Profe y enano - Josep Maria Alaña Negre - E-Book

Profe y enano E-Book

Josep Maria Alaña Negre

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Beschreibung

El autor nos explica, de manera valiente y sincera, toda su vida desde su nacimiento. Nos habla de su etapa escolar y del papel que ha desempeñado como profesor, pero, sobre todo, de cómo se ha desenvuelto en los diversos ámbitos sociales. Y nos detalla cómo se ve a sí mismo y cómo percibe la visión que los demás tienen de él por el hecho de ser una persona afectada por una diversidad funcional denominada acondroplasia. El rasgo fundamental de las personas con acondroplasia es que son personas de talla baja (entre 100 y 140 cm). El autor mide 127 cm de altura. Se trata de una reflexión sobre la aceptación de la diferencia –que el autor vive con normalidad y orgullo–, y una reivindicación a favor de aceptarnos tal como somos todas las personas. En esta biografía, Alaña también nos invita a adentrarnos, con una mirada nueva, en los proyectos colectivos a favor de la inclusión social.

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Josep Maria Alaña Negre

PROFE Y ENANO El orgullo de la diferencia

Colección Horizontes Educación

Título: Profe y enano. El orgullo de la diferencia

Título de la edición original: Profe i nan. L’orgull de la diferència (Octaedro, 2021)

Traducción al castellano: Manuel León Urrutia

Primera edición (papel): abril de 2022

Primera edición (epub): mayo de 2022

© Josep Maria Alaña Negre

© De esta edición:

Ediciones OCTAEDRO, S.L.

Bailén, 5, pral. – 08010 Barcelona

Tel.: 93 246 40 02

[email protected] - www.octaedro.com

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (papel): 978-84-19023-84-1

ISBN (epub): 978-84-19023-96-4

Diseño de la cubierta: Tomàs Capdevila

Realización y producción: Ediciones Octaedro

Índice

Introducción

1.Un niño especial

2.¡Al cole!

3.Sin escudo protector

4.Más allá de la anarquía

5.Señor profesor

6.El número 1, el «Zorro Catalán»

7.Vivir en pareja

8.Aguas turbulentas

9.Piso de soltero

10.Mi yo más humilde

11.Devolver una deuda

12.Los últimos años

13.La vejez y la muerte

14.Una reflexión sobre la diferencia

15.Un paseo por la historia de la acondroplasia

Epílogo

A mis padres, Enrique y Flora.

He observado que basta con que empiece a reírme de mí mismo, para que el mundo entero sonría a su vez.

WALTER DE LA MARE

Introducción

El título del libro quiere transmitir lo que ha sido la historia de mi vida. Por un lado, soy una persona con una diversidad funcional, la displasia ósea con enanismo, denominada acondroplasia, que es una alteración del crecimiento óseo por un desorden genético y la primera causa del enanismo. Sus principales rasgos físicos son las extremidades cortas y el tronco normal. Y, por otro lado, profesionalmente he sido profesor de Secundaria en centros públicos durante 38 años.

Por lo tanto, Profe y enano. El orgullo de la diferencia narra cómo ha sido mi vida. Este libro, escrito sin acritud, pretende explicar mis experiencias vitales y el camino recorrido hasta la aceptación de mí mismo. Está estructurado por etapas, desde mi nacimiento hasta la actualidad. Describe el largo proceso por el cual pasé, que me llevó desde la rabia juvenil a la aceptación de mi condición, a mi empoderamiento y a un cierto orgullo de ser quien soy en mi madurez.

También es, quizás, una pequeña historia del país desde los años cincuenta hasta hoy, de cómo la sociedad, la política y los «diferentes» hemos ido evolucionando. En los años ochenta nos definían como «minusválidos», o «discapacitados», y no será hasta principios del XXI, hacia 2010, cuando empiezan a definirnos como «personas con diversidad funcional». Últimamente ha aparecido un nuevo término mucho más reivindicativo que surge de una parte del colectivo y apuesta por el «orgullo del tullido», al que los ingleses llaman queer crip, como una forma de empoderamiento y orgullo de ser y de reivindicar. Para ello, intercalo en esta historia personajes políticos y sociales que he conocido en estos tiempos, algunos públicos y otros absolutamente anónimos, para dar valor a la experiencia de vivir la vida y del compromiso con la sociedad que nos ha tocado vivir. Los últimos capítulos del libro quieren ofrecer una visión global de la historia de la acondroplasia, desde los primeros acondroplásicos de quienes existen datos y son testimonio de que nuestra diversidad funcional acompaña a la evolución del hombre desde la prehistoria, pasando por los egipcios, los mayas, y hasta hoy en día. Y, posiblemente, también acompañará la evolución del hombre del futuro.

