A Dios por el ADN - Antonio Cruz Suárez - E-Book

A Dios por el ADN E-Book

Antonio Cruz Suárez

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Beschreibung

Durante los siglos XVI y XVII la ciencia no se entendía como enemiga de la fe sino todo lo contrario, como su mejor aliada. No obstante, a mediados del XIX las cosas cambiaron. La teoría de la evolución formulada inicialmente por Darwin abrió la puerta al materialismo metodológico; el cual promueve que la suposición de que la materia se creo así misma y que el diseño aleatorio dio lugar a la diversidad de la vida, sin la intervención de ningún agente sobrenatural, mostrando la ciencia como incompatible con la fe cristiana. A Dios por el ADN es una reflexión divulgativa sobre los orígenes, escrita por un profesor de biología y teólogo, en la que los amantes del diálogo apologético encontrarán argumentos para la defensa de la fe cristiana.

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Antonio Cruz

A DIOS POR EL ADN

¿Qué propone el Diseño inteligente?

ÍNDICE GENERAL

PORTADA

PORTADA INTERIOR

INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO 1. ACEPTACIÓN HISTÓRICA DEL DISEÑO

Tres décadas de Diseño inteligente

CAPÍTULO 2. LA PELIGROSA IDEA DE DARWIN

Dios y la fe en la Ciencia

La esclavitud del naturalismo

CAPÍTULO 3. EL DARWINISMO Y SUS EJEMPLOS

Bacterias resistentes a los antibióticos

El mito de los pinzones de Darwin

La malaria en los límites del darwinismo

Una mariposa camuflada

Archaeopteryx: ¿fósil intermedio entre reptiles y aves?

Los dinosaurios emplumados no inventaron el vuelo

CAPÍTULO 4. EL ORIGEN DE LA VIDA

Problemas para la evolución química de la vida

CAPÍTULO 5. EL MISTERIO DE LA INFORMACIÓN BIOLÓGICA

La singularidad de la molécula de ADN

¿Es posible explicar la información desde el naturalismo?

a) Nada que explicar

b) Solo el puro azar

c) Selección natural anterior a la vida

d) Enigmáticas leyes de auto-organización

e) El mundo del ARN

Hipótesis del Diseño inteligente

CAPÍTULO 6. SUGERENCIAS DEL DISEÑO INTELIGENTE

La complejidad de Dios

¿Es científico el Diseño inteligente?

¿Por qué las plantas buscan la luz?

Los armadillos: un problema para la evolución

CAPÍTULO 7. EL DISEÑO DEL UNIVERSO

El firmamento del rey David

A partir de la nada

Teoría del Big Bang

Dificultades del modelo actual

CAPÍTULO 8. ADN Y CONCIENCIA NEANDERTAL

¿Quién diseñó el ADN de los genes?

El misterio de la conciencia

¿Computadoras capaces de pensar?

La ciencia del alma

El yo y el alma humana

CAPÍTULO 9. CREACIONISMOS Y EVOLUCIONISMOS

Creacionismo de la Tierra Joven (CTJ)

Génesis según el Creacionismo de la Tierra Antigua (CTA)

Los días de la Creación

La muerte antes de la Caída, según Dembski

Cuatro evolucionismos

CAPÍTULO 10. CRÍTICAS AL DISEÑO INTELIGENTE

Diseño imperfecto y diseño maligno

¿Es Dios el mayor abortista?

Dietrich Bonhoeffer y el dios tapagujeros

Diseño: ¿matemáticas contra biología?

Diez respuestas a las objeciones más comunes

CONCLUSIÓN

FIGURAS

ÍNDICE ANALÍTICO Y ONOMÁSTICO

DATOS BIBLIOGRÁFICOS

CRÉDITOS

Introducción

La época en que tuvo lugar la Revolución científica suele asociarse principalmente a los siglos XVI y XVII ya que fue en ese período en el que los nuevos conocimientos en astronomía, química, física, biología, zoología, botánica y medicina cambiaron las antiguas concepciones medievales acerca de la naturaleza y sentaron las bases de la ciencia moderna. Es necesario traspasar más de tres siglos de historia para traer al presente el pensamiento de algunos de aquellos sabios que, a pesar del tiempo transcurrido, coincide bien con lo que pretende este libro.

Veamos, por ejemplo, lo que creía el gran astrónomo alemán, Johannes Kepler (1571-1630), maravillado ante la evidente inteligencia que observaba en la naturaleza: «Es inminente el día en que nos será dado leer a Dios en el gran libro de la Naturaleza con la misma claridad con que lo leemos en las Sagradas Escrituras y contemplar gozosos la armonía de ambas revelaciones»[1]. Pues bien, esta profecía del gran genio, que descubrió los secretos de la órbita de los planetas, se está cumpliendo plenamente en nuestro tiempo. La misteriosa y compleja información contenida en el ADN, que se transmite mediante sofisticados mecanismos moleculares haciendo posible la increíble diversidad de la vida, así como el singular origen y ajuste fino del universo o las peculiares propiedades de las partículas elementales de la materia, que dependen de la presencia de un observador externo a la misma, todo sugiere poderosamente la existencia de esa mente inteligente previa.

De la misma manera, el genial físico inglés, Isaac Newton (1642-1727), estaba convencido de que el objetivo último de la ciencia era desvelar el propósito de Dios en la naturaleza. Y, en una carta que escribió, el día 10 de diciembre de 1692, a su amigo Richard Bentley, le manifestó: «Cuando escribí mi tratado acerca de nuestro Sistema (los Principia), tenía puesta la vista en aquellos principios que pudiesen llevar a las personas a creer en la divinidad, y nada me alegra más que hallarlo útil a tal fin»[2]. ¿Qué diría Newton en la actualidad ante los últimos descubrimientos acerca del ajuste fino del universo y la teoría del Big Bang? Si la sola fuerza física de la gravedad le motivaba para levantar los ojos a los cielos y reconocer la infinita sabiduría del Creador, ¿cómo le alabaría hoy al conocer la exquisita precisión matemática de todas las constantes que permitieron la creación del cosmos? ¿Acaso no seguiría divulgando tales descubrimientos para motivar a las personas a creer en Dios?

Otro de los grandes pensadores del siglo XVIII fue el naturalista sueco, Carlos Linneo (1707-1778), quien estableció los fundamentos de la moderna taxonomía. Mediante su sencillo esquema de la nomenclatura binomial sentó las bases para la clasificación científica de todos los seres vivos. Nos autodenominamos Homo sapiens porque él nos incluyó en dicho género y especie, en el año 1758. A animales como el lobo o el jabalí, les llamó respectivamente, Canis lupus y Sus scrofa, y todavía hoy la ciencia sigue respetando tales nombres. Pues bien, en la introducción a la treceava edición de su Systema Naturae –inmensa obra en la que intentaba, según sus propias palabras, clasificar la creación de Dios–, Linneo escribió: «He visto a Dios de paso y por la espalda, como Moisés, y he quedado sobrecogido, mudo de admiración y de asombro… He acertado a descubrir sus huellas en las obras de la creación y he visto en todas ellas, aun en las más pequeñas, aun en las que parecen nulas, que hay una fuerza, una sabiduría y perfección admirables…»[3]. Linneo fue durante toda su vida un cristiano convencido de que el propósito fundamental de la creación es la gloria de Dios.

