Por un cambio en la economía - Gonzalo García Andrés - E-Book

Por un cambio en la economía E-Book

Gonzalo García Andrés

0,0

Beschreibung

No cabe duda de que el terremoto financiero de 2008 dibujó un nuevo escenario al que el sistema capitalista debía adaptarse para sobrevivir. Sin embargo, la economía más ortodoxa, la que aún hoy impera, ha demostrado una capacidad de adaptación insuficiente al nuevo contexto. Urgen cambios y algunos especialistas ya están desarrollando otra economía más asentada en la realidad. Esas nuevas ideas son necesarias para afrontar desafíos como el paro masivo, la desigualdad y la inestabilidad.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 445

Veröffentlichungsjahr: 2016

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



© Gonzalo García Andrés, 2016.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2016. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: OEBO986

ISBN: 9788490567357

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Dedicatoria

Agradecimientos

Introducción. Humildad y cambio

Primera parte. La embriaguez del equilibrio

1. Los pioneros. De luces y monstruos

2. Una ciencia a imagen de la mecánica

3. ¿Qué fue de la revolución keynesiana?

4. La contrarrevolución de las expectativas racionales

Segunda parte. Cinco brechas en la ortodoxia

5. De pronto, la incertidumbre (primera brecha)

6. La racionalidad naufraga entre olas (segunda brecha)

7. Flotando en el vacío institucional (tercera brecha)

8. La suerte del capital y sus gestores (cuarta brecha)

9. La inestabilidad, una hipótesis con mucho peso (quinta brecha)

Tercera parte. Los mimbres de un paradigma alternativo

10. Darwin y Keynes se encuentran en Santa Fe

11. Del homo economicus al Homo sapiens

12. La empresa, la industria y el progreso tecnológico

13. Inestabilidad y riesgo sistémico en el ecosistema financiero

14. La macroeconomía se remanga

Cuarta parte. Reflexiones normativas más allá de la ortodoxia

15. El Estado asegurador y la estabilidad de la demanda

16. Embridar las finanzas, liberar la economía

17. Compartir en la empresa y trabajar mejor

18. Globalización, innovación y desarrollo sostenible

Conclusión. Un cambio hacia el pluralismo

Bibliografía

Notas

De entre las numerosas obras sobre temas económicos que aparecen hoy en día a nivel internacional, la colección ECONOMÍA de RBA tiene como objetivo seleccionar solo las mejores, las que recojan con mayor claridad las ideas más innovadoras en torno a los problemas y debates de mayor actualidad en la realidad económica mundial. Siguiendo los criterios de calidad, lucidez y modernidad, un comité editorial dirigido por ANTONI CASTELLS y formado por JOSEP MARIA BRICALL, GUILLERMO DE LA DEHESA y EMILIO ONTIVEROS seleccionará regularmente los ensayos más sobresalientes en este ámbito. Así, con la aparición de media docena de títulos anuales, RBA quiere conformar una selecta biblioteca de actualidad económica que cumplirá dos grandes objetivos: por un lado, reunir libros de un alto nivel de calidad, escritos por economistas de reconocido prestigio, y, por otro, convertir la colección en un atlas que radiografíe la realidad económica que vivimos, de un modo ameno y comprensible para quienes no estén profesionalmente familiarizados con los temas tratados.

La colección ECONOMÍA abordará los más diversos aspectos vinculados a esta ciencia social en constante evolución sin restringir los ámbitos de sus análisis, que podrán ser nacionales, europeos o globales. De este modo, el lector interesado podrá encontrar libros que luchan por acabar con ideas profundamente arraigadas en la política y el pensamiento económico actuales (como es el caso de El Estado emprendedor, de Mariana Mazzucato), trabajos que desde una interesante perspectiva histórica ofrecen una visión alternativa sobre los fundamentos del actual sistema capitalista y propuestas innovadoras (tal es el caso de El capital en el siglo XXI, de Thomas Piketty) o certeros estudios sobre una realidad concreta, escritos por los mejores expertos sobre cada tema (como por ejemplo Europa sin euros, de David Marsh). Una colección, en definitiva, destinada a lectores con inquietudes y con afán de comprender mejor el mundo cambiante de la economía.

A Ana

AGRADECIMIENTOS

En abril de 2006 se reunieron en la sede del Banco Central Europeo (BCE), en Frankfurt, setenta y cinco representantes de los bancos centrales, supervisores bancarios y ministerios de Finanzas de la Unión Europea (UE). Fue una de las congregaciones de burócratas más entretenidas que recuerdo. Porque el propósito era jugar. Teníamos que jugar a gestionar una crisis financiera. Había distintos grupos y países de diferentes colores. El origen del problema era la quiebra de una empresa del sector del automóvil, que luego arrastraba a bancos de diversos países. Cuando terminamos comentamos entre nosotros cómo había terminado la simulación en cada grupo y volvimos a casa tan tranquilos.

Aquel ejercicio culminaba al menos seis años de discusiones, informes, firmas de acuerdos de cooperación y otros esfuerzos para mejorar la prevención y gestión de las crisis financieras en el seno de la UE. Sin embargo, no parecía que a ninguno de los participantes en este juego de guerra se le pasara por la cabeza que en aquel mismo instante se estaba fraguando la crisis financiera más grave desde la Gran Depresión.

Estábamos mirando hacia el lugar adecuado, pero no veíamos. Este libro surge de la perplejidad ante esa incapacidad para comprender la realidad a través de la mirada de la economía establecida.

Por mi trabajo en el Ministerio de Economía español me he empapado durante años de las doctrinas dominantes: he tenido que digerir el desayuno leyendo diarios color salmón; he resumido, diseccionado y hasta casi recitado los informes del BCE, el Fondo Monetario Internacional (FMI) o la Comisión Europea con toda su panoplia de rígidas prescripciones; he tratado con banqueros, de los privados y de los centrales, ambos igualmente apegados a la ortodoxia económica, e incluso he intentado persuadirles para que compraran deuda pública cuando todas las calamidades se cernían ya sobre la economía española.

Tuve la oportunidad también de vivir en primera línea el desmoronamiento, no del sistema, sino de la idea que nos habíamos hecho de él. Y pensé entonces que la búsqueda de una idea alternativa más ajustada a la realidad se hacía más acuciante.

