Posición estratégica y fuerza obrera - John Womack Jr. - E-Book

Posición estratégica y fuerza obrera E-Book

John Womack Jr.

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Beschreibung

El autor elabora un análisis sobre el poder industrial y el poder relativo de los trabajadores. Este estudio, desde la óptica de la posición estratégica, arroja nueva luz en torno al trabajo obrero y a la posición sindical. Este ensayo forma parte de las investigaciones académicas sobre industrias como la textil, la cervecera, la energética, la petroquímica y la de la comunicación, y se añade al proyecto de Womack, Historia obrera 1880-1950. Veracruz, nudo estratégico industrial.

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SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA

FIDEICOMISO HISTORIA DE LAS AMÉRICAS

Serie Ensayos

Coordinada por ALICIA HERNÁNDEZ CHÁVEZ

Posición estratégica y fuerza obrera

Traducción de LUCRECIA ORENSANZ ESCOFET

JOHN WOMACK JR.

POSICIÓN ESTRATÉGICA Y FUERZA OBRERA

Hacia una nueva historia de los movimientos obreros

EL COLEGIO DE MÉXICO FIDEICOMISO HISTORIA DE LAS AMÉRICAS FONDO  DE  CULTURA  ECONÓMICA

Primera edición, 2007 Primera edición electrónica, 2016

Título original: Working Power over Production: Labor History, Industrial Work, Economics, Sociology and Strategic Position

Diseño de portada: Paola Álvarez Baldit

D. R. © 2007, Fideicomiso Historia de las Américas D. R. © 2007, El Colegio de México Camino al Ajusco, 20; 10740 Ciudad de México

D. R. © 2007, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-4076-5 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

Índice

Presentación

Agradecimientos

Introducción. Historia obrera: en busca de un giro conceptual

I. Formas de hacer historia obrera: sentimientos, trabajo, poder material

II. El concepto de posición estratégica en el trabajo: su origen y evolución

III. Poder y producción: sus distintas dimensiones en las ciencias sociales burguesas, 1839-2001

IV. Los socialistas alemanes debaten acerca de la “huelga de masas” y su “estrategia”, 1895-1918

V. Los marxistas rusos y soviéticos: estrategia industrial, “estrategia política”, 1905-1932

VI. La “estrategia de huelga” de la Internacional Roja, 1923-1930

VII. Los marxistas occidentales: guerra industrial, lucha ideológica, poder estratégico y movimientos sociales, 1935-2005

VIII. Estrategia para las empresas, nostalgia para los obreros

Notas

Siglas y acrónimos

Bibliografía

Presentación

La colaboración entre el Fideicomiso Historia de las Américas de El Colegio de México y el Fondo de Cultura Económicacumple en 2008 quince años de existencia. Respaldan su trayectoria editorial 73 títulos, varias reimpresiones y la colaboración de más de un centenar de académicos de distintas instituciones. Conmemoramos estos tres lustros conjuntamente, además del bicentenario de la Independencia y del centenario de la Revolución mexicana, sucesos que plantean la necesidad ineludible de reflexionar sobre procesos determinantes en la vida de nuestros países.

Repensar los procesos que condujeron a la Independencia es una ocasión para identificar los vínculos entre los países iberoamericanos y el mundo occidental en su conjunto. La comprensión de los nexos culturales, políticos, sociales y económicos que se han dado entre las áreas iberoamericanas y entre éstas y las áreas españolas y europeas nos permite significar las particularidades en los procesos históricos americanos y reconocer lo que nos identifica como parte del mundo occidental.

En la segunda mitad del siglo XIX las relaciones se multiplicaron e intensificaron por efecto de las revoluciones liberales, primero, y luego, entre 1870 y 1914, el mundo occidental en su conjunto vivió una era de cambios por efecto de la creciente internacionalización en los ámbitos económico, social y cultural. La intensidad y velocidad de los cambios en los espacios nacionales y mundial condujeron a transformaciones significativas en la relación Estado y sociedad. Así, explicar y comprender el proceso de formación del Estado contemporáneo y a los distintos actores sociales es el principal objetivo de los estudios que el Fideicomiso Historia de las Américas presenta al público en ocasión de estas celebraciones.

Confiamos en que esta serie conmemorativa, destinada a la comprensión de dos siglos de profundas transformaciones históricas, en América y Europa, arroje nueva luz en torno a los complejos cambios vividos, los avances y las resistencias o modalidades de adaptación de cada país. Pensamos a su vez que, al presentar un pasado histórico estudiado de modo crítico, sin falsos nacionalismos, podremos comprender mejor nuestro tiempo, que, más que occidental, se nos presenta global.

ALICIA HERNÁNDEZ CHÁVEZ

Presidenta del Fideicomiso Historia de las Américas

Para mi hija y mi hijo

Agradecimientos

En la preparación de este texto, muchos colegas, amigos y compañeros, de quienes yo dependo, soportaron muchas preguntas, muchas quejas, mucho egoísmo y mucho lío de mi parte. Todo esto lo reconozco, y ofrezco disculpas. Tanto por los pecados reconocidos como por los no reconocidos, les ruego que me perdonen. Les debo mil gracias por haberme aguantado.

Varios de ellos muy generosamente leyeron este texto, en parte o en su totalidad, en las diferentes formas que fue tomando mientras lo escribía, y con sinceridad me dieron sus críticas, algunas particularmente agudas y duras, las cuales agradezco. Debo también agradecer a unos obreros mexicanos, ya viejos, a quienes escuché sus sabias y cuidadas palabras sobre el movimiento obrero que ellos habían ayudado a organizar y en cuyas luchas habían participado, estratégicamente, con toda su fuerza mental y moral. Así debo reconocer mi particular deuda con las personas cuyos nombres siguen, en orden alfabético: Catherine Archibald, Steven J. Bachelor, Elaine Bernard, James P. Brennan, John H. Coatsworth, Walter L. Coleman, Oliver J. Dinius, John T. Dunlop, Marshall C. Eakin, Guillermo Espinosa Velasco, Louis A. Ferleger, Luciano Galicia, Rafael García Auly, Bernardo García Díaz, Alicia Hernández Chávez, Alexander Keyssar, William H. Lazonick, Jerry Lembcke, Arnulfo León, Mirta Z. Lobato, Mark J. Mirsky, Mary O’Sullivan, Jonathan E. Schrag, Silvia Simonassi, William J. Suárez-Potts, Juan Suriano, John T. Trumpbour, Miguel Ángel Velasco. La cuidadosa traducción es obra de Lucrecia Orensanz. Y, por supuesto, de todo error de omisión o de comisión, de hecho o de juicio, soy el único responsable.

JOHN WOMACK, JR.

Cambridge, Mass.

14 de septiembre de 2007

Introducción

HISTORIA OBRERA: EN BUSCA DE UN GIRO CONCEPTUAL

Las revoluciones industriales que vivió México entre 1880 y 1910 fueron particularmente fuertes y variadas en el estado de Veracruz. Empresarios británicos, estadunidenses, franceses, españoles y mexicanos montaron ahí grandes empresas con la tecnología más adelantada de la época en las industrias del transporte, de la construcción, eléctrica, textil, azucarera, destiladora, cervecera, cafetalera, del vestido, harinera, tabacalera y petrolera (incluida la refinería). En conflicto con ellos, los trabajadores de algunas industrias veracruzanas —de transporte, textil y tabacalera— formaron entre 1900 y 1910 organizaciones militantes para exigir su reconocimiento colectivo, mejorar sus condiciones laborales, reducir los horarios de trabajo y aumentar sus salarios. Durante las revoluciones políticas y sociales que estallaron en México entre 1910 y 1920, cuya violencia fue menor en Veracruz, los trabajadores de los sindicatos veracruzanos lograron más que los de cualquier otro estado. Durante los siguientes 25 años, la mayoría de los movimientos obreros más fuertes y combativos del país surgieron en Veracruz, a menudo en conflicto unos con otros, pero siempre peleando contra las empresas por el poder. En 1946-1947 encabezaron una lucha obrera a nivel nacional en contra de la orientación pro-empresarial que adoptó el gobierno después de la segunda Guerra Mundial. El fracaso del movimiento obrero en 1948 inauguró una nueva época en el desarrollo de México, caracterizada por la dedicación del país a la industria durante la Guerra fría.