En realidad, la lista de los primeros investigadores creyentes es muy larga. Los fundadores de la ciencia moderna (Copérnico, Galileo, Descartes, Pascal y otros muchos, además de los mencionados anteriormente) fueron personas interesadas en la teología, que entendieron su ciencia como la tarea humana imprescindible para descubrir la racionalidad impresa por Dios en la creación. Es verdad que vivieron en un tiempo en el que casi todo el mundo en Europa era oficialmente cristiano. No obstante, lo cierto es que todos ellos tenían un elevado interés –muy superior al de la media de las personas de su época– por las cuestiones religiosas. Según lo que explican sus biógrafos y lo que ellos mismos escribieron, la afición a investigar el mundo natural era consecuencia del apego a su cosmovisión cristiana personal.

Esto nos lleva a la convicción de que la ciencia no es enemiga de la fe sino su mejor aliada puesto que ambas buscan la verdad. El conflicto apareció en el siglo XIX –sobre todo después de la aceptación de la teoría darwinista–, cuando la labor científica se supeditó al materialismo metodológico. Es decir, a la suposición de que en el universo únicamente pueden operar las solas causas materiales y naturales; que la materia se ha hecho a sí misma; que no existe nada más allá de las partículas elementales y las leyes físicas o que los milagros no son posibles ni hay agentes sobrenaturales. Lógicamente, si las investigaciones parten de la base de que Dios no existe y no se ha producido el gran milagro de la creación del cosmos, todas las conclusiones a las que se llegue serán siempre materialistas. Esto lo reconoce muy bien el biólogo evolutivo estadounidense, Richard Lewontin: «Nos ponemos del lado de la ciencia (…), porque tenemos un compromiso anterior, un compromiso con el materialismo. (…) No es que los métodos de la ciencia nos obliguen a aceptar una explicación materialista (…). Más allá de eso, el materialismo es un absoluto, pues no podemos dejar que un Pie Divino cruce la puerta»[4]. El problema es que dicho «compromiso con el materialismo» no es ciencia sino, más bien, una ideología previa que se impone desde afuera al método científico. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando el estudio de la naturaleza, a pesar de haberse realizado desde esta perspectiva materialista, evidencia diseño inteligente previo?

Desde los días de Darwin hasta hoy, el evolucionismo ha venido afirmando que el claro diseño que muestra la naturaleza y los seres vivos que la conforman, es solo «aparente» ya que se habría originado a partir del azar y la necesidad. Las mutaciones casuales en las moléculas de ADN, seleccionadas por el medio ambiente, serían las únicas responsables de semejante apariencia de diseño. Sin embargo, durante las últimas décadas se ha venido acumulando evidencia científica que permite pensar que la vida en la Tierra, en su nivel bioquímico fundamental, es el producto de la actividad inteligente. Semejante diseño se deduce de manera natural a partir de los datos mismos de la ciencia y no de ningún libro sagrado o alguna creencia religiosa. Durante los últimos cincuenta años, la bioquímica ha venido desvelando silenciosamente las misteriosas entrañas de la vida y ha descubierto mecanismos liliputienses (nanomáquinas), inimaginables en el tiempo de Darwin, que funcionan a la perfección dentro de las células, realizando sofisticadas tareas de ingeniería. La tecnología humana ha inventado algunas de tales máquinas solo recientemente. No obstante, otras muchas funcionan con energías que aún no se saben utilizar.

El diseño real se puede detectar en estas estructuras celulares porque una gran cantidad de componentes autónomos, que interactúan entre sí, están ordenados de tal manera que realizan una función que trasciende a los propios componentes individuales. Y cuantos más específicos son estos componentes o piezas individuales para producir una determinada función, más evidente resulta concluir que ahí hay diseño y planificación previa. La configuración deliberada de componentes que existen en tales mecanismos bioquímicos solo se puede explicar mediante el diseño realizado por una mente inteligente.

El bioquímico estadounidense Michael J. Behe –uno de los principales representantes de la teoría del diseño inteligente– pone el siguiente ejemplo que puede ser útil para entender esta idea de detección del diseño. Aunque es un poco largo, creo que vale la pena leerlo: «Supongamos que, con nuestro cónyuge, recibimos a otra pareja un domingo por la tarde para una partida de Scrabble. Cuando termina el juego, salimos de la habitación para descansar. Al regresar encontramos las letras del Scrabble en la caja, algunas boca arriba y otras boca abajo. No le damos importancia hasta que notamos que las letras que están boca arriba dicen: LLÉVANOS A CENAR, TACAÑO. En este ejemplo inferimos diseño de inmediato, sin siquiera molestarnos en pensar que el viento, un terremoto o el gato pudieron disponer las letras de modo fortuito. Inferimos un diseño porque varios componentes autónomos (las letras) están ordenados para cumplir un propósito (el mensaje) que ninguno de los componentes podría cumplir por sí mismo. Más aún, el mensaje es muy específico; si cambiáramos varias letras, sería ilegible. Por la misma razón, no hay una ruta gradual hacia ese mensaje: una letra no nos proporciona parte del mensaje, unas letras más no nos dan más mensaje, y así».[5] En efecto, resulta posible detectar diseño inteligente aunque no sepamos nada acerca de quién fue el diseñador.

¿Es realmente el diseño inteligente (ID, por sus siglas en inglés) una teoría científica o se trata simplemente de una idea condicionada por prejuicios religiosos? En este libro se argumenta que, en efecto, estamos ante una teoría que cumple todas las condiciones para ser científica. El ID no es solamente un movimiento de científicos, filósofos y otros pensadores que persiguen encontrar evidencias de diseño en la naturaleza, sino también un programa de investigación científica. Se analizan los últimos descubrimientos realizados en diferentes disciplinas de la ciencia, como la cosmología, química, física, paleontología, bioquímica, citología, genética, ciencias de la información, etc., para concluir que ciertas características del universo y los seres vivos no pueden explicarse apelando únicamente a procesos naturales ocurridos al azar, como las mutaciones y la selección natural. Del estudio de todas estas áreas del conocimiento actual se deduce que la mayoría de los mecanismos, o desarrollos biológicos complejos y ricos en información, requieren una causa inteligente.

El ID afirma que cuando se estudian minuciosamente los diversos componentes de cualquier sistema natural resulta posible determinar si se trata del producto de la pura casualidad –dentro del ámbito de las solas leyes físicas y químicas–, o bien ha sido deliberadamente planificado por una mente inteligente o, en fin, puede tratarse de una combinación de ambos: azar y diseño ingenioso. Para ello, resulta necesario conocer cómo operan los diseñadores inteligentes y cuáles son las características fundamentales de sus diseños. El estudio del tipo de información que se produce cuando los agentes inteligentes actúan es fundamental para saber si algo ha sido diseñado o no. Por tanto, los investigadores del ID buscan objetos naturales –como macromoléculas, orgánulos celulares, órganos, aparatos biológicos, reacciones metabólicas, etc.– que posean las mismas propiedades de información que habitualmente proceden de la inteligencia. De esta manera, se han descubierto numerosas estructuras biológicas, a las que se considera «irreductiblemente complejas», que no pueden haberse formado mediante procesos evolutivos al azar. Un ejemplo paradigmático lo constituye la propia molécula de ADN, que contiene la información necesaria para mantener la vida en la Tierra. En realidad, el método seguido es una especie de ingeniería inversa, en la que se parte del reconocimiento de los diferentes constituyentes simples así como de su función particular, que conforman una determinada estructura biológica compleja, para seguir el camino ascendente hasta la función global de todo el sistema integrado.

