Postmodernidad - Antonio Cruz Suárez - E-Book

Postmodernidad E-Book

Antonio Cruz Suárez

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Beschreibung

El concepto de "época moderna" —desarrollado por el filósofo Hegel—, ha servido para etiquetar el pensamiento y estilo de vida de la sociedad occidental desde finales de la Edad Media hasta nuestros días. Pero hace ya algunos años que este período muestra serios síntomas de declive. La sociedad moderna está cambiando rápidamente para dejar paso a la Postmodernidad, una nueva filosofía de vida que propone, –como alternativa al fracaso del estado del bienestar–, una estetización de la vida, la eliminación de toda norma, el relativismo de las conductas y el politeísmo de los valores. ¿Cuál ha de ser la actitud del cristianismo y de las iglesias ante este cambio trascendental? En los últimos años hemos sido testigos de grandes cambios sociales y culturales en Occidente, cambios originados por la búsqueda contínua del hombre de un fundamento. Ayer había esperanza en la razón, la fe y la ciencia. Hoy existe el desaliento, la muerte de las ideas y los valores, el surgimiento de la verdad relativa y el individualismo. Esta nueva manera de pensar que difiere de las ideas y los valores, el surgimiento de la verdad relativa y el individualismo. Esta nueva manera de pensar que difiere de las ideas tradicionales y estilos de vida que llamábamos ayer modernidad, hoy se denomina Postmodernidad. Tanto ayer como hoy, el evangelio es la respuesta a esa búsqueda del hombre. Como cristianos, estamos llamados a conocer y ser sensibles a esa necesidad del hombre para saber cómo darle una respuesta y esperanza. Postmodernidad del Dr. Cruz analiza esta nueva filosofía de vida y, además, plantea al cristianismo las pautas a seguir para alcanzar a ese hombre necesitado de hoy con el poder del Evangelio.

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A mi esposa ANA

por su paciencia

y estimulante supervisión del texto

•ANTONIO CRUZ•

Postmodernidad

–El Evangelio ante el desafío del bienestar–

Editorial CLIE

C/ Ferrocarril, 808232 VILADECAVALLS(Barcelona) ESPAÑA

E-mail: [email protected]

Internet: http://www.clie.es

POSTMODERNIDAD- El Evangelio ante el desafío del bienestar

© 1996 por Antonio Cruz

GUÍA DE ESTUDIO DE POSTMODERNIDAD-

El Evangelio ante el desafío del bienestar

Revisión 2003

©2002 Universidad FLET

14540 SW 136 Street, Suite 202

Miami, Florida 33186

ISBN: 978-84-8267-349-3

eISBN: 978-84-8267-628-9

Clasifíquese: 680 SOCIEDAD Y CRISTIANISMO:

El cristiano ante los problemas sociales

INDICE

PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN

I.DOS MANERAS DE VER EL MUNDO

II.LA CULTURA MODERNA

-Fe en la libertad

-Fe en la ciencia

-Fe en el progreso

-Fe en la historia

-Fe en el ser humano

-Fe en Dios

III.LA CULTURA POSTMODERNA

-Muerte de los ideales

-Auge del sentimiento

-Crisis de la ética

-Crecimiento del narcisismo

-El gusto por lo transexual

-Fracaso del desarrollo personal

-Las facturas de la moda

-Pérdida de la fe en la historia

IV.COMPARACIÓN DE VALORES ENTRE MODERNIDAD Y POSTMODERNIDAD

V.FE Y RELIGIÓN EN LA POSTMODERNIDAD

-El reino de la inestabilidad

-Nuevas formas de religiosidad

1.Retorno a lo esotérico

2.Rebrotes de lo satánico

3.Encanto por lo asiático

4.Seducción de lo extraterrestre

5.Religiones profanas

a.La música joven

b.La religión del deporte

c.La religión del cuerpo

d.La diosa Tierra

6.Religiones civiles

a.Sacralización de la democracia

b.La religión nacionalista

c.El paraíso de Mammón

-Cristianismo a la carta

1.La fe cómoda

2.La fe emocional

3.La fe desconfiada

VI.COMPARACIÓN ENTRE RELIGIOSIDAD MODERNA Y POSTMODERNA

VII.EL EVANGELIO PARA UN MUNDO EN TRANSICIÓN

-Necesidad del Evangelio

-Ideas para evangelizar hoy

1.Anunciar el núcleo de la fe

2.Responder a las preguntas básicas del ser humano

3.Inculcar la ética del arrepentimiento

4.Reivindicar una moral de brújula

5.Fomentar la esperanza

6.Dar a conocer la Biblia

7.Mostrar la razonabilidad del cristianismo

8.No confundir universalidad con universalismo

9.Mediante métodos morales

10.Enseñar que el Evangelio no es una lista de reglas morales

11.Solidarizarse con los necesitados

12.Adecuar el mensaje a las distintas visiones del mundo

13.Utilizar un lenguaje inteligible

14.Emplear signos de identidad comunes

15.Usar las relaciones naturales personales y el testimonio de la familia

-Requisitos previos a la evangelización

1.Orar y confiar en Dios

2.Abandonar la apatía espiritual y la timidez

3.Ser coherentes con nuestra fe

4.Diferenciar los valores de los antivalores

5.Trabajar por la unidad del pueblo evangélico

NOTAS

ÍNDICE ONOMÁSTICO

ÍNDICE DE CONCEPTOS

BIBLIOGRAFÍA

PRÓLOGO

¿Qué hace un biólogo escribiendo un libro sobre sociología aplicada?

Si la biología es la ciencia que estudia todos los seres actualmente vivos y los que han vivido en épocas anteriores, quienes conocen a Antonio Cruz estarán de acuerdo en que es un biológo consumado, que fluctúa entre el saber académico y la acumulación de hechos prácticos. No hay ser vivo, por muy insignificante que sea, que no merezca su atención.