Para mí, este paso es de una importancia capital. Creo que para vivir es imprescindible aceptar la diferencia y empoderarnos con ella, ya que lo considero el único camino para superarnos y llegar a la igualdad de derechos como ciudadanos. Es mi particular forma de hacer las paces conmigo mismo y con la sociedad que me rodea.

Finalmente, en esta biografía no solo quiero rendir homenaje a las personas que, como yo, han tenido que hacer frente a los problemas vitales derivados de la acondroplasia, sino también a quienes, por una razón u otra, han nacido o se han convertido en «diferentes».

La mayoría ha necesitado grandes dosis de valor y tenacidad para superar con éxito los enormes, y aparentemente insalvables, escollos a los que se han enfrentado. Y la mayoría lo ha hecho con humor y generosidad, cualidades no siempre fáciles de practicar en circunstancias adversas.

1. Un niño especial

Nací un 19 de diciembre de 1950 en el domicilio familiar radicado en Barcelona, en un piso del Ensanche (un barrio de la ciudad) que era utilizado al mismo tiempo como vivienda de mis padres y como despacho profesional de mi abuelo materno, abogado, de quien recibí también el nombre, Josep Maria.

Según me han contado, mi primer contacto con el mundo fue hacia el mediodía. Además de mis padres, asistieron al evento mis abuelos, que, después de largas y expectantes horas, recibieron y celebraron la llegada de su nieto, el primer Alaña Negre, un hermoso bebé de 5 kg de peso. Sin embargo, pronto presenté notas de diferencia, ya que nunca quise mamar, y mi madre no comprendía cuál era la causa. Pero la leche artificial y las gachas hicieron el resto, y me desarrollé hasta convertirme en un niño de aspecto «normal».

Durante los dos primeros años nadie sospechó que yo sería diferente, que era acondroplásico. Especialmente mis padres, que eran muy atractivos los dos. Fue al cabo de dos años cuando vieron que tenía una cabeza muy grande y que hablaba mucho, pero que mi cuerpo no se desarrollaba como el de los otros niños; entonces surgieron las primeras dudas y los temores de que algo no funcionaba correctamente. Desconozco cuándo lo supo un tío mío, médico, ya que en la década de 1950 los conocimientos sobre esta enfermedad eran muy limitados. Pero sí sé que durante años mi tío nos visitaba diariamente tras finalizar su jornada laboral en el Hospital de San Pablo.

El problema, por lo que sé y descubrí ya de adulto, estalló cuando los médicos confirmaron que no crecería, que era y seguiría siendo de talla corta. En aquella época, tener un hijo enano era algo terrible, un drama. Además, en la familia no había antecedentes conocidos; tampoco ningún referente en el entorno. Durante un tiempo hubo en mi casa una profunda crisis familiar, con acusaciones cruzadas entre ambas partes, por lo que imagino que este proceso fue muy duro para mis progenitores. Especialmente para mi padre, ya que creo que invirtió gran parte de su vida en asumirme.

Pero la familia se mantuvo y crecí con total normalidad. Es más, incluso con más libertad que otros niños de la época. Y es que mi familia no pudo, o no supo, explicarme qué me pasaba, pero me dio libertad absoluta para hacer cosas que quizás en otras circunstancias no me hubieran permitido.

Creo que esa libertad en la que viví fue debida en parte a cómo me trataron mis padres, pero también a cómo vivían ellos.

Mis padres eran unos supervivientes, que se encontraron y se enamoraron aun siendo hijos de dos familias muy diferentes: una de un nivel económicamente más alto, la familia de mi madre (aunque ella, por muchas circunstancias, no estudió más que el bachillerato); y la de mi padre, más humilde. Él sí estudió, y le hubiera gustado ser médico, pero se quedó en perito industrial y comenzó a trabajar muy pronto. Por eso creo que se encontraron dos mundos, dos maneras de vivir. Los dos, unos diez o doce años antes, durante la guerra civil, habían tenido que hacerse mayores muy pronto, tuvieron que tomar muchas decisiones para ayudar a sus padres a trabajar y buscar comida, lo que les hizo madurar precozmente, pero también disfrutaron de una libertad que en otras circunstancias sus padres, o sea, mis abuelos, no les habrían dado. Por eso se casaron jóvenes, y por eso nos dieron a mi hermana y a mí mucha libertad y la capacidad de ser autónomos, por lo que aprendimos a ser responsables de nuestros actos, hecho que nos ayudaría a lo largo de nuestra vida.