Desde que el profesor Rubio de Urquía nos descubrió, en el último año de carrera, que más allá del «equilibrio general» y de lo que aprendíamos en el resto de las clases, había un universo de pensamiento económico distinto, he tratado de adentrarme en otros pagos teóricos para entender mejor la realidad y buscar fundamentos más sólidos para la política económica y financiera. Una parte fundamental del libro bebe de los escritos de estos otros economistas, tanto de los viejos habitantes extramuros de la corriente central como de una nueva generación de investigadores, muchos de los cuales trabajan en universidades europeas.

He tenido la suerte de contar con varias personas que han contribuido a este proyecto en distintas facetas, a las que les estoy inmensamente agradecido.

Este libro no habría visto la luz sin el apoyo de Guillermo de la Dehesa. Guillermo es, entre otras muchas cosas, un gran divulgador de la economía en español y un activista en la labor de transmisión de los progresos en la investigación académica al ámbito de la política económica, con particular denuedo en el caso del euro y sus todavía frustradas promesas de prosperidad.

Quiero dar las gracias también a las siguientes personas que han tenido la paciencia de leer el manuscrito y de sugerirme cambios, correcciones y mejoras: Guillermo Corral, Javier Díaz Malledo, Ángel Estrada, José María García Alonso (por esto y por tantas otras cosas), Pedro Hinojo, Luis Martí, Isaac Martín, Álvaro Ortega, Álvaro Sanmartín, Carlos Tórtola y Ángel Ubide (que, con razón, siempre me pedía una alternativa). Los errores e inexactitudes que el libro pueda contener son, por supuesto, exclusiva responsabilidad del autor. Agradezco también a la «Tertulia del Tonic» que me acogiera cuando llegué a Washington D.C. y se convirtiera en un estímulo intelectual además de en un grupo de buenos amigos.

Mucho de lo que se puede leer en las páginas que siguen tiene su origen en la interacción con mis compañeros de trabajo, profesionales excelentes (economistas y no economistas) tanto en la Dirección General del Tesoro y Política Financiera, como en la extinta Dirección General de Financiación Internacional y, finalmente, en la Oficina Económica y Comercial de la Embajada de España en Washington D.C. En los años previos a la crisis y durante los tiempos duros de 2008-2011 tuve la suerte también de tener como jefes a tres personas extraordinarias, de las que aprendí mucho y que me demostraron siempre su confianza: Soledad Núñez, David Vegara y José Manuel Campa.

Ana fue la primera lectora del manuscrito. No solo no me disuadió de mi propósito de escribir este libro, recién llegados con tres niñas pequeñas a una ciudad y a un país extraños; me animó, como viene haciendo desde hace años con cualquier proyecto que me ilusione, aunque sepa que a ella le va a robar tiempo y atención. Para ella, las gracias siempre se me quedan cortas. A Manuela, Valeria y Claudia les pido que no se resignen nunca con el mundo que les toque y les recuerdo que las ideas son la clave para cambiarlo.

INTRODUCCIÓN

HUMILDAD Y CAMBIO

Que la profesión económica pudiera ganar en humildad como consecuencia de los acontecimientos recientes es algo que debería desearse de todo corazón.

AXEL LEIJONHUFVUD (2009)

El coste verdadero de la crisis financiera no es el coste fiscal de los programas. El coste verdadero se mide en el sufrimiento humano y en el daño económico que ha causado, que es enorme. Son los empleos perdidos, las viviendas ejecutadas, las carreras universitarias que no se puede sufragar, las jubilaciones que han tenido que retrasarse.

WEB DEL TESORO DE ESTADOS UNIDOS

Aquel otoño no iba a ser como los demás. El dinero estaba asustado. El viernes, al cierre de los mercados en Wall Street, se contenía el aliento a la espera del anuncio de alguna nueva baja; se cruzaban apuestas sobre si esta vez sería un banco, un fondo de inversión, una aseguradora o las agencias hipotecarias. Algunos funcionarios federales pasaban los últimos fines de semana del verano en la oficina. En Nueva York, los jefes de los grandes bancos de inversión debían estar localizables el sábado para las autoridades; podían llamarles en cualquier momento para decidir sobre una compra a precio de ganga o para informarles de la inminente quiebra de su banco.

Durante aquellas semanas de 2008, el centro de mando de las finanzas mundiales, con su sofisticación, talento y genio para la acumulación, se tambaleaba. No se trataba en esta ocasión de un pánico pasajero o de una sana corrección de precios. El daño había alcanzado órganos vitales del engranaje, desencadenando una espiral destructiva que pronto se extendió por la economía.

El crédito dejó de fluir, los hogares frenaron el gasto y comenzaron a temer por la seguridad de sus depósitos y de sus inversiones; las empresas tenían dificultad para mantener el acceso a la financiación a corto plazo para su actividad y paralizaron los proyectos de inversión. El sistema financiero dejó de cumplir en algunos momentos sus funciones económicas esenciales: la crisis era sistémica y la amenaza de una nueva depresión como la de la década de 1930 era real.

Tras algunos titubeos iniciales y dificultades en el diagnóstico, la respuesta de la política económica fue contundente. En un corto espacio de tiempo se adoptaron medidas de corte fiscal, monetario y financiero que se situaban al margen de la ortodoxia de los últimos años. Y en pocos meses se coordinaron esas medidas entre los jefes de Estado y de Gobierno en el G20, al mismo tiempo que se inyectaban recursos en las instituciones financieras multilaterales para evitar el contagio hacia los países emergentes y en desarrollo.

La respuesta política concertada de los Estados evitó la depresión. Se consiguió frenar primero el bucle destructivo y después restaurar de manera gradual la estabilidad en el sistema financiero. Aunque con menos vigor de lo habitual tras una recesión profunda, la economía retomó una senda de expansión. La zona euro ha sido una excepción, puesto que desde principios de 2010 experimentó una mutación del mismo desorden financiero-real que golpeó a ambos lados del Atlántico en 2008, cuyas consecuencias económicas y sociales han sido devastadoras.

Dado que fueron los asesores económicos y otros economistas los que idearon la respuesta política que evitó el catastrófico escenario de la depresión, estaríamos ante un nuevo éxito de la economía... ¿o no?

No conviene restar valor al acierto en la política económica de finales de 2008 y principios de 2009. Pero aquello fue acción sin teoría; y el pragmatismo del momento no parece un programa satisfactorio para una pretendida ciencia. La ausencia de correspondencia entre las recetas que se aplicaron y las que hasta entonces se consideraban deseables ya apunta al grave desgarro que para la economía ha supuesto esta crisis.

Aunque se haya evitado la depresión, la chispa que prendió en 2007 ha llevado al sistema económico del mundo desarrollado a una triple crisis de eficiencia, de equidad y de legitimidad.

