Porqué se casa la gente - Dolores Torres Grande - E-Book

Porqué se casa la gente E-Book

Dolores Torres Grande

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Beschreibung

«Deposita tu fe en nuestro amor, este será nuestra fuerza para superar todas las barreras que el destino ha puesto en nuestro camino. He podido comprobar que el amor es dulce y amargo a la vez, acaricia y duele, en él hasta las lágrimas tienen su propio sonido, pero no tengo ninguna duda de que también es el sentimiento más fuerte y puro que el ser humano tiene. Aférrate a él, a nuestro amor, y piensa en los momentos íntimos que tuvimos y únete a mi deseo de repetirlos en cuanto nos sea posible».
En Mispuebla, un pueblito Andaluz, transcurren los años sesenta y los hombres y las mujeres tienen un fin común: el matrimonio. En este increíble relato, descubriremos que, en el amor y el matrimonio, no todo es color de rosas, si no que hay dolor, sacrificio, compromiso, entendimiento mutuo, y hasta tristeza y decepción. Todas estas cualidades, y más, forman las bases de un buen matrimonio; uno de aquellos duraderos y felices a los que todos aspiramos.
A través de los años, en este pueblo, las historias de diversas parejas, con diversos problemas y situaciones, se entremezclan con las expectativas del amor, de la ilusión, de los sueños y de la realidad. Desde aquellos con un romance atropellado, aquellos con un romance de ensueño, aquellos con un romance apasionado, y hasta a aquellos con un romance lleno de altibajos, nuestros personajes, a través de sus vivencias y enseñanzas, nos explican que quizás, no todo en la vida y en el matrimonio es fácil, aunque así lo parezca. Y que al final, la felicidad en el matrimonio y el amor depende enteramente de nosotros mismos, aunque a veces necesitemos un poco de ayuda.
Con un estilo mágico y lleno de encanto, y descripciones vívidas y pintorescas, esta historia que trasciende a la misma vida nos deja entrever las realidades del ser humano y sus relaciones interpersonales y amorosas. De la mano de Dolores Torres Grande, en su segunda novela, nos daremos cuenta de Porqué se casa la gente.

Dolores Torres Grande (Granada, España), escritora de novelas, ha publicado su primer libro, Por los besos que no te dimos, en 2021. En Porqué se casa la gente, su segunda obra, intenta reflejar la obstinación de la gente en considerar como meta cúspide del amor, el matrimonio. Aficionada a la lectura y consumidora de libros desde los trece años, estudió bachillerato en el colegio Hogar Juan XXIII de Sardañola del Vallés (Barcelona). Ahora es casada, madre de dos hijos, y abuela de tres nietos.

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Dolores Torres Grande

 

 

 

Porqué se casa la gente

 

 

 

 

 

 

 

© 2023 Europa Ediciones | Madrid

www.grupoeditorialeuropa.es

ISBN 9791220145732

I edición: Diciembre del 2023

Depósito legal: M-32820-2023

Distribuidor para las librerías: CAL Málaga S.L.

Impreso para Italia por Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

Stampato in Italia presso Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Porqué se casa la gente

 

 

 

 

 

 

 

A mi queridísimo Gapi por tantos años junto a mí, en el sendero de la vida del amor y del matrimonio.

 

 

 

 

 

 

 

 

No es más sabio el que más lee, sino el que más entiende lo que lee.

 

Anónima

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Transcurren los años sesenta, es verano y en Mispuebla, un pueblecito Andaluz, al medio día los rayos solares caen con fuerza y el calor es tan sofocante que solo se oye el estridente canto de las chicharras. En medio de la única carretera que vertebra el pueblo, terrosa y estrecha, Pilar, una niña de seis años, delgada, con el pelo corto y tan morena como el color de la tierra, está sentada en el suelo y sin temor a que nadie le interrumpa en su juego debido a que el único tránsito que por allí transcurre, es el de los bueyes arrastrando el carro con la carga del campo y en algún caso puntual, el coche del alcalde. Tranquila, se entretiene cogiendo puñados de tierra de la orilla y depositándolos en distintos sitios de la carretera para formar montoncitos.

Pilar andaba descalza, molesta con su calzado de verano, unas sandalias de goma nuevas que le habían hecho rozaduras en los dedos; se las había quitado dejándolas apartadas en una orilla. Tan morena y menuda, agachada apilando tierra, de no ser por el vestido blanco con flores que llevaba, a lo lejos se podía confundir con otro pequeño montón de tierra más. Estaba tan abstraída que no oyó las voces de su hermana Anita, que por encargo de su madre, y preocupada al no verla jugar delante de la puerta de su casa donde ella la había dejado, quería saber por dónde andaba. Las dos hermanas se llevaban muy bien y solían jugar siempre juntas, no compartían juguetes porque no los tenían, pero con cualquier cosa se entretenían. Anita, al encontrar a su hermana, enseguida se olvidó del recado de su madre y se sumó al juego acercándose a uno de los montoncitos y al igual que Pilar iba y venía aportando tierra para hacerlos más grandes.

 

Antonia, la madre de las niñas, preocupada por la tardanza, al ver que no venían, dejó las tareas del hogar y salió a buscarlas. Echando una ojeada a la calle y viendo que por allí no estaban preguntó a las vecinas si habían visto a sus hijas, una de ellas le aseguró haber visto a Pilar pasar por el callejón. Llamaban así a una estrecha calle que tenía salida a la calle ancha, la principal del pueblo, que atravesándolo de un extremo a otro, a modo de arteria, bifurcaba las calles hasta enlazar con la carretera.

