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Dos años después de la última y desgarradora vez que se habían visto, Ciro Sant'Angelo reapareció de repente en la vida de Lara Templeton para exigirle que cumpliera su promesa de casarse con él. Ciro ya no era el hombre que Lara recordaba, ya que una terrible experiencia le había dejado cicatrices y vuelto despiadado. Sin embargo, la intensa pasión entre ellos no se había extinguido, y las caricias de él provocaban en la inocente Lara un placer inimaginable.
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Seitenzahl: 188
Veröffentlichungsjahr: 2019
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2019 Abby Green
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Promesas del ayer, n.º 2735 - octubre 2019
Título original: Awakened by the Scarred Italian
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por HarlequinEnterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales,utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la OficinaEspañola de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-694-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
LARA Templeton se alegraba de que el delicado velo de encaje negro le oscureciera la vista y le ocultara los ojos secos de las miradas de la multitud congregada alrededor de la tumba. Tal vez sospecharan que no lloraba la muerte de su esposo, el no tan honorable Henry Winterborne, pero no quería darles la satisfacción de que los confirmaran con sus propios ojos. Así que se ocultaba, vestida de negro de los pies a la cabeza, como correspondía a una viuda.
Una viuda a la que su esposo no le había dejado nada y que había sido su esclava los tres meses anteriores, un detalle ante el que aquella multitud de chacales se relamería, si salía a la luz.
Su esposo había tenido buenos motivos para no dejarle nada. De todos modos, ella no hubiera querido su dinero. No se había casado con él por su fortuna, a pesar de lo que la gente creyera. Y él no le había dejado nada porque ella no le había entregado lo que quería: a sí misma. Había sido culpa de ella que hubiera acabado herido y en una silla de ruedas durante todo el tiempo que habían estado casados.
«No, no fue culpa tuya», se dijo. «Si él no hubiera intentado…».
Lara dejó de pensar cuando se percató de que la gente la miraba expectante.
El sacerdote tosió discretamente y le dijo en voz baja;
–Si quiere echar un puñado de tierra al féretro, señora Winterborne…
Lara se estremeció al oír su apellido de casada. El matrimonio había sido una farsa y solo había accedido a casarse porque su tío la había chantajeado para que lo hiciera.
Se inclinó, agarró una pequeña pala que había en el suelo, recogió un poco de tierra y la echó al féretro. Produjo un sonido hueco y, durante unos segundos, pensó absurdamente que su esposo extendería los brazos para agarrarla y llevarla con él. Estuvo a punto de caer dentro de la tumba.
El cura la sujetó para que no perdiera el equilibrio.
«Increíble», pensó el hombre que se apoyaba despreocupadamente en un árbol con los brazos cruzados. Fijó la mirada en la viuda, pero ella no lo miró ni una sola vez. Estaba muy ocupada representando su papel, a punto de lanzarse a la tumba.
Tenía que reconocer que lo hacía bien, con aquel vestido negro que se ajustaba a su bonita figura. Llevaba recogido el rubio cabello en un moño bajo, y un sombrerito con velo le ocultaba la cara. No le cabía duda alguna de que estaba de luto, pero no por su esposo, sino por la fortuna que no le había dejado.
Los labios del hombre esbozaron una sonrisa cruel. Era lo menos que se merecía Lara Winterborne, Templeton de soltera.
Lara volvió a sentir un cosquilleo en la nuca. Alzó la vista, sacudió la cabeza para librarse de la sensación y observó con alivio que la gente comenzaba a marcharse. Se había acabado.
Vio a un hombre alto y corpulento alejarse hacia donde estaban los coches. Llevaba una gorra y algo parecido a un uniforme. Pensó que sería uno de los chóferes.
Sin embargo, algo en su altura y anchura de hombros atrajo su atención, así como su atlética forma de andar. Empezó a marearse porque le recordó a… Pero no, no podía ser él.
Retazos de conversaciones susurradas la distrajeron.
–¿Es verdad que no le ha dejado nada?
–No debería haberse casado con ella…
–Ella solo intentaba salvar su reputación después de haber estado a punto de casarse con uno de los mujeriegos más famosos…
El último comentario estuvo a punto de hacer revivir en ella dolorosos recuerdos, pero, durante los dos años anteriores, se había convertido en una experta en despreciar comentarios maliciosos. Al contrario de lo que la gente creía, sentía un enorme alivio por no haber heredado ni un céntimo de la fortuna de Winterborne.