No debe confundirse el ID con el creacionismo, como en demasiadas ocasiones se hace deliberadamente, casi siempre con la intención de desprestigiar al primero o negar que sus conclusiones realmente sean científicas. La teoría del ID pretende distinguir experimentalmente en la naturaleza entre diseño aparente (que sería el resultado de leyes naturales, mutaciones, selección natural, etc.) y diseño original (producido por una causa inteligente). Por su parte, el creacionismo parte de un texto religioso revelado y procura encajar los descubrimientos de las ciencias experimentales en dicho relato. Se trata de dos metodologías completamente diferentes. Mientras que el ID no dice nada acerca de la identidad de la causa inteligente y, por tanto, no mezcla las cuestiones científicas con las teológicas, el creacionismo afirma categóricamente que dicha causa es sobrenatural. De ahí que dentro del movimiento del ID pueda haber científicos deístas, teístas (como cristianos, judíos o musulmanes) o incluso agnósticos convencidos de la existencia de civilizaciones extraterrestres que mediante una panspermia dirigida sembraron los gérmenes de vida en la Tierra. De manera que la acusación de que el ID es lo mismo que el creacionismo, no es más que una estrategia retórica de los darwinistas para descalificar la teoría del diseño sin tener en cuenta sus méritos científicos.

Veamos, pues, qué propone el Diseño inteligente y por qué la molécula de ADN, entre otras muchas estructuras biológicas, permite pensar en la existencia de una inteligencia original.

Terrassa, febrero de 2016.

[1] Kepler, J., Astronomia Nova, 1609 (citado en J. Simón, 1947, A Dios por la Ciencia, Lumen, Barcelona, p. 9).

[2]. Turnbull, H. W. (ed.), The Correspondence of Isaac Newton, vol. 3, Cambridge University Press, Cambridge 1961, p. 233.

[3]. http://creyentesintelectuales.blogspot.com.es/2014/07/carlos-linneo.html

[4]. Lewontin, R., «Billions and billions for demons»: The New York Review (9 January 1997) 31.

[5]. Behe, M. J., 1999, La caja negra de Darwin,Andrés Bello, Barcelona, p. 241.

CAPÍTULO I

Aceptación histórica del diseño

El ser humano se ha venido preocupando desde la más remota antigüedad por conocer los misterios de la naturaleza. Predecir el futuro para estar preparados ante posibles eventualidades requería fijarse en los ciclos naturales, en las repeticiones de acontecimientos, así como en las constantes que se mantenían invariables. Esto se refleja bien en aquella recriminación de Jesús a los fariseos y saduceos que procuraron tentarle pidiéndole una señal extraordinaria: «Cuando anochece, decís: Buen tiempo; porque el cielo tiene arreboles. Y por la mañana: Hoy habrá tempestad; porque tiene arreboles el cielo nublado. ¡Hipócritas, que sabéis distinguir el aspecto del cielo, mas las señales de los tiempos no podéis!» (Mt. 16:2-3). Aquellos hombres religiosos asumían la sabiduría popular que pronosticaba buen tiempo para el día siguiente cuando el cielo se tornaba rojizo al anochecer –debido a los reflejos de la luz solar sobre el polvo atmosférico acumulado durante la estación seca–, o mal tiempo y tormenta en el caso que al amanecer las nubes fueran de color rojo. Conocían las señales climatológicas del tiempo en su región pero se mostraban ciegos ante las auténticas señales de los tiempos. Le pedían a Jesús un signo milagroso, cuando tal signo lo tenían ante sus propios ojos. El Maestro de Galilea y su mensaje eran el auténtico testimonio de Dios a los hombres, pero ellos se mostraban insensibles ante semejante evidencia divina.

No obstante, según algunos escritores bíblicos, la naturaleza muestra evidencias de sabiduría que pueden conducir también hacia el conocimiento de su autor. Desde luego, esta revelación natural será siempre una evidencia menor cuando se la compare con la revelación escritural, pero no deja de ser un testimonio de la grandeza divina para todo aquél que ejercita su discernimiento espiritual. En este sentido, el rey David escribe en uno de sus salmos: «Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos. Un día emite palabra a otro día, y una noche a otra noche declara sabiduría» (Sal. 19:1-2). Estrellas, planetas y galaxias son para el poeta del Antiguo Testamento como letras iluminadas de otra clase de Biblia universal que conforman misteriosas palabras y, a su vez, constituyen frases claras de un mensaje supremo. En realidad, se trata de un lenguaje inteligible capaz de propagarse hasta los confines del mundo. Una teofanía del Dios supremo que llena toda la tierra de su gloria en acción y puede percibirse no solo mediante el raciocinio, sino sobre todo por la vía de la contemplación.

De la misma manera, el apóstol Pablo escribe a los cristianos de Roma: «Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa. Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido» (Rom. 1:20-21). El hombre que contempla el universo y reflexiona libre de prejuicios puede llegar a percibir al Gran Invisible que está detrás de él. El paganismo, por el contrario, ha rechazado siempre reconocer a Dios para tributarle reverencia y gratitud por su obra. En vez de eso, ha preferido especular y honrar las cosas creadas, sean becerros de oro, animales míticos o mecanismos naturales como la selección natural. Esta última ha llegado en nuestras días a erigirse como divinidad pagana creadora de todo ser vivo.

Para muchas personas, tanto de la modernidad como de la posmodernidad, el mecanismo darwinista sería la explicación última del enigma del cosmos que haría innecesario un Diseñador trascendente. Sin embargo, en el mundo precientífico o premoderno, que abarca desde la antigüedad clásica hasta la Edad Media, la idea de diseño fue aceptada mayoritariamente en las diversas culturas humanas. Cuatro siglos antes de Cristo, tanto Platón como Aristóteles se opusieron con vigor a la enseñanza de que el cosmos era obra de la casualidad. La mayor parte de los filósofos griegos aceptaron el diseño del mundo natural como evidencia que remitía a una inteligencia previa. Pensaban que nada ocurre por azar, sino que cada ser natural tiene una causa que lo ha originado. Esto no significa que en el mundo antiguo no hubiera pensadores agnósticos o ateos. Los hubo, como el griego Epicuro o el romano Lucrecio, pero su influencia fue minoritaria en el contexto general de la época.

Tal como se ha señalado, en el mundo hebreo antiguo la idea de un Dios diseñador y creador estuvo siempre presente. La Biblia no se preocupa en absoluto por demostrar la existencia de tal Creador, sino que la da por supuesta desde su primera página, ya que sin su presencia nada existiría. Semejante convicción es heredada por el cristianismo de los primeros siglos y puede rastrearse, por ejemplo, hasta la obra de Agustín de Hipona. En La ciudad de Dios –colección de 22 libros escritos entre los años 412 y 426 d.C.– se argumenta a favor de la realidad del diseño en el mundo. Esto fue así durante toda la Edad Media y hasta la Revolución científica del siglo XVII. Isaac Newton (1643-1727), el famoso científico inglés que sentó las bases de la mecánica clásica, no se planteó nunca un origen del universo distinto a lo que afirma la Escritura bíblica. A finales de dicho siglo, casi todos los investigadores partían de la base de que el Creador había diseñado el mundo mediante su poder y sabiduría. La generalidad de los astrónomos y sabios, incluidos Copérnico, Kepler y Galileo, se habían limitado a constatar el movimiento de los astros y a estudiar las trayectorias que Dios les confirió al principio. De la misma manera, físicos y matemáticos de la modernidad como Euler, Maupertuis, Joule, Ampère o Maxwell, y químicos como Mayer o Faraday, fueron creyentes convencidos del diseño.

