenes del jefe.
—¿Cómo? ¿Con quién coño te crees que estás hablando?
Me levanto, saco mi cartera y le doy un billete al chaval.
—Yo me hago cargo. Pero cambia los chupitos por una botella de agua con gas. Quédate con el cambio.
Ella me mira fingiendo asombro, pero sé que esperaba que yo hiciera eso mismo.
—¿Agua con gas? ¿En serio? ¿De qué puta secta sales?
—Hace años que no bebo alcohol.
—¿Hay más cosas que no hagas?
Aprieto mis mandíbulas mientras se carcajea. Saca una cajetilla de cigarrillos Lola. Siempre odié el olor de ese tabaco, pero cuando lo enciende y el humo entra a mis fosas nasales, el aroma me trae recuerdos de juventud que parecían olvidados. Lunas rotas, peleas callejeras, trapicheos, todo va resurgiendo. Por el rabillo del ojo percibo los movimientos de los seguratas.
—Como sigas así vas a conseguir que nos echen. Apaga el cigarro, por favor.
Da una calada, tira la colilla al suelo y me echa una enorme bocanada de humo directamente a la cara. Los seguratas no nos quitan ojo, pero al menos nos dan un poco de chance. El camarero nos deja la botella, dos copas y el agua con gas junto con un par de vasos con hielo y limón. Ella coge la botella y bebe a morro. Después se limpia al brazo.
—Cuando me dijeron que habías vuelto no lo podía creer. Pensé que habías roto del todo con la ciudad.
—Es un puesto importante. Y ya es hora de apartarse un poco de la primera línea. Los riesgos son altos. Por cierto, ¿cómo conseguiste mi número?
—Es fácil. Esas cosas se me dan bien.
—¿Qué más se te da bien?
Me echa una mirada furibunda. Coge la botella de agua con gas, pienso que me la va a tirar a la cara, pero sirve un poco en los dos vasos.
—¿Sabes que Ángel se murió? Hubo una explosión en su casa cuando estaban haciendo un pequeño artefacto. Mezclaron nitrato de amoníaco con aluminio en polvo. Quien fuera que le enseñara esa mezcla no le informó que debía almacenarlo a baja temperatura. Sus padres enterraron lo que quedó de él en Villaviciosa. Fuimos muy pocos al funeral.
Las palabras son un puñal entrando en mi cuerpo. Recuerdo cuando les daba la chapa para fabricar bombas caseras. Las usábamos para eliminar a bandas rivales o contra los maderos que iban a por nosotros. A veces solo las hacíamos estallar por diversión, como aquella vez en los pilares de la vía férrea.
—Me enteré de todo aquello.
—¿Y no fuiste capaz de despedir a tu amigo?¿Qué clase de mierda hace eso?
—No hubiera cambiado nada. Él ya estaba muerto, no había nada que hacer.
Lamento haber dicho esa frase. Lamento haberlo dicho así, sobre todo, aunque no es muy distinto de lo que realmente pienso. Pasa un tiempo en el que estamos en silencio. Los altavoces reproducen una movida canción de rock, un viejo éxito de los White Stripes. La peña que se agolpa en la pista parece bailar a otro ritmo, como si sintieran un gran frenesí en su interior. No miro directamente hacia él, pero hay un hombre que no nos quita el ojo de encima. Ocupa la mesa del reservado que tenemos justo detrás. Da órdenes a un par de tipos que están junto a él. Ellos desaparecen mientras el hombre se apoya en la barandilla para mirarnos con más detenimiento.
—Creo que tengo que ir al baño.
Ella hace un gesto con su mano. Me detengo porque creo que me va a coger, pero en realidad saca el mechero y un cigarro de su bolso y comienza a juguetear. Tengo la tentación de pedirle que no se ponga a fumar, hasta que entiendo que desea ponerme nervioso, así que giro hacia el cuarto de baño. Cuando estoy a unos pasos me detengo y saco el teléfono de mi bolsillo. Simulo que estoy mirando los mensajes, pero en realidad uso la cámara para ver lo que ocurre detrás de mí. Ella se ha levantado de la mesa. Por el rabillo del ojo confirmo que el tipo del reservado ha desaparecido del lugar que ocupaba.
