Porque hizo maravillas - Verónica Namoyo - E-Book

Porque hizo maravillas E-Book

Verónica Namoyo

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Beschreibung

Los padres de Lucette, una niña francesa criada en la difícil frontera marroquí, huyeron de Francia y, como comunistas, juraron que «nadie hablaría de Dios a su hija, ni influiría en el desarrollo de su mente con supersticiones opresivas». Todo el ambiente y educación de la pequeña Lucette la encaminaba a ser un producto perfecto del ateísmo marxista y anticatólico. Pero Dios tenía otros planes para ella. Un día contempla la sobrecogedora belleza de una puesta de sol tras una violenta tormenta de arena, y siente la cercanía de Dios, que la impulsa a orar. Será el primer eslabón de una conversión que la llevará a abrazar la fe y, más tarde, a hacerse monja clarisa en Argel. Repudiada por sus padres, y ya como Madre Verónica Namoyo, será abadesa y fundadora de dos florecientes monasterios en África.

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VERÓNICA NAMOYO

PORQUE HIZO MARAVILLAS

Una historia de conversión en el norte de África

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: A Memory for Wonders: True Story

© 1993 by Ignatius Press, un sello de Guadalup Associates Inc

© 2023 de la edición española traducida por Gloria Esteban

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6577-1

ISBN (edición digital): 978-84-321-6578-8

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6579-5

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

Prólogo

I. Raíces

II. Infancia en Marruecos

III. Safí

IV. De vuelta en Bretaña

V. Camaret

VI. Casablanca

VII. Como anhela el ciervo

VIII. La villa

IX. Amigos

X. En el umbral

XI. Estudiante en Argel

XII. La búsqueda

XIII. Algo más en torno a mis amigos y a la Qasba

XIV. El tifus

XV. Francia encadenada

XVI. Bombardeos

XVII. El monasterio

XVIII. Nada hay imposible para Dios

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

Comenzar a leer

Notas

PRÓLOGO

¿Por qué escribe alguien una autobiografía? Alguna fuerza motriz tiene que existir. Y ahí ya entran en juego las variables. Si eres famoso por algún motivo, puede que presentarte bajo luces de neón te llene los bolsillos usque in saeculum —por incierto que sea ese saeculum—. Los hay también que, sin ser ser famosos y teniendo escasas dotes de escritor, se ven irresistiblemente empujados a disertar por escrito sobre el fascinante tema de sí mismos hasta completar varios volúmenes, de los que el universo se salva gracias a una significativa falta de entusiasmo por parte del mundo editorial. Y luego están también los que, con laboriosa humildad, escriben una autobiografía para que el mundo pueda conocer las maravillas de Dios. Este libro es una de ellas. Hemos de agradecer que las maravillas de Dios que en él se nos revelan nos las confíe una escritora consumada.

Cualquier vida humana es un misterio del amor de Dios. Y, en su significado más hondo, por oculto que esté en el pliegue más recóndito de nuestro ser, cualquier vida humana pertenece al Cuerpo Místico de Cristo, del que todos somos miembros. Quizá algunas vidas sean más asombrosamente misteriosas que otras, al menos en el sentido de más sorprendentes. Y así es la vida de la madre Verónica Namoyo Le Goulard. Lucette Le Goulard ingresó en el Monasterio de Clarisas Pobres de Argel a los veintidós años y, después de una vida que cualquiera podría calificar como poco de asombrosa, acabó siendo su abadesa antes de abandonarlo para fundar otro en Lilongüe (Malaui): en la actualidad es un monasterio muy nutrido y mundialmente célebre por su fructífera inculturación, sabiamente guiada por la gracia.

Después de un brillante período de varios años como abadesa en Malaui, la madre Verónica Namoyo regresó a Francia con la gozosa esperanza de acabar sus días terrenales llevando una vida contemplativa perfectamente oculta. Siempre había confiado en que para entonces la gracia de Dios habría logrado una comunidad totalmente nativa en Malaui, y esa esperanza no se vio defraudada; no así la de huir de la mirada de los hombres, la cual no llegó a quedar plenamente satisfecha. Porque muy pronto Roma volvió a enviarla a África, esta vez para refundar una comunidad moribunda de Lusaka. Tras muchos años como abadesa, durante los cuales la clausura contemplativa de las clarisas pobres recobró su lozanía, insistió en que el gobierno de la abadía le fuera confiado a una nativa africana. Fue allí, en el Monasterio de Lusaka, donde la madre Verónica Namoyo continuó prestando un valioso servicio a Dios, a la Iglesia y a la Orden de las Clarisas Pobres como vicaria, maestra de novicias y primera consejera de una Federación Africana de Clarisas Pobres, después de haber sido la primera abadesa de la federación inicial.