En 1968 comencé una investigación sobre los trabajadores de Veracruz en el periodo que va de 1880 a 1948. Ni siquiera sabía muy bien cómo concebir esta historia, una historia obrera. Sin embargo, me pareció que la mejor guía era E. P. Thompson, así que comencé a buscar poetas proletarios mexicanos, tradiciones populares en los 0pueblos industriales de Veracruz y costumbres de los obreros veracruzanos en resistencia a la explotación.1 Pronto encontré algunos (Fernando Celada, las Virgencitas en las fábricas, San Lunes), pero cuanto más conocía acerca de mi tema, menos me ayudaba Thompson a entenderlo. Ese poder moral que genera en Inglaterra el recuerdo de las luchas pasadas, no podía encontrarlo en Veracruz. Recordaba una y otra vez aquella célebre perorata acerca de cómo “la clase obrera se educa, se une y se organiza por el propio mecanismo del proceso de producción capitalista”, hasta que por fin logra expropiar a sus expropiadores.2 Aún más a menudo pensé en otros dos historiadores del mundo obrero a los que había leído, Brody y Hobsbawm. Aunque están muy alejados de los asuntos mexicanos, su manera de centrarse en el capital y los obreros de las industrias modernas, la atención que prestan a la tecnología y a los lugares de trabajo y sus análisis de las migraciones y divisiones laborales sí me ayudaron a entender a Veracruz. Además, me sorprendió la “gran deuda” de Brody con Oscar Handlin, pues me recordó las “asociaciones voluntarias” por las que se habían producido las luchas que me parecían la clave de mi tema, y me impresionó profundamente el marxismo-leninismo de Hobsbawm, en principio porque presupone la primacía del imperialismo durante el siglo XX.3 Quizá también fue por esto que comencé a estudiar las compañías industriales de Veracruz de 1880-1948, que durante los siguientes 10 años requirieron el mismo tiempo de revisión de archivos que el estudio de los obreros.

Mientras tanto, la historia obrera estaba en pleno auge. Lo más importante es que era realmente emocionante, como prueba la impaciencia que provocaba esperar la aparición de los boletines semestrales European Labor and Working Class History y luego International Labor and Working Class History.4 Entre los mejores libros sobre los obreros industriales después de 1880, pocos eran del tipo tradicional dentro de la disciplina, del tipo “institucional”, como le llamaban los nuevos críticos (luego me di cuenta de que esto significaba “que ya no inspira a los jóvenes”).5 La mayoría trataba los temas clásicos de la disciplina, es decir, organización de la clase obrera, huelgas, socialismo y comunismo, pero dentro de contextos sociales novedosa e indefinidamente densos. Más que una “historia obrera”, constituían una “historia social” de los obreros, y en muchos casos (según sus propios autores u otros) una “historia desde abajo”. De estas “historias sociales”, sólo unas cuantas prestaban la misma atención que Brody y Hobsbawm a las cuestiones económicas, los sistemas sociales, la tecnología y las estructuras de trabajo.6 La mayoría se centraba en la “cultura”, en cómo actuaban los obreros en sus comunidades y vecindarios, en las huelgas, levantamientos, festividades y bares, en las relaciones amorosas, pleitos, protestas, familia, camarillas, clubes, logias o iglesias, en los rituales jerárquicos, de deferencia y solidaridad, sobre todo en relación con la etnia, la raza y la religión.7 Yo admiraba estas historias, su énfasis en la acción dramática y sus sentidos implícitos. Sin embargo, noté que tres cuartas partes de ellas se detenían en 1914 y me pregunté si los nuevos maestros de la disciplina, como Perrot, Scott o Gutman, podían revelar más que Thompson acerca de los temas que me esperaban en Veracruz. Seguía prefi riendo a Brody y Hobsbawm, además del novedoso (para mí) Montgomery, sobre todo después de pasar tres meses estudiando 30 años de nóminas de una compañía textil mexicana del siglo xx. Quería conocer la historia de la tecnología industrial y los ofi cios industriales en Veracruz, saber qué hacían los obreros en el trabajo para entender cómo los afectaba en su “vida diaria” fuera del trabajo.8

Incluso más fuerte en esa época fue el auge de Gramsci. Antonio Gramsci (1891-1937) fue un joven maestro socialista de la ciudad industrial de Turín, oponente socialista a la primera Guerra Mundial, leninista desde 1917, principal defensor de los soviets industriales en Italia en 1919-1920, cofundador del Partido Comunista Italiano en 1921, del que fue delegado en la Internacional comunista de 1922, secretario general desde 1923 y dirigente de su representación ante el parlamento italiano en 1924-1926. Durante 1924-1926 preparó al partido para la clandestinidad, y dirigió su “bolchevización” en 1926, año en que fue arrestado, juzgado y condenado como traidor por el tribunal fascista. En la cárcel (1929-1935) escribió 2 848 páginas manuscritas sobre historia, política y cultura; su salud se deterioró a partir de 1935, alcanzó a cumplir su sentencia en 1937 y murió seis días después en el hospital. Después de su muerte, este Antonio Gramsci original se convirtió en muchos “Antonio Gramsci”.9 En 1957 surgió uno en Italia para señalar “una vía italiana para avanzar hacia el socialismo” y 20 años después el camino llegó hasta el “eurocomunismo”.10 En 1967 apareció otro Gramsci en Estados Unidos para inspirar durante la década de 1970 a cientos de jóvenes intelectuales de izquierda para organizar un nuevo partido socialista marxista, un eurocomunismo estadunidense, cuyo último esfuerzo fue el boletín trimestral Marxist Perspectives.11 Otro más llegó en 1967 a México, primero para sufrir el desprecio del marxismo mexicano por su “historicismo” y “reformismo”, y luego para justificar, durante la década de 1970, una nueva crítica política y cultural marxista.12 Con traducciones nuevas, las ideas, conceptos y palabras de Gramsci circularon rápidamente entre los intelectuales de izquierda de Estados Unidos y México durante los años setenta.13 La idea de “hegemonía” resultó particularmente interesante para estos “organizadores de la cultura” (nosotros). Aunque el Gramsci original, al pensar en sociedades divididas en clases, se refería al orden público del consentimiento obtenido socialmente, a la dominación mediante la acción cultural, no a la fuerza de la autoridad, para los nuevos Gramsci estadunidense y mexicano el término a menudo parecía significar simplemente la cultura prevaleciente, independientemente de la lucha por mantenerla como tal. El auge de Gramsci alentó mucho las historias obreras sociales y definitivamente afectó mi trabajo. Al estudiar un movimiento obrero que derivaba de tres o cuatro revoluciones (en conflicto entre sí), traté de adherirme (principalmente) a un Gramsci que refl exiona sobre “la función del Piemonte” o las “relaciones de fuerza” y de seguir “la lucha de clases a largo plazo, […] la clase obrera, los sindicatos, los partidos y el Estado”. Sin embargo, también descubrí el deber nuevo (o clásico, al estilo de Thompson) de profundizar en la cultura popular y las apelaciones morales.14

En 1980 decidí que había hecho suficiente investigación porque me sentía bastante seguro de mi historia. Argumentada desde los sistemas y estructuras en conflicto en México, se trataría de cómo los trabajadores en migración, la identidad étnica y el localismo derrotan a la ideología política, pero sucumben ante la burocracia política; una explicación de su cultura para explicar su política. Primero redacté borradores de los capítulos sobre el desarrollo de México en general y las empresas industriales veracruzanas en particular (1880-1910); después pasé a los trabajadores industriales del estado durante el mismo periodo. Decidí que escribiría primero un capítulo sobre su trabajo, que era de hecho a lo que más dedicaban sus horas de vigilia. No supuse que tomaría mucho tiempo, pues llevaría una parte introductoria sobre el Génesis (la maldición provocada por Adán), una sección breve sobre tecnología y ocupaciones, otra sobre historias de empleo típicas y una última, más larga, sobre las relaciones sociales de los obreros en su trabajo, en los sitios de trabajo, su cultura en la producción. El siguiente capítulo sería acerca de sus pueblos, huelgas, paseos, apuestas y salidas nocturnas. De estas dos culturas derivaría luego su política.

