Primeras luces - Carlos Battilana - E-Book

Primeras luces E-Book

Carlos Battilana

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Beschreibung

Hay un pueblo de fronteras donde el español o el portugués se juntan con el guaraní. Hay noches de carnaval donde los cuerpos centellean al son de las comparsas, es el descubrimiento del ansia, de la cadencia y del ritmo. También hay un barrio en el conurbano bonaerense donde la hermandad de los niños se prolonga en juegos y palabras. La lectura introduce en las horas de lo cotidiano una suspensión, una demora, un margen de reserva íntimo que desata el estremecimiento. Se abre un tiempo fuera del tiempo que lleva a la poesía, esa zona de la lengua que es revelación luminosa, candor, perplejidad, siempre reacia al deber o al envejecimiento. Un libro puede encandilar dice el poeta en estas páginas. O ser una visión fulgurante que nos mantiene en vilo.

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CARLOS BATTILANA

PRIMERAS LUCES

Buenos Aires

Lector&s Colección dirigida por Graciela Batticuore

Hay un pueblo de fronteras donde el español o el portugués se juntan con el guaraní. Hay noches de carnaval donde los cuerpos centellean al son de las comparsas, es el descubrimiento del ansia, de la cadencia y del ritmo.

También hay un barrio en el conurbano bonaerense donde la hermandad de los niños se prolonga en juegos y palabras. La lectura introduce en las horas de lo cotidiano una suspensión, una demora, un margen de reserva íntimo que desata el estremecimiento. Se abre un tiempo fuera del tiempo que lleva a la poesía, esa zona de la lengua que es revelación luminosa, candor, perplejidad, siempre reacia al deber o al envejecimiento. Un libro puede encandilar, dice el poeta en estas páginas. O ser una visión fulgurante que nos mantiene en vilo.

Índice

CubiertaCréditosDedicatoriaEpígrafeNota introductoriaPrimeras lucesTeoría del origenPrimeras lucesImágenes naturalesFantasíaPoemas y cancionesLa música de la poesíaCorrespondenciasCarnavalNombres y coloresLa mudanzaLa nieve de la imaginaciónAtajos y afluentesEl auraDos años de vacacionesUn invento literarioLa lectura afectivaLa tierra baldíaUn espacio de disidenciaLecturas de tallerEstrellas solitarias en el espacioRuido secoLos alimentos primordialesAl día siguienteUn comienzo perpetuoContra la pericia profesionalEpílogoLista de obras mencionadasRevistasProgramas de TVSobre este libroSobre Carlos Battilana

Battilana, Carlos

Primeras luces / Carlos Battilana. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Ampersand, 2024.

(Lector&s / Graciela Batticuore; 17)

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-631-6558-07-7

1. Lectura. 2. Literatura. 3. Autobiografías. I. Título.

CDD A860

Colección Lector&s

Primera edición, Ampersand, 2023

Derechos exclusivos reservados para todo el mundo

 

Ombú 3091 (C1425CFF)

Ciudad Autónoma de Buenos Aires

www.edicionesampersand.com

 

© 2024 Carlos Battilana

© 2024 de la presente edición en español, Esperluette SRL, para su sello editorial Ampersand

 

Edición al cuidado de Diego Erlan

Corrección: Fernando Segal

Diseño de colección: Thölon Kunst

Diseño de tapa: Tender

Maquetación: Silvana Ferraro

Conversión a formato digital: Estudio eBook

 

ISBN 978-631-6558-07-7

 

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante el alquiler o el préstamo públicos.