No obstante, a finales de este siglo XVII, surge la teoría filosófica del mecanicismo que procura explicar los fenómenos de la naturaleza por medio de leyes mecánicas. Según este movimiento, toda la realidad natural del mundo (planetas, estrellas, vegetales, animales y el propio ser humano) posee una estructura comparable a la de cualquier artefacto fabricado por el hombre. El cosmos creado por Dios sería como una máquina repleta de otras múltiples máquinas menores. Si el Creador había diseñado un mundo mecanicista, la misión de la ciencia sería, por tanto, descubrir cómo funcionan los «mecanismos» de tales máquinas. Sin embargo, el mecanicismo no se detuvo aquí, sino que dio un paso más. En efecto, si, según el fisicalismo, todo lo real es físico, fácilmente puede llegarse a pensar que lo que no sea físico tampoco es real. Esto supone la negación de la existencia de las entidades espirituales o de la vida trascendente y la creencia en el materialismo puro y duro. Por tanto, algunos científicos se dieron cuenta de que la ciencia de la mecánica se podía usar también para explicar un universo en el que no era necesario tener en cuenta a Dios.

En este sentido, es bien conocida la afirmación del matemático francés Pierre Simon Laplace (1749-1827) ante Napoleón. Se cuenta que cuando el científico le presentó al mandatario su libro, Tratado de Mecánica celeste, este le comentó que en su obra sobre el funcionamiento del universo, no se mencionaba ni una sola vez al Creador. Al parecer, Laplace le respondió que no había necesitado semejante hipótesis. Algunos historiadores opinan que el matemático se refería al hecho de que cien años atrás, cuando Newton interpretó el funcionamiento del Sistema Solar mediante su ley de la gravitación, no fue capaz de explicar adecuadamente ciertas irregularidades de algunas órbitas planetarias, sin hacer intervenir a Dios para corregir dichas anomalías y que el sistema siguiera siendo estable. De cualquier manera, lo cierto es que en aquella época ni los más severos críticos de la religión rechazaban en general la existencia de un Creador providente.

A principios del siglo XIX, el teólogo William Paley elaboró su razonamiento del Dios relojero. Si el hecho de encontrarse un reloj en el campo constituía indicio de un diseño deliberado, más que de mecanismos puramente naturales, también los seres vivos presentaban características similares a las de un reloj y, por tanto, requerían un diseñador inteligente. Sin embargo, la publicación del libro El origen de las especies,de Charles Darwin, en 1859, supuso que los científicos y filósofos empezaran a creer que el diseño en la naturaleza solo era aparente. El mayor éxito del darwinismo fue sugerir que la complejidad de los seres vivos era resultado de un proceso físico llamado selección natural y que, por tanto, no había necesidad de recurrir a la existencia de ningún Dios creador. Desde aquel momento, estas ideas de Darwin han venido siendo la opinión dominante en el mundo.

Suele decirse habitualmente que la premodernidad, anterior al surgimiento de la ciencia moderna, fue una época caracterizada por muchas cosas negativas como la superstición, la brujería, la astrología, la alquimia, etc. Pero, aunque desde luego tales fenómenos se dieron, no todas las manifestaciones premodernas fueron tan perjudiciales para la sociedad como en ocasiones se propone. En la cosmovisión de este tiempo hubo también espacio suficiente para que la creencia en un Dios creador providente formara parte de la realidad cotidiana. Semejante aspecto, que considero muy positivo, se fue perdiendo paulatinamente durante la modernidad y la posmodernidad posteriores. Ninguno de estos dos últimos períodos ha tenido la sensibilidad suficiente, ni ha provisto de recursos adecuados al ser humano, para discernir bien la acción divina en el cosmos.

La modernidad, al concebir el universo como un ámbito cerrado de causas y efectos, no deja lugar para un Dios trascendente que pudiera intervenir de forma extraordinaria y milagrosa en el mundo. Como mucho, se permite creer en el Dios del deísmo que sería la causa o posibilidad del universo, pero no intervendría nunca en los asuntos humanos. Sus leyes físicas serían las únicas riendas que lo controlarían todo. Según la mentalidad moderna, es un anatema creer que el Creador actúe en el mundo físico modificando sus preceptos inexorables por medio de señales, prodigios o curaciones para beneficiar al hombre. Se supone que si la divinidad se dedicara a manipular arbitrariamente los mecanismos físicos del cosmos, lo estropearía todo. Por tanto, el Dios de la modernidad prefiere el silencio, le gusta pasar desapercibido y no complicarse mediante milagros sobrenaturales. La alianza entre modernidad y racionalidad científica está presta a reconocer las regularidades de la naturaleza (aquello que Jesús llamaría «el aspecto del cielo») pero, al mismo tiempo, se mostraría absolutamente ciega para ver el diseño divino que hay detrás de esas mismas regularidades («las señales de los tiempos»).

Si la modernidad rechaza categóricamente cualquier búsqueda de huellas divinas en la naturaleza, la posmodernidad permitirá tal búsqueda pero restringiéndola al ámbito de lo privado. En la sociedad posmoderna todas las creencias valen lo mismo y son relativas. No hay absolutos universales, sino medias verdades particulares. Las iglesias cristianas pueden presentar, por ejemplo, la resurrección corporal de Jesús como un acontecimiento que demuestra el poder divino sobre la muerte, pero semejante señal –válida para los seguidores de Cristo– tiene que competir en el mercado posmoderno con otras ideas religiosas diferentes. Cualquier creencia es válida dentro del grupo que la profesa, aunque no necesariamente fuera de él. Referirse, como hizo Jesús, a la necesidad de distinguir las señales de los tiempos con el fin de darle sentido a la vida de todo ser humano, es algo que la posmodernidad rechaza de plano. El posmoderno no acepta soluciones generales que sirvan para todas las personas en todas las culturas. De ahí la dificultad que supone presentar el Evangelio y sus valores absolutos al hombre de hoy.

Pues bien, si tanto la modernidad como la posmodernidad se muestran ineficaces a la hora de discernir las auténticas señales de los tiempos –aquellas que dan sentido a la vida–, ¿qué mentalidad será capaz de hacerlo? ¿Habrá que volver a la denostada premodernidad? El Dios moderno no es verdaderamente omnipotente ya que crea el mundo pero después no puede intervenir en él. El Dios que concibe la posmodernidad está fragmentado en mil divinidades particulares, cada una sustentando su propio discurso. Sin embargo, el Dios premoderno es el que más se parece al de la revelación bíblica ya que posee toda la libertad para actuar sabiamente en el mundo que ha creado. Un universo regido por leyes físicas pero en el que no todo procede de ellas o se puede explicar por medio de ellas. Las causas naturales resultaban incompletas para dar cuenta de toda la realidad y necesitaban de las causas inteligentes. El gran pensador Aristóteles hablaba de «causas finales» para referirse a la inteligencia que subyace detrás de todo lo creado. Agustín de Hipona prefiere una denominación más personal y habla de «causas voluntarias». Maimónides dice sin tapujos «causas inteligentes». Mientras que algunos teólogos de los siglos XIX y XX preferirán «causas mentales» o «causas intencionales». De manera que, según la cosmovisión de la premodernidad, las causas naturales que operan en el mundo no eliminan a las causas inteligentes, sino que las complementan necesariamente. Como el cosmos no es solo realidad física cerrada, la acción divina puede darse sin la violación de ninguna ley natural. Tales leyes que gobiernan el mundo dependen de la voluntad del Dios que las diseñó. De manera que la premodernidad, a pesar de sus múltiples desatinos, acertó de lleno en el entendimiento de estos aspectos de la realidad. Aciertos que ni la modernidad ni la posmodernidad han sabido comprender adecuadamente después.