Nunca se hubiera casado con él de no haberse visto en una situación imposible, si su tío no la hubiera traicionado de forma abyecta.
A pesar de todo, no era un monstruo incapaz de sentir cierta emoción por la muerte de su esposo. Pero, sobre todo, se sentía vacía y cansada. Y mancillada por su relación con él.
La pena que sentía era por otra cosa, por algo que le habían arrebatado antes de que tuviera la posibilidad de vivir y respirar. Por alguien. Alguien a quien había querido más de lo que se podía querer a otro ser humano. Y que había sufrido por culpa de ella. Había estado a punto de morir. Y ella no había tenido más remedio que hacer lo que había hecho para evitarle más dolor y, posiblemente, algo peor.
Lara se dirigió hacia donde ya solo quedaban dos coches. No había pagado nada de todo aquello, ya que no se lo podía permitir. En cuanto volviera al lujoso piso en el que había vivido con su esposo, unos empleados la estarían esperando con las maletas para escoltarla hasta la salida. Su esposo había querido guardar las apariencias hasta el entierro. Ahora estaba sola.
Controló el pánico que comenzaba a sentir.
Uno de los directores de la funeraria se hallaba junto al coche de ella sosteniéndole la puerta abierta. Lara vio la figura en penumbra del chófer en el asiento del conductor. Volvió a tener la sensación de que lo conocía, pero se dijo que era ridículo. Pensaba en él porque por fin se había librado del peso que le habían impuesto. Pero no podía consentir que sus pensamientos tomaran esa dirección.
Se sentó en el asiento trasero del coche. Era el último lujo que tendría de momento. No le importaba, ya que, tiempo atrás, al perder a sus padres y su hermano mayor en un trágico accidente, había aprendido que ningún bien material importaba cuando se perdía a los seres a quien más se quería.
El coche arrancó. Incapaz de reprimir la curiosidad, observó la parte del rostro del chófer que se veía en el espejo retrovisor. Se hallaba medio oculta por unas gafas tipo aviador, pero contempló la nariz aquilina, el firme labio superior y la bien definida mandíbula.
Se le aceleró el corazón, aunque sabía que no podía ser…
En ese momento, él pareció notar su mirada y subió la ventana separadora para aislarse de ella, que lo vivió como un reproche, lo cual era ridículo. Probablemente, él habría supuesto que deseaba tener intimidad.
De todos modos, la inquietud no la abandonó. Aumentó al darse cuenta de que, aunque iban en la dirección correcta del piso, estaban saliendo de la calle principal para llegar a otra cercana de lujosas viviendas unifamiliares.
Lara llevaba dos años recorriéndola casi a diario. Pero no era su calle. El chófer debía de haberse equivocado.
Cuando el coche se detuvo frente a una de las casas, Lara dio unos golpecitos en el cristal, que descendió con un zumbido mecánico.
El chófer seguía mirando hacia delante. Lara se puso nerviosa, sin saber por qué.
–Perdone, no es aquí. Vivo a la vuelta de la esquina, en la calle Marley.
Vio que el hombre apretaba la mandíbula, antes de decirle:
–Todo lo contrario, cara. Es justamente aquí.
Esa voz… Su voz.
Lara se quedó sin respiración y, justo en ese momento, el hombre se quitó la gorra y las gafas y se volvió a mirarla.
Ella se quedó estupefacta, en estado de shock. El tiempo dejó de existir.
Tenía grabadas en el cerebro las palabras que él le había dicho dos años antes: «Te arrepentirás de esto toda la vida, Lara. Me perteneces».
Y allí estaba él regodeándose con su humillación.
Ciro Sant’Angelo.
Haberle dicho ese día que no se arrepentiría de nada no era un recuerdo agradable. Desde entonces, lo había lamentado cada segundo. Pero estaba desesperada y no tenía elección. Lo habían torturado y habían estado a punto de matarlo porque ella había tenido la temeridad de conocerlo y enamorarse, oponiéndose a los planes que su tío tenía para ella, sin ella saberlo.
Para ser sincera, había soñado con que Ciro fuera a buscarla. Pero le costaba asimilar que su sueño se hubiera hecho realidad. No estaba preparada. Nunca lo estaría para un hombre como Ciro Sant’Angelo.
Le entró pánico. Intentó abrir la puerta, sin conseguirlo. Sin aliento, se volvió a mirarlo.
–Abre las puertas, Ciro. Esto es una locura.
Él se limitó a hacer una mueca sardónica.
–¿Debería sentirme halagado porque me recuerdas, Lara?