Las estimaciones del coste de la crisis en términos de bienestar material para Estados Unidos oscilan entre un 40 y un 100% del PIB.1 En los países europeos que han sufrido la doble recesión, las pérdidas acumuladas de producción respecto a la tendencia previa se situarían por encima de ese rango. Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), el número de personas en paro ha aumentado en 28 millones en el lustro posterior a 2007, la mitad de ellos en los países desarrollados, incluyendo 4 millones en España. Si se añade el colectivo de trabajadores que han dejado de buscar trabajo, la brecha de empleo que se ha abierto alcanza a 67 millones de personas en todo el mundo. Un gran desperdicio de recursos y un empobrecimiento no solo en términos de renta sino también de oportunidades y de capacidades.

La distribución de estos enormes costes entre los diferentes estratos de la población ha sido muy desigual. En los países anglosajones, la tendencia al aumento de la desigualdad en la distribución de la renta se interrumpió en 2009 por el efecto de la crisis sobre las rentas del capital, pero se ha reanudado a partir de 2010.2 En los estados europeos continentales, donde la distribución se había mantenido más estable en las últimas tres décadas, la crisis ha producido un aumento notable de la desigualdad. Según datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE, 2014), la renta del 10% más pobre de los hogares españoles cayó un 14% anual entre 2007 y 2010, mientras que la renta del 10% más rico lo hizo en torno al 1% anual (nótese que la peor fase de la crisis estaba por llegar).

Por último, las intervenciones públicas para restaurar la estabilidad y atenuar las consecuencias económicas de la crisis han subvertido algunos de los principios básicos del sistema de economía de mercado. El Estado ha comprometido volúmenes ingentes de recursos de la Hacienda Pública para sostener empresas privadas, ya sea mediante préstamos, adquisición de acciones o asunción de riesgos. Así, salvo escasas excepciones, no ha funcionado el principio de que quien asume los riesgos puede ganar o perder.

Nada de lo anterior es achacable a factores exógenos, como una guerra o una pérdida de población o de capital físico. Más bien al contrario, el entorno es muy favorable para la economía, puesto que a escala global asistimos a un choque positivo en la oferta agregada que amplía las posibilidades de producción. La integración en el mercado mundial de China y de otras economías emergentes con altas tasas de ahorro eleva la fuerza de trabajo y el capital, mientras la tecnología sigue progresando a un ritmo exponencial. A pesar de las admoniciones sobre un inexorable declive occidental, este cambio estructural en la economía mundial crea nuevas oportunidades de aumentar el bienestar material para los países desarrollados.

Sin perjuicio de la incisiva pregunta de la reina Isabel de Inglaterra en su visita a la London School of Economics, el problema no es que la ciencia económica no predijera la calamidad. Aunque circulan listas de economistas «listos» que mostraron su presciencia, es poco probable que incluso los más lúcidos de entre ellos imaginaran una debacle del sistema de tales proporciones. Es dudoso, en todo caso, que la predicción forme parte de las razones de ser de una ciencia social como la economía. El problema es la incapacidad del paradigma económico dominante de entender y explicar el comportamiento de la economía y del sistema financiero en estos años.

Sin entrar en las disquisiciones sobre las causas y los culpables de la crisis, las ideas económicas dominantes han sido determinantes. La visión del funcionamiento agregado del sistema económico que encarnan ha inspirado muchas de las decisiones individuales y las políticas aplicadas en los veinticinco años previos. Detrás de fenómenos como la reducción de la tributación de las rentas del capital, la debilidad de la regulación de los mercados financieros o la gestión de la crisis del euro hay siempre una teoría o modelo económicos. La influencia de los intereses, en particular los de la plutocracia financiera y corporativa, en el proceso que nos ha llevado hasta donde estamos hoy ha sido probablemente alta. Pero haciendo caso a la advertencia de Keynes sobre el poder de las ideas, quedémonos con la economía.

La crisis es lo más cercano a una refutación empírica del paradigma dominante que permite una ciencia social. La responsabilidad derivada de este fallo es enorme.

Una primera reacción aconsejable hacia fuera es la humildad. Debemos asumir que no entendemos bien cómo funcionan la economía y el sistema financiero. Admitir los errores y la limitación de nuestro conocimiento parece lo mínimo que merece el resto de la sociedad, que viene soportando desde hace años el tono arrogante con el que muchos economistas prescriben recetas a políticos democráticamente elegidos, trabajadores y empresas, así como la falta de explicación o de juicio crítico cuando las recetas fracasan.

Pero hacia dentro de la economía, la actitud debe ser muy diferente. Hay que trabajar por un cambio profundo en la disciplina. El debate actual se centra en el alcance de este cambio. Hay quien, como Paul Krugman, considera que no nos enfrentamos a un fallo conceptual, sino solo a un problema de miopía (los economistas no estábamos mirando al sitio adecuado), y a la adopción de políticas exóticas como la austeridad expansiva, alejadas de las recetas de la economía convencional.

Al contrario, la tesis central de este libro es que el fallo tiene raíces profundas y no se podrá remediar con reformas y refinamientos del paradigma vigente. Requiere una visión nueva que quizá precise de una revolución científica, en el sentido kuhniano, que alumbre un nuevo paradigma capaz de explicar el funcionamiento del sistema económico y financiero actual.

Las bases para este «paradigma alternativo» ya existen, asentadas en la sorprendente riqueza y lucidez de gran parte del pensamiento económico que no pertenece a la corriente central de la ciencia y que se nutre también de otras disciplinas como la psicología, la sociología o la biología.

Hay además algunos signos alentadores de cambio. Se aprecian síntomas que apuntan a que la economía puede haber entrado en un período de ciencia extraordinaria. Varios de los rasgos que Thomas Kuhn atribuía a este estado previo a una revolución se empiezan a observar: discusiones sobre el método, críticas explícitas al paradigma vigente, disposición a introducir cambios en los modelos convencionales...3 incluso los estudiantes universitarios están reclamando una aproximación distinta a la enseñanza de la economía.4

No obstante, el riesgo de inmovilismo es elevado. Tras el paréntesis de heterodoxia pragmática de los momentos más críticos, la visión dominante vuelve a inspirar los análisis y las recomendaciones, aunque ahora se vistan de otra manera para que no chirríen en exceso. La crisis del euro ha vuelto a evidenciar hasta qué punto las recetas derivadas de la ortodoxia chocan con la realidad de las economías y el daño que puede generar su aplicación.

El paradigma dominante es muy resistente y ejerce una gran capacidad de atracción.