La actual teoría del Diseño reformula esta lógica premoderna de las señales en la naturaleza para identificar causas inteligentes. Se procura, a partir de la observación de ciertas características, inferir la necesidad de inteligencia previa. La naturaleza ofrece infinidad de acontecimientos, estructuras y objetos que no pueden ser bien explicados solo por medio de las causas naturales. Es menester recurrir a las causas inteligentes. No es este un argumento basado en la ignorancia, sino en todo aquello que se conoce bien. La ciencia contemporánea está en disposición de determinar que la inteligencia subyace a toda la realidad cósmica. Y esto puede hacerse estudiando los efectos complejos y específicos del mundo. Por ejemplo, cualquier letra del alfabeto es específica pero no compleja. Una frase sin sentido formada por letras al azar es compleja pero no específica. Sin embargo, el enunciado: En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme,es complejo y específico. Por tanto, sugiere diseño inteligente. Siempre que se pueda identificar complejidad específica en la naturaleza, podrá inferirse inteligencia real y no aparente. Quizá sea esta una manera de distinguir las genuinas señales de los tiempos. No las que nos dictan las modas sociológicas o los conocimientos humanos, sino aquellas que conducen a los pies del Maestro y dan sentido a la vida.

Tres décadas de Diseño inteligente

En 1984, dos químicos y un ingeniero norteamericano, Charles Thaxton, Roger Olsen y Walter Bradley respectivamente, publicaron un libro de poco más de doscientas páginas titulado El misterio del origen de la vida[1]. Se trataba, en realidad, de un desafío bioquímico al darwinismo realizado desde la teoría de la información.Esta obra desencadenó toda una serie de debates y conferencias sobre el tema y, en tal ambiente de confrontación, Thaxton empleó por primera vez la expresión «diseño inteligente», en 1988, para referirse a la idea de que el origen de la vida solo podía entenderse adecuadamente apelando a una inteligencia previa.

La teoría de Darwin consideraba, sin embargo, que la inteligencia era un producto posterior de la selección natural. Se pensaba que esta se había desarrollado, sobre todo en el cerebro humano, a partir de la evolución desde una ancestral célula aparecida por azar en los primitivos océanos. No obstante, lo que se desprendía de este breve texto era más bien todo lo contrario. Es decir, que la inteligencia estuvo presente ya al principio, antes del origen de la vida. Defender semejante postulado en un ambiente académico darwinista, como el que predominaba en Estados Unidos a finales de los ochenta, fue casi como criticar el Islam en la Meca. Se destapó la caja de los truenos y sus autores fueron ridiculizados por parte de numerosos evolucionistas ofendidos.

A finales de esta misma década, el profesor de derecho, Phillip Johnson, empezó también a manifestar públicamente sus ideas. Había sido agnóstico casi toda su existencia pero en 1980, después de una crisis matrimonial, se replanteó su vida y aceptó a Cristo como salvador personal. Durante un año sabático que pasó en Inglaterra, leyó, entre otras, dos obras que le hicieron reflexionar de manera especial en torno al tema de los orígenes. Una del biólogo ateo, Richard Dawkins, El relojero ciego (The Blind Watchmaker), publicada en 1986, y otra del médico australiano y biólogo molecular, Michael Denton, que apareció el mismo año, titulada, Evolution: A Theory in Crisis (Evolución: una teoría en crisis),que contradecía los argumentos de la anterior. A Johnson le impactaron sobre todo los razonamientos empleados por Denton, en el sentido de que el darwinismo no podía responder a las preguntas científicas formuladas por los últimos descubrimientos biológicos.

Por ejemplo, en el capítulo séptimo de este libro, titulado El fracaso de la homología[2], se analiza una de las pruebas clásicas del darwinismo, que todavía hoy sigue figurando en los libros de texto escolares. Se trata de las extremidades anteriores de todos los vertebrados, consideradas como órganos homólogos ya que poseen la misma estructura interna, a pesar de que la forma externa y la función que realizan puedan ser diferentes. Esta semejanza interna en el número y la disposición de los huesos se interpreta afirmando que todos estos organismos estarían emparentados con un antepasado común. El brazo de una persona, la pata del caballo, el ala de murciélago, la aleta de un pingüino o de una tortuga marina, así como las patas de anfibios como las ranas, tienen húmero, cúbito, radio y falanges porque todas estas especies habrían evolucionado de un primitivo animal que poseía dicha estructura pentadáctila, que después se habría ido modificando y adaptando a los diferentes ambientes o necesidades. A primera vista, tal ejemplo parece un buen argumento en favor de la evolución.

No obstante, a la hora de analizar el origen embriológico de cada uno de tales miembros es cuando aparecen los problemas. Resulta que las manos y patas delanteras de los distintos vertebrados se desarrollan a partir de diferentes segmentos de sus respectivos embriones. Denton escribe en su obra que las extremidades anteriores se desarrollan partiendo: «de los segmentos 2, 3, 4 y 5 del tronco del tritón, en los segmentos 6, 7, 8 y 9 de la lagartija y en los segmentos 13, 14, 15, 16, 17 y 18 del hombre. ¡Se podría argumentar que no son homólogos en absoluto! Del mismo modo, la posición del arco occipital relativa a la segmentación corporal varía ampliamente en las diferentes especies de vertebrados[3]». Desde luego, este resultado encaja mejor con la teoría del diseño que con el darwinismo ya que, a partir de unos mismos materiales fundamentales e independientemente de su origen metamérico, cada grupo animal presenta la disposición más conveniente a sus particulares necesidades fisiológicas y ecológicas. En el libro de Denton se habla también de otros asuntos problemáticos para el evolucionismo, como la pretendida evolución de las plumas en las aves a partir de las escamas de reptiles, la revolución que supone el descubrimiento del ADN para la biología molecular, el enigma del origen de la vida, el diseño tipológico que implica la particular anatomía de los seres vivos o las famosas lagunas del registro fósil.

Entre todos estos argumentos de Denton, uno de los que llamó poderosamente la atención de Johnson fue el de la ausencia de fósiles intermedios entre los principales grupos zoológicos, que había sido reconocida incluso por prestigiosos paleontólogos evolucionistas, como Colin Patterson del Museo Británico de Historia Natural o Stephen Jay Gould del Museo Americano de Historia Natural de Nueva York. Estas lagunas del registro fósil, precisamente allí donde las evidencias serían más necesarias para confirmar la hipótesis darwinista, influyeron de tal manera en Johnson que le llevaron a escribir su conocido libro, Proceso a Darwin[4],cuya primera versión original en inglés apareció en 1991. En el capítulo cuarto de esta obra puede leerse: «Si la evolución significa el cambio gradual de un tipo de organismo a otro, la característica sobresaliente del registro fósil es la ausencia de evidencia de evolución»[5].

Poco después manifiesta también: «Gould describe ‘la extrema rareza de las formas de transición en el registro fósil’ como ‘el secreto del gremio de los paleontólogos’. (…) Niles Eldredge ha sido aún más revelador: ‘Los paleontólogos han dicho que la historia de la vida sustenta (a la historia del cambio adaptativo gradual), sabiendo todo el tiempo que no es así’. Pero, ¿cómo pudo ser perpetrado un engaño de esta magnitud por todo el cuerpo de una ciencia respetada, dedicada casi por definición a la búsqueda de la verdad?»[6]. No es que Johnson no aceptara el mecanismo básico de la selección natural, lo reconocía y consideraba que su función era evitar el deterioro genético de las poblaciones, pero no creía que este mecanismo hubiera podido transformar gradualmente, después de miles de millones de años, una bacteria en un árbol, una flor, una hormiga, un pájaro o un ser humano.