Ella se hubiera echado a reír si no estuviera tan aturdida. No era un hombre al que nadie olvidara fácilmente. Alto, musculoso y de anchas espaldas, desprendía carisma y autoridad. Tenía los ojos negros, una boca preciosa, la mandíbula firme y el perfil ligeramente aguileño.
Habría sido la perfección personificada si no fuera por la cicatriz que tenía desde el ojo derecho hasta la mandíbula. Ella la observó horrorizada al darse cuenta de que era la responsable de aquella cicatriz brutal.
Él inclinó la parte derecha del rostro hacia ella.
–¿Te repele?
Ella negó lentamente con la cabeza. No estropeaba su belleza, sino que le añadía un elemento salvaje, peligroso.
–Ciro… –aquello no era un sueño ni un espejismo–. ¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres?
«Quiero lo que es mío», pensó él. Le hervía la sangre.
Lara Templeton estaba allí. Le bastaría estirar la mano para tocarla, después de dos largos años en los que había intentado, sin conseguirlo, borrar su hermoso y traicionero rostro de su mente.
–Quítate el sombrero.
Los ojos azules de ella centellearon bajo el velo. Él le veía la mejilla y la boca de labios carnosos, que había deseado besar desde la primera vez que la había contemplado. Un recordatorio sensual de que, por debajo de su fría y elegante apariencia exterior, era puro fuego.
Ella se lo quitó con manos temblorosas.
Y aunque Ciro se había preparado para aquel momento, se quedó sin aliento. No había cambiado en aquellos dos años. Seguía teniendo una belleza clásica: cejas finas, ojos azules, largas pestañas, pómulos altos, nariz recta… Y la boca, como un capullo de rosa aplastado que prometía lujuria, a pesar de que sus ojos transmitían inocencia e ingenuidad.
Se había enamorado de ella desesperadamente y casi le había costado la vida.
–Vamos adentro para hablar –dijo, enfadado consigo mismo por el efecto que ella le había causado.
Lara iba a preguntarle que dónde, pero él ya se había bajado del coche y se dirigía hacia la casa. Un hombre uniformado abrió la puerta, ¿el verdadero chófer? Lara no tuvo más remedio que salir del coche.
Al hacerlo, observó que había unos hombres de aspecto intimidante, trajeados y con auriculares. Ciro nunca se había preocupado de su seguridad, pero Lara supuso que, después del secuestro, había cambiado de opinión.
El secuestro.
Sintió un escalofrío. Dos años antes, habían raptado y torturado a Ciro Sant’Angelo. A Lara la habían secuestrado con él, pero la habían liberado al cabo de unas horas dejándola en una carretera a las afueras de Florencia. Era lo más horroroso que les había pasado en la vida, y ella había sido la culpable.
Lara vaciló unos segundos frente a los escalones que conducían al porche y a la puerta principal, por la que se adivinaba un lujoso interior.
–El señor Sant’Angelo la espera –dijo uno de los hombres señalándole la casa.
Entró. Una mujer de mediana edad se le acercó sonriendo cortésmente.
–Bienvenida, señorita Templeton. El señor Sant’Angelo la espera en el salón.
Lara le entregó el bolso y sombrero como si estuviera atontada, sin apenas notar que había usado su apellido de soltera. Siguió a la mujer con la sensación de que se estaba metiendo en la guarida del lobo.
La sensación aumentó cuando vio la alta figura de Ciro, que le daba la espalda mientras agarraba una bebida de una bandeja situada en un extremo de la habitación.
–¿Quiere un té o un café, señorita Templeton?
–No, gracias –contestó Lara al ofrecimiento del ama de llaves, que se marchó inmediatamente.
A través de los ventanales llegaba el sonido atenuado del tráfico de Londres. El salón estaba decorado en tonos clásicos y de sus paredes colgaban enormes cuadros abstractos que recordaron a Lara cuando Ciro la había llevado a una galería de arte en Florencia.
Se habían conocido unos días antes y ella se había sorprendido tanto de que hubiera elegido una galería que él le había preguntado si esperaba que un tosco siciliano careciera de gusto.
Ella se había sonrojado por haber supuesto que un italiano tan masculino se habría inclinado por algo más conservador.
Se había vuelto hacia él, todavía con timidez, mientras se preguntaba qué hacía con ella, una pálida estudiante de arte inglesa, y le había dicho que no era tosco en absoluto.