El resultado de esta confrontación de ideas depende de los economistas, así como de la presión del resto de los ciudadanos para que la economía cumpla su función, entienda mejor su objeto y evite desastres como el que hemos vivido.

PRIMERA PARTE

LA EMBRIAGUEZ DEL EQUILIBRIO

En los debates públicos sobre cuestiones económicas suelen identificarse siempre dos partes: una con tendencia al laissez faire y otra más proclive a la intervención pública. La primera se asocia con la economía neoclásica y la segunda con la economía keynesiana. ¿A cuál de estas dos habría que destronar? Si se atiende a las recetas que reinaban en los años previos a la crisis, parecería claro que se trata de la economía neoclásica. No, dirían otros; recuerden el activismo de las políticas monetarias o el elevado nivel medio de gasto público en los países desarrollados y llegarán a la conclusión de que es la economía keynesiana la que estaba al mando.

En realidad, el paradigma dominante es una síntesis de elementos neoclásicos y keynesianos. Para entenderla es imprescindible mirar hacia atrás. La historia del pensamiento económico apenas figura en los programas con los que se forman hoy los economistas. Una triste rémora del positivismo, que tiende a considerar el progreso científico como un proceso lineal y acumulativo.1 Un viaje, aunque sea fugaz, a través de la historia de las ideas económicas permite conocer el origen de las grandes cuestiones que tiene que afrontar la economía e interpretarlas en un contexto más amplio.

1

LOS PIONEROS DE LUCES Y MONSTRUOS

Los primeros cien años de vida de la economía fueron brillantes. Nació con la Ilustración,1 de la mano de un filósofo moral escocés que había escrito acerca de la ética y la jurisprudencia antes de dedicarse a la economía política. Su objeto era dilucidar la naturaleza y la causa de la riqueza de los Estados, lo que llevó a Adam Smith y a los que le sucedieron a centrar la atención en la esfera de la producción, estudiando el crecimiento y su relación con la distribución de la renta.

Los economistas clásicos utilizaron un método ecléctico, basado en la observación concienzuda de la realidad, combinando inducción y deducción en diversas proporciones según el autor. Elaboraron una teoría partiendo de una formación variada y completa marcada por el derecho natural, y la plasmaron sin más formalismos que una prosa concisa. Les animaba el afán de mejorar las condiciones materiales en que vivían sus conciudadanos, lo que les llevó a incidir en las implicaciones normativas de su teoría, adentrándose en el funcionamiento de las instituciones y en la necesidad de reformarlas.

Construyeron un sólido edificio teórico sobre dos bases: el trabajo y el intercambio voluntario en el mercado. El trabajo constituye la esencia de una visión física o material del mundo que lo convierte en el determinante del valor de los bienes. Y el valor crece con el comercio, el intercambio de iguales cantidades de trabajo, que rige la evolución de las fuerzas productivas.

EL SECRETO: EL TRABAJO Y EL INTERCAMBIO

La riqueza depende pues de la capacidad productiva del trabajo. Y la clave para acrecentarla es la división del trabajo, que permite la especialización y, con ella, el ahorro de tiempo y la mejora en la destreza de los trabajadores. Esta vinculación que hace Adam Smith entre la riqueza y la complejidad del sistema económico asociada al alcance de la división del trabajo es una idea innovadora que revela una visión dinámica del crecimiento como proceso de cambio.

La profundización de la división del trabajo requiere dos ingredientes: la acumulación de capital y el aumento del tamaño del mercado. Y así aparece otro de los actores principales de la economía moderna, el más críptico, poliédrico, inefable y conflictivo: el capital. En su acepción circulante, el capital es el adelanto a los factores de producción durante la duración del proceso productivo; los trabajadores necesitan comer para arar las tierras, aun antes de haber cosechado un grano. En la acepción fija, el capital es trabajo acumulado en bienes de producción, que sirve para producir otros bienes elevando la productividad del trabajo.

El crecimiento tiende a agotarse cuando se frena la división del trabajo y entran en acción los rendimientos decrecientes en la producción. La acumulación de capital y el comercio son el antídoto para retrasar la llegada del estado estacionario, son la savia que alimenta el proceso de expansión de la riqueza. La política económica es en gran parte una batalla constante contra la extinción del crecimiento.

Smith comienza La riqueza de las naciones con esta teoría dinámica del crecimiento, la acumulación y el cambio económico, para introducir después el mecanismo de coordinación estática a través del mercado.

En el corto plazo, el precio viene determinado por la oferta y la demanda; pero las fuerzas del mercado hacen gravitar el precio hacia su «nivel natural», que viene determinado por el coste de producción. Aunque no se ignora la influencia de la demanda y a pesar de que hay casi tantas teorías del valor como autores, la economía política clásica entiende que el valor responde a un elemento objetivo, que viene dado por la remuneración de la tierra, el capital y el trabajo necesarios para producir el bien y llevarlo al mercado. Y las remuneraciones de los factores se determinan de la misma forma que los precios de los bienes; el coste de producción es la suma de los niveles naturales de la renta de la tierra, el salario y la tasa de beneficio.

Esta teoría del valor no resuelve la paradoja derivada de obviar la influencia de la demanda en el precio natural (¿por qué es el agua más barata que los diamantes, aun siendo mucho más útil?). Y deja abierto un frente importante respecto al proceso de determinación de las remuneraciones de los factores, en particular las del trabajo y del capital. ¿Por qué la tasa de beneficio es de un 10% y no de un 5%?, ¿porque lo dice la naturaleza? No obstante, dicha teoría no deja de ser coherente con su visión física del mundo y la preeminencia del trabajo.

En los Principios de economía política y tributación (1817), David Ricardo pretendía precisamente profundizar en las leyes de la distribución de la renta utilizando un modelo agrícola, en el cual la renta de la tierra desempeña un papel esencial. Una de sus aportaciones más brillantes fue el principio de la ventaja comparativa, que demostraba que el comercio podía ser mutuamente beneficioso incluso cuando un país producía todos los bienes utilizando menor cantidad de trabajo que su socio comercial. Las diferencias en los precios relativos de los bienes entre países son causa suficiente para que la especialización mejore las posibilidades de consumo de todos.