Tanto mis padres como mi abuelo Josep Maria, mis tíos y los amigos de mis padres me trataron siempre como alguien diferente, pero con plena libertad de actuación. Debo señalar, sin embargo, que ya a los 2 o 3 años me di cuenta de que era diferente. Que los demás niños crecían, mientras yo me mantenía bajito.

Otro escenario de mi infancia fue Badalona, una ciudad cercana a Barcelona, en la que vivían todos mis abuelos y de la que guardo un recuerdo entrañable. Los abuelos paternos tenían una casita de planta baja y un piso; los maternos, una casa en el campo, en la montaña. Además, una bisabuela tenía una casita en la playa de esta misma ciudad, donde pasé todos los veranos hasta los 16 años.

Así pues, en invierno vivía en el piso de Barcelona, al que iba mi abuelo Josep Maria tres días a la semana para atender a sus clientes. Y en verano, de junio a septiembre, en la casita de la playa de Badalona. Además de las suculentas comidas que nos ofrecía la abuela paterna, Martina, la playa posibilitó que pudiera disfrutar de plena libertad y de un contacto muy estrecho con la naturaleza.

Desde pequeño cogía solo el autobús, iba en bicicleta, tenía una escopeta de balines e incluso montaba en el burro que tenía mi abuelo Josep Maria. A menudo, lo hacía solo y, cuando el burro se cansaba de mí, me tiraba al suelo y se volvía al establo. El burro tardaba unos quince minutos, mientras que yo, con mis pasos cortos, una hora e incluso más.

Hay una anécdota que creo que ilustra mi grado de libertad. Cuando tenía unos 9 años, jugando en la calle en la casa de la playa, rompí los cristales de un taller. Tan grande fue mi pánico que, sin comentarle el incidente, le dije a mi madre que me iba a Canyet a pasar unos días con los abuelos. Cogí un autobús, pero al bajar me atropelló un coche, lo que me provocó una grave fractura de cráneo y una pierna rota que tuvieron que enyesarme, así que ya no me pude bañar el resto del verano. Este accidente cambió un poco mi vida, pues me obligó a tener más cuidado cuando me movía.

Hay que pensar que estoy hablando de los años 1959, 1960 y 1961. Barcelona era una ciudad, y Badalona, otra situada a unos 10 o 12 km de distancia; el trayecto en autobús de Barcelona a Badalona duraba una hora y media, y en tren, unos veinte minutos: este era todo el transporte público que había entre Barcelona y Badalona.

En el periodo escolar, vivíamos en Barcelona, y durante las vacaciones, desde finales de junio hasta finales de septiembre, en Badalona. Mi padre no nos podía trasladar de una ciudad a otra cuando lo necesitábamos, así que muy pronto nos enseñaron a utilizar el transporte público. Recuerdo que a los 9 años ya iba solo en autobús por la ciudad de Badalona. Y a los 12 años ya hacía solo el trayecto en autobús de Badalona a Barcelona, y viceversa. Otro ejemplo: mi hermana, a quien llevo casi seis años, cuando tenía 12 o 13 años ya viajó sola en avión a París con el fin de pasar un verano aprendiendo francés en casa de unos amigos de la familia. Estamos hablando del año 1967.

2. ¡Al cole!

Durante algunos años, para bien o para mal, fui hijo y nieto único, ya que había tenido un hermano que nació muerto. No fue hasta que vino al mundo mi hermana Marta, una niña sin problemas, cuando las cosas se tranquilizaron mucho en la familia y mi vida se regularizó.

El nacimiento de mi hermana coincidió con mi ingreso en la escuela, en los Escolapios, donde estuve desde los 6 hasta los 13 años, cuando finalicé la reválida de cuarto de Bachillerato.

Mi primer curso en este colegio fue en la clase de Párvulos, con niños de 4, 5 y 6 años, bajo la tutela de la señora Julia y otras maestras. Con ellas aprendí a escribir y a contar en castellano, y con ellas cursé también primero, segundo y tercer grado.

Después pasé a Ingreso, un curso específico, muy enciclopédico, que preparaba para el examen de acceso al Bachillerato.