 

Antonia solo tuvo que andar unos metros para dar con ellas y las encontró cubiertas de tierra de pies a cabeza, de tal manera que ni las flores de los vestidos se distinguían. Se acercó a ellas con cara de fastidio y entre gritos y cachetes les fue sacudiendo la ropa y se las llevó a casa sin dejar de regañarles durante todo el camino por haberse alejado de la puerta. Al llegar a casa preparó la palangana para bañarlas, les quitó los vestidos y al punto de descalzarlas se dio cuenta que Pilar no llevaba las sandalias. Antonia salió apresuradamente a buscar el calzado de la niña no sin antes advertir severamente a las pequeñas que no se movieran de casa. Temiendo no encontrar el calzado, mentalmente ya iba pensando pelearse con quien se las hubiera llevado, las sandalias eran nuevas y las únicas que tenía su hija, fue mirando de un lado a otro por donde las niñas habían estado jugando y las encontró en el mismo sitio donde Pilar las había dejado, las recogió a toda prisa acuciada por el temor de que las pequeñas al quedarse solas y con la palangana de agua a mano, pudieran haber hecho alguna travesura. Llegó a su casa jadeando y casi sin respiración, se tranquilizó al verlas entretenidas con el cesto vacío de la compra que estaba en el suelo y ellas lo utilizaban a modo de cueva, entrando y saliendo de el por turnos. Antonia se dispuso a hacer la comida, pronto llegaría Manuel, su marido y padre de las niñas, que trabajaba en la mina y si no encontraba la comida a punto cuando él llegaba del trabajo la discusión era segura, así que tenía que darse prisa en prepararla.

En verano, el gazpacho solía ser el entrante más recurrente, era ligero, refrescante, apetecible y de fácil preparación. Antonia cortaba en trocitos pequeños unos tomates, un par de pepinos, un pimiento y una cebolla tierna, todo junto lo echaba en un recipiente y lo cubría con agua, aliñado con sal, aceite y vinagre al punto y con unos minutos de reposo el gazpacho ya estaba listo para comer. Luego reforzaba el siguiente plato con unas costillas y un par de chorizos que conservaba en adobo guardados en una orza. Este era el único medio que tenía para conservar los productos de la matanza del cerdo durante todo el año. Para cocinar en verano, utilizaba un hornillo de petróleo al que solo tenía que encender la mecha que se asomaba del depósito y acabando de cocinar cerraba la llave de paso asegurándose bien de que quedara totalmente apagado. Para las niñas les tenía guardado un poco de caldo del día anterior que espesó machacando con el tenedor un par de patatas cocidas, removiéndolas bien en el caldo mientras lo calentaba, con la sopa y una fruta quedarían satisfechas.

Resuelto el asunto de la comida, preparó las toallas para el baño de las niñas, empezando primero por Anita. Conforme la desnudaba, la tierra que llevaba encima se desprendía dejando un ruedo alrededor de ella, aumentando con esto el enfado de su madre que no dejaba de murmurar. Apremiando para tener tiempo de arreglar a las niñas antes de que llegara Manuel, se enjabonó las manos con un trozo de jabón casero y con energía fue frotando a su hija por todo el cuerpo incluida la cabeza, utilizando un cazo a modo de ducha, recogía agua de la palangana y derramándola sobre la cabeza de la pequeña completó el baño. Envuelta en una toalla la sentó en la silla advirtiéndole de que no se moviera mientras bañaba a su hermana. Antonia tiró el agua sucia a la calle y puso agua limpia en la palangana para el baño de Pilar y al terminar, mientras la secaba con la toalla la regañó diciéndole:

 

– ¡Que sea la última vez que te vas sola a la carretera! ¿No sabes que hay hombres malos que se llevan a las niñas para sacarles la sangre?

 

Asustada, la niña empezó a hacer pucheros, pero su madre continuó con las advertencias:

 

– ¡Sí, llora! ¡Llora, que como te vuelvas a ir como hoy, se lo diré a tu padre y ya verás si escarmientas!

 

Como hacía mucho calor no acabó de vestirlas, solo les puso las braguitas y las sentó a la mesa, les sirvió la sopa avisándoles de que se la tenían que comer toda y mientras ellas cuchareteaban en el plato, Antonia aprovechó para lavarles los vestidos, con el sol que hacía en poco rato estarían secos y para cuando se levantaran de la siesta ya se los podía volver a poner. En estas llegó Manuel, era un hombre moreno delgado y de estatura media, venía cubierto del polvo marrón rojizo que suelta el mineral de hierro de la mina, cansado y empapado en sudor por el agobiante calor que hacía. Diariamente recorría dos veces a pie el largo trecho que había desde su casa a la mina: por la mañana con la fresca, aunque el camino era largo, se podía soportar, pero a la tarde en verano, con el sol cayendo a plomo, la vuelta se hacía angustiosa; únicamente las ganas de llegar a casa le obligaban a acelerar el paso. Separando la cortina que colgaba de la puerta de la calle para evitar que entraran las moscas, Manuel entró dejando la fiambrera y el carburo encima de la mesa y su único saludo fue preguntar a su mujer si estaba la comida a punto, Antonia contestó con un sí escueto e inmediatamente preparó la palangana de agua para que su marido se lavara, dejando cerca la toalla de color azul marino que era la que utilizaba Manuel exclusivamente, el sufrido color oscuro disimulaba el desprestigio de las manchas y el ahorro de tener que utilizar lejía evitaba también el desgaste de la ropa.