En cuanto a la cultura en la producción, me pareció que tenía tres ases bajo la manga. Uno era Herman Melville, por la manera en que escribió acerca del trabajo en Moby Dick. Los otros dos eran especialistas académicos en el tema del trabajo: John T. Dunlop y Benson Soffer. Años atrás, al releer a Brody, había notado por primera vez los “comentarios agudos” de Dunlop acerca de la historia obrera. Poco después había leído críticas desalentadoras del “marco teórico” de Dunlop en la teoría de Soffer sobre los obreros calificados como “trabajadores autónomos”, cuyas “habilidades técnicas y administrativas particulares” les otorgaban una función “estratégica” en los sindicatos (lo cual me pareció una revelación).15 Sin embargo, más adelante había encontrado nuevas referencias a Dunlop, más respetuosas, relacionadas con referencias también respetuosas a Soffer, y bajo esta doble luz leí por fin el trabajo de Dunlop acerca de las “relaciones industriales”.16 Me impresionó mucho su idea de una “red de reglas” en el sitio de trabajo, en cuya creación eran decisivos los mercados, el poder en general (político y cultural) y el “contexto tecnológico” del trabajo.17 Los obreros calificados tenían cierto control en el trabajo, sobre todo en la negociación depoder, dada su “posición estratégica”, su “indispensabilidad” en la producción. Esto era justamente lo que había sostenido Soffer (citando a Dunlop), lo que habían dicho también Brody, Hobsbawm y más recientemente David Montgomery, y lo que consideré me daba la clave para las relaciones sociales de los obreros veracruzanos tanto en su lugar de trabajo como en sus comunidades.18 Como los obreros calificados tenían “posiciones estratégicas” y eran “vitales” o “clave”, eran la fuente de la organización, la “aristocracia obrera” de Hobsbawm, los “artesanos nobles” de Montgomery, de modo que serían mi grupo acción, la minoría estratégica necesaria para las asociaciones voluntarias de los obreros veracruzanos.

Sin embargo, no lograba que mi capítulo funcionara. Para describir a los trabajadores de la Compañía Ferrocarrilera Mexicana en su trabajo, en su transporte de carga y pasajeros entre la ciudad de México y el puerto de Veracruz, no podía simplemente enlistar las tareas que hacían, sino que tenía que narrar sus acciones u operaciones (que resultó mucho más difícil de lo que imaginé). Y a medida que narraba el trabajo tarea por tarea, área por área, incluidas las de reparación y mantenimiento, me daba cuenta de que las acciones y operaciones estaban conectadas, que las áreas estaban conectadas, que eran interdependientes, a menudo con cooperación directa. Los obreros individuales sólo contribuían al trabajo colectivo de la locomoción. Sin importar quién hacía las tareas y si las realizaba o no en “autonomía”, como planteaba Soffer, todas eran necesarias; todas eran indispensables para que el trabajo ocurriera. ¿Cómo podía narrar miles de acciones simultáneas y encadenadas, pero no en una batalla tolstoiana, sino en el funcionamiento del ferrocarril? ¿Y por qué “calificado” o “autónomo” significaba “estratégico”? Si el maquinista era “estratégico”, ¿por qué no lo era también el fogonero, el conductor y los guardafrenos, o los mecánicos y otros empleados de los talleres y sus ayudantes, que preparaban la locomotora y los vagones para el viaje, o los guardavías o los telegrafistas o los cargadores? (Por un clavo se pierde una herradura, por un cargador no llega la carga…). Si no era la “autonomía” o la “indispensabilidad”, ¿qué hacía que una posición particular fuera “estratégica”? Al releer a Dunlop, encontré una advertencia: “hay que escarbar mucho para encontrar las reglas que más dependen de los contextos tecnológicos y de mercado”.19 Después de dos años de mucho escarbar y de mucha confusión y frustración, conseguí un capítulo sobre los trabajadores ferrocarrileros en su trabajo y cierta noción de las posiciones que eran más “estratégicas” que otras, pero sólo cierta noción. Dos años después tenía también un capítulo sobre trabajadores portuarios en el puerto de Veracruz, pero tampoco una explicación “estratégica” de su trabajo. Las ocho industrias que finalmente describí antes de terminar de escarbar me tomaron casi 20 años corridos.

Mientras tanto, seguía leyendo historias obreras en busca de un giro conceptual. Sin embargo, cuanto más luchaba yo con el trabajo industrial, menos parecían encontrar los demás historiadores lo que seguía eludiéndome a mí, es decir, los términos en que tenían poder los obreros estratégicos. Los historiadores estadunidenses más experimentados en el campo, en cónclave en De Kalb en 1984, apenas se inmutaron ante “el proceso laboral [o de trabajo]” en la industria o cualquier otro lugar, y buscaron el poder de los obreros modernos sólo en la política, que no era mi tema.21 Algunos de los mejores libros de esa época eran acerca del trabajo industrial, pero no de cómo lo realizan los trabajadores, y aunque estaban bien, ése tampoco era mi tema.22 Otros trabajos, variadamente excelentes, eran acerca de los trabajadores, pero no en su trabajo (en general), sino en otras actividades, como huelgas, política (una vez más), su “vida cotidiana”, peleas con esquiroles o luchas por la igualdad racial; otra vez, todo estaba bien, pero no era mi tema.23 Los que me frustraban hablaban (por lo menos en su mayor parte) acerca de los obreros en el trabajo, “en el punto de producción” (point of production), como decían algunos autores, o “en la planta”. A menudo me pregunté cuál era el “punto de producción”, si tantos obreros contribuían de un modo u otro a la elaboración de cualquier producto industrial. Si no había un solo punto, ¿había varios, conectados? ¿O será que no había puntos, sino sólo conexiones o circuitos? ¿Y por dónde corrían? Y, más allá de la manufactura o el mantenimiento, ¿dónde está la planta? La mayoría de estos libros representaban lo laboral sólo por el título de una ocupación o por los nombres de varias —una especie de censo de ocupaciones en un lugar particular—, o por la descripción de algunas tareas individuales (nunca todas), o por funciones aisladas en la producción. No daban ninguna impresión del trabajo que requería la producción, ni siquiera en una compañía (o institución) particular.24 Aun más frustrantes eran los libros excelentes que describían a sus sujetos en el trabajo y parecía que iban a explicar cómo lo realizaban, pero nunca acababan de hacerlo.25 Los más frustrantes de todos (por ser los más prometedores) eran los que a veces transmitían la función de los obreros en cierta producción industrial, describían todas las operaciones particulares (o casi todas), tarea por tarea, área por área, como similares o diferentes, simultáneas o continuas, todas conectadas, todas (o 95%) indispensables, algunas “estratégicas”, pero luego confundían esta funcón.26 Siempre se atravesaba en la historia alguna especie de contradicción que oscurecía la cuestión más importante: el poder en el trabajo.