Sus amigos más cercanos sabemos que suele aprovechar los espacios vacacionales para andar por rincones extraviados de ciudades, montes, mares y playas a la caza y captura de bichitos que al común de las personas no interesan. Realiza el trabajo con la avidez que muestra la abeja cuando succiona el néctar de la flor. Esta paciente labor le ha llevado al descubrimiento de numerosas especies de crustáceos isópodos. Artículos suyos sobre el tema han sido publicado en revistas científicas dentro y fuera de España.

La ciencia biológica es pasión encendida en la mente y en el cuerpo de Antonio Cruz. En la Universidad de Barcelona obtuvo la licenciatura en esta especialidad y, posteriormente, el doctorado. Desde hace veinte años enseña sus secretos en un Instituto de Terrassa.

Una ojeada al currículum de Antonio Cruz nos descubre a un hombre polifacético, en el amplio sentido del vocablo. Es un curioseador de la vida y de las cosas. Como en el poema de Inés de la Cruz, lo suyo es atesorar riqueza de entendimiento. La enseñanza de la biología es su medio de vida, pero la vida misma es para él un estado de actividad permanente. Además de enseñar biología, Antonio Cruz practica submarinismo, es un fotógrafo excelente, investiga, da conferencias y escribe. Suman ya centenares los artículos publicados en diversos medios. Y ahora desembarca en el mundo editorial con un libro sobre postmodernidad.

Esto es sociología pura. Sociología aplicada al estudio de los fenómenos culturales que han surgido de la interacción entre los individuos. No en el sentido académico que Compte dio al término, sino como era concebido el hecho ya en la época de Aristóteles. La profundización en el campo de las especulaciones humanas. La actitud mental en el ámbito de la cultura. Y aquí Antonio Cruz agrega al tema una dimensión religiosa y otra espiritual. Deriva el concepto de postmodernidad al primer gemido humano, el de ayer, y al último grito del hombre en la tierra, la consumación del apocalipsis bíblico. Antigüedad, modernidad, postmodernidad, ejes en la gran rueda del tiempo que hace girar el dedo meñique de Dios.

Ángel Castiñeira, un autor a quien cita varias veces Antonio Cruz, afirma en su libro La experiencia de Dios en la Postmodernidad que en los vaivenes de la cultura moderna hay ocasiones en las que el hombre encuentra aposento en Dios y otras en las que permanece a la intemperie enfrentado a la finitud. En este ambiente, en esta época postmoderna, dice Rovira Belloso que el hombre puede disfrutar la experiencia del Dios revelado, «no tanto como enigma que un día se disolverá en razón, sino como misterio del hombre y del mundo que, parecidamente al fuego de Moisés, ilumina sin consumirse». He leído el ejemplar mecanografiado –ahora, en la postmodernidad, ¿cómo diríamos ordenadorizado o computerizado?– que me envió el autor y al concluir su lectura estoy en condiciones de decir que nos encontramos ante un libro único. El tema en sí es original, pero hay también originalidad en el tratamiento, en la exposición de argumentos, en el orden que siguen las materias, y hasta en la prosa que utiliza el autor para estructurar sus ideas.

“El Evangelio ante el desafío del bienestar”, subtítulo del libro, no es simplemente la reunión de muchas hojas de papel ordinariamente impresas y encuadernadas, como ocurre hoy con casi el 90% de los libros que salen al mercado. Aquí hay una potencia de vida tan activa como el alma espiritual de su autor. Desde ahora digo que este libro ganará muchos corazones, porque ha nacido de un corazón tierno y sabio. Sin estas condiciones, la habilidad literaria significa muy poco.

Impresiona el volumen bibliográfico que ha utilizado Antonio Cruz. Desde Angurell a Wellmer, los autores reflejados pasan del centenar. No se trata aquí de apabullar al lector con una erudición ostentosa. Cuando Antonio Cruz cita, lo hace sólo para expresar mejor su pensamiento; para contribuir en cierta medida a la estabilidad o al incremento del lenguaje. Disraeli decía que la sabiduría de los sabios y la experiencia de los siglos pueden ser consevadas con las citas. Y el mérito de Cruz es que cita con exactitud, con rigurosidad, buscando sólo las razones más oportunas.

La obra que tienes en tus manos, lector, y que has empezado a leer por este pórtico, se abre con tres breves capítulos en torno a la llamada cultura postmoderna. Lo que José María Mardones define como «pérdida de confianza en la razón», para Antonio Cruz , «la postmodernidad surge a partir del momento en que la humanidad empieza a tener conciencia de que ya no resulta válido el proyecto moderno».

Extraordinariamente luminosos son los capítulos IV y V de esta obra. Un racionalista como Ernesto Renán admitía que «la religión es la más elevada manifestación de la naturaleza humana». En el largo devenir del hombre, la religión ha estado en todos los momentos de su historia. La religión sólo desaparecerá cuando haya desaparecido la muerte. Si la religión es el significado de todo lo que se ha explicado y se explicará, tiene su lugar y está implicada en la cultura postmoderna. Es lo que Antonio Cruz constata con autoridad en los dos capítulos citados, añadiendo en el siguiente que «la religiosidad postmoderna desea recuperar la fiesta, la felicidad y la alegría».

Concluye el libro con un largo capítulo que lleva el título de “El Evangelio para un mundo en transición”. Modestamente dice el autor que «en este capítulo se consideran algunos requisitos previos y posibles ideas que pudieran favorecer la evangelización en nuestros días». Pero después de leer los quince puntos que conforman este capítulo y los cinco añadidos como apéndice, uno se dice a sí mismo que sobran otros discursos, vengan de donde vinieren, en la pedagogía de la evangelización. Es un programa completo para evangelizar cualquier rincón del mundo y para configurar una estructura eclesiástica permanente donde pueda vivir feliz el ser humano evangelizado.