Al tomar el hábito de clarisa pobre, Lucette adoptó el nombre de «Verónica», al que un arzobispo africano tuvo el acierto de añadir otro tan definitorio como el de «Namoyo», «dadora de vida»: un apelativo más que adecuado para la mujer que lo lleva. Las primeras abadesas de Lilongüe y Lusaka nacidas en África fueron las primeras postulantes recibidas por la madre Verónica Namoyo.

Esta autobiografía se escribió gracias a la implacable insistencia de la abadesa africana de Lusaka: era el único regalo que deseaba por sus bodas de plata, celebradas hace ya unos años. En principio el destinatario único de aquel regalo iba a ser la comunidad de Lusaka. Y entonces entro yo en escena, porque la madre Verónica Namoyo, una de mis amigas más queridas, me confió el manuscrito para que hiciera algunas correcciones. Siendo el francés su lengua materna y dadas las escasas oportunidades de practicar el inglés escrito y hablado después de tantos años en África, la madre Verónica pensaba que el texto podría requerir cierta revisión gramatical. Al darme cuenta del tesoro que acababa de caer en mis manos y del modo tan espléndido en que quedaba descrita la asombrosa obra divina, uní mis fuerzas a las de la madre Josefa, la joven abadesa africana de Lusaka, para convencer a la madre Verónica Namoyo de que me permitiera publicarlo. La madre Verónica peleó una buena primera batalla en contra de mi propuesta.

Entre mis funciones como abadesa federal de la Federación Estadounidense de María Inmaculada se contaba la de invitar a algunas abadesas clarisas pobres británicas —dos de ellas miembros de la Asociación Inglesa de Clarisas Pobres— a nuestro capítulo federal, que se iba a celebrar en Roswell en 1987. No tardamos en obtener de las superioras el permiso que facilitaba un intercambio tan enriquecedor. Dicha invitación se hizo extensiva también a la abadesa angloparlante que presidía la Federación Africana de Clarisas Pobres (a quien le fue imposible aceptarla), así como a su primera consejera federal, quien (afortunadamente para nosotras) sí aceptó: era la madre Verónica Namoyo.

Una de las tardes de aquellos días de capítulo en Roswell la madre Verónica y yo nos sentamos en nuestra modesta oficina para entablar un serio debate. Siempre unidas en el espíritu, en el corazón y en los ideales —y por lo general en las opiniones—, esta vez nuestro desacuerdo era manifiesto. A mi juicio, la autobiografía que se me había confiado a título personal no podía quedar sustraída a un público lector mucho más amplio. La madre Verónica no quería ni oír hablar del asunto. Aquello era privado. No estaba hecho para difundirse. Y muchos menos para publicarse. Nos quedamos un rato sentadas, envueltas en un silencio beligerante: las palabras se fueron agotando y nuestras dos visiones, tan dispares, se estrellaron mudas la una contra la otra. Por fin retomé la palabra.

La madre Verónica Namoyo siempre ha tenido en mucha estima mis poemas y a mí me llena de gozo descubrir lo bien que entiende todo lo que estos pretenden expresar. Tras agradecérselo una vez más, le recordé que, cuando alguien se propone escribir algo que quiera asemejarse siquiera a verdadera poesía, debe asumir su extrema pobreza. La poesía —si es que realmente pretende serlo— revela lo más íntimo del alma y el corazón del poeta. Quien escribe poesía ha de darse por entero. Le recordé también la aspiración a la pobreza más absoluta que Dios había hecho nacer en ella. Le pregunté qué derecho le asistía ante Dios de reservarse el manuscrito para ella y para unas pocas más después de haber respondido a esa gracia durante tanto tiempo y con tanta fidelidad como quedaba claramente reflejado en esa autobiografía. Le pregunté también cómo iba a justificar mantener ocultas tantas maravillas divinas cuando la espléndida obra de Dios en ella podía hacer que muchas almas se rindieran en adoración ante Él. En mi opinión, lo que había escrito suponía un manifiesto canal de gracia para muchas almas; y le pedí que renunciase a la propiedad de las obras que Dios había hecho en su vida, sugiriéndole que despojarse de esa última posesión bien podría ser el epítome de la pobreza a la que Él la había invitado.