Sin embargo, cuanto más perfeccionaba mis historias, más me frustraban también. Hobsbawm había escrito acerca de “un cuerpo de trabajadores técnicamente capaz de fuertes negociaciones colectivas”.27 Yo no sabía cómo entender este “técnicamente”. Era un tipo especial de conexión entre los obreros en el trabajo industrial, que algunos historiadores estaban captando, pero inadvertidamente (o así me parecía), de modo que luego lo dejaban ir sin darse cuenta, sin conceptuarlo. Los historiadores que más se acercaban, a quienes leía una y otra vez en busca de pistas, hablaban de quién conocía a quién en el trabajo y cómo se llevaban entre sí, de una “red de relaciones personales […] en la planta”, de “relaciones sociales en el lugar de trabajo”, de las “vidas [de los obreros] en el trabajo”, de una “cultura del lugar de trabajo”, de una “subcultura del trabajo calificado”.28 Algunos, de mentalidad más teórica, defendían una historia del trabajo específica para la historia obrera. Otros abogaban por integrar la historia de la tecnología con la historia obrera, o daban ejemplos de esto. Sin embargo, también estos historiadores, salvo una referencia superficial a “trabajo y relaciones tecnológicas”, describían la cooperación de los obreros en la producción como “relaciones sociales” o relaciones “socialmente construidas” o “prácticas sociales” en el trabajo.29 Yo tampoco lograba nada mejor que “relaciones sociales en la producción”. Esto seguía siendo historia social o sociología, que eran esenciales, pero no era ingeniería. Yo quería concebir la ingeniería de la producción social, su mecánica, sus fuerzas y movimientos.

Mientras tanto, seguía pensando en las “posiciones estratégicas” en el trabajo, en esos lugares que de algún modo tenían consecuencias especiales. Releí a Brody y Hobsbawm en este sentido y en relación con los obreros “estratégicos”, “vitales”, “clave”, “indispensables”.30 Al mirar más de cerca, encontré que la mayoría de los mejores historiadores de organizaciones obreras hablaban acerca de obreros “clave” o en “posición estratégica” y de su “estrategia” en la economía en general o en ciertas industrias o plantas particulares.31 Dos de ellos incluso citaban a Soffer en relación con los “obreros autónomos”.32 Sin embargo, no alcanzaba a distinguir claramente a qué se referían con “estratégico”. A veces no hablaban de posiciones, sino que describían simplemente la “estrategia” de los obreros, como si la posición no afectara un plan o ruta de acción, que podía ser ofensivo, defensivo o evasivo. A menudo, daban por sentados los resultados de una estrategia, sin explicar cómo llegaban a ocurrir esos resultados, si económica, social, política o culturalmente (o todas a la vez). Lo más complicado era que a veces argumentaban como si una misma posición volviera estratégico al obrero y otras veces lo contrario. Además, no eran claros en cuanto a qué hacía estratégicos una posición o a determinados obreros. Algunos argumentaban que era la importancia de toda una industria o un sector en la economía en general, sin vincular esta idea con posiciones particulares. Otros hablaban de las consecuencias extraordinarias de una posición en “el proceso de producción” o “el proceso laboral”, por cierta conexión tecnológica que a menudo apenas esbozaban. Otros más atribuían lo estratégico a las “habilidades” de los obreros, sus capacidades tecnológicas, a menudo dejando de lado las excepciones, como los estibadores. Algunos defendían ambos criterios técnicos: el trabajo “estratégico” debía ser importante para la producción y también calificado; se trataba de ciertas funciones o tareas que sólo podían realizar obreros con una preparación especial. ¿Qué ocurría entonces con los estibadores o los conductores del transporte de carga? ¿El trabajo “estratégico” era una cuestión principalmente sociológica o técnica?

De mis nuevas guías, las dos más claras eran historiadores que aseguraban tomar los aspectos técnicos seriamente, y lo hacían. El primero, un joven historiador del movimiento obrero industrial en Argentina, ofreció una explicación concisa y precisa del poder tecnológicamente “estratégico” de un sindicato de luz y fuerza. Sin embargo, no explicaba cómo distinguía lo “estratégico” en relación con los otros sindicatos importantes del país, ni qué tareas dentro de una compañía eléctrica o una planta automotriz eran estratégicas tecnológicamente o en otro sentido.33 El otro, el más culto, ambicioso y analítico en cuanto a la teoría, un joven historiador de obreros siderúrgicos alemanes y estadunidenses, encontró “posiciones estratégicamente importantes” en la siderurgia alemana y estadunidense y especificó que el “proceso de producción” (a veces “el proceso laboral”) no era social, sino que se daba a través de la “organización técnica”.34 Explicó que las “posiciones estratégicas” son las que dan poder técnico, Störmacht, “poder de interrupción” o “poder disruptivo” (disruptive power); la posibilidad de interrumpir la producción en toda la planta.35 Además, describió vívidamente estas posiciones y las “condiciones técnicas” del trabajo estratégico.36 Sin embargo, aun con toda su energía analítica, seguía perdiendo la distinción entre social y técnico. Las únicas “relaciones” (Beziehungen) que describía de los obreros en el trabajo eran “relaciones sociales”; incluso las “relaciones paratécnicas” eran “relaciones sociales”.37 Específicamente, eran “sociales” las “relaciones en el trabajo” (Arbeitsbeziehungen), en el “proceso de producción”; sólo era “técnica” la relación entre un obrero (o grupo de obreros) y las materias primas y equipo productivo de la planta. Sin considerar el Störmacht, destacaba mucho los “trabajadores autónomos” de Soffer y continuamente explicaba que el poder de los obreros en posiciones estratégicas provenía de una condición social, la “autonomía funcional”.38

Así, salvo para la sociología, las relaciones entre los obreros en el trabajo industrial seguía siendo inconcebible, incluso para los mejores historiadores del mundo obrero. Pero mi mente no se contentaba con esto. Me seguía preguntando acerca de ese “cuerpo de trabajadores técnicamente capaz de fuertes negociaciones colectivas”, del “trabajo y relaciones técnicas”, de las “relaciones en el lugar de trabajo determinadas [en parte] por […] la tecnología”, de las “relaciones laborales” que si bien eran enteramente “sociales”, estaban “marcadas” de algún modo por “procesos laborales técnicamente específicos”.39 No lograba entender estas conexiones sólo en términos de las “relaciones sociales en la producción” o las “relaciones sociales en el trabajo”. Todavía quería ver las fuerzas veracruzanas de producción industrial sincronizadas en el espacio, encontrar la concepción que tendría un ingeniero de la industria y las plantas industriales, como la que tendría un general de la geografía y las encrucijadas; encontrar el mapa industrial que hubiera trazado un guerrero sindicalista para ubicar las posiciones estratégicamente importantes, o un comité central comunista para elegir una estrategia.

En 1994 di clases por primera vez sobre la historia industrial y obrera de México. Tenía que pensar qué significaba “industrial”, así que regresé a Saint-Simon: interdependencia técnica generalizada, conscientemente dividida, conscientemente organizada, en la producción.40 Para poder explicar el tema a los alumnos, tenía que concebir a los obreros industrialmente, dentro de las divisiones e integraciones técnicas de su trabajo. Ésa fue mi oportunidad. Pronto había encontrado nuevos términos, específicos para las conexiones de los obreros industriales en el trabajo y me pareció imperativo terminar mis historias abstractas con todos los detalles estacionarios, móviles, muertos y vivos que requirieran.