Habían visitado la galería en silencio. Ella aún recordaba el nudo de tensión que se le había formado en el estómago, y que había pensado: «¿Cómo no voy a enamorarme de un hombre que abre una galería de arte para mí y me hace sentir más viva de lo que he estado nunca?».
Aún no se habían besado.
La voz de Ciro interrumpió sus pensamientos.
–¿Prefieres algo más fuerte, Lara? ¿Un coñá para el dolor abrumador que debes de sentir?
Se volvió hacia ella, que observó que se había quitado la chaqueta y llevaba unos pantalones marrones y una camisa blanca con el cuello desabrochado. A Lara se le secó la boca. Recordaba a qué sabía su cuello, cómo se lo exploraba con la lengua…
«Para».
No contestó su pregunta.
–¿Cuánto hace que vives aquí? –¿llevaba allí mucho tiempo, a unos metros de donde ella había llevado una vida tan desgraciada?
–Compré la casa hace unos meses, pero acaban de terminar de reformarla.
Entonces no había estado viviendo allí. La idea la consoló, sin ningún motivo. No sabía si hubiera soportado estar casada con Winterborne sabiendo que Ciro estaba tan cerca. Se le encogió el estómago al imaginarse que lo veía salir de la casa con otra mujer. Era una locura, ya que no tenía ningún derecho sobre él. Nunca lo había tenido. Había estado soñando, engañándose.
Alzó la barbilla.
–No tengo tiempo para esto Ciro, sea lo que sea lo que quieres. Me están esperando.
Para desahuciarla. Trató de controlar el pánico.
Ciro se llevó la copa a los labios y se la bebió de un trago.
–Pero, Lara, si no tienes adonde ir.
Ella palidecido. ¿Cómo sabía…?
–¿Cómo lo sé?
Le había adivinado el pensamiento. Tal vez ella lo hubiera expresado en voz alta. Le pareció que se hundía en el agua, que había perdido todo el control.
Él enarcó una ceja.
–Los asistentes al funeral no han parado de cotillear, pero también tengo contactos que me han contado que Winterborne se lo ha dejado todo a un familiar lejano y que, en cuanto recojas tus cosas, te echarán del piso. Pobre, Lara, estás sin blanca. Deberías haberte quedado conmigo. Valgo el triple de lo que valía tu esposo y no tendrías que haber soportado a un viejo en la cama durante dos años.
Lara se devanaba los sesos pensando cómo había obtenido esa información.
El dinero del fondo fiduciario de sus padres se había esfumado hacía tiempo sin que hubiera llegado a tocarlo.
–No fue cuestión de dinero.
Ciro apretó los labios.
–No, fue cuestión de clase.
«No», pensó Lara, «fue cuestión de chantaje y coacción».
Pero también de clase, aunque no para ella, ya que le daba igual la clase social. Nunca le había importado, a pesar de que Ciro no se lo creyera.
Se negó a defenderse, porque sabía que sería inútil. Apenas reconocía al hombre que tenía enfrente, aunque hubo un tiempo que le había parecido que lo conocía perfectamente. Él la había desengañado de ese romántico concepto dos años antes. Sin embargo, era innegable que el pulso se le había acelerado cuando él se había dado a conocer. Su cuerpo sí lo reconocía.
Ahogó un grito al ver que a la mano derecha de él le faltaba el meñique.
Él siguió la dirección de su mirada.
–No es agradable de ver, ¿verdad?
A Lara le entraron ganas de vomitar. Recordó a Ciro en la cama del hospital, con la cabeza, medio rostro y los brazos vendados. Se encontraba tan afligida que no se había fijado en nada más.
–¿Te lo hicieron los secuestradores? –preguntó con un hilo de voz.
Él asintió.
–Les pareció divertido. Se aburrían mientras esperaban órdenes.
Lara se dio cuenta de que él ya no era el mismo. Se había vuelto más duro e intimidante.
–¿Por qué estoy aquí, Ciro?
–Porque me traicionaste –dejó la copa en la bandeja y la miró–. Y he venido a cobrarme lo que me debes.
–No te debo nada.
«Mentirosa», susurró una voz en su interior.
–Claro que sí, Lara. Me abandonaste cuando más te necesitaba dejándome a merced de la prensa, que se dio un festín reviviendo las viejas historias de la relación de mi familia con la Mafia. Además, me quedé sin prometida.
La ira se mezcló con su sentimiento de culpa al recordar los titulares posteriores a la liberación de Ciro y al posterior compromiso de ella con Henry Winterborne.
–Solo querías casarte conmigo para aprovecharte de mi relación con una sociedad que se había negado a admitirte.
