Por supuesto que no es él - Whitney G. - E-Book

Por supuesto que no es él E-Book

Whitney G.

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Beschreibung

Lo único que quería en mi trigésimo cumpleaños era una noche de locura de la que me acordase toda la vida… Y en vez de eso, acabé embarazada de mi jefe. Vale, espera. Antes de que empieces a juzgarme —que te estoy viendo—, la verdad es que no sabía que era mi jefe en esos momentos. Lo único que vi fue al hombre más sexy con el que me había tropezado nunca, con acento británico incluido, y unos labios que me devoraron durante horas en la cama. un así, cuando se comportó como un gilipollas y asumió que iba a haber una segunda ronda después de haber dicho que mi apartamento se parecía a «una caja de cerillas», le di la patada y esperé no volver a verle nunca más. Hasta cuatro semanas más tarde… Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba «tardando», cuando veinte pruebas de embarazo distintas me confirmaron la verdad que no quería reconocer. Y justo cuando pensaba que tendría que pasarme otras cuatro semanas más buscándole, entró tan tranquilo por las puertas de mi empresa, y mi supervisor nos anunció que era nuestro nuevo director general. Pero es que eso no es ni siquiera lo peor. Ni de lejos. Resulta que ese hombre ocultó un secreto la noche en que nos conocimos, y los siguientes ocho meses iban a ser mucho más complicados de lo que jamás podría haberme imaginado…

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Título original: Definitely Not Him

Primera edición: noviembre de 2022

Copyright © 2022 by Whitney G.Published by arrangement with Brower Literary & Management

© de la traducción: Lorena Escudero Ruiz, 2022

© de esta edición: 2022, ediciones Pàmies, S. L.C/ Mesena, 1828033 [email protected]

ISBN: 978-84-19301-37-6BIC: FRD

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®Fotografía del modelo: Xcai/Depositphotos.com

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Dos semanas más tarde

Capítulo 11

Capítulo 12

Cuatro semanas más tarde

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Una semana después

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Tres semanas después

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Una semana después

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Epílogo I

Epílogo II

Carta a mis lectores

Contenido especial

Para el verano.

Prólogo

En la actualidad (por desgracia)

Chloe

Si alguna vez alguien me obligase a describir a Tyler Carrington en solo tres palabras, habría elegido «arrogante», «detestable» y «cabrónsexyarrabiarquenecesitaquelomandendeunapatadaaotradimensión». (Esa última palabra está en el diccionario fijo. Creedme).

Para ser justa, otro de los apelativos finalistas habría sido el de «elpadredemibebéaquienodio», pero os contaré esa historia otro día…

Durante las últimas noches he devorado varias novelas sobre catástrofes con la esperanza de que se conviertan en realidad y que desaparezca como por arte de magia.

Pero, mira tú por dónde, tengo que admitir que no ha habido ningún terremoto repentino, ni socavón ni apocalipsis zombi que lo hayan desterrado de mi vida.

Incluso ahora, en estos momentos, está en el umbral de mi puerta, fulminándome con sus preciosos ojos de color almendra. Por mucho que lo odie, puede ponerme cachonda con muy poco esfuerzo, solo con una palabra de esos preciosos labios británicos. Y por mucho que haya tratado de convencer a mi corazón de que no merece mi afecto, late a un ritmo escandaloso siempre que él está cerca.

—¿Está lista para terminar nuestra conversación de anoche, señorita March? —Al fin rompe el silencio y su acento marcado me desarma en un instante—. Ha llegado el momento de que termines lo que tuvieses que decir.

—Claro —respondo, encogiéndome de hombros—. Lo odio todo de ti y de esta situación. Por favor, vuelve a Londres.

—Esa no es la conversación de la que estoy hablando.

—Entonces, a lo mejor eres tú quien tiene algo que decir.

—Creo que las palabras que estás buscando son «He terminado con estos jueguecitos retorcidos y voy a volver a quedarme en tu casa».

—Los sofás de mis amigos me van muy bien. Aunque valoro tu generosa oferta.

—No es una maldita oferta. —Aprieta la mandíbula—. Han pasado ocho días.

—Siete.

—El número no es la cuestión —afirma—. Espero verte en mi cama esta noche para que podamos hablar de este último problema como adultos.

—¿Qué pasará cuando te des cuenta de que no estoy allí?

—Me veré obligado a tomar medidas drásticas para proteger a nuestro futuro hijo.

—Mi hijo.

—No lo has hecho tú sola. —Sonríe con satisfacción—. Seguro que recuerdas el papel que desempeñé esa noche, ¿verdad?