 

Manuel, dispuesto a asearse, se despojó de la camisa y usando el mismo trozo de jabón con el que su mujer había lavado a sus hijas se enjabonó bien de medio cuerpo para arriba, llenó el cazo con agua de la palangana, y pausadamente la fue vertiendo sobre sí mismo para refrescarse a conciencia; a medio secar, colocó la toalla sobre su hombro y se sentó a la mesa, miró a sus hijas y viendo que ya se habían terminado la sopa les dijo:

 

– Muy bien, así me gusta, que os lo comáis todo. Tenéis que comer mucho para haceros grandes.

 

Estas palabras contentaron a las pequeñas, que viéndose libres de más obligación, saltaron de la silla y se pusieron a jugar en el mismo suelo del comedor.

 

Manuel no era un hombre muy efusivo, en realidad no era nada cariñoso, la vida no le había tratado bien y quizás este fuera el motivo por el que le costaba mostrar afecto. Él y su hermano Felipe, eran los nietos de un terrateniente Andaluz, siendo ellos la tercera generación de una familia acomodada. Al morir su abuelo heredaron la hacienda sus dos hijos, Ambrosio y Ginés, los dos hermanos recibieron en herencia una casa para cada uno, se repartieron los campos con tierras de regadío, una gran alameda, buena cantidad de árboles frutales con almendros y castaños incluidos, todo ello a partes iguales. No se puede decir que los hijos quedaban desamparados, cada uno había recibido una buena propiedad. Ginés y su esposa Aurora eran los padres de Felipe y Manuel. Aurora murió cuando Manuel tenía solo dos años y Felipe no había cumplido los cinco y continuó la tragedia al morir su padre, quedando los dos hermanos huérfanos siendo menores de edad; Felipe no tenía ni quince años y Manuel doce. La desgracia se había cebado con su familia, su tío como único pariente se convirtió en tutor de sus sobrinos y por lo tanto hasta su mayoría de edad sería el encargado de manejarles la propiedad.

 

Al hacerse cargo de los chicos se los llevó a vivir a su casa con su esposa y sus cuatro hijos, siendo el interés mayor que la obligación, ningún miembro de la familia disimulaba su desafecto hacia ellos incluido su tío.

 

Para Ambrosio, ser tutor era lo mismo que ser propietario y sin consultarles nada a sus sobrinos, hacía y deshacía con las tierras lo que le daba la gana, con la excusa de que la vida estaba muy cara, que eran muchos de familia y tenía que cubrir muchos gastos, cubría las necesidades de la familia, a costa de vender algunas cuarteras de tierra o de talar álamos de la propiedad de sus sobrinos sin ningún remordimiento de conciencia. Los hacía trabajar como a cualquier jornalero y cuando segaban de la venta de trigo y cebada de las tierras de los muchachos a ellos no les daba ni un céntimo. Ambrosio a sus hijos les pagaba estudios y vivían como lo que eran, gente rica y acomodada, marcando la diferencia con sus sobrinos que eran considerados los parientes pobres a los que el buen samaritano de su tío había acogido y por lo tanto le debían agradecimiento.

 

Pasaba el tiempo y Felipe se daba cuenta de la mezquindad de Ambrosio y empezó a cavilar de qué manera podía fastidiarlo, aunque fuera con poca cosa. Tenía cercana la mayoría de edad y le gustaba ir de fiesta con sus amigos y rondar a las chicas, en estas ocasiones, su tío solo le daba el dinero justo para un par de vasos de vino alegando que era por su bien para que no fuera un “perdido” y Felipe ya estaba harto de esta situación, consideraba ofensivo salir con sus amigos y no poder permitirse una borrachera. Para romper con la rutina diaria, algunas tardes se acercaba al pueblo a reunirse con sus compañeros en la plaza del ayuntamiento, se sentaban en los escalones que había alrededor de la parroquia para charlar y pasar el rato. Estaban próximas las fiestas de verano, las de San Agustín, y este año Felipe se había propuesto encontrar la manera de poder disfrutarlas por medios propios, para ello llevaba días hilvanando un plan, pero necesitaría la ayuda de sus amigos por lo que tenía que reunirse con ellos y tratar de convencerlos para conseguirla. Aquella tarde el primero en llegar a la plaza fue Felipe, un poco más tarde llegó su amigo Pepe y sin tener que esperar mucho se reunieron con ellos Luis y Pedro, tras los correspondientes saludos y gastando algunas bromas, Felipe encaminó la conversación recordando a sus amigos la proximidad de las fiestas queriendo saber que planes tenía cada cual, ninguno aportó nada nuevo, las celebrarían como cada año, divirtiéndose y cogiendo alguna borrachera como era tradición.

 

– Pues yo si tengo planes para este año – dijo Felipe. – Ya sabéis la situación en la que estamos mi hermano y yo, de cómo se aprovecha el usurero de mi tío de nosotros, por eso quiero saber si puedo contar con vuestra ayuda para efectuar el plan que llevo entre manos.

– ¿Qué plan es ese? – le preguntó Pepe.

 

– Pues es muy sencillo, he pensado sacar con vuestra ayuda unos sacos de trigo del granero de mi tío para venderlos por mi cuenta. Conozco a algunos compradores por las veces que le he acompañado para las ventas y saben que soy de la familia. Ahora está el granero con los costales llenos de trigo y sin pesar; ya lo tengo todo previsto para realizar el trabajo, vosotros solo tenéis que ir mañana por la noche y esperar en la parte trasera del granero al pie de la única ventana que tiene, yo procuraré dejarla entreabierta para poder entrar y salir sin ser vistos. La familia a las ocho ya se acuesta, pero por seguridad hasta las diez no vengáis, yo os esperaré con el carro a punto, entre los cuatro no tardaremos mucho en realizar la faena, sabéis que parte de ese grano es mío por lo tanto no robo nada y de ser así, dicen que “Quien roba a ladrón tiene cien años de perdón”.