Afirmar categóricamente que, según la evidencia, el darwinismo había fracasado, fue como encender la mecha de la cólera transformista. Inmediatamente se tachó a Johnson de creacionista, no porque realmente lo fuera, sino por el hecho de que no se concebía ninguna otra posible alternativa a la posición darwinista. Se le replicó incluso desde prestigiosas publicaciones científicas como Scientific American[7]. Stephen Gould vino a decir que Proceso a Darwin era un libro muy malo, escrito de manera vil y rastrera. Por supuesto, esta revista dirigida por darwinistas no le concedió a Johnson el derecho a réplica, aunque él no se amedrentó por eso, sino que respondió detalladamente en otros medios[8]. En su defensa se refleja por primera vez el importante papel que juega la ideología del naturalismo en la ciencia contemporánea. En este sentido, Phillip Johnson fue el primer proponente del diseño inteligente en señalar la enorme influencia de semejante filosofía materialista. Según su opinión, si la tesis del relojero ciego, defendida por Richard Dawkins, fuera cierta, a Dios se le podría expulsar de la creación porque, de hecho, el proceso evolutivo no necesita ninguna fuerza vital que lo dirija.

Johnson manifestó que, al decir que ciencia y religión no tienen por qué entrar en conflicto ya que una estudia la realidad mientras que la otra se centra en la moral humana –como afirmaban ciertos darwinistas, tanto ateos como creyentes–, se estaría incurriendo en un error porque, de hecho, la distinción entre realidad y moralidad no existe en la práctica. Por ejemplo, ¿acaso la moralidad de cualquier discriminación racial no tiene nada que ver con la realidad científica de la igualdad humana? Se trata de aspectos íntimamente conectados. De la misma manera, ¿por qué la ciencia no puede evidenciar signos de inteligencia en el mundo que permitan pensar en el Dios trascendente de la religión? O, al revés, si Dios existe, ¿por qué la religión debe ser incapaz de interpretar las huellas de su actividad en el cosmos? Cuando una élite científica se erige en autoridad suprema para decidir lo que es real y lo que no, se convierte en una dictadura que controla no solamente la ciencia, sino también la religión, la filosofía y todas las demás áreas del pensamiento humano.

No solo fueron los evolucionistas ateos quienes se le echaron encima, también los evolucionistas teístas se enfadaron y arremetieron contra Johnson. En el epílogo de Proceso a Darwin se retaba a los cristianos darwinistas con estas palabras: «Naturalmente, no estoy de acuerdo con esta estrategia. No creo que la mente pueda servir a dos amos, y estoy cierto que cada vez que se haga el intento, al final el naturalismo será el verdadero amo y el teísmo tendrá que mantenerse bajo sus dictados. Si la tesis del relojero ciego es cierta, entonces el naturalismo merece regir, pero me estoy dirigiendo a los que creen que esta tesis es falsa, o al menos que estén dispuestos a considerar la posibilidad de que sea falsa. Estas personas tienen que estar dispuestas a desafiar las falsas doctrinas, no sobre la base del prejuicio ni de la ciega adhesión a la tradición, sino con argumentos claros y razonados»[9].

Además de las reacciones en contra procedentes del darwinismo, Johnson tuvo que encajar también las críticas de los creacionistas de la Tierra joven, quienes le acusaron de timidez y cobardía intelectual ya que, según ellos, Proceso a Darwin no proponía ninguna solución alternativa. Se atacaba el mecanismo de la selección natural pero no se defendía la creación del Génesis según la interpretación literal. Algunos comentaristas sugieren que el hecho de provocar tantas reacciones adversas en grupos tan diferentes fue como un revulsivo que garantizó la rápida difusión del Diseño inteligente[10].

Por su parte, Michael Behe –bioquímico de la Universidad de Lehigh en Pennsylvania– publicó en 1996 el famoso libro, La caja negra de Darwin. Dicha caja negra era la célula que, si bien en la época de los naturalistas decimonónicos se trataba de algo notablemente desconocido, actualmente había dejado de serlo. Este texto dice que los conocimientos bioquímicos y citológicos de hoy impiden vislumbrar convincentemente cómo la selección natural hubiera podido crear gradualmente máquinas de la complejidad de las observadas en el interior celular. Behe explica con detalle el funcionamiento molecular de cilios, flagelos bacterianos, mecanismos como la coagulación de la sangre, el transporte intracelular de sustancias mediante vesículas así como su intercambio con el exterior a través de la membrana plasmática, el complejo funcionamiento de los anticuerpos en el sistema inmunológico, la síntesis de moléculas tan necesarias como el AMP (adenosina monofosfato), etc. A tales estructuras citológicas las denomina «irreductiblemente complejas» –todas sus partes cooperan para ejercer la función útil del sistema completo pero no sirven de nada por separado– y señala que en ausencia de un diseño inteligente previo, estas máquinas nunca podrían haberse originado ya que la selección natural no hace planes de futuro, ni puede seleccionar algo que no existe todavía.

A pesar de que Behe aceptaba la evolución biológica, el alud de críticas lo envolvió por completo. El darwinismo no podía permitir ninguna mente inteligente detrás del proceso evolutivo natural. Se le dijo de todo menos guapo. En un artículo de la revista Biology and Philosophy se le equiparó a Stalin y a Osama bin Laden[11]. Tal era la supuesta malignidad que encarnaba para algunos científicos evolucionistas de idiosincrasia norteamericana. Se aseguró una y mil veces que ni los creacionistas, ni tampoco quienes proponían el diseño inteligente, entendían el mecanismo de la selección natural. Se llegó a decir que la evolución no es un proceso aleatorio, sino selectivo ya que escoge solo combinaciones de genes adaptativos porque estas se reproducen más eficazmente y llegan a predominar en las poblaciones. De esta manera, millones de mutaciones seleccionadas en millones de individuos, a lo largo de millones de generaciones, durante millones de años, son capaces de «crear» órganos que parecen irreductiblemente complejos, o diseñados inteligentemente, pero no lo son.

No obstante, el valor y la posición privilegiada de Behe, como bioquímico de prestigio, no solo le ha permitido retar a sus colegas darwinistas para que demuestren con rigor –y no apelando a la entelequia indemostrable de los millones de mutaciones beneficiosas– cómo un sistema irreductiblemente complejo puede originarse por medio de la selección natural. Hasta ahora ha sabido responder adecuadamente a todas las críticas que se le han formulado y sigue manteniendo su postura.

Phillip Johnson defendió los argumentos de Behe y se refirió a su posicionamiento para señalar también la incoherencia del evolucionismo teísta. En su opinión, los cristianos que asumían el darwinismo estaban, de hecho, aceptando un naturalismo teísta que difería poco de lo que proponía el ateísmo. ¿Por qué a Behe, en cambio, no se le podía considerar evolucionista teísta? De hecho, este había manifestado que no era creacionista –en el sentido de apoyar literalmente el relato bíblico de la creación–. Además, tampoco estaba en contra del planteamiento evolucionista del ancestro común. Luego entonces, ¿qué le separaba de la evolución teísta? Solo un detalle: Behe creía que únicamente el diseño de una inteligencia superior podía haber dirigido todo el proceso de la evolución[12]. Sin embargo, el evolucionismo teísta no está dispuesto a aceptar dicha premisa, sino que prefiere asumir que todo ha ocurrido de manera natural sin la intervención de ninguna mente extraterrestre o sobrenatural. El naturalismo metodológico exige que cualquier creencia religiosa se aparque en el ámbito de lo estrictamente privado o personal. El cristiano que acepta la teoría de Darwin cree que Dios es el responsable último del proceso evolutivo. No obstante, el propio método naturalista que domina la ciencia le prohíbe mostrar evidencias para apoyar dicha creencia.