Me dirijo al aseo dándole vueltas a la cabeza. Cuando estábamos en la pandilla era el conejillo de indias para los trapicheos. Una vez fuimos al súper de unos grandes almacenes que había en el centro. Entramos a comprar un paquete de Matutano y unos zumos. Al acercarnos a pagar en la caja algo empezó a pitar. Todos salieron corriendo y yo me quedé como un pasmarote. El tipo de seguridad me abrió la mochila, en su interior había un bote de desodorante y unas tijeras de podar. Alguno de los dos objetos llevaba un chip antirrobo. Por más que juré que no sabía nada, llamaron a la policía. Mis amigos metieron aquello en mi mochila para probar la efectividad de un posible robo. Vino a buscarme mi padre, que a esa hora de la mañana ya hacía tiempo que había salido de su puesto de vigilante nocturno del parking y llevaba unas horas bebiendo cervezas en el bar. Me sacó de allí a hostia limpia y me castigó dos días sin salir de casa. Tardé más de una semana en volver a las clases, justo el tiempo que tardaron en quitarse los cardenales de las zonas visibles y que el labio regresara a su estado normal. Cuando vi a mis amigos, estaban patinando detrás del ayuntamiento. Me saludaron con la cabeza y seguimos actuando como si nada de aquello hubiera ocurrido. Lo que pasa es que hay cosas que se quedan grabadas en la puta cabeza, y no se entierran por más que quieras hacer ver que eres duro y nada te afecta.
Por fin reacciono y entro al cuarto de baño. Me quedo pegado a la puerta y veo a unos tipos apoyados contra el lavabo. Uno de ellos sujeta una cartera de cuero negro y trabaja lo que parece polvo de color blanco. El olor a manzana que desprende llega hasta donde estoy y me da la pista definitiva. Se están preparando unas lonchas de speed. No parecen alterarse por mi presencia y se ven absortos en su conversación.
—…O sea, Bruce Wayne es un asqueroso millonario que dedica su inmensa fortuna a comportarse como un matón en vez de ayudar a las clases desfavorecidas como debe hacerlo. Quiero decir que podría hacer una puta asociación para investigar contra el cáncer infantil o crear la jodida Fundación Wayne para el Desarrollo Tecnológico en el Tercer Mundo o algo así en vez de dedicarse a dar mamporros a un puto friki vestido de payaso. ¿Me copias?
—Te copio. Pero tienes que reconocer, tienes que reconocer que ese sería un cómic aburrido de cojones. ¿Están ya las lonchas?
—Tío, no estás entendiendo lo que quiero decir. Espera un momento. ¿Quién coño es el nota que nos está mirando?
Acabo de contar hasta treinta y salgo del lavabo a toda velocidad. Hago un rápido barrido visual hasta que la localizo a Ella. Está pegada a la escalera que da a los reservados, donde el tipo que nos miraba le entrega una bolsa negra, le dice algo al oído mientras le toca la mano y desaparece escaleras arriba. Ella se ríe sin ganas. Recuerdo esa sonrisa a la perfección. Vuelve hacia la mesa en la que estábamos sentados y se queda de piedra cuando me ve en su camino.
—Así que para eso querías que entrara aquí contigo. Tenías en mente hacer uno de tus trapicheos.
—No es lo que piensas.
—Y dime, ¿de qué se trata? ¿Pastillas de éxtasis? ¿Polvo blanco? ¿Armas?
Le arrebato la bolsa de la mano. No es de un material vulgar. Es suave y el interior está forrado de un elegante color rojo. La abro un poco y veo lo que hay dentro. Me quedo de piedra, por un momento no sé qué decir.
—Ya lo has visto. ¿Estás contento?
—¿Para qué…? ¿Te obliga alguien a usar esto?
Por primera vez desde que tengo uso de razón no me sostiene la mirada. Busca un punto sin determinar en el suelo. Si quedaba un mínimo resquicio de infancia en este instante acaba de desaparecer. No sé qué esperaba sacar de este encuentro, más allá de una gran revoltura de entrañas. Ambicionaba estar cerca de Ella, pero siento que nos he fallado a los dos. Me doy la vuelta y me mezclo entre la multitud que se agolpa en la pista de baile. Los altavoces reproducen una canción de Franz Ferdinand que las gargantas corean en un inglés torpe. Salgo del Nuevo Varsovia mientras hago repaso visual de la nueva disposición de los vigilantes de seguridad, ya más relajados. No me puedo quitar de la cabeza la imagen de Ella encerrada en una horrible habitación de hotel con algún tipo asqueroso y lo que hay en el interior de la bolsa.