La madre Verónica agachó la cabeza y, transcurridos unos instantes, dijo:

—Confío plenamente en usted. Lo haré.

Ese momento se cuenta entre los más valiosos de mi vida.

De manera que aquí, en este maravilloso relato de la gracia de Dios, está la renuncia a su intimidad. Naturalmente, preferiríamos que no terminase en la puerta de un monasterio africano de clarisas pobres. Nos gustaría conocerlo todo acerca de las futuras maravillas que obrará la gracia en su vida de clarisa pobre de clausura contemplativa. Pero sobre este punto jamás entraré a discutir con ella ni intentaré convencerla. Quizá, cuando su viaje terrenal llegue a su fin, algún otro escriba su vida de clarisa pobre. Tras su insistencia en ceder el cargo de abadesa durante unos años a una clarisa pobre nacida en África, fueron las propias nativas africanas quienes insistieron a su vez en reclamar a su primera madre espiritual. Y la madre Verónica Namoyo, de nuevo abadesa de Lusaka, sigue haciendo lo que siempre ha hecho desde que fue desarmada por la gracia a los tres años: adorar a Dios e invitar a los demás, con una sinceridad y un amor irresistibles, a hacer lo mismo.

Madre Mary Francis, O.S.C.

Ha hecho maravillas memorables.

Salmo 111

I. Raíces

Todas mis raíces se encuentran en Bretaña, en esa punta de Bretaña donde se juntan la tierra y el mar en el final de Europa. Mis antepasados fueron durante siglos los hijos e hijas bretones y celtas de un territorio prácticamente rodeado por el océano: gente intrépida que cabalgaba olas asesinas; gente en lucha contra tempestades y naufragios; gente humilde a la que furiosos vendavales y lluvias constantes le robaban el mantillo de su suelo; gente callada acostumbrada a las penalidades, que desconfiaba del extranjero y dosificaba sus ásperas palabras. No obstante, cuando hablaban no lo hacían sin amabilidad y, a veces, con tímida ternura, quizá más honda aún por la discreción con que la expresaban, como la belleza de esa tierra donde los colores se funden con tanta delicadeza que hay que estar muy atento para distinguir si el malva del cielo se está tornando azul o rosa, si el agua del arroyo es verde o es turquesa.

Cuando nací, muchas mujeres aún vestían —al menos los días de fiesta— su traje regional con alegres bordados y se cubrían los cabellos cobrizos o dorados con tocados de encaje, que variaban según la localidad de procedencia. Los domingos los granjeros lucían chaquetas cortas de terciopelo y sombreros con cinta. Pero la mayoría de los hombres eran pescadores. Se pasaban meses embarcados mientras sus madres y esposas esperaban ansiosamente su regreso, demasiadas veces en vano, porque muchos morían y quedaban sepultados en la inmensidad del agua. Aunque no se oían muchas risas ni muchas conversaciones, en las escasas fiestas que se celebraban la alegría acompañaba a los violines, las gaitas y los bailes, y en verano a los paseos por las suaves colinas cubiertas de mimosas púrpuras e iluminadas por las genistas.

A mí no me dio tiempo a conocer a fondo todas estas cosas, porque no viví mucho tiempo en Bretaña y porque la región estaba cambiando velozmente; pero siempre me he sentido hija de un territorio áspero y accidentado y de un océano misterioso. Cuando Dios me llamó a la clausura en Argelia, me costó mucho renunciar para siempre incluso a la esperanza de volver a contemplar el océano.