No estamos ante el final del mundo. No ante el final de la religión. No estamos ante la muerte de Dios. Estamos ante una nueva época que nos descubre nuevas posibilidades. La postmodernidad plantea retos indudables a la fe cristiana. Antonio Cruz dice que estos retos deben ser aceptados y pueden ser superados con ventajas para la fe. Porque cuando las energías de la utopía moderna se agoten, como se han agotado tantas filosofías y formas de vida, el Cristianismo de Cristo seguirá tan vivo como la flor estremecida por el rocío de la última aurora.

Juan Antonio Monroy

Presidente de la FEREDE

INTRODUCCIÓN

El mandamiento divino de llevar el Evangelio a todo el mundo requiere el diálogo entre la fe cristiana y la cultura de cada época. Para poder comunicar hoy adecuadamente el mensaje de Jesucristo es necesario comprender las evoluciones periódicas que experimenta nuestra sociedad y reflexionar sobre sus últimas manifestaciones. Hay que saber cómo piensan los hombres y mujeres a los que se dirige la Buena Nueva. Este es el sentido del presente trabajo. Un intento de plantear el complejo asunto de la postmodernidad desde la perspectiva evangélica.

Durante el siglo XX, y especialmente en sus postrimerías, se han venido produciendo importantes cambios sociales y culturales en el seno de los países desarrollados de Occidente. Desde puntos de vista bien distintos en este ámbito cultural ha surgido una nueva forma de pensar, y de entender el mundo, que difiere de lo que hasta ahora se llamaba el espíritu de la modernidad. A esta nueva cultura se la ha denominado “postmodernidad” debido a su abierta oposición a la época que la generó. Entendemos que analizar estas nuevas ideas debe constituir un reto para todo cristiano que asuma la responsabilidad de seguir presentando el Evangelio a nuestro privilegiado primer mundo. No debiera olvidarse, por otro lado, que Occidente es hoy como una pequeña isla lujosa rodeada por un inmenso océano de pobreza y miseria donde malviven criaturas que no pueden estar de vuelta porque ni siquiera han podido hacer el viaje de ida. Como explicaba el expresidente de Uruguay, Julio M. Sanguinetti: “...en países como los nuestros, donde la ciencia, la razón y la fe en el progreso aparecen desmentidas todos los días por el atraso industrial o la pobreza, estamos por construir aún el edificio de la modernidad..., mientras estamos luchando por superar viejos feudalismos para construir la modernidad, por otro lado se vive el cuestionamiento de ésta en nombre de esa individualidad exaltada que está a la moda”.1 Es injusto y paradójico que el mundo occidental hable de postmodernidad y de decadencia de los valores modernos cuando los países del Tercer Mundo no han alcanzado todavía la modernidad. El peor de los pecados del mundo hedonista postmoderno es la insolidaridad con el resto de la humanidad. Los creyentes del primer mundo no debemos olvidar que cuando hablamos de postmodernos nos estamos refiriendo a personas con un determinado nivel económico que viven en países muy concretos de la llamada sociedad del bienestar.

Por lo tanto ¿qué interés puede tener este tema para algunos de nuestros hermanos latinoamericanos o de otros ámbitos alejados del mundo postmoderno? Pues el de recibir el testimonio sincero y la inquietud de creyentes que viven en lugares a los que ha llegado la postmodernidad y que, a pesar de ello, desean seguir obedeciendo el mandamiento de la gran comisión dado por Jesucristo; el de conocer cómo está influyendo en la sociedad y en la Iglesia la anhelada cultura del bienestar; y, sobretodo, el de participar activamente intercediendo ante Dios por este mundo materialmente rico, pero moral y espiritualmente pobre.

El primer capítulo introduce brevemente el tema definiendo las posturas enfrentadas y señalando a sus principales defensores. La cultura moderna caracterizada por las grandes dosis de fe de los humanos que la forjaron es analizada posteriormente con mayor detenimiento. La pérdida de todo tipo de fe, defendida por el pensamiento postmoderno, provoca la muerte de los ideales, así como la profunda crisis en que ha entrado la ética, la razón y la idea de historia. Estos apartados se explican después y se continúa con una comparación entre los principales valores de cada manera de ver el mundo. El capítulo quinto constata que el sentimiento religioso, contra todo lo que pudiera pensarse, no está ausente del mundo postmoderno y pretende pasar revista a las formas religiosas más significativas de la actualidad, así como a los comportamientos que se detectan dentro del cristianismo. Por último, se concluye aportando sugerencias que pudieran favorecer la presentanción del Evangelio en esta cultura postmoderna y postcristiana.

Algunos autores cristianos se han referido al peligro que supone la actual increencia y la crisis de valores para el futuro del Evangelio. Incluso se llega a temer por la continuidad del mismo frente al desarrollo del materialismo y del individualismo postmodernos. Si bien es verdad que existe hoy una notable dificultad para que los principios bíblicos arraiguen en el corazón del ser humano, no debiéramos caer en el alarmismo, ni mucho menos, en una actitud derrotista. Son muchos los libros que se vienen publicando anualmente sobre este tema. La mayoría de ellos reconoce que en el pasado la arrogancia del ser humano rechazó lo divino y colocó toda su confianza únicamente en los esfuerzos del hombre. Hoy, estamos asistiendo al desplazamiento de lo humano y da la sensación de que la humanidad se siente impotente para preveer o controlar su futuro. Tal incertidumbre abre la caja de Pandora de las especulaciones pero, al mismo tiempo, inaugura una época de esperanza para el Evangelio. Muchos pensadores reconocen hoy que el cristianismo, después de todo, no es una solución tan mala. No hay por qué abrigar temores. La Palabra de Dios seguirá brillando en el mundo y llevando criaturas a los pies de Jesucristo. Esa es nuestra confianza.

«¿Vivimos todavía en la modernidad? Todo parece indicar que asistimos a su decadencia. Hace ya algunos años que este período muestra serios síntomas de declive.»