 

Los tres amigos escucharon a su amigo y enseguida aceptaron ayudarle con la convicción de hacer justicia y con su plan en marcha, Felipe al día siguiente fue preparando las cosas precisas para que cuando llegaran sus amigos a la hora acordada, todo estuviera a punto. Llevando un carro junto al granero, asegurándose que nadie lo echara en falta, lo escondió entre unas paredes y con la excusa de ir a dejar unos sacos viejos al granero pidió la llave a su tío para iniciar los preparativos y descorrer el pestillo de la ventana trasera dejándola ajustada de tal forma que no se notaba que estaba abierta. Después de cenar salió a fumar un cigarro a la espera de que todos se fueran a dormir y antes de que su tío cerrara la puerta de la calle, Felipe entró dando las buenas noches y se fue a su habitación. Sin desvestirse, se estiró sobre la cama esperando que llegaran las diez, de vez en cuando echaba una ojeada por la ventana para ver cuando llegaban sus amigos. Antes de la hora convenida los vio llegar bordeando el camino para no ser vistos, evitando pasar por la parte delantera de la casa tal y como él les había dicho.

 

El dormitorio de Felipe estaba situado en el lateral izquierdo de la casa en la primera planta, y tenía un pequeño balcón con vistas a gran parte de la hacienda. En cuanto vio las sombras furtivas de sus amigos, Felipe, que ya tenía calculada la distancia que había desde el balcón al suelo, y contando con el apoyo de la ventana con reja de la planta baja, se descolgó por la baranda del balcón, buscó el contacto de la reja con el pie y desde ella al suelo solo tuvo que dar un salto.

 

Se reunió con ellos dando las órdenes precisas, primero fueron a buscar el carro y lo colocaron bajo la ventana del granero, Felipe y Pepe serían los encargados de entrar al granero a llenar los sacos, Pedro y Luis los irían cogiendo desde fuera y colocando en el carro. El trabajo en el interior del granero era algo delicado, Felipe y Pepe tenían que afinar ingenio para lograr que no se notara el desfalco, para ello debían desatar los costales llenos de grano y con una pala ir sacando de cada uno unos cuantos kilos para llenar un par de sacos de arpillera que previamente Felipe ya tenía reservados. Del montón de grano que había sin ensacar en medio del granero llenarían otros dos sacos más, sin descuidarse antes de salir, de atar todos los costales que habían desatado y de arreglar el montón de trigo dejándolo en las mismas condiciones que estaba, aunque con menos grano. Ultimando el trabajo con el esfuerzo de sacar los sacos por la ventana, todo estaba saliendo según lo planeado. Con la carga encima del carro, al salir, Felipe tuvo la precaución de volver a ajustar bien la ventana y procurando hacer el menor ruido posible, los cuatro muchachos fueron empujando el carro con lentitud y en silencio hasta una cueva que había cerca de la casa donde dejarían los sacos unas horas, escondidos, hasta que Felipe los fuera a buscar para vender. Sus amigos ya habían cumplido con su parte del plan y satisfechos por el éxito con un abrazo y algunas palmadas en la espalda por el mismo camino que habían venido y con la misma precaución se fueron cada uno a su casa.

 

Agotado, Felipe no se arriesgó a subir por el balcón y se quedó a dormir en el pajar, tenía que estar pendiente para cuando Ambrosio abriera la puerta de la casa y de manera furtiva entrar y cumplir la rutina diaria. Con la excusa de tener que ir a hacer unos recados al pueblo le dijo a su tío que se llevaría un burro para tardar menos en volver y sin otra explicación se fue a la cueva en busca de los sacos. Enganchó el carro al aparejo del animal con el ánimo de llegar pronto a la casa del comprador, que ya le esperaba en la puerta de entrada y tenía preparada una vieja báscula para pesar el grano, entre los dos hombres no tardaron mucho en realizar el trabajo y cumpliendo con el precio pactado, el comprador le pagó y ambos se despidieron con un apretón de manos.

 

Por el camino de vuelta Felipe iba contento, todo había salido según lo planeado, pero en un rincón de su mente albergaba el temor de que por algún resquicio en la operación su tío llegara a sospechar algo, pero solo fue un momento de duda. Al repasar todos los pasos dados se convenció de que esta posibilidad era nula. Dejó el carro vacío en el mismo lugar de donde lo había cogido y llevó el burro a la cuadra.

 

Ambrosio, como cada mañana, repartió las tareas a los jornaleros. Estaba de mal humor por la ausencia de Felipe y lo empeoró la negativa de Manuel, que sin su hermano no quiso ir a trabajar aquel día y sentado en el tranco de la puerta estaba dispuesto a pasar toda la mañana sin moverse, el tiempo que fuera necesario. Felipe se extrañó al verlo allí solo y esperándole cuando todos estaban trabajando. Iba a preguntarle que pasaba, pero no le dio tiempo, ya que fue Manuel el que se adelantó y con aire enfadado le preguntó:

 

– ¿Dónde has estado? Llevo mucho tiempo esperándote, nunca me dices a dónde vas ni de dónde vienes, parece mentira que sea tu hermano, no me tienes en cuenta para nada.