Por parte de mi madre, Anne Le Théo, mis antepasados fueron todos marineros. Mi abuelo era alto, delgado y fuerte: para mí, casi un héroe mítico que había recorrido el mundo entero y escapado de la muerte bajo cientos de disfraces, ¡y maestro en toda clase de artes y habilidades! Era capaz de reparar relojes y motores, de confeccionar de arriba abajo trajes, zapatos o sillas. Fumaba en una pipa grande (con la que me atragantaba cuando mi abuelo me invitaba a probarla entre risas). Subido en una barca podía hacerla llegar a su destino sorteando los arrecifes solo con desplazar su peso a derecha e izquierda. A mí me tenía cautivada con montones de hazañas de este tipo y de otras argucias, o con las historias de sus viajes. A los diez años se unió a los célebres pescadores islandeses. Casi murió congelado montando guardia desde una pequeña cesta colgada de lo alto del trinquete, donde solo un niño es capaz de aguantar entre cuerdas y velas, observando el cielo gris y el ímpetu de las olas o los peligrosos icebergs. Más tarde formó parte de la tripulación de un barco que trasladaba prisioneros franceses a Guyana, en América. Las tempestades y los motines rompían la monotonía del viaje. También pasó un tiempo en la Marina y los días de desfile seguía vistiendo su flamante uniforme, que a mí me parecía el atuendo de un rey, con aquella espada ceremonial. Finalmente tuvo su propio barco y una tripulación formada por ocho hombres. Viajó de aquí para allá y presumía de más naufragios que san Pablo. Era fascinante tener un abuelo así, casi una leyenda viva. No obstante, ya estaba jubilado cuando lo conocí en la ciudad de Brest donde nací: una localidad que también vivía del mar y un puerto de gran importancia estratégica. De ahí que en la guerra de 1939-1945 acabara totalmente arrasada y fuera preciso volver a levantarla.

En tiempos de mi abuelo, de la gran bahía y de sus mansas aguas salían y entraban constantemente buques de guerra, barcos de vapor y muchas otras embarcaciones. Y mi abuelo, junto con otros curtidos «lobos marinos», como se les conocía, se pasaban horas mirándolos y criticando a la nueva generación de marineros, cuya vida hacían tan fácil aquellos motores: simples «marineros de agua dulce» (un insulto que en Bretaña era terrible).

A mi abuela materna no la recuerdo. En las fotos se la ve bajita y menuda, vestida con el traje regional. Como tantos bretones de su tiempo, estaba muy apegada a las tradiciones religiosas y a la fe. Igual que su padre, que aún vivía. Mi abuelo, aunque seguía creyendo en Dios, había abandonado la práctica religiosa en algún mar lejano. Pero para mi abuela la fe era fundamental y seguía unos principios de vida cristianos muy estrictos. Más tarde nos fuimos distanciando de esta parte de mi familia, por lo que no recuerdo si mi madre tenía dos o tres hermanos, pero sí que ella era la única niña. Todos eran brillantes y muy estudiosos. Uno de ellos llegó a ser el suboficial más joven de la Marina francesa; pero, cuando un oficial de visita lo humilló públicamente, la reacción de mi tío fue propinarle un bofetón. Degradado al instante, ingresó en la Legión Extranjera, un célebre cuerpo del ejército formado por soldados intrépidos.

La carrera del otro hermano fue más normal y mi madre fue convirtiéndose en una jovencita atractiva y con talento. Estaba preparando los exámenes de lo que aquí equivale al bachillerato y solo le faltaba un año para terminar cuando ocurrió algo que cuesta comprender fuera del contexto de la historia de Francia.

A principios del siglo xx la persecución del gobierno francés (Combes) contra la Iglesia católica trajo consigo la expulsión de muchas congregaciones religiosas. La Iglesia perdió buena parte de sus propiedades (no hay mal que por bien no venga) y en algunas regiones se entabló un duro combate entre la Iglesia y las escuelas públicas. El «debate sobre la escuela» aún sigue presente en Francia. Nada más acabar la Primera Guerra Mundial, una nueva generación de profesores comenzó a trabajar en las escuelas públicas. Casi todos habían perdido la fe cristiana debido a la formación recibida en las universidades. En Bretaña aquel conflicto dividió a los grupos de gente y a las familias: mientras el gobierno mostraba un anticlericalismo casi fanático, la Iglesia fue endureciendo sus posiciones.