Deseo manifestar mi agradecimiento a mi hermano, Alfonso Cruz, por su amable cesión de los fotogramas de algunas de sus obras hiperrealistas cuyo tema se relaciona con los diferentes apartados de este libro. Asimismo agradezco los comentarios, las correcciones de los capítulos que abordan aspectos históricos, la elaboración del índice de materias a Doris Moreno y la corrección de estilo a Eva Gurpegui.

CAPITULO I

Dos maneras de ver el mundo

«¿Estamos viviendo el epílogo simultáneo de los Tiempos bíblicos y de los Tiempos modernos?»

Alain Finkielkraut,La derrota del pensamiento

I.

DOS MANERAS DE VER EL MUNDO

La cultura que todavía predomina en las sociedades occidentales suele englobarse bajo el nombre de modernidad. El primer filósofo que desarrolló este concepto, para referirse a una época, fue Hegel. Las expresiones: “época moderna”, “neue Zeit”, “modern times” o “temps modernes” sirvieron para designar un determinado momento histórico en las principales lenguas del mundo civilizado. Un período que se habría iniciado alrededor del 1500 en torno a tres acontecimientos capitales para la humanidad: el descubrimiento de América, el Renacimiento y la Reforma protestante. Se trataba de la frontera cronológica entre la Edad Media y la Edad Moderna.

Frente al oscurantismo medieval la nueva época se abriría con importantes cambios que iban a afectar todas las relaciones entre el ser humano y el mundo.

A nivel político tiene lugar el nacimiento del Estado moderno entendido como un poder centralizador y absoluto. A nivel socio-económico se produce la consolidación de la vida urbana, el desarrollo del capitalismo y el consiguiente fortalecimiento de la burguesía como clase social. La economía se convierte en productora de relaciones sociales robándole este papel a la religión. La vida social se polariza alrededor de dos instituciones: la tecno-económica y la burocrático-administrativa. La expansión colonial del siglo XVI y el encuentro con nuevas civilizaciones alentará los deseos de conquista y dominio del mundo. A nivel cultural y científico hay una vuelta al ser humano que se revela con el desarrollo del humanismo en sus diversas manifestaciones artísticas y la Revolución científica del siglo XVII.

¿Vivimos todavía en la modernidad? Todo parece indicar que asistimos a su decadencia. Hace ya algunos años que este período muestra serios síntomas de declive. Los oteadores del horizonte filosófico vienen augurando desde hace décadas la muerte de la modernidad y el nacimiento de la postmodernidad.

El catedrático de psicología de la Universidad Complutense de Madrid, José Luis Pinillos, refiriéndose a la polémica entre modernos y postmodernos, decía en una entrevista: “yo tengo la impresión de que en Occidente, ahora, se han producido una serie de cambios comparables en su profundidad al que supuso el paso de la Edad Media a la Modernidad”.1 Y recordaba que en la gran librería de Harvard se han comprado, en los cuatro o cinco últimos años, más de 500 libros sobre la postmodernidad. “Y en Harvard no suelen comprar tonterías ...”

Sin embargo, no todos los pensadores contemporáneos están de acuerdo en la importancia de este fenómeno. Para unos, la forma de entender la realidad que poseía el hombre moderno sigue siendo válida todavía hoy. La modernidad se concibe, por tanto, como un proyecto que habría que continuar. Sus ideales, a pesar de no haberse conseguido, serían positivos para la humanidad actual. Para otros, en cambio, la modernidad estaría muerta y sus utopías enterradas en la fosa del olvido. El proyecto moderno sería irrealizable por la sencilla razón de que hoy ya no se puede confiar en el hombre. El comportamiento agresivo de los estados modernos durante el siglo XX habría eliminado todo tipo de dudas al respecto.

«¿Vivimos todavía en la modernidad? Todo parece indicar que asistimos a su decadencia. Hace ya algunos años que este período muestra serios síntomas de declive.»

El asunto, desde luego, parece importante. Algo está ocurriendo en la mentalidad del ser humano contemporáneo que le hace revelarse contra la manera de ver el mundo que tenían sus predecesores más inmediatos. No hay unanimidad de criterios y, por eso, actualmente conviven estas dos tendencias culturales.

Por una parte los que se siguen identificando con la modernidad que son, generalmente, los de edad más avanzada. Y, de otra, las jóvenes generaciones, que lo hacen con la postmodernidad. Entre los primeros hay que destacar al filósofo alemán Jürgen Habermas para quien la modernidad sería un proyecto inacabado y todavía no superado: “aunque sólo sea por razones metodológicas, no creo que podamos extrañarnos del racionalismo occidental... ni que podamos apearnos, tan sencillamente..., del discurso filosófico de la modernidad”.2

Mientras que en las filas de los segundos, los que apostatan de la modernidad, estarían los nuevos filósofos franceses procedentes del marxismo y de “mayo del 68” en París. Son los pensadores postmodernos: Jean-François Lyotard, Gilles Lipovetsky, Michel Leiris, Bernard-Henri Lévy y Jean Baudrillard entre otros. Aunque a esta lista habría que añadir también al italiano Gianni Vattimo. Todos ellos se caracterizan por su crítica de la cultura moderna. De una u otra forma manifiestan un desencanto intelectual común. Acusan a la modernidad de haber convertido la cultura en simple utilitarismo. La Revolución científica moderna, forjada en un clima de respeto y admiración ante el gran libro divino de la naturaleza, se habría convertido en un temible aparato que amenazaría con destruir el planeta y al propio hombre. La vida urbana se contempla casi como una maldición generadora de conflictividad social. El capitalismo habría dado a luz el efímero imperio de la moda que provoca en los individuos frustración y vacío interior. Todos ellos coinciden en negar rotundamente las utopías y las ideologías. Se refieren siempre al fracaso de los ideales de la Ilustración, especialmente, en lo que respecta a la organización racional de la sociedad desde los puntos de vista político, científico y ético. Por lo tanto, en su opinión, los grandes temas clásicos de la filosofía habrían dejado de tener sentido. ¿De qué serviría reflexionar hoy acerca de la libertad, la justicia o la igualdad? Los postmodernos declaran que carecen de referencias para pensar lo “universal” y que prefieren pensar exclusivamente lo “particular”, los acontecimientos momentáneos y cotidianos. Prefieren aceptar sólo los valores tangibles y relativos. Y, finalmente, niegan también las nociones modernas de progreso y de historia.