 

Felipe lo tranquilizó mientras se acercaba a Manuel con una amplia sonrisa, no esperaba que su hermano se encarara con él y era justo que le diese una explicación, con voz suave y convincente sentándose a su lado le dijo:

 

– No te he dicho nada porque solo he ido al pueblo a hacer unos recados, ya ves que no he tardado mucho, anda... Vamos a ver que nos toca hacer hoy.

Felipe estaba deseando acabar la jornada y que llegara la tarde para reunirse con sus amigos, cumpliendo el trato de repartir las ganancias tal y como les había prometido. El cosquilleo que sentía pensando en las fiestas era especial este año que las podía disfrutar con mayor holgura económica y calculando lo que más o menos necesitaría, se dio cuenta de que “una flor no hace primavera” porque pasadas las fiestas volvería a tener el mismo dilema económico y eso lo tenía que solucionar cuanto antes.

      

Todos en el pueblo daban por sentado que su tío estaba haciendo por sus sobrinos todo lo posible para criarlos bien y que los trataba como a sus hijos, así lo hacía constar Ambrosio a la menor oportunidad, y le creyeran o no, su palabra era la que valía y nadie le reprochaba nada, allá cada cual con su vida. Pero Felipe ya empezaba a rebelarse por esta mentira encubierta y decidió hablar con su tío para que le dejase ir a trabajar a la mina para poder disponer de dinero y por la edad sabía que lo admitirían enseguida.

 

A Ambrosio, esta propuesta no le gustó nada, para él era más conveniente que su sobrino ayudara en la hacienda, que como heredero, en parte, de ella era lo más natural. El hecho de tener que ir fuera a ganarse la vida despertaría las habladurías de la gente, añadiendo perjuicio a sus intereses con el riesgo de adelantar acontecimientos, y eso no lo podía permitir, por lo que le negó el permiso y este asunto creyó dejarlo zanjado.

 

Para Felipe no estaba zanjado ni resuelto porque no pensaba aceptar la negativa de su tío y buscaría el medio y manera de conseguir trabajo remunerado. Llegó la semana de las fiestas y el ambiente en el pueblo con los preparativos alegraba a jóvenes y mayores.

 

Felipe, este año con la firme idea de disfrutarlas al máximo, se encargaría de que su hermano también se lo pasara bien, lo llevaría con él y sus amigos a ver si lo espabilaba un poco, con esta intención le preguntó a Manuel sobre los planes que tenía para esos días festivos y le contestó:

 

– ¿Qué quieres que haga? Como tú no quieres que vaya contigo, tendré que ir con los primos.

 

– Tendrías que ir con amigos de tu edad. ¿Es que no tienes ningún amigo?

 

– No, ya sabes que siempre he ido con ellos y no se juntan con cualquiera, tengo que estar y hacer lo que ellos quieren para que no se quejen al tío.

 

Felipe dirigió una mirada compasiva hacia su hermano preguntándose por qué, aunque físicamente se parecían mucho, a excepción del color de pelo, el de Manuel era castaño oscuro y el suyo era casi rubio, en el carácter eran la noche y el día. Analizando los posibles motivos que pudieran justificar su causa fue haciendo memoria recordando la dura niñez de su hermano, que también fue la suya. Manuel tenía solo dos años cuando murió su madre y él aún no tenía los cinco. Su padre, aunque los quería mucho, agobiado por la pena y las obligaciones no fue nada cariñoso ni comprensivo con ellos más bien era severo.

 

Ginés, al quedar viudo, encargó el cuidado de los niños a Asunción, la sirvienta de mayor confianza que llevaba mucho tiempo al servicio de la casa. Ella se encargaba de la limpieza y de la cocina, vivía en el pueblo y cada día llegaba temprano para levantar y asear a los niños, les preparaba el desayuno que solía ser un tazón de leche con sopas (trocitos de pan mezclados en la leche) y en cuanto terminaban los mandaba a jugar delante de la casa, advirtiendo a Felipe de que cuidara de su hermano.

 

Correteando por aquí y por allá pasaban la mañana hasta la hora de comer. Asunción, de vez en cuando, se asomaba a la puerta para ver por donde andaban, comprobando que no se alejaran de alrededor de la casa mientras ella continuaba con sus tareas.

 

Así pasaban el tiempo y mientras ellos crecían su padre enfermaba. Ginés se quejaba mucho de dolor de estómago, Asunción le preparaba una infusión de manzanilla que, según ella, para la barriga era la mejor medicina y a veces le calmaba un poco el dolor, pero la mayoría de las otras, este remedio no le servía de nada. Pasaba el tiempo y los dolores eran persistentes, y temiendo que fuera algo serio, Ginés decidió ir a ver a don Antonio el médico del pueblo, que tras una breve revisión lo tranquilizó diciendo que no tenía nada grave. Le aconsejó comidas suaves, nada de alcohol, y tranquilidad, asegurando que solo eran nervios.

 

Pasaron unos meses y Ginés, viendo que no mejoraba, decidió ir a un especialista de estómago. La visita fue larga, el doctor lo examinó de arriba abajo y después de una exploración exhaustiva sin detectar nada importante, le aconsejó continuar con la dieta de comidas suaves, añadiendo que le iría bien hacer un cambio de aguas aconsejándole las de Lanjarón. Ginés de ninguna manera podía cumplir esa prescripción sin dejar la hacienda ni a sus hijos. Buscando de qué manera le podían traer el agua a casa, no tardó en encontrar un portador a quien pagó los viajes y las garrafas con el agua “medicinal” a precio de oro y el abastecimiento lo tuvo asegurado.