Los clásicos pusieron tanto empeño en demoler la querencia mercantilista por la acumulación de metales que acabaron relegando el dinero al papel de velo. ¡Qué absurda confusión, confundir riqueza con dinero! Reconocieron los servicios que el dinero proporcionaba para engrasar el tráfico económico y hacer posible el comercio y la división del trabajo, pero lo despojaron de cualquier potencial efecto real. Con el fundamento de esta concepción decorativa del dinero, idearon la teoría cuantitativa, desarrollando la idea ya expresada por David Hume en 1752: si cuatro quintas partes del dinero de Inglaterra desaparecieran en una noche... no pasaría nada; los precios de los bienes bajarían en la misma proporción, aumentando las ventas al exterior hasta que las entradas de oro volvieran a su nivel inicial...; los ciudadanos ingleses y los del resto de los países podrían dormir tranquilos, el dinero no sería problema.

En parte acuciados por la eficacia de su crítica al mercantilismo, y en parte exaltados por la perfección de sus leyes naturales, llegaron a la problemática conclusión de que el volumen de producción real en el corto plazo es fijo y no depende de la demanda. La oferta crea su propia demanda, reza la Ley de Say.2 Thomas R. Malthus ya advirtió acerca de la existencia de situaciones en las que la debilidad de la demanda limita la producción. Pero resultó una voz aislada, que no impidió la convalidación de la teoría cuantitativa y de la concepción del dinero como un velo sin efectos reales como parte del acervo clásico.

Adam Smith no fue el primero en reparar en la sorprendente capacidad de los mercados para coordinar los planes y actividades económicas de la sociedad. Coordinar en el sentido de hacerlos mutuamente compatibles y de permitir su realización simultánea al llegar al equilibrio. Pero su metáfora fue imbatible. La «mano invisible» dio a la economía política clásica el pulso optimista propio de la Ilustración. La libertad económica era el secreto de la riqueza de las naciones. Pero además, cuando pueden funcionar sin trabas, las leyes naturales de la economía (mediante la competencia y la persecución del propio interés) tienden a armonizar el interés privado egoísta y el interés colectivo. El sistema está en equilibrio y es justo, porque se basa en el intercambio voluntario y en precios que reflejan las cantidades de trabajo requeridas para producir los bienes.

Libertad, riqueza, justicia, orden natural... ¿Quién se resiste a la economía política?

Con la ventaja que da un par de siglos de retraso, y con los desórdenes y abusos recientes todavía impresos en la retina, la economía clásica podría aparecer como una ilusión ingenua de un grupo de iluminados. Pero si se valora en relación a su tiempo y a su influencia posterior, los Clásicos siguen ocupando una posición más que digna como iniciadores de la ciencia económica.

Hasta 1750, la renta per cápita mundial progresó muy lentamente, como se puede observar en el gráfico de esta página, siguiendo las estimaciones de Angus Maddison. En términos de bienestar material, la vida de un ciudadano medio de principios del siglo XVIII no era muy distinta de la de su ancestro de la antigua Roma. Sin embargo, la Revolución industrial supuso el inicio de una transformación económica extraordinaria que inauguró una nueva era respecto a la capacidad de creación y multiplicación de riqueza, reflejada en la elevación de la tasa media de crecimiento de la renta per cápita. La acumulación de capital, el progreso técnico y científico y la extensión del comercio profundizaron la división del trabajo, elevando su productividad.

Fuente: Maddison (2003).

La economía clásica no fue la causa de este proceso. Pero sí proporcionó una visión del mundo que contribuyó a desencadenarlo y ampliarlo. En una sociedad en la que el espacio del mercado era muy limitado, los clásicos clamaron por ampliarlo como fórmula para la prosperidad. Y no se equivocaron en ese punto. Tampoco en la existencia de mecanismos autónomos de coordinación espontánea a través del mercado.

EL REVERSO OSCURO DE LA LEY NATURAL

En apenas unas décadas de industrialización, los fantasmas empezaron a acechar a la natural armonía de la visión clásica. El crecimiento se veía interrumpido de manera periódica por crisis. Y los supremos bienes de la libertad y la justicia parecían no estar al alcance de una gran mayoría de la población, aquella que solo poseía su trabajo para participar en el mercado; surgía una nueva clase: el proletariado. Y pronto apareció un sesudo defensor de sus intereses; un barbudo analítico que dio forma a los monstruos que habitaban bajo la ley natural.

La obra de Karl Marx y su influjo trascienden con mucho la economía. La suya fue una teoría de la historia y de la sociedad, que incluía además un análisis prospectivo del capitalismo. Marx se formó en la filosofía alemana de su época y se hizo periodista por necesidad y revolucionario por vocación, participando en la primera convulsión en la que la burguesía y el proletariado se convirtieron en antagonistas. En su exilio en Londres pasó años estudiando la economía política clásica, a la que dedicó un libro crítico antes de publicar el primer volumen de El capital en 1867.

El meollo de la teoría de Marx es su disección del modo de producción capitalista; de cómo las relaciones de producción sociales determinan la distribución del producto entre capital y trabajo. Partiendo de este análisis y utilizando como método el materialismo histórico, se remonta hacia atrás, y después proyecta hacia el futuro. Comparte con los clásicos la concepción del trabajo como causa y esencia de todo valor y también muchos de los conceptos empleados (como la distinción entre valor de cambio y valor de uso, o entre relaciones de producción y fuerzas productivas).

La principal ruptura respecto a la concepción clásica es la quiebra de la igualdad de valores en el mercado de trabajo. Los trabajadores reciben un salario igual a la cantidad de trabajo necesaria para adquirir los bienes que precisan para su reproducción o subsistencia; este es el valor de cambio del trabajo. Pero el trabajo produce un valor superior a su remuneración, su valor de uso. La diferencia es la plusvalía, que es el excedente social que en el capitalismo revierte a los propietarios de los medios de producción.

Todo el mecanismo de generación de riqueza del capitalismo se asienta, según Marx, en una relación abusiva e injusta entre capital y trabajo. Sí, los trabajadores son libres de vender su trabajo... o de morirse de hambre. En el otro lado, el propietario de los medios de producción puede retrasar la inversión, contratar menos trabajadores o cerrar y seguir disfrutando de las rentas. El capitalista es libre porque dispone de tiempo más allá de la cobertura de sus necesidades vitales; el trabajador no tiene más tiempo que el que se ve forzado a dedicar a obtener el sustento para su supervivencia y la de sus hijos. El resultado es que el beneficio es trabajo no pagado... un robo, vamos.