En este último sentido, Vattimo afirma que “la crisis de la idea de historia lleva consigo la crisis de la idea de progreso”.3 Si la historia se concibe como un proceso unitario que lleva, de manera progresiva, a la realización de la civilización del hombre europeo moderno lo que, en definitiva, se está diciendo es que “los europeos somos la mejor forma de humanidad”.4 ¿Qué pasa, entonces, con los pueblos llamados “primitivos”? ¿Qué ocurre con las naciones colonizadas por la “superior” civilización europea? ¿Acaso no forman parte de esa historia unitaria centralizada? A los postmodernos no les convence esta idea de historia en la que no tienen cabida las demás culturas no europeas del planeta.

Vamos a intentar hacer un resumen de estas dos maneras de ver el mundo.

CAPITULO II

La cultura moderna

«La modernidad es la época en la que el hecho de ser moderno viene a ser un valor determinante.»

Gianni Vattimo,En torno a la posmodernidad

II.

LA CULTURA MODERNA

La modernidad fue el tiempo de la grandes utopías sociales y de los grandes actos de fe. El ser humano, con la fuerza de la razón, se creyó autónomo e independiente. Ya no era necesario recurrir a los mitos para explicar los misterios de la naturaleza. Se confiaba en que la ciencia solucionaría todos los problemas del hombre y acabaría con la ignorancia y servidumbre de los pueblos. Se creía que las “supersticiones” religiosas dejarían de ser las muletas de la humanidad. La idea de progreso histórico fomentó la fe en un mundo cada vez mejor y más feliz. Todos los hombres modernos veían con entusiamo y esperanza la gran marcha de la historia.

El profesor Iñaki Urdanibia señala dos tiempos para la modernidad.1 El primero estaría constituído por el período que abarca desde el Renacimiento hasta la Ilustración. La característica fundamental del mismo sería la creencia de que todos los seres humanos eran, por naturaleza, idénticos entre sí. El segundo tiempo comprendería desde el Romanticismo hasta la crisis del marxismo. En esta época se cambia el concepto de hombre por el de historia. El sujeto es pensado en “categorías colectivas: la nación, la cultura, la clase social, la raza”.2 Es en este momento cuando surgen las dos grandes versiones políticas: el nacionalismo y el socialismo. El hombre moderno tiene fe en conceptos como la libertad, la ciencia, el progreso y la historia porque, en definitiva, tiene fe en el propio ser humano. Está plenamente convencido de su propia bondad natural.

Fe en la libertad

Decía Manuel Azaña que la libertad no hace felices a los hombres; sino que los hace, sencillamente, hombres. Este es el aire que se respiraba también en la modernidad. La fe en la libertad, como emancipación del ser humano, cristalizaría en cuatro acontecimientos diferentes.

La Ilustración proclamará la libertad para el individuo; la Revolución Francesa, con su célebre frase: “libertad, igualdad, fraternidad” la exigirá para el ciudadano; el marxismo peleará también por la libertad de los obreros y, por último, el feminismo la solicitará para la mujer.

El espíritu que caracterizará todo el siglo XVIII será el de la libertad. Es el deseo de libertad lo que empuja al hombre moderno a superar su minoría de edad. La Ilustración insistirá en que es necesario abandonar a los tutores de la humanidad para que ésta aprenda a pensar por sí sola, sin más ayuda que la propia razón. Los librepensadores aconsejaban prescindir de todo aquello -costumbres, tradiciones, instituciones, religión, etc.- que impidiera la emancipación del ser humano.

Gracias a la Revolución Francesa, en 1789, se proclama la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. El primer artículo de la misma rezaba: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”. Pero, como bien explica el profesor Luis Gonzalez-Carvajal, “pronto se vio que la Asamblea Nacional francesa había proclamado únicamente los derechos del varón blanco y pudiente... La negación de los derechos políticos a los hombres de color supuso una nueva contradicción”.3 Tuvo que pasar bastante tiempo para que país tras país aceptara finalmente que cualquier ser humano, sin distinción de raza o sexo, era digno de ser ciudadano.

«La Ilustración insistirá en que es necesario abandonar a los tutores de la humanidad para que ésta aprenda a pensar por sí sola, sin más ayuda que la propia razón.»

Hegel escribía, a finales del siglo XVIII, “la grandeza de nuestro tiempo es que se reconoce la libertad”.4 Para el pensador alemán la libertad, que caracteriza la modernidad, podía observarse en el crecimiento de la subjetividad en los individuos; en el aumento de la interioridad de la persona; en el hecho de que cada ser humano, en particular, pudiera hacer valer sus aspiraciones personales; en el derecho a criticar y a juzgar expresando libremente las opiniones; en poder vivir y actuar con arreglo a las propias convicciones. Hegel cree que el principio fundamental de la Edad Moderna es precisamente la libertad de la subjetividad. Este punto de vista recuerda la conocida sentencia del sofista griego Protágoras de que el hombre es la medida de todas las cosas. Lo importante no son los elementos externos sino el ser humano. Lo realmente decisivo no serían los objetos sino el sujeto que los observa.

De una tal libertad de la subjetividad florecerá el humanismo moderno. El hombre se convierte así en el centro del pensamiento. En el objeto primordial de su propio estudio. “Los acontecimientos históricos claves para la implantación del principio de la subjetividad son -para Hegel- la Reforma, la Ilustración y la Revolución francesa”.5

Lutero y los reformadores harán que la fe religiosa se vuelva más reflexiva. El creyente es libre ahora para leer la Escritura revelada y mantener su propia interpretación del texto frente a la antigua autoridad de la tradición y del magisterio eclesial. “La hostia sólo puede considerarse ya como masa de harina y las reliquias sólo como huesos”.6 En la Ilustración se aplicará el principio de la subjetividad a la ciencia y a la moral. La naturaleza dejará de ser un mundo encantado, superpoblado de embrujos y sortilegios, para convertirse en un sistema de leyes familiares y conocidas. He aquí otra liberación importante. El ser humano se libera por medio del estudio meticuloso de la naturaleza.