I. Formas de hacer historia obrera: sentimientos, trabajo, poder material

Cualquier pobre diablo con cierta conciencia cultural o profesional sabe que desde hace 20 años o más los temas históricos candentes en la civilización occidental han sido la raza, el género, lo étnico, el sexo, los héroes, los símbolos y ahora, finalmente, ahí frente a todos, “uno mismo”. ¿Por qué querría alguien hacer ahora (o todavía) una especie de historia industrial, algo sobre el trabajo industrial moderno? Dejando de lado las apariencias academicistas, ¿lo que propongo es simplemente un ejercicio borgesiano, un plan maniático para una enciclopedia sin fin, cada vez más actualizada, cada vez más compleja, de arqueología industrial? ¿Podría tener algún sentido ahora, o en algún momento?

Una indicación de que no lo tiene es que recientemente muy pocos historiadores de la temática obrera se han acercado a algo semejante, o si lo intentan (hasta donde sé), lo hacen para una sola industria, pero no para varias. Como antes, entre los mejores libros nuevos del campo hay algunos que versan sobre el trabajo industrial moderno, pero no sobre los trabajadores que lo hacen.1 Otros hablan de los trabajadores industriales modernos, pero (la mayoría) fuera del trabajo, en huelga, en política, en reuniones, etc.2 Los que sí hablan de los obreros en el trabajo abordan en su mayoría áreas u operaciones particulares, y hablan menos del trabajo que del lugar de trabajo, o de la raza, el género o algún otro tipo de “identidad”.3 Dos historias conceptualmente muy ricas del movimiento laboral en Estados Unidos, realizadas por expertos en las “relaciones sociales” que se dan en la producción, transmiten un claro sentido estratégico del poder en el trabajo, pero no distinguen si es poder comercial, político, industrial, técnico o de otro tipo, ni explican (dado que son estudios generales) nada sobre tecnología.4 Sólo un libro, sobre las empacadoras de los estados centrales de Estados Unidos, da una idea de la organización técnica de esa industria en términos explícitamente “estratégicos”. Sin embargo, con todo y su mirada reveladora, este autor toma equivocadamente por “calificados” a los trabajadores del área que considera “estratégicamente importante” (la de los mataderos), y no toma en cuenta el área realmente decisiva: energía y refrigeración.5 Muchos estudios históricos cuyo tema declarado es el trabajo tratan en realidad de otras cosas.6 Los panoramas históricos del trabajo moderno, por útiles que sean, hablan en general de mercados de trabajo, convenciones sociales, ocupaciones, condiciones laborales, regulaciones y emociones, no acerca de las variaciones en los sistemas industriales.7 En una antología histórica bastante reciente sobre el trabajo, el editor, un historiador inglés prestigioso, no incluye nada de ningún historiador acerca de ningún trabajo industrial. Cita a otro distinguido historiador de la clase obrera británica de los siglos XIX-XX: “sabemos bastante poco acerca de la actitud de la gente hacia el trabajo incluso para las épocas más favorables, y no tenemos casi ningún conocimiento preciso sobre el periodo anterior a la década de 1930”.8 Es decir, confesemos nuestra ignorancia de las “actitudes” y hagamos caso omiso de nuestra ignorancia de lo que los obreros hacían sistemática, simultánea, consecutiva y conjuntamente en sus trabajos, tanto antes como después de la década de 1930. Algunas selecciones de la antología, tanto de autores del siglo  XIX como del XX (como Richard Henry Dana, Melville, Zola, F. W. Taylor, Robert Frost, Orwell), versan sobre ciertas partes del trabajo en las operaciones industriales. Aunque son interesantes, todas (excepto la cita de Germinal) dan la impresión de haber sido elegidas por el venerable Fraser o el bendito Studs. No hablan de la fuerza de trabajo coordinada para la producción, sino de la experiencia individual, personal; no tratan del trabajo, sino de cómo se siente alguien en el trabajo.

Cualquier historia actual de la producción industrial se toparía con las preocupaciones históricas vigentes, tanto populares como profesionales. El editor de la antología pudo decir “lo que pensaba, obviamente, la mayoría de las personas” acerca de su proyecto sobre el trabajo: “¡Qué tema tan aburrido!”9 Supongo que tenía razón, pues el libro ocupa, aproximadamente, el lugar un millón en la lista de libros más vendidos. Si el formidable Lector Común (si es que no está viendo el reestreno de la serie televisiva sobre la historia de Gran Bretaña de Simon Schama) puede hacerse de un nuevo libro de David McCullough o Paul Johnson, o algún clásico de Stephen Ambrose, es muy poco probable que se ponga a buscar lecturas históricas selectas acerca del trabajo, y mucho menos “estudios históricos acerca del trabajo industrial”. Del mismo modo, los historiadores académicos se interesan ahora (tradicional o especulativamente) en casi cualquier cosa que no sea el trabajo industrial. Si las adquisiciones de la biblioteca de la Universidad de Harvard durante los últimos 10 años representan sus intereses, entonces publican y leen casi tres veces más sobre guerra que sobre género; una y media veces más sobre género que sobre asuntos raciales; más de dos veces más sobre género que sobre trabajo; 25 veces más sobre trabajo que sobre trabajo industrial; 18 veces más sobre sexo que sobre trabajo industrial, y un tercio más sobre pornografía que sobre trabajo industrial.10 Quizá no sea menos significativo que el joven y brillante historiador de los obreros siderúrgicos alemanes y estadunidenses haya escrito hace poco su segundo libro, también excelente: una historia política, social y cultural de la “hermandad” en la socialdemocracia alemana preindustrial.11 Los maestros estadunidenses clásicos de la historia industrial, seguidores de San Edward y San Herb, no dudarían en considerar el trabajo un tema válido, pero sólo como si fuera una prueba escolar o ética, importante en la formación de la comunidad y cultura de los trabajadores. Entre los veteranos europeos de la historia obrera, uno de los más agudos, preocupado porque el campo “se ha vuelto bastante aburrido”, sugirió hace poco hacer mejoras, incluida, asombrosamente, “una historia obrera”, pero es evidente que se refiere sólo a una historia social de “conceptos”, “significados” y “prácticas laborales”.12 Aún bastantes jóvenes, los más vanguardistas de la historia obrera anglo estadunidense, que nunca confiaron en las cuantificaciones ni en las antiguas clasificaciones de objetos, nociones y categorías históricas, definitivamente no dejarían ahora la historia cultural del trabajo por algo tan poco literario como un conjunto de constructos materiales reales, matrices de la producción moderna. Quizá 95% de los artículos presentados en las últimas reuniones de la North American Labor History Conference (NALHC: Conferencia Norteamericana de Historia Obrera), hubieran quedado igual de bien en cualquier congreso de historia política, social o cultural; el “trabajo” importa sólo por el lugar de trabajo, que sólo importa por la cultura que se produce o trabaja ahí. Para su reunión de octubre de 2004, sobre “Clase, trabajo y revolución”, la NALHC “fomenta sesiones […] desde las perspectivas de género, raza, etnicidad y sexualidad”.13 Incluso el rival más complejo, riguroso y agudo de la nueva historia cultural (un sociólogo histórico del trabajo), que también está en busca de una nueva historia obrera, pide con urgencia estudios que “demuestren y especifiquen […] exactamente cómo la construcción cultural de los conceptos económicos configuró […] las prácticas en las fábricas [antes de 1914]”. Él mismo no ha procedido en ese sentido, sino hacia una teoría de “la cultura en la práctica”.14