El análisis de la dinámica del capitalismo en la visión marxiana no es sino una aplicación de la competencia entre las empresas por la apropiación de la plusvalía. El capital se concentra, y la producción se hace más intensiva en capital y en tecnología para poder producir más y realizar, en la esfera de la circulación, más plusvalía. El capital busca nuevos yacimientos de fuerza de trabajo, internacionalizándose, y trata de mantener a raya los salarios. Pero esta dinámica engendra su propia deriva, pues la acumulación de capital y el agotamiento de la plusvalía producen una tendencia decreciente en la tasa de beneficios. La trayectoria del capitalismo es inestable, ya sea porque la demanda es insuficiente para realizar la plusvalía, ya sea porque la subida de los salarios reduce la tasa de beneficio por debajo de lo que los capitalistas consideran necesario para seguir expandiendo la producción.

¿Dónde está la contradicción? ¿Dónde se han quedado la armonía y la justicia clásicas? Marx supone que el capital fijo no produce nada más que lo necesario para su reproducción, no genera valor añadido; es solo un instrumento para la extracción de la plusvalía. Este supuesto le creó un problema técnico dentro de su propio sistema, que intentó resolver en el tercer volumen de El capital, publicado ya después de su muerte.3

Pero más allá de estas dificultades, que suelen aparecer al tratar de conciliar una teoría del valor trabajo con la teoría del capital, la hipótesis de Marx de un capital fijo superfluo es problemática, sin dejar de ser coherente con su filosofía. ¿Produce lo mismo un trabajador manual en una herrería con un martillo que en una cadena de montaje de automóviles? ¿La acumulación y el perfeccionamiento del capital fijo no elevan la capacidad productiva del trabajo? No parece muy intuitivo.

Para la economía, el elemento más valioso del pensamiento de Marx ha sido probablemente su cuestionamiento de la ley natural en la distribución del producto entre capital y trabajo. Las relaciones sociales y las instituciones relacionadas con ellas son elementos determinantes de la remuneración del trabajo y de la tasa de beneficios del capital. El 10, el 15 o el 20% de tasa de beneficios no están escritos en la naturaleza. Y el alcance de los factores sociales respecto a los factores objetivos, sean estos naturales o técnicos, ha sido y sigue siendo objeto de análisis y controversia.

Muchos otros aspectos de las ideas económicas de Marx interesan menos a nuestro propósito; en la mayoría de los casos han sido desmentidas por la evolución del capitalismo o desacreditadas por la miseria material y la opresión que han acabado sufriendo los propios trabajadores en aquellos lugares en los que se han experimentado.

2

UNA CIENCIA A IMAGEN DE LA MECÁNICA

Una tarde de verano de 1858, durante un paseo por la vereda de un río en el sur de Francia, Marie-Esprit-Léon Walras le hizo una promesa a Auguste, su padre, que cambiaría el curso de la economía. Después de sus intentos fallidos por entrar en la Escuela Politécnica y en la Escuela de Minas, sus devaneos literarios y sus incursiones en el mundo cooperativista, Walras decidió aquella tarde dedicar el resto de su vida al empeño de construir la ciencia social, continuando así los esfuerzos baldíos de su progenitor.1

Dieciséis años más tarde, tras acceder a la cátedra de Economía Política creada en la Universidad de Lausana, Walras publicó los Elementos de economía política pura, una obra que junto con la Teoría de la economía política (1871), de William Stanley Jevons, alumbraría la revolución marginalista, embrión de la Escuela Neoclásica y del paradigma que ha dominado la economía hasta hoy.

La innovación principal de ambas obras fue una teoría del valor basada en la utilidad en la que el equilibrio se expresa con un sistema de ecuaciones que relaciona precios y utilidades marginales de los bienes.2 Se ofrecía así una perspectiva nueva sobre el problema del valor y se hacía con un método distinto.

Además, Walras formuló por primera vez un modelo del funcionamiento simultáneo de todos los mercados. Introdujo la parábola del subastador para ilustrar la coordinación espontánea en el ajuste de los precios relativos;3 el precio de los bienes con exceso de demanda subía y el precio de los bienes con exceso de oferta bajaba. Este proceso de tanteo (tâtonnement) continuaba hasta que el subastador llegaba a anunciar un vector de precios para el que los excesos de demanda de todos los bienes fueran nulos. Solo al final del proceso, cuando el mercado alcanza un vector de precios de equilibrio, se producen los intercambios. Mientras tanto solo hay un juego virtual de precios y de ofertas y demandas a esos precios.

Los trabajos de Jevons y Walras iniciaron un nuevo programa de investigación que atrajo a partir de entonces a los economistas más brillantes educados en la tradición clásica: Alfred Marshall (que publicó su influyente trabajo Principios de economía política en 1890), Vilfredo Pareto e Irving Fisher, entre otros. Los historiadores del pensamiento económico han sido en general reticentes a considerar el cambio que se operó durante aquellos años como una revolución en el sentido de Kuhn. Blaug (1972) recordaba que el nuevo enfoque de la teoría del valor a partir del principio de la utilidad marginal decreciente ya lo había esbozado Hermann Heinrich Gossen unos años antes; también llamaba la atención sobre la continuidad entre el pensamiento clásico y la incipiente teoría neoclásica. Joseph A. Schumpeter consideraba que la aportación del «equilibrio general» de Walras lo convertía en uno de los más grandes economistas de la historia.

Es cierto que faltaban varios de los rasgos que definen una revolución científica, como la inconmensurabilidad y la confrontación entre lo establecido y lo nuevo. También es cierto que las implicaciones normativas de la teoría apenas variaron. Pero sí que concurría el que quizá sea el rasgo más importante de una revolución científica: una visión nueva, producto de un nuevo método. Conviene explorar la génesis de esta visión neoclásica de la economía y su relación directa con la innovación en el método, porque sigue siendo hasta hoy el prisma a través del que la gran mayoría de economistas mira el mundo.

EN BUSCA DE UNA FÍSICA SOCIAL

¿Qué animaba a aquellos ilustres decimonónicos? ¿Por qué querían ser recordados? Pues bien, su misión era convertir la economía en ciencia; elevar su rango y su prestigio, para poder así apoyar sus afanes reformadores.4 La vía más inmediata para tener éxito en esta empresa era asomarse a aquellos saberes cuyo carácter científico estaba más asentado. Y así toparon con la física.

Las cinco décadas anteriores a la revolución marginalista fueron de gran ebullición en el conocimiento físico. El siglo había empezado bajo el influjo de la mecánica newtoniana y con los avances recientes en los métodos matemáticos para explicar el movimiento mediante el cálculo de variaciones. Todavía se consideraba mayoritariamente que el calor estaba relacionado con una sustancia, a pesar de que había quien, desde hacía tiempo, trataba de relacionar el calor con el movimiento. Durante aquellos primeros años del siglo, la invención y el posterior desarrollo del motor de vapor constituyeron el ámbito en el que se fue incubando una nueva concepción del calor, de su transmisión y de su conversión en trabajo mecánico desligada de cualquier sustancia. Desde 1824 hasta finales de la década de 1860 se gestó la termodinámica con el concepto de energía y el principio de su conservación en sistemas mecánicos cerrados.