Ciro no la quería. Había estado con ella, al principio, porque despertaba su curiosidad con su inocencia e ingenuidad; después, por su clase social y su apellido.
En los dos años anteriores, Lara se había dado cuenta de lo refrescante que debió de resultarle alguien como ella a alguien tan harto de todo como él.
Si se hubieran casado, su matrimonio se habría acabado cuando el atractivo de ella se hubiera evaporado y su inocencia lo hubiese desencantado; cuando sus contactos y su apellido hubieran servido para colmar la ambición de él. A Lara no le cabía ninguna duda.
Era evidente que él no iba a perdonarla por haberle arrebatado todo eso. Quería vengarse.
Durante unos segundos, Lara pensó en contarle lo que había sucedido, cómo los acontecimientos habían conspirado para separarlos, que su tío la había manipulado cruelmente. Abrió la boca para hablar, pero recordó las cáusticas palabras de Ciro como si se las acabara de decir.
«No te engañes creyendo que sentía algo más por ti de lo que tú sentías por mí, Lara. Te deseaba, sí, pero solo físicamente. Quería estar contigo, sobre todo, porque nuestro matrimonio me habría otorgado un sello de respetabilidad que el dinero no puede comprar».
La voz de Ciro interrumpió sus recuerdos.
–Prefiero considerarlo el cobro de una deuda. Dijiste que te casarías conmigo y espero que cumplas tu palabra. Necesito una esposa y no tengo intención de meterme en enredos emocionales cuando tú estás tan a mano.
–Es lo más ridículo que he oído en mi vida.
–¿En serio? La gente se casa por mucho menos.
Ella lo miró impotente, odiándolo por haber aparecido como un mago y haberle vuelto el mundo del revés y, a la vez, deseando defenderse. Pero había perdido la oportunidad después de decirle que no se casaría con él porque se había prometido con otro hombre, mucho más adecuado.
Le dijo que le había divertido seguirle el juego cuando le había propuesto que se casaran, porque quería ver cómo hacía el ridículo por una mujer a la que no podía aspirar. Y que todas sus palabras de amor habían sido tópicas.
Nunca olvidaría la mirada de odio que él le había dirigido después de oír aquellas venenosas palabras. En ese momento, ella se había dado cuenta de lo engañada que estaba y se había alegrado de estar actuando, ya que, al menos, le había servido para saber lo que él verdaderamente sentía.
«Estuvo a punto de morir por ti».
Volvió a tener ganas de vomitar. Él no se lo merecía, simplemente por no quererla, ni tampoco se merecía sus mentiras. La había salvado de los secuestradores ofreciéndoles su vida por la de ella. Después, Lara supo que no había corrido peligro alguno, aunque él no lo sabía. Ahora, la idea de que él se enterara la provocó un sudor frío. Si ya la odiaba, la odiaría mucho más.
La emoción no la dejaba respirar. No quería que Ciro tuviera tan mala opinión de ella, a pesar de que era culpa suya haber logrado que pensara así. Volver a verlo había abierto una herida en su interior y, sin darse cuenta de lo que hacía, dio un paso hacia delante y le dijo:
–Ciro, quería casarme contigo más que cualquier cosa. Pero mi tío se había vuelto loco. Lo había perdido todo. No quería que me casara contigo porque te consideraba indigno de ser un miembro de la familia Templeton. Me obligó a decirte aquellas cosas horribles, que eran mentira.
Lara se calló bruscamente. El aire estaba cargado de tensión, tirante como un cable. El rostro de Ciro no expresaba nada. Ella recordó la época en que la miraba con calidez e indulgencia. Y amor, o eso creía ella. Pero no era amor, sino deseo, deseo físico y deseo de éxito.
Él comenzó a aplaudirla lentamente. Lara se estremeció.
–Eres de lo que no hay, Lara. Pero el papel de víctima no te sienta bien y a mí no me impresiona. ¿De verdad esperas que me crea que te coaccionaron para casarte con un hombre que podía ser tu padre, pero con una fortuna que podría pagar la deuda de un país pequeño? Te olvidas de que he visto todo tu repertorio de disfraces, y este de víctima inocente es exagerado y totalmente innecesario.
A Lara se le cayó el alma a los pies. Sabía que era inútil intentarlo. ¿Cómo explicarle que su tío la había manipulado y explotado en beneficio propio desde el momento en que se había convertido en su tutor, tras la muerte de sus padres? Su crueldad, incluso ahora, la seguía anonadando.