—Fue bastante poco memorable, ahora que lo pienso.

—Dudo mucho de que te olvides de cinco orgasmos.

Fueron seis…

Trato de encontrar algo sarcástico que decir, pero los recuerdos de aquella noche funesta inundan mi mente de pronto. Lo único que soy capaz de ver es a él, adueñándose de mi cuerpo con la boca, llevándome al límite tantas veces que le rogué que nunca parara y abrazándome con fuerza mientras me susurraba las cosas más guarras que he escuchado nunca.

—Eso es lo que pensaba. —Se vuelve de nuevo hacia la puerta—. Te veré en casa. O te vas a enterar.

Cierra de un portazo, y yo cojo mi móvil.

Abro la aplicación Qué esperar cuando estás esperando y reviso mis semanas anteriores de embarazo hasta llegar al momento en que todavía seguía negándolo.

Al momento en que «Empezar los treinta con un polvo» no era más que un mero deseo de cumpleaños y no tenía ni idea de quién era Tyler Carrington en realidad.

Cuando llego a la «Semana 4», me quedo mirando la nota que fijé y al fin acepto la verdad.

Nadie va a devolverme ningún cumpleaños, no se puede dar marcha atrás en el tiempo… Ese hombre, y todo su equipaje, iba a ser un pasajero permanente en el vuelo de mi vida.

1

Esto no es una vida normal

Varias semanas antes de la denominada «noche funesta»

(Por cierto, disfrutó de cada segundo de ella)

Londres, Inglaterra

Tyler

—¿Puedes darte prisa, Dillon? —le exigí a mi chófer—. Parece que esta mujer está a punto de morirse.

Pronunciar aquellas palabras de camino al hospital no era como me había imaginado el final de ese fin de semana, pero me lo tenía merecido por cometer el mismo error siete sábados seguidos.

Desesperado por probar algo de «normalidad», me había escapado de Kensington Palace y había conducido hasta un pub fuera de Londres, después de medianoche.

Mi objetivo había sido encontrar a alguien que no estuviese al día de la prensa rosa, alguien que no tuviese ni idea de quién era yo, para poder al fin echar un polvo, pero la mancha real de mi familia siempre resurgía.

En algún momento entre la tercera y la cuarta ronda de bebidas, mi estratagema había saltado por los aires, como siempre, y habían vuelto a ocurrir las tres mismas cosas: la primera, que mi equipo de seguridad había obligado a todo el vecindario a firmar un contrato de confidencialidad. La segunda, que había regresado a casa para volver a cumplir una semana de condena entre barrotes de oro, con sequía incluida. La tercera, que el odio que sentía en mi interior por mi familia había vuelto a ascender hasta niveles insospechados.

Sin embargo, el incidente de esa mañana había sido totalmente nuevo. La mujer a la que había «conocido» se había desmayado y se había golpeado la cabeza con la barra.

—¿Dillon? —volví a llamarlo—. Tiene la cara pálida.

—Estoy conduciendo lo más rápido posible. —Me arrojó una botella de agua, y yo la puse sobre la frente de la mujer.

—No estoy nada pálida —balbució ella—. Estoy asombrada y bastante aturdida. Solía colgar las fotos de cuando eras niño en la pared de mi dormitorio. Eres el primer chico con el que me he masturbado…

—Por favor, dime que somos de la misma edad.

—Siempre he creído que eras sexy, pero eres como… mil veces más sexy en persona.

—Muchas gracias.

—Pero ¿por qué no me has dicho que eras un Carrington? —preguntó—. Me habría puesto de rodillas y te la habría chupado de cojones.

—¿Disculpa?

—Mi madre me enseñó todo lo que sé sobre las técnicas para metértela hasta la garganta. Me habrías ayudado a que se sintiera orgullosa.

Parpadeé varias veces.

Es imposible que haya dicho eso…

—Si estás interesado, puedo hacértelo un poco. —Sonrió—. Lo único que tienes que hacer es bajarte la bragueta y ayudarme a mover la cabeza.

—Preferiría que siguieras concentrándote en respirar —sugerí—. Pareces estar a punto de vomitar en mi suelo. Otra vez.

—Sabía que te había visto antes en algún lugar. —No me estaba escuchando—. Espera. ¿No se supone que tenías que estar declarándote a una princesa danesa o algo así? Es lo que dice la prensa rosa.

—Están muy equivocados.