Recientemente, algunos historiadores del mundo obrero norteamericanos se organizaron para promover “la historia obrera y la clase trabajadora”.15 Contrarios a la idea (expresada finalmente en una reunión de la Organization of American Historians, ¿dónde más?) de que “los temas básicos de la historia obrera son en esencia demasiado oscuros o poco emocionantes como para atraer al público más amplio”, estos historiadores de la temática obrera prácticamente redefinen el campo como una historia general de la injusticia. En 2002, su representante se volvió editor de la revista más importante de la disciplina en Estados Unidos, y reconoció la “stasis intelectual” del campo y declaró que los intereses de la revista eran las injusticias raciales, de género, étnicas, sexuales y económicas que habían sufrido los trabajadores y trabajadoras de toda América. Pedía en particular un “análisis de los cambios en los procesos laborales y estructuras directivas, así como la experiencia del trabajo”, y muchos más estudios de “la historia básica del trabajo y las ocupaciones”, incluidas “la peluquería, […] las funerarias, […] la consejería escolar”, para fortalecer “la credibilidad de la disciplina en el mercado intelectual”. Evidentemente, no logra distinguir entre el trabajo y la experiencia del mismo, ni entre la experiencia del trabajo industrial y de otro tipo. Tampoco muestra el menor interés en el trabajo que, hace 25 años, Montgomery también le hubiera dicho que era “estratégico”. El programa de posgrado que dirige en la University of Illinois en Chicago, titulado “La historia obrera, la raza y el género en el mundo urbano”, ofrece un curso dedicado parcialmente a la tecnología (bendito sea ese profesor), pero ninguno sobre ningún tipo de trabajo; los cuatro coloquios del programa son sobre “feminismo comparado”, “inmigración e historia étnica”, “historia racial y de la clase trabajadora” y “sexualidad, poder y política”.16 Esta campaña por “ampliar y energizar la disciplina” ahora cuenta con una nueva revista, pero el mismo editor sigue tan prendido como siempre con la vieja “experiencia de la clase trabajadora”. Ni él ni sus colegas, todos vasallos de Thompson, Gutman y un Montgomery ya completamente thompsoniano y gutmaniano, logran distinguir entre el trabajo y los sentimientos. Hasta donde alcanzo a leer, no podrían imaginar una historia técnica de la producción industrial que no los matara de aburrimiento y que no fuera un fracaso completo en el “mercado intelectual”.17

Valdría la pena preguntarse por qué la historia obrera (de cualquier tipo y época) parece ahora tan “aburrida”. Hace 30 años, cuando Terkel publicó por primera vez sus entrevistas, el “trabajo” y la “clase trabajadora” eran el gran furor entre los intelectuales y académicos de distintas especialidades: ¿qué ocurrió con todo ese entusiasmo? Por razones prácticas (productividad, ganancia, beneficios, salarios, primas, elecciones, guerras, juicios), los estudios económicos, sociológicos, políticos, psicológicos, médicos, legales, etc., sobre el trabajo están en pleno auge. Entonces, ¿por qué la historia del “trabajo”, especialmente del “trabajo industrial”, despierta ahora expresiones físicas de aburrimiento, incluso de aversión? Si tomamos en cuenta los cambios económicos, sociales y culturales de los últimos 30 años, es fácil explicar la reciente fascinación de los historiadores con la nueva historia cultural (incluida la historia de la cultura del lugar de trabajo). Sin embargo, es más difícil encontrar las razones por las que los historiadores ya no quieren saber acerca de la acción laboral propiamente dicha.

Seguramente la razón no es que ya no haya nada más que aprender al respecto. Ahora los investigadores saben mucho más acerca de la raza, el género y el sexo que acerca del trabajo, pero aún no dan señales de que algún día entenderán suficientemente el cuerpo en la representación o en la estimulación erótica, mientras que a todas luces parece suficiente, por poco que sea, lo que han entendido sobre la historia de los cuerpos y mentes en la producción industrial. A diferencia de la raza, el género o el sexo, el trabajo es intrínseca e infinitamente un objeto del interés, es decir, no un signo o una práctica o un instinto, sino una acción encaminada a producir cosas útiles, algo consciente, aprendido, serio, intencional, honesto, concienzudo, fascinante, algo como la cultura, pero también particular, fastidioso, absorbente, arduo, frustrante, quizá agotador y de una importancia generalizada, fundamental y urgente, y el trabajo industrial está dividido y divide, pero aun así es colectivo. Estamos lejos de haber entendido el hecho de que el trabajo es lo que volvió humana a nuestra especie, cada vez más humana. Resulta absurdo que carezca de interés estudiar la historia de la actividad necesaria para que ocurra cualquier otra historia humana. Es histórica y naturalmente interesante el hecho de que la especie se extinguiría mucho más rápido sin trabajo que sin copulación.

Culturalmente, de todos los grandes mitos de la creación, de cómo el mundo cobró existencia y por qué sigue existiendo, el que dio lugar al simbolismo, el discurso y las ideologías más arraigadas en el mundo moderno es una historia del trabajo, la de los primeros tres capítulos del Génesis. Es una narración de una fuerza tremenda y sutilezas profundas, vibrantes, sugerentes y reverberantes: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”; luego hizo “la expansión de los cielos” y puso ahí “las dos grandes lumbreras” y también las estrellas; creó grandes ballenas y al hombre a su imagen; el séptimo día acabó su obra y descansó; luego “plantó un huerto” y “puso allí al hombre que había formado”, Adán, “para que lo labrara y lo guardase”; del hombre formó a una mujer, Eva, “y la trajo al hombre”, y cuando violaron una de sus órdenes “y conocieron que estaban desnudos” y en vano trataron de huir de él, Dios le dijo a Eva, “multiplicaré en gran manera los dolores en tus preñeces; con dolor darás a luz los hijos”, y a Adán le dijo “maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida. Espinos y cardos te producirá”, y expulsó al hombre del huerto “para que labrasen la tierra”.18 Por supuesto, esta historia es más fuerte cuando se canta en el original hebreo, porque las letras no sólo suenan, sino que tienen carácter, además de que las palabras, con sus repeticiones rituales, sus raíces de tres consonantes y sus constantes inflexiones, resuenan con alusiones y distinciones significativas. Por ejemplo, el trabajo que hizo Dios al crear y fabricar a mano el mundo es un trabajo radical y puramente divino, un trabajo que sólo Dios pudo haber hecho. Sin embargo, la palabra que se emplea para referirse al trabajo que hizo luego sobre la creación significa algo así como nuestro trabajo pleno, liberador, satisfactorio, sustancioso, o como un ángel, un mensajero, un mensaje, o como estar en una misión, seriamente, ocupado, cumpliendo una promesa o un pacto; el descanso de Dios es también una bendición, una santificación de su trabajo. La palabra con la que se habla del trabajo que hizo Adán en el huerto se refiere a la tarea de estar a cargo de algo, de vigilarlo, resguardarlo, protegerlo. El trabajo que hizo después es radicalmente distinto; la palabra con la que se hace referencia a él significa también servicio, obediencia, sujeción, cautiverio, servidumbre, esclavitud y adoración. El “dolor” que, después de salir del huerto, sentirá Eva al parir y Adán al trabajar es el dolor del esfuerzo, de la fatiga, que etimológicamente tiene que ver con herida, dureza, pesar, tormento, sufrimiento, molestia, pesadumbre, angustia, aflicción.19 Durante siglos formó parte de la ortodoxia judía, cristiana y musulmana la creencia en un mundo forjado por la divinidad en el que el trabajo duro (propio o ajeno) humanamente enajenado sostiene a los fieles obedientes. Esta creencia estaba tan arraigada en estas culturas, que sólo los herejes podían imaginar un mundo ajeno al trabajo, ya fuera divino o humano.20 Desde la Revolución industrial, cuando el capitalismo y luego el socialismo, cada uno con su propio ateísmo, comenzaron realmente a reconstruir Europa y el resto del mundo a partir del trabajo humano, ya sea por ganancia o por humanidad, ha empapado todas las culturas la idea de que “este mundo”, “el mundo real”, es trabajo (el tuyo, el mío, el de los demás, el de cualquier ser sano). Como descubrió Marx ya en la década de 1840 (quizá en parte porque era alemán), era imposible pensar o hablar de la “realidad” sin hacer que “trabajara”.21 Ahora, sólo seres de otro mundo podrían imaginarlo de otra manera.