Johnson lo explica así: «En ciencia no es aceptable decir: ‘Como científico, veo pruebas de que los organismos fueron diseñados por una inteligencia preexistente y, por lo tanto, otros observadores objetivos también deberían inferir la existencia de un diseñador’. Esta afirmación está dentro de los límites del naturalismo metodológico, y la mayoría de los científicos naturalistas la interpretarían como que solo quiere decir ‘me consuela creer en Dios y así lo hago’. Esta declaración introduce al diseñador en el terreno de la realidad objetiva, y eso es lo que prohíbe el naturalismo metodológico»[13]. No obstante, Behe cuestionaba directamente este principio naturalista al decir que el diseño y la inteligencia eran una característica real del cosmos que no se puede atribuir a las solas leyes fisicoquímicas o naturales. Este era precisamente el conflicto fundamental entre los darwinistas y los proponentes del naciente movimiento del Diseño inteligente. Para unos era una mera ilusión, mientras que para los otros se trata de una evidencia auténtica.

A Michael Behe se unió poco después el filósofo y matemático, William Dembski, quien defendía el diseño desde la teoría de la información, introduciendo el concepto de «complejidad específica». Este criterio afirma que algo ha sido diseñado inteligentemente si presenta complejidad –es difícil de reproducir por casualidad– y además es específico –coincide con un determinado patrón independiente–. A Dembski se le añadieron después otros tres pensadores relevantes en sus respectivas áreas, Stephen Meyer y Paul Nelson (ambos especialistas en filosofía de la ciencia) y Jonathan Wells (experto en biología molecular), quienes constituyeron los llamados «Cuatro Jinetes» del Diseño inteligente. Actualmente son muchos los científicos que cabalgan en las filas de este movimiento, convencidos de que se trata de una tercera vía intermedia entre el creacionismo de la Tierra joven y el darwinismo del relojero ciego.

[1] Ch. B. Thaxton, W. L. Bradley y R. L. Olsen, The Mystery of Life’s Origin,Lewis and Stanley, Dallas 1984.

[2] M. Denton, Evolution: A Theory in Crisis, Adler&Adler, Chevy Chase, MD, USA, p. 142-156.

[3]Ibid.,p. 146.

[4] Ph. E. Johnson, Proceso a Darwin, Portavoz, Grand Rapids, MI, USA 1995.

[5]Ibid.,p. 59.

[6]Ibid., p. 68.

[7] S. J. Gould, «Impeaching a Self-Appointed Judge»: Scientific American 267 (July 1992) 118-21.

[8]http://www.arn.org/docs/orpages/or151/151johngould.htm

[9] Ph. E. Johnson, Proceso a Darwin, Portavoz, Grand Rapids, MI, USA 1995, p. 179.

[10] D. O’Leary, ¿Por Diseño o por Azar?,Clie, Viladecavalls, Barcelona 2011, p. 214.

[11] T. Sommers y A. Rosenberg, «Darwin’s Nihilistic Idea»: Biology and Philosophy 18 (November 2003 nº5). http://www.kluweronline.com/issn/0169-3867.

[12] S. N. Gundry, J. P. Moreland y J. M. Reynolds, Tres puntos de vista sobre la creación y la evolución,Vida, Miami 2009, p. 273.

[13]Ibid.,p. 274.

CAPÍTULO 2

La peligrosa idea de Darwin

El filósofo norteamericano Daniel Dennett, defensor del ateísmo y perteneciente al famoso grupo de los llamados Cuatro Jinetes, caracterizados por su lucha vehemente contra todo tipo de pensamiento religioso, especialmente el cristiano, escribió un libro en 1995 titulado La peligrosa idea de Darwin. En esta obra propone ocurrencias tales como que aquellos creyentes que enseñan a sus hijos a dudar de las afirmaciones materialistas del darwinismo, deberían estar enjaulados en «zoológicos culturales» o vigilados de cerca por los gobiernos, ya que constituyen una seria amenaza para el desarrollo cultural de la sociedad[1]. ¿A qué viene tanta preocupación por quienes dudan de las ideas de Darwin? ¿En qué sentido pueden considerarse peligrosas tales ideas? Dennett lo explica en el primer capítulo de su obra.

La teoría de la evolución –que es tan científica como cualquier otra, nos dice– «tiene realmente implicaciones de largo alcance con respecto a lo que es, o pudiera ser, nuestra visión sobre el significado de la vida. (…) No se trata solamente de una admirable idea científica. Es, también, una idea peligrosa». La amenaza del darwinismo se debería a que pone en jaque los «mitos sagrados» y, como todo el mundo sabe, no hay futuro en ningún mito ya que estos solo sirven para engañarnos a nosotros mismos. Según Dennett, al proponer el mecanismo de la selección natural, Darwin descubrió también el peor de los pasteles: el nihilismo. Nada podría ya considerarse sagrado por la sencilla razón de que nada tendría sentido. El bondadoso Dios de las religiones monoteístas «que amorosamente nos ha creado (a todas las criaturas, grandes y pequeñas) y que, para nuestra delicia, ha esparcido por el cielo las brillantes estrellas, ese Dios es, como Papá Noel, un mito de la infancia, y no algo en lo que un adulto en su sano juicio y no desesperado pudiera realmente creer. Ese Dios debe convertirse en un símbolo de algo menos concreto o ser abandonado por completo». En resumidas cuentas, lo que viene a decir Dennett es que la teoría neodarwinista de la evolución no solo sería una explicación biológica de la naturaleza, sino también el fundamento de otra «religión» universal, la del materialismo científico.

Tales convicciones tienen éxito en nuestra sociedad secularizada, como lo demuestra el hecho de que a Dennett se le convide a explicar sus ideas en muchas universidades por todo el mundo –recientemente estuvo también en España invitado por la Cátedra Ferrater Mora de la Universitat de Girona–[2]. La teoría de Darwin se convierte así en un relato alternativo al de la creación que encaja bien en la cultura occidental y que constituye la principal justificación del naturalismo, la cosmovisión favorita del ateísmo. Dicha manera de entender el mundo, lo concibe como un sistema autónomo de energía y materia regido por leyes naturales que no pueden ser alteradas. Todo lo que existe en el universo sería resultado de la casualidad, no de un diseño divino intencionado. Si las propuestas del naturalismo fueran ciertas, los milagros nunca podrían ocurrir o, a lo sumo, tendrían una explicación natural; las Sagradas Escrituras no serían la Palabra inspirada de Dios y, en fin, el cristianismo debería concebirse como un mito sagrado falso.

No obstante, cuando el darwinismo abandona el ámbito de lo científico para convertirse en la ideología del naturalismo, se transforma precisamente en aquello que tanto denuncia Dennett: un mito naturalista que se inculca a los niños en la escuela y a los jóvenes en los centros de enseñanza secundaria o en la universidad. Por medio de las ideas de Darwin, los alumnos aprenden que la complejidad y el orden que muestran los seres vivos se deben solo y exclusivamente al azar y la necesidad, no a ningún diseño inteligente que permita pensar en la posibilidad de un Creador. De manera que la teoría de la evolución no se concibe únicamente como una hipótesis de la ciencia sino que, de hecho, actúa como una ideología que pretende explicar el sentido de la vida en el mundo. Un conjunto de doctrinas materialistas que rigen el pensamiento o la creencia de muchas personas y se emplean para dar fundamento a casi todo, desde el comportamiento humano, los sentimientos, el altruismo, la religión, las enfermedades y hasta las relaciones económicas entre los individuos. El darwinismo lo explicaría todo como cualquier otra ideología.