—Entonces, ¿por qué me dijiste que te llamabas Matthew y que trabajabas en finanzas? —Inspiró con fuerza—. ¿Por qué me mentiste a la cara y me has negado el sueño de toda mi vida de tirarme a un miembro de la familia real? ¿Por qué…?

Vomitó en el suelo a mitad de frase y dejó nuestra conversación a medio acabar.

El escolta que tenía delante abrió una bolsa vacía, y yo le levanté la cabeza a la chica mientras el coche surcaba las calles.

A cada kilómetro que recorríamos, la ciudad gris y lluviosa seguía burlándose de mí.

Los pequeños restaurantes se reían de que no pudiese entrar sin reunir a una multitud. El tráfico me señalaba y susurraba que nunca podría conducir a ningún lugar solo, sin que nadie me saludara y sacara fotos al «guapo príncipe playboy». Las tiendas de souvenirs se mofaban de mi incomodidad, colocando libros sobre la familia real en los escaparates para demostrarme que no era yo quien podía relatar o representar la historia de mi vida. Siempre iban a narrarla autores a los que nunca había leído, e iba a publicarse en portadas con mucho brillo que yo nunca habría aprobado.

Delante de mí, el London Eye —aquella noria preciosa en la que siempre había querido montar— se reía con disimulo al recordarme la última vez que había intentado subirme. La prensa había aparecido en masa para sacarme fotos y lanzar preguntas, y yo había abandonado aquella idea para siempre.

A menudo, durante mis paseos matutinos, solían acercarse extraños para darme consejos que yo nunca había pedido sobre mi supuesta «actitud de maldito fiestero», mi «cabezonería», y mi «cuenta atrás hasta conseguir la corona». Sinceramente, sabían más sobre la historia de mi familia que mis verdaderos amigos.

Bueno, que mi único verdadero amigo, en realidad.

—Nos estamos acercando al destino, señor —sonó la voz de un escolta, interrumpiendo mis pensamientos—. Permítales unos momentos para limpiar el suelo, por favor.

Dos empleados salieron a toda prisa por las puertas traseras del St. Thomas Hospital y ayudaron a la mujer a subir a una camilla. En unos segundos, un pequeño equipo aspiró y limpió el suelo de moqueta, y mi escapada fallida llegó a su fin.

La puerta se cerró, y el escolta se cambió a otro coche.

—¿Y? —Dillon me miró por el espejo retrovisor—. ¿Te gustaría continuar con este experimento en otra ciudad, o quieres asistir al evento benéfico que va a empezar dentro de una hora?

—Ninguna de las dos —respondí—. Dame la tercera opción, la de dejar que me ahogue en el Támesis.

—Solo te la daré si no hay posibilidad alguna de que la escojas —afirmó—. Hoy pareces encontrarte en torno al sesenta por ciento de probabilidades.

Ochenta.

Antes de que pudiera decirle que me llevara a casa, sonó una videollamada de la persona a la que más odiaba.

Mi padre.

—Buenos días, Satanás —respondí.

—Tienes un aspecto de mierda. —Su cara apareció en la pantalla—. ¿Dónde demonios estás?

—Preparándome para un evento benéfico.

—No, ahí es donde se suponeque debes estar. Todo el mundo te está esperando, como de costumbre. ¿Dónde estás en realidad?

Dillon se unió a la carretera sin que se lo pidiera.

—Voy de camino.

—Bueno, bien. Tendremos que hablar en privado en cuanto se acabe esta velada. Es muy importante.

—Probablemente, deberías comprobar lo que significa en realidad el término «en privado».

—Significa solos tú y yo.

—Tú y yo. —Puse los ojos en blanco—. También significa que no veré extractos de nuestra conversación revoloteando por la prensa dentro de unos días. Es extraño cómo parece ocurrir siempre…

—Es parte del juego, hijo.

—Ya te he dicho que prefiero no jugar.

—Sería mucho más divertido si te atuvieras a los argumentos que hemos fijado. —Rio entre dientes—. No entiendo por qué causas tantos problemas.

—Si quieres inventarte una historia, llama a tu autor favorito y pídele que la escriba.

—Qué divertido. —Se rio—. ¿Sabes? Últimamente, te pareces mucho a tu difunta madre.

—Ándate con cuidado, Satanás. —Lo miré con los ojos entrecerrados.

—Solo digo que… Dios bendiga su alma.

—Al menos, ella la tenía.