El momento
Emma se sentó lejos de mí en la mesa. No me gustó que hiciera eso, pero en aquella época ya había asumido que existía cierto distanciamiento entre nosotros. Miré hacia la zona en la que estaban nuestros anfitriones, el matrimonio escocés que daba la importante fiesta que suponía el final de la temporada estival en Ribadesella. Se encontraban rodeados de otros matrimonios que residían en los chalés de las fincas colindantes. Había empresarios, deportistas y algunos adinerados personajes que veraneaban por allí. En poco tiempo, la mayoría de esas elegantes casas que había en los alrededores de Tereñes se quedarían vacías y toda la zona iría recuperando el ritmo tranquilo al que estábamos acostumbrados los habitantes del concejo.
—Esperaré a que se queden solos.
—No te apures. Tenemos toda la noche.
—No me quedaré aquí más tiempo del necesario. Odio este ambiente.
—Eres muy negativo. ¿Acaso no te puedes divertir?
—¿Divertirme? No he venido aquí a divertirme.
Emma se encogió de hombros y acabó su copa de moscato. Sabía la razón por la que era tan importante que nos hubieran invitado y con su actitud no hacía sino ponerme más nervioso. El estudio de arquitectura que había montado en la villa estaba en números rojos. Las innovadoras ideas inspiradas en el modelo nórdico no acababan de gustar. Todo nuestro mundo se tambaleaba y pendía de un hilo más allá de lo que yo le contaba. Era de conocimiento público que Roger Lennox, el millonario escocés que organizaba la fiesta, estaba a punto de dar rienda suelta a un ambicioso proyecto para crear un enorme campo de golf en la Rasa de Berbes. Eso incluía la construcción de un hotel, un edificio de recepción con sauna, gimnasio y piscina y un exclusivo restaurante, entre otros inmuebles aún por decidir. En los últimos días me había dedicado a preparar multitud de dibujos que mostraban una elaborada fusión de arquitectura tradicional y moderna. Creé una rápida presentación en vídeo que no duraba más de cinco minutos. Era el tiempo que necesitaba. Cinco minutos con Roger y todo se daría la vuelta. Esa situación desembocaba en un montón de estrés y riñas continuas con mi mujer.
Me entrené para un hipotético encuentro con el multimillonario. Sabía que era accionista del Celtic de Glasgow, y que ese equipo de fútbol era una de sus grandes pasiones. Devoré todo lo relacionado con el club. Jugadores, cuerpo técnico e historia. Y eso que aborrecía el maldito deporte. Pero estaba preparado para abordarlo con alguna anécdota casual, preguntarle por el sistema de juego o averiguar por qué demonios había tantos japoneses en esa plantilla.
Emma me sacó de mis pensamientos con una pregunta.
—Me apetece una copa. ¿Vas a buscarme un ron con cola?
—No me parece la noche adecuada para eso. ¿No recuerdas cómo acabaste el jueves?
—Eso fue porque me sentó mal la cena.
—Está bien. Maldita sea.
Fui a la barra que habían improvisado en una esquina. Los camareros contratados no daban abasto. Los invitados se agolpaban deseando que rellenaran sus vasos con ginebra y tónica. Pensé en darle palique a un tipo que estaba a mi lado. Vestía una camisa de lino y un pantalón de color blanco, y su piel lucía un envidiable color moreno. No podía engañarme a mí mismo, no tenía nada que ver con esa gente, y la sensación se acrecentaba cuando estaba rodeado de ellos, aunque ambicionaba el llegar a formar parte de su estatus. Tuve que esperar un par de minutos a que me atendiera un chico al que le asomaba un tatuaje por debajo de la manga de la camisa. Pedí el ron y lo acerqué a la mesa de mi mujer, que respondió con un gruñido. Roger seguía pegando la hebra con unos ancianos. El tipo ni siquiera se había acercado a saludar, y sin embargo tenía la certeza de que si me había invitado debía de haber visto alguno de los correos que le envié. Salí a la terraza a fumar un cigarro y a esperar que llegara mi momento. Saqué la cajetilla de Marlboro que había rellenado con anterioridad. Yo fumaba cigarros Lola, aunque me gustaba dar la impresión de consumir la marca más cara.
Cuando regresé no podía creer lo que estaba viendo. Mi mujer se encontraba en la zona de baile con dos hombres, uno de ellos era Roger. Los altavoces reproducían grandes éxitos soul de los años setenta. Primero Marvin Gaye y luego Al Green. Poco tiempo después ella se acercó a dar un trago de su copa.
—Parece que os estáis divirtiendo.
—Sí, esos tipos saben bailar. No sabía que el tal Roger fuera cliente del gimnasio. Me ha dicho que me conoce de verme por allí. Sabe los días que voy y las clases a las que estoy apuntada.