Si antaño todo diseño natural se atribuía a la sabiduría divina, la nueva metafísica darwinista lo atribuye ahora a la pura acción de las leyes y mecanismos naturales. Cuando aparecen obstáculos aparentemente insuperables que sugieren inteligencia y planificación, como ciertos mecanismos bioquímicos, genéticos y citológicos, la conciencia del ser humano, el origen de la vida o de la molécula de ADN, siempre se puede apelar al recurso de suponer que algún día el darwinismo encontrará la solución natural adecuada. No obstante, el problema surge cuando numerosos científicos y pensadores por todo el mundo empiezan a cuestionarse los mecanismos de la evolución darwinista y, como consecuencia, ponen también en tela de juicio la cosmovisión del naturalismo. ¿Es solo aparente el diseño que evidencian los seres vivos? ¿Se debe exclusivamente al azar de las mutaciones y a la «sabiduría» de la selección natural? O quizá, existe diseño inteligente real en la naturaleza, ya que, si esto último fuera así, las pretensiones del naturalismo materialista se vendrían abajo por completo. De ahí lo controvertida que resulta para muchos la teoría del Diseño inteligente. Si la teoría de Darwin resulta peligrosa para el teísmo, según afirma Dennett, la del Diseño lo es también para el ateísmo.

En el año 2004, el famoso filósofo ateo Antony Flew sorprendió al mundo al anunciar que los últimos descubrimientos de la ciencia le habían llevado a rechazar la cosmovisión atea que había mantenido durante toda su vida. Entre las razones científicas que le provocaron tal cambio radical, Flew se refiere de manera especial al contenido de información presente en la molécula universal del ADN (ácido desoxirribonucleico)[3]. En su opinión, esta molécula singular es uno de los mejores argumentos a favor del diseño inteligente por parte de Dios. La moderna biología es en realidad una ciencia de la información. La capacidad de almacenaje que posee cada molécula de ADN, presente en las células de los seres vivos, supera con creces a la de la tecnología más sofisticada que pueda hacer el ser humano. En este sentido, el biólogo molecular, Michael Denton, ha señalado que la información necesaria para formar a todos los tipos diferentes de organismos que han existido o existen todavía en este planeta, contenida en sus moléculas de ADN, cabría en una pequeña cucharilla de café y aún quedaría espacio para albergar toda la información contenida en los libros escritos por el hombre[4]. La combinación de esas cuatro minúsculas bases nitrogenadas del ADN (guanina, adenina, timina y citosina) suponen un alfabeto rico en información y capaz de transmitirla para elaborar todas las proteínas necesarias de los seres vivos.

El principal desafío para el materialismo científico es explicar cómo pudo surgir la información que presentan todos los seres vivos sin una causa inteligente. Hoy por hoy, el naturalismo es incapaz de explicar el origen de la vida. De vez en cuando, surgen noticias sensacionalistas sugiriendo posibles escenarios para la evolución de la materia inerte hacia las primeras células vivas. Sin embargo, no se suelen aportar detalles concretos de cómo pudo ocurrir semejante transformación gradual porque, lo cierto es que, las fuerzas naturales por sí solas son incapaces de generar la elaborada información que requieren los seres vivos.

No obstante, la propuesta del Diseño inteligente es que la complejidad específica que posee la molécula de ADN únicamente puede explicarse si esta proviene de una fuente inteligente que la ha planificado. El sentido común nos dice que toda información compleja y específica, como puede ser un programa de ordenador o un libro, tiene que haber surgido necesariamente de una mente inteligente. Las palabras y frases de cualquier texto indican que un cerebro las pensó y dispuso de manera coherente con significado. No fue el azar o alguna ley natural quien las unió así, sino que tuvo que haber un escritor reflexivo. Es decir, fue necesario un diseñador inteligente. Pues bien, con la información de los seres vivos ocurre lo mismo. La selección natural de mutaciones al azar no puede crear información. No tiene competencia para producir cualidades mentales específicamente humanas como el lenguaje o la conciencia. Es menester una mente original competente.

Uno de los grandes estudiosos del lenguaje, Noam Chomsky, que fue fundador de la lingüística moderna, manifestó que el lenguaje humano no se puede comparar con ninguna otra forma de comunicación del reino animal. En su opinión, no existe ninguna explicación convincente de cómo pudo evolucionar el lenguaje de manera gradual a partir de los gruñidos de otros animales. A pesar de aceptar el naturalismo evolucionista, cree que la selección darwinista no es más que un título para definir la verdadera explicación del lenguaje humano, que todavía no se ha encontrado.

Daniel Dennett dice que quienes disienten del darwinismo lo hacen porque son incapaces de comprender su lógica científica, o bien porque temen sus implicaciones ideológicas. Sin embargo, existe otra posible explicación y es que el darwinismo tiene más de filosofía que de ciencia empírica[5]. En efecto, a quien no se atreve a desafiar la premisa ideológica del naturalismo materialista –es decir, que todo ser solo puede tener una causa natural–, no le queda más remedio que aceptar el darwinismo como historia de la creación. Sin embargo, cuando se examinan con detalle cosas tan reales como el mecanismo de la microevolución, la coloración de las polillas del abedul, las variaciones en el pico de los pinzones de Galápagos, la selección artificial, etc., es cuando surgen las dudas y controversias. No se conoce, en realidad, cómo apareció la vida, cómo se formaron los diversos tipos de organismos o cómo la selección natural originó la conciencia humana.

Los divulgadores de la ciencia presentan al público, en general, hipotéticos escenarios de la evolución de las distintas adaptaciones de animales y vegetales a su ambiente, como si se tratase de hechos reales comprobados. No obstante, algunos disidentes, incluso dentro del ámbito científico, ridiculizan tales explicaciones porque no se pueden probar experimentalmente, ni tampoco están respaldadas por el registro fósil. De manera que, ciertos investigadores que profesan la filosofía naturalista del darwinismo, le vuelven la espalda cuando se enfrentan con la práctica científica cotidiana en los laboratorios. Este es el caso, por ejemplo, de los paleontólogos Niles Eldredge y Stephen Jay Gould que mediante su hipótesis del «equilibrio puntuado» (largos períodos sin cambios que son interrumpidos eventualmente por la repentina aparición de formas nuevas) se opusieron al gradualismo darwinista. Fueron fieles a la metafísica atea darwinista pero reconociendo que los fósiles no le dan la razón a tal teoría.

Tanto el materialismo científico como el propio darwinismo son ideologías elaboradas y no hechos estrictamente científicos. La mayoría de los investigadores asumen el materialismo como un axioma o eslogan de la empresa científica, especializada en la sola búsqueda de respuestas naturales. No obstante, este principio materialista no es algo demostrado o que presente evidencias convincentes de que la realidad esté constituida únicamente por partículas materiales. Es precisamente aquí donde surge el conflicto que Dennett parece obviar. Si el darwinismo puede parecer lógico como una conclusión del materialismo, pero presenta problemas a la hora de ponerlo a prueba y contrastarlo con los hechos de la naturaleza, ¿no debería la ciencia colocarlo en cuarentena? Todo el mundo sabe que lo más importante de la metodología científica es precisamente la prueba empírica. ¿Por qué se deberían aceptar suposiciones, como el principio materialista o el darwinismo gradualista, que no superan la prueba experimental?

Se necesita una teoría metafísica capaz de explicar cosas que el materialismo es incapaz de hacer. A saber, que la mente es algo más que la materia o que la verdad, la belleza y la bondad existen, a pesar de que muchos no sepan verlas.

Dios y la fe en la Ciencia