—La tenía. —Su sonrisa falsa se amplió—. Bueno, eres lo bastante mayor como para recordar lo mal que le fueron las cosas cuando se negó a cumplir las normas —declaró—. Lo mejor que puedes hacer es aprender de sus errores y estar un poco más agradecido por esta vida tan privilegiada que te ha tocado. Nadie siente compasión por un hombre que lo tiene todo, ni la sentirá nunca.

—Eres consciente de que mi madre creía que eras un demonio enmascarado, ¿verdad?

—Me tomaré eso como un cumplido, viniendo de tu parte —dijo—. Solías jugar con unos demonios de juguete. Fueron tus favoritos durante años.

Corté la llamada antes de decir nada de lo que pudiera arrepentirme. Algo que echara a perder los ocho últimos años de planificación sobre cómo acabar mis días como parte de la familia real.

Pero, claro, a lo mejor no tengo que seguir esperando…

2

Una breve escapada

Más tarde, esa misma mañana

Londres, Inglaterra

Tyler

—Se me saltan las lágrimas cada vez que pienso en su madre. —La organizadora del evento benéfico me sonrió—. Era tan guapa y tenía tanto estilo… La manera en la que murió cuando tan solo era un adolescente fue tan… trágica, ¿sabe?

—Sí, sí que lo sé…

—Ha gestionado muy bien el dolor, y estoy muy agradecida de que acuda todos los años a nuestra fiesta para honrar su recuerdo.

—Lo mismo digo. —Me obligué a sonreír—. Gracias por su compasión.

—Hemos pintado un mural nuevo sobre ella en el jardín. —Me entregó un folleto—. Parece que a su hermano y a su hermana les gusta, así que apuesto a que a ella también le habría encantado.

—Ella lo habría encontrado de muy mal gusto.

—¿Qué? —Su sonrisa flaqueó—. ¿Qué ha dicho, señor?

—He dicho que se lo habría llevado con gusto.

—Ahhh. Bueno, claro, y la habríamos ayudado a moverlo a donde ella quisiera en los jardines.

—Estoy seguro de ello. —Le estreché la mano y di un paso atrás—. Si me disculpa, por favor.

No aguanto más.

Esa mujer y el resto de esas personas, incluso mis hermanos menores, no tenían ni idea de cuánto odiaba mi madre esa vida, de lo que había sufrido entre las paredes de palacio.

Paseé por la sala sonriendo con falsedad a los invitados, que llevaban unos broches azules en los que ponía «Descansa en paz, princesa Joanna».

—Disculpen todos. —Mi padre apareció de repente en el escenario—. ¿Pueden, por favor, prestar atención?

Los ligeros murmullos y risas se desvanecieron, y todo quedó en silencio.

—Como ya saben, hoy es un día muy triste en la historia de la familia. —La voz se le quebró, igual que ocurría siempre que ensayaba la misma frase manida—. La princesa Joanna vivirá siempre en mi corazón, y nuestros hijos, Tyler, Charlie y Priscilla, continuarán blandiendo su espíritu luchador.

¿Qué demonios significa eso?

—Tyler, como todos saben, es doce años mayor que los gemelos, y es mucho más distante y frío que ellos.

La sala se llenó de risas estruendosas, pero yo no capté el chiste.

—En fin, no es muy dado a hacer declaraciones en público, así que me ha pedido que lo haga yo en su nombre.

Se aclaró la garganta, y yo me crucé de brazos.

—Cumplirá treinta y cinco años el mes que viene y, por primera vez en su vida, va a invitar al público a su fiesta de cumpleaños, en la que habrá algunas sorpresas para alguien con quien ha estado coqueteando últimamente.

Victoria Nauss, una princesa morena y guapa de Dinamarca —en la que tenía cero interés—, se convirtió en el centro de atención de la sala.

Sus ojos se encontraron con los míos y las mejillas se le colorearon, lo cual consiguió unos cuantos murmullos y ovaciones de la multitud. A pesar de su actitud refinada y de «Oh, qué humilde soy», lo único que le importaba en realidad era convertirse en «La princesa más guapa de la historia de Londres».

No podía mantener una conversación decente ni aunque su vida dependiera de ello, y la única vez en que habíamos intentado acostarnos durante una noche de borrachera, me había dicho: «Si te doy mi regalo más preciado, tendrás que pedirme matrimonio después».

Desde entonces, no volví a tocarla ni a hablar con ella.

—Estoy seguro de que Joanna sabía que Tyler sería el último en sentar cabeza, y que le habría encantado verlo feliz en el amor…

Mi padre pronunció las últimas palabras de su discurso con un ritmo lento y calculado, y yo volví a reproducir en mi cabeza la conversación que habíamos tenido antes.