Emma se empezó a reír como si hubiera contado un chiste muy gracioso. De repente me puse rojo y me sentí un estúpido. De todas maneras, no podía obviar el hecho de que si el tipo conocía a mi mujer era algo que tal vez pudiera aprovechar en mi favor. Ella se dispuso a volver a la pista de baile.
—Voy a pedirme otra copa.
—Espero que sepas lo que haces.
—¿Quieres venir?
—No me gustaría estropearte la diversión.
Se quedó mirándome por unos segundos. Temí que me insultara ahí mismo o que montara uno de sus espectáculos. Sin embargo, no se alteró.
—Podemos irnos, si te apetece.
—No. Yo estoy bien. Esperaré mi momento. Mientras tanto haz lo que quieras.
Acabó lo que quedaba en su copa y se dio la vuelta visiblemente airada. Al poco rato apareció con un nuevo cóctel que posó en una repisa de madera y los dos hombres se acercaron a hablar con ella. Luego el DJ cambió el estilo de música. Empezó a pinchar canciones de salsa, Roger cogió a mi mujer del brazo y se pusieron a bailar. Aunque no se oían las risas desde mi mesa, se podían intuir. Temí que me diera un ataque de rabia o algo, así que salí otra vez a fumar un cigarrillo. En el exterior, un grupo de trabajadores recogían los restos que quedaban debajo de la carpa. Era el lugar donde había comenzado la fiesta. Entonces me saludó uno de los camareros. En la distancia no lo pude reconocer, así que me acerqué. Se trataba de Héctor, el hijo de un vecino de nuestra urbanización. Aunque estaba en la universidad, dedicaba los veranos a trabajar como extra para todo tipo de eventos. Así se sacaba un dinero ideal para afrontar el curso escolar sin depender del obtuso de su padre.
—No esperaba verle en esta fiesta. Solo suelen venir tipos de lo más estirado.
—A lo mejor yo quiero convertirme en uno de esos tipos.
—A lo mejor. No me lo parece.
—¿Eso que estás fumando es lo que yo creo?
—¡Ah! No se lo diga a mi padre, por favor. Me matará si se entera.
—No se lo diré si compartes un poco.
Estuvimos un rato fumando en la oscuridad. Yo estaba desentrenado, no hacía tal cosa desde la universidad. Empecé a notar cómo se secaba mi boca y me costaba expresarme con normalidad. Héctor se fijó en lo que sucedía en el interior de la fiesta. Señaló con la cabeza mientras apretaba los ojos.
—Esa mujer que baila con Roger es su señora, ¿no?
—Supongo que sí. Imagino que su esposa está a punto de matarlo.
—¿La señora Lennox?
—Si. Doña Como Se Llame.
Le dio un ataque de risa que le produjo una gran tos. Se agachó para coger una botella de agua que tenía a mano.
—El señor y la señora Lennox son hermanos. Ella se presenta como si estuvieran casados porque dice que no soporta a los tipos que se le arriman. Dice que son unos interesados.
Acabé de fumar con Héctor, mirando el animado baile a través de la ventana. Emma se reía. Se lo pasaba bien sin ningún disimulo. Acabó su copa y desapareció, supongo que iba a pedir un nuevo combinado. El chico se despidió cuando un compañero de la agencia de extras le reclamó vociferando. De repente me encontré solo, en medio de las flores que adornaban la parte del jardín más cercana a la mansión, como si fuera un enajenado que espiaba a sus víctimas.
Di la vuelta, atravesé el camino que salía de la finca y me dirigí por la carretera de hormigón que seguía hacia el faro. Traté de no pensar en nada, simplemente movía mis pies e intentaba acompasar mi acelerada respiración. Cuando llegué a un punto desde el que se veía la playa me detuve. Saqué un cigarro y lo fumé allí mismo, me di cuenta de que sudaba. No había advertido a Emma de mi partida. ¿Cuánto tardaría en darse cuenta?
Seguí caminando carretera abajo y giré hacia las escaleras que se internaban en la urbanización. Traté de ir por la parte más oscura, me daba vergüenza que alguien me viera volver solo y lo que pudieran llegar a pensar. Una vez en casa me preparé una copa y me dispuse a esperar despierto, pero luego caí en que eso era un error. Era preferible actuar como si nada me importara. Me di una ducha y me metí en la cama.
Antes del amanecer escuché el sonido de un motor. Al poco rato entró ella. Pude sentir como se descalzaba y entraba tratando de no hacer ruido.
—¿Hola? ¿Cariño?