Mi futura madre era una alumna feliz de la prestigiosa escuela pública local, con buenos profesores bastante neutrales. Igual que la mayoría de sus compañeras, iba a misa con regularidad, aunque no mostraba excesivo interés por los estudios o las actividades religiosas. Quería triunfar, más libertad y dinero suficiente para hacer lo que le apeteciera. Estudiaba mucho y, aunque sin caer en conductas reprochables, era muy presumida. En el barrio había también una escuela católica cuyos profesores no estaban ni bien preparados ni bien pagados, y la mayoría de sus alumnos suspendían los exámenes. Nunca se habían planteado que mi madre asistiera a ella. Por otra parte, en su escuela nadie atacaba su fe. Y entonces se abatió como un rayo una «ordenanza» dictada por el obispo de Quimper que obligaba a los padres cristianos a llevar a sus hijos a escuelas católicas bajo pena de excomunión. Los padres con hijos en escuelas públicas (las únicas donde no había que pagar) no podían recibir ningún sacramento. La vía dictatorial empleada por el obispo enfureció a mi abuelo, quien se negó a sacar a Anne de la escuela, lo cual supuso un alivio para ella, ya que, además de considerar injusto y demasiado severo el método utilizado por el obispo para imponer su decisión, quería aprobar los exámenes. Mi abuela lo pasó muy mal. Cuando le pidió a su marido que se lo pensara, este se negó y los dos quedaron automáticamente excomulgados. Aquello coincidió con otro grave problema: el cáncer de pecho de mi abuela, larvado durante dos años, había dado la cara. La «modestia» o la decencia cristiana, tal y como entonces se entendía, había impedido a mi abuela decidirse a enseñarle el pecho a un médico. Al descubrir el terrible daño, mi abuelo llamó de inmediato al doctor, quien les hizo saber que habían tardado demasiado en acudir a él; aun así, recomendó operar, no sin dejar clara la posibilidad de que mi abuela muriera durante la intervención: todavía no había cumplido cincuenta años, pero la enfermedad la tenía muy debilitada. Y ahí empezó su calvario. De haber sido por ella, habría trasladado a su hija a la escuela católica, pero mi abuelo seguía negándose. Mi abuela expuso su situación a todos los sacerdotes de las numerosas parroquias de aquella extensa ciudad católica. Ninguno le dio la absolución. Yo dudo que la necesitase, porque siempre había sido cariñosa, trabajadora y muy entregada; pero para ella estar excomulgada significaba la condena al infierno. Y en esas condiciones llegó al hospital. Por suerte, la operación fue casi un éxito. Le prolongó la vida durante dos o tres años, los suficientes para que Anne acabara la escuela, de modo que la abuela murió tras recibir los sacramentos que tan cruelmente se le habían negado hasta entonces. Me alegra poder decir que Roma no aprobó la actitud del obispo. Las normas que había impuesto quedaron derogadas. Pero para la fe de mucha gente ya era demasiado tarde. Mi abuelo y su hija estaban tan disgustados que prometieron no volver a pisar una iglesia y perdieron todo interés en Dios y en sus sacerdotes, a no ser que se les presentase la ocasión de tomar partido por los enemigos de la Iglesia.

Así que Anne aprobó sus exámenes con unas notas excelentes e inició su carrera en Correos, mientras los sueños de matrimonio venían a sumarse a sus dieciséis años y a la maduración de su belleza y su encanto.

La familia de mi padre era muy distinta. Tanto el abuelo como la abuela Le Goulard eran profesores, igual que sus cuatro hijos: mis tías Marcelle y Jeanne, mi tío Albert y mi futuro padre, Lucien. La familia tenía una vivienda de una planta sólidamente construida en granito gris, con un jardín trasero y un huerto, que nunca dejó de ser la «casa familiar»: una casa grande y, en nuestra opinión, bonita, aunque modesta para los estándares modernos. Quienes la habitaban eran buena gente, interesada en la política, los descubrimientos y, ocasionalmente, en los libros, aunque ninguno más que padre, unánimemente considerado el más inteligente de un clan para el que la inteligencia era una virtud. La honradez se daba por sentada. La Primera Guerra Mundial hizo de mi padre un socialista y pacifista fogoso y un ateo convencido, y los demás no tardaron en ponerse de su lado y en pensar que la Iglesia era la institución responsable de la mayoría de los males de su tiempo y que las «supersticiones» religiosas debían ser exterminadas de todas partes y el nuevo socialismo instaurado sobre los fundamentos establecidos por unos sindicatos de trabajadores bien dirigidos en unión con la élite intelectual… Mi padre era un líder nato.