Nunca había querido hablar conmigo «en privado». Todo formaba parte de sus argucias de titiritero: una clase magistral para enseñarnos a mí y a todos los demás que él controlaba las riendas de mi vida. Que todo lo que decíamos y hacíamos en público era tan solo una actuación para una audiencia que nos amaba y nos odiaba a partes iguales.

Conforme proseguía con su función, me quedó más que claro que no me había equivocado al ocultarle mis andanzas privadas en Estados Unidos, en no dejar que se enterara de que estaba siguiendo los últimos consejos de mi madre al pie de la letra: «Ante todo, sigue siendo estratégico siempre. No dejes que esa gente sepa lo que sientes de verdad».

La sala irrumpió en aplausos cuando acabó, y yo me uní a ellos. Después, me acerqué hacia Victoria y le cogí la mano para continuar con aquella farsa.

Era lo que la «princesa Joanna» habría querido…

Horas más tarde, subrayé algunas frases de mi guía de La vida en Seattle, Washington, y tomé algunas notas.

«¿Qué es un pastelito Twinkie?».

Según mis investigaciones, Londres y Seattle compartían el mismo clima húmedo y las mañanas neblinosas, así como el mismo tono melancólico que cubría el cielo durante semanas seguidas.

El tráfico era otro tipo de desastre similar, pero las diferencias eran lo que me habían llevado a empezar una nueva vida allí. Eso y la editorial que había comprado en secreto con lo que me quedaba de la herencia de mi madre.

Mientras estaba marcando un lugar llamado «mercado de Pike Place», Dillon apareció delante de mi escritorio.

—Tu hermano y tu hermana acaban de hacer galletas de sucesión al trono con cabezas incluidas —anunció, mostrándome los dulces más espantosos que hubiese visto nunca—. Según ellos, tú vas justo detrás de tu padre.

—Soy más que consciente de ello. —Hice un gesto de exasperación—. Gracias.

—De nada. —Le dio un mordisco a la que tenía mi cabeza—. Priscilla y Charlie son mucho más agradables que tú.

—Y también tienen mucho más lavado el cerebro.

Él sonrió. Odiaba a mi familia tanto como yo, y me había ayudado con un montón de mis futuros planes.

—Dime una cosa, Dillon —comencé—. Si te contara que esta semana quiero volar a Seattle de incógnito durante unas cuantas noches, ¿cómo podrías ayudarme?

—No podría.

—¿Por qué no?

—Porque es arriesgado y casi imposible —adujo—. Tendría que fletar un avión privado, hacer un montón de preparativos y romper todas las normas del personal que aparecen en el libro.

—No te lo estoy pidiendo como miembro del personal —le dije—. Te lo estoy pidiendo como mi único amigo.

Él suspiró y me lanzó una mirada de compasión.

—¿Cuánto tiempo crees que puedo escaparme? —pregunté.

—Una noche, probablemente. Todo un día, si tenemos suerte.

—¿Eso es todo?

—Puede que entre otras seis y doce horas después —prosiguió—. Si fueras feo como tu hermano, te conseguiría toda una semana, porque nadie querría estar contigo.

Lo miré, impertérrito.

—¿Es eso un «sí» a que vas a ayudarme o no?

—Es un «sí», pero tengo algunas preguntas.

—Te escucho.

—Dame un motivo —dijo—. ¿Por qué no puedes esperar hasta dentro de unos meses?

—Quiero conocer la ciudad de verdad antes de mudarme de manera permanente.

—Me refiero al verdadero motivo.

—Me gustaría celebrar mi cumpleaños unas semanas antes. Quiero disfrutarlo yo solo.

—Te estoy dando una última oportunidad de no insultar mi inteligencia.

—Me gustaría encontrar a alguien para follar, para poner fin a mi dique seco.

—Gracias. —Puso los ojos en blanco—. En ese caso, ni bares ni fiestas con más de veinte personas dentro, y una visita turística obligatoria, puesto que no podrás hacerlo hasta dentro de un tiempo. ¿Otras peticiones que puedan ponerme de patitas en la calle?

—Me gustaría tener un coche mientras esté allí. Quiero conducir yo mismo.

—Eso queda descartado.

—Sé conducir, Dillon.

—Aquí en Londres, claro que sí —afirmó—. Pero en Estados Unidos conducen al otro lado de la carretera.

—No puede ser tan distinto.