 

Con todo esto su salud tampoco mejoraba, el dolor y el desespero por no encontrar remedio a su enfermedad le agriaba el carácter y el mal humor era continuo, por lo que sus hijos procuraban molestarlo lo menos posible.

 

Asunción consideraba que con atenderlos ya hacía bastante, darles cariño no entraba dentro de sus funciones. Manuel siempre andaba cabizbajo y sin alegría, obedecía a todo y no se atrevía a hacer nada sin que se lo mandaran y era muy fácil de manejar, pero Felipe... Ese era “harina de otro costal”, no había manera de guiarlo, de una manera u otra se salía con la suya. Asunción se quejaba mucho de él, cuando era pequeño con un cachete conseguía corregirlo, pero ahora con casi quince años y un descaro que sorprendía, el problema se acentuaba un día sí y al otro también. Para quitarse cargo, Asunción optó por informar a su padre cada vez que el chico hacía algo que merecía castigo y le pasaba el testigo a Ginés, como padre era el que tenía la obligación y el deber de educarlo.

 

Hurgando en su memoria, Felipe recordó el día en que, aprovechando la ausencia de Asunción en la cocina, como broma, echó un puñado de sal en la comida que ella había preparado para ese día. La reacción de la mujer no se hizo esperar y enseguida fue a quejarse su padre. Ante los enfadados gritos de Asunción, Ginés no tuvo otro remedio que corregir al muchacho con un buen castigo, así que lo hizo llamar y después de pedirle explicaciones por su desagradable acción, ya que había estropeado la comida de todos. Al no obtener respuesta por parte de su hijo, Ginés se quitó el cinturón, lo dobló y haciendo un ademán a Felipe para que se acercara, le propinó un par de correazos en las nalgas. El muchacho no lloró, no por falta de ganas, pero aguantó el dolor, miró a su padre con odio y rabia, pero sin rechistar, y salió de la habitación pensando en una y mil maneras de vengarse de Asunción por haberse chivado.

 

Eran tiempos pasados, echaba de menos a su padre y mucho más a su madre, ahora su única familia era su hermano y al ser él mayor se sentía obligado a cuidar de Manuel. Volviendo a la realidad, mirando a su hermano de manera compasiva le dijo:

 

– Manuel, ¿no tienes planes para estas fiestas?

 

– Ya sabes que no, como siempre tendré que ir con los primos.

 

– No es que no quiera que vengas conmigo, es que eres muy joven aún para ir a los sitios a los que voy con mis amigos. Tienes que buscarte amigos de tu edad, conmigo no es conveniente que vengas, tú no puedes beber aún, ya sabes que nosotros nos emborrachamos y tú no tienes edad para esto. También me gusta una chica y voy a ver si la conquisto. No creas que no me preocupo por ti, este año te voy a dar dinero para que disfrutes las fiestas y te compres dulces de los que venden en las mesillas de Gerardo (este era el mejor turronero del pueblo).

 

A Manuel se le iluminaron los ojos pensando en el buen trozo de turrón duro que se compraría, y al instante Felipe reaccionó, pensando en las consecuencias que se le avecinaban si su tío se enteraba de que él le había dado dinero a su hermano y le preguntaba de donde había salido. Para evitar problemas, cogió de los hombros a Manuel y en tono muy serio le advirtió diciéndole:

 

– Este dinero me lo he ganado yo con un trabajo extra que he hecho sin que el tío se entere, así que tú no me descubras, ten cuidado; procura gastarlo cuando los primos no te vean y si se dan cuenta, di que te lo has encontrado en el suelo, sobre todo no se te ocurra decirles que te lo he dado yo.

 

Manuel, negando con la cabeza, le aseguraba a su hermano que nunca haría tal cosa y cada uno con sus pensamientos, ese día se fueron a las tareas del campo más alegres que unas castañuelas.

 

A finales del mes de agosto, ¡por fin llegaron las fiestas patronales de San Agustín! Las fiestas de verano. Todos en el pueblo se volcaban en los preparativos encalando las fachadas y adornando los balcones con flores. En las casas de planta baja, que eran la mayoría, cuajaban las calles de macetas con claveles y geranios, adornando puertas y ventanas, y en colaboración con el luminoso color blanco de la cal se lograba resaltar aún más el vivo color de las flores. La Iglesia era el punto culminante donde los adornos tenían que ser insuperables, para ello ponían todo su empeño un grupo de señoras muy beatas que durante todo el año se cuidaban de la limpieza de la parroquia y de que no faltaran las flores en el altar. En honor al Santo Patrón, las señoras se convertían en verdaderas artistas preparando hermosos y grandes ramos de flores blancas para adornar el altar, cubriendo incluso parte del suelo. Con flores de diversos colores hacían pequeños ramilletes que amorosamente colocaban a los pies de los santos en cada una de las hornacinas que había alrededor de las paredes de la iglesia, sin descuidarse de encender todas las velas y cirios que durante esos días permanecían día y noche alumbrando la iglesia. Por último, la plaza del ayuntamiento, la cual era, después de San Agustín, el centro de la fiesta, se adecuaba para los diferentes actos, y en ella se celebraban todos los eventos, la reparaban para la feria, el baile de tarde y noche, el encierro de los toros y por último la corrida.

 

Los festejos empezaban con los actos religiosos, ofreciendo una misa en honor a su patrón San Agustín y al término de la ceremonia paseaban al Santo en procesión por todo el pueblo.