Los conceptos morales durante la Edad Moderna se fundamentarán también sobre la libertad subjetiva de los individuos. Cada persona tendrá derecho a considerar libremente su modo de actuar, siempre que para obtener el propio bienestar no interfiera injustamente en el de los demás. Y, por último, la proclamación de los derechos del hombre y el código de Napoleón harán valer, asimismo, el principio de la libertad de la voluntad como fundamento del Estado. La ética y el derecho moderno se fundamentarán exclusivamente sobre la voluntad del propio ser humano. La eticidad basada en el mandamiento divino y contenida en las páginas de la Biblia perderá credibilidad para cedérsela a la pura voluntad de ese ser que se considera, a sí mismo, como medida de todo. El humanismo de la modernidad que en un principio fue teocéntrico, a partir del Renacimiento empieza a adquirir un carácter marcadamente antropocéntrico y se torna, por tanto, materialista.7

Fe en la ciencia

Durante los siglos XVI y XVII los estudios sobre física y astronomía, en Europa, provocaron la llamada Revolución científica. Antes de 1700 los sabios concebían el mundo como si se tratara de un ser vivo. Se creía que todo estaba relacionado mediante misteriosos poderes ocultos. Cada mineral al que se le atribuía determinada virtud debía recibir su fuerza de alguna estrella particular; lo mismo se creía de ciertas plantas y animales. Así por ejemplo, Alfonso X el Sabio, refiriéndose al coral rojo, cuenta en su “Lapidario” que “la estrella que está entre la que está en la nariz de Tauro, y la otra que está en el ojo meridional de esta misma imagen, tienen poder sobre esta piedra, que de ellas recibe su virtud; y cuando ella está en el ascendente, muestra esta piedra más manifiestamente sus obras”.8 La astrología se combinaba con observaciones naturales para intentar conseguir la curación mágica de ciertas en-fermedades. Esto era una práctica muy común durante la Edad Media y principios de la Moderna. La alquimia, por medio de ciertos rituales místicos, pretendía la transmutación de algunos minerales de escaso valor en oro puro. Se buscaba el remedio universal para todas las enfermedades y también los medios que permitieran prolongar la vida humana de manera indefinida. A pesar de que la mayoría de conclusiones a las que llegó la alquimia hoy nos hagan sonreír, lo cierto es que su estrategia experimental fue el embrión del que posteriormente surgiría el método científico.

La influencia del pensamiento griego antiguo, especialmente las obras de Aristóteles, llegó a la Europa occidental de la mano de la tradición islámica. Durante los siglos XII y XIII las principales universidades europeas experimentaron un florecimiento extraordinario gracias a la recuperación del saber griego. El teólogo italiano Tomás de Aquino (1225-1274) utilizó las ideas aristotélicas en sus comentarios bíblicos y en sus intentos de probar racionalmente la existencia de Dios. Su impresionante obra filosófica y teológica representa “la cristianización de Aristóteles”.9 Sin embargo, no todos los teólogos de la época aceptaron plenamente estas ideas. Había aspectos en el pensamiento de Aristóteles, como su creencia en la eternidad del universo, que contradecían claramente la doctrina cristiana.

La cosmología del filósofo griego afirmaba que el universo era esférico y que la Tierra inmóvil ocupaba el centro del mismo; suponía que el Sol, la Luna y las estrellas giraban en las regiones celestes alrededor de la Tierra siguiendo órbitas perfectamente circulares y concéntricas. Según Aristóteles las regiones celestes eran perfectas, inengendradas e inmutables mientras que la Tierra era imperfecta, surgida por generación como los demás seres vivos, cambiante y sometida a corrupción. Tal concepción presuponía que el ser humano fuera un espectador pasivo situado en una posición privilegiada: el mismo centro del cosmos. Durante la Edad Media la teología era considerada como la principal de las ciencias y la única con autoridad suficiente para decidir sobre el conocimiento.

Sin embargo, alrededor del 1700 surge una nueva concepción del universo. El mundo deja de verse como si se tratase de un inmenso organismo vivo y empieza a concebirse como si fuera una máquina. Algo semejante a un enorme reloj de cuerda. Aunque hubo intentos de refutación de las teorías aristotélicas, durante el medioevo, no fue hasta la divulgación de los trabajos de Copérnico y Galileo, en el Renacimiento, que la Tierra se empieza a entender como un planeta más que gira alrededor del Sol. El astro rey le robará la posición al planeta del ser humano. Con el Sol en el centro y la Tierra rodeándolo humildemente se derrumbará el esquema medieval de preponderancia. Si la Tierra se sitúa en un segundo plano ¿qué pasa con el lugar del hombre en el cosmos? A partir del siglo XVII el ser humano deja de verse como el centro del universo.

El cosmos finito y geocéntrico de Aristóteles pasa a concebirse como infinito y heliocéntrico. “Las observaciones telescópicas de los cuerpos celestes realizadas por Galileo revelaron montañas en la Luna y las lunas de Júpiter, observaciones que pusieron en cuestión la doctrina aristotélica de la diferencia fundamental de carácter entre la Tierra y los cuerpos celestes”.10 Si los astros celestes no eran perfectos, como pensaba Aristóteles, entonces se parecían a la Tierra. La Tierra había dejado de ser única. Podían existir numerosos mundos como el nuestro en la inmensidad del espacio. Esta idea parecía echar por tierra la creencia de que el universo había sido creado para la utilidad del hombre y que sólo él era el rey de la creación. También afectaba a las ideas astrológicas del Renacimiento. Si los astros no eran perfectos ya no podían tener influencia alguna sobre las acciones de los hombres.