La energía no era un fluido, ni ninguna otra sustancia; era un campo de fuerzas conservativo, una variable de estado cuya conservación permitía completar la mecánica, aplicando los métodos matemáticos de Joseph-Louis de Lagrange y, posteriormente, de William R. Hamilton. La constancia de la suma de la energía cinética y de la energía potencial permitía obtener el equilibrio del sistema. Y el carácter conservativo del campo de fuerzas suponía la reversibilidad del movimiento y la independencia del tiempo; lo importante eran los puntos de equilibrio, no la trayectoria de un punto a otro del sistema.

El principio de conservación de la energía, al que llegaron distintos físicos por aproximación y partiendo de la experiencia, se convirtió en una idea de gran potencia. Su generalidad y universalidad permitió durante años albergar la hipótesis de que conduciría a la unidad de las ciencias físicas. A ello contribuyó la aplicación de las ecuaciones diferenciales al estudio de múltiples problemas físicos.

Esa idea de una propiedad inmutable expresada en términos matemáticos, pero aplicable a cualquier sistema cerrado, contribuyó de manera decisiva a la conformación de la física clásica. Purrington (1997) sostiene que el principio de conservación de la energía supuso el establecimiento final de la visión mecánica del mundo que caracterizó este período.

La concepción determinista del mundo, regido por leyes estables y permanentes, recibió un gran espaldarazo con el nacimiento de la termodinámica. Y los economistas de la época no fueron ajenos a este impulso. Esta filosofía era la que había inspirado en gran medida a los clásicos; pero el método de los economistas neoclásicos suponía una ruptura. Las matemáticas pasaban a ser el lenguaje esencial de la economía; y la utilización de los instrumentos matemáticos de la física de mediados del siglo XIX llevaba aparejada la visión mecánica del funcionamiento del mecanismo de mercado.

Los primeros neoclásicos dejaron constancia escrita de la semejanza buscada de su método con el de la física. Su propósito era elaborar una mecánica social, que descubriera las leyes de la economía y las expresara con el mismo rigor matemático que el de la mecánica natural. Irving Fisher, cuya tesis de 1892 contiene la versión quizá más depurada del modelo neoclásico de determinación de los precios, incluso incluyó una tabla de correspondencias explícitas entre los elementos de su teoría de la demanda y los de un sistema mecánico cerrado.5

Como señala Mirowski (1989), no se trata simplemente de un recurso a la física como inspiración o como metáfora aproximada. Estamos ante una aplicación consciente y explícita de los métodos y leyes de la física a la economía. Lástima que esta voluntad de importación se quedara anclada en la primera ley de la termodinámica.

Porque lo más fascinante de esta historia es que, algunos años antes de que Walras y Jevons construyeran las bases de la teoría económica neoclásica con la vista puesta en la mecánica y la conservación de la energía, la física ya había iniciado un camino que la conduciría a una revolución que demolería el edificio determinista durante las siguientes décadas.6 Y este camino empezó con la observación de que el calor siempre fluye en una sola dirección, del cuerpo caliente al frío. Algo cambiaba junto al movimiento, haciéndolo irreversible.

La generalización de esta observación la realizó Rudolf Clausius acuñando el concepto de entropía, que puede entenderse como la proporción de energía limitada o no disponible (que no puede generar trabajo) respecto a la energía libre o disponible (que sí puede transformarse en trabajo) en una estructura. La segunda ley de la termodinámica señala que el universo tiende a la máxima entropía, experimentando un continuo proceso de degradación cualitativa irreversible. Este proceso puede entenderse también como la transformación del orden en desorden.

Cien años después, Georgescu-Roegen (1971) sostenía que la ley de la entropía es indispensable para entender el proceso económico y su naturaleza ligada al cambio cualitativo. Se extrañaba también de que nadie entre los economistas neoclásicos, ni entre los pioneros ni entre sus seguidores, reparara en la necesidad de asimilar el cambio de visión sobre el mundo que se estaba gestando en la física.

EL DESARROLLO Y LA CONSOLIDACIÓN DEL PARADIGMA NEOCLÁSICO

En las seis décadas que mediaron desde la publicación de las obras marginalistas hasta la irrupción de la Gran Depresión, la teoría neoclásica se desarrolló y consolidó, convirtiéndose en un sólido paradigma. El inicio de esta fase coincidió con la creación de las primeras cátedras, que pronto abandonaron el adjetivo «político» para quedarse en economía a secas, una ciencia mayor de edad.

La teoría neoclásica fue creciendo en tres planos distintos.

El primero es el del equilibrio parcial, el análisis de un único mercado siguiendo el método de Marshall, que permite mayor flexibilidad y aproximación a la realidad. El segundo es el del equilibrio general, que conlleva un grado mayor de formalización y también de simplificación en los supuestos. El último plano es el macroeconómico, que durante años resultó ser el más incómodo para los economistas neoclásicos. También es el plano donde antes se evidenciaron algunas de las carencias del paradigma y el que ha generado mayor discusión.

Una vez establecida la teoría de la demanda del consumidor como determinante fundamental del valor, el primer desafío para la incipiente escuela neoclásica era el tratamiento adecuado de la producción. La herencia clásica era rica y sólida, pero había que reemplazarla, porque se fundaba en una concepción material del valor que no parecía fácilmente reconciliable con la utilidad. Al mismo tiempo, la crítica de Marx a la economía clásica cobró fuerza, y su refutación exigía una explicación de los mecanismos de distribución de la renta tan rigurosa como la teoría del consumo.

La ficción de la economía de intercambios, con las dotaciones de los bienes como variable exógena no podía ser el fundamento para la teoría de la oferta, ni desde una perspectiva microeconómica ni, mucho menos, desde una perspectiva agregada. La ley de los rendimientos marginales decrecientes del factor variable podía apoyar una curva de oferta microeconómica con pendiente positiva por su efecto sobre el coste marginal. Pero no todo se podía reducir a la tecnología; había que considerar también el tiempo y su efecto sobre la posibilidad de variar la cantidad de distintos factores, en particular, el capital.