 

En casa de Ambrosio todos se preparaban para ir a misa, por su estatus podían presumir, luciendo todos ropa de estreno. Los hombres de la familia habían ido unos días antes a la barbería a pelarse. Al primer toque de campana ultimaban los detalles, comprobando cada uno su aspecto por si era necesario dar algún retoque, y antes de que dieran el segundo toque de campanas, Ambrosio entregaba un cirio a cada componente de la familia para ofrecerlo al Santo.

 

Habitualmente la iglesia los domingos no siempre se llenaba, por más que el cura predicaba que faltar los domingos a misa era pecado y a los que no asistían sin causa justificada el sacerdote los tenía en cuenta y en cuanto podía se los recriminaba, pero los fieles que no lo eran tanto como debían, procuraban tener la excusa adecuada para justificar su ausencia en caso de encontrase con el cura y evitar la vergüenza de recibir el sermón en plena calle. Esto no ocurría en fiestas, al Santo Patrón todo el pueblo lo veneraba, no solo acudía toda la gente local, también venía gente de los pueblos de al lado, algunos por ser familiares invitados y otros por disfrutar de las fiestas. El caso es que la iglesia se llenaba al completo hasta el punto de quedar fieles en la calle y para los que no tenían sitio en el interior de la iglesia, el sacerdote ordenaba abrir las puertas para que desde la calle pudiesen participar todos de la celebración. Durante la procesión del Santo se cumplía aquella frase de Jesús “Los últimos serán los primeros”, porque todos los que habían quedado fuera se colocaban en primera fila, acompañando al Santo en el recorrido por todo el pueblo hasta su entrada de vuelta a la Iglesia, siendo ellos lo que ocupaban los primeros asientos y recibían de forma directa la bendición del sacerdote. Durante las fiestas, a pesar del calor que hacía en el mes de agosto, en la plaza del ayuntamiento todo el día había movimiento de gente, sin importar que el sol cayera a plomo y se rompiera la rutina diaria durante esos días ya que la hora de la siesta quedaba exenta en casi todos los hogares. La alegría de algunos familiares al reencontrarse la manifestaban con fuertes abrazos, sonoros besos y voces chillonas haciendo partícipes de sus emociones al resto del personal que presenciaba las escenas. De adecuar la plaza para cada evento, se encargaba el personal del ayuntamiento con la ayuda de algunos mozos del pueblo que se ofrecían como voluntarios para disfrutar cada minuto de esos días tan especiales.

La esencia de la fiesta brotaba de la gente del pueblo que, con sus voces, sus risas, y sus diferentes olores a perfumes… a colonia barata, a jabón de olor, a sudor, y sin faltar el olor característico que desprende la ropa guardada en los baúles protegida de las polillas con bolas de alcanfor. Con el bullicio de los niños corriendo por entremedio de la gente recibiendo regañinas para que dejen de molestar, las niñas que durante esos días deshacían sus trenzas para lucir sus largas melenas adornadas con vistosos lazos de colores, y todos en general hacían parada obligatoria delante de las mesillas repletas de dulces para disfrutar del embriagador aroma que desprendían las golosinas, las frutas confitadas y los bloques de turrón de almendra que eran una llamada clamorosa para cualquier paladar. Era intenso el griterío de los niños que no se apartaban de aquellas llamativas mesas, y lloriqueando pedían a sus padres señalando con el dedo las delicias deseadas.

 

Poco a poco, llegando la hora de la comida, la gente se iba a casa a celebrar el día con un menú especial, los mejores pollos del corral y algún que otro cordero eran criados con mimo para estas fechas sin faltar el vino como acompañante.

 

Mas o menos a la hora del baile y para escoger asiento los precavidos acudían pronto a la plaza para guardar silla, especialmente los que no bailaban, como aviso de propiedad dejaban una prenda sobre la silla y sin alejarse del puesto esperaban charlando y riendo hasta el comienzo de la música. La plaza estaba adornada con colchas en los balcones y unas tiras con papeles de colores la atravesaban de punta a punta formando un falso techo y en la pared central colocaban el escenario para los músicos.

 

Un solo de trompeta y un golpe de platillos es el aviso para el comienzo del baile, esto propicia un buen alboroto, las prisas por acomodarse para ver bien a los que bailan, las discusiones entre los que por un descuido les habían ocupado la silla y los que intentaban abrir paso para poder llegar al centro de la plaza dispuestos a iniciar el baile, todo en su conjunto forma parte del festivo ambiente.

 

El cantante interviene llamando la atención del público, dando unos golpes suaves con los dedos al micrófono y comprobando si el volumen de los altavoces es el correcto, dedica unos elogios a la gente de Mispuebla y a su alcalde agradeciendo su presencia, y acto seguido empieza la música con un pasodoble, este baile es muy conocido por los bailadores y a la primera nota todos siguen el ritmo, sin preocuparse de las críticas y risas maliciosas de los que se divertían a su costa observando quien perdía el ritmo o si tropezaban al bailar. Los más vigilados eran las parejas de novios, para ellos había unas normas muy estrictas, tenían que comportarse de forma decente, no podían bailar muy juntos, besarse en público era falta grave y se exponían a que cualquiera que los viese les podía llamar la atención, afeando su conducta con el riesgo de crearse mala fama.