El aburrimiento que provoca a los historiadores estadunidenses el trabajo industrial es en parte sólo la evasión razonable de un tema que se ha vuelto enormemente aburrido para el público estadunidense en general. Los “historiadores de divulgación” (public historians), es decir, los que están más expuestos al público, entienden mejor esta prudencia. Dado el encogimiento de la vieja industria, la vieja clase trabajadora y el viejo movimiento obrero; dado que los sindicatos han decepcionado (cuando no repugnado) a muchos trabajadores y enfurecido o asustado a gran parte de la población; dado el vuelco continuo y público de la política estadunidense hacia la derecha durante los últimos 25 años, y dada la dedicación popular al “ocio”, el “consumo”, el “entretenimiento”, etc., muy pocos de estos historiadores podrían pretender pagar sus cuentas con estudios sobre trabajo o mano de obra, mucho menos sobre el trabajo industrial.22 Dadas estas mismas condiciones, algunos historiadores académicos que han escrito acerca de ciertos aspectos del trabajo industrial pueden ahora, prudentemente (por contratos laborales, de publicación o ambos), alejarse de él, en favor de temas más atractivos, como la política o la cultura.

Sin embargo, esta aversión entre los que se declaran historiadores culturales, principalmente académicos, que ahora dominan la disciplina en Norteamérica, Latinoamérica y Europa, no es tan razonada. Es más profunda y más antigua y se vincula con procesos evasivos más complejos. Estos historiadores se concentran en la injusticia, en la generación (o pérdida) de la comunidad y solidaridad laborales y exclusivamente en las “relaciones sociales” (¿o su experiencia?), sin duda porque consideran que describirlos dentro de una organización técnica es una falta de respeto hacia los trabajadores, una negación de su dignidad humana, un “reduccionismo” aburrido. No aceptan que en sus casas se use un vocabulario o gramática para un discurso sobre las divisiones técnicas humanas en la producción industrial. Sin embargo, esta postura implica que el poder que han logrado reunir los obreros para sus luchas proviene sólo de sus méritos morales o de las multitudes reunidas, e implica negar que alguna vez han tenido (además o sólo) un poder técnicamente determinado que les permitiera conseguir victorias. Las razones de esta negación se remontan quizá 25 años.

En ese entonces, la disciplina estaba dominada por varios gigantes. Sobre todo Thompson, pero también otros historiadores, sociólogos y politólogos, jóvenes y viejos, como Brody, Hobsbawm, Werner Conze, Paolo Spriano, Georges Haupt, Barrington Moore, Gutman, Trempé, Perrot, Kocka, Joan Scott, George Rudé, Mommsen, John Foster, Charles y Louise Tilly, Lawrence Goodwyn, Ralph Miliband, Leo Panitch, Royden Harrison, Yves Lequin, Montgomery y varios más difundieron entre los jóvenes que iban entrando al campo las influencias teóricas de Marx, Weber, los Annales (Durkheim) y otros.23 Sin importar qué influencia aceptaran, todos los jóvenes seguían la línea de Thompson al reconocer como su tema la subjetividad, la “agencia” o “agentividad” (agency), de los trabajadores.24 En general, pertenecían políticamente —un requisito esencial para ellos— a la izquierda no comunista, vivían virtualmente las luchas que estudiaban, se desvivían (como para disculparse por el 68) por que la historia obrera fuera útil para los trabajadores reales. A cambio, tenían que soportar que tales trabajadores continuamente ejercieran su “agencia” en favor de Thatcher, Reagan y Kohl; ése fue el hecho político que marcó más profundamente a su generación intelectual (de izquierda y de derecha).25 En sus historias obreras tendían a hacer, o bien un relato de poder, de conflictos, desafíos, triunfos, pérdidas, de arreglos invariablemente temporales, un relato que acababa en victoria o derrota, o bien un relato de agravios, de discriminación, abusos, protestas y resistencia que acababan en integración o enajenación, en síntesis o frustración.26 Este segundo relato, la historia de una injusticia (corregible), se convirtió en la especialidad de quienes tendían a lo cultural, y al cabo de una década ya era la rama principal de la disciplina.

Especialmente en Estados Unidos, siguiendo la huella de Gutman y Scott, estos historiadores escribían acerca de obreros incesantemente divididos entre sí, pero no por política o economía, sino por diferencias raciales y, dentro de cada raza, por religión o lengua, por diferencias entre hombres y mujeres.27 Estudiaban las divisiones del trabajo, pero no las industriales o técnicas, sino las raciales, de género, étnicas o sexuales. Si alguno mencionaba un “punto de producción”, no lo concebía en conexión con otros, como uno de muchos nodos técnicos, conexiones y uniones materiales (incluido el material humano) en una red de producción que de hecho produce cosas (y las transporta): sólo veía una cultura del lugar de trabajo. Si alguno hablaba de los obreros en el trabajo, sólo los veía dentro de relaciones sociales, en acciones comunes, en interacciones normativas (acordadas o impugnadas), o simplemente como individuos en una tarea, individuos que experimentan el trabajo. Lo más técnico a lo que llegaban al hablar de esta experiencia era presentar una lista de materias primas en su paso hacia el producto terminado, o hacer una selección de ocupaciones o breves descripciones de las tareas, o quizá incluso registrar la experiencia de un obrero, como si el trabajo fuera sólo personal.28 En el mejor de los casos, tenían muy claros sus intereses: las “voces” de los obreros, su “subjetividad”, “experiencia”, “significados”, “identidad” y “lenguaje, no sólo las palabras, sino todas las formas de representación simbólica”.29 Algunos (como Scott) tomaron de los sociólogos la asombrosa palabra “estrategias”, generalmente en plural, y no sólo (como en los viejos tiempos) para referirse a las “estrategias sindicales”, sino principalmente para las “estrategias personales” o “de supervivencia”, “estrategias de clase y género”, “estrategias de fertilidad” e incluso “estrategias para asegurarse una identidad”.30