Se ha sugerido que quizás Copérnico pudo haber sido influido por la concepción hermética del italiano Ficino, quien afirmaba que la centralidad del Sol en el universo visible, como lámpara que ilumina y controla el cosmos, era símbolo del papel de Dios en la totalidad de la creación.11 Lo cierto es que estos descubrimientos provocaron que las fantasías y especulaciones de tipo astronómico se convirtieran, durante el siglo XVII, en un género literario menor. Incluso el astrónomo inglés John Wilkins (1614-1672) llegó a afirmar que “los habitantes de otros mundos eran redimidos por los mismos medios que nosotros, por la muerte de Cristo”.12

La teología será destronada de su pedestal medieval, dejará de ser la reina de las ciencias y la única autoridad competente. En adelante se aceptará que el estudio científico de la naturaleza también es una buena forma de adquirir conocimientos verdaderos. El ser humano ha dejado de ser un simple espectador para transformarse en un activo operador. Los misterios naturales pueden ser desvelados por el hombre con paciencia y método. Esto no significa que, en el nacimiento de la Revolución científica, exista una rivalidad entre fe cristiana y razón. Más bien ocurrirá todo lo contrario. El profesor Harman lo explica así: “el cambio principal en la perspectiva que condujo a la aparición de la concepción del universo como aparato de relojería estaba estrechamente asociado a una transformación cultural más amplia, en la que la adquisición del conocimiento natural y la obtención del control de la naturaleza estaban asociados con el destino religioso del hombre”.13 Los primeros hombres de ciencia, durante el siglo XVII, acuden a la naturaleza con el deseo de estudiarla y con el convencimiento de que están escudriñando la revelación natural y, por tanto, están glorificando la sabiduría del Dios creador. “El estudio del libro divino de la naturaleza era complementario al estudio de la Biblia, el libro de la palabra de Dios”.14 De modo que la fe cristiana influye decisivamente en el nacimiento de la Revolución científica. La investigación del mundo natural no surge como simple curiosidad humana sino como una auténtica obligación religiosa. Si Dios había creado la naturaleza y al ser humano formando parte de ella, era del todo lógico que el estudio de la misma, por parte del hombre, fuese de su divino agrado. Debía existir una armonía entre lo revelado y lo creado.

El método de la nueva ciencia se apoyará en dos sólidos pilares: la inducción y el experimento. Cada uno de ellos propuesto y defendido por dos grandes pensadores: Bacon y Galileo. La observación de los fenómenos naturales lleva a Francis Bacon, alrededor del año 1600, a oponerse a la antigua lógica deductiva. Platón había afirmado, dos mil años antes, que lo importante para comprender la realidad era captar la esencia de las cosas más allá de los fenómenos. La verdad se debería deducir a partir de leyes o premisas generales que condujeran a las cuestiones particulares pero no al revés. La observación de fenómenos concretos en la naturaleza no podía proporcionar auténtico saber. El verdadero conocimiento sólo podía provenir de la reflexión mental y no de la observación experimental. No hay duda de que este método tenía serios inconvenientes. ¿Qué ocurría cuando un sabio, después de mucho pensar, llegaba a conclusiones que no se correspondían con la realidad observable? Uno de los errores más famosos de Aristóteles fue el de afirmar que las mujeres tenían menos dientes que los hombres. ¿Cómo pudo un pensador de la talla de Aristóteles cometer una equivocación tan simple? Pues seguramente por ser fiel al método deductivo de Platón. Si se consideraba que los razonamientos habían sido buenos no había necesidad de contrastarlos con la realidad. Y así, de una generación a otra, ¿quién iba a dudar del gran maestro Aristóteles?

Algo parecido le ocurrió a Galileo cuando descubrió, por medio de su telescopio, que la Luna tenía cráteres, montañas y valles; que el Sol mostraba ciertas manchas oscuras y que Júpiter aparecía rodeado de satélites. Su euforia le llevó a decírselo a los sabios de la época pero nadie le creyó. Galileo no consiguió que ninguno de sus colegas mirase a través del telescopio. ¿Para qué?, ¿acaso lo que muestran los sentidos podía tener más autoridad que el propio Aristóteles?, ¿desde cuándo las cosas observables son más importantes que sus esencias?

Bacon se rebelará contra esta manera de entender la realidad. Según él, para descubrir la verdad había que partir de la observación de los hechos concretos y, a partir de ahí, elevarse a las cuestiones más generales. La formulación de proposiciones universales sólo podría hacerse después de la observación de los acontecimientos particulares. Era necesario, por tanto, someterse a los hechos para descubrir la verdad. Este nuevo método de inducción iba a permitir al hombre dominar la naturaleza. Bacon era también una persona profundamente religiosa. Estaba convencido de que la ciencia debía devolver al ser humano el paraíso perdido. Si por culpa del pecado original la primera pareja fue expulsada del Edén, perdiendo con ello el control sobre la naturaleza, gracias al humilde trabajo científico el hombre podría de nuevo recuperar ese dominio. Esta concepción teológica de la labor científica influiría decisivamente en muchos otros investigadores de su época. Fundó una hermandad de científicos que llamó Casa de Salomón en la que se cultivaba el ideal de que el trabajo científico contribuyese a la renovación del ser humano. En esta época “el científico se convirtió en el sacerdote de la naturaleza”.15

«Los primeros hombres de ciencia acuden a la naturaleza con el deseo de estudiarla y con el convencimiento de que están escudriñando la revelación natural y, por tanto, están glorificando la sabiduría del Dios creador.»