 

Los últimos en entrar a bailar eran los jóvenes que no tenían pareja, para conseguirla tenían que ir preguntando a las chicas que, sentadas en las sillas delanteras, esperaban a que les ofrecieran el baile y la que aceptaba solo podía bailar una pieza, eso era lo correcto, dos o tres bailes seguidos era sospecha de noviazgo y si este no era el caso a la chica la tachaban de ligera por muy decente que fuera. No sucedía lo mismo con los chicos que tenían barra libre para todo, cosa que aprovechaban bien.

 

Felipe y sus amigos, antes de ir al baile, ya se habían pasado por la taberna. En fiestas, las borracheras de los muchachos estaban bien vistas, con unos cuantos vasos de vino en el cuerpo quedaban un poco achispados y con ánimo para ir a buscar pareja de baile. Felipe al llegar a la plaza se apartó de sus compañeros diciendo:

 

– Yo me voy a buscar a Rosa, la hija de Andrés. Esta noche no contéis conmigo, tengo planes, ya nos veremos mañana.

 

– ¿Vendrás a la procesión? – le preguntó Luis.

 

– Claro hombre, si no voy mi tío me mata.

 

– ¿A dónde vas esta noche? – le preguntó Pepe.

 

– Ya os he dicho que tengo planes.

 

– ¿No te meterás en ningún lío? – insistió su amigo.

 

– ¡Claro que no! Es solo que llevo tiempo detrás de Rosa con la intención de conquistarla y vuestra presencia no es necesaria.

 

– Allá tú, pero si crees que a esa chica la vas a conquistar en una noche vas listo. Aparte de que es muy buena muchacha, sus padres la controlan mucho, así que más vale que no tontees, que su padre tiene malas pulgas.

– Por eso me gusta, es guapa, buena y no la ha manoseado ningún novio, pero no te preocupes que no voy con malas intenciones, al contrario, voy a decirle que me gusta y que quiero ir en serio con ella, pero necesito intimidad y comprenderéis que con vosotros presentes eso no es posible.

 

– De acuerdo tu sabrás lo que haces, hasta mañana, te esperaremos en el mismo lugar de siempre.

 

– Hasta mañana, allí estaré.

 

Cada uno por su lado, a pesar de dirigirse al mismo sitio, llegaron al baile. Sabedor del control que sus padres tenían sobre su hija, Felipe echó una ojeada rápida buscando a los padres de Rosa y en cuanto los divisó, lentamente se fue acercando al grupo familiar. A pesar de ser una persona muy segura de sí misma, conforme acortaba distancia, los nervios se apoderaban de él temiendo que el rechazo de Rosa arruinara todas sus ilusiones; esto lo humillaría mucho, orgulloso como era y consciente de que esto podía suceder. Tuvo suerte de que los vasillos de vino que llevaba en el cuerpo le ayudaron a disminuir las dudas y continuar con su decisión. Dando algún que otro codazo para poder pasar entre la gente, logró llegar al sitio, saludó cordialmente a los padres de la joven, estos contestaron al saludo sin más y Felipe mirando cariñosamente a Rosa le preguntó:

– ¿Me concedes el próximo baile?

– Sí, por qué no – contestó ella ruborizándose.

 

Felipe no cabía en sí de contento. Disimulando su emoción, a la espera de poder entrar a bailar, los dos jóvenes consumieron el tiempo hablando de cosas banales. En cuanto empezó la canción, Felipe galantemente dejó paso a Rosa para que saliera delante de él y nada más llegar a la zona de baile se cogieron de las manos y colocados en la postura correcta, procurando guardar la distancia, iniciaron el baile siguiendo el ritmo de la música, siendo Felipe el que animó la conversación preguntando:

– ¿Te gusta como canta el “gorgoritos”?

– Sí, canta muy bien.

– Y yo, ¿te gusto?

 

Ella no se esperaba una pregunta tan directa, pero reaccionó rápidamente contestando en tono burlón.

 

– ¡Ay sí! Eres tan guapo que me derrito por tus huesos.

– Rosa, en serio, dime la verdad.

 

– Pues no, no me gustas ¿Qué te ha hecho pensar eso?

 

– Tienes algunas cosillas que me lo indican, la manera en que te ríes cuando te echo un piropo y en las pocas veces que hemos hablado me he dado cuenta de que me miras de manera especial.

 

– ¡Que creído eres! Yo te miro igual que al resto de los chicos, lo de manera especial te lo has inventado tú.

 

– ¡No, no! Cuando hablo con otras chicas no me miran como tú.

– Me confirmas que eres muy creído.

 

– ¡De eso nada!, pero no puedo esperar más tiempo en decírtelo... Rosa, me tienes loco, me has envenenado la sangre, sueño contigo noche y día, y creo que tú también sientes algo por mí, aunque no te atrevas a decirlo.

 

Sin tiempo a que Rosa pudiera replicar se acabó la música, se separaron al instante y mientras se dirigían a donde estaban los padres de ella, Felipe le dijo en voz baja que en cuanto pudiera se reuniera con él en los escalones de la iglesia para terminar de hablar y aclarar las cosas.

 

Él se marchó haciendo un ademán con la mano al despedirse y ella volvió a sentarse al lado de sus padres. Intranquila, pensativa por las palabras del muchacho y a pesar de la curiosidad que la invadía era consciente que de ninguna manera debía acudir a la cita exponiéndose a las habladurías de la gente. Felipe, a la espera de que Rosa llegara, encendió un cigarro. Nervioso, entre calada y calada, no paraba de mirar de un lado a otro con fijación en la entrada y salida del baile. Acabando un cigarro, liaba otro, el tiempo se alargaba y la mirada ansiosa se convirtió en desespero al comprender que Rosa no se iba a presentar a la cita.