—Bueno… —Se dio unos golpecitos en la barbilla—. Te conseguiré un coche, pero seguiré todos y cada uno de tus movimientos, junto con otros seis miembros de un equipo de seguridad, un médico y otro empleado.

—Cuatro miembros del equipo de seguridad, ningún médico y ningún otro empleado.

—Tyler…

—Casi no puedo tolerar esa mierda aquí, y ya hemos aclarado que no pienso aguantarlo cuando me marche de manera definitiva.

Se hizo un silencio.

—¿Y qué hay de una enfermera, en vez de un médico? —preguntó.

—Trato hecho.

Sacó su móvil y pulsó en la pantalla.

—Pediré unos cuantos favores a hoteles y empresas, pero tienes que estar listo para marcharte durante los tres próximos días para que esto pueda funcionar.

—Me parece perfecto.

—Por cierto, tu padre le ha dicho a la prensa que tienes una cita en una cafetería por la noche con esa princesa danesa de la que se supone que estás enamorado —explicó—. Tu hermana tiene pensado engañarte para que vayas, y se supone que yo no tengo que contarte nada de ello.

Por Dios bendito…

—¿Sabes qué? —Cerré el folleto que estaba leyendo—. ¿Qué tal si hacemos planes para irnos a Seattle un poco antes?

—Define qué es «un poco antes».

—Esta noche.

3

Sequías y cuentos de hadas

Al otro lado del charco

Seattle, Washington

Chloe

¿Qué demonios estoy haciendo con mi vida? ¿Cómo puedo reencarnarme en otra persona para volver a empezar?

Me quedaban doce horas para cumplir treinta años, y no tenía nada —absolutamente nada— para demostrarlo. Mi calificación crediticia era tan mala que ni siquiera podía soñar con comprarme un coche, mi apartamento era el ejemplo de lo que se definía como un «estercolero» y mi vida amorosa se limitaba a mi extensa colección de novelas románticas (aparte de los vibradores obsoletos que tenía en el cajón de mi mesilla).

Mientras el tranvía matutino de Seattle recorría las vías, saqué la última portada de Audio World y recorrí con los dedos los bordes de la sonrisa de mi mejor amiga, Kristin. Con su podcastSoltera a los treinta era ahora la primera podcaster del país, y esa era la cuarta portada del mes.

No te compares, Chloe. Ni te atrevas a compararte…

La aparté y saqué otra revista, la edición de ese mes de Bon Apetit. Bajo el titular «Conoce a la propietaria de heladería más sexy del país», mi otra mejor amiga, Madison, le guiñaba un ojo a la cámara.

Mis dos mejores amigas eran un año más jóvenes que yo y aparecían en las publicaciones de los medios por doquier, mientras que en la única portada en la que había aparecido yo era la que había publicado mi enemiga de séptimo curso: Zorras Culogordo de Central Middle School.

En cuanto a mis logros, podía resumirlos con tres dedos: el primero, no matar a mi jefa; el segundo, no atacar ni cortarle la cabeza a mi jefa, y el tercero, conservar el mismo empleo durante más de seis años y… no matar a mi jefa.

Eso tiene que valer para algo.

—Próxima parada, la heladería Corazones de Hielo, en Pike Place —anunció de repente el altavoz del tranvía—. Por favor, acérquese a la puerta si este es su destino, y que tenga un buen día.

Me puse de pie, metí las revistas en mi bolso y me dirigí hacia las puertas.

Cuando se abrieron, bajé despacio y paseé por la acera, inhalando el aroma a gofres recién hechos y helado casero.

Como si fuera una turista, hice fotos a las sillas de color rosa y verde pastel que había en el exterior del edificio. Después, leí los carteles de «Pruébame» que había colgados de los ladrillos como si no lo hubiese hecho un millón de veces antes.

En vez de los nombres típicos, tales como «Pastel de cumpleaños», «Crocanti» o «Montaña de chocolate», los sabores de Madison lucían otros mucho más extravagantes, como por ejemplo «Piña deprimida», «Menta nunca más vuelvas a llamarlo», o «El mejor sexo que haya disfrutado nunca». También estaba el «Fóllame, papi (chulo)», «Al rico chocolate (con leche)», o «Que te den (a gustito)», aunque esos solo se sacaban por la noche.

Tras hacer una última foto, empujé las puertas y un sonido silbante inundó la estancia. Cincuenta kilos de purpurina de color rosa y dorado me cayeron encima.

Pero ¿qué coño?

—¡Feliz mierda de cumpleaños por adelantado, Chloe! —gritaron Madison y Kristin a pleno pulmón—. ¡Te queremos mazo!