para Marcos, Sofi y Emilia

Estábamos en los rudos comienzos del lenguaje

Jack London, Antes de Adán

NOTA INTRODUCTORIA

La lectura puede encandilar. Puede producir un encantamiento parecido al devaneo amoroso de aquellos que recién se conocen en la intimidad. Pero también la lectura se demora en nosotros, nos trabaja luego de ese primer instante incandescente. Nuestras percepciones parecen concentrarse y disolverse al mismo tiempo en ese trance, descubren un nuevo mundo y se reeducan en ese cosmos recóndito, casi involuntariamente. El flujo de las palabras sucede. Las letras y los vocablos flotan, mutan como si fueran islas a la deriva en la noche luminosa del delta. Cada palabra tiene un peso, una densidad distinta. No sabemos del todo qué buscamos en los libros. Ellos van revelando en el viaje de la lectura qué era lo que buscábamos a través de sus sinuosidades y sus secretos. Es paradójico: el código cultiva la mirada para devolver potencia a un órgano silvestre: el ojo. En ese sentido, más que la vista del adiestramiento, el acto de leer puede promover la experiencia de la visión. Una visión fulgurante que nos mantiene en vilo y que, en ocasiones, extrañados, nos hace interrumpir la lectura porque algo se movió de lugar. Efecto psíquico y físico. Nunca sabemos de antemano qué vamos a encontrar. Un libro que nos convoca e ilumina puede ser un encuentro. Es cierto. Pero también hay un resto que no podemos aprehender del todo, un resto inexplorado que supone una pérdida. Hace unos años, un profesor dedicado a las letras clásicas y a la filología, en una visita que hice a su casa, me expresó −cuando me asombré por la enorme cantidad de libros apilados en su inmensa biblioteca− que “hay que ir deshaciéndose de ellos”. ¿Qué significará esa frase? ¿Qué habrá querido decir? Asocié aquella frase al paulatino arte de perder, a la desconfianza que genera la acumulación. El acopio desmesurado parece no tener nada que ver con la experiencia de la lectura. Si me preguntaran para qué sirve leer, no sabría qué contestar. No me convencen esos discursos institucionales −posiblemente loables− que instalan esos pequeños mandatos del tipo “los beneficios de la lectura en la sociedad”. Cristina Peri Rossi en su poema “Para qué sirve la lectura” escribe, luego de contarnos la cantidad de autores que ha leído y las circunstancias donde lo ha hecho, que no sabía “para qué maldita cosa / servía haber leído todo eso / más que para saber que la vida es triste / cosa que hubiera podido saber sin necesidad de leerlos”. Leer sucede sin para qué. Responder esa pregunta acaso invalida el mismo acto de leer. Un libro no solo puede encandilar. Sé que en el caso de la poesía también puede hacernos creer cosas que no podemos articular del todo en un discurso sometido al razonamiento instrumental. El discurso dispuesto a la lógica razonable le resulta particularmente reacio a la poesía. ¿Qué nos dice la poesía, qué nos hace creer? Que a la hora de escribir, ninguna destreza, ninguna pericia previa resultan útiles cuando nos enfrentamos a la intemperie del lenguaje. La experiencia de la lectura −la lectura que deja una huella− también nos enfrenta al lenguaje como intemperie. Ese instante es irreductible y mágico porque vuelve a nombrar a las palabras, de tal modo que, en ocasiones, ese tiempo remite a una reminiscencia pre-verbal: parece recordarnos cuando las palabras aún no eran palabras. El trance de la lectura, particularmente de la poesía, evoca a las palabras que usamos a diario bajo una nueva perspectiva y, como un rayo, reenvía al instante flotante del lenguaje hecho de fragmentos acústicos y significados rotos previos a la convención.

Estas Primeras luces narran algunas escenas de lectura fundantes que alumbraron amorosamente la infancia y la adolescencia de un lector.

Agradezco a Graciela Batticuore la invitación para escribir este libro.

C. B.

PRIMERAS LUCES

TEORÍA DEL ORIGEN

¿Cómo aprendí a leer? Posiblemente ese acto vertiginoso y singular de reconocer letras y palabras por primera vez sea equivalente a cruzar una frontera e ingresar a un nuevo territorio. ¿Cómo aprendí a leer? El calor de la tarde libreña no fue un obstáculo, absorbido como estaba en reconocer signos que otorgaban un mundo nuevo a mi propia experiencia. Cada letra que enseñaba la maestra Zulma era una sorpresa. Paso a paso, a lo largo de ese primer grado, comprendí que las letras tenían una fisonomía, y una forma, y una dimensión que las volvía singulares. El abecedario no era un ritual mnemotécnico sino un croquis de especies particulares. Pájaros raros, plantas exóticas, insectos desconocidos. Absorbía la letra L, y también absorbía el alborozo de un color, de una textura, de algo que emergía al mundo para que yo, más que usar la letra, pudiera hospedarla como una compañía. Y sobre todo para que la pudiera reconocer como una forma del acontecimiento.