Mi abuelo coincidía con él en todo, pero como funcionario ya jubilado dedicaba más tiempo de su vida al jardín y a su taller que a los mítines políticos. Tenía muchos frutales que cuidar y unas dalias y unos crisantemos espléndidos, y sabía tallar muebles de juguete para sus nietas. No sin remordimientos, mi abuela dejó de ir a misa por temor a que sus hijos la contaran entre los «reaccionarios» a los que había que combatir. El tío Albert era un seguidor entusiasta de mi padre, la tía Marcelle no tenía demasiada fe y la tía Jeanne fue incapaz de resistirse a su querido «hermanito» y siempre se dejó seducir por ideas tan generosas como las de justicia, libertad y progreso. Les gustaba hablar del «proletariado» aunque ellos no fuesen proletarios, con aquella casa tan grande, los amplios armarios llenos de ropa de lino (a sus setenta años mi abuela todavía no había usado todas las sábanas de su ajuar) y el hermoso comedor, donde frente a un gran aparador tallado se sentaban cómodamente doce personas a una mesa de roble rodeada de sillas de respaldo alto. También teníamos un comedor de diario más pequeño y llevábamos una vida sencilla. Varios años después de que yo naciera, a las comodidades de los dormitorios se les sumaron el agua corriente y la electricidad. Hasta entonces era la criada, la «pequeña Marie», quien iba y venía del surtidor público situado calle abajo. Marie, una campesina bajita que siempre llevaba vestidos largos de color negro y un tocado de encaje blanco y lo ignoraba todo acerca de la ciencia del mundo, era discreta y devota y se mostraba dispuesta a acometer cualquier tarea. Unas tareas para las que a veces sus fuerzas apenas alcanzaban, como la de llevar todos los meses la ropa blanca al lavadero público y traérsela a casa todavía húmeda, recorriendo medio kilómetro doblada bajo una carga tan pesada. Dormía en una habitación muy pequeñita, con el cabecero de la cama repleto de estampas. Como la abuela no quería que nadie la incordiara por ese motivo, su cuarto estaba siempre cerrado. Si a Marie le hubieran prohibido ir a misa, seguramente habría dejado nuestra casa, por mucho que nos quisiera a todos.

Aunque vivían en la misma ciudad, las dos parejas de abuelos pertenecían a dos mundos diferentes, pero Lucien y Anne se enamoraron nada más conocerse. Anne no aparentaba tener ni quince años y apenas había cumplido dos más; aun así, decidieron casarse en agosto de 2021. Ambos anhelaban gozar de la independencia que les estaba vedada a los jóvenes solteros. Además, antes de tener hijos querían disfrutar juntos de la vida. No obstante, sus tranquilos planes de futuro se vieron frustrados a los pocos meses de casarse con el anuncio de mi llegada, para consternación de mis jóvenes padres y regocijo de sus respectivas familias.

Nací el 11 de mayo de 1922. Cuando era niña, me contaban que ese día se desató una violenta tempestad de oleaje y viento que sin duda debió de influir negativamente en mi carácter. El hecho es que vine al mundo sin mucho escándalo y me pusieron por nombre Luce (o Lucette) por mi padre. Más adelante elegí como santo patrono a san Lucas, tan querido para mí.

No era una niña fuerte y mi madre no podía criarme, así que durante un tiempo me confiaron a mis abuelos, quienes me llevaron a bautizar a la iglesia mientras mi padre acondicionaba un lugar donde vivir con su familia en Chateaulin, una ciudad pequeña no lejos de allí. Fue una conspiración en toda regla. Mi abuela Le Théo, a quien el cáncer iba matando lentamente, no era capaz de resignarse a dejar tras ella a una nieta pagana y obtuvo la complicidad de su marido, arrepentido del daño que le había hecho con su negativa al cambio de escuela. Mi abuelo accedió gustoso a ser el padrino. Luego convencieron a la abuela Le Goulard para que fuese la madrina y Marie hizo de eficaz intermediaria con la parroquia. El resto del clan guardó silencio a la espera del regreso de mis padres, felizmente ignorantes. Y así fue como, pese a ser hija de unos padres que se declaraban ateos y profundamente anticlericales, recibí el bautismo en la iglesia de Saint Louis el 4 de junio de 1922. Probablemente hoy no aprobaríamos semejante procedimiento; yo, por mi parte, creo que aquel acto tan poco canónico fue fruto de una inspiración. Siempre he pensado que las demás gracias que he ido recibiendo a lo largo de los años, pese a su carácter a veces extraordinario, no son más que la evolución de esta primera, la más sublime.