¿Eh?

Miré a mi alrededor y me di cuenta de que mi nombre brillaba en luces de neón en la pared del fondo. Sobre el mostrador había una pila de regalos con un envoltorio precioso, y en las ventanas había pegadas unas palabras en tono chillón.

«¡Has conseguido muchísimo antes de cumplir los treinta! ¡Eres casi la directora de la editorial, y tú y todos los demás lo sabéis! 😘».

—Creo que está a punto de llorar, Madison —susurró Kristin—. ¿La reconfortamos?

—Creo que no. —Madison negó con la cabeza—. Me parece que todavía anda en eso de «Voy a cumplir treinta mañana y no he hecho nada en la vida». No podemos acercarnos a ese tipo de energía negativa.

Me reí, y ellas me abrazaron con fuerza.

—Gracias. —Las lágrimas me escocieron en los ojos—. Muchas gracias a las dos.

—Muchas de nadas.

Me soltaron y me entregaron lo que siempre me daban todos los años: un sobre de color plata brillante que contenía la primera prueba para la «Búsqueda épica del tesoro de cumpleaños», una tradición que habían comenzado mis padres antes de morir y que ellas dos se negaban a abandonar.

—Aquí tienes. —Kristin me dio una caja rosa chillón—. Abre el mío primero.

Rompí el papel como un niño en Navidad y me quedé congelada al ver el logotipo de Chanel.

—Adelante —me animó—. Abre el resto.

Abrí la tapa con cuidado y sentí que el corazón me daba un brinco al ver la versión auténtica de un vestido de imitación que tenía colgado en mi armario. Era de color rosa coral con lentejuelas brillantes cosidas a mano, me llegaba hasta los muslos, era escotado y tenía, además, una raja larga en el lateral izquierdo.

—No puedo aceptarlo —dije, negando con la cabeza—. ¿No cuesta como unos mil ochocientos dólares?

—Puedo permitírmelo, créeme. —Me dio un beso en la mejilla—. Además, no puedes entrar en la treintena vestida de imitación. Esos días tienen que quedar atrás.

Abracé la tela contra mi pecho, y Madison colocó una caja distinta delante de mí.

—Te he comprado las sandalias de mariposa a juego —dijo—. Por favor, tira las baratas, que se parecen ya más a unas polillas. Tendré que desheredarte si vuelves a ponértelas.

Resoplé y admiré lo bien hechas que estaban las suelas.

—Además, la peluquería de al lado va a cortarte el pelo, que ya te iba haciendo falta, antes de la búsqueda del tesoro —anunció Kristin—. Ese procedimiento de emergencia también corre de mi cuenta.

—Eso no me suena a «regalo de cumpleaños». —La miré con los ojos entrecerrados—. Más bien me parece una crítica, como que Madison y tú habéis estado hablando de mí a mis espaldas.

—También te lo decimos a la cara. —Se rio, y cogió un cono de vainilla—. Hace meses que necesitas que un profesional te haga algo en el pelo.

—Meses —ratificó Madison.

—Gracias. —Les saqué el dedo corazón a las dos y, de repente, el peor tono del mundo sonó desde mi bolso.

Mierda, tiene que ser una broma.

—¿Sí, Hazel? —respondí, como de costumbre.

—¡Necesito que vengas a mi apartamento y me ayudes ahora mismo! —chilló—. ¡Por favor! Es una emergencia del nivel del 112, y creo que estoy a punto de morirme.

—¿No deberías llamar entonces al verdadero 112?

—Dios, no. Nadie puede enterarse de esto —dijo—. He enviado a Bennie a la heladería de tu amiga para recogerte. Date prisa y ven aquí antes de que sea demasiado tarde.

Colgó, y yo me aguanté las ganas de gritar.

—Puaj, ha sido bonito mientras ha durado. —Kristin me dio unas palmaditas en la espalda—. Esta búsqueda del tesoro ha sido la mejor hasta la fecha. Tus padres estarían muy orgullosos.

—Salvo por la última prueba —añadió Madison—. Es una prueba guarra, así que probablemente presenten una moción para mantenernos alejadas del cielo cuando nos muramos.

—Rogaré por su perdón. —Abrí el arcón congelador para coger unas cucharadas de helado rápidas, pero el chófer de mi jefa aparcó justo delante de la puerta.

—Ahora mismo vuelvo —dije.

Kristin y Madison me lanzaron una de esas miradas que decían «Y yo me lo creo».

Probablemente tengan razón.