Me llamaba la atención que las letras pudieran desplegarse en distintas formas. En algún aspecto cambiaban de acuerdo a la ocasión. Podían escribirse en cursiva, en imprenta, en minúscula, en mayúscula. Esa materialidad fue una magia mutable pero sobre todo una artesanía. Cada letra tenía distintos semblantes. No dejaban de ser dibujos, figuras que trazábamos en el papel del cuaderno. El cuaderno verde comprado minuciosamente por mi madre comenzaba a ser el depósito de pequeños trazos: los tesoros de la niñez. El inicio de una infancia que dejaba atrás la algarabía de las sensaciones en estado puro. Salíamos de una era de impresiones en que los sonidos y los significados eran una masa nebulosa. Habíamos sido felices en esa pequeña eternidad acuática. Habíamos descubierto una masa amorfa que nos conducía a un bosque lleno de juegos en el que podíamos embelesarnos con la pronunciación de un vocablo sin saber escribirlo. Habíamos podido crear oralmente vocablos sin pudor. El habla infantil tenía el don de lenguas. Se podía inventar un idioma. Ese embeleso era un acto físico. Y también un ritual inventado cada vez: el rito de la glosolalia. No obstante, había un lugar inexplorado donde habitaban las letras. Comenzaba la infancia letrada.

PRIMERAS LUCES

¿Cómo se llamaba el libro de primer grado? Primeras luces. Con ese libro saldríamos definitivamente de la era glacial. La señorita Zulma escribía en el pizarrón la letra a, y nos mostraba sus rasgos. Y nos decía que era un círculo con una alita que le salía del costado. O nos mostraba la mayúscula de la letra Q, y hacía malabares para describir sus accidentes. O dibujaba la p, e insistía en hacer una línea vertical que atravesaba la raya horizontal del renglón. Las distintas letras flotaban. Eran icebergs a la deriva. Todo ese esfuerzo pedagógico nos conducía a un dulce curso de agua, un río en zigzag al que no le temíamos. Leer y escribir era expandir y precisar, simultáneamente, un estado en ebullición. Designar los objetos mediante signos era fundarlos otra vez. Cada letra iluminaba algo anteriormente difuso. Al reunir una serie de letras en asociaciones silábicas y armar un vocablo se adivinaba una resonancia y parecía crearse un objeto. Sí, las vocales y las consonantes construían palabras y podían designar las cosas a través de una inscripción. A la oralidad sumida en un cielo vaporoso se le sumaba ahora la marca de la letra. El mundo empezó a ser menos escurridizo pero también más vasto. Cuando desciframos el título del libro que nos había propuesto la señorita Zulma, reconocimos los signos de un código. Había un fin instrumental. Objetivos. Planificaciones. Es cierto. Pero también había un margen que se escapaba. Una fuga de sentido. Las letras podían designar los objetos y, al mismo tiempo, podían ser materias autónomas. ¿Qué resplandores proyectaban esas “primeras luces”? ¿Cuál sería el sentido preciso de ese título?

A mitad de año, aproximadamente, Zulma nos dijo que fuéramos leyendo los carteles que se desplegaban en nuestro pequeño pueblo. Nuestro pueblo de frontera. La idea era practicar. Por las noches, mientras íbamos a “dar una vuelta” en el auto con mis padres y hermanos, yo extendía mis ojos a los carteles luminosos. Y lograba reconocer algunas letras, y con el tiempo, también, algunos vocablos. Mi padre manejaba, y mi madre asentía mientras yo deletreaba palabras aquí y allá. Los carteles que surcaban la calle Colón, superponiéndose unos a otros, eran un verdadero festín visual. No obstante en mi pueblo había un río que bordeaba sus márgenes y también había un puente que llevaba a la ciudad brasileña de Uruguayana. Era un pasaje no solo en términos literales. Cruzar ese río era ingresar a otro universo. El habla de sus habitantes se volvía indescifrable. Yo la llamaba Ciudad Gótica. Y si bien las letras en los carteles de la urbe ajena eran las mismas, las palabas portuguesas no se escribían igual a como nos había enseñado pacientemente la señorita Zulma. Ni el portugués ni el portuñol aún habían ganado nuestro pueblo ni nuestras costumbres. Esa ciudad enfrente de la nuestra era un misterio. No se dejaba aferrar. Ni los edificios ni las calles ni los mercados colmados de frutas podían aprehenderse del todo. El aire subtropical se demoraba. El aire corría de otro modo. A partir de la existencia de esa ciudad, comprendí que había otros territorios y otras lenguas. Pero también comencé a comprender que en la propia lengua había un idioma privado que cada uno, a su manera, atesoraba.