Hubo algunos intentos iniciales de vincular el mundo de la producción con la utilidad. Una opción era imputar los cambios en la utilidad del consumo a los factores y los incrementos en la producción que generaban. Otra era aplicar el anverso de la teoría del consumidor a la oferta de trabajo suponiendo que este provocaba desutilidad al individuo.

Finalmente tomó cuerpo un enfoque similar al adoptado en el consumo, con empresas que maximizaban beneficios en un entorno competitivo y cuyo fundamento analítico era la función de producción. Esta se concebía como una representación de las posibilidades técnicas de producción mediante la combinación de distintas cantidades de factores. En principio relacionaba la cantidad máxima de producto de un bien con cada combinación de cantidad de capital y de trabajo empleados.7

Entre las propiedades básicas atribuidas a la representación de la tecnología mediante la función de producción, los economistas neoclásicos destacaron la no convexidad, que expresaba la inexistencia de rendimientos crecientes.8 Suponiendo mercados de bienes y de factores perfectamente competitivos, la maximización de beneficios por parte de las empresas exige la igualación de las remuneraciones reales de los factores con su productividad marginal. Así se llegaba al resultado de que la demanda de factores de las empresas era su curva de productividad marginal.

Para el factor trabajo, este resultado parecía relativamente intuitivo, aunque tenía una gran trascendencia como refutación de la teoría marxista de la plusvalía. La remuneración que recibe el trabajo es su productividad marginal, y el propietario del capital obtiene como beneficio la diferencia acumulada entre la productividad de cada hora de trabajo y el salario real. La oferta de trabajo dependía del crecimiento de la población, que se podía suponer constante en el corto plazo, así como de la desutilidad marginal del trabajo, que se suponía creciente y derivada de la elección entre la renta y el ocio. Los trabajadores solo estaban dispuestos a trabajar más horas a cambio de un mayor salario real.

Integrar el capital en el análisis era más peliagudo, pero se consiguió aplicando el mismo método.

Las empresas demandan bienes físicos, los cuales, combinados con trabajo y otros factores, les permiten aumentar la producción durante varios períodos. Incluso para una misma empresa, estos bienes que componen el capital son heterogéneos: máquinas, almacenes, medios de transporte, tiendas, etc. Cada uno tiene su precio, que es distinto del precio del capital como factor o de su coste de utilización, que incluye el interés que se paga a los propietarios de los fondos que han pagado la adquisición de los bienes, así como la depreciación.

La teoría neoclásica supone que la productividad del capital tiene las mismas propiedades que la del trabajo: es positiva y decreciente, porque cuando se combinan cantidades adicionales de capital con la misma cantidad de trabajo, el incremento en la producción es cada vez menor.

La oferta de capital deriva del ahorro de los hogares, la parte de su renta que no consumen. Irving Fisher aplicó la teoría del consumo a un marco con varios períodos, en el que los individuos maximizan su utilidad intertemporal, que depende del consumo presente y del consumo futuro. En este caso, su restricción presupuestaria viene dada por la igualdad entre el valor actual del consumo y el valor actual de sus rentas. La hipótesis básica aquí es la preferencia por el consumo presente; los agentes prefieren consumir hoy a consumir en el futuro; esperar tiene un precio, que es el tipo de interés, la recompensa por posponer el consumo presente. Para aumentar la cantidad de ahorro ofrecida es preciso que el tipo de interés aumente.

El precio del tiempo se determina así en un mercado de recursos financieros en el que las empresas demandan fondos para invertir (ampliar su stock de capital) y los hogares ofrecen su ahorro. Así, el tipo de interés real de equilibrio es el que iguala el ahorro y la inversión.

Este análisis de la esfera de la producción permitió ofrecer un fundamento sólido tanto a la ley de Say como a la justicia de la distribución de la renta en el sistema capitalista. Se pudo demostrar además que un equilibrio general que cumpla las propiedades neoclásicas de las funciones de oferta y demanda sería un óptimo social de acuerdo al criterio de Pareto.9 Para razonar en términos macroeconómicos se desarrolló la función de producción agregada, que expresaba la producción total asociada a distintas cantidades de trabajo y de capital agregados.

El supuesto de rendimientos constantes a escala permitía concluir que la retribución al trabajo y al capital de acuerdo a su productividad marginal agotaba el producto. En situación de equilibrio, por tanto, no había cabida para los beneficios extraordinarios (superiores al tipo de interés), puesto que la competencia tendería a eliminarlos. El residuo para el empresario (entendido como aquel que pone en marcha el proceso de producción, asume un alto riesgo y se queda con el beneficio residual) era transitorio. El reparto de la renta entre capital y trabajo no solo es justo, ya que corresponde con su aportación marginal al producto; además, el crecimiento mediante la acumulación de capital eleva los salarios reales. Marx tenía razón en predecir el decrecimiento de la tasa de beneficios; pero esta dinámica acabaría beneficiando a los trabajadores.

Por otra parte, siempre que se deje al mercado de trabajo funcionar sin trabas, la producción será la máxima compatible con las restricciones en las dotaciones de factores, las preferencias y la tecnología. La flexibilidad del salario real igualará siempre la demanda y la oferta de trabajo; las horas de trabajo que correspondan a ese equilibrio determinarán el volumen de producción real. Y siempre habrá demanda para ese nivel de producción a los precios adecuados. La economía siempre estaría produciendo con plena utilización de los recursos y no existirían trabajadores desempleados, en el sentido de estar dispuestos a trabajar al salario real de mercado y no poder encontrar trabajo.

El dinero no interviene para nada en el proceso de coordinación temporal de los planes de producción y consumo. Las versiones neoclásicas de la formulación de la teoría cuantitativa del dinero admitieron cierta sensibilidad al tipo de interés al incorporar la demanda por motivo de precaución. Pero en aquellos años de florecimiento del patrón oro, la conclusión de la teoría seguía separando el mundo real del mundo monetario. Después de crisis recurrentes cada diez años a lo largo del siglo, el último cuarto del siglo XIX y el primero del siglo XX fueron relativamente estables, ya que los episodios de crisis (1873, 1907 y 1921) se espaciaron de manera notable. Los neoclásicos entendían estos fenómenos como anomalías temporales, cuya superación requería dejar que el mecanismo de mercado se ajustara con la menor intervención posible.

En definitiva, el paradigma dominante actual en economía se formó entre 1870 y 1929 adoptando el método y la visión mecánica del mundo de la física clásica, ya en sus estertores. El equilibrio y su caracterización matemática partiendo de la optimización individual se convirtieron en las bases fundamentales de la ciencia económica, aplicándose tanto a la demanda como a la producción.