Tengo recuerdos muy vagos de esta primera etapa escolar; pero sí recuerdo el frío, cómo me desagradaba la escuela, mi primera comunión vestido de almirante, el reloj y la pluma que me regalaron, la misa obligatoria y el miedo a la oscuridad, a los curas, a los pecados. También recuerdo que ya entonces era el más pequeño de la clase, y que nunca tuvieron conmigo ninguna consideración pedagógica, como facilitarme una mesa y una silla adaptada por parte de la Dirección del colegio, aunque sí recibí la ayuda y comprensión de algunos profesores. Era una escuela sin ascensor, por lo que tenía que subir las escaleras para ir a las aulas. En la clase, a veces tenía suerte y, como me apellidaba Alaña, me ponían en la primera fila, pero otras veces no era así, ya que nos colocábamos en función de los resultados, y entonces siempre estaba en el medio o casi al final. Recuerdo también la dificultad que tenía a la hora de atender mis necesidades fisiológicas, tanto a la hora de defecar como de orinar, ya que, al tener los brazos cortos, y encontrarme ante unos aseos demasiado altos para mí, a veces me ocurría alguna desgracia, e igual me pasaba al tener que abrir y cerrar los grifos, porque muchas veces no llegaba, y con los interruptores de la luz, que, como no llegaba hasta ellos, a veces no veía bien lo que hacía; tampoco alcanzaba a verme en el espejo… Y otro recuerdo que tengo: tanto cuando estudiaba en los Escolapios como cuando lo hacía en el instituto, mis pies siempre colgaban de la silla, nunca pude tenerlos apoyados mientras estaba sentado delante del pupitre, ya que siempre quedaban a treinta centímetros del suelo. Mis compañeros de curso, como me conocían desde pequeño, desde los 4 años, y yo fuimos creciendo juntos; ellos a su manera, y yo a la mía. Ellos cada año eran más altos, y yo no. No eran conscientes de mis dificultades, porque ellos también tenían las suyas. Es cierto que era una época en que el aseo personal y la limpieza, en general, estaba en un nivel muy bajo; había muy poca higiene en las casas y en el colegio, y aparecían por doquier los piojos, la sarna, las lombrices y las diarreas, las enfermedades respiratorias, las pulmonías, el sarampión, la viruela, la tosferina. Y la penicilina aún era un bien escaso.

También me enteré más tarde de que muchos de aquellos profesores eran maestros expulsados de la escuela pública por ser republicanos, y que los Escolapios les dieron trabajo.

A pesar de todo, creo que en esa época era un niño feliz, solo angustiado cuando tenían que hacerme ropa especial, o cuando tenía miedo. Como muchos niños de esta edad, era muy miedoso; incluso me perturbaba el despacho de mi abuelo. Durante años estuve convencido de que alguno de sus clientes no salía de él y que se ocultaba y rondaba por la casa durante la noche.

Quizás es importante comentar un poco cómo era el sistema educativo español de la década de los sesenta, que duró de 1957 a 1973. El sistema estaba estructurado así: una Primaria, hasta los 9 o 10 años, tras la cual se hacía un examen de ingreso; quien lo superaba podía acceder a estudiar el Bachillerato elemental, de cuatro cursos. Quienes no superaban esta primera etapa, por sus conocimientos o porque sus padres no podían permitirse el gasto de la escuela, tenían que ponerse a trabajar. También podían realizar el llamado Comercio, que duraba hasta los 13 o 14 años, en el que se impartían clases de contabilidad y cultura general. A continuación, ya podían ir a trabajar.

Los que hacían Bachillerato, a los 14 años, es decir, en cuarto curso, una vez aprobado tenían que pasar por una reválida y, si la superaban, obtenían el título de Bachillerato elemental y el tratamiento de «don». Con ello podían salir del sistema y comenzar estudios intermedios de Peritaje o de Magisterio, u oposiciones a la Administración en los niveles bajos.

Quienes continuaban con el Bachillerato superior, ya tenían que optar por la especialización de Ciencias o de Letras; es decir, había un quinto de Bachillerato de ciencias y un quinto de Bachillerato de letras. Y al acabar sexto de Bachillerato con todo aprobado, podías hacer una reválida y conseguías el título de Bachillerato superior.

Con este título, podías ir a lo que hoy se denominan escuelas técnicas. Si querías ir a la universidad, continuabas estudiando el curso llamado Preuniversitario, y, al acabar con todo aprobado, hacías una prueba de acceso a la universidad para poder acceder a la misma.