Vagamente me preguntaba, en aquellos días de infancia −mientras las letras comenzaban a impregnarme−, acerca del lenguaje. De hecho, un módulo escolar tenía ese nombre: “Lenguaje”. ¿En qué consistía? Ni la lengua nativa era enteramente propia ni la extranjera del todo ajena. Compartían una cierta extrañeza, como si de la lengua nativa hubiera emergido otra lengua, una lengua secreta y singular que se desviaba un poco del código. Y como si al leer o escuchar la lengua ajena (aun sin conocerla) hubiera habido un regocijo, una intensidad sonora y sensorial que me aproximaba a ella y la volvía un poco familiar.

La privacidad en sentido estricto −escribe Juan José Saer−, el uso “personal” de la lengua, es “el jardín secreto en el que cada uno cultiva las especies de su predilección”. En ese espacio íntimo, “las leyes del idioma se relativizan y la infancia que persiste en el adulto, la ensoñación, la somnolencia incitan a veces a retorcerles el cuello a las palabras como otros antes a la retórica o al cisne”. Con el tiempo comprendemos que el dominio de la lengua nativa y el entendimiento de la ajena se inscriben en un proceso oscilante de contacto. Contacto e intercambio entre dos lenguas que dialogan entre sí. Esa dimensión acústica, que no deja de filtrar un sentido, nos lleva a reconocer en el lenguaje un margen íntimo, un margen irreductible que, aunque lo quisiéramos, no lo podemos compartir del todo.

Escuchamos el sonido plural de la lengua materna. Escuchamos también el sonido diverso de las lenguas ajenas a nosotros. Podemos escuchar, incluso, lenguas híbridas, en formación, lenguas tribales de la urbe y de la zona rural, aun no estandarizadas, lenguas maleables sin reglas claras ni definitivas. Lenguas a flor de piel que alternan o modifican el léxico y las reglas sintácticas en función de la circunstancia. A partir de esas resonancias miramos, atisbamos una luz oculta o un fulgor. Y ejercemos una contemplación de índole andariega.

IMÁGENES NATURALES

¿Qué mirar? ¿Qué miraba un niño por entonces? ¿Qué es lo que yo, particularmente, miraba? ¿La naturaleza? ¿Los edificios, las casas? Mi pueblo carecía de televisión a principios de la década del 70. Solo había una TV en blanco y negro en todo Paso de los Libres, en la casa de los Marroquín. Era un objeto inútil. Ante la esperanza de contemplar imágenes, en el momento de encender el aparato, se veían rayas. Una verdadera decepción. El mundo de las imágenes vendría de otro lugar. Pero no de la tele. Eso tan natural a mis coetáneos de las grandes urbes estaba vedado en Libres. Las imágenes de la naturaleza y las imágenes de la cultura convivían. Por un lado, la corriente del río con bancos de arena amarilla. Por otro, las imágenes coloridas que provenían de las revistas. Todo eso era una catarata de fantasía. Cuando aún no sabía leer, las imágenes y los colores me convocaban en un presente continuo. Cruzábamos con mis padres y hermanos el puente a toda velocidad, mirábamos el río desde el auto, la luz fluvial, los movimientos resplandecientes del agua. Se producía un vértigo frente a la contemplación del paisaje, como si el agua rumorosa y las orillas difusas estuvieran a punto de decirnos algo y, a su vez, nos observaran infinitamente. ¿La poesía estaba allí? ¿El viento decía algo? ¿O eran las orillas las que hablaban de manera involuntaria? “Orilla que se va / o se queda. Se queda / mirándonos con gesto simple pero / lleno de musicales sortilegios” (Juan L. Ortiz). La transición que significaba el puente, ese pasadizo de uso habitual y casi cotidiano en nuestros días de provincia, no dejaba de producir un estremecimiento. ¿Un ligero estremecimiento de despedida o de pérdida? Cruzábamos al otro lado. No obstante el sentimiento de vértigo que implicaba el paso a un país ajeno y tan próximo al mismo tiempo, más que al temor, me acercaba a la curiosidad.