Como es natural, mis padres montaron en cólera, hasta el punto de decidir abandonar Bretaña lo antes posible para que «nadie pudiera hablarme de Dios ni influir en el desarrollo de mi mente con unas supersticiones represivas». Además, hicieron prometer solemnemente a la abuela Le Goulard que en el futuro no volvería a hablarme nunca de ninguna fe religiosa, a menos que quisiera verse separada para siempre de su querido hijo. En cuanto a la abuela Le Théo, estaba viviendo una serena y santa muerte y seguramente le pedía a Dios que algún día yo llegara a conocerle.

Por otra parte, mi padre sentía la necesidad de desplegar todas sus energías y decidió trasladarse a Marruecos, confiado a Francia después de la guerra en calidad de «protectorado». Era una decisión arriesgada, porque el este del país no estaba «pacificado». Cuesta entender por qué motivo aquellos kaids árabes, con sus castillos militares y sus palacios profusamente decorados, necesitaban la «protección» de Francia.

Cuando salí de Bretaña tenía dos años y solo conservo un vago recuerdo: el de mi bisabuelo besándome entre lágrimas. De niña solía decirles a mis amigas: «Vosotras solo tenéis cuatro abuelos; yo tengo cinco, y uno de ellos lloraba cuando nos separamos». De alguna manera, aquel anciano me hacía sentirme querida. Por supuesto que mis padres me querían, pero vivían tan inmersos en sus aspiraciones personales y en sus actividades, eran tan jóvenes y estaban tan poco preparados que nunca me dejaron percibir ese cálido sentimiento. De modo que me fui convirtiendo en una «niña difícil».

II. Infancia en Marruecos

Aunque no conservo más recuerdos de la familia ni de los viajes de aquella época, mis padres me contaron lo ocurrido durante mis primeros meses en África. Como solía suceder con los «novatos» franceses, tuvieron que instalarse dos o tres años en una de las peores zonas del hermoso Marruecos: en la zona este, cerca de la línea de ferrocarril que comunica con Argel, donde escaseaban los europeos. La tía Marcelle, una de las hermanas mayores de mi padre, estaba casada con Paul, también profesor, y ambos pidieron el traslado a nuestra pequeña ciudad, Taurirt, que en realidad no era más que un pueblo grande con mercado. Vivíamos en unas casitas pequeñas rodeadas de las casas encaladas de los árabes, la mayoría de ellas de una sola estancia, pero aseadas y de tejado plano. Nosotros los llamábamos «árabes», y así los seguiré llamando por simplificar, aunque creo que en nuestro entorno la mayoría eran chleuhs, indígenas africanos de una raza emparentada con la de san Agustín, convertidos al islam y con ciertas tradiciones peculiares. Eran de tez morena, aunque no oscura, y de temperamento independiente y circunspecto. Vestían albornoces de lana (túnicas largas con capucha). La mayoría de las mujeres no llevaban velo e iban muy enjoyadas. Hasta las más pobres se adornaban con plata y se pintaban el rostro y las manos con henna de color ocre. Las más ricas lucían oro, ámbar y amatistas o turquesas en cabeza, orejas, cuello, brazos y tobillos, y se cubrían con un tupido velo que muchas veces no dejaba ver más que un triángulo de su cara a través del bordado, lo que las obligaba a moverse con ayuda de un solo ojo. No pasó mucho tiempo antes de empezar a comunicarme en árabe con criadas y vecinas.

En esta parte de Marruecos, alejada del mar, el clima tropical es extremo. Los cultivos escaseaban (se han dado algunos avances gracias al riego) y en las llanuras unas cuantas ovejas se alimentaban de un pasto recio y poco crecido. El verano era largo y sofocante, y en torno a la medianoche la gente solía reunirse junto a la carretera de Uchda a esperar a un camión que transportaba grandes bloques de hielo desde esta ciudad fronteriza. Aunque a Taurirt aún no había llegado la electricidad, poco antes de nuestra llegada debieron de instalar algún generador, porque disponíamos incluso de un cine, que era impredecible. La impresión general que guardo está compuesta de una luz cegadora y un calor opresivo, de aspereza y soledad, sin ningún recuerdo concreto de personas o lugares.