Salí y no le di la oportunidad a Bennie de que me abriera la puerta trasera.

—Buenas tardes, señorita March. —Me observó mientras ocupaba el asiento trasero—. Hacía mucho que no la veía.

—Me viste ayer, cuando me llevaste a recoger la compra de la señorita Swift, y anteayer, cuando me llevaste a comprar veinte marcas distintas de rímel para un vídeo de TikTok.

—Solo estaba dándole un poco de conversación. —Sonrió—. Abróchese el cinturón, por favor.

Yo obedecí y me recliné contra el asiento de cuero.

—Por favor, ¿podemos tomar la ruta larga, lenta y bonita hasta su apartamento?

—Creo que no. —Su mirada se encontró con la mía a través del retrovisor—. La señorita Swift tiene miedo de morir, señorita March.

—Por eso —contesté—. No deberíamos entrometernos en los designios de Dios.

Él se rio y se unió al tráfico, ignorando mi petición.

A cada semáforo que pasaba, la sangre me hervía más.

Trabajar en la editorial —en la sección de romance, sobre todo— era, en apariencia, un sueño hecho realidad. La descripción del puesto de trabajo contenía, literalmente, todo lo que yo quería en la vida: novelas en tapa dura recién publicadas gratis, la oportunidad de conocer a mis autores favoritos y ejemplares exclusivos de otros libros por anticipado.

Aun así, tras años trabajando para Hazel Swift —una heredera con la cabeza hueca que no sabía nada de libros— había aprendido que todas esas cosas tenían su precio, y me faltaba el tiempo libre para pagarlo.

Se había inventado la artimaña de la «emergencia» el día antes de mi cumpleaños todos los años, y no tenía yo derecho a que me sorprendiera. Siempre se le ocurría algún motivo ridículo por el que me necesitaba: «¡Alguien ha arañado mi nuevo par de Manolos antes de la fiesta!», «¡Mi novio acaba de dejarme!», «Estoy teniendo un ataque de pánico y necesito que vengas a agarrarme de la mano»… Y me dejaba tan agotada que terminaba por rendirme y trabajar en mi gran día, postergando los planes para celebrarlo que hubiéramos hecho mis amigas y yo.

Pero ese año no iba a pasar.

Me negaba.

En cuanto me ocupara de su problema inexistente, iba a hacerme ese nuevo corte de pelo, a ponerme mi flamante vestido de Chanel y a pasar la noche en la ciudad con lo que fuera que hubiesen escrito Kristin y Madison para mi búsqueda del tesoro.

Mientras me imaginaba una noche con mi novio sexy de las novelas, Bennie se aclaró la garganta.

—Ya hemos llegado —informó—. Puede pasar.

—Gracias, Bennie. —Salí del coche y pasé mi llave por la puerta de entrada. Después, subí en un ascensor privado hasta la suite del ático.

Me preparé para escuchar sus tonterías, empujé las puertas y, de inmediato, los ojos me sangraron y pidieron a gritos un lavado con lejía. Mi cerebro se decantó por uno de memoria.

Como congelada en el suelo del salón, Hazel estaba completamente desnuda y llorando a cuatro patas.

Di un paso atrás, dispuesta a abandonarla, pero me vio.

—¡Ya era hora de que aparecieras! —lloriqueó—. ¿Puedes lavarte las manos y venir aquí, por favor?

Márchate y deja que se muera, Chloe. Se lo merece.

—¡Chloe! —gritó—. ¡Hazlo ya!

Tiré mi bolso al suelo y caminé como un zombi hacia la cocina. Me tomé un tiempo para enjabonarme las manos. Canturreé el coro de mi canción favorita antes de enjuagármelas, y después me las sequé con una servilleta de papel con toda parsimonia.

—¿Qué está pasando? —dije al acercarme a ella al fin—. ¿Le pasa algo a tu estómago?

—No… Es mi vagina.

—¿Tu qué?

—¡Mi va-gi-na! —Las lágrimas le resbalaron por las mejillas—. El chico con el que me acosté anoche se fue a casa hace horas, pero se ha dejado algo muy doloroso detrás.

Volví a mirar la puerta de entrada.

No podría atraparme.

—Me quema horriblemente, Chloe.

—No sé nada sobre cómo tratar las enfermedades de transmisión sexual. —Di un paso atrás—. Tienes que llamar a otra persona.

—Se ha dejado el condón —anunció, con voz trémula—. Se me ha quedado dentro, y no puedo cogerlo.

—Y…

—Y necesito que tú uses los dedos y que me lo saques. Ya.