Tiananmen, la caída de la reforma en la Unión Soviética, la pasión de la Solidaridad polaca por el capitalismo y (para colmo) la derrota del sandinismo en Nicaragua acabaron con todas las esperanzas inocentes (y desgastadas) de que algún día los trabajadores optarían por el socialismo, de que algún día el socialismo sería algo más que una utopía. Como la izquierda se había ido enfriando desde 1917, los historiadores obreristas de corte cultural ya podían regresar a una utopía más sencilla, antigua y conocida, la de “poner fin a la desigualdad”.31 Aliviados, se volcaron directamente sobre las “guerras culturales”. Ahí defendieron una especie de justicia histórica por inclusión, al escribir sobre la “gente trabajadora”, con toda su gloria multicultural, en una narración nacional abierta y amistosa, como en “la búsqueda de […] la cultura democrática”. Querían la narración del “trabajo”, pero sólo “en el contexto de la comunidad y la cultura”. Exigían la inclusión de los obreros industriales (fuera del trabajo) “en el hogar, el barrio y la comunidad”, y también en el lugar de trabajo, pero aún sólo en las relaciones sociales que establecían ahí, que seguían (mal)entendiendo como relaciones de trabajo. No lograban ver que la comunidad y la industria moderna (no sólo la manufactura, sino también la minería, la construcción, las comunicaciones, transportes y servicios de cómputo y sistemas) han sido tan distintas como el afecto y la coordinación técnica en la producción. Aferrados a las identidades y la injusticia, insistentes en la “agencia” de los trabajadores dentro de “la cultura social y política más amplia”, pero ignorantes de la ingeniería industrial, evitaron cualquier mención del poder técnico, de las estrategias técnicas, de la carencia de este poder y de la consecuente necesidad de otras estrategias. Subrayaron “lo permeables que son las fronteras entre comunidad y trabajo”, pero sólo para aclarar (según alegaban) que existe una cultura en común en los dos ámbitos, no para examinar la rivalidad que ha habido en los usos de la cultura para proteger o aislar posiciones estratégicas en el trabajo.32 Al introducir una segunda o tercera generación thompsoniana a la historia obrera moderna, en lugar de enseñarle a los jóvenes acerca del trabajo industrial, les han hablado de “construcciones”, “representaciones” y “desafíos semióticos”, no sólo en textos literarios (y esto ya no es una redundancia), sino también dentro de “la cultura popular”, “la cultura subalterna”, “la cultura material”, “la cultura pública”, “la contracultura”, etc. Y claro, la nueva generación acaba de publicar una enciclopedia histórica del movimiento obrero en Estados Unidos que incluye entradas sobre Ralph Fasanella y sobre “música y trabajo”, pero ninguna sobre “división del trabajo”, “relaciones industriales”, “industrialización” o “tecnología”.33 La cultura obrera, con sus tradiciones y revitalizaciones, se ha convertido en el refugio feliz y esperanzador de muchos devotos de la historia obrera, porque ahí están a salvo del sentido objetivo de las desigualdades técnicas incorregibles e inevitables de los trabajadores en el trabajo.

En este punto, los historiadores de la temática obrera han justificado su enfoque, ansiosa o felizmente, con los cambios mundiales.34 Sin embargo, estos cambios no son culpa ni mérito del mundo. La respuesta tampoco es la influencia intelectual. No sólo porque Gutman descubrió su solución sintética en la “cultura”, o porque Scott encontró su nueva “categoría analítica” en el “género”, resultaba inevitable que tantos de sus herederos académicos se descubriera (o se perdieran) en los “estudios culturales”, o que llevaran (y abandonaran) ahí a sus alumnos. Que los discípulos acepten su propia responsabilidad. En particular en Estados Unidos y Gran Bretaña sus estudios se han convertido cada vez más en una especie de mutuo entretenimiento, diversión, distracción, olvido, negación de las viejas preguntas que a la gente democrática y culta le resulta muy difícil plantear ahora, no sólo acerca del “trabajo”, sino también del “futuro” o las “razones técnicas” o la “fuerza” o el “socialismo”; no soportan que haya fantasías a su alrededor.35

La mente del historiador del mundo obrero se seguirá haciendo buenas preguntas sociales y culturales acerca del trabajo industrial. ¿Qué efectos ha tenido la objetividad física, industrial —no la cosificación, o el cómo y por qué los objetos cambian, sino un sistema previamente impuesto y realmente existente de cosas técnicas (incluidas las fuerzas naturales ordenadas)—, en la subjetividad de la gente que la usa cotidianamente para la producción y que a veces altera el orden para que no se pueda usar? ¿Qué diferencias ha habido entre la construcción del sentido del trabajo entre los obreros preindustriales e industriales, y qué ha aprendido cada uno de ese sentido? ¿La cooperación técnicamente determinada en el trabajo ha generado entre los obreros animosidad tanto como “sociabilidad”?36 ¿Su trabajo ha sido una exigencia (¿hacia quién?), una ejecución (¿para quién?) o ambas? Para organizar a los obreros en el trabajo o en las comunidades, entre las comunidades y más allá, ¿ha resultado mejor la integración de las diferencias o su coalición? ¿Por qué los movimientos obreros rara vez han seguido reglas democráticas? ¿Qué ha generado el sentimiento de solidaridad en los movimientos no circunscritos al lugar de trabajo o a la comunidad, entre obreros que no se conocen entre sí? ¿Qué diferencias crean la localidad y la solidaridad en la constitución de los obreros? Estas preguntas siguen girando en torno de los derechos y los agravios (construidos, claro está); siguen convirtiéndose en historias morales, en signos interpretados y malinterpretados; en prácticas realizadas y fingidas; en visiones del mundo verdaderas (confiables) o falsas (engañosas); en argumentaciones históricas literalmente inacabables.

Mientras tanto, siguen sin plantearse buenas preguntas industriales y técnicas acerca del trabajo industrial. ¿Por qué los sistemas industriales siempre han sido discontinuos, formados por divisiones y conexiones técnicas, por articulaciones, vínculos y uniones? En el trabajo industrial, que tiene una división propia en cada rama, pero que en todos los casos resulta técnicamente imposible de realizar para sólo unos cuantos trabajadores, a menos que otros, conocidos o desconocidos, también estén participando, ¿del trabajo de cuáles obreros dependen más trabajadores? En industrias específicas, cuando las compañías cambian su tecnología, ¿cómo (y dónde) ha cambiado la inevitable desigualdad técnica en el trabajo? Aunque no sean sociales, ¿sus consecuencias son aun así dinámicas, acumulativas, dialécticas? ¿Puede haber un fin para tales preguntas industriales, técnicas, no un agotamiento, sino un propósito práctico? Quizá el estudio histórico del trabajo industrial sería ahora menos difícil de realizar en Europa o Canadá que en Estados Unidos. En Europa o Canadá, el historiador académico podría concentrarse respetablemente en las “prácticas sociales […] no gobernadas por las leyes de la formación de discursos” o en las “condiciones objetivas que tanto limitan como permiten la producción de discurso”. En Estados Unidos, donde la vieja historia social sigue permitiendo que el trabajo y la mano de obra se desmaterialicen en su “estilización”, en imagen o ritual, una historia del trabajo industrial tendría que reflejar que aunque las relaciones en las que actúan sus sujetos no sean simbólicas, de todos modos son significativas. O bien, para los nuevos historiadores culturales —que pueden o no haber leído a Rousseau o a Kant o a Nietzsche o a Saussure o a Lévi-Strauss o a Derrida o a Foucault, pero que toman el mundo real pasado (aunque no el presente) como un asunto sólo de lenguaje, es más, sólo de “enunciaciones”; como una mera “construcción discursiva”, y construcción sólo de “identidades” (continuamente alteradas)— tendría que tener sentido como un sinsentido, pero un sinsentido encantador.37 Durante los últimos 15 años, más de uno de ellos ha profesado que las “realidades sociales” son sólo “juegos de lenguaje diferentes”; más de uno ha pretendido que cada identidad temporal, fragmentada, tiene su propia historia, que en la frenética diversidad del mundo hay “una historia de cada uno, para cada uno”, incluida, con el mismo privilegio, la propia historia del historiador “descalzo” (barefoot historian), o memorias, reminiscencias, autoanálisis, confesiones, fantasías ingenuas u ocurrencias personales, o quizá todo junto, en una bonita revoltura; más de uno, sin saber o sin recordar que los historiadores estadunidenses comenzaron a defenestrar la historiografía newtoniana (o humeana) hace más de 80 años, atacará la “objetividad” a la menor provocación, pero buscará dentro de sí mismo (individualmente) la “naturaleza humana”, y más de uno ahora diría en broma, aunque convencido, que “el significado es sólo diversión”.38 Si todo es cultural y la materia no es más que un texto, entonces el trabajo no es acción, sino acto, y el trabajo industrial es teatro gratuito, una obra improvisada.