Por su parte, Galileo colaboró fundando el método experimental. Su innovación consistió en repetir artificialmente el hecho natural. Comprobar, tantas veces como fuera necesario y teniendo en cuenta el número de variables, que los acontecimientos observables cumplían leyes naturales. Este procedimiento, que permitía corregir los errores constantemente, haría progresar el conocimiento humano de manera espectacular. Galileo atacó la visión geocéntrica de Aristóteles, que era la que defendía la Iglesia católica. Su comportamiento imprudente es reconocido hoy por todos los historiadores. Al afirmar que la Tierra giraba alrededor del Sol estaba cuestionando que la teología fuese la reina de las ciencias. Fue juzgado por la Inquisición en 1616 y se le obligó a abjurar de su creencia por ser ésta contraria a lo que se suponía que decía la Biblia. Sin embargo, a pesar de que estaba equivocado en lo de las órbitas planetarias circulares,16 Galileo tenía razón en que, en efecto, la Tierra se movía.

Los trabajos del filósofo y matemático francés René Descartes (1596-1650) contribuyeron decisivamente a la visión mecánica de la naturaleza. Él creía que su física se basaba en principios filosóficos garantizados por la veracidad de Dios. La naturaleza se podía representar a través de las leyes mecánicas del movimiento. Estas ideas se convirtieron en el tema central del debate científico durante la segunda mitad del siglo XVII. En 1660 se fundó en Londres la “Royal Society”, asociación a la que pertenecieron investigadores como Robert Hooke (1635-1703) y Robert Boyle (1627-1691). El primero se destacó por sus trabajos sobre óptica y microscopía, mientras que el segundo se centró en las propiedades físicas de los gases. La labor de estos hombres constituye ya un claro ejemplo de experimentación meticulosa. Boyle siempre se preocupó por señalar que su visión científica del mundo era compatible con su creencia religiosa. Estaba convencido de que la materia se sujetaba siempre a las leyes de la providencia y voluntad divina. Escribió también obras teológicas que contribuyeron a crear esa imagen de Dios como el relojero universal, propia de su época.

Por último, conviene mencionar al físico y matemático Isaac Newton (1642-1727) quien con sus trabajo sobre las leyes del movimiento proporcionó una imagen coherente del universo. Su obra se considera la culminación de la Revolución científica. Pues bien, Newton también era creyente. “Afirmó que su concepto de la fuerza de gravedad, (...), sólo podía ser explicado, (...), como la manifestación de la acción divina en la naturaleza”.17 Creía que si Dios no intervenía periódicamente en el universo, éste acabaría por desordenarse ya que, como cualquier buen relojero, Dios tenía que seguir dándole cuerda a su inmensa máquina. El creador habitaba en los espacios siderales, por lo que el universo era entendido como el templo de Dios.

Después de esta breve enumeración de algunos protagonistas de la Revolución científica se nos plantea una cuestión casi inevitable. ¿Por qué había tantos creyentes? ¿Tuvo algo que ver la Reforma protestante?18

No hay que caer en el error de pensar que la ciencia europea progresó exclusivamente gracias a la Reforma. Hubo seguramente otros muchos factores sociales, políticos y económicos que también influyeron. Pero tampoco hay que obviar la realidad. Las enseñanzas bíblicas, que los reformadores esparcieron por el norte y centro de Europa, fomentaron la responsabilidad individual frente al trabajo, el deber de utilizar las facultades personales y la convicción de que el estudio de la naturaleza glorificaba al Creador.19 Tres fundamentos positivos para sustentar cualquier empresa revolucionaria.

De manera que, en síntesis, la Revolución científica del XVII se caracterizará por tres grandes cambios. La idea de un universo orgánico repleto de interacciones mágicas se cambiará por la concepción mecanicista que proponía una materia inerte y sin actividad. El humillante desplazamiento del ser humano como centro del universo se cambiará por un creciente optimismo en las facultades humanas. Y, por último, las convicciones religiosas de los pioneros de la ciencia irán desapareciendo paulatinamente hasta hacer de la labor científica una empresa neutra y secular.20

El creciente prestigio que fue adquiriendo la ciencia, durante los siglos XVIII, XIX y principios del XX, originó, a la vez, un descrédito de las cuestiones metafísicas. Si sólo lo comprobable era verdadero ¿dónde quedaban las cuestiones sobrenaturales? ¿Qué podía pensarse acerca de Dios? Este sentimiento de menosprecio hacia lo trascendente se generalizó hasta cristalizar, en 1929, en el famoso Manifiesto del Círculo de Viena. El cientifismo positivista venía a decir que “sólo lo científico es lo racional, pues sólo la ciencia produce verdad;(...) toda realidad es, a fin de cuentas, realidad física”.21 Pero ¿es esto cierto?, ¿es verdad que sólo hay realidad física? Prestigiosos científicos de nuestros días responden a esta pregunta con un rotundo “no”. Por ejemplo, el físico teórico de la Universidad de París, Bernard d’Espagnat, está convencido de que existe otra clase de realidad. La realidad “en sí”, “realidad intrínseca”. Una realidad, que él llama “independiente”, que sería inaccesible al método científico y por lo tanto estaría velada a la ciencia; oculta tras la realidad empírica.22 Este límite, entre dos realidades, que vislumbra hoy la física cuántica ¿no será el que la separa de la metafísica? No sabemos si la ciencia del futuro dará la razón a d’Espagnat pero de lo que sí podemos estar seguros es de que ciertas realidades, precisamente las que dan sentido a la vida humana, no pueden ser explicadas por el método científico.

Tampoco se debe creer -como comúnmente se hace- que la ciencia se opone a la fe en Dios o que los científicos deben ser, necesariamente, ateos. La auténtica ciencia es perfectamente neutra. Como escribe Antonio Fernández-Rañada, catedrático de Física Teórica de la Complutense, “la práctica de la ciencia ni aleja al hombre de Dios ni lo acerca a Él. Es completamente neutra respecto a la religión. La decisión de creer o no se toma por otros motivos, ajenos a la actividad científica, pero, una vez tomada, la ciencia ofrece un medio poderoso para racionalizar y reafirmar la postura personal”23.

Los argumentos científicos siguen sustentándose, muchas veces, sobre los pilares de la creencia individual. Hoy como ayer detrás de las razones se encuentran las convicciones.

Fe en el progreso24