Aquella frontera marroquí recién colonizada era una especie de «Lejano Oeste» africano. Había un europeo que, cada vez que salía a pasear, se dedicaba a juguetear con una pistola cargada y disparaba contra cualquier animal a la vista, incluidos los perros. Cuando tuve cuatro años y me hice más consciente de lo que es la crueldad, empecé a odiarlo. Al final acabó matando a un hombre durante una partida de póker y mi padre actuó como testigo durante el juicio y la posterior condena. Otro tenía por costumbre clavar montones de animales en las paredes de su propia casa, dentro o fuera de las habitaciones, y era capaz de vivir y de dormir en medio de tanta agonía. Luego vendía las pieles que, según él, eran de mejor calidad si los animales morían lentamente. No me cabe duda de que fue el responsable de mis frecuentes pesadillas.

En las tabernas, cuando alguien no llevaba la cantidad exacta de dinero, los camareros, en lugar de darle cambio, rompían el billete, obligando al cliente a volver, porque con medio billete poco podía hacer. Y había más costumbres de este tipo.

Entre las once de la mañana y las cuatro de la tarde la vida parecía detenerse: todo el mundo huía del calor buscando refugio a la sombra, a ser posible entre los muros de barro de una casa. Las tribus de las cercanas montañas del Atlas vivían en permanente conflicto. A veces en la estación de Taurirt se detenía algún tren lleno de soldados heridos. Mi madre, compadecida de ellos, les llevaba alimentos y bebida. Solía entrar en los vagones provista de fruta, huevos y unos platos pequeños de aluminio. La estación no estaba techada y hacía tanto calor que no había más que cascar los huevos en los platos de metal y colocarlos sobre las vías del tren: a los pocos minutos los huevos estaban fritos. Sin saberlo, mi madre fue pionera en el uso de la energía solar.

La vida tenía sus peligros. Ni en la ciudad ni en sus proximidades había hospitales ni dispensarios, pero sí una escuela donde mi padre ejercía su trabajo con profesionalidad y entusiasmo juvenil. El suelo estaba cubierto de piedras y bajo las más grandes se escondían los escorpiones. Había millones de mosquitos, moscas que picaban y otros insectos dañinos y, por supuesto, serpientes venenosas. Me contaron que un día mi tío Paul me oyó llamarle encantada: «¡Tonton Paul, ven a ver qué lazo tan precioso!». Al asomarse al patio, vio a su sobrinita de dos años y medio, que llevaba en la cabeza un enorme lazo rosa en forma de mariposa gigante, propinándole afectuosas palmaditas a otro «lazo» adornado con dibujos repetitivos: los de una víbora increíblemente larga. Aunque la serpiente parecía tolerar —cuando no agradecer (¿quién sabe?)— bastante bien las caricias, mi tío se quedó helado. Tembloroso, se precipitó dentro de la casa en busca de una pistola y procuró aferrarla firmemente para evitar hacerme daño o provocar a la serpiente. Por suerte, era buen tirador y le voló la cabeza a la víbora, lo que provocó mis llantos y lamentos el resto del día.

Mi tío Paul y mi tía Marcelle también vivían allí. Paul Texier, que era vandeano, conoció a Marcelle, la hermana de mi padre, en una reunión de profesores. Después de casarse, mi tío se presentó a una plaza de profesor en Taurirt: un lugar que, dados sus encantos, no estaba muy solicitado por los profesores jóvenes, así que la obtuvo enseguida. De modo que éramos cinco los bretones de una misma familia viviendo bajo aquel sol despiadado: y, cuando nació mi primo Paul (Paulo lo llamábamos de pequeño), pasamos a ser seis. Al trasladarnos de Taurirt a Safí, mi tío hizo lo mismo. Vivimos un tiempo separados cuando nos fuimos a Casablanca, porque mi tío estaba menos cualificado que mi padre, pero finalmente acabaron reuniéndose con nosotros. Mi primo Paul, hijo único también y dos años menor que yo, era para mí como un hermano Mi tío era un ateo convencido y «venerable» de una logia masónica, por lo que a Paul nunca lo bautizaron. Yo estaba orgullosa de mi primo, un niño inteligente y sensible.